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ArribaAbajo- XXX -

Dónde vivía la protagonista


El barrio de Amparo era de gente pobre; abundaban en él cigarreras, pescadores y pescantinas. Las diligencias y los carruajes, al cruzarlo por la parte de la Olmeda, lo llenaban de polvo y ruido un instante; pero presto volvía a su mortecina paz de aldea. Sobre el parapeto del camino real que cae al mar estaban siempre de codos algunos marineros, con gruesos zuecos de palo, faja de lana roja, gorro catalán; sus rostros curtidos, su sotabarba poblada y recia, su mirar franco, decían a las claras la libertad y rudeza de la existencia marítima; a pocos pasos de este grupo, que rara vez faltaba de allí, se instalaba, en la confluencia de la alameda y la cuesta, el mercadillo: cestas de marchitas verduras, pescados, mariscos; pero nunca aves ni frutas de mérito.

Lo más característico del barrio eran los chiquillos. De cada casucha baja y roma, al lucir el sol en el horizonte, salía una tribu, una pollada, un hormiguero de ángeles, entre uno y doce años, que daba gloria. De ellos los había patizambos, que corrían como asustados palmípedos; de ellos, derechitos de piernas y ágiles como micos o ardillas; de ellos, bonitos como querubines, y de ellos, horribles y encogidos como los fetos que se conservan en aguardiente. Unos daban indicios de no sonarse los mocos en toda su vida, y otros se oreaban sin reparo, teniendo frescas aún las pústulas de la viruela o las ronchas del sarampión; a algunos, al través de la capa de suciedad y polvo que les afeaba el semblante, se les traslucía el carmín de la manzana y el brillo de la salud; otros ostentaban desgreñadas cabelleras, que si ahora eran zaleas o ruedos, hubieran sido suaves bucles cuando los peinaran las cariñosas manos de una madre. No era menos curiosa la indumentaria de esta pillería que sus figuras. Veíanse allí gabanes aprovechados de un hermano mayor, y tan desmesuradamente largos, que el talle besaba las corvas y los faldones barrían el piso, si ya un tijeretazo oportuno no los había suprimido; en cambio, no faltaba pantalón tan corto, que, no logrando encubrir la rodilla, arregazaba impúdicamente descubriendo medio muslo. Zapatos, pocos, y esos muy estropeados y risueños, abiertos de boca y endeblillos de suela; ropa blanca, reducida a un jirón, porque, ¿quién les pone cosa sana para que luego se revuelquen en la carretera, y se den de mojicones todo el santo día, y se cojan a la zaga de todos los carruajes, gritando: «¡Tralla, tralla!»?

De lo que ninguno carecía era de cobertera para el cráneo: cuál lucía hirsuta gorra de pelo, que le daba semejanza con un oso; cuál un agujereado fieltro sin forma ni color; cuál un canasto de paja tejido en el presidio, y cuál un enorme pañuelo de algodón, atado con tal arte, que las puntas simulaban orejas de liebre. ¡Oh, y qué cariño profesaban los benditos pilluelos a aquella parte de su vestido! Antes se dejarían cortar el dedo meñique, que arrancar la gorra o el sombrero; nada les importaba volver a casa de noche sin una pierna del calzón o sin un brazo de la chaqueta; pero tornar con la cabeza descubierta sería para ellos el más grave disgusto.

Vivía el barrio entero en la calle, por poco que el tiempo estuviese apacible y la temperatura benigna. Ventanas y puertas se abrían de par en par, como diciendo que donde no hay, no importa que entren ladrones; y en el marco de los agujeros por donde respiraban trabajosamente los ahogados edificios, se asomaba ya una mujer peinándose las guedejas, y de la cual sólo distinguía el transeúnte la rápida aparición del brazo blanco y la oscura aureola del cabello suelto; ya otra, remendando una saya vieja; ya lactando a un niño, cuyas carnes rollizas doraba el sol; ya mondando patatas y echándolas, una a una, en grosera cazuela... Esta vecina atravesaba con la sella de relucientes aros camino de la fuente; aquella se acomodaba a sacudir un refajo o a desocupar, mirando hacia todos lados con recelo, una jofaina; la de más acá salía con ímpetu a administrar una mano de azotes al chico que se tendía en el polvo; la de más allá volvía con una pescada, cogida por las agallas, que se balanceaba y le flagelaba el vestido. Todas las excrecencias de la vida, los prosaicos menesteres que en los barrios opulentos se cumplen a sombra de tejado, salían allí a luz y a vista del público. Pañales pobres se secaban en las cancillas de las puertas; la cuna del recién nacido, colocada en el umbral, se exhibía tan sin reparo como las enaguas de la madre... Y no obstante, el barrio no era triste; lejos de eso, los árboles vecinos, el campo y mar colindantes, lo hacían por todo extremo saludable; el paso de los coches lo alborotaba; los chiquillos, piando como gorriones, le prestaban por momentos singular animación; apenas había casa sin jaula de codorniz o jilguero, sin alelíes o albahaca en el antepecho de las ventanas; y no bien lucía el sol, las barricas de sardinas arenques, arrimadas a la pared y descubiertas, brillaban como gigantesca rueda de plata.

Tampoco faltaban allí comercios que, acatando la ley que obliga a los organismos a adaptarse al medio ambiente, se acomodaban a la pobreza de la barriada. Tiendecillas angostas, donde se vendían zarazas catalanas y pañuelos; abacerías de sucio escaparate, tras de cuyos vidrios un galán y una dama de pastaflora se miraban tristemente viéndose tan mosqueados y tan añejos, y las cajas tremendas de fósforos se mezclaban con garbanzos, fideos amarillos, aleluyas y naipes; figones que brindaban al apetito sardinas fritas y callos; almacenes en que se feriaban cucharas de palo, cestería, cribas y zuecos: tal era la industria de la cuesta de San Hilario. Allí se tuvo por notable caso el que un objeto adquirido se pagase de presente, y el crédito, palanca del moderno comercio, funcionaba con extraordinaria actividad. Todo se compraba al fiado: cigarrera había que tardaba un año en poder abonar los chismes del oficio. Reinaba en el barrio cierta confianza, una especie de comadrazgo perpetuo, un comunismo amigable: de casa a casa se pedían prestados, no solamente enseres y utensilios, sino «una sed» de agua, «una nuez» de manteca, «un chisquito» de aceite, «una lágrima» de leche, «un nadita» de petróleo. Avisábanse mutuamente las madres cuando un niño se escapaba, se descalabraba o hacía cualquier diablura análoga; y como el derecho de azotar era recíproco, las infelices criaturas venían a estar en potencia propincua de ser vapuleadas por el barrio entero.

Pronto se acostumbró la madre de Amparo a su nueva vecindad: tenía la cama próxima a la ventana, y nadie pasaba por allí sin detenerse a conversar un rato... Las pescaderas le referían sus lances, y la tullida compraba desde su lecho sardinas, pedía agua, oía chismes sin número, forjándose en cierto modo la ilusión de que tomaba el aire libre... Por lo que hace a Amparo, fue presto la reina del barrio: reíanse los marineros, abierta la boca de oreja a oreja, dilatando sus anchos semblantes de tritones, cuando la veían pasar; los carabineros del Resguardo le echaban flores... Casi todos manifestaron sentimiento al saber que «andaba» con un oficial, un señorito de allá del barrio de Abajo.




ArribaAbajo- XXXI -

Palabra de casamiento


Desde que tuvo secretos que confiar, por natural instinto Amparo se arrimó a la Comadreja más que a Guardiana. Esta andaba no sé cómo, medio enferma, con la paletilla caída, según decía; y por más que se la levantó una saludadora con los rezos y ensalmos de costumbre, la paletilla seguía en sus trece, y la muchacha tristona, pensando en cómo quedarían sus pequeños si se muriese ella. Hallaba Amparo en el semblante de Guardiana no sé qué limpidez, qué tranquilidad honesta, que le helaban en los labios el cuento de amores cuando iba a empezarlo; al paso que Ana, con su nervioso buen humor, su cara puntiaguda rebosando curiosidad, convidaba a hablar. Amparo la tomó por confidente, y hasta por compañera. Ana, viuda a la sazón de su capitán mercante, que andaba allá por Ribadeo, se prestó gustosa a ser, en cierto modo, la dueña guardadora de la Tribuna. Por su parte Baltasar se apoderó de Borrén. Estaban aún los dos enamorados en el período comunicativo.

-¿Te dio palabra de casarse contigo? -preguntaba Ana a su amiga.

-No cuadró que yo se la pidiese... Una vez, con disimulo, le indiqué algo... ¡Si no fuese por la familia! ¡La madre, sobre todo, que es así!

Y Amparo cerraba el puño.

-¡Bah! Ve tomando paciencia once añitos, como yo... ¡Y si después lo consigues!...

-No, pues si no quiere casarse... me parece que le doy despachaderas.

Ana notó en estas bravatas que se tambaleaba el alcázar de la firmeza tribunicia. Desde entonces su curiosidad perversa la espoleó, y en cierto modo le halagó la idea de que todas, por muy soberbias que fuesen, paraban en caer como ella había caído. Organizose una especie de sociedad compuesta de cuatro personas, Amparo, Ana, Borrén y Baltasar; cada vez que celebraba sesión este círculo, ya se sabía que la Comadreja «cargaba» con el ronco y galanteador Borrén. Entreteníale con pesadas bromas, con todo género de indirectas y burletas, subrayadas por la risa de sus labios flacos, por el fruncimiento de su hocico de roedor. Ana sabía, como acostumbraba saberlo todo, la historia de Borrén, o por mejor decir, su carencia de historia; y este carácter inofensivo del incansable faldero daba asunto a la Comadreja para crucificarlo a puras chanzas, para clavarle mil alfileres, para abrasarlo. La travesura de pilluelo vicioso que distinguía a Ana le sirvió para olfatear la horrible timidez, el pánico extraño que afligía a aquel hombre tan pródigo de requiebros, tan aficionado al aroma del amor, y tan incapaz, por carácter, de gustarlo, como los soñadores que contemplan la luna de descolgarla del firmamento. ¡Pobre Borrén! Desde el sarcasmo hasta la mal rebozada injuria, todo lo devoró con resignación que podría llamarse angelical, si virtudes de este linaje negativo no fuesen más dignas del limbo que del cielo.

Vestía la primavera de verdor y hermosura cuanto tocaba, y convidados por la amable estación, los cuatro socios acostumbraban aprovechar las tardes de los días festivos, solazándose en los huertos que abundan en la vega marinedina, dominada por el camino real. Pese a su temperamento calculador y enemigo del escándalo, Baltasar cedía a la vehemente codicia del aromático veguero, hasta el punto de acompañar en público a la muchacha, si bien concretándose a aquel rincón apartado de la ciudad. Hacíalo, sin embargo, con tales restricciones, que Amparo se figuraba que lo comprometía dejándose ver a su lado.

En la vega se cultivaban legumbres y algún maíz; pero la prosa de este género de plantíos la encubría la estación primaveral, adornándolos con una apretada red de floración: la col lucía un velo de oro pálido; la patata estaba salpicada de blancas estrellas; el cebollino parecía llovido de granizo copioso; las flores de coral del haba relucían como bocas incitantes, y en los linderos temblaban las sangrientas amapolas, y abría sus delicadas flores color lila el erizado cardo. Los sembrados de maíz, cuyos cotiledones comenzaban a salir de la tierra, hacían de trecho en trecho cuadrados de raso verdegay. Sobre todo, un rincón había en la vega, donde la naturaleza, empeñada en vencer con su espontaneidad los artificios de la horticultura, logró reunir alrededor de un rústico pozo que suministraba muy fresca agua, dos o tres olmos más anchos que copudos, un grupo gracioso de mimbres, helechos y escolopendras, un rosal silvestre, algo, en fin, que rompía la uniformidad de la hortaliza. Aquel paraje era el favorito de Amparo y Baltasar; sobre todo desde que al lado, en los fresales, cuajados de flor blanca, empezaba a madurar la roja fruta. El día de San José, Baltasar consiguió ya recoger para la muchacha media docena de fresas en una hoja de col. Hasta mediados de abril aumentó la cosecha de fresilla; a principios de mayo comenzaba a disminuir, y escasearon los fresones de pulpa azucarosa, que tan suavemente humedecían la lengua. Un domingo del hermoso mes, hallándose reunida la partie carrée en la huerta a pretexto de fresas, ya a duras penas se rastreaba alguna escondida entre las hojas y gulusmeada de babosas y caracoles.

-Don Enrique -exclamaba Ana dirigiéndose a Borrén-, ¿cuántas ha cogido usted ya? ¿Una y media? A ese paso, dentro de quince días las probaremos. No sirve usted... ni para coger fresas.

-¿Cómo que no? Mire usted una preciosa que pillé ahora mismo... Le digo a usted, Anita, que sirvo para el caso.

-¿A ver? ¡Eso es lo que usted encuentra! Comida de bicharracos... ¡Uuuuy!

-¿Qué pasa? -exclamó solícito Borrén.

-¡Un babosón! -chilló ratonilmente Ana, sacudiendo los dedos y disparando el glutinoso animalucho al rostro de Borrén, que se pasó apaciblemente el pañuelo por las mejillas, amenazando a la Comadreja con la mano.

Amparo y Baltasar se hallaban un poco más apartados, y cerca del pozo que sombreaban los árboles. Picaban por turno las pocas fresas que tenía Amparo en el regazo sobre una hoja de berza. Las habían recogido juntos, y al hacerlo sus manos trémulas y ávidas se encontraron entre el follaje.

-¡Eh... dejar algunas! -les gritaba inútilmente Ana.

Amparo comía sin saber qué, por refrescarse la boca, donde notaba sequedad y amargor. Borrén miraba el grupo paternalmente, con ojos lánguidos de carnero a medio morir. La Tribuna pedía cuentas; Baltasar estaba por todo extremo obediente y cortés.

-¿Conque no fue usted a las Flores de María?

-No, mujer... por quien soy que no fui. ¿No ves?, hoy es domingo; estarán llenas de gentes las Flores, y el paseo brillante, con música y todo; y yo no pienso poner los pies en él.

-Los días de fiesta... ¡vaya que! Sólo faltaba... es el único día que uno tiene libre; ¡y se había usted de ir al paseo! ¿Pero ayer? ¿No entró usted ayer en San Efrén? ¿No cantaba la de García?

