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La verdad, el poder y la ficción policiaca: el caso de «Castigo divino», de Sergio Ramírez

Uriel Quesada





Sergio Ramírez (Masatepe, Nicaragua, 1942) ha sido una figura política e intelectual de primer orden en Centro América desde principios de los años setenta. Fue líder del Grupo de los Doce -brazo político e ideológico del Frente Sandinista de Liberación Nacional- vocero del Frente en el exilio y vicepresidente de Nicaragua durante los ochentas. Por varias décadas Ramírez ha cumplido un rol que va del intelectual de resistencia a funcionario de alto rango en los círculos del poder político, y a disidente y crítico del rumbo que el Sandinismo tomó luego de su derrota electoral en 1990. Como escritor, se ha guiado por una ética que incluye la denuncia («El artista» 23), y lo que él mismo llama el análisis pormenorizado de la realidad centroamericana («El escritor» 66), sobre todo «el peso múltiple de la dictadura [somocista]» (67). El crítico Peter Ross se refiere a él en los siguientes términos: «Ramírez cannot separate himself from the process of history, be it the history of his country or the history of literature itself» (166), criterio que comparte Arturo Arias cuando analiza la novela ¿Te dio miedo la sangre?: «[A] través de la complejidad temporal que constituye su armazón, se problematiza la re-constitución de una "verdad" histórica como elemento impulsor del nacionalismo revolucionario» (132). En la postura ética de Ramírez, así como en la lectura que hacen los críticos de su obra, la historia tiene los rasgos de una forma de verdad, un conocimiento contra el cual se debe luchar. La novelística de Ramírez, desde Tiempo de fulgor (1970) hasta Margarita, está linda la mar (1996), ha sido un ejercicio constante de resistencia contra el saber oficial, una voz alternativa que procura desestabilizar al poder.

En Castigo divino, novela publicada en 1988, Ramírez cuestiona el poder sirviéndose de las estrategias de la literatura policiaca, subvirtiendo el esquema de una verdad única aceptada por todos. Castigo ha sido vista por la crítica como «una larga novela histórica que presenta un caso jurídico en León» (Wood 81), o como una ficción documental «[that] combines the role of documentary writing with that of art in order to qualify as a true documentary novel» (McMurray 155)1. En este ensayo mostraremos que Castigo es ante todo una novela policiaca que parte del relato de una serie de posibles asesinatos para explorar el problema de la verdad, una verdad elusiva, inalcanzable, que pone en crisis al marco legal en el que ella se genera, una verdad que se reduce finalmente a una imposición violenta por parte de la clase social y militar dominante.

Para abordar el tema de la verdad en Castigo, debemos empezar por resolver una pregunta: ¿De qué hablamos cuando nos referimos a «la verdad»? Tomando como punto de partida el pensamiento de Michel Foucault, encontramos la verdad asociada con «procedimiento», «juego», «historia» y «discurso», en una progresión de niveles de complejidad conceptual. En una entrevista ofrecida en 1977, Foucault define la verdad como «a system of ordered procedures for the production, regulation, distribution, circulation and operation of statements»Truth and Power» 133). Siete años después, Foucault explica el concepto dentro del marco de «juego de verdad», el cual entiende como «a set of procedures that lead to a certain result, which, on the basis of its principles and rules of procedure, may be considered valid or invalid, winning or losing»The Ethics» 297). En los setenta, el concepto de verdad en la obra de Foucault tiene algo de mecánico, de instrumental, que existe para servir al poder en una relación que, como discutiremos más adelante, es circular («Truth and Power» 133). En la década siguiente Foucault modera sus afirmaciones, reconoce la posibilidad de que existan unos principios rectores de la verdad como producción, e incluso niega que sea exclusivamente una construcción («The Ethics» 297). Se abren así posibilidades para una verdad natural, que no está ligada al juego ni al procedimiento, ni a una forma de enunciación.

