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La veta culta en la selección léxica de san Juan de la Cruz

María Jesús Mancho Duque






1. La selección léxica sanjuanista

Existe una anécdota protagonizada por la madre Magdalena del Espíritu Santo1, quien, cautivada por la hermosura y sutileza de las palabras de su maestro espiritual, Juan de la Cruz, con ingenua admiración le preguntó si se las inspiraba Dios. La respuesta del santo, teñida de humildad, pero también no exenta de cierta ironía, fue: «Hija, unas veces me las daba Dios y otras las buscaba yo».

En efecto, es necesario subrayar la libertad con que maneja san Juan el vocabulario y la meditada selección de las palabras. Ninguna se halla por azar, lo que es particularmente evidente en sus poemas. Otra cosa es -y resulta una aspiración legítima- que nos preguntemos por las claves o criterios por los que acepta determinados términos, mientras excluye otros vigentes en su momento. Destacaríamos los requisitos ineludibles de belleza externa -cara fónica- e interna -contenido-, así como musicalidad, dentro de la estela de toda una tradición lírica, tanto popular como culta, del mismo modo que la expresividad y hondura de las voces en el marco prebarroco de una estética del patetismo. Pero también y simultáneamente se detecta una íntima exigencia de precisión en los términos, especialmente en las declaraciones en prosa. Esta reclamación íntima se pone de manifiesto en las frecuentes definiciones, que destilan rigor semántico impregnado de poesía, hasta el punto de configurar un glosario poético, digno de ser analizado por los historiadores de la lexicografía histórica. Tales planteamiento léxicos, contrapuestos, pero fundidos en armoniosa síntesis, no siempre son compatibles con el ideal de llaneza expresiva preconizado por Valdés, por lo que no en pocas ocasiones nos sorprende el místico de Fontiveros por su alambicamiento expresivo, hecho que ya anotó Menéndez Pidal (1963, 531-562) y que ha llevado a algunos críticos a calificar su estilo de manierista (Caldera, 1970, 333-355).




2. La veta culta

Es perceptible en Juan de la Cruz una faceta culta y un talante innovador que le impulsan a la creación léxica cuando no encuentra términos que satisfagan sus necesidades designativas o colmen sus ansias por la belleza.

Conviene recordar que el cofundador del Carmelo Descalzo era un hombre culto. Criado en el altiplano castellano, en ambientes sociales de radical pobreza, rayanos en la miseria, se formó mental y culturalmente en la Universidad de Salamanca, después de haber iniciado sus estudios en el Colegio de la Compañía de Jesús de Medina del Campo, donde tuvo la oportunidad de asimilar los nuevos modelos pedagógicos recientemente implantados por los jesuitas. No es de extrañar, por tanto, que conociera el registro alto de los doctos teólogos -es más que probable su asistencia a los cursos de fray Luis de León-, así como también el de las manifestaciones poéticas, tanto de las corrientes estéticas innovadoras -el Garcilaso a lo divino de Sebastián de Córdoba puede ser un claro exponente (cf. Córdoba, 1971)-, como el de la veta cancioneril tradicional, fomentada, además, en el seno del Carmelo Descalzo2.


2.1. Cultismos literarios

San Juan conoce y utiliza vocablos propios de un registro literario, con frecuencia poético, que permiten entrever el trasfondo de su cultura clásica.

2.1.1. Así sucede en la predilección por la voz filomena: «el canto de la dulce filomena» (CA, v. 187), en lugar del vocablo más popular ruiseñor, como reconoce un escritor, coetáneo del santo:


«Y que de Filomena decir quiero,
Llamado Ruiseñor más comúnmente,
Que al más rústico, tosco y más grosero,
Haze de su piquillo estar pendiente».


(Ríos, 1592, f. 7 v.)                


