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ArribaAbajoCapítulo VII

El pontificado y los judíos de Europa


I

El pueblo hebreo, disgregado y esparcido por toda la superficie de la tierra, cumple un destino providencial; desempeña un papel importante en la historia de la humanidad. El pueblo hebreo, tétrico anacoreta de los siglos, marcado en la frente con el estigma del más terrible castigo, agobiado con el peso de la general reprobación, arrastra una existencia difícil y misteriosa como un arroyo entre breñas, a cuya orilla no brotan llores, en cuya corriente ni la luna se digna retratarse: y sin embargo, cumple un destino providencial; en él están realizándose las profecías: no tiene patria, no tiene templo. Quitad al pueblo hebreo la esperanza, y os quedará un inmenso cadáver que se mueve: quitad al pueblo hebreo los recuerdos, y os quedará un inmenso colegio de prestamistas y de comerciantes.

La historia de ese pueblo admirable tiene tres puntos donde la vista se fija y el corazón se arrebata: tres elevadas cumbres, corona del mundo, desde las cuales el espíritu, fatigado de su marcha por la pendiente de los siglos, pasea su mirada tranquila sobre la ancha escena del universo, y ve nacer los imperios, y ve los imperios crecer, desarrollarse, desafiar al cielo; y ve por último temblar, decaer y hundirse los imperios. Esas cumbres elevadas son el Paraíso, el Sinay y Jerusalén.

Desde el Paraíso al Sinay media primero un cataclismo universal, y más tarde se descubren en los risueños valles del Oriente millares de tiendas a cuya puerta se sienta el patriarca, el pequeño rey de la familia, rey que ostenta en su cabeza la doble corona de la inocencia y de la ancianidad.

En este felicísimo período el pueblo hebreo, la rama más pura y más lozana de la familia semítica, es depositario de eternas verdades religiosas que Dios se digna revelarle: la pobre inteligencia humana no hubiera alcanzado nunca a inventar el monoteísmo. Abraham, Isaac y Jacob, los primeros sabios, los verdaderos filósofos del mundo antiguo, son cabeza a raíz de esa progenie predestinada que habló la lengua más armoniosa de la tierra, que habitó la porción más bella del universo, que obtuvo de Dios las más señaladas mercedes, que bebió en el desierto agua arrancada de una roca, y se alimentó con un manjar elaborado en el cielo.

El pueblo de Dios, acaudillado por Moisés, recibe, estupefacto a la falda del Sinay, un código que nunca lo tuvo igual nación alguna; un código escrito por el dedo mismo que señaló a los astros su perpetua rotación, y empujó la mole del universo en derredor de su eje de diamante. Del Sinay a Jerusalén media un período de guerras. La atención comienza a dividirse entre las tribus: la de Judá es la profetizada para mantener el cetro: el gobierno está confiado a los jueces de Israel. En la atmósfera se aspira el perfume de una poesía vigorosa y ardiente, cuyo eco, a través de las generaciones, ha llegado hasta nosotros en el sublime cántico de Débora.

Más de diez siglos faltaban para que el Rey Pacífico apareciese sobre la tierra, cuando el pueblo hebreo, agrupando, digamos así, los elementos de su nacionalidad, quiso fundar un trono, y asentar sobre ese trono un monarca que fuera manantial perenne de justicia y de verdad.

Y nació la monarquía hebrea; magnífica edad de oro para las letras y las artes de Israel: en ella sobresale la figura de David, el gran tipo de la raza semítica, el gran rey, el gran penitente, el gran poeta; y la figura de Salomón, el ideal científico, el rey que edificó el templo, el inspirado que escribió el Cantar de los Cantares, el filósofo que escribió como síntesis de la grandeza terrenal vanitas vanitatum, et omnia vanitas. Una institución altísima, especial del pueblo escogido, se encuentra en este período de la historia de Israel; al lado del monarca se eleva majestuosa y veneranda la cabeza del profeta: al profetismo están, pues, consagradas las páginas quizá más brillantes del libro inmortal de la revelación. La voz de los profetas se oye en todo Israel condenando los vicios, anunciando las calamidades, y encareciendo la observancia de la ley; pero el pueblo se aparta visiblemente de la senda que guía a la perfección, y sobre los montes cercanos a Jerusalén se erigen altares a Molok. La serpiente de la idolatría modula silbidos alrededor de la ciudad santa: bien pronto jeremías entona lúgubres endechas sobre las ruinas de la gran ciudad: Israel cae en la cautividad de Babilonia; a las orillas del Eúfrates cantan himnos a la libertad perdida, y envían suspiros a la patria abandonada los hijos infortunados de la casa de Jacob.

Libres un día del cautiverio, a la voz misteriosa de «levántate Jerusalén», la nacionalidad judaica no revive ya con el vigor de los pasados tiempos; y de esclavitud en esclavitud, de Baltasar a Ciro, de Grecia a Roma, ve correr, más como una religión que como una nación, largo período de años, durante los cuales hay sin embargo destellos brillantes en su historia; el heroísmo de los Macabeos, última gloria de Judáh, nos parece también el último canto de una gran epopeya. El pueblo hebreo atraviesa las civilizaciones de la antigüedad, y cuando se han apagado o están próximos a apagarse los recuerdos de moabitas, amonitas, tirios, fenicios, cartagineses, lacedemonios, atenienses, asirios, griegos y aun romanos, él arriba, infortunado pero sereno al siglo de Augusto, al cumplimiento de las semanas de Daniel: pronto se verán en el templo los horrores de la desolación; de la desolación que durará hasta el fin.

De Jerusalén al Monte Calvario media muy poco espacio: ¡cuántas amarguras y cuántas calamidades forman el epílogo de la historia antigua del pueblo de Israel!

Las profecías se realizaron: el Mesías vino, y los judíos no lo conocieron. Lo vieron, según las palabras de Isaías, despreciado y reputado como el más vil de los hombres, cercado por todas partes de dolores, y experto en el padecer; y no esperaban así al Rey inmortal de los cielos y la tierra.

A contar desde el deicidio, el judaísmo sometido al imperio romano, mira totalmente nublado el sol de su alegría y de su dicha; su templo reducido a escombros; tributario el pueblo: muda la voz de los profetas; escucha solamente la hora lúgubre que anuncia su completa dispersión; y prófugos y peregrinos como Caín en la primera edad del mundo, buscan los israelitas sombra y abrigo en todos los países del mundo, principalmente en las naciones que brotan de entre las ruinas de Roma. Los hebreos se despiden de su nacionalidad para emprender un viaje por el mundo, un viaje que todavía no han terminado; ¡y llevan andando diez y nueve siglos!

No fue por cierto España el país adonde más tarde acudieron: documentos históricos que se refieren al siglo IV, como el concilio de Elvira, y otros de época posterior, como los concilios de Toledo, nos testifican la existencia de los hebreos en nuestras tierras, en las cuales, con más o menos vicisitudes, permanecieron innumerables familias durante la gran borrasca de la Edad media. A partir desde este período, en el nuestro y en otros países se deja sentir la influencia de la cultura oriental, transmitida aunque tibiamente, de Babilonia y Pombeditá a Córdoba y a Toledo.

Al terminar el siglo XV, la península ibérica lanzó de su seno a los judíos que por tantos años había tolerado, a quienes tranquilamente había visto trabajar, enriquecerse y esperar, sobre todo enriquecerse y esperar, los dos grandes caracteres de la raza dispersa. No es ocasión de analizar las causas que motivaron la expulsión, los pormenores de la expulsión, ni las consecuencias que la expulsión produjera; de la península salieron más de cien mil familias que llevaron el habla de D. Alfonso el Sabio y de D. Alfonso de Baena a casi todos los pueblos europeos, pues en casi todos fueron acogidas con gran clemencia, distinguiéndose entre todos la ciudad eterna, la Roma de los Pontífices. Clemente VII, Paulo III y Julio III permiten a los judíos en los Estados pontificios el ejercicio de sus ritos y prácticas religiosas: muchos príncipes siguen el ejemplo de los Papas, y empiezan a establecerse sinagogas en Bayona y en Burdeos, en Suecia y en Dinamarca, en Leipzig y en Berlín, en Londres y en las ciudades anseáticas; y en todas o casi todas se habla la lengua de las Partidas y del Cancionero.

Tienen, pues, los judíos en los Estados pontificios existencia legal declarada por los Soberanos Pontífices, y confirmada por el transcurso de cuatrocientos o más años.

Entre los judíos y Roma, o en tesis más general, entre los judíos y el Estado en que respectivamente viven, media un contrato expreso o tácito pero garantido por la justicia, a cuya virtud ellos tienen el ejercicio tranquilo de sus ritos, pero las leyes del Estado les alcanzan como a los demás súbditos así en lo favorable como en lo gravoso.

Tal es la condición de la gran familia judaica que presta recuerdos a todas las naciones, y vive sin embargo en la tierra que las demás naciones le prestan para vivir: todavía el camino de Oriente es el camino de peregrinación; todavía Jerusalén es la casa en donde oran todos los pueblos que saben orar; solamente no ora en Jerusalén como en propia tierra el pueblo de David y de Salomón.

Los judíos que hoy habitan en Roma y en los Estados pontificios viven o deben vivir según la ley del país; tengamos presente esta verdad, para que de ella arranque el razonamiento principal de este capítulo.

II

Admitidos los judíos en varios puntos de Europa, primero en calidad de huéspedes y por amor de Dios, y establecidos más tarde en las ciudades más populosas, en los primeros centros mercantiles del mundo, siguieron cumpliendo su providencial destino, sin patria, sin templo, sin alianzas, sin otras afecciones de localidad que las que presta la riqueza movible, el capital metálico, el arte desastroso de la Bolsa.

La sociedad les había declarado guerra, y ellos aceptando el reto habían declarado guerra a la sociedad: excluidos casi siempre y casi en todos los lugares de la participación en los negocios públicos, satisfechas sus aspiraciones científicas con el estudio material de los libros bíblicos y el conocimiento del Thalmud, limitada su esfera de acción al ejercicio del comercio, mientras las sociedades embriagadas daban culto a la diosa-razón, a la diosa política, o al dios-lujo, ellos sagaz y misteriosamente adoraban al dios-dinero: y cuando por altos designios de la Providencia ha llegado una época en que los hombres, aun educados en el cristianismo, doblan la rodilla ante el becerro de oro, los judíos, que tienen oro, mucho oro, porque es lo único que se les permitió tener en tiempos en que el oro no valía tanto, se hallan impensadamente poseedores y dueños del talismán a cuyo influjo, más que en otro siglo alguno, se operan las revoluciones en el siglo XIX. Con dinero se logran los medios de falsear la opinión pública, de torcer los sentimientos de la multitud; con dinero se compran abogados para las causas malas, fiscales para las causas buenas, y hasta verdugos para las víctimas inocentes. Con dinero se atiza el fuego de las discordias, y se acrecientan las turbas que gritan crucifige; con dinero se pagan las traiciones y se premian los grandes crímenes sociales. El dinero de Europa en poder de enemigos de la sociedad puede traer gravísimas y funestas complicaciones.

