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ArribaAbajoCapítulo V

Primera dificultad. Los milenarios. Disertación.


59. Yo no puedo negar, ni me avergüenzo de confesarlo, que en otros tiempos fue ésta una nube tan densa, y tan pavorosa para mi pequeñez, que muchas veces me hizo dejar por un tiempo el estudio de la Escritura Santa, y algunas veces resolví dejarlo del todo. Como en la lección de los intérpretes, en especial sobre los Profetas y los Salmos, encontraba frecuentemente en tono decisivo éstas o semejantes expresiones: este lugar no se puede entender según la letra, porque fue el error de los Milenarios: ésta fue la herejía de Cerinto, ésta la fábula de los Rabinos, etc.: pensaba yo buenamente que este punto estaba decidido, y que todo cuanto tuviese alguna relación, grande o pepueña, con Milenarios, fuesen éstos o no lo fuesen, debía mirarse como un peligro cierto de error o de herejía.

60. Con este miedo y pavor anduve muchos años casi sin atreverme a abrir la Biblia, a la que por una parte miraba con respeto e inclinación; y por otra parte me veía tentado fuertemente a mirarla como un libro inútil, e insulso, y demás de esto peligroso, que era lo peor. ¡Ah qué trabajos y angustias tuve que sufrir en estos tiempos! El Dios y padre de nuestro señor Jesucristo... me atrevo a decir con San Pablo, sabe que no miento89. Éste sí que era el verdadero error y el verdadero peligro, pensar que Dios mismo, cuyas palabras tienen por principio la verdad, y cuya naturaleza es la bondad90, podía alguna vez esconder el veneno dentro del pan que daba a sus hijos: y que buscando   —40→   éstos con simplicidad el pan o sustento del alma, que es la verdad, buscando esta verdad en su propia fuente que es la Divina Escritura, podían hallar en lugar de pan una piedra, en lugar de pez una serpiente, y en lugar de huevo un escorpión91.

61. Esta reflexión, que algunas veces se me ofrecía con gran viveza, me hizo al fin cobrar un poco de ánimo, y aunque no del todo asegurado, comencé un día a pensar que en todo caso sería menos mal culpar al hombre, que culpar a Dios; pues como dice San Pablo: Dios es verdad, y todo hombre falaz, correo está escrito92. Con esto se empezó a renovar en mí cierta sospecha, que siempre había desechado, como poco fundada, mas que por entonces me pareció justa. Ésta era que los intérpretes de las Escrituras, lo mismo digo a proporción de los teólogos y demás escritores eclesiásticos, teniendo la mente repartida en una infinidad de cosas diferentes, no podían tratarlas todas y cada una, con aquella madurez y formalidad que tal vez pide alguna de ellas. Por consiguiente podía muy bien suceder, que en el grave y vastísimo asunto de Milenarios no fuese error ni fábula todo lo que se honra con este nombre, sino que estuviesen mezcladas muchas verdades de suma importancia con errores claros y groseros. Y en este caso, sería más conforme a razón separar la verdad de la mentira, y lo precioso de lo vil, que confundirlo todo en una misma pasta, y arrojarla fuera, y echarla a los perros93, por miedo del error.

62. Con este pensamiento empecé desde luego a estudiar seriamente este punto particular, registrando para esto con toda la atención y reflexión de que soy capaz, cuantos autores antiguos y modernos me han sido accesibles, y en que he pensado hallar alguna luz; mas confrontándolos siempre con la Escritura misma, como creo debemos hacerlo,   —41→   esto es, con los Profetas, con los Salmos, con los Evangelios, con San Pablo, y con el Apocalipsis. Después de todas las diligencias que me ha sido posible practicar, yo os aseguro, amigo, que hasta, ahora no he podido hallar otra cosa cierta, sino una grande admiración, y junto con ella un verdadero desengaño.

63. Para que podamos proceder con algún orden y claridad en un asunto tan grave, y al mismo tiempo tan delicado, vamos por partes. Tres puntos principales tenemos que observar aquí; y esta observación la debemos hacer can tanta exactitud y prolijidad, que quedemos perfectamente enterados en el conocimiento de esta causa; y por consiguiente en estado de dar una sentencia justa. Lo primero pues, debemos examinar si la Iglesia ha decidido algo, o ha hablado alguna palabra sobre el asunto. Este conocimiento nos es necesario, antes de todo, para poder pasar adelante, pues la más mínima duda que sobre esto quedase, era un impedimento gravísimo, que nos debía detener el paso. Lo segundo, debemos conocer perfectamente las diferentes clases que ha habido de Milenarios; lo que sobre todos ellos dicen los doctores; su modo de pensar en impugnarlos; y las razones en que se fundan para condenarlos a todos. Lo tercero en fin, debemos proponer fielmente lo que nos dicen los mismos doctores, y el modo con que procuran desembarazarse de aquella grande y terrible dificultad, que fue la que dio ocasión, como también dicen, al error de los Milenarios: esto es, la explicación que dan, o pretenden dar al capítulo veinte del Apocalipsis. Al examen de estos tres puntos se reduce esta disertación.

64. Pero antes de llegar a lo más inmediato, permitidme, amigo, que os pregunte una cosa, que ciertamente ignoro: es a saber: ¿si entre tantos doctores antiguos y modernos, que han escrito contra los Milenarios, tenéis noticia de alguno que haya tratado este punto plenamente y a fondo? Verosímilmente me citaréis entre los antiguos, a San Dionisio Alejandrino, a San Epifanio, a San Jerónimo, a San Agustín; y entre los modernos a Suárez, Belarmino, Cano,   —42→   Natal Alejandro, Goti, etc. Mas esto sería no reparar, ni hacer mucho caso de aquellas palabras de que uso: plenamente y a fondo, por las cuales nada menos entiendo, que una discusión formal y rigurosa de todo el punto, y de todo cuanto el punto comprende, es decir, no solamente de las circunstancias puramente accidentales, que con el tiempo se han ido agregando a este punto, y que tanto lo han desfigurado; sino de la sustancia de él mismo, sin otras relaciones, haciéndose cargo, digo, de todo lo que hay sobre esto en las Escrituras; explicando estos lugares verdaderamente innumerables de un modo propio, natural y perceptible; y satisfaciendo del mismo modo a las dificultades.

65. Solo esto, me parece, que puede llamarse con propiedad, tratar un punto como éste, plenamente y a fondo, y de este modo digo, que ignoro, si lo ha tratado alguno. De otro modo diverso, sé que lo han tratado muchos, no solo los que acabáis de citarme, sino otros innumerables doctores de todas clases. Lo tratan, o por mejor decir, lo tocan varias veces los expositores, lo tocan muchísimos teólogos, los más, de paso, algunos pocos con alguna difusión, lo tocan los que han escrito sobre las herejías, y en fin todos los historiadores eclesiásticos. Con todo esto, me atrevo a decir, que ninguno plenamente y a fondo, según el sentido propio de estas palabras. Todos o casi todos convienen en que es una fábula, un delirio, un sueño, un error formal; y esto no solo en cuanto a los accidentes, o relaciones y circunstancias accidentales (que en esto convengo yo), sino también en cuanto a la sustancia. Mas ninguno nos dice con distinción y claridad, en qué consiste este error, ninguno nos muestra, como debían hacerlo, alguna verdad clara, cierta y segura, que se oponga y contradiga a la sustancia del reino milenario. Mas de esto hablaremos de propósito, después que hayamos concluido el primer punto de nuestra controversia.

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Artículo I

Examen del primer punto

66. ¿La Iglesia ha decidido ya este punto? ¿Ha condenado a los Milenarios? ¿Ha hablado sobre este asunto alguna palabra? Esta noticia, que no hallamos en autores graven y de primera clase, por ejemplo, en los citados poco ha, la hallamos no obstante en otros de clase inferior, los cuales por el mismo caso que son de clase inferior, ya por su precio intrínseco, ya por su poco volumen, andan en manos de todos, y pueden ocasionar un verdadero escándalo. Entre estos autores, unos citan un concilio y otros otro. Los más nos remitan al concilio romano, celebrado en tiempo de San Dámaso. Empecemos aquí.

67. San Dámaso celebró en Roma, no uno solo, sino cuatro concilios. ¿En cuál de ellos se decidió el punto de que hablamos? Las actas de estos concilios, en especial de los tres primeros, las tenemos hasta ahora, y se pueden ver en Labbé, en Dumesnil, en Fleuri, etc. El primer concilio de San Dámaso fue el año de 370, y en él se condenó a Ursacio, y a Valente, ostinados y peligrosísimos Arrianos. El segundo fue el año de 372, y en él fue depuesto Auxencio de Milán, antecesor de San Ambrosio, y se decidió le consustancialidad del Espíritu Santo. El tercero fue el año de 375, y en él se condenó a Apolinar y Timoteo, su discípulo, no por Milenarios, que de esto no se habla una sola palabra, sino porque enseñaban, que Jesucristo no había tenido entendimiento humano, o alma racional humana; sino que la divinidad había suplido la falta del alma. Ítem: porque enseñaban, que el cuerpo de Cristo era del cielo; y por consiguiente de naturaleza diversa de la nuestra, que después de la resurrección este cuerpo se había disipado, quedando Jesucristo hombre en apariencia, no en realidad. El cuarto concilio fue el año de 382, de cuyas actas no consta absolutamente, como dice Dumesnil, y lo mismo Fleuri.   —44→   Parece que el asunto principal de este concilio fue decidir quién era el verdadero obispo de Antioquía, si Flaviano o Paulino, y así se ve que el Concilio dirigió su letra sinodal a Paulino, a cuya defensa, parece verosímil que viniese a Roma San Jerónimo, que era presbítero suyo, como ciertamente vino con San Epifanio, y se hospedaron ambos en casa de Santa Paula.

68. Supuestas estas noticias que se hallan en la historia eclesiástica, preguntad ahora a aquellos autores de que empezamos a hablar, ¿de dónde sacaron que en el concilio romano de San Dámaso se decidió el punto general de los Milenarios? Y veréis como no os responden otra cosa, sino que así lo hallaron en otros autores, y éstos en otros, los cuales tal vez lo sacaron finalmente de los anales del cardenal Baronio hacia el año 375. Mas este sabio cardenal, ¿de dónde lo sacó? Si lo sacó de algún archivo fidedigno, ¿por qué no lo dice claramente? ¿Por qué no lo asegura de cierto, sino solo como quien sospecha o supone que así sería? Este modo de hablar es cuando menos muy sospechoso.

69. La verdad es que la noticia es evidentemente falsa por todos sus aspectos. Lo primero porque no hay instrumento alguno que la compruebe; y una cosa de hecho, y de tanta gravedad, no puede fundarse de modo alguno sobre una sospecha arbitraria, o sobre un puede ser. Lo segundo, porque tenemos un fundamento positivo, y en el asunto presente de sumo peso para afirmar todo lo contrario; esto es, que San Jerónimo, anti-milenario, que muchos años después de San Dámaso escribió sus comentarios sobre Isaías y Jeremías, y como afirma el erudito Muratori en su libro del Paraíso, no pudieron ser menos de veinte, dice expresamente en el prólogo del libro 18 de Isaías, que en este tiempo, esto es, a los principios del siglo quinto, una gran muchedumbre de doctores católicos seguía el partido de los Milenarios: (y hablando de Apolinar, hereje y Milenario, cuyos errores pertenecientes a la persona de Jesucristo, acabamos de ver condenados en   —45→   el tercer concilio de San Dámaso año de 375) dice: a quien no solo los de su secta, sino también un considerabilísimo número de los nuestros sigue solamente en esta parte94. Y sobre el capítulo 19 de Jeremías, hablando de estas mismas cosas, dice: opinión que aunque no sigamos, con todo no podemos reprobar, porque muchos varones eclesiásticos y mártires la llevan, y cada uno abunde, en su sentido, y todas estas cosas reservamos al juicio del Señor95. Pensáis que San Jerónimo después de una condenación expresa de la Iglesia, que acababa de suceder, ¿era capaz de hablar con esta cortesía e indiferencia, de aquella gran muchedumbre, y considerabilísimo número de doctores católicos, de los nuestros, que no se habían sujetado a sus decisiones? Esta reflexión es del mismo Muratori, y no es pequeña prueba en contrario, pues es confesión de parte.

