Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice


Abajo

La vejez militante: El Duque de Rivas

Enrique Ramírez de Saavedra y Cueto, Duque de Rivas





  —1→  

Sr. D. Juan Valero de Tornos.

Mi muy estimado amigo: Repetidas veces me ha pedido usted mi autobiografía para GENTE VIEJA, contentándose, me dice en su última carta, con que le envíe cuatro cuartillas, acompañadas de mi retrato. Pero es el caso que al volver los ojos a lo pasado, la vaga visión de mejores días suscita en mi espíritu tantos recuerdos, que no me ha sido posible limitarme a tan reducido espacio, habiéndose convertido la breve nota que usted deseaba, en prolijo relato de memorias íntimas, de escaso interés para sus lectores.

Afortunadamente el mal tiene remedio. Si encuentra usted mi relación algo lata, métale la tijera por donde mejor le parezca.

Y dando fin a esta carta con los cumplidos acostumbrados, sin más preámbulo, empiezo como sigue:

El 13 de septiembre de 1828 abrí los ojos a la luz en la por tantos títulos famosa isla de Malta, adonde fue mi padre, no a menesteres de la ínclita Orden, de que era Caballero de justicia, sino como pobre emigrado, buscando un refugio donde vivir tranquilo con su joven esposa, a la cual se había unido en Gibraltar, al empezar la amarga odisea que al fin tuvo término en aquella venerable roca, en que tantos pueblos y generaciones, desde los fenicios hasta los ingleses, inscribieron sus nombres. Después de algunos años, que no fueron perdidos para las letras, de Malta trasladáronse mis padres a París y luego a Tours, donde residieron algún tiempo; y el año 34, abiertas de nuevo para el infortunado proscrito las puertas de la patria, y reintegrado en todos sus derechos y honores, entró en España con su familia, y en ella, yo, que apenas contaba un lustro.

Tras breve estancia en Madrid, pasamos a la insigne Sevilla, que eligieron mis padres para establecerse, por el encanto de su suelo y lo benigno de su clima.

En la metrópoli andaluza recibí educación y enseñanza, no con ayas inglesas y maestros extranjeros, sino popularmente, primero en la escuela de todo el mundo, y después de aprender privadamente latín con un virtuoso eclesiástico, de tanta bondad como sabiduría, en aquella célebre Universidad, donde cursé Filosofía, y seguidamente Derecho Civil y Canónico.

En los nueve años que fui alumno de aquel Centro docente, dos hombres notables, aunque de índole distinta, influyeron no poco en mi espíritu; era el uno el catedrático de aquel claustro, D. José María Álava, persona de gran ilustración, que dejando a un lado rutinas escolásticas, y conocedor profundo de las obras de Savigny y de Ortolán, empezó a enseñar el Derecho Romano por el sistema histórico de aquellos maestros; fue el otro, el famoso D. Nicolás María Rivero, con el cual contraje estrecha amistad. No pertenecía al claustro universitario, pero profesaba en cátedra privada la Filosofía del Derecho, si bien dejándose llevar, un poco de los aires krausistas que, por aquellos días, predominaban en la esfera del pensamiento.

Retrato

Al par de los estudios jurídicos, cultivaba las bellas letras, a las que siempre tuve particular afición. Mis condiscípulos habían fundado dos periódicos literarios: La Giralda y El Vergel, que, naturalmente, andaban a la greña: Yo tomé partido por La Giralda, donde hice mis primeras armas, publicando versos y prosas.

Aprobado de sexto año de Derecho en aquella Universidad, me trasladé a Italia, a pasar las vacaciones al lado de mi padre, que ejercía el cargo de Embajador cerca del Rey de las Dos Sicilias; pero contento y feliz en aquella admirable tierra, y en amistosas relaciones con la distinguida sociedad que mi padre frecuentaba, me olvidé de la Instituta, del Fuero juzgo y las Partidas, de Montalván y de Ahrens; y sin pensar más en la Reina   —2→   del Betis, me dejé fácilmente cautivar por los hechizos de la risueña Parthénope.