-¡Para lo bien que canta, hija! Parece un grillo.

-Pues ella dice que se alaba de que va allí toda la oficialidad por oírla.

-Alabará... ¿qué sé yo? Si no la veo hace mil años... Esa fresa es mía -exclamó arrebatando una que Amparo llevaba a sus labios. Ella se la dejó robar, confusa, ruborizada y satisfecha.

-¿Y a su casa... tampoco va usted?

-Tampoco... no seas celosa, chica. ¿Por qué hemos de hablar siempre de la de García, y no de ti? ¡De nosotros! -añadió con expresión de contenida vehemencia. Sintió la muchacha como una ola de fuego que la envolvía desde la planta de los pies hasta la raíz del cabello, y después un leve frío que le agolpó la sangre al corazón. Borrén se aproximó a la amante pareja, abriendo las manos llenas de tierra y de fresas despachurradas.

-Ya me duelen los riñones de andar a gatas -dijo-. Podíamos merendar... si a ustedes no les molesta, pollos.

-Por mí... -murmuró Amparo. Ana se acercaba también, trayendo una servilleta anudada, que desató y tendió sobre el brocal del pozo. Reducíase la merienda a unos pastelillos de dulce y una botella de moscatel, regalo de Baltasar. Fueles preciso beber por un mismo vaso, único que había, y Ana, que era asquillosa y aprensiva, prefirió echar tragos por la botella, sin recelo de cortarse con los agudos cristales del roto gollete. Sus carrillos chupados se colorearon, su lengua se desató más que de costumbre; y por vía de diversión empezó a coger tierra a puñados y a esparcirla por la cabeza de Borrén. Después, levantándose, le propuso que «hiciesen el remolino». Borrén no quería, ni a tres tirones; pero la Comadreja le asió de las manos, estribó en las puntas de los pies, muy juntas y arrimadas a las de su pareja, y echando el cuerpo atrás y dejando caer la cabeza hacia la espalda, empezó a girar, con gran lentitud al principio; poco a poco fue acelerando el volteo, hasta imprimirle vertiginosa rapidez. Cuando pasaba se veían un punto sus pómulos encendidos, sus ojos vagos y extraviados, su boca pálida, abierta para respirar mejor, su garganta espasmodizada, rígida; mas no tardaba ni medio segundo en presentarse la asustada faz de Borrén, que se dejaba arrastrar sin que acertase a decir más palabra que «por Dios... por Dios...» con no fingida congoja. De repente se detuvo la peonza humana, con brusco movimiento, y se oyó un grito gutural. Ana se aplanó en el suelo.

Al ir a socorrerla, notó Amparo que ya no estaba sonrosada, sino del color de la cera, y que se le veía el blanco de los ojos. Baltasar subió precipitadamente el cubo del pozo, y casi colmado se lo volcó encima a la mareada Comadreja. Frotáronle mucho los pulsos, las sienes, con el fresco líquido, y al fin la pupila fue bajando al globo de la córnea, mientras el pelo se dilataba con ruidoso suspiro. Dos minutos después estaba Ana en pie; pero quejándose de la cabeza, del corazón, declarando que tenía los huesos rotos, que se moría de frío; todo en voz tan baja y quejumbrosa, que nadie la tendría por la petulante moza de antes del desmayo.

-Mujer, vente a mi casa, te daré ropa seca -dijo Amparo. -No, a la mía, a la mía... El cuerpo me pide cama.

-Duermes conmigo.

-No, a mi casita -insistió la abatida Comadreja-. Si va conmigo una fiebre, quiero estar en mi cuarto. Ea, adiós.

-Toma mi mantón siquiera -porfió la Tribuna.

-Bueno, venga... ¡Brr!, estoy hecha una sopa.

Y Ana, saludando con su esqueletada mano, ademán que indicaba un resto de intención festiva que aún retoñaba en ella, tomó el sendero que conducía al camino real. Entonces Baltasar miró a Borrén fijamente con ojos expresivos, más claros y categóricos que palabra alguna. Hay que decir en abono del confidente universal, que titubeó. Sin alardear de moralista, bien puede un hombre blanco que viste uniforme y peina barbas, encontrar que ciertos papeles son desairados y tontos. Una cosa es hablar, acompañar, animar, y otra... Por lo menos así pensaba Borrén, que más tenía de sandio rematado que de perverso. Y no obstante su flaqueza, no supo resistir a la segunda ojeada, coercitiva al par que suplicante, de su amigo. Bebió la hiel hasta las heces, y echó tras la Comadreja pisando aturdidamente coles y maíz tierno.

-Espere usted, Anita, que la acompaño -murmuraba-. Espere usted... puede ocurrírsele a usted algo.

Encogiose de hombros Ana, y acortó el paso para dejar que se uniese Borrén. Emparejaron y caminaron en silencio por la carretera; Ana con los labios apretados y algo escalofriada y temblorosa, a pesar de ir muy arropada en el mantón. Al llegar a la entrada de la ciudad, la cigarrera se volvió y midió a Borrén con despreciativa ojeada de pies a cabeza.

-¿Se le ocurre a usted alguna cosa? -preguntó él medio desvanecido aún, con ronquera que rayaba en afonía.

-Nada -respondió ella bruscamente. Y después, fijando en los de Borrén sus ojuelos verdes-: Don Enrique -añadió-, ¿sabe usted lo que venía pensando?

-Diga usted...

-Que es usted una alhaja.

-¿Por qué me dice usted eso, bella Anita? -pronunció ya afablemente Borrén, que al verse entre gentes y en calles transitadas había recobrado su aplomo.

-Porque... que uno se marche cuando enferma... ¡Pero usted! ¡Pero qué hombres! -articuló con ira-. ¡Si aunque se acabase la casta... no se perdía tanto así! Vaya, abur... que estoy medio trastornada y me da poco gusto ver gente.

-Iré con usted por si...

-¿Usted? -murmuró ella entre irónica y desdeñosa-. ¿Para qué? Abur, abur; ¡que si lo ven con una muchacha de mi clase! Abur.

Y la Comadreja se escurrió por una callejuela, dejando a Borrén sin saber lo que le pasaba.

Cuando Baltasar y la oradora se quedaron solos, la tarde caía, no apacible y glacial como aquella de febrero, sino cálida, perezosa en despedirse del sol; nubes grises, pesados cirros se amontonaban en el cielo; el mar, picado y verdoso, mugía a lo lejos, y una franja de topacio orlaba el horizonte por la parte del Poniente. Amparo tuvo un instante de temor.

-Me voy a mi casa -dijo levantándose.

-¡Amparo... ahora no! -pronunció con suplicantes inflexiones en la voz Baltasar-. No te marches, que estamos en el paraíso.

La Tribuna, paralizada, miró en derredor. Mezquino era el paraíso en verdad. Un cuadro de coles, otro de cebollas, el fresal polvoroso, hollado por los pies de todo el mundo; los olmos bajos y achaparrados, los acirates llenos de blanquecinas ortigas, el pozo triste con su rechinante polea; mas estaban allí la juventud y el amor para hermosear tan pobre edén. Sonrió la muchacha posando blandamente en Baltasar sus abultados ojos negros.

-¿Por qué quieres escaparte, vamos? -interrogó él con dulce autoridad-. Si te escapas siempre de mí; si parece que te doy miedo, no tiene nada de particular que yo me vaya también al paseo, o a donde se me ocurra. Ya lo sabes. -Y acercándose más a ella, abrasándole el rostro con su anhelosa respiración-: ¿Me voy al paseo? -preguntó.

Amparo hizo un movimiento de cabeza que bien podía traducirse así: -No se vaya usted de ningún modo.

-Me tratas tan mal...

-¿Usted qué quiere que haga?

-Que te portes mejor...

-Pues hablemos claros -exclamó ella sacudiendo su marasmo y apoyándose en el brocal del pozo.

La roja luz del ocaso la envolvió entonces; su rostro se encendió como un ascua, y por segunda vez le pareció a Baltasar hecha de fuego.

-Di, hermosa...

-Usted... quiere comprometerme... quiere conducirse como se conducen los demás con las muchachas de mi esfera.

-No por cierto, hija; ¿de dónde lo infieres? No pienses tan mal de mí.

-Mire usted que yo bien sé lo que pasa por el mundo... mucho de hablar, y de hablar, pero después...

Baltasar cogió una mano que trascendía a fresas.

-Mi honor, don Baltasar, es como el de cualquiera, ¿sabe usted? Soy una hija del pueblo; pero tengo mi altivez... por lo mismo... Conque... ya puede usted comprenderme. La sociedá se opone a que usted me dé la mano de esposo.

-¿Y por qué? -preguntó con soberano desparpajo el oficial.

-¿Y por qué? -repitió la vanidad en el fondo del alma de la Tribuna.

-No sería yo el primero, ni el segundo, que se casase con... Hoy no hay clases...

-¿Y su familia... su familia... piensa usted que no se desdeñarían de una hija del pueblo?

-¡Bah!... ¿qué nos importa eso? Mi familia es una cosa, yo soy otra -repuso Baltasar impaciente.

-¿Me promete usted casarse conmigo? -murmuró la inocentona de la oradora política.

-¡Sí, vida mía! -exclamó él sin fijarse casi en lo que le preguntaban, pues estaba resuelto a decir amén a todo.

Pero Amparo retrocedió.

-¡No, no! -balbució trémula y espantada-. No basta hablar así... ¿me lo jura usted?

Baltasar era joven aún y no tenía temple de seductor de oficio. Vaciló; pero fue obra de un instante: carraspeó para afianzar la voz y exhaló un:

-Lo juro.

Hubo un momento de silencio en que sólo se escuchó el delgado silbo del aire cruzando las copas de los olmos del camino y el lejano quejido del mar.

-¿Por el alma de su madre?, ¿por su condenación eterna? Baltasar, con ahogada voz, articuló el perjurio.

-¿Delante de la cara de Dios? -prosiguió Amparo ansiosa.

De nuevo vaciló Baltasar un minuto. No era creyente macizo y fervoroso como Amparo, pero tampoco ateo persuadido; y sacudió sus labios ligero temblor al proferir la horrible blasfemia. Una cabeza pesada, cubierta de pelo copioso y rizo, descansaba ya sobre su pecho, y el balsámico olor de tabaco que impregnaba a la Tribuna le envolvía. Disipáronse sus escrúpulos y reiteró los juramentos y las promesas más solemnes.

Iba acabando de cerrar la noche, y un cuarto de amorosa luna hendía como un alfanje de plata los acumulados nubarrones. Por el camino real, mudo y sombrío, no pasaba nadie.




ArribaAbajo- XXXII -

La Tribuna se forja ilusiones


En los primeros tiempos, Baltasar, embriagado por el aroma del cigarro, se mostró asiduo, olvidó su habitual reserva y obró como si no temiese la opinión del mundo ni de su familia. Es cierto que en el barrio apartado donde Amparo moraba no era fácil que le viesen las gentes de su trato; no obstante, alguna vez tropezó con conocidos, en ocasión de ir acompañando a la muchacha. Fuese por esta razón o por otras, no tardó en buscar lugares más recónditos para las entrevistas, a donde cada cual iba por su lado, no reuniéndose hasta estar al abrigo de ojos indiscretos. Uno de estos sitios era una especie de merendero unido a una fábrica de gaseosa, bebida muy favorita de las cigarreras. Ante la mesa de tosca piedra, roída por la intemperie, se sentaban Baltasar y Amparo, y allí les traían las botellas de cerveza, de gaseosa, cuyo alegre taponazo animaba de tiempo en tiempo el diálogo. Una parra tupida les prestaba sombra; algunas gallinas picoteaban los cuadros de un mezquino jardín; el lugar era silencioso, parecido a un gabinete muy soleado, pero oculto. Por entre las hojas de vid se filtraban los rayos del sol, y caían a veces, en movibles gotas de luz, sobre el rostro de Amparo, mientras Baltasar la contemplaba, admirando involuntariamente ciertas gracias y perfecciones de su rostro hechas para ser vistas de cerca, como la delicada red de venas que oscurecía sus párpados, las sinuosidades de su diminuta oreja, la nitidez del moreno cutis, donde la luz se perdía en medias tintas de miel; la caliente riqueza del color juvenil, la blancura de los dientes, la abundancia del cabello. Duró este inventario minucioso algún tiempo, al cabo del cual, Baltasar, habiendo aprendido de memoria estas y otras particularidades, y hablado con la Tribuna de todo lo que se podía hablar con ella, empezó a encontrar más largas las horas. Restringió las visitas al merendero, limitándolas a los días festivos; y mientras Amparo le elaboraba a mano los cigarrillos que acostumbraba a consumir, él leía, arrancando al pitillo recién acabado nubes de humo. No sabiendo qué hacer, quiso enseñar a Amparo cómo se fumaba, a lo cual ella se prestó con repugnancia, alegando que las cigarreras no fuman, que casualmente están «hartas de ver tabaco», y que este sólo era bueno para ponerse parches en las sienes cuando duele la cabeza. Discurriendo medios de entretenerse, Baltasar trajo a Amparo alguna novela para que se la leyese en voz alta; pero era tan fácil en llorar la pitillera así que los héroes se morían de amor o de otra enfermedad por el estilo, que convencido el mancebo de que se ponía tonta, suprimió los libros. En suma, Baltasar y Amparo se hallaron como dos cuerpos unidos un instante por la afinidad amorosa, separados después por repulsiones invencibles, y que tendían incesantemente a irse cada cual por su lado.

Para colmo de aburrimiento, reparó Baltasar que, al paso que él aspiraba a ocultar diestramente su aventura, Amparo, que ya tenía puesta toda su esperanza en las falaces palabras y en el compromiso creado por el mancebo, se desvivía porque los viesen juntos, porque la publicidad remachase el clavo con que imaginaba haberle fijado para siempre. Quería ostentarlo, como Ana ostentaba su capitán mercante; quería que la familia de Sobrado supiese lo que sucedía y rabiase, y que la de García, la orgullosa damisela, se enterase también de que Baltasar la dejaba por la Tribuna; así como suena. Quemadas ya las naves, a Amparo le convenía hacer ruido, tanto como a Baltasar guardar silencio. De esta diversa disposición de ánimo nacieron las primeras disputas, leves y cortas aún, de los dos amantes, reyertas que al principio sirvieron de diversión a Baltasar, porque, a veces, hasta la contrariedad distrae. Al menos, mientras duraban, no venía el importuno bostezo a descoyuntar las mandíbulas. Peor sería hablar de política, conversación que Baltasar había prohibido y a la cual la Tribuna se manifestaba más aficionada de algún tiempo a esta parte.