70. Otros autores tal vez advirtiendo lo que acabamos de notar, recurren con la misma oscuridad al concilio florentino, celebrado en tiempo de Eugenio IV, año 1439. Mas en este concilio no se halla otra cosa, sino que en él se definió, como punto de fe, que las almas de los justos que salen de este mundo sin reato de culpa, o que se han purificado en el purgatorio, van derechas al cielo, a gozar de la visión de Dios, y son verdaderamente felices antes de la resurrección. La opinión contraria a esta verdad había sido de muchos doctores católicos, y de muchos de los antiguos padres, que se pueden ver en Sisto Senense, y en el Muratori96. Ahora entre los autores de esta sentencia errónea había habido algunos Milenarios, y ésta puede ser la razón porque nos remiten al concilio florentino; como si el ser Milenario fuese inseparable de aquel error. ¿Qué   —46→   conexión tiene lo uno con lo otro? El concilio lateranense IV es otro de los citados; y no falta quien se atreva a citar también al tridentino, y todo ello sin decir en qué sesión, ni en qué canon, ni cosa alguna determinada. ¿Por qué os parece será esta omisión? Si la Iglesia en algún concilio hubiese hablado alguna palabra en el asunto, ¿dejarían de copiarla con toda puntualidad? Y en este caso, ¿lo ignorarán aquellos autores graves y eruditos que han escrito contra los Milenarios? Y no ignorándolo, ¿pudieran disimularlo? Ésta sola reflexión nos basta, y sobra para quedar enteramente persuadidos de la falsedad de la noticia menos injuriosa, respecto de los Milenarios que respecto de la Iglesia misma. ¡Oh cuán lejos está el Espíritu Santo, que habla por boca de la Iglesia, de condenar al mismo Espíritu santo, que habló por sus Profetas!97 Los autores particulares podrán muy bien unirse entre sí, y fulminar anatemas contra alguna cosa clara, y expresa en las Escrituras, que no se acomode con sus ideas; mas la Iglesia, congregada en el Espíritu santo, no hará tal, ni lo ha hecho jamás, ni es posible que lo haga, porque no es posible que el Espíritu Santo deje de asistirla.

71. Nos queda todavía otro concilio que examinar, el cual según pretenden, condenó expresamente el reino milenario; no solo en cuanto a los accidentes, sino también en cuanto a la sustancia, por consiguiente a todos los Milenarios sin distinción. Éste es el primero de Constantinopla, y segundo ecuménico en el que se añadieron estas palabras al símbolo Niceno: cuyo reino no tendrá fin98. Lo que supuesto, argumentan así: la Iglesia ha definido que cuando el Señor venga del cielo a juzgar a los vivos y a los muertos, su reino no tendrá fin: y segunda vez vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos: cuyo reino no tendrá fin99. Es así que los Milenarios le ponen fin, pues   —47→   dicen que durará mil años, sea este un tiempo determinado o indeterminado; luego la Iglesia ha definido, que es falsa y errónea la opinión de los Milenarios, y por consiguiente su reino milenario.

72. Sin recurrir al concilio de Constantinopla, que no habla palabra de los Milenarios, y que solo añadió aquellas palabras, a fin de aclarar más una verdad, que no estaba expresa en el símbolo Niceno, pudieran formar el mismo argumento con solo abrir la Biblia Sagrada: pues ésta es una de aquellas verdades de que da testimonio claro, así el Nuevo como el Antiguo Testamento; y que no ha ignorado el más rudo de los Milenarios. Mas los que proponen este argumento en tono tan decisivo, con esto solo dan a entender, que han mirado este punto muy de prisa, y por la superficie solamente. Si algún Milenario hubiese dicho que concluidos los mil años se acabaría con ellos el reino del Mesías, en este caso el argumento sería terrible e indisoluble; mas si ninguno lo ha dicho ni soñado, ¿a quién convencerá? Se convencerá a sí mismo, a lo menos de importuno, como quien da golpes al aire100. No obstante, para quitar al argumento toda su apariencia, y el equívoco en que se funda, se responde en breve, que el reino del Mesías, considerado en sí mismo, sin otra relación extrínseca, no puede tener fin; es tan eterno como el rey mismo, mas considerado solamente como reino milenario, es decir como reino sobre los vivos y viadores, que todavía no han pasado por la muerte, en este solo aspecto es preciso que tenga fin. ¿Por qué? Porque esos vivos y viadores sobre quienes ha de reinar, y a quienes como rey ha de juzgar, han de morir todos alguna vez, sin quedar uno solo que no haya pasado por la muerte. Llegado el caso de que todos mueran, como infaliblemente debe llegar, es claro que ya no podrá haber reino sobre los vivos y viadores, porque ya no los hay: luego el reino en este aspecto solo tuvo fin, mas no por eso se podrá decir que el reino tuvo fin y se acabó; pues siguiéndose inmediatamente la resurrección   —48→   universal, el reino deberá seguir sobre todos los muertos ya resucitados, y esto eternamente y sin fin. Esto es en sustancia lo que dijeron los Milenarios, y lo que dicen las Escrituras, como iremos observando. Si alguno, o los más de estos se propasaron en los accidentes, si, añadieron algunas circunstancias, que no constan en la Escritura, o que de algún modo se le oponen, yo soy el primero en reprobar esta conducta. Más para dar una sentencia justa, para saber qué cosas han dicho dignas de reprensión, y qué cosas realmente no lo son, es necesario entrar en un examen prolijo de toda esta causa.

Artículo II

Diversas clases de Milenarios, y la conducta de sus impugnadores.

Párrafo I

73. Una cosa me parece muy mal, generalmente hablando, en los que impugnan a los Milenarios: es a saber, que habiendo impugnado a algunos de estos, y convencido de error en las cosas particulares que añadieron de sayo, o ajenas de la Escritura, o claramente contra la Escritura, queden con solo esto como dueños del campo, y pretendan luego, o directa o indirectamente, combatir y destruir enteramente la sustancia del reino milenario, que está tan claro y expreso en la Escritura misma. La pretensión es ciertamente singular. No obstante, se les puede hacer esta pregunta. ¿Estas cosas particulares, que con tanta razón impugnan, y convencen de fábula y error, las dijeron acaso todos los Milenarios? Y aun permitido por un momento que todos las dijesen, ¿son acaso inseparables de la sustancia del reino de que habla la Escritura? Este examen serio y formal, me parece que debía preceder a la impugnación, para poder seguramente arrancar la cizaña sin perjuicio del trigo; mas las impugnaciones   —49→   mismas, aun las más difusas, muestran claramente todo lo contrario.

74. Parece cierto e innegable, que los autores que tratan este punto, confunden demasiado (si no en la proposición, a lo menos en la impugnación) confunden, digo, demasiado los errores de los antiguos herejes, las ideas groseras de los judíos, y las fábulas de los judaizantes, con lo que pensaron y dijeron muchos doctores católicos y píos, entre ellos algunos santos padres de primera clase, y también, lo que es más extraño, con lo que clara y distintamente dicen las Escrituras. Así confundido todo, y reducido por fuerza a una misma causa, es ya facilísima la impugnación; entonces se descarga seguramente la censura sobre todo el conjunto; entonces se alegan textos claros del Evangelio y de San Pablo, que contradicen y condenan expresamente todo aquel conjunto, que aunque compuesto de materias tan diversas, ya no parece sino un solo supuesto; entonces, en fin, se alza la voz, y se toca al arma contra aquellos errores. Pero ¿qué errores? ¿Los que enseñaron los herejes, o algunos de ellos los más ignorantes y carnales? Sí. ¿Los que enseñaron los Rabinos judíos, y después de ellos algunos judaizantes? También. Y si los católicos píos, llamados Milenarios, no enseñaron ni admitieron tales errores, antes los condenaron y abominaron, ¿deberán no obstante quedar comprendidos en el mismo anatema? Y si la Escritura Divina cuando habla del reino del Mesías aquí en la tierra (como ciertamente habla, y con suma frecuencia) no mezcla tales despropósitos: ¿deberá con todo esto violentarse, y sacarse por fuerza de su propio y natural sentido? Dura cosa parece, mas en la práctica así es. Ésta es una cosa de hecho, que no ha menester ni discurso, ni ingenio: basta leer y reparar.

75. En efecto, hallamos notados en las impugnaciones a San Justino y a San Irineo, mártires, padres y columnas del segundo siglo de la Iglesia, como caídos miserablemente, no obstante su doctrina y santidad de vida, en el   —50→   error de los Milenarios. Hallamos a San Papías mártir, obispo de Hierápolis, en Frigia, no solo notado como Milenario, sino como el patriarca y fundador de este error de quien dicen, sin razón alguna, que lo tomaron los otros, y él lo tomó de su maestro San Juan apóstol, a quien conoció, y con quien trató y habló; por haber entendido mal, prosiguen diciendo, o por haber entendido demasiado literalmente101 sus palabras. Hallamos notados a San Victorino Pictaviense mártir, a Severo Sulpicio, Tertuliano, Lactancio, Quinto Julio Hilarión, según refiere Suárez. Y pudiera notar en general a muchos Griegos y Latinos, cuyos escritos no nos quedan, pues como testifica San Jerónimo: ésta opinión muchos varones eclesiásticas y mártires la llevan, a quienes llama en otra parte considerabilísimo número. Y como dice Lactancio102: esto es, hasta los fines del cuarto siglo, la opinión común de los cristianos: ésta doctrina de los santos, de los padres, de los profetas, es a la que seguimos los cristianos.

76. Para saber lo que pensaban estos muchos varones eclesiásticos y mártires sobre el reino del Mesías, no tenemos gran necesidad de leer sus escritos, aunque no dejarán de aprovecharnos, si hubiesen llegado a nuestras manos. Los pocos que nos han quedado, es a saber: de San Justino, San Irineo, Lactando, y un corto pasaje de Tertuliano103; pues el libro sobre la esperanza de los fieles, en que trataba el asunto de propósito, se ha perdido, estos pocos, vuelvo a decir, nos bastan para hacer juicio de los otros, pero si eran católicos y píos, si eran hombres espirituales y no carnales, como debemos suponer, parece suficiente que hablasen en el asunto como hablaron estos cuatro, y que estuviesen tan lejos como ellos de los errores y despropósitos en que los quieren comprender. Ésta es la inadvertencia de tantos autores de todas clases, quienes, sin querer examinar la causa que ya suponen examinada por otros, dan la sentencia general contra todo el   —51→   conjunto, con peligro de envolver a los inocentes con los culpados, y de matar al justo y al impío.

77. San Justino, milenario, impugna con tanta vehemencia los errores de los Milenarios, que no duda decir a los judíos, con quienes habla, que no piensen son cristianos los que creen y enseñan aquellas fábulas, ni ellos los tengan por cristianos, aunque los vean cubiertos con este nombre, que tanto deshonran, pues, fuera de sus malas costumbres, enseñan cosas indignas de Dios, ajenas de la Escritura, que ellos mismos han inventado, y aun opuestas a la misma Escritura, y los trata, con razón, de hombres mundanos y carnales, que solo gustan de las cosas de la carne104. Casi en el mismo tono habla San Irineo: y es fácil ver en todo su libro quinto, contra las herejías, donde toca este punto, cuán lejos estaba de admitir en el reino de Cristo cosa alguna que oliese a carne o sangre; pues todo este libro parece puro espíritu bebido en las epístolas de San Pablo, y en el evangelio. San Victorino, milenario, se explica del mismo modo contra los Milenarios, por estas palabras que trae Sisto Senense: luego no debemos dar oído a los que conformados, con el hereje Cerinto establecen el reino milenario en cosas terrenas105. Pues ¿qué Milenarios son éstos que pelean unos con otros, y sobre qué es este pleito? A esta pregunta, que es muy juiciosa, voy a responder con brevedad.

Párrafo II

78. Tres clases de Milenarios debemos distinguir, dando a cada uno lo que es propio suyo, sin lo cual parece imposible, no digo entender la Escritura Divina, pero ni aun mirarla: porque estas tres clases, juntas y mezcladas entre sí, como se hallan comúnmente en las impugnaciones, forman   —52→   aquel velo denso y oscuro que la tiene cubierta e inaccesible. En la primera clase entran los herejes, y solo ellos deben entrar enteramente, separados de los otros. No digo por esto que deben entrar en esta clase todos los herejes que fueron Milenarios, esto fuera hacer a muchos una grave injuria, y levantarles un falso testimonio; pues nos consta que hablarán en el asunto con la misma decencia que hablaron los católicos más santos, y más espirituales, buen testigo de esto puede ser aquel célebre Apolinar, que respondió en dos volúmenes al libro de San Dionisio Alejandrino contra Nepos, y como confiesa San Jerónimo, fue aprobado y seguido en este punto solo, de una gran muchedumbre de católicos, que por otra parte lo reconocieron por hereje, y detestaban sus errores: a quien (esto es a San Dionisio) responde en dos volúmenes Apolinar, que no solamente sus discípulos, sino otros muchos de los nuestros lo siguen en esta parte106. Es de creer, que los católicos que siguieron a Apolinar como Milenario, no lo siguiesen ciegamente en todas las cosas que decía, pues entre ellas hay algunas falsas y erróneas, como después veremos; sino que lo siguiesen precisamente en la sustancia, sin aquellos errores. Mas sea de esto lo que fuese, ésta es una prueba bien sensible de que ni Apolinar, ni los de su secta eran tan ignorantes y carnales, que se acomodasen bien con las ideas groseras e indecentes de otros herejes más antiguos; de estos, pues, deberemos hablar separadamente.

