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La torre de los siete jorobados: cuando el Madrid castizo abrió una puerta a un modelo urbano expresionista

Alfonso San Miguel Montes


Universidad de París IV-Sorbona



Publicaba Emilio Carrere en 1944 en el periódico Madrid el poema siguiente: «Barrio de la Morería, / patinado de poesía y ungido de tradición; / con sus casucas judaicas, / con sus leyendas arcaicas / y su honda desolación. / Rinconcito madrileño, / que yace en profundo sueño / de los siglos a través; / en cuya paz solitaria/ cantaba la legendaria / campana de San Andrés». En estos versos dedicados a uno de los muchos rincones del viejo Madrid cargados de esencias y evocaciones, el autor de la novela La torre de los siete jorobados, recapacita sobre el complejo entramado urbanístico de la ciudad desde el punto de vista de su particular mirada. Sus modos de aprehensión urbana parten de la experiencia derivada de una visión de la ciudad confrontada a su propia historia. En el espacio abigarrado de sus añejos barrios, «envueltos en la vaga poesía de los siglos» (Carrere, 1944), Madrid destila mestizaje, leyendas y arcanos. Son las mismas materias que contiene el Madrid captado por la cámara-ojo de Neville: toda una celebración de la ciudad que se complace en representar los mismos barrios, los mismos recodos y encrucijadas rememorados por el escritor que constituyen la substancia primigenia de la villa y, por extensión, una sinécdoque de lo español más abisal. Por ello, produce extrañeza la posibilidad de que, al ser trasplantados al celuloide por Edgar Neville en 1944, esos pretéritos muros puedan encubrir influencias foráneas, provenientes en este caso del cine clásico alemán de la república de Weimar. En muchos estudios historiográficos casi siempre se ha aceptado como un hecho: La torre de los siete jorobados es una película influenciada por el expresionismo. Discernir si se trata de un aserto justificado, de una interpretación heredada o de ambas cosas a la vez no resulta fácil; aceptar esta filiación como hecho demostrable, una tarea de lo más espinosa. Cierto es que en España se llevaron a cabo experimentos vanguardistas, no obstante la influencia del expresionismo no fue la más relevante. Fue escasísima en el cine ya que no se dieron las condiciones sociales, históricas o artísticas que pudieran haber consolidado esta corriente en la producción cinematográfica de los años 20 y mucho menos el dilatarla hasta los 40, cuando se realizó la película, sabiendo además, que Neville no sentía ninguna atracción por los manierismos germanos (Aguilar, 2002, 112). Presuponer este ascendente puede, en apariencia, resultar peregrino a poco que se conozcan los avatares padecidos por el cine español a través de su historia, las influencias recibidas y, aspecto capital, el propio temperamento español, más proclive a representar tipos zarzueleros que personajes presa de abstractas tormentas anímicas. Pero a decir verdad no lo es tanto ya que La torre de los siete jorobados, cultiva y prolonga, entre otros muchos rasgos, una poética de lo fantástico y un gusto por lo demoníaco consustancial al cine clásico alemán, recurrente sobre todo en sus manifestaciones expresionistas.

Monografías dedicadas al director madrileño, diccionarios de cine y trabajos historiográficos diversos reseñan este influjo con sorprendente frecuencia. Tan sólo por ilustrarla con uno de entre los considerables ejemplos a los que podría apelarse citemos el del reciente Diccionario del Cine Español. En su página 621 se afirma sin ambages: «En La torre de los siete jorobados, Neville consigue aunar el realismo del sainete madrileño con el irrealismo del expresionismo alemán» (Borau, 1988). Ahora bien, más allá del comentario sucinto presente en artículos o historias del cine que, como en la obra citada, se limitan a corroborar estas tesis o, por el contrario, a refutarlas, hasta la fecha ha habido pocos intentos de responder a este respecto en profundidad. Y, por el momento, no se ha llegado a un consenso. Así de sencillo. Entre los autores que las defienden, están los que cimientan una parte de su razonamiento en la participación directa en la película de dos personas, adjudicando a Emilio Carrere, en razón de fechas y aficiones, presuntos influjos expresionistas, lo mismo que a su decorador, Pierre Schild, al estar éste incluido en la nómina del film y contar con curriculum en el cine alemán. Aún admitiendo que ninguna época es un compartimento cerrado, que dentro de cada una la actividad creativa aparece impregnada de influencias diversas y que los filmes no son nunca un producto individual sino el resultado de un trabajo colectivo, los dos argumentos no parecen bastar para explicar de manera concluyente una filiación. No son descabellados pero sí -admitámoslo- aleatorios e insuficientes.