No era del todo sistemática la conducta de Amparo al buscar publicidad en sus amoríos; su carácter la impulsaba a ello. Superficial y vehemente, gustábanle las apariencias y exterioridades; la lisonjeaba andar en lenguas y ser envidiada, nunca compadecida. El día que dio sus pendientes de oro para la Rita, no le quedaba en casa un ochavo, y por pueril orgullo dijo a todas que tenía dinero, amenguando así el valor de su noble rasgo. Ahora, durante sus relaciones con Baltasar, trabajaba más que nunca y se vestía lo mejor posible, para hacer creer que el señorito de Sobrado era con ella dadivoso. Se regocijaba interiormente de que la sostuviesen sus ágiles dedos, mientras el barrio le envidiaba larguezas que no recibía: es más, que rechazaría con desdén si se las ofrecieran. Su vanidad era doble: quería que el público tuviese a Baltasar por liberal, y que Baltasar no la tuviese a ella por mercenaria. Y Baltasar, si pagaba la gaseosa, los pastelillos, alguna vez las entradas del teatro, en lo demás se mostraba digno heredero y sucesor de doña Dolores Andeza de Sobrado. Nunca pensó o nunca quiso pensar (que hasta a esto del pensar sobre una cosa suele determinarse la voluntad libremente) en lo que comería aquella buena moza, si sería caldo o borona, si bebería agua clara, y cómo se las compondría para presentársele siempre con enagua almidonada y crujiente, bata de percal saltando de limpia, botitas finas de rusel, pañuelo nuevo de seda. El cigarro era aromático y selecto: ¿qué le importaba al fumador el modo de elaborarlo?

Entre tanto, Amparo disfrutaba viendo la rabia de sus rivales en la Fábrica, la sonrisilla de Ana, las indirectas, los codazos, la atmósfera de curiosidad que se condensaba en torno de su persona, llegando a tanto su desvanecimiento, que se hacía a sí propia regalos misteriosos para que creyese la gente que procedían de Sobrado; se prendía en el pecho ramilletes de flores, y hasta llegó a adquirir una sortija de plata con un corazón de esmalte azul, por el retegustazo de que pensasen ser fineza de Baltasar. Cuando le preguntaban si era cierto que se casaba con un señorito, sonreía, se hacía la enojada como de chanza, y fingía mirar disimuladamente la sortija... ¡Casarse! ¿Y por qué no? ¿No éramos todos iguales desde la revolución acá? ¿No era soberano el pueblo? Y las ideas igualitarias volvían en tropel a dominarla y a lisonjear sus deseos. Pues si se había hecho la revolución y la Unión del Norte, y todo, sería para que tuviésemos igualdad, que si no, bien pudieron las cosas quedarse como estaban... Lo malo era que nos mandase ese rey italiano, ese Macarronini, que daba al traste con la libertad... Pero iba a caer, y ya no cabía duda, llegaba la república.

Con estos pensamientos entretenía las horas de trabajo en la Fábrica. A cada pitillo que enrollaba, al suave crujido del papel, una cándida esperanza surgía en su corazón. Cuando ella fuese señora, no había de portarse como otras altaneras, que estuvieron allí liando cigarros lo mismo que ella, y ahora, porque arrastraban seda, miraban por cima del hombro a sus amigas de ayer. ¡Quia! Ella las saludaría en la calle, cuando las viese, con afabilidad suma. Por lo que hace a recibirlas de visita... eso, según y conforme dispusiese su marido; pero, ¿qué trabajo cuesta un saludo? A Ana le había de enseñar su casa. ¡Su casa! ¡Una casa como la de Sobrado, con sillería de damasco carmesí, consola de caoba, espejo de marco dorado, piano, reloj de sobremesa y tantas bujías encendidas! Y Amparo, cerrando los ojos, creía sentir en el rostro el frío cierzo de la noche de Reyes... Cuando entraba descalza en el portal de Sobrado a cantar villancicos, ¿pensó que se enamorase nunca de ella Baltasar? Pues así como había sucedido esto, lo otro...

No obstante, dentro de la Fábrica misma hubo escépticas que auguraron mal de los enredos en que se metía Amparo. ¡Casarse, casarse! Pronto se dice; pero del dicho al hecho... ¿Regalos? ¡Vaya unos regalos para un hijo de Sobrado! ¡Sortijas de plata, ramos de a dos cuartos! ¡Bah, bah! Ya se sabía en lo que paraban ciertas cosas. Aunque sordos, estos rumores no fueron tan disimulados que no llegasen a la interesada, y unidos a otras pequeñeces que ella observaba también, empezaron a clavarle en el alma el dardo de los más crueles recelos. Baltasar enfriaba a ojos vistas: a cada paso mostraba más cautela, adoptaba mayores precauciones, descubría más su carácter previsor y el interés de esconder su trato con la muchacha como se oculta una enfermedad humillante. Mostrábase aún tierno y apasionado en las entrevistas; pero se negaba obstinadamente a acompañar a Amparo dos pasos más allá de la puerta.

Todo lo referido, notó desde su cama la paralítica, y hallábase sumamente inquieta y quejosa, por varias razones, entre otras, porque desde que Amparo gastaba cuanto ganaba en botas nuevas y enaguas bordadas, ella se veía privada de algunas comodidades y golosinas que no le escatimaban antes. Malo era que su hija se perdiese y malo también que, tratando con señores, en vez de traer dinero a casa, se empeñase, y tuviese que pasarse las noches haciendo pitillos de encargo para poder comer. ¡Y mucho de flores! ¡Y mucho de chambras con puntillas! ¡Qué necesidad!

Confidente de estas lamentaciones era Chinto, que solía venir a pasarse con la tullida largas horas al salir del trabajo, desde que supo cuán propicia se mostrara un tiempo a su pretensión matrimonial. Aún volvía la vieja a la carga de tiempo en tiempo, y hablaba de Chinto a su hija; él no sería fino ni buen mozo, pero era un burro de carga, un lobo para el trabajo y un infeliz. Autorizada, sin duda, por tan buenas intenciones, la paralítica disponía de Chinto cual de un yerno. Una vez, cuando empezó a escasear el dinero, rogole «que fuese por seis cuartos de azúcar para la cascarilla a la tienda de la esquina, que ya le pagaría». El mozo salió y volvió con un cucurucho de papel de estraza henchido de azúcar moreno; del pago no se habló más. Otro día se encargó de tomar un décimo para el próximo sorteo; la vieja, por tranquilizar su conciencia de empedernida jugadora, le dijo que si «le caía» partirían como buenos amigos. Poco a poco, y ayudando a ello lo muy distraída que Amparo andaba, volvió Chinto a amarrarse al antiguo yugo, a obedecer ciegamente a la despótica voz de la tullida; hízole los recados, le arregló el cuarto, le trajo remedios, le dio unturas. Y no quiere decir esto que la pobre mujer se propusiese deliberadamente explotar al mozo, sino que, a su edad y en su estado, ciertos cuidados y mimos son tan necesarios como el aire respirable.

Curioso espectáculo en verdad el que ofrecía Chinto, descolorido, flaco, casi harapiento, cuidando de aquella mujer que no era su madre, que siempre le había tratado con dureza; y mientras él mondaba las patatas para el caldo del día siguiente, o mullía el jergón de la impedida, Amparo regresaba, a la plateada luz de la luna de verano, que prolongaba sobre la carretera de la Olmeda la sombra de los majestuosos árboles, de alguna cita en lugares escondidos, en los solitarios huertos, o en el desierto camino del cerro de Aguasanta.




ArribaAbajo- XXXIII -

Las hojas caen


Aconteció que, cuando ya se aproximaba el otoño, la paralítica llamó a Amparo a la cabecera de su lecho, con tono y ademanes desusados, murmurando sordamente:

-Acércate aquí, anda.

Amparo se acercó con la cabeza baja. La madre extendió la mano, le cogió violentamente la barbilla para que alzase el rostro, y con voz aguda y terrible gritó:

-¿Y ahora?

Calló la hija. Constábale que la persona que la interrogaba así había vivido largos años orgullosa de su matrimonio legítimo, de su honestidad plebeya, de su marido trabajador, de que en la Fábrica los citasen a entrambos por modelo de familia unida, de que en cierta ocasión el jefe hubiese proferido palabras honrosas para ella, llamándole mujer «formal y de bien». Sí, Amparo lo sabía, y por eso callaba. Repetidas veces la paralítica le diera consejos, haciendo funestos vaticinios, que se cumplían al fin. Incorporada a medias sobre la cama, concentrando en los ojos la vida furiosa de su cuerpo, repitió la madre, con desprecio y con ira:

-¿Y ahora?

Amparo permaneció pálida e inmóvil. La tullida sintió un hormigueo en la palma de la mano, y la estampó ruidosamente en la mejilla de su hija, que se tambaleó, retrocedió escondiendo el rostro, y se fue a sentar en la silla más próxima.

-¡Sinvergüenza, raída, eso de mí no lo aprendistes! -vociferó la enferma, algo desahogada ya después del bofetón. No respondió nada la oradora, que diera entonces de buen grado su popularidad, y hasta el advenimiento de la ideal república, por hallarse siete estados debajo de tierra. No obstante, se sorbió estoicamente las lágrimas abrasadoras que asomaban a sus ojos, y, abatida, reconociendo y acatando la autoridad maternal, balbució:

-Me ha dado palabra de casamiento.

-¡Y te lo creíste!

-No sé por qué no... -exclamó la muchacha con acento más firme ya-. Yo soy como otras, tan buena como la que más... hoy en día no estamos en tiempos de ser los hombres desiguales... hoy todos somos unos, señora... se acabaron esas tiranías.

Meneó la cabeza la paralítica, con la tenaz desconfianza de los viejos indigentes que nunca vieron llover del cielo torreznos asados.

-El pobre, pobre es -pronunció melancólicamente...-. Tú te quedarás pobre, y el señorito se irá riendo... -Y a esta idea, sintiendo renacer su furor chilló-: Sácateme de delante, indina, que te mato: si te dieron palabras, que te las cumplan.

Amparo se agachó, y salió temblando. A solas, recobró energía, y calculó que tal vez hacía mal en desesperarse; acaso su mala ventura sería un lazo más que acabase de unir a Baltasar con ella para siempre. Sí, no podía suceder de otro modo, a menos que tuviese entrañas de tigre.

Esperó con afán el domingo, día de cita en el merendero de la gaseosa. Madrugó, llegó mucho antes que Baltasar. El otoño iba despojando a la parra de su pomposo follaje recortado, y los nudosos sarmientos parecían brazos de esqueleto mal envueltos en los jirones de púrpura de las pocas hojas restantes. Algún racimo negreaba en lo alto. En unas tinas viejas arrimadas al banco de piedra, había botellas vacías que semejaban embarcaciones náufragas varadas en un arenal. Amparo sentía mucho frío cuando Baltasar llegó.

Sentose este al lado de la muchacha, que le presentó un paquete de sus cigarrillos predilectos, emboquillados, bastante largos, liados con gran esmero. Baltasar tomó uno y lo encendió, chupándolo nerviosamente con rápidas aspiraciones. Toda mujer prendada de un hombre llega a conocer por sus movimientos más leves, por los actos que distraída y casi mecánicamente ejecuta, el talante de que está. Amparo sabía que cuando Baltasar fumaba así, no se distinguía por lo jocoso y afable. Como la luz del sol no hallaba obstáculos para filtrarse al través de la deshojada parra, el rostro del mancebo, bañado de claridad, parecía duro y anguloso; su bigote, blondo a la sombra, tenía ahora un dorado metálico; sus ojos zarcos miraban con glacial limpidez. La pobre Tribuna, tan intrépida cuando peroraba, se halló del todo cortada y recelosa, y creyó sentir que le anudaban la garganta con un dogal. Esperó en vano una expansión, una caricia dulce y apasionada, que no vino. Baltasar se callaba cosas muy buenas, y seguía taciturno. De cuando en cuando el soplo de las ráfagas otoñales desprendía una de las postreras hojas de vid, que caía arrugada y amarillenta sobre la mesa de granito, entre los dos amantes, produciendo un ruidito seco. ¡Pin! En los oídos de Baltasar resonaba la voz de doña Dolores, exclamando: «¿Chico, no sabes que las de García... ¡pásmate!, ganan el pleito en el Supremo? Lo sé de fijo por el mismo abogado de aquí». ¡Pin, pin! Y Amparo, a su vez, escuchaba frases coléricas: «Si te dieron palabras, que te las cumplan». ¡Pinnn!... Una hoja purpúrea descendía con lentitud... «Baltasarito, hijo, van a cogerse ciento y no sé cuántos miles de duros, si ganan».

Al fin, Baltasar fue el primero que rompió el silencio... Habló del trabajo que le costaba venir, de lo necesario que era el recato, de que tendrían que verse menos... Decía todo esto con acento duro, como si Amparo fuese culpable respecto de él en algo. La cigarrera le escuchaba muda, con los labios blancos, mirando fijamente al rostro de Baltasar, que tenía la expresión distraída del mal pagador que no quiere recordar su deuda. Y era lo peor del caso que, por más que la Tribuna quería echar mano de su oratoria, que le hubiera venido de perlas a la sazón, no encontraba frases con que empezar a tratar del asunto más importante. Al fin, como viese con asombro levantarse a Baltasar diciendo que le esperaba el coronel para asuntos del servicio, ella también se alzó resuelta, y le dio la noticia clara y brutalmente, sin ambages ni rodeos, sintiendo hervir dentro del pecho una cólera que centuplicaba su natural valor.

Un relámpago de sorpresa cruzó por las pupilas trasparentes y yertas de Sobrado; mas al punto se plegó su delgada boca, y diríase que le habían cerrado el semblante con llave doble y selládolo con siete sellos. Era otro Baltasar distinto del mancebo gracioso, halagüeño y felino de las horas veraniegas. Amparo notó que representaba diez años más.