Buscando formas alternativas de verdad, Foucault menciona como ejemplo la descripción antropológica -aunque podría extenderse a la descripción en el sentido de ejercicio para recolectar información- y ciertas prácticas surgidas del consenso2. Sin embargo, el filósofo francés no deja de mostrar una tendencia a definir patrones y prácticas recurrentes, que permiten identificar la verdad como un fenómeno esencialmente creado, cuya aparición requiere ejecutar pasos en cierto orden. Lo que Foucault logra separar conforme su argumento evoluciona son fuentes alternativas de verdad: la asociación de seres humanos libres que crea regulaciones aceptadas por el grupo, algunas operaciones ligadas a la producción de conocimiento científico y, por supuesto, los discursos del poder.

En «Truth and Juridical Forms», Foucault propone dos historias de la verdad: una interna, que define como aquélla «that rectifies itself in terms of its own principles of regulation» (4) y una externa, relacionada con la dinámica de las sociedades occidentales, en la cual «a certain number of games are defined -games through which one sees certain forms of subjectivity, certain objects of domain, certain types of knowledge come into being» (4). La palabra «juego» aparece dentro del marco de la historia externa como un mecanismo productor de verdad, el que a su vez forma parte de otro dispositivo mayor. Este último persigue ciertos fines concretos: sustentar formas de dominio, de conocimiento y de subjetividad.

Nuevamente encontramos que la diferencia no radica en el concepto en sí de verdad, sino en la esfera de la cual esa verdad proviene, y que en último caso condiciona la manera en que las afirmaciones, creencias y valores asociados a la verdad alcanzan legitimidad. Para llegar a la verdad científica, es decir a una forma de conocimiento aceptada, debemos conocer y acatar los parámetros de regulación que se han impuesto en la disciplina. No puede crearse una verdad científica siguiendo esquemas antojadizos. Por el contrario, hay unos principios que deben seguirse, que incluyen desde la formulación de hipótesis hasta la verificación y control de resultados.

La historia externa de la verdad pone al descubierto un campo de conocimiento mucho más inestable, aunque Foucault en «Truth» tienda a reducir el enfoque a prácticas jurídicas. La historia externa es más inestable por cuanto diversas fuerzas convergen y pugnan para formar el entorno en el que la verdad se crea. Foucault se refiere no tanto a la historia externa de la verdad en general, como a una historia de la verdad jurídica, que determina entre otras cosas «the manner in which wrongs and responsibilities are settled between men, the mode which [...] society conceived and defined the way men could be judged in terms of wrongs committed» (4).

Aunque Foucault haya admitido que existen otras fuentes de verdad, sus mayores intereses se orientan a explorar los nexos entre ésta y el poder. Al respecto propone en 1976:

[I]n a society such as ours, but basically in any society, there are manifold relations of power which permeate, characterize, and constitute the social body, and these relations of power cannot themselves be established, consolidated, nor implemented without the production, accumulation, circulation, and functioning of a discourse.


Two Lectures» 210-11)                


Si en lo más profundo de las relaciones entre poder y verdad se encuentran el dominio, el conocimiento y la subjetividad, el discurso resulta su medio de operación. Para Foucault «[w]e are subjected to the production of truth through power and we cannot exercise power except through the production of truth» (211). Podemos afirmar entonces que para Foucault la verdad en las sociedades es un fenómeno no natural, necesario para alcanzar ciertos fines convenientes para el poder -entre ellos su propia perpetuación-. Es un fenómeno que se revela mediante discursos, o como diría Foucault: «Each society has its regime of truth, its 'general politics' of truth: that is, the types of discourse which it accepts and makes function as true»Truth and Power» 131).

En este punto es preciso recordar que el poder para Foucault significa una relación de fuerza («Two» 208) que circula en el cuerpo social, más productiva o creativa que represiva («Truth and Power» 119), que se relaciona con los individuos porque éstos son sus vehículos, no los objetos sobre los que exclusivamente se ejerce («Two» 214). El ámbito en el que el poder se da es amplio, pero no absorbe la totalidad de los espacios sociales. El poder es un modo de relación, que requiere de alguna forma de oposición o contrapeso -la resistencia- y que incluye implícitamente la posibilidad de espacios de libertad («The Ethics» 292). «These power relations», anota Foucault, «are mobile, they can be modified, they are not fixed once and for all» (292), lo cual implica que ante cualquier discurso del poder siempre hay uno de resistencia, que lo subvierte y modifica.