79. Eusebio y San Epifanio107 nombran a Corinto como al inventor de estas groserías. Como este heresiarca era dado a la gula y a los placeres, ponía en estas cosas toda la bienaventuranza del hombre. Así enseñaba a sus discípulos, dignos sin duda de un tal maestro, que después de la resurrección, antes de subir al cielo, habría mil años de   —53→   descanso, en los cuales se daría a los que lo hubiesen merecido aquel ciento por uno del Evangelio. En este tiempo, pues, tendrían todos licencia sin límite alguno, para todas las cosas pertenecientes a los sentidos. Por lo cual todo sería holganza y regocijo continuo entre los santos, todo convites magníficos, todo fiestas, músicas, festines, teatros, etc. Y lo que parecía más importante, cada uno sería dueño de un serrallo entero como un sultán, y él mismo era arrastrado por el deseo vehemente de estas cosas, y siguiendo los incentivos de la carne, soñaba que en ellos consistía la bienaventuranza108. ¿Qué os parece, amigo, de estas ideas? ¿Os parece verosímil, ni posible, que los santos que se llaman Milenarios, ni los otros doctores católicos y píos, siguiesen de modo alguno este partido? ¿Que adoptasen unas groserías tan indignas y tan contrarias al Evangelio? Leed por vuestros ojos los Milenarios que nos quedan, y no hallaréis rastro, ni sombra de tales estulticias, con que a lo menos, esta clase de Milenarios debe quedarse a un lado y no traerse a consideración, cuando se trata del reino del Mesías.

80. En la segunda clase entran, en primer lugar, los doctores judíos o Rabinos, con todas aquellas ideas miserables, y funestas para toda la nación, que han tenido y tienen todavía de su Mesías, a quien miran y esperan como un gran conquistador, como otro Alejandro, sujetando a su dominación con las armas en las manos, todos los pueblos y naciones del orbe, y obligando a todos sus individuos a la observancia de la ley de Moisés, y primeramente a la circuncisión, etc. Dije que en esta segunda clase entran los Rabinos en primer lugar, para denotar que fuera de ellos hay todavía otros que han entrado, siguiendo sus pisadas, o adoptando algunas de sus ideas. Éstos son los que se llaman con propiedad Milenarios judaizantes, cuyas cabezas   —54→   principales fueron Nepos, obispo africano, contra quien escribió San Dionisio Alejandrino sus dos libros sobre las promesas, y Apolinar, contra quien escribió San Epifanio en la herejía 77. Estos Milenarios conocieron bien en las Escrituras la sustancia del reino del Mesías; conocieron que su venida del cielo a la tierra, que esperamos todos en gloria y majestad, no había de ser tan de prisa, como suponen comúnmente; conocieron que no tan luego se habían de acabar todos los vivos y viadores, ni tan luego había de suceder la resurrección universal de todo el linaje humano; conocieron que Cristo había de reinar aquí en la tierra, acompañado de muchísimos corregnantes, esto es, de muchísimos santos y resucitados; conocieron, en fin, que había de reinar en toda la tierra, sobre hombres vivos y viadores, que lo habían de creer y reconocer por su legítimo Señor, y se habían de sujetar enteramente a sus leyes, en justicia, en paz, en caridad, en verdad, como parece claro y expreso en las mismas Escrituras. Todo esto conocieron estos doctores; a lo menos lo divisaron como de lejos, oscuro y confuso. Si con esto solo se hubieran contentado ¡oh cuán difícil cosa hubiera sido el impugnarlos! Todas las Escrituras se hubieran puesto de su parte, y los hubieran rodeado como un muro inexpugnable.

81. La desgracia fue que no quisieron contenerse en aquellos límites justos que dicta la razón, y prescribe la revelación. Añadieron de suyo, o por ignorancia, o por inadvertencia, o por capricho, algunas otras cosas particulares, que no constan de la revelación, antes se le oponen manifiestamente; diciendo y defendiendo obstinadamente, que en aquellos tiempos de que se habla, todos los hombres serían obligados a la ley de la circuncisión, como también a la observancia de la antigua ley y del antiguo culto; mirando todas estas cosas, que fueron, como dice el apóstol, el ayo que nos condujo a Cristo109, como necesarias para la salud. Estas ideas ridículas, más dignas de risa que de   —55→   impugnación, fueron no obstante abrazadas por innumerables secuaces de Nepos y de Apolinar, y ocasionaron, aún dentro de la iglesia grandes disputas y altercaciones, entre las cuales parece que quedó confundido, y olvidado del todo el asunto principal.

82. Nos queda la tercera clase de Milenarios, en que entran los católicos y píos, y entre estos, aquellos santos que quedan citados, y otros muchos de quienes apenas nos ha quedado noticia en general: pues muchos varones eclesiásticos y mártires son del mismo sentir110. Por los que nos quedan de esta clase, parece ciertísimo, que ni admitían los errores indecentes de Corinto; antes expresamente los detestaban y abominaban, ni tampoco las fábulas de Nepos y Apolinar, pues nada de esto se halla en sus escritos. Yo he leído a San Justino, San Irineo y Lactancio, y no hallo vestigio de tales despropósitos. Pues, ¿qué es lo que dijeron, y por qué los notan de error? Lo que dijeron fue lo mismo en sustancia que lo que se lee expreso en los Profetas, en los Salmos, y generalmente en toda la Escritura, a quien abrieron con su llave propia y natural. Si me preguntáis ahora ¿qué llave era esta? Os respondo al punto resueltamente, que es el Apocalipsis de San Juan, en especial los cuatro capítulos últimos, que corren por los más oscuros de todos, y no hay duda que lo son, respecto del sistema ordinario. Entre estos está el capítulo 20 que ha sido con cierta semejanza, piedra de tropiezo, y piedra de escándalo111.

83. Esta llave preciosa e inestimable tuvo la desgracia de caer casi desde el principio en las manos inmundas de tantos herejes, y aun no herejes, pero ignorantes y carnales, y ésta parece la verdadera causa de haber caído con el tiempo en el mayor desprecio y olvido el reino de Jesucristo en su segunda venida, glorioso y duradero, quedando, como margarita preciosa confundida con el polvo, y escondida en él.

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84. Es verdad que no por eso ha estado del todo invisible, lo han visto y observado bien, aunque algo de lejos por no contaminarse, los que debían abrir ciertas puertas, hasta ahora absolutamente cerradas en la Escritura, mas no atreviéndose a tomarlas en las manos, han porfiado, y porfiarán siempre en vano, pensando abrir aquellas puertas con violencia o con maña, o con otras llaves entrañas, que no se hicieron para ellas. Los padres y doctores milenarios de que hablamos, no tuvieron esas delicadezas; tomaron la llave con fe sencilla y con valor intrépido; la limpiaron de aquel lodo e inmundicia, que tanto la desfiguraba; y con esta sola diligencia abrieron las puertas con gran facilidad. Ésta es toda la culpa.

85. No obstante, es preciso confesar (pues aquí no pretendemos hacer la apología de estos doctores, ni defender todo lo que dijeron, ni pensamos fundarnos de modo alguno en su autoridad) es innegable, digo, que a lo menos no se explicaron bien, y habiendo abierto las puertas, no abrieron las ventanas: quiero decir, no se detuvieron a mirar despacio, y examinar con atención todas las cosas particulares que había dentro. Pasaron la vista, sobre todo muy de prisa, y muy superficialmente, porque teman otras muchas cosas para aquellos primeros tiempos de mayor importancia que les llamaban toda la atención. Esto mismo observamos en los doctores más graves del cuarto y quinto siglo, que aunque sapientísimos y elocuentísimos no siempre se explicaron en algunos puntos particulares cuanto ahora deseamos, y habíamos menester. También es innegable, que muchos Milenarios, aun de los católicos y píos, razas poco espirituales, abusaron no poco del capítulo XX del Apocalipsis, añadiendo de su propia fantasía cosas que no dice la Escritura, y pasando a escribir tratados y libros que más parecen novelas, solo buenas para divertir ociosos.

86. Mas al fin esas novelas, esas fábulas, esos errores groseros e indecentes, o de herejes, o de judíos, o de judaizantes, o de católicos ignorantes y carnales, por cuanto se quieran abultar y ponderar, no son del caso. ¿Por qué? Porque ninguna de estas cosas se leen en la Escritura. Nada de esto se lee en los Profetas, ni en los Salmos, ni en el Apocalipsis, de donde se dice que sacaron aquellas novedades.   —57→   Nada de esto, en fin, dijeron, ni pensaron decir aquellos santos doctores, que vemos notados y confundidos entre los otros con el nombre equívoco de Milenarios. Pues ¿por qué los notan de error? ¿Por qué aseguran en general que cayeron en el error o fábula de los Milenarios? El por qué lo iremos viendo en adelante, y poco a poco; pues verlo tan presto y de una vez parece imposible.

Párrafo III

87. No penséis, señor, por lo que acabo de decir, que yo también quiero confundir entre la muchedumbre de escritores, aquellos graves y eruditos, que han escrito de propósito sobre el asunto. Sé que hay muchos de ellos, que hacen una especie de justicia, distinguiendo bien la sentencia de los padres, y varones eclesiásticos, de la sentencia de los herejes y judaizantes. Dije que hacen una especie de justicia, porque la que hacen me parece una justicia nueva y diversa en especie, de todo lo que puede merecer este nombre. Por una parte veo, que los separaron con gran razón de toda la otra turba de Milenarios, que les dan por esto el nombre de inocuos, o inocentes; mas por otra parte, cuando llegan a la censura y a la sentencia definitiva, entonces ya no se ven separados de los otros, sigo unidos estrechamente para recibir junto con ellos el mismo golpe. La sentencia general comprendida en estas cuatro palabras error, sueco, delirio, fábula, cae sobre todos sin distinción ni misericordia. Ved aquí un ejemplo, y después de él no dejaréis de ver otros semejantes.

88. Sisto Senense, que es autor erudito y juicioso, toca el punto de los Milenarios, y después de haber hablado indiferentemente, dice estas palabras: hay sin embargo algunos que opinan, que una y otra sentencia dista muchísimo entre sí112. Para probar esto, es a saber: que la sentencia,   —58→   o doctrina de los Milenarios buenos y santos era diversísima de la sentencia de los herejes, o tal vez para probar todo lo contrario, traslada un pasaje entero y bien largo de Lactancio Firmiano, el cual concluido, confiesa ingenuamente, que aquella doctrina es muy diferente de la de Cerinto y sus secuaces, que todo lo reprueba. Y ¿con qué razones? No lo creyera, si no lo viera por mis ojos. Con las mismas y únicas razones con que se impugnan los herejes. Señal manifiesta de que no hay otras armas. Ved aquí sus palabras: hasta aquí la sentencia de Lactancio y otros, la que aunque diversa del dogma de Cerinto, contiene con todo error ajeno de la doctrina evangélica que enseña, que después de la resurrección no ha de haber coito alguno de marido y mujer, ningún uso de manjar y bebida, y finalmente ningún deleite de vida carnal. Pues dice el Señor: En la resurrección, ni se casarán, ni serán dados en casamiento. Y según la sentencia de San Pablo, el reino de Dios no es comida ni bebida113. ¿No hay más impugnación que ésta de la doctrina de Lactancio, ni de algún otro de aquellos que ya hemos mencionado114? No, amigo; no hay más, porque aquí se concluye el punto.

89. Sin duda os parecerá cosa increíble que un autor de juicio, acabando no solo de leer, sino de copiar un texto entero, en que se contiene la doctrina, no solo de Lactancio, sino también de otros que mencionaremos, no halle otra cosa que oponer a esta doctrina, sino los dos textos de San Pablo, y del Evangelio, como si esto destruyese aquella doctrina, o hablasen contra ella. Una de dos: o Lactancio dice, que entre los santos resucitados habrá estos casamientos   —59→   y banquetes, y deleite de la vida carnal (y en este caso su sentencia no será diversa de la de Cerinto, sino una misma), o si no lo dice, toda la impugnación y los textos del Evangelio, y de San Pablo, en que solo se funda, serán fuera del caso, serán un cantar fuera del coro, serán un puro embrollar, y no querer hacerse cargo de lo principal del asunto que se trata. Ahora pues: es cierto que Lactancio, ni indirecta ni directamente dice tal despropósito, ni en el lugar citado, ni en algún otro, ni Lactancio era algún ignorante, o algún impío, que no supiese, o no creyese una decisión tan clara del Evangelio, es cierto del mismo modo, que ni San Justino, ni San Ireneo, ni Tertuliano, ni alguno otro de aquellos a quienes mencionó este autor, han avanzado tal error, ni les ha pasado por el pensamiento... Luego debían buscarse otros argumentos, o debía guardarse en el asunto un profundo silencio. La consecuencia parece buena, mas no hay lugar.