-Ahora -dijo, plantándose delante de él- es justo que me cumplas la palabra.

-Ahora... -repitió él con voz lenta-. La palabra...

-¡De casarte conmigo! Me parece que me sobra derecho para pedir...

-Mujer... -contestó Baltasar reposadamente, sacudiendo la ceniza del pitillo-, no todas las cosas salen a medida del deseo. Las circunstancias le obligan a uno a mil transacciones, que... Yo quisiera, lo mismo que tú, que fuese mañana, pero ponte en mi caso... Mi madre... mi padre... mi familia...

-¡Tu familia, tu familia! ¿Pues no dijiste que ella era una cosa y tú otra? ¿Le echo yo alguna mancha a tu familia, por si acaso? ¿Soy hija de algún ajusticiado, o de algún capitán de gavilla? ¿No estamos en tiempos de igualdá? ¿No es mi madre tan honrada como la tuya, repelo?

-No es eso... yo no te digo que...

-¿Pues qué dices entonces, que te quedas ahí callado? ¿Tienes algo que echarme en cara? ¿No me gano yo la vida trabajando honradamente, sin pedírtelo a ti ni a nadie? ¿Te he pedido algo, te he pedido algo? ¿Ando yo con otros?

-¿Quién te dice semejante cosa? Pero sucede que hoy por hoy lo que tú deseas, es decir, lo que deseamos, es imposible.

-¡Imposible!

-Por algún tiempo no más... No me hallo todavía en situación de prescindir de mi familia... cuando alcance una graduación superior y pueda vivir con el sueldo...

-¿No eres ya capitán?

-Graduado, pero la efectividad... En fin, te lo repito, hazte cargo; en las circunstancias por que atravieso no cabe una determinación semejante. Sería menester estar loco. Y digo más, créeme, hija; tenemos que ser muy prudentes para no comprometernos.

-¡No comprometernos! -gimió con amargura la muchacha-. ¡No comprometernos! ¿Pero tú te has figurado -pronunció, reponiéndose y recobrando su impetuoso carácter- que yo soy tonta? ¿Piensas que me puedes meter el dedo en la boca? ¿Qué compromiso ni qué... repelo, te viene a ti de todo esto? ¡La comprometida, la engañada y la perdida soy yo!

Y dejose caer en el banco de piedras, y apoyando la frente en la fría mesa de granito, rompió en convulsivos sollozos.

-No grites, hija -murmuró Baltasar, aproximándose-. No llores... que pueden oírte y es un escándalo. Amparo, mujer, vamos, no hay motivo para esos gritos.

La crisis fue corta. Levantose la oradora con los ojos encendidos, pero sin que una lágrima escaldase su mejilla morena. Indignada, miró a Baltasar y lo encontró sereno, inconmovible, con su fina y sonrosada tez y sus ojos garzos y trasparentes, en los cuales se reflejaba la luz del cielo sin comunicarles calor. Él quiso hacer dos o tres zalamerías a la muchacha para conjurar la tormenta; pero su ademán era violento, sus movimientos automáticos. Amparo lo rechazó, y se colocó por segunda vez delante de él en actitud agresiva.

-Habla claro... ¿nos casamos o no?

-Ahora no puede ser, ya te lo he dicho -contestó él sin perder su continente flemático.

-¿Y cuándo?

-¡Qué sé yo! El tiempo, el tiempo dirá. Pero has de tener calma, hija... un poco de calma.

-Pues abur, hasta que me pagues lo que me debes -exclamó ella en voz vibrante, sin cuidarse de que la oyesen desde la casa o desde el camino los transeúntes-. Yo no soy más tu juguete, para que lo sepas: no me da la gana de andarme escondiendo, de ir con estas noches de frío a Aguasanta y a mil sitios así por darte gusto.

Avanzó tres pasos más, y poniendo la mano en el hombro del oficial:

-El día menos pensado... -pronunció-, cuando te vea en las Filas o en la calle Mayor... me cojo de tu brazo delante de las señoritas, ¿oyes?, y canto allí mismo, allí... todo lo que pasa. Y cuando venga la nuestra... o te hacemos pedazos, o cumples con Dios y conmigo. ¿Entiendes, falsario?

Y en voz queda, con acento de religioso terror:

-¿Tú no tienes miedo a condenarte? Pues si mueres así... más fijo que la luz, te condenas. Y si viene la federal... que Dios la traiga y la Virgen Santísima... te mato, ¿oyes?, para que vayas más pronto al infierno.

Diciendo así, diole un empujón, y le volvió la espalda, saliendo con paso rápido, la frente alta, la mirada llameante, a pesar del peregrino desfallecimiento, de la desusada conmoción interior que le avisaba de que ahorrase tales escenas. Al salir la Tribuna, una ráfaga más fuerte desparramó por la mesa muchas hojas de vid, que danzaron un instante sobre la superficie de granito, y cayeron al húmedo suelo.

-¿Lo hará? -meditó Baltasar a sus solas-. ¿Me vendrá a marear en público? Tengo para mí que no... Estos genios vivos y prontos son del primer momento: pasado ese, se quedan como malvas. Quia... no lo hace. Sin embargo, me convendría salir de Marineda una temporada...

Al pensar esto, miraba maquinalmente a las hojas secas, que valsaban con lánguido y desmayado ritmo.

-Pero ¿y Josefina? Si las noticias de mamá son ciertas, no va a ser posible abandonar una proporción que tal vez no vuelva a encontrar en mi vida. ¡Qué mil diablos! Y esa chica era guapa... ¡Lo que es guapa! ¡Qué tonterías! ¿Por qué se buscará uno estos conflictos? ¡Yo que tengo juicio para diez!

Impaciente, tiró el cigarro que estaba concluyendo. Un átomo de fuego brilló entre las hojas, que crujieron encogiéndose, y a poco la colilla se apagó.




ArribaAbajo- XXXIV -

Segunda hazaña de la Tribuna


Frío es el invierno que llega; pero las noticias de Madrid vienen calentitas, abrasando. La cosa está abocada, el italiano va a abdicar porque ya no es posible que resista más la atmósfera de hostilidad, de inquina, que le rodea. Él mismo se declara aburrido y harto de tanto contratiempo, de la grosería de sus áulicos, de la guerra carlista, del vocerío cantonal, del universal desbarajuste. No hay remedio, las distancias se estrechan, el horizonte se tiñe de rojo, la federal avanza.

La Fábrica ha recobrado su Tribuna. Es verdad que esta vuelve herida y maltrecha de su primer salida en busca de aventuras; mas no por eso se ha desprestigiado. Sin embargo, los momentos en que empezó a conocerse su desdicha fueron para Amparo de una vergüenza quemante. Sus pocos años, su falta de experiencia, su vanidad fogosa, contribuyeron a hacer la prueba más terrible. Pero en tan crítica ocasión no se desmintió la solidaridad de la Fábrica. Si alguna envidia excitaba antaño la hermosura, garbo y labia irrestañable de la chica, ahora se volvió lástima, y las imprecaciones fueron contra el eterno enemigo, el hombre. ¡Estos malditos de Dios, recondenados, que sólo están para echar a perder a las muchachas buenas! ¡Estos señores, que se divierten en hacer daño! ¡Ay, si alguien se portase así con sus hermanas, con sus hijitas, quién los oiría y quién los vería echársele como perros! ¿Por qué no se establecía una ley para eso, caramba? ¡Si al que debe una peseta se la hacen pagar más que de prisa, me parece a mí que estas deudas aún son más importantes, demontre! ¡Sólo que ya se ve: la justicia la hay de dos maneras: una a rajatabla para los pobres, y otra de manga ancha, muy complaciente, para los ricos!

Algunas cigarreras optimistas se atrevieron a indicar que acaso Sobrado se casaría, o por lo menos reconocería lo que viniese.

-Sí, sí... ¡esperar por eso, papalanatas! ¡Ahora se estará sacudiendo la levita y burlándose bien!

-No sabes... yo no quiero que ella lo oiga, ni lo entienda -decía la Comadreja a Guardiana-, pero ese descarado ya vuelve a andar tras de la de García.

-¡Bribón! -exclamaba Guardiana-. ¡Y quién lo ve, tan juicioso como parece!

-Pues conforme te lo digo.

-Amparo tampoco debió hacerle caso.

-Mujer, uno es de carne, que no es de piedra.

-¿Se te figura a ti que a cada uno le faltan ocasiones? -replicó la muchacha-. Pues si no hubiese más que... ¡Madre querida de la Guardia! No, Ana; la mujer se ha de defender ella. Civiles y carabineros no se los pone nadie. Y las chicas pobres, que no heredamos más mayorazgo que la honradez... Hasta te digo que la culpa mayor la tiene quien se deja embobar.

-Pues a mí me da lástima ella, que es la que pierde.

-A mí también. Lástima, sí.

Ya todo el mundo se la daba. ¡Quién hubiera reconocido a la brillante oradora del banquete del Círculo Rojo en aquella mujer que pasaba con el mantón cruzado, vestida de oscuro, ojerosa, deshecha! Sin embargo, sus facultades oratorias no habían disminuido; sólo sí cambiado algún tanto de estilo y carácter. Tenían ahora sus palabras, en vez del impetuoso brío de antes, un dejo amargo, una sombría y patética elocuencia. No era su tono el enfático de la prensa, sino otro más sincero, que brotaba del corazón ulcerado y del alma dolorida. En sus labios, la República federal no fue tan sólo la mejor forma de gobierno, época ideal de libertad, paz y fraternidad humana, sino período de vindicta, plazo señalado por la justicia del cielo, reivindicación largo tiempo esperada por el pueblo oprimido, vejado, trasquilado como mansa oveja. Un aura socialista palpitó en sus palabras, que estremecieron la Fábrica toda, máxime cuando el desconcierto de la Hacienda dio lugar a que se retrasase nuevamente la paga en aquella dependencia del Estado. Entonces pudo hablar a su sabor la Tribuna, despacharse a su gusto. ¡Ay de Dios! ¿Qué les importaba a los señorones de Madrid... a los pícaros de los ministros, de los empleados, que ellas falleciesen de hambre? ¡Los sueldos de ellos estarían bien pagados, de fijo! No, no se descuidarían en cobrar, y en comer, y en llenar la bolsa. ¡Y si fuesen los ministros los únicos a reírse del que está debajo! ¡Pero a todos los ricos del mundo se les daba una higa de que cuatro mil mujeres careciesen de pan que llevar a la boca!

Y al decir esto, Amparo se incorporaba, casi se ponía de pie en la silla, a pesar de los enérgicos y apremiantes ¡sttt!, de la maestra, a pesar del inspector de labores, que no hacía un momento estaba asomado a la entrada del taller, silencioso y grave.

-¡Qué cuenta tan larga... -proseguía la oradora, animándose al ver el mágico y terrible efecto de sus palabras...-, qué cuenta tan larga darán a Dios algún día esas sanguijuelas, que nos chupan la sangre toda! Digo yo, y quiero que me digan, por qué nadie me contesta a esto, ni puede contestarme: ¿hizo Dios dos castas de hombres, por si acaso, una de pobres y otra de ricos?, ¿hizo a unos para que se paseasen, durmiesen, anduviesen majos, y hartos, y contentos, y a otros para sudar siempre y arrimar el hombro a todas las labores, y morir como perros sin que nadie se acuerde de que vinieron al mundo? ¿Qué justicia es esta, retepelo? Unos trabajan la tierra, otros comen el trigo; unos siembran y otros recogen; tú, un suponer, plantaste la viña, pues yo vengo con mis manos lavadas y me bebo el vino...

-Pero el que lo tiene, lo tiene -interrumpía la conservadora Comadreja.

-Ya se sabe que el que lo tiene, lo tiene; pero ahora vamos al caso de que es preciso que a todos les llegue su día, y que cuantos nacemos iguales gocemos de lo mismo, ¡tan siquiera un par de horas! ¡Siempre unos holgando y otros reventando! Pues no ha de durar hasta la fin de los siglos, que alguna vez se ha de volver la tortilla.

-El que está debajo, mujer, debajito se queda.

-¡Conversación! Mira tú, en París de Francia, el cuento ese de la Comun... ¡Anda si pusieron lo de arriba para abajo! ¡Anda si se sacudieron! No quedó cosa con cosa... así, así debemos de hacer aquí, si no nos pagan.

-¿Y allá, qué hicieron?

Amparo bajó la voz.

-Prender fuego... a todos los edificios públicos...

Un murmullo de indignación y horror salió de la mayor parte de las bocas.

-Y a las casas de los ricos... y...

-¡Asús!, ¡fuego, mujer!

-Y afusil... y afusil... ar...

-¿Afusilar... a quién, mujer, a quién?

-A... a los prisioneros, y al arzobispo, y a los cur...

-¡Infames!

-¡Tigres!

-¡Calla, calla, que parece que la sangre se me cuajó toda!... ¿Y quién hizo eso? ¡Pues vaya unas barbaridás que cuentas!

-Si yo no las cuento para decir que... que esté bien hecho eso de... de prender fuego y afusilar... ¡No, caramba!, ¡no me entendéis, no os da la gana de entenderme! Lo que digo es que... hay que tener hígados, y no dejarse sobar ni que le echen a uno el yugo al cuello sin defenderse... Lo que digo es, que cuando no le dan a uno por bien lo suyo, lo muy suyo, lo que tiene ganado y reganado... Cuando no se lo dan, si uno no es tonto... lo pide... y si se lo niegan... lo coge.

-Eso, clarito.

-Tienes razón. Nosotras hacemos cigarros, ¿eh?, pues bien regular es que nos abonen lo nuestro.

-No, y apuradamente no es ley de Dios esa desigualdá y esa diferiencia de unos zampar y ayunar otros.

-Lo que es yo, mañana, o me pagan, o no entro al trabajo.

-Ni yo.

-Ni yo.

-Si todas hiciésemos otro tanto... y si además nos viesen bien determinadas a armar el gran cristo...

-¡Mañana... lo que es mañana! ¿Habéis de hacer lo que yo os diga?

-Bueno.

-Pues venir temprano... tempranito.