Uno de los principales fundamentos en que la revolución moderna ha pretendido apoyarse para declarar guerra al Pontificado, es cabalmente un hecho en que se interesa una familia israelita, y que hace tres años está sirviendo de pretexto para una inmensa gritería. Nos referimos a la cuestión Mortara: al llamado por los revolucionarios rapto de un niño judío. Antes de entrar en el examen de este curioso y gravísimo punto científico2, séanos lícito hacer algunas observaciones que nos parecen muy justas: es la primera, que tratándose de la validez de un bautismo y de la conducta observada por la Santa Sede respecto a un cristiano, la potestad espiritual es la que primeramente se interesa, y por tanto la que principalmente es combatida por los revolucionarios: es, pues, inútil empeñarse en probar que el acontecimiento Mortara es uno de los que determinan la muerte del poder temporal del Pontífice.

Si en esta celebérrima cuestión se interesa ante todo la antigua disciplina de la Iglesia, y por incidencia la legislación civil de los Estados pontificios, sosténgase en buen hora que tanto aquella disciplina como esta legislación pueden sufrir reformas a tenor de las nuevas exigencias de los tiempos; pero una vez que estas reformas no se han hecho, que el Pontífice ha encontrado unos cánones y unas leyes en pleno vigor, declárese de buena fe que al Gobierno pontificio solamente incumbía ejecutar y aplicar aquella jurisprudencia. Y si tal ha sido su conducta, ¿podrá tolerarse que los católicos se unan con los enemigos de la Iglesia para acusar de raptor de niños al Pontífice? Frecuentes, muy frecuentes son en Irlanda las vejaciones de los protestantes contra los católicos; y sin embargo, ni aun los espíritus más avanzados claman contra ellas: ¿por qué hoy, espíritus que se dicen conservadores, han de complacerse también en agravar la situación de la Santa Sede? El suceso Mortara ha sido, pues, en nuestro concepto un pretexto para lanzar inculpaciones contra el Pontificado, no en manera alguna un motivo de revolución en el territorio de la Iglesia; siendo más religioso que civil el carácter de la cuestión, si de ella hubieran resultado consecuencias éstas hubieran sido de índole religiosa; y los demagogos italianos y sus apadrinadores dicen hasta la saciedad que en el movimiento actual nada va contra la religión, nada contra el Pontífice; todo contra el soberano temporal. La contradicción no puede estar más patente.

III

Para corroborar la prueba de que la cuestión Mortara es el pretexto leve de una gritería grave, será bien que observemos, acercándonos al campo de batalla, quiénes son los contendientes y cuáles armas brillan en el combate.

Los apologistas de la libertad de religiones, los que han visto sin escandalizarse insultos a la justicia y a la ciencia, flagrantes violaciones del derecho cometidas en casi todos los países de Europa en estos últimos años de vicisitudes y de horrores: los que leen sin conmoverse la plana entera que los periódicos de América consagran al anuncio de esclavos que se venden y se alquilan; los que han cuestionado a favor de la enseñanza obligatoria, del amoldamiento de todos los hijos en la turquesa del Estado con mengua de los fueros paternales, hoy defienden la intransigencia en materia de religión; hoy se escandalizan o fingen escandalizarse a nombre de la justicia y de la ciencia, hoy agotan las frases de poética ternura pintando los efectos del corazón, las delicias del hogar doméstico y los dulcísimos lazos de la paternidad, a propósito de un niño que ha dejado de ser hebreo para ascender a la dignidad preeminente de cristiano.

En el campo de la discusión se hallan también los que sin defender la libertad de religiones defienden la necesaria libertad, los fueros imprescriptibles de la única religión verdadera; los que respetan la familia y la honran por ley divina y humana; los que sienten más aunque procuren llorar menos; los que comprenden y adoran la fraternidad cristiana y ven acá abajo en los padres de familia sombra leve del amor intenso, del infinito amor que tiene a sus redimidos el gran Padre de familias a quien obedecen los cielos y la tierra.

A mayor altura que los contendientes, dominando el campo con majestad, descubre la imaginación la veneranda figura de un sacerdote y los débiles contornos de un niño: el sacerdote es el vicario de Jesucristo, en quien reside la potestad dada a San Pedro de dirigir la nave de la Iglesia y abrir las puertas del cielo: es el augusto depositario de aquella fuerza que en remotos tiempos dio a los pueblos el impulso civilizador, que en la Edad Media los salvó de la revolución de la materia, y que andando los siglos volvió a salvarlos de la revolución de las ideas.

El niño no es un príncipe, ni un potentado de cuya alianza, de cuyos ejércitos o de cuyos tesoros haya menester el Pontífice-rey que lo acompaña: es simplemente un vástago de estirpe judía, es un párvulo de una modesta familia israelita; pero ese párvulo modesto, ese niño que no ha nacido príncipe ni potentado de la tierra, es una criatura afortunada a quien cabe en herencia un reino que no peligra con los embates ni los cataclismos, un reino inmortal, el reino de Dios. La familia de ese niño, en la naturaleza, no tiene garantías que le aseguren la conservación de tan precioso derecho; hasta que llegue a la edad del desarrollo de la razón necesita el amparo, la tutela de su nueva familia en la gracia: y el Padre de todos los fieles, que por lo tanto lo es suyo, se encarga de esa tutela, recibe al hijo cuyo alma, que es lo más noble, le pertenece en Jesucristo; mas como no puede llevarse el alma sola, con dolor íntimo de su corazón aparta la persona (el cuerpo y el alma) del padre en la naturaleza. El padre en la gracia defiende al hijo; y obligado como está a sustentarlo, sustenta su espíritu con la doctrina salvadora del catolicismo; el padre en la naturaleza no ha perdido sus derechos, ¿ni quién pudiera arrebatárselos? Los tiene en suspenso hasta que llegando el hijo a la plenitud del libre albedrío, elija entre el Thalmud y el Evangelio, entre la esclavitud en que nació y la libertad en que fue regenerado.

Tal es el cuadro que a primera vista ofrece el campo de la discusión, cuyas fronteras pisamos.

Pocas veces puede mostrarse un Pontífice más grande ni su misión más sublime, que al aparecer en la cumbre de la Iglesia con un niño de raza judía asido de la mano, perdonando a los que lo injurian, y diciendo a los que de diversos puntos de la tierra y en diversos estilos, no todos reverentes, le piden que abandone esa criatura a la suerte de sus padres: «non possumus».

¿Sabéis lo que significa non possumus en labios del que tiene potestad divina para ligar y desligar sobre la tierra? Quiere decir: ni todos los ejércitos de Europa, ni todos los tesoros del mundo, podrán hacer que la Iglesia renuncie a la salvación de una alma que es ya templo de la gracia, que vale ya más, por tanto, que todos los tesoros, que todos los ejércitos, que todo, en fin, lo que no sea el alma de un cristiano.

¿Sabéis cuál será el dolor con que ha pronunciado su non possumus el que tanto puede en el orden espiritual? Toda la ternura, toda la sensibilidad que demostráis a vista del padre judío que se ve privado de educar a su hijo, podéis experimentarla también a vista del padre en la gracia que se ve en la imprescindible necesidad de apartar de una familia hebrea al vástago cristiano cuya alma no puede respirar libremente en aquella atmósfera. Donde en vez de los arroyos purísimos de la doctrina cristiana corren las aguas turbias de la superstición, no puede arraigarse y prosperar una flor tan delicada como la que brota por las palabras y la ceremonia del bautismo: es preciso trasplantarla mientras se fortalece: diréis que esto es doloroso; lo es en verdad, muy doloroso.

Y por lo mismo que en el corazón del Padre Santo causa profunda amargura la amargura de la familia Mortara, por lo mismo debe admirarse más y más la profundidad en las convicciones, el rigorismo en el deber, y la evidencia incontrovertible en la justicia que se revelan en el non possumus que pronuncia el Romano Pontífice al aparecer con el niño Mortara en la cumbre de la Iglesia, sobre el campo de la discusión.

Si prevaleciese, como debiera, el espíritu de humildad y de sumisión a los poderes constituidos, la cuestión Mortara no habría probablemente surgido entre escritores católicos: todos hubieran respetado el dolor del israelita de Bolonia, y nadie hubiera puesto en debate la conducta del jefe de la cristiandad, Para la gran mayoría de los fieles ese debate es sólo un motivo de escándalo: entre el Pontífice que obra conforme a la ley divina, y los críticos que lo impugnan conforme a la ley de su corazón henchido de orgullo, la elección no es difícil para la gran mayoría de los fieles: pedimos, sin embargo, a esos críticos un momento de calma, un esfuerzo sobre sí mismos, una ligerísima ofrenda de imparcialidad.

IV

Los Pontífices dieron amparo a las personas y garantía a los ritos y prácticas religiosas de los hebreos, cuando desterrados, como queda escrito, por algunos príncipes, hallaron asilo y refugio en varios países de Europa y también en el Estado del Papa.

Al aceptar los judíos este beneficio, contrajeron el deber, como súbditos temporales de la Santa Sede, de cumplir las leyes y disposiciones que de la Santa Sede provinieran.

Las disposiciones y leyes que acerca de los judíos residentes en sus Estados dictó entonces y ha dictado después el padre de los cristianos, llevan el sello de la benignidad y de la clemencia; clemencia y benignidad que por parte de la Santa Sede han llegado hasta el punto de tolerar a los judíos la falta de cumplimiento rigoroso de algunas de esas leyes, sin que hayan sido derogadas, permaneciendo, como permanecen, en plena fuerza legal.

El disgusto con que los fieles de Italia vieron la llegada de los hebreos, el temor de que, en contacto unos con otros, resultaran conflictos y desgracias y la negativa de muchos propietarios a alquilar sus casas para vivienda de judíos, dieron ocasión a que el Santo Padre les señalara barrios independientes, compeliendo a los dueños de las casas sitas en ellos a que cediesen sus habitaciones exclusivamente a familias israelitas: la paz de las poblaciones, y sobre todo la seguridad de los refugiados, lo exigían así; y así se hizo.

Acontecía que en la época de Semana Santa, en los días de lúgubre recogimiento que la Iglesia consagra al recuerdo y adoración de los misterios de la cruz, los cristianos se exaltaban a vista de los hebreos; y a las voces de «he ahí los asesinos de Jesús» se promovían escándalos y se intentaban atropellos; y el Papa, a fin de remediar tales excesos, garantizó prudentemente la incomunicación absoluta durante el jueves y viernes de la semana mayor.