90. Lo que acabo de decir aquí de éste, lo podéis extender sin temor alguno a todos cuantos han escrito contra los Milenarios. Yo a lo menos, ninguno hallo que no siga, o en todo o en gran parte esta misma conducta. Todos se proponen el fin general de impugnar, destruir y aniquilar un error; mas antes de descargar el gran golpe, distinguen unos Milenarios de otros: los herejes torpes, de los judaizantes, éstos y aquellos, de los inocuos. ¿Para qué? ¿Para condenar a los unos y absolver a los otros? Parece que no, porque al fin el gran golpe cae sobre todos. Todos deben quedar oprimidos bajo la sentencia general, y la cualidad de inocuos solo puede servirles para tener el triste consuelo de morir inocentes. Para justificar de algún modo esta cruel sentencia, citan la autoridad de cuatro santos padres muy respetables, esto es, San Dionisio Alejandrino, San Epifanio, San Jerónimo, y San Agustín; como si estos hubieran dado el ejemplo de una conducta tan sin ejemplar. Mas después de vistos y examinados estos cuatro padres (en quienes se funda toda la autoridad extrínseca, con que nos piensan espantar) nos quedamos con el deseo de saber, para qué fin nos remiten a ellos, si para que condenemos los errores   —60→   de Cerinto, o los de Nepos, o los de Apolinar, pues de éstos solos hablan dichos santos, y a éstos solos son los que los impugnaron con muy buenas y sólidas razones. Aunque nos detengamos algo más de lo que quisiéramos, se hace preciso aclarar este punto, viendo lo que dijeron estos padres, y también lo que no dijeron.

Párrafo IV

91. El más antiguo de estos es San Dionisio Alejandrino, que escribió hacia la mitad del tercer siglo. Este santo doctor escribió una obra dividida en dos libros, que intituló de las promesas. En ella impugnó, así los errores groseros de Cerinto, como principalmente un libro, que andaba entonces en manos de todos, cuyo autor era un obispo de África llamado Nepos. Mas en esta impugnación, ¿cual fue su asunto principal o único? ¿Qué es lo que realmente impugnó y convenció de falso? Aunque no nos ha quedado ni el libro de Nepos, ni el de San Dionisio, mas por tal cual fragmento de este último, que nos conservó Eusebio en el libro séptimo de su historia, capítulo veinte, se ve evidentemente que San Dionisio no tuvo en mira otra cosa, que los excesos ridículos de Nepos, y sus pretensiones particulares sobre la circuncisión, y la observancia de la ley de Moisés; a que se añadían otros errores muy parecidos a los de Cerinto. Sus palabras son las siguientes. Mas habiéndose presentado una obra, según algunos, elocuentísima, cuya doctrina, como tengo dicho, aseguran ser muy recóndita, y que encierra grandes misterios; y habiendo despreciado sus doctores la Ley y los Profetas, depravado los escritos de los Apóstoles, sin querer obedecer al Evangelio; y no dejando que nuestros hermanos tal vez los más sencillos e ignorantes discurran sobre la admirable y verdaderamente divina venida del Señor, de nuestra resurrección, de nuestra unión y compañía que haremos a Dios, y de nuestra semejanza con su naturaleza inmortal; sino que han procurado persuadirles, que el reino de Dios nos ofrece unos premios terrenos, cuales solemos esperar de los hombres en esta vida; hemos creído de la   —61→   mayor necesidad apurar todo nuestro esfuerzo contra este hombre llamado Nepos, como si estuviera presente115.

92. Ya conocéis por estas palabras, qué es lo que decía Nepos, y lo que San Dionisio se propone para impugnar. Si queréis ahora ver con más claridad toda la sustancia de esta impugnación, y por consiguiente la sustancia del libro de Nepos, leed a San Jerónimo sobre Isaias, que hablando de San Dionisio dice así: contra el cual el varón elocuentísimo Dionisio, obispo de la iglesia de Alejandría, escribió un elegante libro burlándose de la fábula de los mil años, de la Jerusalén de oro guarnecida de piedras preciosas en la tierra, de la reparación del templo, de los sacrificios sangrientos, de la observancia del sábado, de la afrentosa circuncisión, casamientos, partos, educación de los hijos, delicias de los banquetes, servidumbre de todas las naciones, nuevas guerras, ejércitos y triunfos, la matanza de los vencidos y de la muerte de centenares de pecadores, etc.116.

  —62→  

93. Si el libro de San Dionisio no contenía otra cosa que la misión e impugnación de todo esto que acabamos de leer, cierto que no hablaba de modo alguno con los Milenarios inocuos, sino con los judíos o judaizantes, es verdad que aquellas primeras palabras contra el cual, no caen en el texto de San Jerónimo sobre Nepos, pues ni aun siquiera lo nombra, sino sobre San Irineo, de quien va hablando; mas éste es un equívoco claro y manifiesto, no de San Jerónimo, sino de alguno de sus antiguos copistas; pues nadie ignora, como que es una cosa de hecho, contra quien escribió San Dionisio, y el mismo santo dice, que escribe contra este hermano a quien llamo Nepos. Diréis acaso, que lo mismo es escribir contra Nepos, que contra San Irineo, pues ambos fueron Milenarios; mas esto sería bueno, si primero se probase que San Irineo había enseriado y sostenido los mismos despropósitos de Nepos, que son expresamente los que San Dionisio impugna en su libro. Con un equívoco semejante es bien fácil llevar a la horca a un inocente.

94. El segundo santo padre que se cita, es San Epifanio, que escribió cien años después de San Dionisio Alejandrino. Este santo doctor en su libro, contra las herejías, es cierto que habla dos veces de los Milenarios, y contra ellos. La primera en la herejía 28, solamente habla de Cerinto, y habiendo propuesto sus particulares errores, los confuta fácilmente con el Evangelio, y con San Pablo. La segunda en la herejía 77, habla de Apolinar y sus secuaces. Y ¿qué es lo que aquí impugna? Vedlo claro en sus propias palabras. Porque si de nuevo resucitamos para circuncidarnos, ¿por qué no anticipamos la circuncisión? Y ¿qué inteligencia podrá tener la doctrina del Apóstol que dice: si os circuncidáis, Cristo no os aprovechará nada? También los que os justificáis por la ley habéis caído de la gracia. Igualmente aquella sentencia del Salvador: en la resurrección ni se casarán, ni serán dados en casamiento; sino que serán como ángeles117. Todo lo que sigue va en   —63→   este tono, y no contiene otra cosa. Con que toda la impugnación va a los judaizantes.

95. Es verdad, y no se puede disimular, que antes de concluir este punto, el santo da la sentencia general contra todos los Milenarios sin distinción, y todo sin distinción lo condena por herejías, lo cual nota con gran cuidado el padre Suárez, como si fuera alguna decisión expresa de la Iglesia118. Mas ¿quién ignora, dice el padre Calmet, sobre el capítulo 20 del Apocalipsis, que San Epifanio llama herejía muchas cosas, que en realidad no lo son, solo porque no eran de su propia opinión? Esto mismo notan en San Epifanio otros muchos sabios, que no hay para que nombrar aquí, siendo esto una cosa tan corriente. Fuera de que si San Epifanio condena por herejía la opinión de los Milenarios, aun de los inocuos y santos, San Irineo hace lo mismo respecto de los que siguen la opinión contraria, llamándolos ignorantes y herejes, de lo cual se queja con razón Natal Alejandro119: según esto tenemos dos santos padres, uno del siglo segundo y otro del cuarto, los cuales condenan por herejía dos cosas contradictorias. ¿A cuál de estos debemos creer? Diréis que en este punto a ninguno, y yo suscribo de buena fe a vuestra sentencia, conformándome en esto con la conducta de San Justino, el cual aunque buen Milenario, no se mete a condenar a los que no lo eran; antes le dice a Trifón estas palabras llenas de equidad y claridad: No soy tan miserable, o Trifón, que afirme lo contrario de lo que siento, te he dicho que así piensan muchos que me siguen; pero también te he significado, que otros Cristianos muy piadosos son de diverso parecer120.

  —64→  

96. El tercer santo padre que se cita contra todos los Milenarios sin distinción, es San Jerónimo. Mas yo no sé por qué citan para esto a San Jerónimo. Este santo doctor, lo primero, jamás habló de propósito sobre el asunto, sino que apenas lo tocó de paso, y como por incidencia, ya en éste, ya en aquel lugar, y siempre de un modo más historial que discursivo. Lo segundo, jamás explica determinadamente de qué Milenarios habla. Parece tal vez a primera vista que habla de todos sin distinción; mas por su mismo contexto, se conoce evidentemente, que solo habla de los secuaces de Cerinto, por ejemplo, cuando dice sobre el prefacio de Isaías; a quienes no envidio, si son tan amantes a lo terreno, que aun en el reino de Dios lo soliciten, y busquen después de la abundancia de manjares y de toda clase de excesos en la comida y bebida, los deleites consiguientes a la gula121. ¿A quién sino a Cerinto le puede esto competir? En otra parte dice así: con ocasión de esta sentencia algunos introducen mil años después de la resurrección, etc.122. Si esta palabra después de la resurrección, significa la general resurrección, solo a Cerinto y sus partidarios puede convenir, pues solo a estos se atribuye este despropósito particular. Todos los otros ponen la resurrección general, no antes, sino después de los mil años. Fuera de que en el mismo lugar explica el santo, de qué Milenarios habla, cuando dice: no advirtiendo que si en las demás cosas es muy justa la recompensa; es muy torpe quererla aplicar a las esposas, de manera que se prometan ciento, por una que hayan renunciado123. Buscad algún Milenario fuera de Cerinto, que haya avanzado esta brutalidad, y   —65→   ciertamente no lo hallaréis. Luego es claro que San Jerónimo habla aquí solamente de Cerinto.

97. Finalmente, para que veáis que este santo doctor de ningún modo favorece a los que a todos los Milenarios en general quieren sujetarlos a una misma sentencia, traed a la memoria lo que notamos en el artículo; esto es, lo que dice sobre el capítulo XIX de Jeremías: las cuales cosas, aunque no las sigamos, con todo no podemos reprobarlas; porque muchos varones eclesiásticos y mártires las siguen124. Si el santo hablara aquí de la opinión de Cerinto, o de las cosas particulares en que erraron tanto, así Nepos, como Apolinar, parece claro, que no solamente podía, sino que debía condenar todas estas cosas, porque así lo dijeron y lo hicieron San Dionisio y San Epifanio. Con que diciendo, no podemos condenar estas cosas, porque así lo dijeron muchos doctores católicos, y entre ellos muchos mártires, con esto solo comprendemos bien, que por entonces no tenía en mira otros Milenarios, sino los católicos y santos, por consiguiente, que estos no merecían ser comprendidos en la sentencia general. Luego para este punto, que es de lo que hablamos, la autoridad de San Jerónimo nada prueba, y si algo prueba, es todo lo contrario de lo que intentan los que la citan.

98. El cuarto Santo Padre, en fin, es San Agustín, el cual en el libro XX de la Ciudad de Dios capítulo séptimo habla de los Milenarios, y no los deja del todo hasta el capítulo diez. Con todo eso podemos decir de San Agustín lo mismo a proporción que hemos dicho de los otros santos padres; esto es, que en todo lo que dice no aparece otra cosa, ni hay de donde inferirla, que los errores indecentes de Cerinto, y de los que le habían seguido. En el capítulo VII refiere estos errores y propone el lugar del Apocalipsis, que pudo haberles dado alguna ocasión, y luego añade estas palabras: la cual opinión sería de algún modo tolerable, si se creyera que en aquel reinado solamente gozarán   —66→   los santos delicias espirituales por la presencia del Señor, pues yo también pensé en otro tiempo lo mismo; pero afirmar que los que resuciten se entregarán a excesivas viandas carnales, y que es mayor de lo que puede creerse la abundancia y el modo de las bebidas y manjares, a esto no pueden dar asenso sino los mismos hombres carnales, a quienes los espirituales llaman chialistas (o chiliastas) nombre que trasladado literalmente del griego, significa milenarios125. Esto es todo cuanto se halla en San Agustín sobre el punto de Milenarios: pues lo que se sigue en este capítulo VII, como en los dos siguientes, se reduce a la explicación que el santo procura dar al capítulo XX del Apocalipsis. Lo examinaremos más adelante.