A la madrugada siguiente los alrededores de la Fábrica, la calle del Sol, la calzada que conduce al mar, se fueron llenando de mujeres que, más silenciosas de lo que suelen mostrarse las hembras reunidas, tenían vuelto el rostro hacia la puerta de entrada del patio principal. Cuando esta se abrió, por unánime impulso se precipitaron dentro, e invadieron el zaguán en tropel, sin hacer caso de los esfuerzos del portero para conservar el orden; pero en vez de subir a los talleres, se estacionaron allí, apretadas, amenazadoras, cerrando el paso a las que, llegando tarde, o ajenas a la conjuración, intentaban atravesar más allá de la portería. Sordos rumores, voces ahogadas, imprecaciones que presto hallaban eco, corrían por el concurso, que se iba animando, y comunicándose ardimiento y firmeza. En primera fila, al extremo del zaguán, estaba Amparo, pálida y con los ojos encendidos, la voz ya algo tomada de perorar, y, sin embargo, llena de energía, incitando y conteniendo a la vez la humana marea.

-Calma -decíales con hondo acento-, calma y serenidá... Tiempo habrá para todo: aguardar.

Pero algunos gritos, los empellones, y dos o tres disputas que se promovieron entre el gentío, iban empujando, mal de su grado, a la Tribuna hacia la vetusta escalera del taller, cuando en este se sintieron pasos que conmovían el piso, y un inspector de labores, con la fisonomía inquieta del que olfatea graves trastornos, apareció en el descanso. Empezaba a preguntar, más bien con el ademán que con la boca: «¿Qué es esto?», a tiempo que Amparo, sacando del bolsillo un pito de barro, arrimolo a los labios y arrancó de él agudo silbido. Diez o doce silbidos más, partiendo de diferentes puntos, corearon aquella romanza de pito, y el inspector se detuvo, sin atreverse a bajar los escalones que faltaban. Dos o tres viejas desvenadoras se adelantaron hacia él, profiriendo chillidos temerosos, y tocándole casi, y se oyó un sordo «¡muera!». Sin embargo, el funcionario se rehízo, y cruzándose de brazos, se adelantó, algo mudada la color, pero resuelto.

-¿Qué sucede?, ¿qué significa este escándalo? -preguntó a Amparo, a quien halló más próxima-. ¿Qué modo es este de entrar en los talleres?

-Es que no entramos hoy -respondió la Tribuna. Y cien voces confirmaron la frase-: No se entra, no se entra.

-No entran... ¿pues qué pasa?

-Que se hacen con nosotras iniquidás, y no aguantamos.

-No, no aguantamos. ¡Mueran las iniquidás! ¡Viva la libertá! ¡Justicia seca! -clamaron desde todas partes. Y dos o tres maestras, cogidas en el remolino, alzaban las manos desesperadamente, haciendo señas al inspector.

-¿Pero qué piden ustedes?

-¿No oyes, hijo? Jos-ti-cia -berreó una desvenadora al oído mismo del empleado.

-Que nos paguen, que nos paguen, y que nos paguen -exclamó enérgicamente Amparo, mientras el rumor de la muchedumbre se hacía tempestuoso.

-Vuelvan ustedes, por de pronto, al orden y a la compostura que...

-No nos da la gana.

-¡Que baile el can-can!

-¡Muera!

Y otra vez la sinfonía de pitos rasgó el aire.

-No pedimos nada que no sea nuestro -explicó Amparo con gran sosiego-. Es imposible que por más tiempo la Fábrica se esté así, sin cobrar un cuarto... Nuestro dinero, y abur.

-Voy a consultar con mis superiores -respondió el inspector, retirándose entre vociferaciones y risotadas.

Apenas le vieron desaparecer, se calmó la efervescencia un tanto. «Va a consultar» se decían las unas a las otras... «¿nos pagarán?».

-Si nos pagan -declaró la Tribuna, belicosa y resuelta como nunca-, es que nos tienen miedo. ¡Alante! Lo que es hoy, la hacemos, y buena.

-Debimos cogerlo y rustrirlo en aceite -gruñó la voz oscura de la vieja-. ¡Fretirlo como si fuera un pancho... que vea lo que es la necesidá y los trabajitos que uno pasa!

-Orden y unión, ciudadanas... -repetía Amparo con los brazos extendidos.

Trascurridos diez minutos volvió el inspector acompañado de un viejecillo enjuto y seco como un pedazo de yesca, que era el mismo contador en persona. El jefe no juzgaba oportuno por entonces comprometer su dignidad presentándose ante las amotinadas, y por medida de precaución había reunido en la oficina a los empleados y consultaba con ellos, conviniendo en que la sublevación no era tan temible en la Granera como lo sería en otras Fábricas de España, atendido el pacífico carácter del país. No quisiera él estar ahora en Sevilla.

-¿Qué recado nos trae? -gritaron al inspector las sublevadas.

-Oíganme ustedes.

-Cuartos, cuartos, y no tanta parolería.

-Tengo chiquillos que aguardan que les compre mollete... ¿oyusté?, y no puedo perder el tiempo.

-Se pagará... hoy mismo... un mes de los que se adeudan.

Hondo murmullo atravesó por la multitud llegando a las últimas filas. «¿Él pagan, sí o no? pagan... ¡Un mes...! ¡Un mes, para poca salú... no consentir... todo, todo junto!». Amparo tomó la palabra.

-Como usted conoce, ciudadano inspector... un mes no es lo que se nos debe, y lo que nos corresponde, y a lo que tenemos derechos inalienables e individuales... Estamos resueltas, pero resueltas de verdá, a conseguir que nos abonen nuestro jornal, ganado honrosamente con el sudor de nuestras frentes, y del que sólo la injusticia y la opresión más impía se nos pueden incautar...

-Todo eso es muy cierto, pero ¿qué quieren ustedes que hagamos? Si la Dirección nos hubiese remitido fondos, ya estarían satisfechos los dos meses... Por de pronto se les ofrece a ustedes uno, y se les advierte que despejen el local en buen orden y sin ocasionar disturbios... De lo contrario, la guardia va a proceder al despejo...

-¡La guardia!, ¡que nos la echen!, ¡que venga! ¡Acá la guardia!

Cuatro soldados al mando de un cabo, total cinco hombres, bregaban ya en la puerta de entrada con las más reacias y temibles. No tenían, dijeron ellos después, corazón para hacer uso de sus armas; aparte de que no se les había mandado tampoco semejante cosa. Limitábanse a coger del brazo a las mujeres y a irlas sacando al patio: era una lucha parcial, en que había de todo: chillidos, pellizcos, risas, palabras indecorosas, amenazas sordas y feroces.

Pero sucedió que un soldado, al cual una cigarrera clavó las uñas en la nuca, echó a correr, trajo de la garita el fusil y apuntó al grupo: al instante mismo un pánico indecible se apoderó de las más cercanas, y se oyeron gritos convulsivos, imprecaciones, súplicas desgarradoras, ayes de dolor que partían el alma, y las mujeres, en revuelto tropel, se precipitaron fuera del zaguán, y corrieron buscando la salida del patio, empujándose, cayendo, pisoteándose en su ciego terror, arracimadas como locas en la puerta, impidiéndose mutuamente salir, y chillando lo mismo que si todas las ametralladoras del mundo es tuviesen apuntadas y prontas a disparar contra ellas.

Quedose en medio del zaguán la insigne Tribuna, sola, rezagada, vencida, llena de cólera ante tan vergonzosa dispersión de sus ejércitos. Para mostrar que ella no temía ni se fugaba, fue saliendo a pasos lentos y llegó al patio en ocasión que la guardia, aprovechándose de la ventaja fácilmente adquirida, expulsaba a las últimas revolucionarias, sin mostrar gran enojo. Por galantería, el soldado del fusil administró a Amparo un blando culatazo, diciéndole «Ea... afuera...». La Tribuna se volvió, mirole con regia dignidad ofendida, y sacando el pito, silbó al soldado. Después cruzó la puerta que se le cerró en las mismas espaldas con gran estrépito de gonces y cerrojos.

Al verse fuera ya, miró asombrada en torno suyo y halló que una gran multitud rodeaba el edificio por todos lados. No sólo las que estaban dentro, sino otras muchas que habían ido llegando, formaban un cordón amenazador en torno de los viejos muros de la Granera. La Tribuna, viendo y oyendo que sus dispersas huestes se rehacían, comenzó a animarlas y a exhortarlas, a fin de que no sufriesen otra vez tan humillante derrota. Ya las que habían sido arrojadas por los soldados, al contacto de la resuelta muchedumbre, recobraron los ánimos decaídos, y enseñaban el puño a la muralla profiriendo invectivas.

Hicieron ruidosa ovación a su capitana que empezó a recorrer las filas calentando a las que aún tenían recelo o no estaban dispuestas a gritar. Y eligiendo dos o tres de las más animosas, mandoles que arrancasen una de las desiguales y vacilantes piedras de la calzada, que se movían como dientes de viejo en sus alveolos, y, alzándola lo mejor posible, la condujesen ante la puerta que les acababan de cerrar en sus mismas narices. Brotó de entre los espectadores un clamoreo al ver ejecutar esta operación con tino y rapidez y oír retemblar las hojas de la puerta cuando la lápida cayó contra el quicio.

-Hacen barricadas -exclamó una cigarrera que recordaba los tiempos de la Milicia Nacional.

-Borricadas, borricadas -exclamaba una maestra-, nos van a dar por cara todo este barullo.

El propósito de las desempedradoras no era ciertamente hacer barricadas, sino otra cosa más sencilla: o bien echar abajo la puerta a puros cantazos, o bien elevar delante un montón de piedras por el cual se pudiese practicar el escalamiento. En su imprevisión estratégica olvidaban que del otro lado, al extremo del callejón del Sol, existía un portillo, un lado débil, sobre el cual debería cargar el empuje del ataque. No estaba la generala en jefe para tales cálculos: cegada por la rabia, Amparo no pensaba sino en atravesar otra vez la misma puerta por donde la habían expulsado -¡oh rubor!- cuatro soldados y un cabo. Así es que arrancada ya, casi con las uñas, la primer baldosa, se procedió a desencajar la segunda.

Apoyadas en el muro de una casita de pescadores, donde había redes colgadas a secar, Guardiana y la Comadreja miraban el motín sin tomar parte en él. Ana era remilgada, endeble como un junco, y jamás podrían sus descarnadas manos, forzudas sólo en los momentos de excitación nerviosa, levantar ni una peladilla de arroyo algo grande; en cuanto a Guardiana, se creía obligada a permanecer allí, puesto que al fin el tumulto era «cosa de la Fábrica»; pero desaprobándolo, porque indudablemente, de todo aquello iban a resultar «desgracias».

-¡Mira Amparo, tan adelantada en meses, y cómo ella trajina!

-Es el demonche. Ella sola levanta la piedra -contestó Ana, con la reverencia de los débiles hacia la fuerza física.

Mas la primera piedra era enorme: una losa de un metro de longitud y gruesa y ancha a proporción, y constituía un problema de dinámica al trasportarla sin auxilio de máquina alguna. Para echada a hombros de una sola persona era enorme y la aplastaría; para llevada en vilo entre varias, no se sabía cómo subirla. Amparo discurrió irla enderezando y rodando hasta la puerta, y en efecto, el sistema dio buen resultado y la piedra llegó a su sitio. Al punto que la vio colocada, tornó con infatigable ardor a intentar descuajar un nuevo proyectil. En esta faena y brega estaban entretenidas las pronunciadas, sin reparar que el sol calentaba más de lo justo y que ya eran casi las once de la mañana, cuando un rumor contenido, temeroso, leve al principio, se propagó entre el concurso cayendo como lluvia helada sobre el entusiasmo general, y causando notable descenso en los gritos y vociferaciones que coreaban el arranque de las piedras.

¿Quién dio la noticia? Un pilluelo, que, con los calzones remangados, venía al trote largo desde la plaza de la Fruta, allá en el barrio de Arriba. Oídos sus informes, las miradas se volvieron ansiosamente hacia los cuatro puntos cardinales, y cada boca murmuró pegándose a cada oído ajeno dos palabras preñadas de espanto: «Viene tropa».

Al notar la oleada del creciente rumor, abandonó la Tribuna la piedra que traía entre manos, y volviose iracunda, con la mirada rechispeante, a la inerme multitud. Su rostro, su ademán, decían claramente: «Ahora vuelven estas cobardonas a dejarme aquí plantada». En efecto, el nombrar tropa bastó para que tomasen el portante algunas de las más animosas barricaderas. ¡Pero qué fue cuando, en el punto más lejano del horizonte, se vio aparecer una nube de polvo, y cuando se oyó como el trote de muchos caballos reunidos!

Amparo anima a sus huestes. Con la nariz dilatada, los brazos extendidos, diríase que la aparición de las brigadas de caballería y fuerzas de la Guardia Civil que desembocan, unas por el camino real, otras por San Hilario, redobla su guerrero ardor, acrecienta su cólera. «No nos comerán, grita... Vamos a tirarles piedras, a lo menos tengamos ese gusto...». Nadie quiere tenerlo. La losa enorme es abandonada; las que más gritaban se escurren por donde pueden; cuando las brigadas llegan a las puertas de la Granera, el motín se ha disuelto, sin dejar más señales de su existencia que dos medianas baldosas, arrimadas al portón, y algunas mujeres dispersas, inofensivas, en medrosa actitud.




ArribaAbajo- XXXV -

La Tribuna se porta como quien es


Cada vez más fría la estación invernal y más calientes las noticias que de allá fuera vienen a conmover la Fábrica. Por de pronto, no quedaron estériles las disposiciones marciales demostradas el día del motín, y al siguiente cobraron las operarias sus haberes a tocateja. No era cosa de provocar el enojo del pueblo en el estado actual de España, que parecía ya la casa de Tócame Roque. Nadie se entendía; al ejército se le conocía por la «tropa amadeísta»; la artillería presentaba dimisión en masa; el Maestrazgo ardía, Saballs llamaba «cabecilla» a Gaminde y Gaminde le devolvía el calificativo; los Hierros ordenaban a una compañía entera de ferrocarriles suspender la circulación de trenes; corría en Cataluña moneda con el busto de Carlos VII, y la reina de más tristes destinos, la mujer de Amadeo I, a la cual tirios y troyanos nombraban desdeñosamente «la Cisterna», daba al mundo con terror y lágrimas un mísero infante, y ningún obispo se prestaba a bautizar el vástago regio. Así andaba la patria. Más adelante se ha visto que podía encontrarse mucho peor.