Acontecía, por último, que ya por razones de economía, ya por cualesquiera otros motivos, los judíos tenían en su casa sirvientes cristianos, que alguna vez bautizaban a los recién nacidos, y creaban complicaciones religiosas de la mayor gravedad: y el Pontífice, para asegurar y proteger los derechos y la tranquilidad de las familias judías, les prohibió que tuvieran en su casa criados ni criadas pertenecientes a la religión cristiana. No pueden llevarse a mayor extremo el interés, la consideración y la clemencia.

Hemos llegado al suceso origen de la gran cuestión. Una familia judía, la familia Mortara, residente en Bolonia, ciudad del Estado pontificio, contraviniendo a una ley que estaba obligada a guardar, pero cuyo rigoroso cumplimiento no exigía el gobierno por favorecer en todo lo posible a los hebreos, admitió y tuvo a su servicio a una cristiana católica, apostólica, romana. Nueve años habrá que un párvulo de esa familia fue atacado de horribles accidentes que, comprometiendo su débil existencia, lo acercaron hasta el borde del sepulcro: un día el ataque nervioso fue tan grave, y los síntomas de cercano fin tantos y tan ciertos, que los padres, inundados en lágrimas, desesperaron de la salvación del niño: junto a su lecho se leyeron ya las oraciones con que los hebreos despiden a sus hermanos para el viaje de la eternidad. En aquellos momentos la criada cristiana, anhelosa de que el niño hebreo se convirtiera en un ángel del Señor, salió de casa, consultó a un hombre instruido acerca de la exactitud y los pormenores de las palabras y ceremonia del bautismo, de las cuales tenía conocimiento, pero no la necesaria fijeza; quería bautizar al moribundo niño, y bautizarlo bien: satisfizo cumplidamente sus deseos el cristiano a quien consultó, y aprovechando la ocasión en que los padres, lejos ya del hijo expirante, se entregaban al dolor por la que creían pérdida inevitable, le administró el agua regeneradora con las palabras de la Iglesia y con la íntima intención de abrir a aquella alma tierna las puertas de la gloria.

La Providencia en sus altos y para sus incomprensibles designios protegió la vida del niño Edgardo Mortara, que a la sazón contaba poco menos de dos años: los síntomas fatales fueron desapareciendo; el neófito venció el ataque, y la naturaleza continuó en favorable desarrollo.

Más de cuatro años transcurrieron, y el bautismo del niño permaneció en riguroso secreto. Dios, que desde el cielo había aceptado al nuevo hijo e infundídole por el sacramento las virtudes y dones del Espíritu Santo, y la cristiana que había franqueado al vástago de su amo judío los tesoros de la gracia; nadie más sabía los pormenores del suceso feliz en cuya virtud se abrió ante el niño Mortara la vida eterna del alma, en los momentos mismos en que lloraban los padres la muerte prematura de su cuerpo.

Y es de presumir que en secreto hubiera permanecido este suceso feliz, a no disponer las cosas la Providencia en términos de que por un enlace de circunstancias viniera a descubrirse en otoño de 1857, cuando ya la criada había salido de la casa del israelita, y cuando eran pasados cinco años del bautizo.

Llegó el asunto a conocimiento de la autoridad de Bolonia. La criada cristiana fue requerida, escrupulosamente interrogada; y probaron sus declaraciones, pero con prueba que una congregación de cardenales reconoce como plena, indudable, que administró el sacramento con todos los requisitos que la Iglesia exige: que vertió el agua sobre la cabeza del niño pronunciando las palabras del Ritual, y animada de una intención y un deseo vehementes de que el alma del niño se salvase.

El niño es cristiano: la Iglesia católica alega y ejercita su incontrovertible derecho a educarlo dentro de los principios del catolicismo, y estamos de lleno en el tema de la controversia.

El cristianismo no busca sus prosélitos en la sorpresa, en la fuerza o en la coacción; convenido: el cristianismo no puede ni debe imponerse; es verdad: es ilícito el bautismo conferido a los hijos de los infieles contra la voluntad de sus padres (invitis parentibus): esto último no es tan evidente; merece discutirse.

Entre tomistas y escotistas se disputa si, generatim loquendo, es ilícito ese bautismo; y aunque los segundos defienden con muchas razones la licitud, la impugnan los primeros, y su opinión en este punto prevalece en las escuelas y concuerda con lo decidido por la Iglesia; pero decimos generatim loquendo, porque la doctrina tomística de que no es lícito el bautismo administrado a hijos de infieles sin consentimiento de los padres, está sujeta a la excepción del caso en que medie peligro de muerte, y a la del caso en que el hijo sea abandonado por los padres: la primera de estas excepciones se adapta perfectamente a nuestro caso.

Dado que la validez del Sacramento no es en manera alguna atacable, pues se administró por quien pudo y como se debió, es fuerza convenir en que su licitud está igualmente al abrigo de toda sutileza, pues dentro de la doctrina tomística aceptada por la Iglesia y proclamada por Benedicto XIV en su carta Postremo mense, que dirigió en 1747 al arzobispo vice-gerente de Roma, y contiene la disciplina relativa al bautismo de infieles, se establece el principio de que en caso de peligro de muerte (y el peligro de muerte no admite duda en el caso Mortara) es lícito el bautismo administrado al niño infiel contra la voluntad de sus padres.

Declarado válido y lícito el sacramento del bautismo, esto es, constituido cristiano el hijo del israelita Mortara, templo ya de la gracia y depositario de la fe, de la esperanza y de la caridad, no puede ser educado por un padre israelita, sin que el sacramento se profane, sin que el neófito viva en constante riesgo de perversión: la Iglesia se ve en la dolorosa necesidad, en el deber sagrado de apartar al hijo, durante el período de la educación, del seno de su familia: para evitar la contingencia de esta necesidad dolorosa y de este sagrado deber, prohibió el Pontífice a los judíos el roce inmediato y doméstico con los cristianos: la familia Mortara infringió la ley protectora de sus propios derechos: he aquí cómo los periodistas que defienden al desgraciado padre judío, muestran por él un celo y un interés que el mismo no pudo o no quiso tener, evitando el servicio de una cristiana, con lo cual hubiera observado la ley a que estaba sujeto como judío y como súbdito romano.

En el terreno de las ciencias eclesiásticas es inútil la controversia: la Santa Sede, educando cristianamente al neófito Mortara, ejercita un derecho y cumple una obligación. Pero una vez que los escritores de casi toda Europa han acudido al derecho natural y a los fueros del hogar doméstico para combatir a la Santa Sede, probaremos a examinar la cuestión bajo este aspecto.

V

¿Y cómo se prueba que el niño judío fue bautizado por la criada?

A los que hagan o intenten hacer esta pregunta, contestaremos con otra: ¿y qué motivo hay para suponer siquiera que pueda ser falso lo declarado por Ana Morisi?

La manera como el suceso ha llegado a descubrirse revela, si no una disposición providencial, porque éste es lenguaje ininteligible para ciertas personas, al menos una absoluta sinceridad por parte de la cristiana que incidentalmente habló del bautismo del niño Edgardo cuando se le indicaba la idea de bautizar a otro párvulo moribundo. Una vez verificada la declaración solemne del hecho y de sus pormenores, una vez reconocidas por la congregación de cardenales la exactitud y perfección con que el bautismo fue administrado, a los enemigos del bautismo de Mortara cumple alegar, a modo de excepciones, las pruebas que tengan contra la veracidad y justicia de lo actuado por la congregación que ha interpuesto en el asunto su respetable autoridad.

No se concibe, no cabe en los límites de un regular criterio que de buena fe se niegue o se dificulte un hecho que data de nueve años, y se sabe sin revelación directa de la autora, sin excitación mediata ni inmediata de la autoridad; se sabe por incidencia, cuando menos se esperaba, cuando de nada se estaba más distante que de prever siquiera complicaciones religiosas con los judíos de Bolonia ni con los judíos de ningún punto de la tierra; se sabe, no como una verdad que se pregunta o que se anuncia y se pregona, sino como una verdad que se cae y se recoge; se sabe, en fin, por casualidad, como se dice entre escépticos; providencialmente, como se dice entre cristianos.

Fortuna grande para la causa de la verdad es que se haya descubierto así; que no haya mediado recurso alguno, que aun siendo sano, legítimo y admitido, hubiera escandalizado tal vez a filósofos que reservan para casos como el presente todo su caudal de escándalo, a pensadores de Europa que muestran un rigorismo vidrioso cuando se trata de lo espiritual, y una inconmensurable laxitud cuando se trata de injusticias y atropellos en el orden temporal.

Contra el bautismo del niño Mortara ni los padres han aducido prueba: ¿será que tengan algunos pensadores de Europa más interés por la integridad judaica del niño que sus propios padres?...

La familia Mortara sólo ha intentado negar el peligro de muerte, pero de una manera tan débil, como que se refiere al certificado que expide un médico de cinco años después del ataque, cinco años después de que los padres llorasen como inevitable la pérdida de su hijo.

Tal documento, recurso fútil empleado siquiera por emplear alguno, ha sido considerado en Roma con detenimiento, y se ha decidido que carece de fuerza aun para poner en duda el peligro gravísimo en que el niño se hallaba, comprobado plenamente a tenor del testimonio de la criada Ana Morisi.

Aun suponiendo que el riesgo de muerte no hubiera existido, aun suponiendo que el niño hubiera estado en plena salud al recibir el agua del bautismo, el acto permanecería válido; su licitud podría ser atacada; pero el párvulo quedaba, como quedó en el caso de extremo peligro, hecho cristiano y heredero de la gloria.

Para demostrar el escrupuloso tino con que procede la Santa Sede en asuntos como el actual, citaremos un hecho que habla muy alto en pro de su prudencia y de su rectitud. En 1785 se denunció a Su Santidad un caso de bautismo que se decía administrado en Padua: el Pontífice remitió todos los documentos y antecedentes a una congregación de cardenales, la cual, después de concienzudo examen, contestó que no había pruebas seguras del bautismo, y que por tanto no procedía determinación alguna, y no se tomó; y el asunto acabó de esa manera.

¿Qué interés puede suponerse a la congregación que intervino en el caso de Mortara para decidir que hubo bautismo con sus esenciales circunstancias, si este no hubiera constado en términos claros y evidentes?

No es posible negar, ni siquiera dudar de buena fe, el hecho que da motivo a la altísima cuestión que se debate. Contra el bautismo del niño Mortara no se ha aducido ni una sola prueba: por el contrario, la veracidad del hecho está garantida con testimonio indestructible.

VI

Hemos dicho que la Iglesia, educando cristianamente al neófito Mortara, ejercita un derecho y cumple una obligación; el derecho de constituirse maestra, de la verdad y madre espiritual de esa criatura que tiene participación en sus tesoros, que es ya un miembro adoptivo de su cuerpo místico; y la obligación de velar por la salvación de una alma cristiana, que es templo de la gracia, y en tal concepto pesa más que todo el oro del mundo y vale más que todo lo que no sea infinito, como que está redimida con un rescate infinito.