99. Ahora pues: ¿qué conexión tiene todo esto, con lo que dijeron los doctores milenarios, católicos y santos? Estos también reprobaron, y con mucha mayor acrimonia, lo que reprueba San Agustín. Este santo doctor dice, que la opinión de los Milenarios en general fuera tolerable, si se admitiesen o creyesen en los santos algunas delicias espirituales en la presencia del Señor. Con que si los Milenarios buenos de que hablamos, admitieron y creyeron en los santos ya resucitados, y aun en los viadores, estas delicias espirituales, su opinión sería a lo menos tolerable, y no digna de condenación ni reprensión. Y ¿podréis, amigo, dudar de esto si leéis con vuestros ojos esos pocos Milenarios que nos han quedado? No os cito ahora a San Irineo, ni a San Justino, porque esto sería cosa muy larga, os cito un   —67→   lugar breve de Tertuliano, en el cual se hallan expresas esas delicias de San Agustín. Porque también confesamos, dice, que en la tierra se nos ha prometido un reino, anterior al celestial, aunque en otro estado, como que es para mil años después de la resurrección en la Jerusalén que milagrosamente bajará del cielo, a la cual llama el apóstol nuestra celestial madre, nuestra herencia, esto es decir, que somos habitadores del cielo, y destinados para esa ciudad celestial. Esta fue conocida por Ezequiel, la vio San Juan, y el libro de su Apocalipsis, que creemos ser una nueva profecía, da testimonio de ella, predicando ser la imagen de la ciudad santa que se le ha de revelar. En ésta decimos, que se han de recibir los santos en la resurrección, y se han de enriquecer con toda clase de bienes; bienes a la verdad espirituales abundantísimos, como recompensa preparada por Dios, por todo lo que renunciamos en el mundo, pues es cosa muy justa y muy digna de su Majestad, que se gocen sus siervos allí mismo, donde fueron afligidos por su nombre126.

100. Fuera de estos cuatro santos padres que acabamos de ver citados con los Milenarios en general, hallamos todavía otro en la disertación de Natal Alejandro127, esto es, a San Basilio. ¿Y qué dice San Basilio? Se queja de los despropósitos   —68→   de Apolinar, y nada más; sus palabras son estas: y escribió de resurrección ciertas cosas fabulosas más bien diré judaicamente, en las que dice que nosotros por segunda vez hemos de volver al culto que manda la ley, de modo que de nuevo nos circuncidemos, guardemos el sábado, nos abstengamos de los manjares prohibidos en la ley, ofrezcamos sacrificios a Dios, lo adoremos en el templo de Jerusalén, y enteramente nos convirtamos de cristianos en judíos. ¿Qué cosa más ridícula podrá decirse, ni que más se oponga al dogma evangélico128?

101. Esta queja de San Basilio es bien fundada y justa. Mas no solamente San Basilio, sino también San Justino, San Irineo, San Victorino, San Sulpicio Severo, Tertuliano, Lactancio y otra gran muchedumbre de doctores católicos y santos que fueron Milenarios, podían quejarse, y con mucha razón, por lo que tocaba a ellos mismos de Apolinar, de Nepos, y de todos sus secuaces, pues los despropósitos que ellos añadieron, fueron la ocasión o la causa, mucho más que las groserías de Cerinto, de que al fin todo se confundiese, y que por castigar y aniquilar a los culpados, no se reparase en tantos inocentes, que con ellos comunicaban únicamente en el asunto general; como a veces ha sucedido, que por impugnar con demasiado ardor un extremo, han caído algunos en el otro, siendo así que la verdad estaba en el medio.

102. En efecto: estas dos legiones de Milenarios judaizantes, partidarios de Nepos y de Apolinar, y los libros que salieron contra ellos así de San Dionisio, como de San Epifanio, etc., parece que forman la época precisa de la mudanza entera y total de ideas sobre la venida del Señor   —69→   en gloria y majestad129. Hasta entonces se había entendido la Escritura Divina como suena, según su sentido propio, obvio y literal, por consiguiente se habían creído fiel y sencillamente todas las cosas que sobre esta venida del Señor nos dice y anuncia la misma Escritura Divina. Y si había habido algunas disputas, estas no tanto habían sido sobre las cosas mismas, sino sobre el modo indecente y mundano con que hablaban de ellas los herejes y los judíos. Mas habiendo llegado después de estos las legiones de los judaizantes, que tomaban mucho de los unos y de los otros, y que eran mucho más doctos, o más disputadores que ellos, todo se empezó luego a desordenar, a oscurecer y confundir la verdad con el error, y las Escrituras mudaron entonces de semblante. Las cosas claras y limpias, que antes se leían en ellas con placer, y que se entendían sin dificultad, ahora ya no se entendían, ni se conocían con la debida claridad, porque se veían mezcladas ingeniosamente con otras que habían venido de nuevo, que con razón parecían insufribles.

103. En estos tiempos de oscuridad, se hallaban los doctores católicos ocupados enteramente en resistir y confutar a los Arrianos, infinitamente más peligrosos que todos los Milenarios, pues tocaban inmediatamente a la persona del Mesías, y a la sustancia de la religión. Por tanto, no les era posible aplicarse de propósito al examen formal y circunstanciado de este punto, ni tomar sobre sí un trabajo tan grande, como era separar, según las Escrituras, lo precioso de lo vil, que en los Milenarios judaizantes estaba tan mezclado.

104. No obstante, deseando alejarse, y alejar a los fieles así del judaísmo, como de las ideas indecentes de los herejes (pues ambas cosas parece que aceptaban en gran parte los judaizantes) les pareció por entonces lo más acertado no consentir con ellos en cosa alguna, sino cortar el nudo con la espada de Alejandro, negándolo todo sin distinción ni misericordia, o por mejor decir, dejando las cosas   —70→   en el estado en que las hallaban, no siendo necesario insistir en un punto que no se controvertía.

105. Esto fácil cosa era: quedaba, no obstante la dificultad, grande a la verdad para los que saben de cierto que los hombres santos de Dios hablaron siendo inspirados del Espíritu santo130, y que el mismo Espíritu Santo es aquel, que habló por sus Profetas131; quedaba, digo, la gran dificultad de componer y concordar a los mismos Profetas, y a todas las Escrituras del Antiguo y Nuevo Testamento, con la sentencia corriente, o con una tan violenta resolución. Mas esta dificultad no pareció por entonces tan insuperable, que no quedase alguna esperanza. Ya en este tiempo estaba abierta, y suficientemente trillada aquella senda que había descubierto Orígenes, el cual aunque por esto había sido murmurado de muchos, y lo era actualmente de no pocos, no por eso dejaba de ser imitado en las ocurrencias, y en el asunto presente parecía inevitable, porque no había otro recurso. Era necesario o volver atrás, y darse por vencido a lo menos en lo general y sustancial del punto, o entrar y caminar por aquella senda áspera y tan poco segura, como es la pura alegoría. Efectivamente así sucedió. Desde luego se empezó a pasar la inteligencia de aquellas cosas que se leen en los Profetas, en los Salmos, etc., a sentidos por la mayor parte espirituales, alegóricos, acomodaticios, tirando a acomodar con grande empeño, y con no menos violencia, unas cosas a la primera venida del Señor, otras a la primitiva Iglesia, otras a la Iglesia en tiempo de sus persecuciones, otras a la misma en tiempo de paz; y cuando ya no se podía más, como debía suceder frecuentemente, quedaba el último refugio bien fácil y llano, esto es, dar un vuelo mental hasta el cielo, para acomodar allá lo que por acá es imposible. Así se empezó a hacer en el cuarto siglo, se prosiguió en el quinto, y se ha continuado hasta nuestros tiempos vulgarmente, sentado que siempre la Iglesia daba de beber a   —71→   todos las aguas puras en las fuentes de las Escrituras auténticas, nunca corrompidas.

Párrafo V

106. Vengamos ya a lo más inmediato. Concédase en buena hora, os oigo decir, que los antiguos padres Milenarios, y los otros doctores católicos y píos, no adoptaron los errores groseros de Cerinto, ni las ideas insufribles de los judíos y judaizantes. A lo menos es innegable, por sus mismos escritos, que creyeron y enseñaron y sostuvieron esta proposición:

Después de la venida del Señor, que esperamos en gloria y majestad, habrá todavía un grande espacio de tiempo, esto es, mil años, o indeterminados, o determinados, hasta la resurrección y juicio universal.

107. Y esto ¿quién no ve, volvéis a decir, que es vio solo una fábula, sino un error positivo y manifiesto? A lo cual yo confieso que no tengo que responder sino estas dos palabras: ¿cómo y de dónde podremos saber, que esto es no solo una fábula, sino un error positivo y manifiesto? La proposición afirma ciertamente una cosa no pasada ni presente, sino futura, y todos sabemos de cierto, que aunque lo ya pasado y lo presente puede llegar naturalmente a la noticia, y ciencia del hombre; mas no lo futuro, porque esto pertenece únicamente a la ciencia de Dios. Conque si Dios mismo, que habló por sus Profetas132, y que es el que solo puede saber lo futuro, me dice clara y expresamente en la Escritura que me presenta la Iglesia, lo mismo que afirma dicha proposición, en este caso, ¿no haré muy mal en no creerlo? ¿No haré muy mal en ponerlo en duda? ¿No haré muy mal en esperar para creerlo, que primero me lo permitan los que nada pueden saber de lo futuro? No haré muy mal en afirmar, aunque lo afirmen otros, que lo que contiene la proposición es una fábula y es un error? ¿Con qué razón, y sobre qué fundamento podré afirmarlo? Porque así les parece algunos días ha a los intérpretes y a los teólogos, en el sistema que han abrazado. Débil fundamento   —72→   es este mirado en sí mismo sin otro aditamento. Sabemos bien que no son infalibles, sino cuando se fundan sólidamente sobre firme piedra133. La teología no tiene otro fundamento, ni lo puede tener, que la Escritura Divina, declarada auténtica por la Iglesia, que es columna y apoyo de la verdad134: fuera de algunas pocas cosas, que aunque no constan expresamente de ella, están sólidamente fundadas sobre una tradición cierta, constante y universal, como ya queda dicho. Esto pues es lo que hace al caso, no la autoridad puramente humana. No se habla aquí de la autoridad infalible de la Iglesia, congregada en el Espíritu Santo, que cuando esta habla, ya se sabe que todos los particulares debemos callar.

108. Muéstrese, pues, algún lugar de la Escritura, alguna tradición cierta, constante y universal, alguna decisión de la Iglesia que condene por errónea o fabulosa nuestra proposición, y al punto la condenaremos también nosotros, reduciendo a cautiverio el entendimiento, en obsequio de la fe135. Mas mostrar por toda prueba la autoridad de algunos doctores particulares, y esta sumamente equívoca; pues los doctores que se citan, como acabamos de ver, no se atrevieron a condenar lo que dicha proposición dice y afirma, sino los abusos que se le añadieron: atreverse después de esto a dar la sentencia general contra todo el conjunto, como si ya quedase todo convencido de error, fábula, delirio, sueño, etc., parece que esta conducta no prueba otra cosa, sino que no quieren examinar de propósito, ni aun siquiera oír con paciencia una proposición que pone en gran riesgo, o por mejor decir, destruye enteramente todo su sistema. ¿Pensáis que si hubiese alguna palabra definitiva o de la Escritura, o de la Iglesia, se la habían de tener oculta sin producirla? ¿Pensáis que habiéndose atrevido algunos autores, sin duda por inadvertencia, no por malicia,   —73→   a producir instrumentos evidentemente falsos, no produjeran los verdaderos si los hubiese? Yo busco pues, en los mismos autores, busco en la misma Escritura Divina, busco en los concilios algún instrumento auténtico, o alguna buena razón en que pueda haberse fundado una opinión tan universal, como es la contradictoria de nuestra proposición; y os aseguro formalmente, que nada hallo que me satisfaga, ni aun siquiera que me haga entrar en alguna sospecha. Los instrumentos y razones que se producen, es claro que concluyen, y concluyen bien contra los herejes, contra los Rabinos, contra los judaizantes, contra aquellos en fin que inventan algo de sus cabezas, y lo añadieron atrevidamente a la proposición general sin salir de ella, o lo que es lo mismo, contra lo que clara y expresamente dice la Escritura.

109. Ahora pues, yo veo claramente cosa de no poder dudar, que la Escritura Divina, y casi toda ella en lo que es profecía, me habla de este intervalo que debe haber entre la venida del Señor en gloria y majestad, y el juicio y resurrección universal, veo que a esto se encamina, y a esto va a parar casi toda la Escritura, veo que me dice y anuncia cosas particulares, cosas grandes, cosas estupendas, cosas del todo nuevas e inauditas, que deben suceder después de la venida gloriosa del Señor, veo por otra parte que San Juan en su Apocalipsis me repite muchísimas de estas cosas, casi con las mismas expresiones con que las dicen los Profetas, y tal vez con las mismas palabras, veo que hace frecuentes alusiones y reclamos a muchos lugares de los Profetas y de los Salmos, etc., convidándome a que los note con cuidado, veo en suma que llegando al capítulo XIX, me presenta primeramente con la mayor viveza y magnificencia posible la venida del Señor del cielo a la tierra, y el destrozo y ruina entera de toda la impiedad. Y pasando al capítulo XX, me abre enteramente todas las puertas y todas las ventanas, me descifra grandes misterios, me habla con la mayor claridad y precisión que puede hablar un hombre serio, me dice en fin expresamente, que aquel   —74→   espacio de tiempo que debe seguirse después de la venida del Señor, el cual los Profetas no señalaron en particular, aquel que llamaron día del Señor, y con más frecuencia en aquel día, en aquel tiempo, etc., será un día, y un tiempo que durará mil años, repitiendo esta palabra mil años nada menos que seis veces en este capítulo.