Amparo quedó algo abatida desde el memorable día del pronunciamiento. Había hecho tal gasto de energía y de fuerza muscular removiendo los pedruscos de la calzada, y tal dispendio de laringe, espoleando a las remisas y vacilantes, que por algún tiempo no quedó de provecho para cosa alguna. Entre el frío, la lluvia que, al ir a la Fábrica la acribillaba a alfilerazos en la piel o la bañaba con gruesos y anchos goterones que se deshacían aplastándose en su mantón, y la fatiga inherente a su estado, viose sumida en marasmo constante, que a veces iluminaba, a manera de relámpago que divide un cielo oscuro, aquella última y robusta esperanza en el advenimiento de la federal. ¡Cuán triste veía el cielo, y el aire, y todo en derredor! Parecíale a Amparo que los lugares testigos de sus dichas y sus yerros habían sido devastados, arrasados por mano aleve. La tierra del huerto que Baltasar había llamado paraíso, desnuda, en barbecho, aguardaba la vegetación. De los verdes y gayos maizales sólo quedaban rastrojos. Los árboles de la carretera alzaban sus ramas peladas y escuetas al brumoso cielo. El piso, lleno de charcos formados por la lluvia, se hallaba intransitable, y delante de la misma casa de la Tribuna una gran poza obstruía el paso; para entrar, Amparo tenía que saltarla, y como no calculase bien el brinco, sucedíale meter el pie en el agua helada y cenagosa, y haber de mudarse después las medias y el calzado. Algunas veces encontraba a Chinto, que se ofrecía a darle la mano para pasar el mal paso, y su ademán compasivo la encendía en ira. ¡Ser compadecida por semejante bestia! ¡A esto llegábamos después de tanto sueño, de tanta aspiración hacia la vida fácil y brillante, hacia la dicha!

Así iba desgranándose el racimo de los días de invierno, lentos aunque breves, sin que Amparo viese brillar un rayo de claridad en el firmamento ni en su destino. Aplanose su espíritu, y cometió un acto de flaqueza. No veía a Baltasar desde la disputa en el merendero, y entrole, de pronto, deseo invencible de hablar con él, para suplicar o para increpar, ella misma no sabía para qué; pero, en suma, para desfogar, para romper aquella horrible monotonía del tiempo que pasaba inalterable. Enviole el mensaje por Ana. Baltasar respondió: «Ya iré».

-¿Piensa usted ir? -le preguntaba Borrén aquella tarde. -¿A qué? ¿A oír lástimas que no puedo remediar? ¡Algo bueno daría por estar ahora en Guipúzcoa!

-¡Hombre... pobre chica!

Baltasar tomó su café a sorbos, muy pensativo. Calculaba que la avaricia de su madre le exponía, tal vez, a un grave compromiso. Era falta de habilidad no remitir a Amparo siquiera mil reales para tenerla contenta mientras él no aseguraba a Josefina, que engreída ahora con la perspectiva del caudal, le había acogido con hartos remilgos y escrúpulos, dificultando reanudar sus antiguos amorcillos. ¡Bah! El caso era ganar tiempo, porque apenas pusiese tierra en medio el peligro cesaba... No obstante, el prudente Baltasar temía, temía una campanada inoportuna, que diese al traste con sus nuevos planes.

-¿Qué te dijo? -interrogó ansiosamente Amparo.

-Que vendría -repuso la Comadreja.

-Pero... ¿cuándo?

-No quiso explicar cuándo.

-¿Piensa él que estoy yo para esas calmas?

-Lo que él no tiene es gana de verte el pelo.

Amparo dejó caer la cabeza sobre el pecho, y su rostro se anubló con expresión tal de desconsuelo y enojo, que Ana la miró compadecida.

-Si algún día... si pronto... viene la república... la santa federal... ¡así Dios me salve, Ana... lo arrastro!

Ana se echó a reír con su delgada risa estridente.

-No seas tonta, mujer... no seas tonta... ¡para divertirlo y darle un mal rato no tienes que aguardar por república ni repúblico!

-¿Que no?

-¿Sabes lo que yo había de hacer? Pues esto mismo. Coger papel y pluma... ¿Conoce tu letra?

-Nunca le escribí.

-Mejor. Pues escribirle a la de García una carta bien explicada, para que no se deje engañar por él.

-¿Un anónimo? ¡Quita allá!

-Un avisito... contándole lo que hizo contigo. No seas boba, anda, más merece.

Pasaba esta conversación a la salida de la Fábrica; Ana llevó a Amparo a su casa, en la calle de la Sastrería. Subieron a un cuartuco; la Comadreja dio a su amiga recado de escribir, y entre las dos compusieron la siguiente epístola, que fielmente se traslada a la estampa: «Estimada Srta.: halguien que la estima le abisa que quien se guiere casar con Usté tiene compormetida huna Chica onrada, y lea dado palbra de casarse con ella. Es el de Sobrado, parque Usté no dude, y Usté se iformará y veraque es verdá. Q. b. s. m. Un afetísimo amigo». La Comadreja cerró, dictó sobre y señas, puso lacre fino del que ella usaba para escribir a su capitán, pegó un sello, y dijo a la Tribuna:

-Ahora, de paso que vuelves a tu casa, la echas en el correo con disimulo.

Al bajar la escalera, estrecha y oscura como boca de lobo, zumbábanle a Amparo los oídos y apretaba convulsivamente la carta, llevándola oculta bajo el mantón. La oprimía como oprimiría un puñal, con vengativo empeño y no sin cierto interior escalofrío. Se representaba a la orgullosa señorita de García rompiendo el sobre, leyendo, palideciendo, llorando... -¡Que pene! -decíase a sí propia la oradora-. ¡Que sufra como yo!... ¿Y qué tiene que ver? Si ella pierde un pretendiente, yo he perdido la conducta y cuanto perder cabe... -Después pensaba en Baltasar... y en los Sobrados todos...-. ¡Ah!, ¡buen chasco esperaba a la avarienta de la madre, que contaba con establecer brillantemente a su hijo! No la habían querido a ella... pues ahora iban a verse desairados a su turno... ¡Ya probarían lo bien que sabe!

Se le presentaban estas ideas a medida que adelantaba por la calle de la Sastrería, calle torcida, mal empedrada, en cuyos adoquines tropezaba de vez en cuando, mientras la luz vaga de los faroles del alumbrado público, proyectándose un momento, arrojaba a las paredes blanqueadas de las casas su silueta furtiva, de líneas desfiguradas, fantasmagóricas, prolongadas por la funda del pañuelo. En la oscura noche invernal, caminando con paso atentado para salvar los charcos que dejó la lluvia de la tarde, parecíale a Amparo ir a cometer un delito, y, herida, sintiendo el dolor de su agravio, este pensamiento la embriagaba. Maquinalmente, al llegar a la entrada de la calle estrecha de San Efrén bajó una mano para recoger el vestido que se iba manchando de barro, y al hacerlo aflojáronse sus dedos y dejó de apretar la carta, cuyo satinado papel le acariciaba las falanges... Al cruzar la travesía del Puerto, su cabeza pareció despejarse, y vio el escaparate de la tercena y el buzón, con las fauces abiertas, como voceando «aquí estoy yo». Amparo soltó el vestido y sacó de debajo del mantón la mano derecha y la misiva... Detúvose antes de alzar el brazo.

-¡Un anónimo! -pensaba.

Su indómita generosidad popular se despertó. La pequeñez de la villana acción se le hacía muy patente al ir a perpetrarla.

-Debí decirle a Ana que la echase ella... Yo no tengo cara a esto -murmuró entre sí-. Y si no la echo me llamará boba... Pues mejor. ¡Esto es indecente! -balbució adelantando la carta hasta tocar con el buzón-. No, repelo -exclamó casi en voz alta bajando la mano-. Esto es una cochinada... ¡Más vale ahogarlos donde los encuentre!

Dio precipitadamente la vuelta y se metió por un callejón que lindaba con la travesía del Puerto, desembocando en el muelle. Ofreciose de pronto a sus ojos el agua negra de la bahía, que no alumbraban la luna ni las estrellas, y donde los barcos inmóviles parecían más negros aún. Arrimose al parapeto. Una brisa salitrosa, picante, le envolvió la faz. Despejósele completamente el cerebro, y con viveza suma hizo pedazos la epístola anónima. Los blancos fragmentos revolotearon un instante, como voladoras falenas, y cayeron sordamente en el agua, que chapoteaba contra el muro del embarcadero.




ArribaAbajo- XXXVI -

Ensayo sobre la literatura dramática revolucionaria


No hay remedio, esto se va y lo otro avanza a galope. ¿Cuándo se retira Amadeo? ¿Hoy? ¿Mañana? Y si el italiano no perdió de vista todavía la tierra española, ya es como si viviésemos en plena república; no estará proclamada, pero ¿qué más da? Todo el mundo cuenta con ella de un instante a otro. Sólo bajo la monarquía de merengue que se va derritiendo y consumiendo al calor de la revolución podía ser representable el drama que anunciaban los carteles del coliseo marinedino, Valencianos con honra. Aunque Amparo no iba a parte alguna, tanto oyó hablar de lo intencionado y subversivo que era el drama famoso, y de cómo pintaba a los republicanos tal cual son y no según los ennegrece el pincel reaccionario, que resolvió asistir. Instalose con Ana en el paraíso, donde se amontonaba inmensa concurrencia, que les metía los pies por la cintura, los codos por las ingles; a duras penas lograron las dos muchachas apoderarse de su sitio; al fin consiguieron embutirse de medio lado en delanteras, y allí se mantuvieron prensadas, comprimidas, sin ser dueñas ni de enjugarse el sudor de la frente. El calor era espeso, asfixiante. Al alzarse el telón vino una bocanada de aire más respirable a aquel horno; poco duró, pero al menos dio ánimos para atender a las primeras escenas del drama.

El cual merecía bien que se sufriese la asfixia y otros géneros de tortura, a trueque de verlo representar. Desde la exposición tuvo conmovidos y suspensos a los espectadores. No podía ser de más actualidad el argumento, basado en los sucesos políticos de Valencia de 1869. Jugaba en el enredo un espía, un vil espía, perseguidor y delator de una familia republicana a machamartillo. Perdonado este pícaro en el primer acto por los magnánimos conspiradores a quienes vendió, claro está que no había de enmendarse, y que en los actos siguientes volvería a hacer de las suyas; no lo creyeron así los protagonistas del drama, pero en cambio la concurrencia de la cazuela lo presintió, y en medio del calor sofocante se oían voces ahogadas de emoción exclamando: «¡Ay! ¿Para qué perdonarán a ese tunante?... ¡Ya verás cómo los ha de vender otra vez!... ¡Como yo le atrapase no le soltaba, no!». Verdad es que si el bellaco del espía era tan malo que no tenía el diablo por donde cogerlo, en cambio los personajes republicanos ofrecían modelos de lealtad y dechados de virtudes. Cuando en el mismo acto primero una esposa se abraza a su marido, que parte al combate, declarando con noble resolución que quiere seguirle y compartir los riesgos de la lid, Amparo sintió como un nudo, como una bola que se le formaba en la garganta, y haciendo un supremo esfuerzo, se agarró a la barandilla de la cazuela y gritó «¡bien!... ¡muy bien!» dos o tres veces, luciendo su voz de contralto. Era aquel drama el mismo que ella había soñado en otro tiempo, cuando llegaron a Marineda los delegados de Cantabria, de cuyos riesgos y aventuras tanto deseara ser partícipe. La escena final del acto, donde todos los voluntarios republicanos, entre el fragor de la lid empeñada, doblan la rodilla al aparecer el Señor acompañado de las monjas de San Gregorio, aflojó suavemente los tirantes nervios de la concurrencia. Una especie de rocío refrigerante de honradez, dulzura y religiosidad se derramó sobre el público; las gentes experimentaban impulsos de abrazarse, de rezar y de charlar. ¡Después dirán que los oscurantistas se levantan por la religión! ¡Sí, sí! ¡Por cobrar las contribuciones y destruir ferroscarriles! ¡Que vengan a oír esto! ¿Quién duda que los mejores cristianos son los federales?

Pasose el entreacto en vivos comentarios acerca del drama, que causaba favorabilísima impresión. Personas grandes se limpiaban los ojos con el dorso de la mano haciendo tiernos momos de llanto. ¡Cuidado que se necesitaba talento y sabiduría para escribir piezas así! Sólo era irritante lo de dejar al espía con vida, porque de fijo, en el acto próximo, iba a salir con alguna barrabasada gorda. De tal suerte imperaba el entusiasmo, que nadie se ocupaba en mirar a la gente de abajo, a pesar de hallarse de bote en bote el coliseo; y como tardase en subir el telón, hubo pateos y aplausos impacientes y furiosos. Al fin dio principio el ansiado acto segundo.

Graduaba el autor hábilmente los efectos dramáticos, manejando con destreza los resortes del terror y la piedad. Ahora presentaba un mancebito que volvía de la lucha callejera a su casa, herido mortalmente, y consternando a su familia del modo que cualquiera puede figurarse. La actriz encargada de este interesante papel se había puesto sobre su cabello natural una peluca de ricitos cortos que la hacía semejante a un perro de aguas; circundaban sus ojos románticas ojeras marcadas al difumino; espesa capa de polvos de arroz imitaba la palidez de la agonía; llevaba americana muy floja para disimular la amplitud de las caderas, y entró tambaleándose y dando traspiés, con la mano apoyada en la región del pecho donde se suponía estar la herida. Por el paraíso circuló un rumor misterioso y profundo, el rugido opaco de la emoción que se comprime y refrena para mejor estallar después. Comenzó la escena de la despedida del moribundo y su familia. Cuando el padre, comandante de los voluntarios republicanos, dijo adiós al hijo confiándole la bandera, en unos versos que terminan así:


   Lleva la palma en la mano
Mientras la patria en ofrenda
Te da este sudario en prenda...



y corriendo hacia la concha del apuntador y mudando la voz llorona en un vocejón estentóreo, gritó cerrando de puños:


¡Viva el pueblo soberano!



