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La tragedia «Idomeneo» de Álvarez de Cienfuegos

Rinaldo Froldi





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El proceso de revisión crítica de la cultura y de la literatura española del siglo XVIII que ha tenido en estos últimos treinta años un notable desarrollo y ha llevado a superar muchos juicios (o prejuicios) heredados de la crítica romántica y post-romántica, respecto a otros géneros que han gozado de mayor atención, parece haber sido menos profundo y extenso en el de la tragedia, ese género que a partir de la mitad del Setecientos se quiso instaurar en España como consecuencia del cambio en las premisas teóricas, a partir de entonces, orientadas hacia posiciones clasicistas. Entre los primeros defensores de la necesidad de restaurar el género trágico no faltaba un cierto sentido de culpa por su reconocida ausencia en la edad barroca y una no disimulada polémica contra los extranjeros que habían aducido dicha ausencia como motivo de severa censura al teatro español.1

Desde las experimentaciones de Montiano y Luyando hasta la época de la afirmación del drama romántico, el género tuvo una historia articulada y compleja y tuvo también una propia tradición crítica, a decir verdad más rica de juicios negativos que positivos.

En la cultura media el juicio crítico aún en gran medida vigente es el que se ha formado sobre los ensayos de Cook,2 Benítez Claros,3 y de Jorge Campos,4 trabajos de los años sesenta, todos en la línea de interpretación tradicional divulgada sobre todo por el magisterio de Don Marcelino Menéndez Pelayo:5 es decir, las tentativas de tragedia en España desde la mitad del siglo XVIII hasta los umbrales de la época romántica, habrían tenido la característica   —146→   común de tomar como modelo las formas de la tradición clásica (por esto se adoptó la calificación de tragedia neoclásica usada indiscriminadamente para toda la producción) y habrían culminado sustancialmente en un verdadero fracaso por las razones que Ruiz Ramón en su Historia del teatro español resume en estos cuatro puntos: 1) servidumbre a los modelos galo-clásicos; 2) primacía de los aspectos formales; 3) ausencia de sentido teatral; 4) inexistencia de tradición y público.6

Me parece fácil poder objetar al primer punto que si es verdad que quienes quisieron fundar una tragedia española se sirvieron de modelos clásicos o extranjeros (y no sólo franceses), es también cierto que siempre apuntaron a la creación de una tragedia «española» y no sólo cuando afrontaron temas nacionales. Respecto al segundo punto, han sido en buena parte los críticos, y no los autores, los que se han preocupado constantemente por analizar los contrastes entre las formas externas de la tragedia llamada neoclásica y las de la comedia barroca o del drama romántico y los que se han interesado casi exclusivamente por los aspectos formales de las tragedias en cuestión. En cuanto al tercer y cuarto puntos, es cierto que el nuevo género chocó con el gusto de un público diversamente acostumbrado y que el choque fue aún mayor en el caso de los actores cómicos, reacios a representar tragedias, pero también es verdad que el juicio apodíctico sobre la ausencia de sentido teatral es más producto de un prejuicio que de un análisis específico de los textos desde el punto de vista de su teatralidad.

El concluyente juicio de «fracaso» del género llevaba consigo -inevitablemente- la idea que no vale la pena estudiar lo que cuenta poco, tanto más si consideramos que la idea de fracaso se ligaba a la idea heredada de la tradición según la cual la tragedia era algo extraño a las costumbres y al carácter españoles.

En efecto, se han vuelto a estudiar generalmente los mismos textos que se estudiaban antes, sin investigar lo poco conocido o lo totalmente desconocido.

Buen ejemplo es el del autor que vamos a tratar hoy: Nicasio Álvarez de Cienfuegos. Y voy a citar un caso clamoroso: Ivy Mc Clelland en los dos volúmenes de Spanish Drama of Pathos, 1750-1808,7 obra por lo demás valiosa, sobre todo por su rica documentación, no dedica más que unas pocas líneas a las tragedias de   —147→   Álvarez de Cienfuegos. Por su parte, más recientemente, un joven estudioso de Barcelona, Antonio Mendoza Fillola, que ha redactado (1979) una voluminosa tesis en dos tomos con el título de La tragedia neoclásica española, 1710-1819 (han sido publicados extractos) se ha conformado con examinar los textos habitualmente citados por los críticos que le habían precedido (muy apresurado y bastante superficial -por ejemplo- el análisis de las obras de Cienfuegos). Y digo esto sin querer desconocer los méritos de esta tesis, bien informada y que contiene un útil catálogo de piezas representadas o editadas.