110. Todo esto, y mucho más que observaremos a su tiempo, vemos claramente en la Divina Escritura, y en esto se fundaron los que admitieron como cierta aquella proposición. Mas los que la reprueban, y condenan como falsa y errónea, ¿qué es lo que producen en contra? Se supone que ya no hablamos de los absurdos conocidamente tales que se le añadieron por Cerinto, por Nepos, por Apolinar, etc., sino de la proposición considerada en sí misma, a primera vista, sin otro aditamento. Contra ésta, pues, ¿qué es lo que producen? ¿Con qué fundamento se condena de falsa, fabulosa y errónea? Buscad, señor, este fundamento por todas partes, y me parece que os cansaréis en vano. Yo a lo menos no hallo otro que la palabra vaga y arbitraria de que la Escritura Divina no debe entenderse así, mucho menos el capítulo XX del Apocalipsis. ¿Cómo pues se debe entender? Esto es lo que nos queda que examinar en el artículo siguiente.

Artículo III

La explicación que se pretende dar al capítulo XX del Apocalipsis.

Párrafo I

111. Como la proposición arriba dicha se lee expresa en términos formales en este capítulo del Apocalipsis, parece claro, que quien niega aquella proposición, quien la condena de fábula y error, deberá hacer lo mismo con el texto de este capítulo, o si esto no, deberá a lo menos explicar de otro modo el texto sagrado; mas con una explicación tan   —75→   natural, tan genuina, tan seguida, tan clara, que nos deje plenamente satisfechos y convencidos de que es otra cosa muy diversa la que afirma el texto sagrado, de la que afirma la proposición. Ésta es pues la gran dificultad, en cuya resolución no ignoráis lo que han trabajado en todos tiempos grandes ingenios. Si el fruto ha correspondido al trabajo, lo podréis solamente saber después que hayáis visto y examinado la explicación, confrontándola fielmente con el texto, y con todo su contexto, que es lo que ya vamos a hacer.

112. Los intérpretes del Apocalipsis (lo mismo digo de todos los que han impugnado a los Milenarios) para facilitar de algún modo la explicación de una empresa tan ardua, se preparan prudentemente con dos diligencias, sin las cuales todo estaba perdido. La primera es negar resueltamente que en el capítulo XIX se habla de la venida del Señor en gloria y majestad, que esperamos todos los cristianos. Esta diligencia, aunque bien importante, como después veremos, no basta por sí sola, así es menester pasar a la segunda, que es la principal, para poder fundar sobre ella toda la explicación. Esta segunda diligencia consiste en separar prácticamente el capítulo XX, no solo del capítulo XIX, sino de todos los demás, considerándolo como una pieza aparte, o como una isla, que aunque vecina a otras tierras, nada comunica con ellas. Si estas dos suposiciones (que así lo parecen pues no se prueban) se admiten como ciertas, o se dejasen pasar como tolerables, no hay duda que la dificultad no sería tan grave, ni tan difícil alguna solución. Mas si se lee el texto sagrado seguidamente con todo su contexto, ¿será posible admitir ni aun sufrir semejantes suposiciones?

Párrafo II

113. Ya sabéis, señor, el gran suceso contenido en el capítulo XIX del Apocalipsis desde el versículo 11 hasta el fin. Es a saber, la venida del cielo a la tierra de un personaje singular, terrible y admirable por todos sus aspectos.   —76→   Viene a la frente de todos los ejércitos que hay en el cielo, y se representa como sentado en un caballo blanco, con una espada, no en la mano, ni en la cintura, sino en la boca; con muchas coronas sobre su cabeza; con vestido, o manto real rociado, o manchado con sangre136, en el cual se leen por varias partes estas palabras: Rey de reyes, y Señor de señores137. En suma: el nombre de este personaje es éste: Verbo de Dios138. Otras muchas cosas particulares se dicen aquí, que vos mismo podéis leer y considerar. En consecuencia pues de la venida del cielo a la tierra de este gran personaje, se sigue inmediatamente no tanto la batalla con la bestia, o Anticristo, y con todos los reyes de la tierra, congregados para pelear con el que estaba sentado en el caballo139, cuanto el destrozo y ruina entera y total de todos ellos, y de todo su misterio de iniquidad, y así se concluye todo el capítulo con estas palabras: estos dos fueron lanzados vivos en un estanque de fuego ardiendo y de azufre. Y los otros murieron con la espada, que sale de la boca del que estaba sentado en el caballo: y se hartaron todas las aves de las carnes de ellos140.

114. Nuestros doctores llegando a este lugar del Apocalipsis no pueden disimular del todo el grande embarazo en que se hallan. Si el personaje de que se habla es Jesucristo mismo, como lo parece por todas sus señas, no solo viene directamente contra el Anticristo, sino también aunque indirectamente contra el sistema que habían abrazado. ¿Por qué? Porque después de destruido el Anticristo se sigue el capítulo XX, y en él muchas y grandes cosas, todas   —77→   opuestas e inconcordables con el sistema. Por tanto no aparece medio entre estos dos extremos: o renunciar al sistema, o no reconocer a Cristo en el personaje que aquí se representa. Esto último, pues, es lo que les ha parecido menos duro. Así mostrando no creer a sus propios ojos, y como tomando en las manos un buen telescopio, para observar bien aquel gran fenómeno; no es Jesucristo exclaman ya confiadamente, no es Jesucristo, no hay necesidad de que el Señor se mueva de su cielo para venir a destruir al Anticristo, y a todas las potestades de la tierra, a quienes con sola una señal puede reducir a polvo, y aniquilar141. No importa que venga con tanto aparato y majestad. No importa que se vean sobre su cabeza muchas coronas142. No importa que se lean en su muslo y en varias partes de su manto real aquellas palabras: Rey de reyes y Señor de señores143. No importa que su nombre sea el Verbo de Dios144, nada de esto importa; no es Jesucristo.

115. Pues ¿quién es? Es, dicen volviendo a mirar por el telescopio, es el príncipe de los ángeles, San Miguel, patrón y protector de la Iglesia, que viene con todos los ejércitos del cielo a defenderla de la persecución del Anticristo, y matar a este inicuo, y a destruir todo su imperio universal. Se le dan, es verdad, a San Miguel, nombres, señas y contraseñas, que no le competen a él, sino a Jesucristo; mas esto es porque viene en su nombre, y con todas sus veces y autoridad, etc. No nos detengamos por ahora, ni nos metamos a examinar antes de tiempo las razones que puedan tener los doctores para afirmar, que la persona admirable de que hablamos es San Miguel y no Cristo. Estas razones sería necesario adivinarlas, porque no se producen. ¿Y quién sabe, (sea esto una mera sospecha, o sea un juicio temerario, o sea cosa clara y manifiesta, se deja a vuestra consideración) quién sabe, digo, si todas las razones se podrán finalmente reducir a una sola, esto es, al miedo y   —78→   pavor del capítulo siguiente? ¿Quién sabe si este miedo y pavor es el que los obliga a prepararse a toda costa contra un enemigo tan formidable? Dejemos, no obstante, el pleito indeciso hasta otra ocasión, que será, queriendo Dios, cuando tratemos de propósito del Anticristo: mas no por eso dejemos de recibir lo que nos conceden; esto es, que en este capítulo se habla ya del Anticristo, y por consiguiente de los últimos tiempos. Con esto solo nos hasta por ahora: y así aunque digan y porfíen, que este capítulo XIX no tiene conexión alguna con el siguiente, nos haremos desentendidos y lo tendremos muy presente por lo que pueda suceder.

Párrafo III

116. Pues concluida enteramente la ruina del Anticristo, con todo cuanto se comprende bajo este nombre, y quedando el Rey de los reyes dueño del campo, sigue inmediatamente San Juan en el capítulo XX que empieza así: «y vi descender del cielo un ángel que tenia la llave del abismo, y una grande cadena en su mano, y prendió al dragón, la serpiente antigua, que es el diablo y Satanás: y le ató por mil años. Y lo metió en el abismo, y lo encerró, y puso sello sobre él, para que no engañe mas a las gentes, hasta que sean cumplidos los mil años; y después de esto conviene, que sea desatado por un poco de tiempo. Y vi sillas, y se sentaron sobre ellas, y les fue dado juicio: y las almas de los degollados por el testimonio de Jesús, y por la palabra de Dios, y los que no adoraron la bestia, ni a su imagen, ni recibieron su marca en sus frentes, o en sus manos, y vivieron, y reinaron con Cristo mil años. Bienaventurado y santo el que tiene parte en la primera resurrección: en estos no tiene poder la segunda muerte: antes serán sacerdotes de Dios, y de Cristo, y reinarán con él mil años. Y cuando fueren acabados los mil años será desatado Satanás.145

  —79→  

117. Este es, señor mío, aquel lugar celebérrimo del Apocalipsis, de donde, como nos dicen, se originó el error de los Milenarios. Pedidles ahora, antes de pasar a otra cosa, que os digan determinadamente ¿cual error se originó de aquí, pues la palabra error de los Milenarios, es demasiado general? No conocemos otro error de los Milenarios, que aquel que los mismos doctores han impugnado, y convencido con buenas razones en Cerinto, Nepos, Apolinar, y en todos sus partidarios. Mas el error de estos, o lo que en estos se convenció de error, ¿se originó de este lugar del Apocalipsis? Volved a leerlo con más atención: escudriñadlo a toda luz146, a ver si halláis alguna palabra que favorezca de algún modo las ideas indecentes de Cerinto, o las de Nepos, o las de Apolinar; y no hallando vestigio ni sombra de tales despropósitos, preguntad a todos los Milenarios, o herejes, o judaizantes, o novelistas, ¿cómo se atrevieron a añadir al texto sagrado unas novedades tan ajenas del mismo texto? ¿Cómo no advirtieron o no temieron aquella terrible amenaza, que se lee en el capítulo último del mismo Apocalipsis: si alguno añadiere a ellas alguna cosa, pondrá Dios sobre él las playas que están escritas en este libros147? En fin, pelead con estos hombres atrevidos, y dejad en paz a los que nada añaden al texto   —80→   sagrado, ni dicen otra cosa diversa de lo que el texto dice.

118. En eso mismo está el error, replican los doctores: pues aunque nada añaden al texto sagrado, lo entienden, a lo menos los literales, pensando buenamente o inocentemente, que en él se dice lo que suena, cuando bajo el sonido de las palabras se ocultan otros misterios diversísimos, y sin comparación más altos, por más espirituales. ¿Cuáles son estos? Vedlos aquí.

119. Tres son las cosas principales o únicas que se leen en este lugar del Apocalipsis. Primera: la prisión del diablo o de Satanás por mil años, y su soltura por poco tiempo pasados los mil años. Segunda: las sillas y juicio, o potestad que se da a los que se sientan en ellas. Tercera: todo lo que toca a la primera resurrección de los que viven y reinan con Cristo mil años.

120. Cuanto a lo primero nos aseguran con toda formalidad, que la prisión de Satanás, de que aquí se habla, no es un suceso futuro, sino muy pasado: no una profecía, sino una historia: y aun cuando San Juan tuvo esta visión, que fue en su destierro de Patmos, la cosa ya había sucedido; según unos, más de cincuenta años antes: según otros, más de noventa, esto es, antes del nacimiento del mismo San Juan. Estos últimos nos enseñan, que el ángel que bajó del cielo con la llave del abismo en una mano, y con la gran cadena en la otra, para aprisionar al diablo, no fue un ángel verdadero, sino el mismo Mesías Jesucristo, que también se llama ángel en las Escrituras, el cual en el día, y en el instante mismo de su encarnación lo ató, lo condenó y lo encarceló en el abismo, por mil años: esto es, por todo el tiempo que durase la Iglesia cristiana en el mundo: y las palabras, para que no engañe más a las gentes148, quieren decir: para que no engañe en adelante a los escogidos así de los Judíos como de las gentes, etc. Notad aquí de paso, que los mismos doctores, que en el capítulo antecedente acaban   —81→   de convertir en el ángel San Miguel al mismo Jesucristo, al mismo Verbo de Dios, al mismo Rey de los reyes, aquí convierten al ángel en Cristo con la misma facilidad.

121. Otros doctores son de parecer (esta parece la sentencia más común) que el ángel de que aquí se habla es un verdadero ángel, que tiene la superintendencia del infierno. Este ángel, dicen, bajó del cielo con su llave y cadena, el viernes santo a la hora de nona en el mismo instante en que el Señor expiró en la cruz, y ejecutó por orden suya aquella justicia con el diablo, dejándolo desde entonces encadenado, y encerrado en el infierno, hasta que se cumplan mil años, no determinada, sino indeterminadamente, hasta los tiempos del Anticristo, que entonces se le dará soltura por poco tiempo (y aunque esto sucedió el día de la muerte del Señor, más el amado discípulo, que se hallaba presente, no lo vio entonces, sino allá en Patmos, setenta años después).