Un concepto de ciudad: estructuras urbanas adaptables

Tener en consideración otros cuadros intertextuales entre algunas obras que presentan rasgos atribuidos al expresionismo y la película de Neville puede ayudar a superar el estado de simple conjetura. Ciertas peculiaridades propias son susceptibles de aflorar en el film. Esto, ya de por sí, justifica un análisis detallado. Una de las más sugestivas es la detección de un patrón topológico, arquitectónico e ideológico de ciudad expresionista. Un estudio comparativo con unas obras cinematográficas tocadas por la vena expresionista durante el periodo 1919 - 1933 a las que, por cierto, ni por latitud ni por contemporaneidad lazo alguno habría de unir, al menos aparentemente, La torre de los siete jorobados, posibilitará rastrear en el largometraje la existencia, no ya sólo de algunas claves constructivas, sino también de ciertos rasgos conceptuales compartidos y que constituyen el sustrato de los filmes. Algunos de ellos serán el bastidor sobre el que construiremos nuestra argumentación. En todos, la ciudad toma cuerpo progresivamente hasta ser algo más que un mero telón de fondo. Impenetrable, opaca, cambiante, tenebrosa, indomable, la ciudad se exhibe en toda su ambigüedad con el texto fílmico expresionista. El espacio urbano queda definido como verdadero objeto de la narración. La experiencia de la ciudad ya no consiste en escenificar representaciones urbanas convencionales, reproducidas incesablemente en tarjetas postales o descritas en las habituales guías turísticas sino que es la de una entidad multiforme, camaleónica y variable que, paradójicamente, busca estabilidad sumiéndose en el caos. La planimetría de sus calles, a menudo inextricable, ocupa un lugar de representación privilegiado en las películas alemanas. Algo similar se desprende del Madrid de La torre de los siete jorobados: en el film, la ciudad manifiesta su tendencia general al desdoblamientolime.

Tomemos como primer referente comparativo El Golem (Der Golem, wie er in die Welt kam, Wegener y Boese, 1920). Su base argumental, inspirada en una leyenda medieval, gira en torno a un gueto judío de una Praga gótica cuya población vive aterrorizada por un monstruo brotado de la fértil imaginación del novelista Gustav Meyrink. Dicho gueto constituye una ciudad en el interior de otra. En La torre de los siete jorobados, la guarida elegida por los corcovados es asimismo una ciudad ubicada en el subsuelo de otra, en este caso el Madrid de finales del XIX. Al igual que en la cinta alemana, la ciudad imaginada por Carrere y recreada cinematográficamente por Neville, viene a ser el reflejo de la gente que en ella habita (Belmans, 1977, 18). La capacidad de adaptación de la ciudad es asombrosa. Los espacios urbanos establecen una relación con los personajes que excluye cualquier abstracción: las leyes que intervienen en la formación del espacio se aplican también al cuerpo. Si los techos altos y estrechos de los edificios góticos ideados por Poelzig en sus decorados se combinan con los sombreros de los judíos que pueblan el gueto en permanente estado de angustia, las gibas de los habitantes de la extraña torre de Neville hacen otro tanto con el espacio abovedado de la ciudad subterránea construida por Schild. El establecimiento de un sistema relacional espacio-sujeto basado en un procedimiento de identificación coadyuva en este caso a la concreción de la funcionalidad narrativa del espacio, acrecentando de esta manera sus capacidades expresivas. La gestualidad dislocada de las manos de los pávidos judíos checos, de sus brazos alzados dramáticamente hacia el cielo, componen una sinfonía de movimientos que se funden con el contexto físico urbano en el que evolucionan, definido por los contornos angulosos y oblicuos de sus construcciones. Las jorobas de estos seres que se agitan por los corredores y las galerías de una pretérita ciudad judía ubicada en las entrañas del Madrid antiguo1 se confunden, en cada uno de sus desplazamientos, con los arcos de medio punto y de herradura mozárabes y otras sinuosidades curvas excavadas en la pared de roca. La puesta en escena del cuerpo aparece íntimamente ligada a las estructuras arquitectónicas y constituye un elemento dinámico del sistema formal semántico. En otras palabras, es el gesto el que determina el decorado y no a la inversa. Y aunque las líneas curvas y redondeadas de la sinagoga se alejen de las oblicuas y los ángulos rectos propios del caligarismo (Muñoz Felipe, 2002, 42), no es la forma lo que prima sino el concepto y la significación, que en la película siguen siendo los mismos.