La filomena ha dejado un largo reguero en la literatura profana y espiritual hasta llegar a san Juan. M. R. Lida (1975, 39-1173) trazó un repaso de las fuentes clásicas de esta ave y su trayectoria en la poesía latina medieval, en la que sobresale la composición Philomela, atribuida a san Buenaventura, donde simboliza el amor místico. Reavivada en el Renacimiento, especialmente por Boscán (Historia de Leandro y Hero) y por Garcilaso, su presencia en el Cántico sería un eco de los versos 231-234 de la Égloga I de Garcilaso («La blanca filomena / casi como dolida / ya compasión movida / dulcemente responde») (Garcilaso de la Vega, 1995, 131). Dámaso Alonso, que admitía el paralelismo, encontró, sin embargo, mayor semejanza en los versos 1146-1148 de la Égloga II («el viento espira, / Filomena sospira en dulce canto»), de los que el santo habría tomado la yuxtaposición del viento que sopla y la dulce canción del ruiseñor (Alonso, 41966, 44-45)4. Cossío adujo influjo ovidiano, a través de la fábula de Progne y Tereo (Cossío, 1942, 218). E. Orozco insistió en la traducción de fray Luis de Granada del poema Filomena, atribuido a san Buenaventura, divulgada en los conventos carmelitanos a través de la versión de la madre Cecilia del Nacimiento, Filomena del glorioso S. Buenaventura en liras (Orozco, 1959, 133-134). García Lorca añadió, como enlace complementario al aportado por D. Alonso, los versos 324-337 de la primera Égloga («Cual suele el ruiseñor con triste canto [...] por la dulce garganta, / despide, que a su canto el aire suena, / y la callada noche no refrena / su lamentable oficio y sus querellas, / trayendo de su pena / al cielo por testigo y las estrellas»), si bien matizaba que este pasaje actuaría de modo difuso (García Lorca, 1972, 144)5. Domingo Ynduráin, que recuerda que Filomena aparece con frecuencia en textos poéticos asociada a la primavera, a las auras, etc., apunta como más cercana, en cuanto se trata de una poesía a lo divino, la Philomena de San Bonaventura, de López de Úbeda, en cuyos versos advierte coincidencias con el Cántico y con otras obras de san Juan (Juan de la Cruz, 1983, 188-189). C. Cuevas remite a Eliano (Historia de los animales, 1, 43) y a Plinio (Historia natural, X, 29) para la base de la calidad melódica del ruiseñor, el cual, de acuerdo también con otra tradición literaria que arranca de la Odisea (XIX, 518 ss.), canta en primavera (Cuevas, 1986, 186-187). Finalmente Luce López-Baralt señala concomitancias islámicas, típicas de poetas contemplativos persas, para esta imagen del ruiseñor (bolbol), convertida en exultante símbolo del éxtasis transformante, cuyas características, asignadas por Juan de la Cruz, le parecen disonar del contexto literario occidental (López-Baralt, 1997b, 27-45).



2.1.2. Dentro de la clase léxica adjetiva se descubren usos llamativos, como ocurre con el cultismo nemorosos del sugerente verso: «los valles solitarios nemorosos» (CA, v. 62). En este término resaltan las notas de soledad e intimidad. El DCECH6, basándose en Autoridades7, lo documenta por primera vez en la Arcadia de Lope de Vega, resaltando su empleo preferente entre poetas, por lo que no es extraño que J. L. Herrero lo haya incluido en el elenco de cultismos poéticos renacentistas (Herrero Ingelmo, 1994-1995).

M. García Blanco (1967, 49) y Dámaso Alonso (1966, 35) sugirieron el influjo del pastor homónimo de la Égloga I de Garcilaso. J. M.ª Cossío (1942, 213) subrayó el uso de este sustantivo como adjetivo en el Siglo de Oro, empleo en el que fue pionero Juan de la Cruz, como adelantó Baruzi (1991, 146). Marasso (1944, 12-13), después de remitir como posible precedente al verso 143 de la Égloga II de Garcilaso («corriendo por los valles pedregosos»), donde pedregosos sería sustituido por nemorosos, propuso para este último adjetivo a Ovidio (Heroidas, XVI, 53 y Ars amandi, I, 289).



2.1.3. Sucede algo análogo en el empleo del adjetivo sonorosos, que el místico castellano aplica a los potentes y vivificadores ríos del Cántico Espiritual: «los ríos sonorosos» (CA, v. 64). El CORDE8 proporciona la primera datación en 1494 y da testimonio de su uso en Fray Luis de León, La Diana, Herrera, Ercilla, Francisco de Figueroa y Góngora, generalmente utilizado como calificativo de sustantivos tales como ruido, estruendo o río. Menéndez Pidal ya había advertido que este calificativo estaba muy de moda entre los escritores de entonces, como Argote de Molina, Cervantes, Lope y Lomas de Cantoral. Según Montero (1992, 117), el término es un tecnicismo métrico-retórico que parece haber entrado en castellano con un valor específicamente musical, como se desprende de su utilización por Santillana (Proemio), pero pasó a engrosar las descripciones paisajísticas, frecuentemente en la poesía bucólica (Herrera, referido a bosque) y fray Luis (traducción de la Égloga V de Virgilio, referido a río). Nosotros hemos podido corroborar esto en un texto coetáneo:

«[...] y como en los valles, principalmente en los llenos de bosques, reteñía la voz y el sonido mucho más sonorosa y clara, quando los húmidos círculos, por hablar assí, de los movimientos topavan algo».


(Loçano, 1582, 256)                


El Diccionario de Autoridades reconoce ya su escaso uso y su sustitución por sonoro.



2.1.4. Idéntica sensibilidad literaria se detecta en la presencia del epíteto amenas en los versos siguientes: «por las amenas liras / y canto de serenas, os conjuro» (CA, vv. 146-147). Ameno es un cultismo utilizado en el sentido proporcionado por Autoridades, «deleitoso, delicioso, apacible y de hermosa vista por su frondosidad y cantidad excesiva de árboles, plantas, hierbas y flores», que J. L. Herrero incluye también en el conjunto de voces predilectas de los poetas renacentistas.



2.1.5. Resulta igualmente llamativa la presencia del cultismo amaro:

«El "ajenjo", que es hierba amarísima, se refiere a la voluntad, porque a esta potencia pertenece la dulzura de la posesión de Dios, de la cual careciendo, se queda con la amargura, según el ángel dijo a San Juan en el Apocalipsis (X, 9), diciendo: Accipe librum, et devora illum, et faciet amaricari ventrem tuum, que quiere decir: "Toma y come el libro y hacerte ha amargura en el vientre", tomando allí el "vientre" por la voluntad».


(CA, Declaraciones, 2, 7)                


Este término, procedente del latino amarus, se restringe a la poesía de los siglos XV y XVI9. Se trata de un cultismo en forma superlativa latinizante e italianizante. E. Pacho destaca que esta aparición -no recogida en las, por otra parte, espléndidas Concordancias sanjuanistas (Astigarraga et al., 1990)- es única, por lo que considera este término un hápax del santo (Pacho, 1995, 183). El adjetivo también se encuentra usado por otros autores espirituales de la centuria:

«La cruz donde estuvo Christo aherrojado después que embió sus dos compañeros, que eran los ladrones, el uno a las aves infernales, que con bocado amarissimo lo despedacen, y el otro a la mesa real del celestial gozo».


(Osuna, 1528, f. CLVI r.)                


Así como en otros en textos profanos, con sentido denotativo:

«Dize el Silvático y Plateario que todas las cosas amaras, quanto más amaras, tanto son mejores, excepto el áloes. Y Antonio Musa paresce sentir lo contrario, y a mi juicio es lo mejor, porque el sabor amargo preserva de putrefacción y haze otras buenas operaciones».


(Acosta, 1578, 199)                




2.1.6. Esta misma inclinación por las voces elevadas se vuelve a poner de relieve en la preferencia de san Juan de la Cruz por el sustantivo austro, en los conocidos versos en que se enfrentan los dos vientos antagónicos: «Detente, cierzo muerto. / Ven austro, que recuerdas los amores» (CA, vv. 126-127).

Sus antecedentes bíblicos son claros: Cantar de los cantares, IV, 16 (Surge aquilo et veni auster, perfla hortum meum et fluant aromata illius)10. Por lo que respecta a su interpretación, los críticos sanjuanistas discrepan. Por ejemplo, Thompson (1985, 138) llama la atención sobre las connotaciones teológicas de estas imágenes simbólicas, a través de la ambigüedad viento/espíritu, procedente del griego pneuma y del hebreo ruah. D. Ynduráin (Juan de la Cruz, 1983, 107), por su parte, advierte que la distinción de los vientos, incluidas sus connotaciones sexuales, se encuentra ya en los Problemas de Aristóteles y constituía un lugar común. Análogamente, si para L. López-Baralt (1990b, 276-277) los vientos dejan aflorar reminiscencias místicas islámicas en las glosas, M. Diego Sánchez (1990, 83-111) aprecia coincidencias entre san Juan y Gregorio Niseno, especialmente para la imagen del austro; asimismo, T. O'Reilly (1995, 276- 278) introduce la concepción sanjuanista de los dos vientos en una tradición exegética, entre cuyos jalones menciona a san Ambrosio, san Gregorio, Ricardo y Hugo de San Víctor, Honorio de Autun, Casiodoro, Anselmo de Laón, san Beda y san Bernardo, respectivamente. Tal vez no sea ocioso recordar la explicación que aduce el místico abulense:

«El cierzo es un viento frío y seco y marchita las flores; y porque la sequedad espiritual hace ese mismo efecto en el alma donde mora, la llama "cierzo"; y "muerto", porque apaga y mata la suavidad y jugo espiritual; por el efecto que hace, la llama "cierzo muerto". Y deseando la esposa conservarse en la suavidad de su amor, dice a la sequedad que se detenga; lo cual se ha de entender que este dicho es cuidado de hacer obras que la detengan, conservando y guardando el alma de las ocasiones.


ven, austro, que recuerdas los amores

El austro es otro viento, que vulgarmente se llama ábrego. Éste es aire apacible, causa lluvias y hace germinar las yerbas y plantas, y abrir las flores y derramar su olor; tiene los efectos contrarios a cierzo. Y así, por este aire entiende aquí el alma al Espíritu Santo, el cual dice que «recuerda los amores», porque cuando este divino aire embiste en el alma, de tal manera la inflama toda, y regala y aviva, y recuerda la voluntad y levanta los apetitos que antes estaban caídos y dormidos al amor de Dios, que se puede bien decir "que recuerda los amores"».


(CA, Declaraciones, 26, 2-3)                


G. de Gennaro (1977, 177-178) resalta la antítesis imaginaria y la «plurivalencia sensorial e intelectiva» de las imágenes del Cántico. Mientras las connotaciones sensitivas de frío y sequedad, inherentes al primero, sugeridoras de tristeza y presagios de mal, cristalizan en una de las «más gélidas expresiones de la literatura castellana», la tradición bucólica subyacente al segundo imbrica el éxtasis gozoso de todos los sentidos, incluido el del olfato. P. Mañero (1990, 237-290), por su parte, relaciona los vientos contrarios con la navegación, y señala fuentes platónicas para una concepción que quiere expresar el estado escindido de la psique del poeta; imagen de un principio antitético y paradójico «vivir entre contrarios», usual en el desarrollo de la poesía erótica y, naturalmente, presente en el Canzoniere de Petrarca y en las Rimas (XL) donde aparecen el Austro y el Aquilón en guerra y siempre con fondo de mar.

En cualquier caso, es evidente la discrepancia con los criterios de selección mantenidos, en idéntico contexto, por Francisco de Osuna, unos años antes, que le llevan a preferir el más castizo solano:

«Por lo qual, dize Él en los Cánticos: «Levanta de ay, cierço, y ven, solano, a soplar a mi huerto y correrán sus aromáticos olores». El primer viento, que es frío y seco, y aparta las lluvias y corta por do passa, claro está que tiene la significación no buena, pues significa toda pasión y angustia de Christo, o de parte de su cuerpo que estava llagado, o de parte de sus enemigos, cuyo desseo era que no resucitase. Todo esto se despide en mandar que se vaya el viento áspero que lo figura. El segundo viento, que es cálido y húmedo y generativo, significa el aflato y socorro del Espíritu Sancto, el qual se llama para dar vida al cuerpo del Señor y quitarle aquellas aromáticas unciones y darle otras de gloria que nunca cessen de dar olor en el Parayso de Dios».


(Osuna, 1528, f. CLI r.-CLI v.)                


«También fray Luis se inclina por la voz más popular ábrego:

¡Sus, cierzo, y ven, ábrego!

Esto es un apostrofe y vuelta poética muy graciosa, en la qual el Esposo, haviendo hecho mención y pintura de un tan hermoso jardín [...], vuelve su plática a los vientos, cierzo y ábrego, pidiéndole al uno que se vaya y no dañe en este su lindo huerto, y al otro que venga y con su soplo templado y apacible le recree y le mexore y ayude a que broten las plantas que hay en él; que es bendecir a su Esposa y desear su felicidad y prosperidad».