Las dichas duran poco. Llegó el año 50, y con motivo del inesperado casamiento de Montemolín con una hermana de Fernando II de Nápoles, mi padre dejó la embajada para no volver más a ella, y con él regresé a España.

Me acordé entonces de mi olvidada carrera, y en Madrid, donde mi familia fijó definitivamente su residencia, acudí a matricularme en la Universidad Central, y teniendo por condiscípulos a D. Manuel Silvela, Vega de Armijo, Tejada de Valdosera, Casa Valencia y otros no menos conspicuos, cursé el año que me faltaba para graduarme de Licenciado. Y recuerdo que para la ceremonia de la investidura, en que nos juntamos varios y yo di las gracias en nombre de todos, tuve que pedir prestada la toga a un amigo, siendo aquélla la primera vez y la última que orné mi persona con la noble vestidura de la cátedra y el foro.

Se hallaban por entonces en boga las veladas literarias, y celebrábanlas en sus domicilios el Marqués de Molins, mi padre, y en alguna ocasión, el académico D. Manuel Cañete. Las más frecuentes y seguidas fueron, sin duda, las del Marqués.

En esas cultas reuniones, con nuestros famosos escritores y artistas, veíase alguna vez a literatos extranjeros de nota. En las de mi padre conocí y traté al preclaro autor de La Crónica de Carlos IX y de Colomba, profundo conocedor de nuestra lengua, que hablaba correctamente. Y cuando de antemano se sabía que Bretón, Hartzenbusch, Ayala u otro de nuestros eximios poetas iba a leer alguna de sus composiciones, acudían a las veladas, dándoles singular encanto, bellas y elegantes damas.

Aunque yo no pudiese hombrearme con los príncipes de nuestro Parnaso, leí con aplauso en aquellas reuniones algunas de mis poesías. El Árbol, Humo y Ceniza, El Beso, El Zapato, El Canto en la Ría y otras, alcanzaron un éxito que yo no podía esperar. Sería en mí falsa modestia negar que me dieron algún crédito. Otras he escrito después, a mi juicio muy superiores, que pasaron, como ahora se dice, desapercibidas.

En las tertulias literarias del Marqués se emprendieron algunos trabajos tan amenos como interesantes. Fraguose en ellas, para conmemorar las glorias de nuestro ejército en el Mogreb, el Romancero de la Guerra de África, al cual tuve el gusto de colaborar. En ellas formose igualmente el libro de Las cuatro Navidades y se compuso El Belén, algo así como un gran periódico, tirado en el Portal donde nació el Divino Redentor.

Para la confección del curioso impreso se discutieron y ordenaron las materias que debía contener, las secciones en que se había de dividir, y se sortearon los asuntos, debiendo cada cual conformarse con el que buenamente le cayera. A mí me tocó -júzguese de mi estupor- el Boletín de la Bolsa. Me resigné; y escribí sobre el tema unas cien redondillas, que fueron del gusto de los señores.

Algo antes de esta época -cursaba yo el séptimo año de leyes- un poeta venezolano, no exento de mérito, que vino a Madrid de Agregado diplomático en una misión extraordinaria de aquella República, y luego -cosas de España- volvió a su nación de Ministro de la nuestra, D. Heriberto García de Quevedo, que frecuentaba la casa de mis padres y había intimado conmigo, propúsome un día que escribiésemos juntos un drama. Acogí el pensamiento, y me comprometí a buscar o inventar una fábula, y aun a planear el conjunto, dividiéndolo en actos y escenas. Así lo verifiqué en pocos días, y en una entrevista le presenté, en líneas generales, el proyecto dramático; tal como me había ocurrido. No le pareció mal, y con la experiencia que creía tener, por haber llevado algunas obras al teatro, quiso ser él quien se encargase de la exposición y el desenlace, y que yo escribiese los actos de enmedio, a saber: el segundo y el tercero. Era principio de verano: yo tenía que irme a Aguas Buenas, y él, no recuerdo adónde. Convinimos en que cada uno escribiese lo suyo en el sitio en que veranease; y luego, al reunir nos en el otoño, revisaríamos la obra y le daríamos la última mano.