En las películas que utilizan recursos expresionistas, la ciudad tan sólo desvela una visión fragmentaria de sí misma y rara vez una topografía perceptible en su globalidad. Las perspectivas a menudo engañan y los encuadres sólo aportan enfoques parciales, especialmente escogidos para construir el espacio como un dédalo: una confusa maraña de callejuelas o, en el caso de La torre de los siete jorobados, de galerías y de túneles. La ciudad es un laberinto, siempre generador de miedo y de inseguridad. El misterio surge del choque entre el personaje, el jorobado, y el entorno en el que se mueve. Misterio de un marco arquitectónico particular y de su ubicación subterránea, insólita, insospechada y arcaica que vuelve a ser habitado por diferentes seres para diferentes propósitos. Como Wegener, Neville se atreve a penetrar en los aspectos más oscuros del alma humana a través de la institución de una atmósfera (la stimmung alemana) que sea el espejo de un malestar metafísico, capaz de traducir las obsesiones, las angustias inherentes a la naturaleza humana que, en el caso alemán, se atribuían por encima de todo al anárquico y desequilibrado contexto histórico fruto de los desórdenes sociales, políticos y económicos propiciados por la derrota de 1918 (Belmans, 1977, 17), de los que se hacen afinadamente eco películas como El doctor Mabuse (Doktor Mabuse, der spieler, Fritz Lang, 1922). Paradójicamente, la ciudad expresionista alcanza un alto grado de transparencia sin renunciar a su opacidad ya que se convierte en la proyección de un estado de ánimo, generalmente colectivo, que nada tiene que ver con la felicidad sino más bien con el pavor. Y es que el expresionismo manifiesta palmariamente un gusto rayano en lo enfermizo por lo criminal.




Criaturas y villanos urbanos

La concepción maníaca de la criminalidad encuentra su marco idóneo de materialización en la metrópoli, en la vida ciudadana. El cuadro urbano potencia la soledad, el aislamiento, el anonimato y favorece la impunidad. Sociedades secretas, asesinatos, extorsión, falsificación de moneda, robos, hipnotismo... Para orquestar esta panoplia de actividades delictivas, la ciudad necesita un cerebro maquiavélico capaz de aplicar las turbulencias de su genialidad en la reinvención de un cosmos maléfico en el que imperen el terror, la transgresión y el quebrantamiento de la ley. Un espíritu superior carente del menor escrúpulo, de psicología compleja y alma atormentada. Lang recurrió a sus demoníacos Mabuse o Rotwang, el frenético científico de Metrópolis (Metropolis, 1922), Wegener a su golem, Wiene a Caligari o al pianista Orlac para representar esta figura que por regla general es una especie de aprendiz de brujo atraído irremisiblemente por el lado más perverso de la ciencia o bien el fruto de una práctica equivocada y malsana de ésta. Neville se sirvió de la figura de Sabatino, personaje tan oscuro como brillante. Su maldad parece provenir, como el gobernador de Vanina (Vanina oder die galgenhochzeit, Arthur von Gerlach, 1922), de un complejo de inferioridad no superado provocado por su físico deforme, lo que le hace alimentar un odio profundo hacia el género humano y le conduce a llevar una vida al margen de la sociedad.