122. Cuanto a lo segundo, esto es, cuanto a las sillas, y el juicio que se dio a los que se sentaron en ellas, hallamos en los intérpretes dos diversas opiniones, o modos de pensar. Unos dicen, que son las sillas episcopales, o los pastores que se sientan en ellas, en los cuales está el juicio de las cosas pertenecientes a la religión. Otros afirman, que por las sillas, y juicio no debe entenderse otra cosa, sino los puestos de honor, y dignidad que las almas de los santos ocupan en el cielo, donde viven y reinan con Cristo, etc. Cuanto a lo tercero nos aseguran como una verdad, según dicen, más clara que la luz, que San Juan no habla aquí de verdadera resurrección; sino de la vida nueva a que entran los mártires y demás justos, cuando salen de este mundo y van al cielo. Esta vida nueva y felicísima es; dicen, la que llama el amado discípulo primera resurrección149, la cual debe durar mil años, esto es, no ya hasta el Anticristo, como la prisión del diablo, sino algo más, tomado indeterminadamente hasta la resurrección universal, que entonces   —82→   tomando sus cuerpos, empezaran a gozar de la segunda resurrección: esto es, en suma, todo lo que hallamos en los doctores sobre el capítulo XX del Apocalipsis. Yo dudo mucho que la explicación os haya contentado, como también me atrevo a dudar que haya podido contentar a sus propios autores. Más era preciso decir algo, y procurar salvar su sistema de algún modo posible. Y pues nadie nos obliga a recibir ciegamente dicha explicación, ni los doctores mismos pueden pedirnos un sacrificio tan grande de nuestra fe, debido solamente a la autoridad divina, no tendrán a mal que la miremos atentamente, dando algún lugar a la reflexión.

Párrafo IV

123. Primeramente: si los mil años de que habla San Juan en este lugar, y lo repite seis veces, no significan otra cosa que todo el tiempo que durare la iglesia, o desde el día de la encarnación del hijo de Dios, o desde el día de su muerte hasta el Anticristo, nosotros nos hallamos actualmente en este tiempo feliz. Ahora bien: ¿y vos creéis, amigo Cristófilo, que en este nuestro siglo, lo mismo digo de los pasados, está el dragón, serpiente antigua, que es el diablo y Satanás150, atado con una gran cadena, encerrado o encarcelado en el abismo, cerrada y sellada la puerta de su cárcel, para que no engañe más a las gentes? Si lo creéis así, porque así lo halláis escrito en gruesos volúmenes, permitidme que os diga con llaneza, que sois o muy tímido, o demasiado bueno. Si creéis con los autores de la primera sentencia que esta prisión del diablo con todas las circunstancias que se expresan en el texto sagrado, sucedió el día de la encarnación del hijo de Dios, tenéis contra vos nada menos que toda la historia del evangelio en donde lo hallareis tan suelto, tan libre, tan dueño de sus acciones, que entre otras muchas cosas, pudo buscar y hallar a Cristo en el desierto: pudo llevarlo al pináculo,   —83→   o a lo más alto del templo: pudo después de esto subirlo a un monte alto, mostrándole desde allí toda la gloria del mundo, y pedirle que lo adorase como a Dios: ¿cómo se compone toda esta libertad con aquella prisión?

124. Si esta sucedió en la muerte de Cristo, como afirman los autores de la segunda sentencia, tenéis en contra a San Pedro y San Pablo, que no podían ignorar un suceso tan interesante: uno nos exhorta a todos los cristianos que seamos sobrios, y vivamos en vigilancia y en cautela, porque el diablo, vuestro adversario (dice), anda como león rugiendo al rededor de vosotros, buscando a quien tragar151. ¿Para qué cautela y vigilancia contra un enemigo encadenado y sepultado en el abismo? El otro se queja amargamente del ángel de Satanás que lo molestaba o colafizaba: y en otra parte dice, que le había impedido una cosa que pensaba hacer; más Satanás nos lo estorbó152. Tenéis en contra, a más de esto, a toda la Iglesia, la cual en sus preces públicas, pide que nos libre Dios de las asechanzas del diablo: y usa de exorcismos, y del agua bendita para ahuyentar los demonios.

125. Vuelvo a deciros, amigo, que no seáis tan bueno. El diablo está ahora tan suelto y tan libre como antes. La única novedad, aunque bien notable, que ha habido, y hay ahora respecto del diablo después de la muerte del Mesías, es esta: que ni Dios le concede tanta licencia como él quisiera, ni los que creen en Cristo están tan desarmados, que no puedan resistirle y hacerle huir: pues por los méritos del mismo Cristo y por la virtud de su cruz se nos conceden ahora, y se nos ponen en la mano excelentes armas, no sólo defensivas, sino también ofensivas, para que podamos resistir a sus asaltos, y aun para traerlo debajo de los pies. Así se ve, y es fácil observarlo, que los que quieren aprovecharse de estas armas,   —84→   es a saber, sobriedad, vigilancia, cautela, retiro de ocasiones, fe, oración, etc., vencen fácilmente a este enemigo formidable, y aun llegan a mirarlo con desprecio. Por el contrario, los que no quieren aprovecharse de estas armas, al primer encuentro quedan miserablemente vencidos. Por esto, el enemigo astuto y traidor, procura en primer lugar persuadir a todos con toda suerte de artificios, que arrojen de sí aquellas armas, como que son un enorme peso, no menos inútil, que insufrible a las fuerzas humanas. Si el hallar ahora Satanás tanta resistencia en algunos, por la bondad de sus armas, y por la gracia y virtud de Cristo, quieren que se llame estar encadenado, encerrado en el abismo, con la puerta de su cárcel cerrada y sellada, para que no engañe más a las gentes, etc., se podrá decir lo mismo, y con la misma propiedad de un ladrón, que yendo de noche a robar una casa, halla la gente prevenida, y armada, de modo que le resiste, lo ahuyenta, y libra su tesoro de las manos del injusto agresor: lo cual sería ciertamente un modo de hablar bien extravagante, y bien digno del título de barbarismo, o idiotismo. Más como de esas veces se hace hablar a la Escritura Santa con lenguajes inauditos, para que hable según el deseo de quien la hace hablar: bien fácil cosa es hacerla decir lo que se quiere con solo añadir el esto es.

126. Negando, pues, con tanta razón, que la prisión del diablo, de que se habla con tanta claridad, y con circunstancias individuales en el capítulo XX del Apocalipsis, haya sucedido hasta ahora, parece necesario decir y confesar, que sucederá a su tiempo. ¿Cuándo? Cuando venga el Señor en gloria y majestad, que para entonces la pone clarísima la Escritura: y a ninguno se ha dado, ni se ha podido dar la libertad de mudar los tiempos, y sacar las cosas de aquel lugar, y de aquel tiempo determinado, en que Dios las ha puesto. Leed el capítulo veinte y cuatro de Isaías, que todo él tiene una grandísima semejanza con el capítulo diez y nueve del Apocalipsis y principio del veinte. Allí hallareis hacia el fin del versículo veinte y uno el mismo misterio de la   —85→   prisión del diablo con todos sus ángeles y con todas las potestades de la tierra. En aquel día visitará el Señor, sobre la milicia del cielo en lo alto; y sobre los reyes de la tierra, que están sobre la tierra. Y serán recogidos y atados en un solo haz para el lago... y serán encerrados en cárcel153. Si queréis ver un rastro bastante claro de la soltura del diablo, y de sus ángeles después de mucho tiempo, como lo dice San Juan después de mil años, reparad en las palabras que siguen inmediatamente, y aun después de muchos días serán visitados154. El mismo Isaías hablando del día del Señor, dice así: en aquel día visitará el Señor con su espada dura, y grande, y fuerte, sobre Leviatán serpiente rolliza, y sobre Leviatán serpiente tortuosa...155. Y por Zacarías dice el Señor: y exterminaré de la tierra los falsos profetas, y el espíritu impuro156: lo mismo que dice San Juan, al fin del capítulo diez y nueve y principio del veinte. Por donde se ve, que el amado discípulo alude aquí a estos y a otros lugares semejantes, de que hablaremos a su tiempo, dando la llave para la inteligencia.

127. Después de la prisión del diablo, dice, San Juan, que vio sillas en las cuales se sentaron algunos que no nombra, a quienes se dio el juicio, o la potestad de juzgar y vi sillas y se sentaron sobre ellas, y les fue dado juicio157. La explicación o inteligencia que pretenden dar a estas sillas, y a los jueces que se sientan en ellas, diciendo unos, que son los   —86→   obispos, y otros que son las almas de los bienaventurados en el cielo, parece claro que en los tiempos de que se habla no viene al caso, ni es creíble que estas dos cosas o alguna de ellas se le revelasen a San Juan como dos cosas nuevas, y de un modo tan oscuro en un tiempo que ya el mundo estaba lleno de obispos, y el cielo poblado de almas justas y santas. Esta sola reflexión basta y sobra para no admitir dicha inteligencia. Acaso preguntareis, ¿por qué no se colocan en estas sillas los doce apóstoles, según la promesa que les hizo el Señor: os sentareis vosotros sobre doce sillas, para juzgar a las doce tribus de Israel?158 Mas la respuesta era fácil, si se dijese que una misma razón sirve para todo. Por esta razón, el Rey de los reyes, el Verbo de Dios, no es Jesucristo, sino San Miguel. Por esta razón la prisión del diablo, por mil años, no es suceso futuro, sino pasado, y en el mismo Satanás se han verificado, y se están verificando, dos cosas contradictorias: como son estar atado, y suelto; estar encarcelado en el abismo, y cerrada y sellada la puerta de su cárcel, y al mismo tiempo andar por el mundo, como león rugiendo... buscando a quien tragar159; y esta misma razón debe servir para lo que vamos a ver.

Párrafo V

128. Sigue inmediatamente el texto sagrado diciendo: y las almas de los degollados por el testimonio de Jesús, y por la palabra de Dios, y los que no adoraron la bestia... y vivieron, y reinaron con Cristo mil años. Los otros muertos no entraron en vida hasta que se cumplieron los mil años. Esta es la primera resurrección.160

  —87→  

129. La explicación que hallamos en los intérpretes, la hallamos ordinariamente acompañada de una circunstancia bien singular, que no sé que se le haya añadido jamás a la explicación de ningún otro lugar de la Escritura. Quiero decir: que se halla acompañada de la aprobación, y elogio de ser más clara que la luz. Mas este elogio no parece tan claro, ni tan unívoco, que no pueda admitir dos sentidos bien diferentes. El primer sentido puede ser este: las cosas que se dicen sobre este texto, son verdades más claras que la luz. El segundo sentido es este: las verdades que se dicen sobre este texto, son las mismas de que el texto habla, y esta es una verdad más clara que la luz. En el primer sentido creo firmemente, que el elogio es justísimo, así como creo (por ejemplo) que todas o las más de las cosas, que dice San Gregorio en sus exposiciones sobre Ezequiel, sobre Job, etc. son unas verdades más claras que la luz; más en el segundo sentido, que es el que hace al caso, y el que solo hemos menester, el elogio no puede ser más impropio, ni más impertinente.

130. Explícome: yo creo firmemente con todos los fieles cristianos, que las almas resucitan (si se quiere hablar así por una locución metafórica) que resucitan, digo, o por el bautismo, o por la penitencia de la muerte del pecado a la vida de la gracia. Creo que las almas de los mártires, y de todos los demás santos aunque no hayan padecido martirio, están con Cristo en el cielo, allí gozan de la visión beatífica. Creo que todos los fieles que mueren en gracia de Dios, van a gozar de la misma felicidad, según el mérito de cada uno, después de haber pagado en el purgatorio todas las deudas que de aquí llevaron. Ítem, creo, que todas las almas que han ido o han de ir al cielo, volverán a su tiempo a tomar sus propios cuerpos, resucitando, no ya metafóricamente, sino real y verdaderamente para una vida eternamente feliz. Creo en fin, que las almas de los malos no van al cielo después de la muerte, sino al infierno, ni resucitarán para la vida, sino para la muerte eterna, que la Escritura llama muerte segunda. Todo esto es certísimo, y más claro que la luz.

  —88→  

131. ¿Y qué? ¿Luego estas son las verdades que aquí se revelan al discípulo amado por una visión tan extraordinaria? ¿Luego son estos los misterios ocultos que aquí se nos descubren en tono de profecía? Cuando San Juan tuvo esta visión cincuenta o sesenta años después de la muerte de Cristo, y venida del Espíritu Santo, ¿ignoraba acaso estas verdades? ¿Se ignoraban en la Iglesia de Cristo? ¿No las sabían, y creían todos los fieles? ¿Era alguno admitido al bautismo, o a la comunión de los fieles, sin la noticia y fe de estas verdades? Pues si toda la Iglesia estaba en esto: toda la Iglesia dilatada ya en aquel tiempo por casi toda la tierra, vivía, se sustentaba y crecía con la fe de estas verdades: si estas verdades eran todo su consuelo y esperanza, ¿qué cosa más impropia se puede imaginar, que una revelación nueva de las mismas verdades, y una no tan clara, sino oscurísima, en términos equívocos, y debajo de metáforas, símbolos y figuras, que es necesario adivinar? Cierto que no es este el modo con que ha hablado el Espíritu Santo en cosas pertenecientes a la fe y a las costumbres, que miran a la propagación de la doctrina cristiana,161 ni se hallará algún ejemplar en toda la Escritura.