Hemos añadido que ese derecho y esa obligación lo ejercita y la cumple la Santa Sede en virtud de leyes y disposiciones eclesiásticas que están en pleno vigor; leyes y disposiciones eclesiásticas, en cuya virtud y exacto cumplimiento la Santa Sede aparta al neófito del lado de sus padres, donde vive en riesgo constante de apostasía, y lo educa en las máximas del cristianismo, hasta que se halle en aptitud de discernir el bien y el mal, la verdad y el error, la luz y las tinieblas.

En el período glorioso de nuestra monarquía gótica, los concilios de Toledo, fuente de santidad y de sabiduría que dio raudales a todo el mundo católico, asambleas de imperecedera memoria, cuya norma y cuyos cánones aceptó más tarde algún concilio ecuménico, se ocuparon ya en puntos transcendentales relativos a la incolumidad de la fe y a los conflictos a que pudiera dar lugar el contacto de cristianos con judíos.

En el concilio III, canon XIV, se aleja a los israelitas de los cargos públicos, y se les prohíbe tener mujeres, mancebas o esclavas cristianas.

En el concilio IV, canon LVII, se leen estas palabras, fundamento y precedente de la ley eclesiástica con arreglo a la cual ha procedido la Santa Sede en la cuestión que debatimos: «Judeorum filios vel filias baptizatos, ne parentum involvantur erroribus, ab eorum consortio separari decernimus: deputandos autem monasteriis vel christianis viris aut mulieribus Deum timentibus ut in moribus et fide proficiant».

Esta doctrina, que a su vez se apoya en la gran autoridad de San Agustín, y a la cual nada obsta la de San Isidoro relativa a los bautismos por fuerza y coacción, cosa ilícita y vedada entre los cristianos, como dice nuestro erudito Mariana, esta doctrina repetimos, que aparece en el concilio IV de Toledo, es adoptada en otros concilios, defendida por los Padres de la Iglesia, y aplicada por los Romanos Pontífices.

La sagrada congregación del Concilio de Trento, cuyas decisiones tienen fuerza de auténtica y obligatoria interpretación de los cánones de aquel concilio, contestó en un rescripto al R. Obispo de Tossano lo siguiente: «Quemdam infantem hebroum, qui a nutrice in domun cujusdam christiani delatus fuerat et a quibusdam adolescentibus baptizatus, a parentibus segregandum et bene custodiendum».

Por otro decreto de 1.º de Enero de 1707, se mandó apartar de los padres y educar en la fe católica a un niño hebreo nacido en Turni y bautizado por la nodriza.

La misma sagrada congregación que dictó el anterior decreto, consultada acerca de si un niño bautizado que contaba cuatro años de edad podría dejarse en compañía de sus padres con riesgo de apostasía, contestó: «Puerum hebraeum separandum a parenpetum consortio, et in religione catholica penes christianos esse educandum». (17 de Julio de 1725.)

En 7 de Diciembre de 1741 la misma congregación con toda solemnidad (coram Ssmo.) decretó: «Puerum hebraeorum a quodam fa mulo Roma baptizatum, removendum esse a parentibus hebraeis et collocandum in domo cathecumenorum, ibique infide christiana instruendum. Etad R. P. D. Vicesgerenten pro executione».

En 10 de julio de 1742 se resolvió: «Puer octo mensium Avenione, in Gallia a puella hebraea baptizatus, omnimo eripiatur de manibus parentum hebraeoruin, et omnino: curandum, ut nutriatur et educetur inter christianos.»

En época no muy remota (1840), viajando por Italia una familia hebrea súbdita de Francia, le nació un niño que fue bautizado sin conocimiento de los padres; pero habiendo llegado al de la Santa Sede, se entablaron negociaciones muy prolijas acerca de esto conflicto religioso, y Roma obtuvo del Gobierno francés la promesa solemne, escrita en nota oficial de su embajador, de que el neófito sería educado en la religión cristiana, bajo la inspección del Gobierno: era cuanto la Santa Sede podía exigir y alcanzar, pues se trataba de un cristiano que no era súbdito suyo temporal; por eso la cuestión se ventiló de gobierno a gobierno, como una cuestión, además de religiosa, diplomática.

Las disposiciones legales que hemos aducido esclarecen el tema de una manera que no deja lugar siquiera a duda: el decreto de Diciembre de 1741 parece dictado para el caso Mortara; y sin embargo, no consta que el caso de 1741 produjera el estrépito que en mal hora ha producido el de 1858.

En plenitud de justicia, en evidente acuerdo con el derecho positivo, escrito, constituido, procede la Santa Sede en la cuestión del neófito Mortara para los católicos esto debiera bastar; pero parece que hay católicos que haciendo coro con los que no lo son, de sean más todavía; desean que se le explique y aclare ese derecho constituido; quieren penetrar en la raíz, en el por qué de esas leyes escritas, es decir, en el derecho constituyente. La patria potestad como destello del derecho natural, y el proceder de la Santa Sede como destello de un derecho sobrenatural, les parecen incompatibles y contrapuestos, probaremos que no lo son.

VII

La patria potestad es un destello del derecho natural. El padre es un tutor dado al hijo por la naturaleza y por la ley. Estas dos proposiciones figuran entre las verdades más sencillas y rudimentarias de la jurisprudencia; las aprenden los juristas en los primeros pasos de su carrera; y sin embargo, en esas verdades sencillas y rudimentarias debemos fijarnos hoy para esclarecer una cuestión científica y religiosa de la mayor importancia.

De desear sería que todos cuantos hablan de derecho natural tuvieran exacta y verdadera noción de ese derecho, pues debe advertirse que desde la época en que los jurisconsultos romanos lo definían quod natura omnia animalia docuit, hasta los presentes días de progreso en el estudio de las ciencias abstractas, se ha escrito y dicho tanto, a tenor de las diversas escuelas y de los encontrados pareceres, que no está por demás determinar el alcance y genuino sentido del derecho natural.

Dios, legislador del mundo, regulador supremo de las sociedades, se ha dignado comunicar a la humanidad una multitud de principios que pudieran llamarse el código de la justicia universal: y esa multitud de principios desprendidos del cielo llegan a conocimiento de los hombres, o por conducto de la revelación y de la tradición (y forman el derecho divino positivo), o por medio de la recta razón, y constituyen el derecho natural.

Compréndese, pues, en el derecho natural propiamente dicho, no la ley a que se sujetan desde el principio del ser el orden y la armonía total del universo, sino el conjunto de reglas grabadas en la conciencia de todos, y que sirven de núcleo y de base a todas las legislaciones de la tierra.

Al estudiar el derecho natural debe cuidarse de no confundir el derecho natural del hombre aisladamente, sin relaciones sociales, y el derecho natural dentro de la sociedad, el derecho natural del hombre considerado ya en relaciones con Dios, con sus semejantes y consigo mismo.

El derecho natural en abstracto es inmutable, porque inmutable es su autor, Dios, e inmutable el vehículo que al hombre trae su conocimiento; la recta razón: pero acontece con frecuencia que a la débil comprensión de los mortales se presentan como contradictorios dos principios de derecho natural, ni más ni menos que la débil vista corporal halla menores los objetos distantes y rotos los que se sumergen en el agua. Respetar la vida de otro es de derecho natural; defenderse contra el agresor injusto, y aun, si no hay humanente otro recurso, privarlo de la vida, no es contra el derecho natural. ¿Cómo se concilian estos extremos? Por el mismo derecho natural, por ese código inderogable que manda respetar la vida de los demás; pero que a la vez impone como un deber la conservación de la vida propia.

Por eso hemos escrito que el derecho natural sirve de núcleo y de base a todas las legislaciones de la tierra, y ahora añadimos que las buenas legislaciones de la tierra, por punto general, confirman o explanan el derecho natural: y si a primera vista parece que lo modifican, entiéndase (en el supuesto de que sean leyes justas) que esa aparente, modificación tendrá su fundamento en el mismo derecho natural: éste enseña, por ejemplo, que los pactos deben cumplirse; y la ley, sin negar que deban cumplirse siempre como obligación de conciencia, añade para los efectos civiles: con tal de que consten de una manera solemne: esta adición no modifica, in se, el principio de derecho natural; antes bien, garantizando la justicia humana y haciendo imposibles, o a lo menos difíciles, los fraudes, supone en el legislador el cumplimiento de su misión protectora; y la misión protectora del legislador, en el derecho natural tiene su asiento y legítimo descanso.

De donde se desprende que el verdadero derecho natural, examinado en su debida altura y en su divino origen, puede concordar puntos que parecen en contradicción y no lo están; es la purísima luz, el sol sobrenatural que ilumina el pequeño mundo que se llama hombre.

Uno de los puntos que mejor se explican por derecho natural es la patria potestad: han obedecido, pues, al derecho natural los legisladores de la tierra, que han concedido al padre una suma de benéficas facultades, un dulcísimo poder sobre sus hijos: el padre, como ya hemos escrito, es un tutor dado al hijo por la naturaleza y por la ley.

¿Quién puede amar más a una criatura que el ser que, después de Dios, le ha dado el ser? Y si nadie en el mundo ha de amarla más, ¿quién, sino la persona que más la ama en el mundo, ha de cuidar de su desarrollo, ha de alimentar su cuerpo, nutrir su espíritu, y acariciar, por último, esa planta que lleva en si el germen de la familia que coopera a la perpetuidad del nombre y de la raza? La ley en este punto sólo ha tenido que observar la naturaleza y copiar para sus códigos, en diversos idiomas, lo que la naturaleza se ha servido dictarle en su idioma universal.

El padre es el tutor natural del hijo: esta tutela natural tiene por una faz una tabla de derechos y de obligaciones, y por la otra faz otra tabla de obligaciones y derechos: una faz corresponde al padre; la otra al hijo; es, pues, indudable que la patria potestad supone beneficio para el padre y para el hijo, si bien este beneficio en los primeros años de la vida solamente del lado del hijo se descubre y contempla en el mundo de los sentidos: y decimos en el mundo de los sentidos, porque en el del espíritu, ¿quién es capaz de concebir el gozo del padre que se mira retratado en su hijo, ni cuál beneficio mayor puede poseer en la tierra que las sonrisas de una criatura propia, en cuyos labios rebosan el amor y la alegría?

Si, pues, en los primeros años de la vida el beneficio tangible está de parte del hijo, cuando ese beneficio no se realice, cuando las leyes de la naturaleza no queden cumplidas, las leyes humanas, representando a las primeras, reivindicando sus fueros, subrogándolas, si así puede decirse, se colocan entre el Padre y el hijo; parece que anulan el derecho natural, y lo anulan en efecto para los poco pensadores; pero en realidad lo proclaman, y le dan victoria.