Así lo efectuamos: y leído el drama a tres o cuatro amigos, entre los cuales se hallaba D. Joaquín Arjona, que lo oyeron con interés y lo estimaron con elogio. Contrastes -que éste era su título-, fue lanzado al teatro de la calle de La Magdalena, donde actuaba a la sazón una compañía de primer orden, dirigida por el citado Arjona y Teodora Lamadrid.

El éxito no fue malo, y el drama se dio bastantes días seguidos; pero por el estreno no se pudo juzgar del efecto de la obra. Los palcos estaban ocupados por familias amigas, y yo cometí la indiscreción de llevar a las butacas buen golpe de compañeros de la Universidad, los cuales aplaudían sin ton ni son lo que creían mío, de donde resultó la representación agitada y confusa, y el éxito poco claro. Pero pasada la nube, y vuelta la normalidad al teatro, Contrastes fue bien recibido, sosteniéndose en el cartel más de una semana y cosechando los actores sinceros aplausos.

Largo tiempo después, el Sr. Quevedo incluyó el drama en sus obras completas, publicadas en París, indicando, naturalmente, que estaba compuesto con mi colaboración.

El año 57, me eligió Concejal el pueblo de Madrid, y nombrado por el Gobierno Teniente de Alcalde, cargo al cual iba entonces anejo el de juez de Paz, fueme asignado el populoso distrito de la Inclusa para que en él ejerciese mi autoridad.

Al mismo tiempo, el Municipio me encomendó la Comisaría de empedrados, que me dio bastante que hacer, y no pocas molestias el haber querido llevar luz y orden a tan importante servicio.

Pero de todos los deberes que me impuso la Tenencia de Alcaldía, ninguno para mí más desagradable que la presidencia, que nos tocaba por turno a los Tenientes cuando no la asumía el mismo Alcalde, de las corridas de toros.

Aunque andaluz, por familia y por todo, menos el nacimiento, la fiesta más nacional no excitó nunca mi entusiasmo, habiéndome parecido siempre un rezago de la dominación sarracena y una de las causas de la incultura española.

No siendo yo, pues, muy entendido en tauromaquia, la primera vez que me tocó el honor de presidir la plaza, traté de rodearme de personas competentes y expertas en tales funciones. No me valió tanta cautela y previsión. Estaba escrito que mi estreno en la presidencia de las corridas, quedase como curiosa efeméride de escándalos taurinos. Uno de los bichos, aunque bravo, era flojo de carnes, y por mala ventura un picador, al darle un puyazo, no pudo retirar la garrocha, que quedó terciada sobre el morrillo del toro. Todas las destrezas y habilidades de los chicos fueron inútiles para sacarla; y la fiera, en tanto, más excitada, seguía arremetiendo contra todo lo que veía por delante.

Notando tales bríos el picador de turno la citó de cerca y le puso otra vara; pero con la mala suerte del primero, se la dejó también atravesada, quedando las dos picas unidas en cruz, como las aspas de un molino. Aquí fue Troya. El pueblo soberano gritaba: «Al corral, al corral»; y mis consejeros me decían: «No haga usted tal cosa: el toro da juego, y por complacer a los que alborotan, no va usted a desacreditar la ganadería». Me atuve a consejo, pero (empleando el estilo de los profesionales), se armó una bronca monumental. Fui silbado, escarnecido. Todo lo que el pueblo halló a mano lo arrojó a la arena. Por fin, en una sacudida de la res, las picas salieron solas; y un diestro, haciendo cesar el martirio del   —3→   pobre animal, lo acabó con un pinchazo de cualquier modo. Al terminar la corrida y volver a mi casa, impresionado con lo ocurrido, me fui meditando en la índole moral y educativa de la fiesta más nacional.