En estos últimos años, sin embargo, anotamos con placer que el panorama va cambiando y que aunque las aportaciones no han sido tan numerosas como en otros campos -tal y como apuntaba al principio- merecen ser citadas algunas contribuciones que considero esenciales para un renovado estudio de la tragedia española de la segunda mitad del siglo XVIII y primeros años del XIX, así como para un constructivo acercamiento a los distintos problemas que el tema conlleva.

Pienso sobre todo en la interpretación perfectamente delineada de la Raquel de García de la Huerta por parte de René Andioc,8 en las preciosas aportaciones de Francisco Aguilar Piñal, que ha sacado a luz la Solaya de Cadalso y ha documentado la fructífera actividad de Cándido María Trigueros9 como autor trágico, y pienso también en el trabajo de Jerry Johnson: la presentación en edición moderna de Cuatro tragedias neoclásicas,10 entre las cuales se encuentra el Idomeneo de Álvarez de Cienfuegos. Además Johnson, en una antología del Teatro español del siglo XVIII,11 ha editado también la tragedia Pítaco de Cienfuegos.

En el prólogo de la aludida edición de cuatro tragedias es significativo que Jerry Johnson salga de los esquemas usuales realzando el valor de la aportación del pensamiento ilustrado, aunque la identificación que él establece entre «neoclásico» e «ilustrado»; a mi parecer, quizás le impida definir con rigor los distintos matices que, no obstante, caracterizan esa producción trágica.

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Pienso que el estudio de ésta debe salir del campo estrictamente literario teórico/formal, afrontando también los aspectos temáticos e ideológicos, teniendo bien presente el contexto en que estas obras fueron concebidas y representadas, especialmente en ese período tan crítico de la historia de España, entre el siglo XVIII y el XIX y -desde luego- analizando sus valores propiamente teatrales.

Nicasio Álvarez de Cienfuegos en sin duda uno de los intelectuales más representativos de ese período crítico del pensamiento español: de este autor me ocupé en el ya lejano 196812 tratando de destacar la sustancial unidad de pensamiento y de expresión de su producción poética y teatral, interpretándola en el ámbito de una dimensión cultural genuinamente ilustrada y rechazando la entonces más común -pero a mi juicio imprecisa y desorientadora- interpretación de Cienfuegos como «prerromántico». Ésta era, por ejemplo, la tesis de uno de los más atentos estudiosos de la obra de Cienfuegos: José Luis Cano.13

Junto a los trabajos de Johnson, por lo que se refiere al teatro de Cienfuegos, también debo citar otros trabajos recientes que permiten esperar una intensificación de los estudios sobre este autor: una nota de Juan Ríos Carratalá14 en la que las tragedias, todavía, son tratadas de una forma un poco expeditiva y sin particular originalidad; un inteligente ensayo del inglés Nigel Glendinning15 sobre la problemática moral y política del teatro de Cienfuegos, mientras que el norteamericano David Gies ha tratado con su habitual perspicacia crítica la posición ideológica y poética de Cienfuegos en relación con la única comedia suya, Las hermanas generosas.16

Hay que anotar también que Jerry Johnson ha dedicado un breve artículo a Idomeneo o la mentalidad mítica17 y Pablo Carrascosa   —149→   Miguel18 otro a los dramas «clásicos» de Cienfuegos buscando sus bases filosóficas. En fin, en 1988, se ha publicado en los EE.UU. la primera obra de conjunto sobre Álvarez de Cienfuegos, una monografía de Twayne's World Authors Series al cuidado de Edward Coughlin:19 en esta obra un diligente y puntual análisis de las tragedias de Cienfuegos encuentra adecuado lugar.