Ahora bien, hay instituciones de poder, generadoras de conocimiento y verdad, que influyen en la construcción de la individualidad del ser. Dice Foucault: «Power never ceases its interrogation, its inquisition, its registration of truth: it institutionalizes, professionalizes, and rewards its pursuit»Two» 210). A través de esas instituciones y sus prácticas, el loco y el delincuente llegan a ser identificados como tales. La verdad participa en la creación de la idea de ley y de ciertas categorías relacionadas con lo legal, y nos hace sujetos de ellas («Two» 210). En Foucault pensar en términos de ley lleva a considerar el problema del estado3, pero también a plantearse los límites que definen al infractor. Si la relación entre poder y verdad ha establecido la ley, ésta a su vez ha fijado el delito, las formas de determinarlo y de castigarlo4.

La verdad y la justicia, la ley y el orden, el poder y la resistencia, son temas recurrentes en la literatura, pero en el caso de la ficción policiaca su importancia es aún mayor, llegando al corazón mismo de la obra literaria. El crítico José Fernández Vega reconoce esta preocupación por la verdad, que hace a los héroes y detectives «explicar en cada caso los pasos de sus razonamientos y la legitimidad de éstos» (5). En su análisis sobre la obra policiaca del escritor argentino Rodolfo Walsh, Fernández afirma que la justicia aparece en dos niveles normativos distintos e incluso opuestos (6): el jurídico, y el supra jurídico, que se refiere a cuestiones morales y religiosas (5). En Walsh hay un problema de justicia pero no de verdad, aunque la división entre ambos términos parece meramente técnica. La verdad -como en la novela de enigma inglesa- se relaciona con la detección, en el sentido de que algo oculto debe ser revelado mediante un procedimiento lógico (7), en tanto el eje de inestabilidad se centra en una normativa aceptada, la ley, y sus contradicciones con la interioridad del héroe.

En su faceta más conservadora, la literatura policiaca se ocupa de esa verdad como procedimiento de develación, sin cuestionar sus conexiones con la ley, la justicia y el poder. Cuando Ilan Stavans hace su crítica al género, concluye que es anti-introspectivo y moralista «porque, al final, la verdad y el bien siempre ganan» (26). ¿Pero a cuál verdad se refiere Stavans? Básicamente, al «triunfo de la razón sobre la sinrazón y del orden sobre el desorden [...] usando el método deductivo que diera Guillermo de Ockham [...] el detective logra siempre 'solucionar' la pregunta incontestada y ponerle organización al caos» (26): hay una respuesta única dentro de un esquema legal, moral y social absolutamente estable. Volviendo a las ideas de Foucault, vemos que en la literatura policiaca más conservadora (Agatha Christie sería el ejemplo paradigmático) hay una verdad fundamental que se corporiza en el orden social, pero se revela al lector por un discurso de silencios, es decir, el crimen no provoca una conmoción en el orden reinante, la bondad del medio se da por sobrentendida y no se discute, la justicia o verdad legal no aparecen siquiera como tema en muchas obras. El crimen es un desafío no a las estructuras creadoras de poder sino a su inteligencia, reduciéndose a un juego que puede ser resuelto mediante métodos de razonamiento propios de la verdad interna. Aunque es este caso la verdad tiene una acción limitada, casi que instrumental, refuerza el discurso del poder en varios sentidos. Nos dice que el orden establecido es inconmovible, legitima las posiciones de clase y hace del criminal un extraño al tejido social, en tanto la identificación del criminal reitera la superioridad intelectual de la clase dominante5.