Al par que mis convecinos me honraban con la concejalía, el distrito de Hinojosa (provincia de Córdoba), donde mi Casa poseía considerable propiedad, me envió al congreso con su representación. Lleno de entusiasmo juvenil y deseoso de ser útil y ganar crédito, tomé parte activa en los trabajos legislativos de aquellas Cortes. Hice mis primeras armas -ya ha llovido desde entonces- defendiendo, desde el banco de la Comisión, el proyecto de ley sobre el ensanche de la Puerta del Sol. Luego, cuando el Ministerio Narváez presentó su reforma constitucional, referente a la organización del Senado, cumplí con el deber de defenderla, contestando al célebre Diputado Sr. Sánchez Silva. Por cierto, que mi antiguo profesor D. Nicolás María Rivero, que presenciaba la sesión desde la tribuna de ex diputados, decía a un su amigo, que lo era también mío, mientras yo hablaba: «Nada de lo que está diciendo le enseñé yo a mi discípulo Enrique Saavedra». Y era verdad; en doctrina democrática, me quedé siempre muy atrás del sabio maestro.

Durante aquella legislatura nació el noble Príncipe, y luego malogrado Rey, D. Alfonso XII; y acordando la Cámara elevar un mensaje de felicitación a la Reina, como Secretario de la Comisión nombrada al efecto, tuve el singular placer de redactarlo y la satisfacción de que, tal cual me lo había inspirado mi fervor monárquico, se aprobase unánimemente por el Congreso. Recuerdos de la vejez.

Sin contar a D. Amadeo de Saboya, a quien respeté como Príncipe y compadecí como Rey, he acatado en el solio español a tres generaciones de nuestra excelsa dinastía.

Después de vicisitudes varias, el año 63 me abrió sus puertas la Real Academia Española. Aunque fui votado por unanimidad, creo que los dignos miembros del primer Cuerpo literario de la Nación quisieron, eligiéndome, más que mis propios méritos, galardonar en mí los de mi amado padre.

Mi discurso de entrada giró sobre el carácter vario y social de la Poesía, moldeándose a las diferentes épocas en que se produce. Me contestó el Marqués de Molins, y al acto asistió numerosa concurrencia, atraída, acaso, por la curiosidad de ver al anciano Director del Cuerpo imponiendo la medalla académica a su propio hijo.

El año 64 contraje matrimonio en París, y por motivos que no interesan al lector, me quedé residiendo en aquella admirable capital de tanto atractivo para todos los gustos, y muy particularmente para los aficionados, a letras y artes.

En aquellos agradables ocios escribí varias narraciones en prosa y verso, que publiqué más tarde. En junio de 1865, al recibir por el telégrafo la infausta noticia de la gravedad que, de pronto, había tomado la enfermedad crónica de que adolecía mi padre, sin perder momento, me puse en camino; pero tuve el dolor de llegar cuando ya había expirado.

En Madrid me detuve poco, y, lleno de amargura, volví a París, donde provisoriamente me hallaba establecido.

Pasaron algunos meses, y llevando aún luto por el fallecimiento de mi buen padre, de quien había heredado títulos y fortuna, me fue ofrecida, por el Ministerio Narváez, que había sucedido en el poder al del General O'Donnell, la Legación de España en Italia, que acepté. Torné a Madrid para dar las gracias a S. M. y recibir instrucciones, y sin detenerme más de lo preciso, partí para Florencia, donde se hallaba a la sazón la corte italiana.

El Príncipe de Carignan era Regente, en ausencia del Rey, y a S. A., con la solemnidad acostumbrada, tuve el honor de presentar mis credenciales.