Cuando un hijo es cruelmente maltratado por su padre; cuando el padre, olvidándose de lo que a la sociedad y a la familia debe, se entrega a la depravación de costumbres y llega a ser un riesgo para su hijo, la ley aparta a éste, lo toma bajo su protección, y llena los deberes de la paternidad: diríase que el derecho natural, en vez de sufrir y quebrantarse en este caso, brilla, si cabe, con más esplendor, se sensibiliza más, gravita con más cercano peso sobre la sociedad y sobre el individuo.

Vengamos al caso en que el padre no es cruel ni depravado; en que no hay peligro para la vida corporal del hijo; pero se trata de un padre que profesa una religión distinta de la en que el hijo ha sido regenerado; la religión del padre aborrece profundamente a la del hijo: surge, pues, un riesgo, riesgo gravísimo para la vida espiritual del hijo: esa vida espiritual importa más que la del cuerpo: el peligro inminente de la apostasía es peligro inminente para la gracia; y Dios, que es el autor de la vida, es el autor de la gracia; y el autor de la vida y de la gracia es autor del derecho natural; y si por derecho natural reducido a ley se suspende la influencia del padre sobre el hijo cuando esa influencia puede ser perniciosa a la vida del cuerpo, por derecho natural reducido a canon, se suspende la influencia del padre sobre el hijo cuando esa influencia puede ser y es de cierto perniciosa para el alma.

Hemos dicho suspender, y conviene fijarse en esta palabra usada con plena deliberación. La autoridad eclesiástica, intérprete de la ley, no rompe la patria potestad del israelita Mortara sobre su hijo cristiano; cuando el neófito haya aprendido lo que es el catolicismo; cuando sus ojos se hayan abierto a la luz de las verdades cristianas, y se halle en el caso de apreciar las diferencias que separan el judaísmo en que nació, y el cristianismo en que providencialmente ha tenido la fortuna de ingresar, cuando llegue a la edad de catorce años y se dé por terminada su educación, los derechos de la sangre, que nunca se extinguieron, reaparecerán; pero con la ventaja de que entonces el riesgo de apostasía, por coacción y sin discernimiento, apenas existe; y si el cielo permite que exista, y si el cristiano se decide por el judaísmo y abandona la religión verdadera, la Iglesia, que no atrae ni retiene súbditos espirituales por la violencia, habrá cumplido un deber, un deber altísimo que no es posible negar, ni desconocer siquiera.

El espectáculo de un niño de diez años, cristiano, viviendo en el seno de una familia judía, entre la constante maldición del nombre de Cristo, y la práctica continua de absurdas supersticiones, entre las amenazas y quizá los castigos si persevera en la fe católica, y la desgraciada vuelta al reino de las tinieblas después de haber entrado en el de la luz, si llega a abrazar el judaísmo, el espectáculo, decimos, de ese niño, ofende a la sana razón, ofende al mismo derecho natural.

¿No se dice que es este el siglo del análisis, de la discusión, de las conquistas y de la libertad? ¿No se dice que la intransigencia religiosa es propia de ánimos estrechos y de corazones poco levantados? Pues apliquemos la observación: a un niño que ha nacido judío, que tiene por tanto abierta la entrada en el judaísmo, pero que ha sido bautizado, esto es, que ha cruzado el umbral del cristianismo, deben enseñársele sus doctrinas para que se decida, para que ejercite ese libre albedrío tan preconizado en nuestros tiempos, para que no viva sujeto a esa intransigencia religiosa que dicen propia de ánimos estrechos y de corazones poco levantados, para que tenga, en fin, verdadera libertad, la cual no se puede lograr sin el conocimiento previo. La comparación supone atención: la Iglesia católica va a explicar al neófito lo que es la religión de Cristo, a cuya celestial herencia tiene derecho, derecho que es justo que conozca detenidamente: terminada la educación, cumplido ese deber de la Iglesia, el neófito tiene delante de sí todo el resto de la vida para renunciar a la herencia de Jesucristo, y volver, si tanta fuere su desgracia, a las tinieblas de que la Providencia misericordiosamente lo sacó.

Para luchar son precisas armas, las del judaísmo no han de faltar al joven hebreo; las del cristianismo tiene que proporcionárselas la Iglesia, so pena de reducir a un mortal que tiene libre albedrío a la intransigencia religiosa más triste y a la forzada renuncia de un bien que no conoce: esto sería atacar la libertad; y la libertad racional, de buena ley, es de derecho natural.

Terminaremos en este mismo terreno nuestra argumentación.

VIII

Si supusiéramos en contradicción el derecho que el padre tiene sobre su hijo y el que tiene la iglesia sobre sus fieles, llegaríamos al absurdo de suponer en contradicción al derecho natural con el derecho natural, y a la horrible blasfemia de suponer a Dios en contradicción consigo mismo.

Esa gran competencia de derecho entre la Iglesia y la naturaleza no pasa ni puede pasar del cerebro donde la idea germinó: esa competencia es imposible, absurda y aun blasfema: Gratia non destruit, sed perficit naturam; la gracia no destruye, antes bien perfecciona la naturaleza. Si en los pasados y en los presentes siglos ha tenido el derecho natural un vigilante fiel que guarde y proteja sus fueros, ese vigilante ha sido la Iglesia; que digan los filósofos quién ha organizado la familia, quién ha suavizado el poder doméstico, quién ha santificado las afecciones, los vínculos de la carne y de la sangre. ¿Podrá atacar a las inmunidades de la familia la Iglesia que la ha organizado, oponerse al poder paterno la Iglesia que lo ha suavizado, romper los vínculos de la sangre la Iglesia que los ha santificado?

La legislación humana, sin ofender el derecho natural, antes bien siguiendo y desplegando sus prescripciones, ha limitado la potestad del padre en términos que hoy sus atribuciones legales apenas son reflejo de lo que fueron en remotos tiempos, cuando el hijo descendiendo, y descendiendo en el termómetro de la consideración social y doméstica, llegó a cero, esto es, a figurar para el padre como cosa, y no como persona; a ser objeto de derecho quiritario, y por tanto vendible, y por tanto dable en noxa, y por tanto ¡lo que es más cruel! expuesto a las consecuencias del derecho de vida y muerte que al padre competía. Desde que la luz del cristianismo alumbró los ámbitos del mundo, el derecho natural puede decirse que reivindicó sus fueros: la mujer dejó de ser esclava y pupila, el hijo fue persona, el marido se tornó en compañero, el padre dejó de ser el tirano: y es porque entonces precisamente comenzaron las conquistas de la verdadera y santa libertad, santa y verdadera libertad que se adquiere en el bautismo. ¿Podrá el bautismo quitar en la mitad del siglo XIX lo que viene dando en el espacio de diez y nueve siglos?

Pero no solamente la legislación eclesiástica, sino también la civil ha modificado el poder paterno; sin embargo, no ha ocurrido a los filósofos alzar su voz contra esas modificaciones, ni declararlas opuestas al derecho natural.

La ley que constituye al padre en tutor de su hijo, niega a la madre ese carácter después de muerto aquél; y a fe que no será por suponer en la madre menos cariño o menos interés hacia el huérfano que en el padre; y no obstante, este rigor de la ley para con la madre no es tachado de atentatorio al derecho natural.

Por un delito del hijo, la ley lo arranca del lado de su padre, y se encarga de su custodia y seguridad por más que el padre se oponga, nadie ha soñado siquiera que en esta aparente dureza de la ley haya ofensa al derecho natural, pues si éste, respecto del padre, repugna a la separación del hijo, respecto de la sociedad que es la madre común, reclama y exige esa separación.

Suponed en España un padre a quien Dios ha hecho feliz en la tierra con el amor de una hija de quince años: en ella reconcentra todos sus afectos, todas sus delicias; no se apartaría de su lado ni por todo el oro de la tierra; por todos los tronos de Europa no cambiaría el cariño y la compañía de su hija: pues una noche, cuando más venturoso se contempla en la paz de su hogar, la autoridad local acompañada de un escribano va a pedirle su hija, a llevarse a su hija, a la prenda de todo su amor, para depositarla en extraña casa, porque el jefe de la provincia la ha autorizado para casarse, porque el disenso del padre se ha reputado irracional: y la hija, ofuscada quizás por un amor indiscreto, es conducida a extraña casa, y el padre no halla tribunal donde apelar; y presume y teme, y tal vez sabe que su hija camina al precipicio, que busca en su inexperiencia la infelicidad, y no hay remedio: la sociedad se limita a decir: «¡pobre padre, es digno de lástima!»

Suponed una madre que tiene los ojos y el corazón puestos en el hijo de sus entrañas; ese hijo es su esperanza, su orgullo y su alegría; lo ha dado al mundo, lo ha amamantado, lo ha visto crecer, le ha consagrado su primera caricia al despertar, y su último ósculo al dormir; se ha tenido por la envidiada entre todas las madres, cuando la razón de ese hijo ha destellado, y cuando adquiere en la no terminada adolescencia, la noble figura y la noble consideración de un hombre en sociedad; pero un día cierto número importuno salido de la urna hace de aquel joven un soldado; la patria, la madre común, exige su cooperación y servicios corporales; y su madre, la madre infeliz que lo había amamantado y acariciado, y cuyo orgullo y cuyas esperanzas era, tiene que despedir al hijo tal vez para siempre; lo llaman a la guerra; lo llama la ley; y los padres callan y se resignan; la ley puede más que los padres; en el caso que citamos, la sociedad se limita a decir: «¡pobre madre, es muy digna de lástima!»

¿Y habrá quien asegure y sostenga que la patria potestad no puede interrumpirse ni quebrantarse nunca ni por nadie, cuando la quebrantan e interrumpen diariamente un auto judicial, una orden del gobernador o una cédula extraída, a la suerte, de una urna?

Los escritores por extremo liberales que en época muy reciente han debatido la cuestión de la enseñanza obligatoria, los que sostienen que todos los jóvenes deben ser forzosamente educados bajo la vigilancia e inspección del gobierno, de cierto no habrán querido perjudicar a la patria potestad de sus conciudadanos; pero difícil les será compaginar con el respeto a esa potestad la absorción total de potestades individuales que desean en el Estado y que indudablemente priva a los padres de un derecho esencial, del derecho de educar a sus hijos en la vía y forma que mejor les pareciere.

Si se nos dice que esto es justamente lo que desean los escritores filántropos a quienes aludimos; si se nos dice que es funesto y debe suprimirse ese derecho de educar cada padre a sus hijos en la vía y forma que mejor le pareciere; si se nos dice, por último, que el padre no debe tener facultad para hacer imbécil a su hijo, nos conformaremos, y añadiremos sencillamente estas palabras:

Ni para hacerlo apóstata.

Y véase cómo con la doctrina misma de algunos librepensadores de Europa se puede defender la tesis que impugnan con tan ardorosa parcialidad.