Existen además en La torre de los siete jorobados ciertos temas formalmente coincidentes con filmes como Metrópolis, con el Mabuse de 1922 y otros rodados más tardíamente. Así por ejemplo, la representación del juego en casinos y demás garitos (iluminados en el caso alemán a la manera expresionista) o el espectáculo de cabaret. El tratamiento dado por Neville sin embargo difiere y, en este sentido, le desvía de los presupuestos expresionistas. Éste inscribe su universo diegético en un imaginario decimonónico matritense, al que injerta con sutileza algo tan intrínsecamente vinculado al talante español como es el humor y el costumbrismo castizos mediante gráciles toques sainetescos y diálogos chispeantes. El casino ya no es un lugar para la depravación sino para la socialización. Allí, Basilio saluda a sus amigos jorobados e incluso frota su amuleto contra sus jorobas para conjurar a la suerte; también asiste a la actuación de la Bella Medusa, a quien corteja desde hace algún tiempo y cuyas maneras en nada se asemejan a las de diablesas expresionistas como la Cara Carozza de Mabuse o la falsa María de Metrópolis. Si, por una parte, la mezcla de elementos realistas con componentes fantásticos y de misterio (Armada Manrique, 1999, 115) es sabia, acertada y concurrente con los modos expresionistas, por otra, los propósitos de Neville parecen estar lejos de los de los filmes de Lang, en los cuales los límites entre lo fantástico y lo documental son voluntariamente difusos. El tratamiento de la temporalidad le acercaría más a las obras de Wegener o de Murnau, que asientan a menudo sus relatos en un tiempo histórico-mítico, atraídos como estuvieron por la experimentación con los efectos narrativos derivados de la inclusión del elemento legendario. En los años veinte, recurrir a las leyendas parecía estar en el air du temps. La ciudad subterránea judía de La torre de los siete jorobados, creada artificialmente por Carrere aunque a partir de elementos de recuperación reales, es una leyenda madrileña como las rescatadas por El Golem en la Praga de Rodolfo II, la de El estudiante de Praga (Stellan Dye, 1913) o las recreaciones de Murnau de los mitos de Fausto y de Nosferatu por sus ingredientes ocultistas, teosóficos o cabalísticos, más presentes en la novela de Carrere que en la cinta de Neville. En ésta es un elemento de la ficción que el director integra como línea argumental en el tiempo diegético de un relato policiaco que es la historia marco, es decir, en el Madrid de finales del XIX. En los filmes alemanes la leyenda constituye el relato mismo.

Sin duda, las conexiones más relevantes se centran en la tipología de personajes, en los rasgos generales que comparte el doctor Sabatino con los villanos y demás criaturas expresionistas. Sus poderes hipnóticos le acercan a Mabuse o Caligari, que sugestionan a sus víctimas para conseguir sus propósitos; sus actividades, sobre todo a Mabuse, ya que ambos están a la cabeza de sendas organizaciones dedicadas a la falsificación de moneda: Mabuse dirige una banda de ciegos y Sabatino otra de jorobados. Pero lo que más hondura otorga a los personajes es que todos están dotados de una psicología extremadamente compleja. Sabatino es, como ellos, un ser dual, un malvado con dos caras. Presa de sus pasiones, se debate en una continua lucha contra sus propios fantasmas que le hacen compartir algunos rasgos con el Golem, una estatua de arcilla que cobra vida en el gueto judío gracias al rabino Loew y emerge pasmosamente de la nada dotado de un corazón. Gracias al amor que siente por la hija del rabino, en el ente se despierta la consciencia y el deseo de libertad, quedando así atrapado en la dualidad de su condición. Al final, el monstruo escapa de la ciudad destruyendo la enorme puerta de acceso al gueto y topa con un grupo de niños jugando al pie de las murallas. El abandono del contexto urbano al que pertenece, lejos de procurarle la emancipación deseada, acarreará su desgracia. Un gesto inesperado de ternura hacia una niña provocará su destrucción: la pequeña le arrancará de su pecho la estrella de David de barro cocido que le daba la vida y el ente volverá a su estado primigenio de materia informe, lo que viene a demostrar que el amor puede conducir a la salvación pero también a la perdición. Otro ejemplo lo observamos en Nosferatu (Nosferatu, eine symphoniy des grauens, F. W. Murnau 1921). La seducción que Ellen Hutter ejerce en el conde Orlok atrae al vampiro hacia su casa, en la que la luz del naciente día le destruye y consigna definitivamente en el mundo de tinieblas al que pertenece. También Rotwang siente una tenebrosa e irresistible atracción por la experimentación con autómatas debido a la pasión que sintió años atrás por Hel, esposa de Joh Fredersen fallecida al dar a luz a Freder. El robot que construye adoptará la forma de María e incitará con pérfidas arengas a la rebelión a unos enardecidos obreros que, presos de un enloquecido arrebato, acabarán destruyendo la ciudad. La personalidad bivalente de Sabatino es asimismo víctima de estas sacudidas interiores. Una idéntica pasión, la que siente por la joven Inés, dará al traste con sus ambiciosos planes criminales. Dulcificada su maldad por el sentimiento amoroso, después de raptarla decide dejarla marchar y autoinmolarse dinamitando la ciudad subterránea para escapar al brazo de la ley y preservar su secreto para siempre.