No era corto el trabajo de la Legación en aquellos días, y no poco me dieron que hacer los revolucionarios españoles que, como a terreno abonado, acudían a aquel país buscando calor y ayuda para destronar a los Borbones de España, como ya lo habían sido los de Italia. El influjo de nuestros patriotas fácilmente se notaba en las invectivas y procaces insultos, a la Reina Isabel y al Gobierno español, de ciertos periódicos.

No sé si la gente a que me refiero alcanzaría lo que buscaba en ciertas esferas; pero debo declarar que mis quejas y reclamaciones al Sr. Vizconti Venosta, político serio y dignísimo Ministro de Negocios Extranjeros, fueron debidamente atendidas, y los excesos a que aludo, dentro de la ley, severamente reprimidos.

Más de dos años moré en aquella corte, benévolamente acogido por el Rey y hallando en su Gobierno toda especie de facilidades para cumplir mi misión, hasta que llegaron los tristes sucesos de 1868, y al tener noticia de que S. M. la Reina había pasado la frontera, me apresuré a dejar la Legación en manos del Secretario y me trasladé a París al lado de la Familia Real proscrita.

No voy a historiar aquel triste período de nuestras disensiones políticas. En París me uní a otros españoles igualmente fieles a la dinastía; y en constante comunicación con el insigne Cánovas del Castillo, en mis modestos medios, cooperé con ardor a la restauración del Trono legítimo; la cual, sea dicho de paso, no vino por intrigas y manejos de una facción más o menos numerosa, ni porque la tomaran por su cuenta y la pusieran de moda las damas españolas, como han referido algunos espíritus novelescos, sino porque la nación entera estaba harta, y no sin razón, de aquella saturnal política, que se llamó república. Antes del grito de Sagunto, la restauración, moralmente estaba hecha.

Aclamado el Rey en toda España, S. M., que me distinguía con particular, benevolencia, invitome a que lo acompañase en su viaje triunfal a la madre Patria, y con él tuve la honra de embarcarme en las Navas de Tolosa y la de entrar en la capital de su reino.

Verificada la restauración, se me ofrecieron altos puestos. Nunca tuve afición a los empleos, y nada quise aceptar. Si la conducta por mí observada merecía recompensa, ¿qué mayor premio que la satisfacción de ver en el Trono a un Príncipe joven de tan altas cualidades y tan grandes esperanzas? Únicamente admití, porque era cosa personal del Rey, la misión puramente honorífica de representarle en Londres, en los funerales del malogrado Príncipe imperial, muerto por los zulús en el Sur de África.

Miembro de la alta Cámara, por la provincia de Madrid, en las primeras Cortes de la restauración, fui nombrado después Senador vitalicio por la Corona, con arreglo a la nueva Constitución del 76.

Aunque no deserto de mi bandera, y raras veces falta mi nombre en las votaciones importantes del Senado, mis años, mi salud escasa y cierto pesimismo que ensombrece mi espíritu, me han ido apartando de la política, no así del cultivo de las letras, que fueron siempre mi recreo favorito.

Apreciando, sin duda, esas aficiones mías, la Reina Regente tuvo a bien designarme para que, en su augusto nombre, coronase al egregio Zorrilla, en la gran solemnidad que en honor del vate preparaba la insigne Granada.

Era la estación de las flores del año de 1889, y en el extenso patio de Carlos V, en la poética Alhambra, decorado fantásticamente, sobre lujoso estrado en el que había dispuestos un rico sitial bajo dosel y varios sillones, ante inmenso concurso se verificó la espléndida ceremonia.

Por la alta representación de que me hallaba investido, ocupé el sitial, el poeta un sillón contiguo, y otro el Conde de Las Infantas. Las autoridades, y con ellas el   —4→   elocuente Catedrático Sr. López Muñoz, tomaron igualmente asiento en el estrado.

