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La tumba de Borges

Carlos Franz





Manifestaciones, marchas, vandalismo «antiglobalización» en Ginebra. La pequeña ciudad calvinista junto al lago Léman, nunca había visto algo igual. Los neutrales y formales suizos observan boquiabiertos como bandas de anarquistas atacan sus tiendas de relojes, arrancan las tablas con las que cubrieron las vitrinas, y con esas mismas maderas hacen pedazos sus vidrios, saquean, prenden fuegos. Todo para protestar porque el G8, el grupo de los ocho países más ricos del mundo, se reúne a puertas cerradas, no lejos de acá. Por mi parte, yo no hago caso. Fiel al principio borgiano de que el escritor debe resistirse a la realidad, yo me dedico, entre las peloteras, los eslóganes y las cargas de los policías antimotines, a buscar una tumba. La tumba de Borges, precisamente, en el cementerio de Plain Palais, en Ginebra. ¡Y ni una revolución podrá impedírmelo!

Ya que no hay buses, ni tranvías, ni nada que se parezca a un taxi dispuesto a atreverse entre las turbas revolucionarias, decido cruzar la ciudad a pie. Es una larga y excitante caminata con muchos rodeos, entre las fogatas, las barricadas de neumáticos y algún que otro peñascazo. Una caminata en la que tengo tiempo para pensar. ¿Qué le habrá dado a Borges por venirse a morir y enterrar acá, en la ordenada y pequeña ciudad en la que buscaron refugio Voltaire y Rousseau, tan lejos de su Sur? Alguien dirá que fue la nostalgia: quiso morir en el lugar donde había pasado los años más felices de su adolescencia, donde había descubierto el francés y aprendido el alemán. Otros abrigan teorías conspirativas (casi no hay teorías que no sean conspirativas en las letras latinoamericanas) relacionadas con su tardío matrimonio y su herencia.

Puede ser esto o aquello. Pero yo tengo para mí que vino a morirse a la pacífica y neutral Suiza, deliberadamente, porque quería reposar lo más lejos posible de la exageración argentina y latinoamericana; porque quería huir de nuestro sentimentalismo, de nuestras revoluciones y nuestras corrupciones, porque quería descansar en una tierra donde la cultura no es un discurso escolar sino un asunto de modales cívicos, comunales, municipales. Un país aburrido y civilizado, donde los trenes, los relojes y hasta las vacas cumplen sus horarios. Antiromántica por excelencia, a pesar de sus montañas y lagos que los románticos hallaron «sublimes», Suiza es la única nación europea, o quizá del mundo, que no ha ido a la guerra en más o menos 300 años. Un país, en suma, donde, a diferencia de Hispanoamérica, el énfasis es desconocido.

O lo era... Porque -pensando en mi muerto y su entierro-, de pronto me he metido en lo más enfático de las demostraciones. Un grupo de manifestantes antiglobalizadores con pasamontañas arranca de cuajo un paradero de buses y lo atraviesa en medio de la calle. La policía responde disparando gases lacrimógenos. A los pocos segundos me encuentro llorando a moco tendido y huyendo con una turba de encapuchados, para refugiarnos todos en el único lugar posible: entre las tumbas del idílico cementerio. Y yo, por supuesto, busco mi refugio detrás de una lápida en particular: «Jorge Luis Borges, 1899-1986», dice sobre el medallón de piedra donde unos guerreros germánicos, casi tan feos como los policías que nos dispararon recién, enarbolan sus hachas o porras. Bajo el relieve hay unas palabras en alemán antiguo: «y no tuvo miedo de nada», creo que dice.

De pronto, tapándome la nariz con un pañuelo, me viene un ataque de risa. No sabía que se podía llorar y morirse de la risa, al mismo tiempo, pero eso es exactamente lo que me pasa. Puede que sea un efecto especial de los gases suizos, pero sospecho que tiene más que ver con Borges. Con el viejo cazurro y a la vez ingenuo que fue el Borges postrero. El que quiso enterrarse lo más lejos posible del énfasis y las exageraciones de Latinoamérica, y acabó, hoy día, pisoteado y «globalizado» por esta turba de europeos revoltosos. Y por este chileno sentimental y gaseado, que llora y se muere de la risa.





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