Estructura dual

El esquema dual inherente a la personalidad de los personajes también se hace patente en el plano de la arquitectura y la construcción topográfica de La torre de los siete jorobados. La estructura de la ciudad, edificada conforme a un esquema basado en la doble estratificación que opone la ciudad de la superficie a la ciudad subterránea, es el reflejo de la estructura misma de la película, lo que pone de manifiesto que la ordenación del espacio es algo más que un mero dato preestablecido. Su carga semántica evoluciona a medida que avanza el relato y contribuye en ocasiones a hacer progresar éste en función de las diversas metamorfosis espaciales susceptibles de producirse.

La introducción de la ciudad subterránea como elemento narrativo es, en sí misma, un detalle de primer orden que enriquece la concepción espacial de la película dotando al relato fílmico de unas dimensiones y un dinamismo insospechados. Carrere se inspiró de estructuras ya existentes2 para fantasear con ese laberinto de corredores, puertas secretas y escaleras que aparece en la obra y con la existencia de una sinagoga (Carrere, 1998, 10-38). Veinte años más tarde, Santugini, productor de la película, y Neville se encargaron de dar al guión y a la secreta subciudad judía su concreción material y definir su función dentro del relato cinematográfico. Por aquellos mismos años en que se publicaba la novela de Carrere, Thea von Harbou imaginaba la ciudad de los obreros, las catacumbas y el submundo de Metrópolis. Los paralelismos parecen evidentes. Desde la chimenea del despacho que el arqueólogo Robinsón de Mantua tenía instalado en su casa partía un túnel secreto que descendía y comunicaba con la ciudad subterránea; desde la casa gótica de Rotwang podía accederse hasta las profundidades de Metrópolis a través de unas retorcidas escaleras. En ambos espacios situados en la superficie domina el espíritu científico y la razón (Mantua realiza sus investigaciones arqueológicas y Rotwang sus invenciones) en dos épocas -las fijadas en el tiempo diegético - de desarrollo de la ciencia, en el caso de La torre de los siete jorobados y, en el de Metrópolis, de reflexión y de crítica al excesivo desarrollo tecnológico e industrial que serviría «en manos del nacionalsocialismo, para emprender la destrucción más sistemática y ordenada de toda la historia» (Sánchez-Biosca, 2003) como consecuencia de los avances científicos.

La estructura narrativa de los dos filmes se enriquece con los itinerarios dominados por la verticalidad, es decir, en los descensos y ascensos, que determinan la percepción del espacio profílmico. Los primeros suponen un recorrido en el que la ciencia se torna progresivamente en superchería y los ambientes, dominados por energías telúricas y espirituales, se cargan de esoterismo. En La torre de los siete jorobados, dichas energías revisten un doble carácter referencial. Por una parte, remiten a los antiguos ritos practicados por los judíos que se ocultaron escapando al decreto de los Reyes Católicos, satanizados por los cristianos en una época oscurantista e intolerante dominada por la Inquisición; por otra, a la maldad instalada en ese mismo espacio y encarnada por las actividades delictivas de los jorobados. En las catacumbas de Metrópolis, refugio del rito cristiano igualmente perseguido hacía dos mil años, María dirige a los obreros sometidos un mensaje de esperanza mientras esperan al redentor. Las referencias histórico-científicas son más que frecuentes.

Los itinerarios ascendentes encierran significados opuestos. La ascensión de Basilio al mundo de los vivos como un aparecido tras lo ocurrido en la sinagoga supone su salvación. Itinerario ascendente es el de María cuando irrumpe con los niños en los jardines lugar en el que se divierten y practican juegos amorosos los hijos de los notables de Metrópolis. También lo es el de los obreros cuando se firma el pacto definitivo entre el cerebro y las manos en la superficie, a las puertas de la catedral.

En algunos aspectos, el significado de ambos recorridos puede ser intercambiable. Para Freder y Basilio, el descenso a las profundidades es sinónimo de acceso al conocimiento, a la verdad. Para María, su ascenso a la superficie le permite mostrar a los hijos de los obreros el modo de vida de sus hermanos más privilegiados.

En los dos filmes, estos itinerarios derivados de la propia estructura del tejido urbano, además de plantear unas consideraciones sobre historia y ciencia nada superfluas, simbolizan el paso del discurso realista al fantástico al tiempo que metaforizan un singular tránsito por esos territorios, a menudo abruptos, escarpados y de delimitación imprecisa, que la psicología moderna ha dado en llamar pensamientos consciente y subconsciente del ser humano.