Gracias al estudio de Fernández Vega, podemos apreciar que la verdad es algo más que identificar al responsable de un acto, y que la línea entre ésta y la justicia es muy tenue, porque una depende de la otra hasta el punto de confundirse. La verdad sólo es posible dentro de un marco de leyes. Si ese marco está siendo cuestionado en su base misma, el discurso de verdad que genera se debilita, incluso se anula. Con la crisis de la ley, queda desnuda la condición de construcción de la verdad, que permanece por cuanto es impuesta por el poder dominante. El orden legal como simple producto del poder (político y económico principalmente) aparece en la literatura policiaca anglosajona con Dashiell Hammett. En su excelente ensayo sobre la obra de este autor, Juan José Sebreli analiza una serie de características que Hammett incorpora a la ficción policiaca y que se encuentran aún en obras de autores de fines del siglo XX. Apunta Sebrelli que «[l]os detectives de Hammett, contra lo usual, no establecen nunca la verdad, se limitan a proponer una interpretación; la culpabilidad de los asesinos estará decidida por esa interpretación y no por los hechos mismos» (48). La verdad no está dada, no es algo natural que simplemente se trae a la luz. En Hammett hay múltiples discursos que luchan por imponerse y se llega a un resultado final gracias a la dinámica de fuerzas. Pero aún más, «[e]s imposible conocer la verdad del drama, el reverso de las cosas donde lo verdadero y lo falso, lo justo y lo injusto, se dan por separado» (50). Por una parte todos los componentes de lo legal y lo verdadero se mezclan; por otra, los hechos se han vuelto inaprehensibles, y queda solamente el discurso que los distintos sujetos sociales tratan de imponer, individuos que no encarnan necesariamente al bien.

La escuela que crean Hammett y los otros escritores del hard-boiled o novela negra estadounidense, repercute decisivamente en los escritores latinoamericanos. Ya en Walsh aparece esa influencia, se consolida con los escritores del boom6 y sigue presente aún en novelistas más recientes. Madeline Millán caracteriza a la nueva novela policiaca latinoamericana de esta manera: «[P]ostula el crimen como una necesidad contra un orden jerárquico dictatorial. La transgresión, pues, es la otra cara del poder y de la justicia» (48). Más adelante señala: «la novela detectivesca latinoamericana es la novela de la víctima» (60). Desde el punto de vista de Millán, la narrativa policiaca latinoamericana incorpora dos formas de resistencia: la primera, el punto de vista de quienes sufren los efectos del crimen y/o de la ley; la segunda, el crimen no como acto de «maldad» sino como acción fuera de un discurso de poder. Dar espacio a esas voces alternativas pone en cuestionamiento los patrones más tradicionales de verdad7, empezando por la autoridad del procedimiento de detección simbolizado por el ojo: «Esta verdad acreditada y apoyada en la función del ojo -como componente indiscutible del género detectivesco, de la crónica y lo testimonial- hace mucho tiempo ha dejado de ser La Verdad» (146).

Castigo divino está construida de un modo que juega con los esquemas de verdad. La época es muy concreta (primeros años de la década de los treinta), la circunstancia histórica también, el hecho que sirve de detonante (tres muertes en la familia Contreras que se atribuyen a Oliverio Castañeda, guatemalteco exiliado en León) es real y está documentado al punto que se estudia como caso jurídico a nivel universitario. Aparecen personajes históricos reconocibles, por ejemplo el juez Mariano Fiallos y el Capitán Anastasio Ortiz, incluso se menciona al General Anastasio Somoza García. Todo apunta a una narración rigurosamente histórica, que se respalda también en las manifestaciones de Sergio Ramírez sobre las relaciones entre historia y literatura, así como en su idea del compromiso del escritor. Sin embargo, la trayectoria política y literaria de Ramírez ha condicionado la lectura de Castigo divino, al punto de que muchos críticos quieren ver en la novela una transposición de la realidad en lugar de una meditación sobre la imposibilidad de capturar esa realidad, uno de los temas centrales de la nueva literatura policiaca latinoamericana, presente en obras tales como Dos crímenes (1979), de Jorge Ibargüengoitia, Crónica de una muerte anunciada (1982), de Gabriel García Márquez, y más recientemente En busca de Klingsor (1999), de Jorge Volpi, y Cruz de olvido (1999), de Carlos Cortés.

George McMurray y Nicasio Urbina hallan en Castigo rasgos de ficción policiaca8, en tanto Peter Ross y Leonardo Padura la ubican sin duda alguna en el género. Este último crítico incluso devela la clave para entender la novela dentro del marco de lo policial: «Será el propio lector quien va recibiendo las claves del misterio, para que llegue a la reparadora verdad -que nunca llega» (149).