132. No es esto lo más. Si el capítulo XX del Apocalipsis no contiene otras cosas que aquellas verdades y misterios que quieren los doctores, debía San Juan haber omitido una circunstancia gravísima, que en este caso parece, ya no solo superflua, sino del todo impertinente. Tal vez por esta razón se toman la libertad de omitirla, o mirarla sin atención los que nos dan la explicación más clara que la luz. Ved aquí la circunstancia gravísima de que hablo; y las almas de los degollados por el testimonio de Jesús y por la palabra de Dios, y los que no adoraron la bestia, ni a su imagen, ni recibieron su marca en sus frentes... y vivieron y reinaron con Cristo mil años.162

133. De manera, que los resucitados y reinantes con   —89→   Cristo de que aquí se habla, no son solamente los degollados o los mártires; sino también expresamente los que no adoraron a la bestia ni a su imagen, ni tomaron su carácter en la frente, ni en las manos, de todo lo cual se habla en el capítulo XIII del Apocalipsis. De aquí se sigue evidentemente que el misterio de la primera resurrección, de que vamos hablando, debe suceder no antes, sino después de la bestia. Luego es un misterio no pasado, ni presente, sino muy futuro: pues la bestia, que por confesión de los mismos intérpretes es el Anticristo, está todavía por venir. Luego realmente no se habla en este lugar de aquellas verdades que se quisieran sustituir: esto es, de la resurrección metafórica a la vida de la gracia, y de la gloria de las almas que salen de pecado, o que salen de este mundo sin pecado, pues pasan por alto una circunstancia agravantísima, que destruye infaliblemente toda su explicación. San Juan señala claramente el tiempo preciso de esta primera resurrección, o la supone evidentemente, diciendo: los degollados por Cristo, y los que no adoraron a la bestia, estos vivieron y reinaron con Cristo mil años: los demás muertos no vivieron entonces; pero vivirán pasados los mil años; los otros muertos (son sus palabras) no entraron en vida, hasta que se cumplieron mil años163. Con que supone el amado discípulo, que cuando se verifique la primera resurrección, ya la bestia ha venido al mundo, y también ha salido del mundo: supone que ya ha sucedido la batalla, y también el triunfo de los que por amor de Cristo no quisieron adorarla u obedecerla.

134. Así como cuando se dice en Daniel que los tres jóvenes hebreos que rehusaron adorar la estatua de oro de sesenta codos de altura164, como mandaba a todos el rey Nabucodonosor, fueron arrojados a un horno de fuego; más salieron sin lesión alguna, etc.: si esta proposición es   —90→   verdadera, como lo es, supone evidentemente que cuando estos jóvenes salieron del horno con un milagro que espantó al rey, y a toda su corte, ya Nabuco había venido al mundo: ya había conquistado a su dominación todo el Oriente: ya había erigido públicamente una estatua de oro, o suya, o de alguno de sus falsos dioses: ya había mandado, so pena de fuego, que todos la adorasen: ya en fin, tres jóvenes hebreos fieles a su Dios, habían resistido constantemente aquel mandato sacrílego: pues de este mismo modo sin diferencia alguna supone San Juan el tiempo preciso de la primera resurrección, diciendo: los que no adoraron a la bestia, vivieron y reinaron con Cristo mil años; los demás muertos no vivieron hasta que pasen los mil años. Esta es la primera resurrección165.Quien quisiere, pues, explicar este misterio de algún modo razonable, o siquiera pasable, debe hacerse cargo, antes de todo, de esta gravísima circunstancia.

135. De todo lo que hasta aquí hemos reflexionado, la conclusión sea: que mientras no nos dieren otra explicación, que del todo se conforme en todas sus partes con el texto, y con todo su contexto, debemos atenernos al texto mismo, según su sentido propio y natural. Los que dijeren que esto es error, o fábula, o peligro, deberán probarlo hasta la evidencia con aquella especie de demostración de que es capaz el asunto, no respondiendo por la misma cuestión. Esto último es bien fácil hacer; lo primero, ni se ha hecho, ni hay esperanza de que pueda hacerse jamás. Hasta ahora no hemos visto otra cosa que la impugnación buena, a la verdad, de muchos absurdos groseros, que mezclaron los herejes, los judíos, los judaizantes, y si queréis, también algunos católicos ignorantes y carnales: y la verdad del Señor permanece eternamente166. Entre todas estas fábulas, entre todos estos errores, entre todos estos absurdos indecentes que rodean y tiran a confundir, y aun a oprimir la verdad de Dios, ella está y estará para siempre intacta: por consiguiente clara y patente, para los que la   —91→   buscaren sin preocupación, y ninguno pueda alegar alguna excusa razonable para no conocerla. Digo excusa razonable porque si bien se mira todo el fundamento que hay en contra, se reduce a la pura autoridad extrínseca, y esta no clara, sino bien equívoca: y ya sabemos cuanto peso puede tener esta autoridad sea como fuere, comparada con la autoridad intrínseca que es la de Dios mismo: porque Dios es veraz, y todo hombre falaz, como está escrito: para que seas reconocido fiel en tus palabras, y venzas cuando seas juzgado167. Este texto del Apóstol me ha sacado muchas veces de grandes dudas y temores. Dios se justificará, dice San Pablo en sus sermones, que no son otros que sus Escrituras, en que él mismo habla por sus Profetas168, y nos vencerá cuando pensáremos juzgarlo: porque es innegable que muchas veces, aun después de conocida la verdad, aun después de convencidos nuestros entendimientos, sin tener nada que oponer, todavía nos contiene la autoridad extrínseca, y tememos más contradecir al hombre, que a Dios.

136. Os dirán, amigo, que es necesario romper la corteza dura de la almendra, para poder comer el fruto bueno que está dentro encerrado. Quieren decir, que es necesario romper la letra de la Santa Escritura, y hacerla mil pedazos, para hallar el tesoro escondido en ella. Más si hacéis alguna ligera reflexión, conoceréis al punto el equívoco y el sofisma. ¿Qué tesoro pensamos hallar dentro de la letra de la Escritura? ¿Es acaso algún tesoro en general, o algún pedazo de materia prima? ¿Es acaso algún tesoro, a discreción y según el deseo o interés de quien lo busca? ¿No bastara hallar aquel tesoro particular, que muestra claramente la letra misma, sea el que fuere, y contentarse con él? Cualquiera niño de pocos años no deja de saber, que el fruto de una almendra que desea comer, no es la corteza dura que se presenta la primera a su vista, sino lo que ésta encierra dentro de sí: más también   —92→   sabe, que la fruta específica que debe esperar, rompiendo la corteza, no es la que a él le parece mejor, sino aquella precisamente que se llama almendra. ¿Y de donde lo sabe? Lo sabe por la corteza misma que tiene delante, y por esta superficie exterior distingue fácilmente con toda certidumbre la fruta que está dentro de todas las otras frutas. Quien pensare, pues, hallar dentro de la letra de la divina Escritura otro tesoro diverso de aquel que muestra la letra misma, será muy semejante a quien piensa hallar un diamante dentro de una almendra.

137. Por último, observan los doctores, y hacen fuerza en esto, como si fuese la principal dificultad, que la palabra mil años, en frase de la Escritura, no quiere decir precisa y determinadamente mil años, sino mucho tiempo, o muchos años: como cuando se dice: mil años, como un día169: hasta mil generaciones170: el menor valdrá por mil171: caerán mil a tu lado172: hirió Saul a mil173. Todo esto está bien, y yo soy del mismo dictamen. Siempre me ha parecido, que la expresión mil años, de que usa San Juan seis veces en este lugar, no significa otra cosa que un grande espacio de tiempo, tal vez igual, o mayor, que el que ha pasado hasta hoy día desde el principio del mundo, comprendido todo en el número redondo y perfecto de mil. En este punto, pues, yo concedo sin dificultad cuanto se quiere; no queriendo meterme en una disputa que me parece del todo inútil. Más con esta concesión ¿qué se adelanta? Nada, amigo, y otra vez nada. Los mil años de que hablamos, sean en hora buena un tiempo indeterminado; sean veinte mil o cien mil, más o menos, como os pareciere mejor. Lo que yo pretendo únicamente es, que estos mil años, o este tiempo indeterminado, no está en nuestra mano, ni se ha dejado a nuestra libre disposición. Por tanto, ningún hombre privado, ni todos juntos, pueden poner este tiempo donde les pareciere más cómodo,   —93→   sino precisamente donde lo pone la Escritura divina, esto es, después del Anticristo, y venida de Cristo que esperamos. Y si esto no podéis componerlo de modo alguno con vuestro sistema, o con vuestras ideas, yo me compadezco de vuestro trabajo, y propongo a vuestra elección una de estas dos consecuencias: Primera: luego, debéis negar vuestras ideas, si queréis creer a la divina Escritura: Segunda: luego debéis negar a la divina Escritura a vista de ojos, como dicen, si queréis seguir vuestras ideas.

138. Hágome cargo que todavía no es tiempo de sacar, ni aun siquiera de proponer, unas consecuencias tan duras: porque todavía tenemos mucho que andar: hay muchas premisas que proponer y que probar. Yo me contento pues, por ahora, con otra consecuencia más justa y menos dura, y este es todo el fruto inmediato que pretendo de esta disertación. Luego el sistema propuesto se puede oír sin espanto, recibir sin peligro, y dejar correr sin dificultad. Luego no será un delito, ni grave ni levísimo, ni tampoco una extravagancia, el proponer este sistema como una llave verdadera y propia de toda la Escritura divina: y en esta suposición ver y examinar si es así, o no. Este examen es facilísimo: no ha menester más ingenio, ni más artificio, que tomar la llave, y probar si abre o no las puertas; las puertas, digo, que no obstante la supuesta bondad del otro sistema, tenemos ahora tan cerradas.

139. Esto es todo lo que por ahora pretendemos. Si después de las pruebas que iremos haciendo, hallamos, como yo lo espero, que este sistema, o esta llave abre las puertas más cerradas, y que parecen invencibles; que las abre todas o casi todas; que las abre con facilidad, sin fuerza ni violencia alguna; que la otra llave tenida por única, en lugar de abrir las puertas, las deja más cerradas, etc.; entonces discurriremos de propósito sobre las consecuencias que se deben sacar. Mas esto no será posible hasta que hayamos avanzado mucho en la observación de los fenómenos particulares, a quienes llamo, yo no sé si con toda propiedad, las puertas cerradas de la santa Escritura; lo cual procuraremos hacer en la segunda parte.

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140. No me pidáis, señor, que me explique más sobre este punto del reino milenario, pues todavía no es su tiempo. Lo que he pretendido por medio de esta disertación, no ha sido tratar este punto gravísimo plenamente y a fondo; pues para esto es necesaria, y a esto se endereza toda la obra: he pretendido pues únicamente abrir camino, quitando un embarazo grande que me impedía el paso aun antes de empezar a moverme, o disipar una nube oscurísima, que no me permitía observar el cielo.

141. Todos, o casi todos los antiguos Milenarios, según las noticias que nos quedan, o se explicaron poco en el asunto, o se explicaron antes de tiempo. No asentaron bases firmes en que fundarse sólidamente. Añadieron demás de esto con demasiada licencia muchas ideas particulares, unas informes, otras indiferentes, otras disformes, según el talento, inclinación, y gusto de cada uno. Así todos o casi todos abrazaron muy buenos despropósitos. Estas faltas, por la mayor parte inexcusables, son al mismo tiempo una buena lección, que nos enseña a proceder con más economía, con mayor cautela. Por tanto yo estoy determinado a no explicarme antes de tiempo: quiero decir, a no añadir cosa alguna a la proposición general, hasta haber asentado con la mayor firmeza posible todas las bases que me parecen necesarias. Del mismo modo estoy determinado a no añadir otras ideas, sino aquellas que hallare claras y expresas en la Divina Escritura, y que pudiere probar sólidamente con esta autoridad infalible.

142. Estas ideas, o este modo de ser, de la proposición general, es verosímil que quisierais verlo luego, o por mera curiosidad, o tal vez por espíritu de oposición; más esto sería querer ver el techo de una casa grande, cuando apenas se empieza a poner los cimientos. Esto sería querer ir de París a Roma, sin pasar por los lugares intermedios; lo cual disputan hasta ahora ciertos filósofos, si es posible o no. Tened paciencia, amigo mío, que queriéndolo Dios no dejareis de ver algo en la segunda parte, y todo en la tercera.