Otras correspondencias se producen igualmente desde el punto de vista compositivo. Así, el nivel superior queda definido por la línea recta: los rascacielos de Metrópolis y los edificios de los barrios populares del viejo Madrid. En el inferior, sin embargo, con la excepción de la ciudad de los obreros de Metrópolis que supone un estrato intermedio, es la curva la que predomina: las catacumbas con reminiscencias paleocristianas, territorio de María, o los arcos de medio punto de la ciudad judaica. En este sentido, en su tratamiento fílmico Neville imita, consciente o inconscientemente, modelos estructurales basados en la estilización decorativa propia de algunas obras expresionistas. Los decorados elaborados para la sinagoga subterránea recuerdan también a la puesta en escena concebida por Paul Leni para El gabinete de las figuras de cera (Das Wachsfigurenkabinett, 1924) en lo referente a la creación de una atmósfera cargada de imaginería esotérica (fig. 1). Las similitudes entre los decorados de las dos películas son evidentes. La línea curva prevalece en ambas y cumple una función equivalente de mostración metafórica: los arcos que dan acceso a tortuosos túneles y oscuras galerías son como los insondables vericuetos de la psicología humana. Con estas tentativas visuales, lo que en la película alemana se desea subrayar es únicamente el carácter irreal y onírico. Al representar una antigua ciudad judía del siglo XV, «una especie de capilla mozárabe» (Sánchez, 1944), con la inclusión de elementos arquitectónicos reconocibles, lo que se obtiene en la cinta española es, además, fijar la narración en un espacio a caballo entre lo fantástico y lo histórico, lo que otorga más fuerza y veracidad al relato nevillesco.

El nexo que une los diferentes niveles de ese mundo estratificado es la escalera. En La torre de los siete jorobados existen varias, pero la más cargada de significación es la rampa helicoidal que conduce al refugio bajo tierra (Fig. 2).

Imagen 1

Fig. 1. Los tortuosos túneles de El gabinete de figuras de cera, de Paul Leni

Imagen 2

Fig. 2. La escalera de acceso al refugio de los jorobados, maqueta creada por Schild

De hecho, es la insólita escalera-torre «de unos cuarenta metros, que en vez de erigirse al cielo, se hunde en la tierra», la que da nombre a la obra. Es uno de los grandes hallazgos estéticos de la película con respecto a la novela. Creación de Pierre Schild, no esta exenta de carga semántica, ni su composición en espiral es aleatoria. Es el nexo que posibilita a Basilio el acceso al estrato inferior. Este plano picado, de estudiada composición, es capital en la arquitectura narrativa de la película ya que permite encaminar el relato hacia su desenlace. Filmada con la cámara situada en un único emplazamiento, ocupa totalmente el espacio fílmico y reúne en sí misma gran parte de la carga metafórica de la escena. En su vertiente descendente y por su forma de embudo, diríase que conduce al personaje ineluctablemente hacia la pesadilla. El peligro, no obstante, no procede de la escalera en sí misma, a pesar de que su fisonomía y apariencia (iluminación vacilante y tenebrosa proveniente de antorchas, ubicación insólita en el contexto del Madrid decimonónico...) puedan inducir a pensar en el preludio de algo maléfico. Una elucidación de influencia freudiana le conferiría un simbolismo de carácter marcadamente sexual. La inscribiría en la corriente analítica tan cultivada por el expresionismo cuya tendencia a la introspección es heredera directa de los trabajos del psiquiatra. En su obra La interpretación de los sueños, el simbolismo de la escalera o de los fosos siempre aparece ligado a la representación del acto sexual (Freud, 986, 390)3. En La torre de los siete jorobados, la motivación de Basilio para aventurarse a bajar los peldaños es, además de desentrañar el misterio del asesinato de Mantua, la de salvar a Inés, hacia la que experimenta un encendido deseo. Su descenso, según estas teorías, podría ser interpretado como un preámbulo motivado por la pulsión sexual de Basilio, conducente a la concreción de la relación amorosa entre los dos jóvenes. La declaración por parte del hombre se verifica en la ciudad subterránea -como medio para sustraer a Inés de su letargo hipnótico- y su consumación, tal y como se da entender, se terminará produciendo después.