Cuando Madeline Millán hace su recorrido por la historia de la ficción policiaca, encuentra que ya Edgar Allan Poe recurría a fuentes acreditadas de verdad para apoyar la investigación y disfrazar juegos intertextuales (63). Castigo es una obra llena de ese tipo de fuentes: testimonios, notas y crónicas de prensa, actas de inventariado, transcripciones de interrogatorios, cartas, declaraciones juradas, radiogramas, etc. Estos elementos confieren autoridad al discurso, lo hacen parecer completamente anclado en la realidad, sin que necesariamente lo sea en todos sus extremos. Por ejemplo, un hecho simple en apariencia -la percepción de Castañeda como huésped deseado en casa de los Contreras- se convierte en una verdadera maraña a lo largo de la narración. Mientras Evenor Contreras manifiesta que «mentiría al decir que el traslado del matrimonio Castañeda a la casa de habitación de su hermano, no se haya hecho con el gusto de todos» (Castigo 65), su sobrino Carmen declara al juez: «yo siempre vi con malos ojos la permanencia de Castañeda y de su esposa en nuestra de casa de habitación» (66); declaración que a su vez contradice un telegrama de Carmen, en el que califica a Castañeda como un «entrañable amigo de mi familia» (69). La sirvienta Salvadora Carvajal dice en otro momento que «hubo verdadera aflicción el día que los esposos Castañeda abandonaron la casa» (80), pues en general la servidumbre percibe a los huéspedes con buenos ojos hasta que el proceso se carga de tensión social y política. En ese momento todos los testigos que acuden a brindar nueva declaración se muestran «deliberadamente esquivos y poco explícitos» (417). El lector no encuentra la verdad en la novela sino una ilusión de verdad, que se hace evidente por las constantes contradicciones en las que caen los personajes, así por artificios tales como la atribución de declaraciones (o la inclusión en los supuestos documentos) de figuras de la cultura contemporánea9. Esa ilusión la podemos hallar también en la siguiente anécdota que cuenta Sergio Ramírez: «Una muchacha... se puso a investigar los niveles de lenguaje que había en Castigo divino [...] [y] me dijo: "... en los años 30 en Nicaragua no se hablaba así, ni se escribía así en los periódicos"» (Ramírez y González 137).

El conjunto discursivo de Castigo conduce, según Leonardo Padura, a una novela escrita totalmente en kitsch (Modernidad 148), pero no tiene por objetivo solamente un juego estético y lúdico, o convertirse en una curiosidad narrativa. En Castigo las fuentes acreditadas no llevan a la verdad, los personajes investidos de la autoridad para encontrar la verdad no logran nada, como ocurre con el Juez Fiallos. Quienes son capaces de generar verdad -el ejemplo por excelencia son los doctores Darbishire y Salmerón- se encuentran en extremos opuestos de una división de clase, y finalmente se impone la verdad que surge del grupo que domina el poder. Ambos doctores se enfrascan en un duelo de artículos periodísticos y cartas abiertas que muestra cómo incluso la verdad interna de la que hablaba Foucault puede ser manipulada y convertida en verdad externa. El primer artículo, del doctor Darbishire, se propone «hacer resplandecer la verdad científica» con el propósito de lograr «una recta aplicación de la justicia» (288). En dicho texto, Darbishire critica la veracidad científica de las pruebas de toxicología llevadas a cabo en animales con los líquidos sustraídos de don Carmen Contreras, y la intención de exhumar a Marta Castañeda y Matilde Contreras para otros exámenes sobre tóxicos. Atanasio Salmerón publica una respuesta pocos días después, aportando evidencias científicas contra la opinión de Darbishire, y desautorizando a su maestro, a quien le pretende «airear la memoria» (312) y darle consejos. En el siguiente texto de Darbishire, titulado «Le enseñé, pero nada aprendió», los ataques personales son más llamativos que la absurda argumentación científica. Se preocupa más el doctor por desautorizar a Salmerón, «mi ex discípulo y ex colega» (358) que por hacer prevalecer una verdad pura que nadie entiende. Un último artículo de Salmerón, «Aguas del mismo albañal», nunca aparece en la prensa sino en volantes que circulan por la ciudad cuando Salmerón es obligado a barrer las calles. La veracidad científica queda en segundo plano, se vuelve una especie de ruido, de información lejana para el lector. El dilema de los posibles envenenamientos jamás se resuelve, la discusión científica entre los doctores no conduce a nada excepto a señalar la división social. No es posible siquiera alcanzar una verdad sobre las muertes, porque los intereses de clase son más fuertes y determinan el discurso de lo que realmente ocurrió.