La separación temporal del niño Mortara no es para encaminarse al precipicio y buscar tal vez la infelicidad como la hija de quince años; no es para marchar a la guerra y morir en el campo de batalla como el hijo de veinte, sino para vivificar el espíritu con la enseñanza, para nutrir el alma con la educación, para llegar a ser, aun aparte las relaciones religiosas, un hombre instruido, ilustrado y de un porvenir que no pueden soñar sus hermanos de raza los hijos de los judíos.

Hemos dicho aparte las relaciones religiosas, porque nadie ignora que estas relaciones influyen en la familia de una manera más o menos directa, según la varia legislación de los países: en aquellos donde el sacramento y el contrato del matrimonio son un solo acto, por cambio de religión en términos que uno de los cónyuges pertenezca a secta de infieles, el vínculo se disuelve; existe un impedimento dirimente, y nadie negará que aquel vínculo es de derecho natural, más alto, si cabe, que el de la patria potestad, como que le precede, como que es su base, como que pater, según los antiguos jurisconsultos, es quem justae nuptiae demostravit.

Si, pues, la ley religiosa y la ley puramente humana o civil limitan y modifican, e interrumpen y suspenden el derecho de patria potestad con más o menos patente conformidad al derecho natural, ¿por qué para un caso determinado, y para un caso en que se versan intereses espirituales, en que media la Iglesia, la reguladora de la familia, la protectora de sus inmunidades y sus fueros, por qué, repetimos, para este caso se ha de invocar el poder casi absoluto de los padres paganos y aun el recuerdo del dominio quiritario y de los tiempos en que el hijo era cosa y no persona?

¿Por qué, pues el mundo es valle de calamidades, no se ha de deplorar el suceso de Bolonia como una desgracia inevitable acaecida al padre, en vez de considerarlo como una crueldad usada por la Iglesia?

¿Son por ventura menos desgraciados el padre cuya hija saca y deposita la autoridad, y la madre cuyo hijo va, cumpliendo con la ley, a entregarse a los azares de la guerra?

La Iglesia es la primera en deplorar la desgracia de un padre que se ve por ley divina y humana privado de educar a su hijo: prescindiendo de que para nosotros los católicos este hijo es mucho más afortunado que su padre, y colocándonos en la esfera del corazón, bien será que observemos que Pío IX, cuyo amor paternal se ha demostrado en sus actos de Pontífice y en sus actos particulares, Pío IX, que cedió su coche para que fuera conducido un enfermo que halló por acaso, y que advertido de que era un judío, contestó: «No importa, es un hombre», Pío IX, poseyendo ese corazón y esa delicadeza y ternura de sentimientos, ofrece la última prueba de la justicia con que procede. Mientras un juez de la tierra dicta impasible un auto que aparta al hijo del padre; mientras la ley se lleva impasible del lado de la madre al hijo de sus entrañas, el Pontífice conmovido de pena por el apartamiento temporal que de la casa paterna sufre el niño Mortara, le colma de atenciones y dispone su franca comunicación con los padres, y hace todo cuanto puede por aliviar la suerte de éstos, esperando que las puras plegarias del niño no serán estériles para proporcionar algún día a su familia el mismo bien que él debe a la Providencia.

IX

Nos falta examinar la cuestión Mortara bajo el aspecto de lo que se llama opinión pública.

No conocemos nada más dúctil, más vago ni más mudable que esa opinión pública de que todos los días hablamos y escribimos todos, y que es una especie de falso testimonio levantado al buen criterio y a la conciencia universal.

Los adversarios de la Santa Sede repiten en diversidad de estilos que el suceso de Bolonia está solemnemente condenado por la opinión; pero aunque esto repiten los adversarios de la Santa Sede, la verdad es que ni ellos han ilustrado la opinión para esperar su fallo, ni puede presumirse en buena lógica que sean para nosotros fieles conductores de la opinión pública quienes para la opinión pública no han sido fieles conductores del hecho histórico y de sus circunstancias esenciales.

Los adversarios de la Santa Sede han dicho a la faz del mundo, en los Estados Pontificios se ha cometido un crimen de lesa humanidad; un niño de siete años ha sido arrebatado al cariño y a la compañía de sus padres; los agentes de la autoridad romana, duros como una roca y crueles como hienas, han desoído el ruego de un padre, han desdeñado las lágrimas de una madre, y se han llevado para bautizarlo al hijo de esos infelices, que son judíos, como si los judíos no fueran criaturas racionales, como si no tuvieran alma para pensar, corazón para sentir y ojos para llorar: las que gozáis la dicha de llamaros madres, los que cifráis en el hijo de vuestro amor todas las esperanzas y todas las complacencias, decid que os parece una potestad que rompe los cariñosos y dulcísimos lazos de la familia, que maltrata el derecho natural, que insulta la civilización, y que aspira a reproducir los horrores de la Edad media, aquella edad de tiranía, de fuerza, de ignorancia, de superstición, de tinieblas, etc., etc., etc.

Así en formas tan melodramáticas o poco menos habrán oído narrar nuestros lectores el acontecimiento de Bolonia: ¡así se escribe la historia!...

El niño no ha sido apartado de sus padres para bautizarlo, sino porque estaba bautizado: no ha sido arrebatado para siempre a su cariño y a su compañía. ¿Quién soñará jamás en derogar las afecciones de la sangre? El neófito, ínterin se educa cristianamente, tiene libre comunicación con los que le dieron el ser: terminada la educación cristiana, la Iglesia no retendría por la fuerza a ese súbdito suyo, si ese súbdito prefiriera volver a la religión de sus mayores, abjurar el catolicismo y abrazar los errores de la Sinagoga. El derecho natural no está violado, antes bien respetado y garantido. La civilización no está insultada; hija legítima de la Iglesia, nunca puede aparecer en rivalidad con su madre. La civilización que alegase derechos de la Iglesia no sería civilización, como la familia no mereció siquiera este nombre hasta que el cristianismo organizó sus diversas relaciones y santificó sus lazos.

La objeción que precede es propia de los adversarios más ignorantes, de los que blasonan de independencia cuando se trata de la Iglesia, y se humillan tal vez al último servidor del último poderoso.

Los adversarios un poco más ilustrados, que no tienen necesidad de las formas melodramáticas, recuerdan la doctrina de Santo Tomás y las prescripciones de la Iglesia respecto a declarar ilícito el bautismo administrado a los hijos de los infieles contra la voluntad de los padres. Así es en efecto; pero con la más buena fe del mundo se les olvida decir que en la doctrina de Santo Tomás y en las prescripciones de la Iglesia se exceptúa, entre estos casos, el de grave peligro de muerte; y que el niño Mortara estaba en las fronteras de la otra vida, cuando la criada cristiana vertió sobre su cabeza el agua regeneradora.

Hay, por último, otros adversarios que formulan su objeción en estos desdichados términos: supongamos que el vástago de una familia cristiana es iniciado en extraña religión, y en ella quieren retenerlo: ¿no habrá derecho por parte de la cristiandad para exigir aquel niño, y declarar a sus raptores reos de atentado contra el derecho natural?

Por de pronto se descubre que la religión cristiana no merece gran consideración a estos impugnadores, pues la equiparan a cualquier otra y pretenden establecer casos de perfecta identidad entre la luz y las tinieblas. Hecha esta protesta, admitamos el argumento.

Las religiones extrañas a la nuestra no profesan el dogma de la verdad única y exclusiva. Solamente de la Iglesia de JESUCRISTO se dice, y puede decirse, extra Ecclesiam non est salvus. Confiesen bajo su palabra de honor si a la luz de la ciencia considerarían esos filósofos despreocupados bajo igual punto de vista a un niño de origen judío, pero bautizado por un cristiano, que a un niño cristiano pero circuncidado por un israelita. La señal del bautismo es indeleble; no hay ninguna secta religiosa cuya iniciación, según los dogmas de la misma, imprima carácter espiritual indeleble: si los sectarios de una falsa religión iniciaren en ella a un niño cristiano, no disputarían el derecho de conservarlo, porque en las falsas religiones no se niega a las otras, por lo regular, la esperanza de salvarse; al paso que el catolicismo, que con franqueza se declara ser la verdad (y la verdad es única), consecuente consigo mismo y mostrándose celoso de su tesoro, quiere que si las almas se pierden, no sea por ignorancia del camino que deben seguir, sino por espontánea y deliberada elección de ese camino: en este concepto la Iglesia católica, más bien que ejercita un derecho, cumple un deber educando al neófito y no permitiéndole que viva en riesgo constante de apostasía, por obra de la seducción o tal vez de la fuerza.

Pueden, pues, reducirse a dos grupos o clases los escritores y pensadores que censuran a la autoridad eclesiástica por su conducta en la cuestión Mortara: creyentes y no creyentes en la eficacia del bautismo. Para estos segundos, es decir, para los que en el primer sacramento de la Iglesia sólo vean un poco de agua derramada sobre la cabeza de un párvulo, es inútil la discusión; tanto valdría hablar de colores con un ciego, o de sonidos con un sordo: más bien que de razonamientos han menester de oraciones, pues tienen ojos y no ven, tienen oídos y no oyen.

Los que no niegan la eficacia del bautismo, pero se resisten a dejarse convencer en la presente cuestión, adviertan que es obra del orgullo la que ellos toman acaso por repugnancia del entendimiento; alivien el alma del peso de la materia que la oprime, como oprime el lodo las blancas alas de la paloma, y se sentirán volar por las alturas de la religión, desde donde ayudados con el talento y favorecidos con la doble vista de la instrucción descubrirán grandes verdades y vasto horizonte en los espacios mismos de la ciencia.

El grave mal que aflige a nuestro siglo; el germen de esa horrible subversión de principios en cuya virtud se busca la fórmula de mandar y la fórmula de obedecer, olvidándose de la fórmula de creer, está en el loco empeño de separar lo sobrenatural de lo natural, empequeñeciendo las aspiraciones humanas hasta el nivel de la tosca tierra, alzando únicamente los pensamientos a la miserable altura de los intereses del mundo. Y cuando hay un poder sobre la tierra, poder que emana de Dios y que tiene la gran misión de defender la idea de lo sobrenatural, ¿por qué no hemos de felicitarnos de que ese poder conserve en debida proporción su alianza con el poder humano, que tiene a su vez el alto destino de conservar el orden y acrecentar el bien de las sociedades constituidas? ¿Habrá de ser nunca conveniente, ni generoso, ni patriótico crear dificultades a la armonía de esos poderes, verdaderos polos en que descansa el eje del mundo civilizado?

Tal vez el suceso de Bolonia, el bautizo de uno de los ocho hijos de una modesta familia de los israelitas, es suceso providencial que despierte al siglo de la funesta ilusión en que se aduerme, que le avise del peligro que le rodea, y destruya el germen que amenaza envenenar las inteligencias, desarrollando el orgullo satánico con todos sus horrores, el seco individualismo con todas sus desconsoladoras consecuencias.