Desde el punto de vista ontológico, la utilización de esta escalera le permite a Basilio acceder a un lugar prohibido, misterioso e inquietante. En este sentido, la escalera nevilliana se afilia con otras concebidas para algunos filmes expresionstas, sobre todo con la de Genuine (Genuine die tragodie eines seltamen hauses, Robert Wiene, 1920) ya que explota con parejo aprovechamiento las posibilidades alucinatorias de la escalera de caracol. El descenso de Basilio a las profundidades, representado en un plano general dado su interés mostrativo y su marcada dimensión alegórica, no se realiza sin la previa materialización de un sentimiento de orden más universal -la angustia inherente al ser humano- y podría asimilarse a una bajada a los infiernos. El resultado final se obtiene al ser injertado el inframundo habitado por los jorobados. Los decorados de la sinagoga sabiamente iluminados por Enrique Barreyre, representan espacios-tiempos que subrayan su carácter abstracto al fusionarse diferentes referencias temporales mediante la inserción de una arquitectura tortuosa y pretérita. La sensación de lo siniestro emerge precisamente de la existencia de «lo extraño dentro de lo conocido» aunque no con la intensidad de algunas cintas alemanas (Sánchez-Biosca, 1990, 215)4.

Tampoco hay que olvidar los decorados cuya ubicación con respecto al resto de espacios representados puede situarse en el subsuelo, aunque en un plano inmediatamente superior a la sinagoga, esto es, antes del descenso de la escalera, y que se componen de túneles y galerías curvilíneos, de techos bajos y abovedados. Bañado por un inquietante juego de luces y sombras y con esta concepción escenográfica, el espacio se comprime forzando a los cuerpos a agacharse, a curvarse de manera brusca acercándose, aunque se trate de movimientos naturalistas, a esos esquemas que tanto convenían a las maneras expresionistas.




Luces y sombras urbanas

En el cine expresionista las características técnicas estuvieran íntimamente ligadas a las particularidades de significado (Kracauer, 1973, 81). Con el uso de la luz, se trataba de acentuar hasta el exceso los contornos de los objetos o de algún detalle del decorado. Fue ésta una marca de fábrica del cine clásico alemán que convirtió a sus realizadores en consumados maestros del claroscuro.

Apuntaba Pío Baroja en 1904 sobre Madrid que «La corte es ciudad de contrastes; presenta luz fuerte al lado de sombra oscura; vida refinada casi europea, en el centro, vida africana, de aduar, en los suburbios». De esta dialéctica creada por la luz y la sombra supo sacar partido Neville. Asistido por Barreyre, el director insiste en el uso de las luces con intención dramática, experimenta con la utilización de claroscuros violentos y consigue un interesante efecto de choque de gran belleza plástica, que constituye otra de las trazas materiales de expresionismo identificables. Envuelta en una luz casi sobrenatural, Madrid se expresa con una fuerza inusitada al sumergirse en una noche cargada de amenazas y malos presagios. En una de las secuencias más impactantes de la película, la ciudad nocturna es más que nunca sinónimo de peligro. En una pequeña porción de arquitectura popular madrileña filmada en plano general, cada ángulo de esas viejas edificaciones, cada recodo de las serpenteadas callejuelas que desembocan en la Plazuela del Alamillo, se convierte en un refugio potencial para lo perverso. El hálito de misterio es creado gracias al contraste de la luz antinaturalista, violentamente proyectada sobre una casucha de la calle de la Morería que por el día aparece inofensiva y por la noche adopta una dimensión terrorífica. Ante ella se detiene el jorobado Malato, criatura deforme surgida de la oscuridad. En un momento dado, se pone a tocar el violín. El instrumento, con la contribución de la banda de sonido, se convierte en elemento dramático. Y lo que tienen delante Basilio y el inspector Martínez ya no es una simple casa, ya no es la sola realidad que capta la cámara sino su propia realidad interior, su miedo y, al mismo tiempo, su curiosidad. En la penumbra de la plaza, tan sólo iluminada por la luz de un farol que desgarra la noche, se recorta su silueta corcovada y se desdobla, a la izquierda del cuadro, en el espectro de su sombra, que remeda burlonamente cada uno de sus movimientos. Decía Lotte H. Eisner que «en los filmes alemanes, la sombra se convierte en la imagen del Destino» (1981, 95). En la cinematografía germana, la sombra ha de interpretarse casi siempre metafóricamente, como sustitutivo de un peligro anticipado al espectador. Es Nosferatu antes de llegar a la habitación de Ellen o el anónimo asesino de M. el vampiro de Dusseldorf (M. morder unter uns, Fritz Lang, 1931) en los momentos previos a la desaparición de la pequeña Elsie. Ejerciendo con buen criterio el arte de la cita -en este caso, el Nosferatu de Murnau- Neville hace un guiño a los clásicos alemanes y les rinde un cinéfilo homenaje. La alargada sombra de Guillermo Marín-Sabatino proyectándose en la pared, bajo el péndulo del gabinete de Inés de Mantua, resulta en este contexto de lo más revelador y cumple, además, idéntica función narrativa.