El Conde se levantó el primero, y como Presidente de la Sociedad Económica, iniciadora de aquel grandioso homenaje al cantor de las glorias granadinas, pronunció un oportuno discurso alusivo al acto, y al terminarlo me entregó la corona de laurel de oro, labrada con el purísimo que arrastran las arenas del Genil y del Darro. Con ella en las manos, dirigí al poeta una breve arenga, lo invité a que se acercase a mí, y en nombre de S. M. la Reina Regente, puse la corona sobre su noble cabeza. El laureado vate la separó de sí modestamente, y dejándola sobre un rico taburete que tenía al lado, leyó a seguida inspirados versos que el público aplaudió con entusiasmo. El Sr. López Mulioz puso digno remate a la fiesta con una brillante oración, por la que fue muy felicitado.

A poco de mi regreso a Madrid, tomó posesión de su plaza de número en la Academia de la Lengua el ingenioso y elegante escritor D. José Castro y Serrano. Versó su notable discurso sobre el chiste en las letras, y me cupo la honra de contestarle en nombre de la docta Corporación. Hubo para él muchas palmadas, y aun sobraron algunas para mí.

En mi ya larga vida, no ha sido, a la verdad, muy copiosa la producción literaria, no habiendo jamás movido mi pluma el incentivo del lucro, y pronto desvanecidos en mi alma el entusiasmo y el afán de gloria. Las letras han sido para mí grato recreo, más que misión u oficio. Esto no obstante, algunos volúmenes de versos y prosa he dado a la estampa, sin contar poesías, y no pocos artículos políticos y literarios, perdidos en antiguas revistas y periódicos, y de los cuales ni yo, ni nadie se acuerda.

El año 77, cediendo al ruego de deudos y amigos, reuní en un volumen, con el título de Sentir y soñar, las principales poesías de mi juventud, poesías a que debí en mejores tiempos mi pequeña fama de poeta. D. Juan Valera, Cañete, Amós Escalante y otros, encomiaron el tomo más de lo que merecía, y el público fue poco a poco agotando los dos mil ejemplares de que se componía la edición. Otro tomo de versos míos, en que se hallan algunos poemas no contenidos en el anterior, es el que titulado simplemente Poesías, lleva el núm. 73 en la Colección de Escritores Castellanos. Más adelante, el año 79, publiqué en un temo en cuarto dos narraciones novelescas, una de carácter histórico; La leyenda de Hixem II, y otra contemporánea, El Capitán Morgan. Con el título de Cuadros de la fantasía y de la vida real, di al ilustrado editor barcelonés D. Juan Gili para su elegante Biblioteca Etzevir, donde vieron la luz, en tres volúmenes, varias narraciones en prosa y verso, escritas en diferentes épocas. Entre ellas, El Sueño de la vida, especie de poema en prosa, que dediqué al insigne maestro D. Juan Valera, y Juramentos de amor, en verso, con que pagué al famoso autor de las Doloras, la que, con el título de El Café, tuvo la bondad de dedicarme. Por último, de fecha reciente son el libro de Discursos y Cartas literarias, el tomo de los Nuevos Cuadros, que ya usted conoce y el de Fantasía y Realidad, que con estas cuartillas le envío.

Otros trabajos me quedan en cartera; pero ¿a quién pueden importar, si a mí no me importan?

Para completar esa especie de examen de conciencia que se llama autobiografía, debo declarar que, en artes y letras, soy como lo es naturalmente el hombre, y no puede menos de ser: espiritualista y realista al mismo tiempo; que mis obras, buenas a malas, son mías; que nunca me desvelé por parecer profundo y trascendente, ni me preocupé con Ibsen, ni traté de imitar a Tolstoy, ni a Maeterlinck, ni a Hauptmann ni a otros de los que tanto privan entre nuestros noveladores y dramaturgos.

En religión soy creyente católico. En política, conservador, y mi lema: «Todo para los más por medio de los menos». No son las multitudes veleidosas y ciegas, sino contados hombres de genio, los que han empujado a la humanidad por los derroteros de la civilización y del progreso.





Indice