Darbishire usa su autoridad, su prestigio, sus años de práctica médica y sus relaciones sociales para imponer una verdad. Es decir, recurre a sus capitales social, cultural y simbólico, según ideas desarrolladas por el sociólogo francés Pierre Bourdieu. Para Bourdieu, los individuos pueden acumular tres formas de capital distintas del económico: el social («The Forms» 248), el cultural y el simbólico («Social Space» 17). Cada una configura la posición del individuo en la sociedad, sea por la acumulación de algunos bienes, o de intangibles como la cultura, la educación y las relaciones sociales, o por formas de autoridad tales como el prestigio, la fama o el buen nombre. El capital cultural se puede definir como la posesión de valores de cultura, por ejemplo la educación personal y el crecimiento interno («The Forms» 244). En Castigo, Darbishire ha sido educado en Francia, y tiene un capital cultural mayor que Salmerón, quien ha estudiado en Nicaragua. El capital social se refiere a «resources which are linked to the possession of a durable network of more or less institutionalized relationships of mutual acquaintance and recognition -or in other words, to membership to a group»The Forms» 248). Este capital depende de la red de conexiones que el individuo pueda movilizar, así como el volumen de otras formas de capital y su reproducción, pues «[it] presupposes an unceasing effort of sociability, a continuous series of exchanges in which recognition is endlessly affirmed and reaffirmed» (250). Nuevamente Darbishire se encuentra en un lugar privilegiado, pues él es el médico de la vieja burguesía leonesa, su amigo y confidente, en tanto Salmerón no pasa de ser un doctor de pobres, un individuo cuya red social parte de la dudosa mesa maldita, especie de cofradía en la que se fraguan chismes y pequeñas conspiraciones. Finalmente tenemos el capital simbólico, que Bourdieu define como «[a] capital -in whatever form- insofar as it is represented, in a relation of knowledge or, more precisely, of misrecognition and recognition»The Forms» 255). Para David Schwart, el capital simbólico representa esencialmente «a form of power that is not perceived as power but as legitimate demands for recognition, deference, obedience, or the services of others» (90). El capital simbólico es sobre todo una forma de conocimiento, la expresión social de otras formas de capital, que muchas veces no es percibida como tal por el otro social. Relacionado a esta forma de capital existe un poder simbólico, que se fortalece en tanto que la visión de mundo que promueve un individuo corresponda a una realidad que perciben los demás como legítima. Bourdieu llama a esta forma de discurso «the power to concrete or to reveal things that are already there»Social Space» 23). El lugar de los individuos en el espacio social se determinaría por la conjunción de los distintos capitales:

[I]n the first dimension [...] to the overall volume of capital they possess and, in the second dimension, according to the structure of their capital, that is, the relative weight of the different species of capital, economic and cultural, in the total volume of their assets.


Social Space» 17)                


Volviendo a nuestro ejemplo, Darbishire tiene un mayor capital simbólico, que se apoya en su conocimiento de la medicina, en el lugar donde hizo sus estudios, en el nivel social de sus clientes, en su red de relaciones con el poder político y en su rol de «maestro». En el momento del conflicto, esos capitales no afloran separadamente sino en conjunto, permitiéndole al doctor hacer afirmaciones que son válidas por el simple hecho de que él las enuncia. Su autoridad es una manifestación de poder simbólico, que ejerce sobre Salmerón para detener sus avances y proteger el buen nombre de la familia Contreras. Atanasio Salmerón trata de ofrecer resistencia, desde el otro lado de la escala social y educativa, desde su posición de sujeto de «poco prestigio». Sin embargo, al final pierde e incluso recibe como castigo la humillación pública.