Los llantos histéricos de las mujeres fueron cubiertos, devorados por el clamor que se alzó compacto y fortísimo, repitiendo frenéticamente el ¡viva!, a la vez que un huracán de palmadas asordó el coliseo. Contagiados, electrizados por la exaltación del público, los actores se esmeraban, bordaban su papel, y, poseyéndose, se abrazaban en realidad y se daban verdaderas puñadas en el tórax. Amparo, con medio cuerpo fuera de la barandilla, palmoteaba a más y mejor.

Durante el segundo entreacto, las gentes prensadas en la cazuela se hallaron unas miajas más anchas y cómodas, ya sea porque su volumen se había ido sentando y acomodándose al espacio, ya porque algunas, indispuestas con tan alta temperatura, mal de su grado hubieron de retirarse. Ana logró, pues, revolverse y escudriñar con sus perspicaces ojos de gato los ámbitos del teatro todo. Dio un expresivo codazo a la Tribuna, que miró hacia donde le señalaba su amiga, y divisó a las de García en un palco platea.

Fijose especialmente en Josefina, que estaba elegante y sencilla, con traje de alpaca blanca adornado de terciopelo negro. A toda su familia, desde la madre hasta Nisita, les rebosaba el contento visiblemente; pero Josefina, en particular, no parece sino que se había esponjado con las buenas nuevas del pleito. La proximidad de la fortuna animaba, como un reflejo dorado, su tez, y hacía fulgecer en sus ojos chispas áureas. Recostada en la silla, gozaba beatíficamente del triunfo, exponiendo a la admiración de los inquilinos de las lunetas el cuerpecillo ajustado, púdico, la línea fugitiva que se elevaba desde la cintura al hombro, el gracioso manejo de abanico, el movimiento delicado con que subía los gemelos a la altura de las cejas. No acertaba Amparo a apartar los ojos de su vencedora rival, y a duras penas la distrajo de aquella contemplación acerba el principio del tercer acto.

Aparecía en éste un oficial del ejército, que, agradecido a la hospitalidad que le habían otorgado en la casa republicana, salvaba a su vez a los dueños de ella: patético rasgo, corona de todos los excelentes sentimientos que abundaban en el drama. Cuando más moqueaba la gente y se oían más jipíos y sollozos, Amparo sintió que su mirada, atraída por irresistible imán, se clavaba otra vez en el palco de García. Abriose la puerta de este, y entró Baltasar, ceñido el fino talle por un uniforme intachable; y después de saludar cortésmente a la madre y a las niñas, se sentó al lado de la mayor, arreglándose el pelo con la enguantada mano, y estirando levemente, con notable desembarazo, la tirilla. Dirigió a Josefina en voz baja dos o tres palabras que, según el movimiento con que las acompañó, debían ser: «¿Qué tal esto?». Y la de García alzó los hombros de un modo imperceptible, que claramente significaba: «Psh... Un dramón muy cursi y muy populachero». Definida así la situación, Baltasar tomó familiarmente el abanico de la joven, y mientras lo cerraba y abría y le daba vueltas como para informarse bien del paisaje, se entabló una de esas conversaciones íntimas, salpicadas de coqueterías, de reticencias, de miradas intensas y cortas, de ahogadas risas, diálogos en que reina dulce abandono, que no serían posibles mano a mano y en la soledad, y nunca se producen mejor que entre el tumulto de un sitio público, ante miles de testigos, en el desierto de las multitudes.

-Pero no ves, mujer... ¡qué poca vergüenza! -exclamaba Ana señalando al grupo, del cual no se separaban las pupilas de Amparo-. Después del... del aviso, ¿no sabes? -añadió hablándole al oído.

La Tribuna no contestó. Ana ignoraba la destrucción del anónimo: Amparo, avergonzándose de su noble impulso, no quería confesarlo, temerosa de que la Comadreja la tratase de babiona y de pápara, y aun de que repitiese la carta por cuenta propia. Ahora... ahora, clavando las uñas en la franela roja del barandal, sentía que el corazón se le inundaba de hiel y veneno: nada, estaba visto que era tonta; ¿por qué no echó la carta en el correo? Pero no; esa miserable y artera venganza no la satisfacía; cara a cara, sin miedo ni engaño, con la misma generosidad de los personajes del drama, debía ella pedir cuenta de sus agravios. Y mientras se le hinchaba el pecho, hirviendo en colérica indignación, el grupo de abajo era cada vez más íntimo, y Baltasar y Josefina conversaban con mayor confianza, aprovechándose de que el público, impresionado por la muerte del espía infame que, al fin, hallaba condigno castigo a sus fechorías, no curaba de lo que pudiese suceder por los palcos. De Josefina, que tenía la cabeza vuelta, sólo se alcanzaban a ver los bucles del artístico peinado, la mancha roja de una camelia prendida entre la oreja y el arranque del blanco cuello, y la bola de coral del pendiente, que oscilaba a cada movimiento de su dueña.

Bien quisiera la Tribuna salir, librarse de la sensación lancinante que le producía tal vista; pero la gente que la rodeaba por todas partes, como las sardinas a las sardinas en la banasta, no le consentía moverse mientras el telón no se bajase. Un poco antes de terminarse el drama hubo de ver a las de García que se levantaban, y a Baltasar que les ponía los abrigos a todas con suma deferencia, empezando por la madre; después se cerró la puerta del palco, y quedose Amparo con las pupilas fijas maquinalmente en aquel espacio vacío. Aún tardó algunos minutos en comenzar el desagüe de la cazuela, y el estrepitoso descenso por las escaleras abajo. Cogiéronse Amparo y Ana de bracero, y empujadas por todos lados arribaron al vestíbulo y de allí salieron a la calle, donde el frío cortante de la noche liquidó al punto el sudor en que estaban ensopadas sus frentes. Sintió la Comadreja que el brazo de Amparo temblaba, y la miró, y le halló desencajada la faz.

-Tú no estás bien, chica... ¿qué tienes? ¿Te da algo por la cabeza?

-Suéltame -contestó con voz opaca la Tribuna-. A donde voy no me hace falta compañía.

-¡María Santísima!, ¿a dónde vas, mujer?, ¿qué es esto?

-¡Que a dónde voy! Pues a apedrearles la casa, para que lo sepas.

Y recogió el mantón, como para quedarse con los brazos libres.

-Tú loqueas... Anda a dormir.

-O me dejas o me tiro al mar -respondió con tal acento de desesperación la muchacha, que Ana la soltó, y echó a andar a su lado, midiendo el paso por el de la terrible y colérica Tribuna.

-Te digo que se la apedreo, mujer; tan cierto como que ahora es de noche y Dios nos ve. ¡Repelo!,¡no hay sino hacer irrisión de las gentes... de las infelices mujeres... de los pobres! ¿Pero tú has visto qué descaro, qué descaro tan atroz? En mi cara... en mi cara misma... ¡me valga san Dios!, ¡que esto no pasa entre los negros de allá de Guinea!

-Bueno... y ahora ¿qué se hace con perderse... con ir a la cárcel, mujer?

-Desahogarme, Ana... porque me ahogo, que toda la noche pensé que con un cordel me estaban apretando la nuez... ¡Romperles los vidrios, retepelo!, ¡armar un belén, avergonzarlos, canario!, ¡y que no me piquen las manos y que duerma yo a gusto hoy!, ¡que tengo las asaduras aquí (señaló a la garganta) y el corazón apretao, apretao!

-Pero mujer... mira, considera...

-No considero, no miro nada...

Este diálogo duraba mientras cruzaron las dos amigas el páramo de Solares en dirección al barrio de Arriba, por donde suponía Amparo que iba Baltasar acompañando a las de García hasta su casa. El aire frío y el silencio de las calles del barrio templaron, no obstante, la sangre enardecida de la Tribuna. Pareciole entrar en algún claustro donde todo fuese quietud y melancolía. No hollaba un transeúnte el pavimento, que resonaba con solemnidad, y cuando menos lo pensaban las dos expedicionarias, les cerró el paso una iglesia, la de Santa María Magdalena, alta, muda, con pórtico de ojiva, donde la luz de los faroles dibujaba los vagos contornos de los santos de piedra que se miraban inmóviles. Involuntariamente la Tribuna bajó la voz, y al cruzar por delante del pórtico se santiguó, sin darse cuenta de lo que hacía, y reportó y contuvo el paso. Ana iba a aprovechar la coyuntura para hacer a la determinada Tribuna mil reflexiones, a tiempo que un oficial, que volvía de la plaza de la Fruta, cruzó casi rozándose con ellas y sin verlas, cantando entre dientes no sé qué polca o pasodoble. Reconoció Amparo a Baltasar y echó tras él como el lebrel tras la res que persigue. ¿Oyó Baltasar las pisadas de la Tribuna y pudo reconocerlas? ¿O era solamente que iba deprisa? Lo cierto es que se perdió de vista al revolver de la esquina, y que, por muy diligentes que anduvieron las que lo seguían, no lograron darle alcance.

-Voy a llamarle a la puerta -exclamó Amparo.

-Mujer, ¿estás loca?... ¡una casa de la calle Mayor! -murmuró Ana con respetuoso miedo-. ¿Tú sabes la que se armaría?

En horas semejantes la calle Mayor ofrecía imponente aspecto. Las altas casas, defendidas por la brillante coraza de sus galerías refulgentes, en cuyos vidrios centelleaba la luz de los faroles, estaban cerradas, silenciosas y serias. Algún lejano aldabonazo retumbaba allá... en lo más remoto, y sobre las losas el golpe del chuzo del sereno repercutía majestuoso. Amparo se detuvo ante la casa de los Sobrados. Era ésta de tres pisos, con dos galerías blancas muy encristaladas, y puerta barnizada, en la cual se destacaba la mano de bronce del aldabón. Y entre el silencio y la calma nocturna, se alzaba tan severa, tan penetrada de su importante papel comercial, tan cerrada a los extraños, tan protectora del sueño de sus respetables inquilinos, que la Tribuna sintió repentino hervor en la sangre, y tembló nuevamente de estéril rabia, viendo que por más que se deshiciese allí, al pie del impasible edificio, no sería escuchada ni atendida. Accesos de furor sacudieron un instante sus miembros al hallarse impotente contra los muros blancos, que parecían mirarla con apacible indiferencia; y de pronto, bajándose, recogió un trozo de ladrillo que la casualidad le mostró, a la luz de un farol, caído en el suelo, y con airada mano trazó una cruz roja sobre la oscura puerta reluciente de barniz, cruz roja que dio mucho que pensar los días siguientes a doña Dolores y al tío Isidoro, que recelaban un saqueo a mano armada.




ArribaAbajo- XXXVII -

Lucina plebeya


Vestíase Amparo, antes de salir a la Fábrica, reflexionando que diluviaba, que de noche se habían oído varios truenos, que se quedaría gustosa en casa, y aún entre cobertores, si no necesitase saber noticias, excitarse, oír voces anhelosas que decían: «Ahora sí que llegó la nuestra... Macarroni se va de esta vez... hay un parte de Madrí, que viene la república... mañana se proclama».

Al salir de su fementido lecho, la transición del calor al frío le hizo sentir en las entrañas dolorcillos como si se las royese poquito a poco un ratón. Púsose pálida, y le ocurrió la terrible idea de que llegaba la hora. Volviose al lecho, creyendo que allí se calentaría: cerró los ojos y no quiso pensar. Un deseo profundo de anonadamiento y de quietud se unía en ella a tal vergüenza y aflicción, que se tapó la cara con la sábana, prometiéndose no pedir socorro, no llamar a nadie. Mas como quiera que el tiempo pasaba y los dolorcillos no volvían, se resolvió a levantarse, y al atar la enagua, de nuevo le pareció que le mordían los intestinos agudos dientes. Vistiose no obstante, y se dio a pasear por la estancia, a tiempo que una mano llamó a la puerta del cuartuco, y antes que Amparo se resolviese a decir «adelante», Ana entró.

-¿Vienes?

-No puedo.

-¿Pasa algo, hay novedá?

-Creo... que sí.

-¿Qué sientes, mujer?

-Frío, mucho frío... y sueño, un sueño que me dormiría de pie... pero al mismo tiempo rabio por andar... ¡qué rareza!

-¿Aviso a la señora Pepa?

-No... qué vergüenza... Jesús, mi Dios... Ana querida, no la avises.

-¡Qué remedio, mujer! ¿Sigue eso?

-Sigue... ¡infeliz de mí, que nunca yo naciese!

-Acuéstate sobre la cama...

Con su viveza ratonil, Ana arropó a la paciente, y ya se dirigía a la puerta, cuando una quebrantada voz la llamó.

-Llévale la cascarilla a mi madre... dile que me duele la cabeza... no le digas la verdá, por el alma de quien más quieras...

-Sí que no se hará ella de cargo...

Amparo se quedó algo tranquila: sólo a veces un dolor lento y sordo la obligaba a incorporarse apoyándose sobre el codo, exhalando reprimidos ayes. Ana corría, corría, sin cuidarse de la lluvia, hacia la ciudad. Cerca de dos horas tardó, a pesar de su ligereza, en volver acompañada de un bulto enorme, del cual sólo se veían desde lejos dos magnos chanclos que embarcaban el agua llovediza, y un paraguazo de algodón azul con cuento y varillas de latón dorado. Bufaba la insigne comadrona y resoplaba, ahogándose a pesar del ningún calor y de la mucha y glacial humedad de la atmósfera; cuando penetró en la casucha, revolviose en ella como un monstruo marino en la angosta tinaja en que el domador lo enseña. Fuese derecha a la cama de la paralítica, y le dijo dos o tres frases entre lástima y chunga, que a esta le supieron a acíbar; cabalmente estaba deshaciéndose de ver que ni podía ayudar a su hija en el trance, ni acompañarla siquiera; aquella habitación era tan próxima a la calle, que ni soñaba en traer allí a la paciente.

Consumíase la pobre mujer presa en su jergón, penetrada súbitamente de la ternura que sienten las madres por sus hijas mientras estas sufren la terrible crisis que ellas ya vencieron... Chinto se encontraba allí, semejante a un palomino atontado... Entró la comadrona donde la llamaba su deber, y el mozo y la vieja se quedaron tabique por medio, ayudándose a sobrellevar la angustia de la tragedia que para ellos se representaba a telón corrido... La tullida maldecía de su hija que en tal ocasión se había puesto, y al mismo tiempo lloriqueaba por no poder asistirla. Y a cada cinco minutos la señora Pepa entraba en el cuartuco llenándolo con su corpulencia descomunal, y ordenando militarmente a Chinto que corriese a desempeñar algún recado indispensable.