El espíritu católico se reanimó, cobró vigor en Alemania cuando en el pontificado de Gregorio XVI el arzobispo de Colonia pronunció, y la Santa Sede repitió, «non possumus» a propósito de los matrimonios mixtos y sus efectos canónicos: también entonces se reclamó largamente como ahora a favor de los derechos de familia y contra las intrusiones de la Santa Sede: la lucha fue empeñada, casi tan empeñada como glorioso el triunfo de la verdad: hasta en el seno del protestantismo se hicieron sentir los buenos efectos de aquella lucha y de aquel triunfo. La reforma en Prusia se elevó algo sobre sus tendencias mundanas, como lo prueba la secta de los pietistas, cuyos periódicos aprobaron y defienden la conducta del Pontífice en la cuestión del neófito Mortara.

Estamos, pues en el caso de responder, por vía de resumen de esta tesis, a dos preguntas que por espacio de cuatro años han salido de todos los labios:

¿Quién es Mortara? Mortara es un niño de raza judía, de esa raza cuya historia desde Abraham a los Macabeos es una epopeya, y de los Macabeos hasta hoy una elegía; un niño israelita que ha ingresado en la religión de Jesucristo.

¿Qué cuestión es esa que tanto agita a los escritores de Europa y a los pensadores de todo el mundo civilizado? Es una cuestión muy sencilla; se reduce a que los infieles y los protestantes redoblan sus tiros contra la Iglesia católica; e innumerables católicos, en vez de regocijarse y cantar himnos porque reciben y abrazan en su seno a un nuevo hermano en Jesucristo, hacen coro con los protestantes y los infieles, y quieren que vuelva al judaísmo el que ha sido bautizado y es como ellos heredero de la gloria.

Si no estuviese probado hasta la evidencia que la cuestión Mortara es un pretexto, y que no tanto se trata de defender a los israelitas, como de amenguar el prestigio del Pontificado, tendríamos que terminar diciendo que la cuestión Mortara, entre católicos, es una cuestión inverosímil, y sin embargo, real y verdadera.

En la seguridad de que esos tiros han de ser perfectamente ineficaces, y de que las increpaciones dirigidas a la Santa Sede con pretexto del neófito son antiguallas científicas sin originalidad y sin gracia, reduciremos la cuestión Mortara a fórmula muy sencilla y compendiosa:

UN CRISTIANO MÁS.

X

Cesaron para los judíos las persecuciones de la Edad media. Cada época tiene sus caracteres distintivos, sus necesidades peculiares; y necesidad y carácter de la Edad media fueron las guerras y las turbulencias en que tanta parte cupo a la raza de Israel. Los judíos llegan en los presentes días a un grado de libertad que tal vez nunca soñaron. Francia, Holanda, los Estados Unidos toleran todos los cultos; Prusia declara a los judíos admisibles a todos los empleos; Inglaterra les abre las puertas del Parlamento; la dominación de Víctor Manuel parece inaugurar para los judíos italianos una era de libertad; en Alemania se trabaja activamente por llegar al mismo resultado. A seis o siete millones se hace ascender el número de israelitas existentes hoy sobre la superficie de la tierra; y sin embargo, esos seis millones de individuos de una misma raza, de hermanos en Jacob, no pueden congregarse, no pueden formar nación ni levantar el templo destruido para siempre.

Las luchas han terminado: ya no hay persecuciones; ya no hay intolerancia; ya no hay Santo Oficio: los seis o siete millones de judíos derramados por el mundo, toman carta de naturaleza en la sociedad, se confunden, se identifican con los pueblos francés, inglés, alemán, turco, holandés, norteamericano, egipcio y persa: he aquí el progreso de los tiempos; he aquí el reinado de la justicia; he aquí la caridad social; he aquí un paso dado en el camino de la fraternidad de todas las razas, del abrazo de todas las naciones (sublime locura contra la cual protestan los fabricantes de cañones): los judíos no quieren ser cristianos; dejadlos en paz: lo que importa es que sean buenos ciudadanos; bastan diez y ocho siglos de persecuciones y horror: el progreso de las luces pide y reclama que la libertad sea idéntica para todos: sonó ya la hora de la emancipación universal.

Éste es el lenguaje de algunos políticos y filósofos modernos: éste es el tierno cántico que elevan día y noche; y mientras predican tan altas y generosas y conciliadoras máximas, mientras se deleitan en esta dulce poesía, los judíos acrecientan su poder, y entregados a la prosa de las especulaciones mercantiles, se apoderan del resorte que más pronta y eficazmente mueve a la generación actual: acumulan oro, y con proyectiles de oro sostienen una guerra como nunca la describió Flavio Josefo, como no sostuvieron nunca con asirios, ni con griegos, ni con romanos. Los políticos y los filósofos no advierten los estragos de esta guerra intestina y desastrosa, y muchos hay que sirven de inocentes instrumentos a la astucia israelítica.

Todavía algunos periódicos en Europa afirman con pasmosa serenidad que el hecho Mortara es una de las principales causas que precipitan la ruina del poder temporal de la Santa Sede. Cuán hábilmente fue explotado el suceso por los judíos de todos los países, no es cosa que excite gran admiración; lo que sí debe excitarla es la facilidad con que han caído en el lazo multitud de católicos que creyendo favorecer la causa de la justicia y de la civilización y del progreso, favorecen la causa de los judíos y se resignan a desempeñar el humilde papel de coristas en el aria, de bravura entonada contra el catolicismo por los periódicos israelitas. Los mismos judíos se maravillarán de la insensatez con que tantos y tantos católicos se alistan bajo sus banderas para pelear contra el Pontificado: he aquí una faz verdaderamente notable del moderno espíritu revolucionario.

XI

La historia, que es maestra de las verdades y tesoro de enseñanzas, nos muestra cómo los judíos han tenido siempre particular interés en las evoluciones sociales, y cómo en los grandes naufragios de la autoridad han procurado flotar y llegar a la orilla, acrecentando su importancia, mejorando su posición, aprovechando en su pro las grandes locuras de los pueblos, las insurrecciones, los trastornos y los cataclismos: y pues Francia ha sido el gran laboratorio de la revolución europea, la conducta y la suerte de los judíos de Francia serán dato luminoso para nuestro estudio.

A pesar de los esfuerzos hechos por Malesherbes, el ministro patriota de Luis XVI, para promover la emancipación de los judíos, es lo cierto que al señorearse de Francia la revolución, los judíos, si bien tolerados y naturalizados, carecían de estado civil. Al abrirse las sesiones de la Asamblea constituyente, los israelitas, en quienes el nuevo desorden de cosas halló desde luego adictos ardorosos y predicadores infatigables, no tardaron en formular sus pretensiones, que apadrinadas por Mirabeu y otros oradores, dieron por resultado un decreto concediendo los derechos civiles a los judíos habitantes del Mediodía: reclamaron los del Norte, y después de varias disposiciones encaminadas a mejorar su situación, se expidió un decreto en 1791 concediendo indistintamente a todos los judíos el derecho de ciudadanía. En tanto la libertad de cultos era consagrada como principio de derecho público.

Si los judíos abusaron o no de las ventajas de su nueva posición, dedúcese fácilmente sabiendo que la misma Asamblea constituyente, que tan generosa se mostró con ellos, tuvo que tomar enérgicas medidas contra los de algunas provincias del Norte, horriblemente sacrificadas por la usura; y a tal punto crecieron con los años los excesos de la raza judaica, que el Gobierno imperial creyó indispensable convocar en París una Asamblea de israelitas a fin de preparar el término a un estado de cosas violento, atendiendo así a las quejas de los pueblos, y consultando el bienestar general. La Asamblea se reunió en efecto, compuesta de israelitas procedentes de todas las provincias de Francia y de Italia; oyó la voz del Gobierno de Napoleón, que por medio de Mr. Molé sometió al Consistorio preguntas muy trascendentales acerca de la organización de la familia israelita y de su derecho civil, y de la manera cómo podría concordarse la ley mosaica con el código francés. La Asamblea discutió, deliberó y decidió contestar en estas o muy parecidas palabras: Los diputados israelitas declaran que su religión les manda mirar la ley del príncipe como ley suprema en materias civil y política; por tanto, aun cuando el código religioso de los judíos o las interpretaciones que se le dan, contuvieran disposiciones civiles o políticas en desacuerdo con el código francés, semejantes disposiciones dejarían desde luego de regirlos, pues que ante todo están obligados a reconocer la ley del príncipe y obedecerla puntualmente. Como consecuencia de esta manifestación solemne, los judíos, que a toda costa querían la amistad del soberano y su libertad de acción en Francia, tuvieron que entrar en una serie de afirmaciones y negaciones, de distingos y de sutilezas, que más bien parecía un proyecto de reforma del código de Moisés que una explicación o acomodamiento de sus leyes y mandatos.

Pero como la fijación de una nueva doctrina, esto es, la nueva y extrañamente alterada legislación judaica, el futuro código semimosaico, semi-napoleónico, no podía ser obra de una Asamblea como la entonces existente, pues su carácter tenía más de consultivo que de legislativo, Napoleón, el hombre de las grandes concepciones, concibió la idea de un Sanhedrín resucitando así en los primeros años del siglo XIX el gran tribunal judaico, cerrado en los tiempos de Jonatás Macabeo, y proporcionando a París un espectáculo que sólo viera la antigua Jerusalén. Y el Sanhedrín se reunió; mas ¡qué diferencia entre el augusto arcopago, a quien se sometían el rey, el gran sacerdote y los profetas, y el Sanhedrín de París sometido a la voluntad de un extraño rey! ¡Qué diferencia entre el majestuoso tribunal que se juntaba a la puerta del Tabernáculo del Testimonio, y más tarde seguía al Tabernáculo en las magníficas jornadas de Galgal, Silóh, Nobéh, y Gabaon, y de Jerusalén a Babilonia, y de Babilonia a Jerusalén y Jamnia, y sucesivamente a Jericó, y a Sepharwáyim, y en fin, a Tiberiades! ¡Qué diferencia, repetimos, entre aquellas asambleas y la celebrada en París con el mismo nombre y bajo idénticas ceremonias! El antiguo Sanhedrín juzgaba las grandes causas y los grandes negocios de la nación, derramando luz sobre los puntos oscuros, e interpretando sabiamente las leyes de Moisés; y el Sanhedrín moderno se junta para organizar lo que es de suyo inorganizable, para dar cohesión a lo que por necesidad providencial tiene que estar disperso; por último, para violentar la legislación mosaica y ponerla tristemente a servicio del código francés. «Declaramos, dijeron los rabinos del Sanhedrín, que la ley divina, principal herencia de nuestros antepasados, contiene disposiciones políticas y disposiciones religiosas; éstas son por su naturaleza absolutas e independientes de las circunstancias y de los tiempos; no así las políticas que constituyen el gobierno, y que estaban destinadas a regir al pueblo de Israel en la Palestina, cuando tenía sus reyes, sus pontífices y sus magistrados». Hecha esta distinción, no hay para qué añadir que el Sanhedrín, como la Asamblea primera, halló perfecta armonía entre los deberes de judío y los deberes de ciudadano francés; es decir, que el judaísmo de principios de este siglo transigente con la ley de la conveniencia, sacrificó una parte de su Thoráh a cambio de un título de ciudadanía. Pero, ¿qué sucedió? Apenas terminadas las sesiones del Sanhedrín, se expide un decreto (Marzo de 1808) declarando nulos todos los contratos de préstamo y prenda hechos con judíos por menores, mujeres y militares sin licencia de sus jefes respectivos; y dictando otras medidas que prueban el abuso que inmediatamente había comenzado a hacer la codicia judaica, contra la cual no bastaron leyes antes de declarar a los judíos ciudadanos, y no bastaron, por lo visto, después de otorgarles la suspirada dignidad.