Las fuentes acreditadas, sumadas a la voz narradora misma -que simula objetividad científica y que apoya su argumento en esa documentación real y supuesta- ponen en evidencia dos puntos de suma relevancia: primero, en un mundo de fuerzas desiguales no es posible alcanzar la verdad; segundo, lo que finalmente queda registrado como cierto no necesariamente debe tener relación con la realidad, esa «verdad oficial» es simplemente un discurso del poder dominante creado para su propio beneficio. Peter Ross lo ve de este modo:

Far from seeking the truth about the alleged poisoning of Castañeda's wife, Marta, of Carmen Contreras, and of his daughter Matilde, the bourgeoisie embarks on a programme of damage control [...] The bourgeoisie, however, finds that it cannot do without the help of the National Guard [...] The bourgeoisie survives the crisis, but it is at a high price.


(168-69)                


El control se hace necesario para proteger a la familia Contreras, que tiene nexos con el presidente de la Nicaragua de entonces. Para ejercer ese control, los Contreras y sus pares generan discursos: nuevos testimonios, la defensa de Darbishire, y la eliminación de las voces opositoras, como por ejemplo el despido de Rosalío Usulutlán de la redacción del periódico «El Cronista». Sin embargo, la ofensiva de los grupos excluidos y representados por la mesa maldita10 es persistente y sagaz, y contribuye a que el caso de Castañeda se convierta en una especie de Babel, donde nadie llega a entenderse y en la que la posibilidad de un consenso amparado a la ley existente topa con un callejón sin salida. De ahí la necesidad de recurrir al Capitán Ortiz y a la Guardia Nacional. Preludiando lo que será una época de intensa represión, Ortiz soluciona el problema de la forma más práctica para el poder represor: la eliminación del foco de disidencia. Se ataca a los miembros de la mesa maldita, se trata de romper su coherencia interna por medio de la traición. En el movimiento final, se asesina al acusado. Ortiz le tiende una emboscada a Castañeda durante un intento de escape del que ya tiene noticia y que ha sido desarticulado, logrando así garantizar una nueva verdad: se aplicó la ley de la fuga. No es extraña entonces la queja del Juez Fiallos: «Ellos deciden qué es lo que debo averiguar [...] Deciden exhumar cadáveres, me secuestran testigos, y ahora se roban pruebas del proceso. Esta es la nueva ley que hay en Nicaragua» (423). Quien impone la verdad es el poder dictatorial que asoma.

Cuando el crítico Nicasio Urbina afirma que «[l]a novela constantemente está probando los límites de la ficción y la realidad, de lo creíble y lo probable, de lo histórico y lo historiable» (144), está señalando esa inestabilidad que impide la construcción de una verdad. Dado que alcanzar la verdad no es posible, las fuentes acreditadas entran en crisis, se mueven entre el documento fidedigno y el artificio narrativo, no cumplen a cabalidad su objetivo ni dentro del esquema de la novela documental -esto es, servir como nexo con la realidad histórica-, ni dentro del de la novela policiaca -permitir la progresiva resolución del caso-. Las fuentes acreditadas tienen en Castigo otra función: mostrar el esqueleto del discurso de la verdad, y con ello cuestionar la historia misma. Su rol no es de menor importancia, por el contrario ese desnudar las costuras de la verdad resulta un modo de resistencia, una develación de los mecanismos internos de la supuesta verdad que conocemos, vivimos y quizás aceptamos sin discusión.

Para algunos lectores puede parecer desalentador leer casi cuatrocientas sesenta páginas de un misterio que nunca se resuelve, ni aún años después, cuando ya el tiempo ha impuesto su saludable distancia entre hechos y protagonistas, esa distancia que debería permitir el relato de los sucesos con mayor objetividad. Quien espere una ficción policial tradicional en Castigo divino va a decepcionarse. Quien busque más bien esa condición de la novelística policiaca latinoamericana contemporánea, que hurga en las entrañas de la sociedad con cierto desencanto, hallará en Castigo una rica fuente para la reflexión, y una voz de alerta que también accionamos para los lectores de este artículo: ni aquí ni allá hay una verdad definitiva.






Obras citadas

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  • Foucault, Michel. «The Ethics of the Concern for Self as a Practice of Freedom». Subjectivity and Truth: Essential Works of Foucault, 1954-1984. 3 vols. Ed. James D. Faubion. New York: New Press, 2000.
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