-Aceite, rapaz... ¡un poco de aceite!

-¿Qué tal? -interrogaba la madre.

-Bien, mujer, bien... ¡Aceite, porreta!

Lo que no se encontraba en la casa, Chinto salía disparado a pedirlo fuera, prestado en la de un vecino, o fiado en las tiendas. Generalmente, al recoger una cosa, la comadrona exigía ya otra.

-Un gotito de anís...

-¿Anís? ¿Para qué? -preguntaba la tullida.

-Para mí, porreta, que soy de Dios y tengo cuerpo y también se me abre como si me lo cortasen con un cuchillo...

Y Chinto se echaba dócilmente a la calle en busca de anís... Volvía a presentarse la terrible comadre, toda fatigosa y sofocada.

-Vino... ¿hay vino?

-¿Para ti? -murmuraba sin poder contenerse la impedida.

-Para ti, para ti... ¡Para ella, demonche, que bien necesita ánimos la pobre!... ¿Piensas tú que yo le doy desas jaropías de los médicos, desos calmantes y durmientes? ¡Calmantes! Fuersa, fuersa es lo que hace falta, y vino, que alegra al hombre las pajarillas, ¡porreta!

Quince minutos después:

-Tres onsas de chocolate, del mejor... Y mira, de camino a ver si encuentras una gallinita bien gorda, y le vas retorciendo el pescuezo... Pide también un cabito de cera... las planchadoras que haya por aquí han de tener...

-¿De cera?

-De cera, ¡porreta! ¿Si sabré yo lo que me pido? Y pon agua a la lumbre.

Y Chinto entraba, salía, dando zancajadas a través del lodo, trayendo a la exigente facultativa cera, espliego, romero, vino blanco y tinto, anís, aceite, ruda, todas las drogas y comestibles que reclamaba... En los breves intervalos que tenía de descanso el solícito mozo, se sentaba en una silla baja, al lado del lecho de la tullida, quejándose de que le faltaban las piernas de algún tiempo acá, él mismo no sabía cómo, y parece que la respiración se le acababa enteramente: el médico le afirmaba que se le había metido polvillo de tabaco en los broncos y en los plumones... Boh, boh... ¿qué saben los médicos lo que uno tiene dentro del cuerpo? Hablaba así en voz baja, para no dejar de prestar oído a los lamentos de la paciente, que recorrían variada escala de tonos: primero habían sido gemidos sofocados; luego quejidos hondos y rápidos, como los que arranca el reiterado golpe de un instrumento cortante; en pos vinieron ayes articulados, violentos, anhelosos, cual si la laringe quisiese beberse todo el aire ambiente para enviarlo a las conturbadas entrañas; y trascurrido algún tiempo, la voz se alteró, se hizo ronca, oscura, como si naciese más abajo del pulmón, en las profundidades, en lo íntimo del organismo. A todo esto llovía, llovía, y la tarde de invierno caía prontamente, y el celaje gris ceniza parecía muy bajo, muy próximo a la tierra. Chinto encendió el candil de petróleo, y trajo caldo a la paralítica, y permaneció sentado, sin chistar, con las rodillas altas, los pies apoyados en el travesaño de la silla, la barba entre las palmas de las manos. Hacía un rato que el tabique no comunicaba queja alguna. Dos o tres amigas de la Fábrica, entre ellas Guardiana, que ya no se quejaba de la paletilla, entraban un momento, se ofrecían, se retiraban con ademanes compasivos, con resignados movimientos de hombros, con reflexiones pesimistas acerca de la fatalidad y de la ingratitud de los hombres. De improviso se renovaron los gritos, que en el nocturno abandono parecían más lúgubres: durante aquella hora de angustia suprema, la mujer moribunda retrocedía al lenguaje inarticulado de la infancia, a la emisión prolongada, plañidera, terrible, de una sola vocal. Y cada vez era más frecuente, más desesperada, la queja.

Serían las once cuando la señora Pepa se presentó en el cuarto de la tullida, enjugándose el rostro con el reverso de la mano. Sobre su frente baja y achatada, y en su grosera faz de Cibeles de granito, se advertía una preocupación, una sombra.

-¿Cómo va?

-Tarda, porreta... Estas primerizas, como no saben bien el camino... -Y la comadre hizo que se reía para manifestar tranquilidad; pero un segundo después añadió-: Puede ser que... porque uno no quiere embrollos ni dolores de cabesa, ¿oyes? Yo soy clara como el agua, vamos... y no se me murieron en las manos, ¡porreta!, sino dos, en la edá que tengo... Después los médicos hablan... Y yo cuanto puedo hago, y unturas y friegas de Dios llevo dado en ella...

Al afirmar esto, la comadre se limpiaba a las caderas sus gigantescas manos pringosas.

-¿Habrá que avisar al médico? -gimoteó la tullida.

-Porreta, a mi edá no gusta verse envuelta en cuentos... luego después, que si hizo así, que si pudo haser asá... que si la señora Pepa sabe o no sabe el oficio... Menéate ya, dormilón -añadió despóticamente volviéndose a Chinto...-. Ya estás corriendo por el médico, ¡ganso!

Chinto salió sin cuidarse del agua que continuaba cayendo tercamente del negro cielo, y corrió, perseguido por aquella voz cada vez más dolorida, más agonizante, que atravesaba el tabique, mientras la impedida se lamentaba de que además de morírsele la hija, iba a tener que abonar -¿y con qué, Jesús del alma?- los honorarios de un facultativo. El silencio era tétrico, el tiempo pasaba con lentitud, medido por el chisporroteo del candil y por un clamor ya exhausto, que más se parecía al aullido del animal espirante que a la queja humana. Media noche era por filo cuando Chinto entró acompañado del médico. Acostumbrado debía estar este a tan críticas situaciones, porque lo primero que hizo fue dejar el chorreante impermeable en una silla, remangarse tranquilamente las mangas del gabán y los puños de la camisa, y tomar de manos de Chinto una caja cuadrilonga que arrimó a un rincón. Después entró en el cuarto de la paciente, y se oyó la voz gruñona de la comadre, empeñada en darle explicaciones...

A eso de un cuarto de hora más tarde volvió el soldado de la ciencia a presentarse y pidió agua para lavarse las manos... Mientras Chinto buscaba torpemente una jofaina, la madre, llorosa, temblando, preguntaba nuevas.

-Bah... no tenga usted cuidado... ese chico me dijo que se trataba de un lance muy peligroso, y me traje los chismes... no sé para qué: una muchacha como un castillo, con formación admirable, una versión que se hizo en un decir Jesús... Estamos concluyendo. Ahora la comadre basta, pero yo seré testigo.

Lavose las manos mientras esto decía, y tornó a su puesto. La mecha de petróleo, consumida, carbonizada, atufaba la habitación, dejándola casi en tinieblas, cuando dos o tres gritos, no ya desfallecidos, sino, al contrario, grandes, potentes, victoriosos, conmovieron la habitación, y tras de ellos se oyó, perceptible y claro, un vagido.




Arriba- XXXVIII -

¡Por fin llegó!


Amparo descansa abismada en el reposo inefable de las primeras horas. Sin embargo, a medida que la luz de la pálida mañana entra por el ventanillo, vuélvele la memoria y la conciencia de sí misma. Llama a Chinto ceceándolo.

-¿Qué quieres, mujer?

-Vas a ir corriendo al cuartel de infantería... Parece que ahora no sale la tropa de los cuarteles.

-Bueno.

-Si no está allí don Baltasar, a su casa... ¿La sabes?

-La sé. ¿Qué le digo?

-Le dirás... ¡veremos cómo sabes dar el recado! Le dirás que tengo un niño... ¿oyes? No vayas a equivocarte...

-Bueno, un niño...

-Un niño... no sea que digas una niña, tonto; un niño, un niño.

-¿No le digo más?

-Y que ya sabe lo que me ofreció... y que si quiere ponerse por padre de la criatura... y que mañana se bautiza.

-¿Nada más?

-Nada más... Esto... bien clarito.

Chinto salía cuando entraba Ana, que se había ido a su casa a dormir. Venía muy misteriosa, como el que trae nuevas estupendas.

-¿Y ese valor, y el pequeño? -preguntó alzando la sábana y la manta y sacando del tibio rincón donde yacía, un bulto, un paquete, un pañuelo de lana, entre cuyos dobleces se columbraba una carita microscópica amoratada, unos ojuelos cerrados, unas faccioncillas peregrinamente serias, con la seriedad cómica de los recién nacidos. Ana empezó a hablarle, a decirle mil zalamerías a aquel bollo que del mundo exterior sólo conocía las sensaciones de calor y frío; buscó una cucharilla y le paladeó con agua azucarada; arregló la gorra protectora del cráneo, blando y colorado como una berenjena, y después se sentó a la cabecera del lecho, depositando en el regazo el fajado muñeco.

-¿No sabes? -exclamó abriendo por fin la esclusa de sus noticias-. Encontré a la que les cose a las de García... No te alteres, mujer, alégrate; se largan esta tarde para Madrí, porque tuvieron parte de que ganaron el pleito y van a arreglarlo allá todo.

Volvió Amparo el rostro con lánguido movimiento, murmurando:

-Dios vaya con ellas.

-No sé que no les pase algo en el camino, porque anda todo revuelto... Me dijo esa misma chica que hoy sin falta venía la República...

-Hace... ocho días que la están anunciando...

-Calla, no hables, que te puede venir el delirio...

Y la Comadreja se dedicó a arrullar al infante mientras Amparo se sepultaba otra vez en un sopor que le dejaba el cerebro hueco, la cabeza vacía, anonadando su pensamiento y haciéndola insensible a lo que pasaba en torno suyo. Los pasos de Chinto la llamaron a la vida otra vez. Abrió los ojos, que, en la palidez amarillosa de su morena cara, parecían mayores y azulados. Chinto se acercó andando de puntillas, torpón y zambo como siempre. Además parecía hallarse muy turbado.

-Caro me costó que me dejasen pasar al cuartel -murmuró con su estropajosa habla de paisano, que salía a relucir de nuevo en los lances difíciles-. No se puede andar... Todo está revuelto... La gente corre como loca por las calles... Allí... dice que se marchó el Rey... Que en Madrí hay República...

Medio se incorporó Amparo, apartando de la frente los negros cabellos lacios con el sudor que los empapaba...

-¿Qué me dices? -balbució.

-Lo que te digo, mujer... El alcalde y el gobernador ya echaron muchos bandos, que los vi en las esquinas... Y están poniendo trapos de color en los balcones...

-¡Será la cierta! -clamó alzando las manos-. Sigue, sigue.

-Pues fui al cuartel... y allí no estaba...

-¿Irías a su casa volando? -interrogó Amparo temblona.

-Fui... y dice que...

-Acaba, maldito.

-Y dice que... -Chinto se devanó los sesos buscando una fórmula diplomática-. Dice que no está en el pueblo, porque... porque ayer se marchó a Madrí.

Quiso abrir la boca Amparo y articular algo, pero su dolorida laringe no alcanzó a emitir un sonido. Echose ambos puños a los cabellos y se los mesó con tan repentina furia, que algunos, arrancados, cayeron retorciéndose como negros viboreznos sobre el emboce de la cama... Las uñas, desatentadas, recorrieron el contraído semblante y lo arañaron y ofendieron...

-Lárgate, que me voy a levantar -dijo por fin a Chinto-, a ver si reúno gente y quemo aquella maldita madriguera de los de Sobrado.

-Sí, lárgate -añadió Ana-. ¡Para las buenas noticias que traes!

En vez de obedecer, acercose Chinto a la cama, donde jadeaba Amparo partida, hecha rajas por el horrible esfuerzo de su cólera.

-Mujer, oyes, mujer... -pronunció con voz que quería suavizar y que sólo lograba ensordecer- no te aflijas, no te mates... Allí... yo... yo me pondré por padre y nos casaremos si quieres... y si no, no... lo que digas.

Como generosa yegua de pura sangre a la cual pretendiesen enganchar haciendo tronco con un individuo de la raza asinina, la Tribuna se irguió, y saltándosele los ojos de las órbitas, los carrillos inflamados por la fiebre, gritó:

-Sal, sal de ahí, bruto... ¡Quieres condenarme!

Fuese el emisario de malas nuevas con la música a otra parte, cabizbajo, convencido de que era un criminal, y la oradora permaneció sentada en la cama, arrugando las ropas en la contorsión desesperada de sus miembros y cuerpo.

-¡Justicia -clamaba-, justicia! ¡Justicia al pueblo... favor, madre mía del Amparo! ¡Virgen de la Guardia!, ¿pero cómo consientes esto? ¡La palabra, la palabra, la palaaaabra... los derechos que... matar a los oficiales, a los oficia...

Un principio de fiebre y delirio se traslucía en la incoherencia de sus palabras. Su cabeza se trastornaba y aguda jaqueca le atarazaba las sienes. Dejose caer aletargada sobre las fundas, respirando trabajosamente, casi convulsa. Ana se sintió iluminada por una idea feliz. Tomó el muñeco vivo, y sin decir palabra, lo acostó con su madre, arrimándolo al seno, que el angelito buscó a tientas, a hocicadas, con su boca de seda, desdentada, húmeda y suave. Dos lágrimas refrigerantes asomaron a los párpados de la Tribuna, rezumaron al través de las pestañas espesas, humedecieron la escaldada mejilla, y en pos vinieron otras, que se apresuraban desahogando el corazón y aliviando la calentura incipiente...

Al exterior, las ráfagas de la triste brisa de febrero silbaban en los deshojados árboles del camino y se estrellaban en las paredes de la casita. Oíase el paso de las cigarreras que regresaban de la Fábrica; no pisadas iguales, elásticas y cadenciosas como las que solían dar al retirarse a sus hogares diariamente, sino un andar caprichoso, apresurado, turbulento. Del grupo más compacto, del pelotón más resuelto y numeroso, que tal vez se componía de veinte o treinta mujeres juntas, salieron algunas voces gritando:

-¡Viva la República federal!

EMILIA PARDO BAZÁN

Granja de Meirás, octubre de 1882.