Felices señales, pues, de un interés que en estos últimos años se ha despertado hacia la obra en general de Cienfuegos y sobre su teatro en particular: su personalidad empieza finalmente a adquirir la debida colocación en la historia de la poesía y del teatro españoles.

Lo que hoy me propongo es ofrecer una serie de observaciones sobre la tragedia Idomeneo, que es la primera, cronológicamente hablando, de las cuatro que compuso. Representada en el teatro Príncipe de Madrid el 9 de diciembre de 1792 por la compañía de Antonio Robles, no fue publicada en la primera colección de Poesías de Cienfuegos (1798), pero sí en la edición póstuma de sus Obras poéticas (1816). Se editaron también dos sueltas en Valencia en 1815 y 1824 y la tragedia apareció además en el volumen del Teatro de Cienfuegos, impreso en Barcelona en 1836.

La tragedia recoge el antiguo mito de Idomeneo, rey de Creta, obligado a matar a su hijo para cumplir el voto que había hecho a Neptuno durante una tempestad en el mar volviendo de Troya, a saber, la de inmolar al dios del mar a la primera persona que se hubiera encontrado al desembarcar en Creta, y ¡la primera persona fue su hijo!

La gran difusión del mito de Idomeneo en el siglo XVIII es atribuible con toda probabilidad al éxito europeo de la obra maestra de Fénélon Les aventures de Télémaque (1699). En el quinto libro de esta obra se narran el voto y el drama interior de Idomeneo, el consejo del viejo y sabio sacerdote Sofrónimo, que considera que el dios pueda ser aplacado con un sacrificio de cien toros porque un dios no puede exigir algo contrario a la naturaleza, pero la implacable Némesis se apodera de Idomeneo y guía su mano hasta matar con la espada a su hijo.

Cienfuegos conocía ciertamente a Fénélon; dejando aparte otras consideraciones, el Archivo Histórico Nacional conserva una   —150→   carta suya de 1796 a Godoy en la que pedía licencia para una nueva traducción del Télémaque en español.20 ¡Piénsese que de 1713 a 1793 se cuentan más de diez traducciones españolas de este bestseller de la época!

Muy probablemente tenía también noticias de la gran fortuna teatral en el XVIII del mito de Idomeneo. Entre dramas, óperas, serenatas, ballets y escenas líricas he recogido noticias de una quincena de trabajos. Destacan entre estos la tragedia de Crebillon, que es de 1705 y que según el gusto de la época complica la trama con enredos amorosos y modifica el final de la tradición clásica: es el hijo Idamante quien se mata a sí mismo para que se cumpla la voluntad divina pero quede a salvo el padre, y la opera de Wolfang Amadeus Mozart que se representó en Munich en 1781 con libreto del abate italiano Giovan Battista Varesco, que vivía en Salzburgo y que adaptó el texto que Antoine Davichet había preparado en 1712 para un Idomeneo con música de André Campra. Un final feliz sustituye en el Idomeneo mozartiano al final trágico: el mismo Neptuno impone a Idomeneo, representante del antiguo orden, que se retire y ceda la corona al hijo en una positiva afirmación de los nuevos valores que señalan el triunfo de la razón y del amor: Idamante reinará sobre los cretenses con la amada Ilia. No es pensable que Cienfuegos conociera la ópera de Mozart, que sólo en 1795 se representó en Madrid, pero el cambio del final que he querido destacar es significativo del avance de los tiempos y de un cambio ideológico.

Cienfuegos utiliza elementos legendarios tradicionales, transformándolos. Quiere escribir una tragedia y no trata de edulcorarla. Carga al contrario las tintas introduciendo una verdadera y propia polémica ideológica: la religión concebida como superstición es objeto de violenta crítica:21 la idea del respeto de una promesa tan opuesta a la naturaleza, inhumana, es condenada como toda forma de errado culto tradicional:


que fue la iniquidad quien, entronada
en la ignorancia, imaginó funesta
un olimpo de dioses vengativos
como el débil mortal viles esclavos
del ciego error y míseras pasiones.

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Cienfuegos señala en el sacerdote, Sofrónimo, falso y engañoso, el mayor culpable: él ha logrado pérfidamente dominar la voluntad de Idomeneo, incluso ha sobornado al oráculo, guiado por un cálculo egoísta: quería que el trono fuera de su hijo Linceo.