Hibridación y casticismo

Como muchos otros directores, Neville es capaz de elaborar una obra personal a partir de la expresión de una representación fabricada con elementos no exclusivamente nacionales. La historia del arte ha mostrado desde siempre que muchos artistas, en apariencia alejados, han buscado su inspiración en fuentes cercanas. El expresionismo alemán desde siempre reivindicó su proximidad a las corrientes afines al género fantástico que cristalizó en una estética cinematográfica desarrollada a través de una visión del mundo que conectaba con los grandes principios del esoterismo. Por ellos se sintió también atraído Emilio Carrere. Neville llevó al cine su novela salvaguardando casi intacto el mismo espíritu y dando más protagonismo a la ciudad, respetando el mismo rol estético del espacio y de la luz que caracterizó a muchos filmes alemanes. Los puntos de anclaje con la película del madrileño parecen comunes: la referencia vertebral a la temática de lo inconsciente y el gusto por lo fantástico en un contexto urbano. Las coincidencias, numerosas: los poderes hipnóticos del doctor Mabuse languiano o del doctor Caligari son casi idénticos a los del también doctor Sabatino (¿trasunto corcovado de los alemanes?); en la novela de Carrere, Ercole, el criado sonámbulo de Sabatino, fácilmente podría ser asimilado al Cesare de Caligari. (en el film, son los jorobados los que asumen las funciones del criado); como en el film de Wiene, la censura sugirió a Neville a cambiar el final y hacer que todo fuera un sueño de Basilio.

Con todo, sigue sin poder afirmarse que Neville asumiera reflexivamente estos presupuestos. Las trazas de expresionismo, aún siendo significativas, no suponen un marchamo que certifique el producto, lo que acrecienta su valor, preserva toda su originalidad y su capacidad de fascinación al mismo tiempo que permite incluirla en la lista de perlas cinematográficas inclasificables: sesenta años después, la película continúa planteando las mismas dudas al respecto. ¿Qué pretendió enunciar Neville haciendo uso de estos préstamos estéticos? Tal vez los argumentos de dos especialistas del cine alemán puedan hacer más creíble la existencia de un puente entre La torre de los siete jorobados y los supuestos expresionistas. Kurtz sostenía que las obras expresionistas tenían un enraizamiento sociológico y constituían un testimonio de la actitud del hombre de esa época frente a la realidad (1986, 22). Esta misma línea sigue la afirmación de Kracauer: «[...] el contenido y evolución de las películas de una nación son plenamente comprensibles únicamente en relación con los esquemas psicológicos de dicha nación.» (1973, 5). Utilizando como soporte el género fantástico, Neville expresó la esencia de lo español aunque a partir de unas bases culturales e históricas bien distintas de las alemanas, que es lo que a todas luces conforma la idiosincrasia del film. La puesta en escena de una serie de significantes encuentra su marco ideal en la ciudad y ésta funciona como algo más que un simple andamiaje ornamental en lo que atañe a la concepción y construcción del espacio urbano. Constituye, de hecho, un dispositivo oportuno en su manera de reinterpretar la ciudad y susceptible de dar organicidad y sentido a la obra en su conjunto, al margen del asombro que su presencia en el cine patrio producido en esa época pueda suscitar. En este sentido, La torre de los siete jorobados navega entre dos modelos. El primero se fundamentaría en un costumbrismo decimonónico de raíces madrileñistas y de honda raigambre populista. El segundo, en la construcción de un imaginario fantástico fijado en un contexto decididamente urbano, cuya materialización estaría más inspirada del cine alemán. Hay que valorar la presencia de un cierto estilo gótico utilizado a la manera del cine expresionista, que Neville liga con generosas dosis de costumbrismo para asentar el relato en una realidad puramente hispana. Con La torre de los siete jorobados eso es lo que creó Edgar Neville: un híbrido tan original como castizo. ¿Acaso este Barrio de la Morería, «envuelto en vaga poesía de los siglos a través, que se puebla de visiones y antaño tradiciones tras los ruinosos bastiones del templo de san Andrés» (Carrere, 1944) no pudo haber sido un escenario perfecto para la galería de monstruos y villanos alumbrada por el cine expresionista? Hubo, en cualquier caso, una vez en que se pobló de jorobados, los imaginados por Carrere.






Bibliografía

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