Al verificarse la Restauración, esto es, al restablecerse el equilibrio europeo, cambió algo la suerte de los judíos franceses, principalmente de aquéllos que pertenecían a provincias desmembradas de la Francia. El rey de Cerdeña renovó las leyes que los obligaban a habitar en barrio separado (el Ghetto), y les prohibían poseer bienes inmuebles. Al llegar a este punto, séanos permitido reproducir las siguientes frases de un sabio escritor israelita de nuestros días: «cuando la Italia en masa, dice Mr. Bedarride, ofrece este espectáculo (el del rigorismo contra los judíos), tan sólo la Santa Sede parece seguir el rumbo opuesto: cuando toda Europa era intolerante, Roma predicaba la caridad y daba ejemplos de dulzura para con los que no pertenecían al gremio de la Iglesia».

En 1830 una nueva revolución dispuso de los destinos de la Francia: que los judíos se apresurarían a explotar en su pro el nuevo régimen, no hay para qué ponerlo en duda. La Carta de la Restauración reconocía una religión dominante y declaraba que solamente los cultos cristianos serían sostenidos por el Estado. La Carta de 1830 no admitió religión dominante y borró la palabra solamente. A poco se promulgó una ley poniendo a cargo del Estado los gastos del culto israelita.

La oleada revolucionaria de 1848 sacó a la superficie muchos nombres de israelitas: y la soberanía popular llevada a muy peligrosos extremos, halla hoy entre los judíos de Francia e Italia sus más ardientes partidarios. Las revoluciones sociales han sido, pues, para los judíos el mayor elemento de prosperidad. A contar desde 1789, puede decirse que la suerte de los judíos está en razón inversa de la suerte de las monarquías legítimas. Desde la época del Sanhedrín, época que llaman de la regeneración, los judíos en Francia se confunden con los demás ciudadanos, se identifican, se asimilan, y asimilados viven en la época actual.

XII

En el gobierno, en la administración, en el ejército, en la magistratura, en el Instituto, entre los sabios, entre los poetas, entre los artistas, en el comercio, en la industria, en casi todas las profesiones, existen hoy ilustres israelitas franceses, cuyos nombres son dignos de respeto; no hemos de negárselo nosotros, admiradores como somos del talento, de la instrucción y de la honradez, en donde quiera que brillen; pero es bien advertir que la influencia judaica en las diversas esferas de la sociedad puede transcender y transciende en lo que vulgarmente se llama opinión pública; y cuando en los grandes conflictos, como el actual, entre la autoridad y la revolución, entre el Pontificado y el demagogismo, entre el gobierno y la anarquía, la llamada opinión pública se inclina a la anarquía y al demagogismo y a la revolución, no olviden los pensadores sensatos de Europa cuáles son los elementos que componen la gran mistificación denominada opinión pública.

La especie de transacción formada entre la sociedad moderna y los judíos, la participación que se les otorga en la vida civil de Francia principalmente, su influjo sobre gran número de periódicos de los que más circulan en Europa, la organización y consistorios y escuelas en todos los países donde hay libertad de cultos, la multitud de libros y anuarios que por su cuenta se publican, son premisas que empiezan a dar irremediables consecuencias.

Nadie ignora cómo la revolución filosófica operada en nuestros días influye en la revolución social. La propaganda de máximas disolventes, de principios contrarios a toda autoridad, se filtra en las capas sociales, llega hasta las últimas, y todo lo corrompe y envenena y pierde. Las locuras filosóficas ahora dominantes en algunas escuelas son restos carcomidos del antiguo árbol cabalístico de los hebreos. Hoy los judíos de Europa oyen los sistemas alemanes y los acogen como herencia de familia, y los aplauden y los propagan, y agradecen a los protestantes y a los católicos el ardor con que desentierran las doctrinas filosófico-judaicas que en los siglos medios formaban la ciencia oficial de las Academias de Córdoba y Toledo. «No tememos asegurar, dice Mr. Franch en su obra DE LA CÁBALA, que el principio de la doctrina filosófica que reina hoy casi exclusivamente en Alemania, y hasta las expresiones casi exclusivamente consagradas por la escuela de Hegel, se hallan entre las tradiciones olvidadas que intentamos dar a luz.»

Brillaban en España durante los siglos XI y XII filósofos como Salomón Ben Gabirol (Avicebrón) y Maimónides, verdaderos padres y fundadores del racionalismo que ahora pretende imperar entre los sabios.

Maimónides, llamado la lumbrera de Occidente, el águila de la literatura, médico, teólogo, filósofo, da a luz su Moré-nbukim (El guía de los extraviados), y al punto toma cuerpo todo un sistema filosófico que tiene por objeto concordar lo sobrenatural con la naturaleza, poner en armonía la fe con la razón, mejor dicho, traer la fe al servicio de la razón.

El fin de la religión, dijo Maimónides es conducirnos a la perfección y enseñarnos a obrar y a pensar conforme a la razón: en esto consiste el atributo distintivo de la naturaleza humana.

El hombre, añadía el judío cordobés, no debe regular sus acciones por la fe de la autoridad, pues tiene los ojos en la cara y no en las espaldas.

Ocho siglos hace, pues, que están plagiando a Maimónides todos los enemigos de lo supernatural, todos los partidarios del progreso indefinido, todos los idólatras de la razón.

Las doctrinas del filósofo rabino ocasionaron un cisma en las escuelas judaicas: díjose que el libro de Maimónides fortificaba las raíces de la religión, pero destruía las ramas. Los judíos del Mediodía de Francia llevaron al extremo las censuras y anatemas contra el novador; pero las doctrinas del novador prevalecieron: y desde el Makor jayyim (Fuente de vida), escrito por Gabirol en el siglo XI, siguiendo por las obras de Maimónides, Aben-Ezra, Aben Tybon, Abarbanel, Ioseph Albo, Schem-tób, Aboab, Cardoso, Orovio de Castro y otros innumerables rabinos que nacieron y escribieron y predicaron en España, en esta tierra tenida calumniosamente por clásica de la intolerancia, se descubre el camino que trajo la filosofía hasta dar en el Tratado teológico político y Ethica del ex judío Benito Spinosa. En el sistema de este filósofo, hijo de un judío portugués, empapado en las tradiciones judaicas, se halla un Dios sin voluntad, sin entendimiento, sin conciencia, sin personalidad distinta. Aquel Yhowáh de Abraham y de Isaac y de Jacob que obraba maravillas por el amor de su pueblo escogido; aquel Yhowáh, terrible en el castigo de Faraón, magnífico en las jornadas del desierto, legislador en el Sinay, el Dios de David y de Salomón se ha convertido en el cerebro de Spinosa en la abstracción por excelencia, en una absoluta indeterminación, en un ser infinitamente menor que el hombre, en una sombra, en nada.

Andando el tiempo, y progresando el error, el panteísmo cabalístico filosófico de Spinosa tomó carácter religioso; la razón, proclamada soberana, llamó impíamente a su tribunal cuanto hay de grande, de augusto, de inmutable; quiso alzarse sobre las verdades reveladas; quiso dominar la ciencia divina y humana; juzgar a Dios y a los hombres. He aquí una manifestación satánica de la soberbia.

A contar desde Leibnitz, que produjo en Alemania el movimiento idealista del siglo XVIII; pasando por Kant, que con su Crítica de la razón pura guiaba al escepticismo, y llegando a Fichte, que lo suprime todo, excepto el yo; y a Schelling, que hace de lo absoluto el término de la Filosofía; y a Hegel, que lo halla en la idea; sólo descubriremos evoluciones de la doctrina panteística; tristes esfuerzos por negar lo sobrenatural; empeño estéril de acomodarlo todo a los límites de la flaca razón humana; renovaciones, en fin, de los sistemas filosóficos de la escuela oriental en la Edad media.

La llamada exégesis racional que ahora constituye el encanto de los filósofos alemanes y de sus traductores franceses y españoles, es una doctrina cuya propiedad pertenece a los cabalistas judaicos de las academias de Córdoba y Toledo. Sería muy curiosa una obra histórico-crítica acerca de la filosofía moderna en sus relaciones con el espiritualismo de Avicebrón, Maimónides y Aben-Ezra.

Los judíos que hoy residen en Europa y participan del movimiento científico, se regocijan al ver el paso atrás que da la filosofía de los cristianos, y cooperan con todas sus fuerzas al triunfo de los sistemas racionalista y panteísta, que consideran como legítima herencia de sus antepasados. Quizá en esto no meditan, como fuera conveniente, los filósofos modernos; quizá cuando repiten las seductoras teorías del triunfo de la razón, y culto universal, y humanidad una y libre, no advierten que están hablando el lenguaje de los judíos dispersos por el mundo y condenados a perpetua expatriación.

Los judíos a su vez observan que la filosofía de los protestantes se acerca mucho a sus tradiciones filosóficas, y que las opiniones de gran número de católicos varían a merced de las novedades protestantes; es decir, los judíos ven imperar su filosofía en las escuelas que pretenden dar el impulso a la sociedad moderna: ¿contra quién, pues, habrán de reservar sus odios los judíos? Contra aquella porción sana y juiciosa del mundo católico que resiste a las impiedades de la evaporada ciencia cabalística, y lucha por los fueros de la fe sin menguar los legítimos fueros de la razón. Y como el Pontificado es hoy y ha sido siempre el centro, la representación genuina de esos principios que son los verdaderos en la ciencia y los salvadores en la sociedad, los judíos redoblan en esta época sus esfuerzos y sus ataques contra el Pontificado, ya sosteniendo las teorías más arriesgadas y disolventes, ya aprovechando en la vida práctica los hechos más sencillos, para convertirlos, como el suceso Mortara, en gran piedra de escándalo y en tema para una inmensa y aún no terminada gritería.