Cienfuegos pinta a Idomeneo como un ser no falto de cualidades positivas, pero esclavo de su propia ambición de tirano: por esto se somete al sacerdote y llega a ordenar el sacrificio del hijo.

A estos personajes, caracterizados negativamente, se oponen los virtuosos, destinados sin embargo a no triunfar. Ante todo Polymenes, el hijo de Idomeneo, bueno de condición, obediente al padre, consolador de los infelices (...que entre infelices / se aprende la virtud...) y que siente orgullo y gozo por la virtud:


...yo me engrandezco,
me parece que un Dios dentro me abraza
y sola la virtud su precio siente.

Él, después de haber sido salvado del sacrificio por la revuelta del pueblo (que se rebela humanitariamente a la sentencia del rey y del sacerdote) morirá accidentalmente atravesado por las espadas de sus mismos salvadores en el momento en que, en un último impulso de generosidad, intenta librar al sacerdote de la ira de la muchedumbre.

Otro personaje noble y virtuoso es el hijo del sacerdote, Linceo, amigo de Polymenes, que, en su ímpetu apasionado, parece el personaje que encarna mejor el arrojo ideal del autor, como se manifiesta por ejemplo en la terrible acusación a la superstición:


los sombríos oráculos que el vulgo
venera sin razón, son desacatos
hechos a la deidad. Hombres falaces
prestan su voz a las estatuas frías
que el pérfido interés ha levantado
sobre superstición. Ellos extienden
la noche del error: y la ignorancia
erigida en virtud, con férreo cetro
oprime a la razón y la condena
a silencio mortal.

También él, en esta tragedia que podríamos definir de la virtud oprimida, morirá en combate.

No hay asunto amoroso en el drama, salvo la presencia del devoto, fiel amor conyugal que liga a Brisea al rey. Brisea es una figura femenina heroicamente sensible y virtuosa:

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el heroísmo en la virtud estriba
y jamás la virtud es insensible.

Por esto no puede resistir la muerte del hijo y de Linceo, el triunfo del mal, y -loca de dolor- se mata imprecando al esposo culpable, deseosa de reunirse con el hijo muerto:


...recibe
de tu madre infeliz la triste sombra.

Idomeneo, petrificado por el dolor y finalmente consciente de sus errores (la a(marti/a [hamartía]22 que ha sido causa de la katastrofh/ [katastrophé]), abdica y se dispone a exiliarse:


reino, o patria que ofendí! Perdona
mi involuntario error... A Dios, Cidonia,
tú me viste nacer; otros países
darán sepulcro a mis cenizas frías.

Son estos los versos que cierran la tragedia, estructurada en tres actos, el primero más largo que los otros dos (652 versos frente a 415 y 480), y divididos cada uno respectivamente en 11,16 y 19 escenas; por lo tanto con un movimiento escénico que se acelera a medida que se aproxima la conclusión.

En efecto, en el primer acto se presentan y caracterizan los diversos personajes. En el segundo, con la decisión de Idomeneo de dar crédito a los pérfidos consejos y a las aterrorizadoras admoniciones del sacerdote y el consiguiente proyecto de huida de Polymenes organizado por la madre, el drama llega a un alto grado de intensidad mientras el tercer acto, en una rápida sucesión de acontecimientos luctuosos, cierra la acción.

Cienfuegos ha compuesto el texto en endecasílabos blancos, el verso -por lo demás- preferido también en sus poemas líricos más largos y elaborados, endecasílabos sumamente variados y dúctiles, que él sabe adaptar a las diferentes exigencias expresivas.

El lenguaje empleado apunta a una fuerte estimulación de los afectos, en una constante búsqueda de contacto emocional con el espectador, sirviéndose frecuentemente de rupturas y de pausas.

Un especial cuidado ha puesto Cienfuegos en la organización escénica: una larga y precisa acotación establece al principio cómo debe ser el decorado fijo, que ofrece distintos espacios a la representación. Otras pequeñas acotaciones sugieren el comportamiento de los personajes y guían la declamación y la gestualidad. Cienfuegos llega a incluir algunas escenas mudas, verdaderas y propias [153] acciones mímicas, consciente de la predominante sugestión que puede asumir en ciertas situaciones el silencio frente a la palabra.

Opino que esta tragedia, confiada a un competente director y representada por actores de alta calidad, podría tener incluso hoy posibilidades de éxito, si no ante el gran público, sí ante los buenos aficionados, como podrían ser los espectadores de un teatro universitario.

Efectivamente, me parece que Cienfuegos ha sabido fundir una bien ideada acción teatral con su incomparable voz de poeta, la que Quintana exaltó dedicando a Cienfuegos la edición de sus poesías de 1813, y que más tarde Martínez de la Rosa, si bien poniendo algunos reparos a su tragedia, reconocía que encontraba expresión en una dicción «elevada y sonora» y en una versificación «llena de vigor, rotunda y armoniosa».23

Tragedia de la virtud castigada, Idomeneo parece reflejar el drama moral sufrido por el poeta en el momento de la caída de las ilusiones juveniles y del forzado reconocimiento de la imposibilidad de ver realizados sus principios de perfección moral y civil, bajo la guía de la razón y de la virtud, en una coral participación humanitaria. Cienfuegos es Linceo, es Polymenes y debe ceder como ellos al mundo falseado por culpa de los hombres. Se advierte en la tragedia el sufrimiento de un hombre que ahora vive en una sociedad que ya no es la de las felices conquistas y utopías de la época de Carlos III, sino que, peligrosamente, resbala hacia una condición de desoladora regresión ética y política.

A Cienfuegos no le quedaba más que denunciar con profunda tristeza en esta tragedia, como en algunas de sus grandes poesías (pienso en Mi paseo solitario de primavera o en La rosa del desierto) las culpas humanas, reafirmando la propia fe en los valores de la razón y de la virtud, temas que coinciden con los de sus posteriores tragedias: una desolada visión de la realidad contemporánea contra la cual se afirman ideales a los cuales el poeta no puede renunciar: la virtud, el amor, la generosidad, la libertad, todos todavía destinados a sucumbir frente a la maldad, el odio, la ingratitud, la violencia de los hombres que han corrompido la sociedad natural.

Porque, en efecto, en las tragedias de Cienfuegos no existe ni voluntad de reconstrucción arqueológica del teatro clásico, ni reelaboración de antiguas doctrinas filosóficas y, mucho menos, presencia de un drama cósmico o contraste entre el yo y la Naturaleza [154] que constituirá un tema romántico: existe, más bien, el sufrido tormento de un hombre que asiste impotente al derrumbe de la gran ilusión de una reconstrucción moral y civil de una sociedad necesitada de un cambio, que inicialmente pareció realizarse, y que después se bloqueó bruscamente y se desvió hacia peligrosas formas de regresión.

El drama suyo es el drama de todos, porque Álvarez de Cienfuegos no separó nunca lo personal de lo social, convencido íntimamente de que la felicidad del hombre sólo estriba en una convivencia ordenada y regida por lo que es humano: la sensibilidad y la razón.

Me parece que su contemporáneo Quintana había entendido muy bien al hombre, al ciudadano y al poeta Cienfuegos, cuando escribió de él:

«un escritor entregado todo a la ilusión de la filantropía más exaltada, a las sensaciones deliciosas y tristes de la melancolía más profunda y defensor valiente de todas aquellas virtudes en que consisten la dignidad y la elevación humana. Su imaginación tan ardiente como viva, se ponía fácilmente al nivel de estos sentimientos y los ecos en que se exhalaban eran tan enérgicos como robustos».24



Coherencia entre ideas y estilo que hace de Nicasio Álvarez de Cienfuegos una de las expresiones más altas de ese período tan complejo de la realidad histórica de España, entre dos siglos, en que va madurando un cambio de ideología, de gusto, de técnicas literarias y teatrales.

La tragedia Idomeneo, la primera que él escribió, en sí misma encierra todos los motivos que animarán las demás y es -como sus poemas líricos- testimonio de una sufrida vivencia personal en un contexto histórico profundamente dramático.





 
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