(Luis de León, 1994, 156)                




2.1.7. Curiosamente, la acción que san Juan de la Cruz reclama al austro es designada por el verbo aspirar, otro cultismo poético: «Aspira por mi huerto» (CA, v. 128). Acción que se repite más adelante en el Cántico espiritual: «El aspirar del aire» (CA, v. 186).

Marasso (1944, 20) repara en la meditada selección del vocabulario por parte de Juan de la Cruz, al escoger aspira, de reminiscencia virgiliana, en el sentido de «sopla», «lanza el aliento», en lugar de espira, este último preferido de Herrera, para el que aspirar significa «desear», «querer», en la línea señalada por Valdés (1982, 222). También García Lorca (1972, 143) contrasta esta elección con la de Garcilaso, quien utiliza espirar. La importancia de este verbo ha sido recalcada por Mancho y Pascual (1993, 112), que subrayan tanto la coincidencia con el significado latino -«soplar»- como sus cualidades, que insertan este verbo en el simbolismo del aire suave.



2.1.8. San Juan muestra, asimismo, particular predilección por el latinismo ínsulas, del que hace un uso reiterado:


«Mi Amado las montañas,
los valles solitarios nemorosos,
las ínsulas extrañas».


(CA, vv. 61-63)                


Este término tal vez haya derivado de la lectura bíblica. Desde esta perspectiva, M. R. Lida y R. M. Hornedo (Lida, 1943, 381; Hornedo, 1944, 145) remitieron a Is., 66, 19 (insulas longe) y a Jer. 31, 10 (annuntiate in insulis quae procul sunt), mientras que J. C. Nieto (1982, 97) menciona también a Is. 41, 5 (viderunt insulae [...] extrema terrae). De cualquier modo, la elección de este cultismo revela cierta voluntad de alejamiento no sólo espacial, sino temporal, a la vez que introduce connotaciones fabulosas relacionadas con el ámbito de la novedad, que atraía y suscitaba la curiosidad de las mentes más receptivas e inquietas de la época renacentista11, lo que puede apreciarse en las explicaciones introducidas por el propio santo:

«Las ínsulas extrañas están ceñidas con la mar y allende de los mares, muy apartadas y ajenas de la comunicación de los hombres; y así, en ellas se crían y nacen cosas muy diferentes de las de por acá, de muy extrañas maneras y virtudes nunca vistas de los hombres, que hacen grande novedad y admiración a quien las ve. Y así, por las grandes y admirables novedades y noticias extrañas, alejadas del conocimiento común que el alma ve en Dios, le llama "ínsulas extrañas"» 12.


(CA, Declaraciones, 13-14, 8)                


De hecho, ciertos críticos han resaltado el elemento visual y maravilloso inherente al sintagma ínsulas extrañas, como F. Ynduráin (1969, 15), H. Hatzfeld (31976, 389), E. Caldera (1986, 342), quien lo enlaza con el concepto de «novedad», insertando a ambos en la temática manierista, o C. Bousoño (1979, 88-89), que ahonda en la emoción de misterio latente en esta imagen visionaria. Más recientemente, A. Egido (1995, 176) interpreta la insularidad como espacio de la soledad, además de marca tópica de lo extraño, maravilloso y nuevo que está en Dios.

No es inverosímil tampoco el influjo de la literatura profana. Ya Marasso (1944, 16) apuntó la relación con las islas fabulosas de los libros de caballerías, sugerencia recogida por D. Ynduráin (Juan de la Cruz, 1983, 94-95), quien, no obstante, alude a la multiplicidad de asociaciones imaginativas, entre las que sugiere reminiscencias vagas de Gil Vicente o el recuerdo de la isla del Danubio cantada por Garcilaso, lo que conectaría con los valles nemorosos y los ríos. También debieron influir los descubrimientos geográficos coetáneos del santo, como plantearon J. M.ª Cossío (1942, 220), quien los relacionaba preferentemente con América más que con las islas del Mediterráneo a causa de la nota añadida por el adjetivo, y A. Marasso (1944, 16), quien se decantaba más por las Indias y Oceanía, basándose en Acosta, autor que enfatiza la extrañeza inherente al Nuevo Mundo.



2.1.9. Aunque hoy no nos resulte extraño el término, por haberse integrado ya en el acervo común de nuestro vocabulario y dominar tanto el concepto en una sociedad que pretende preservar y alargar los valores de la juventud, debía de resultar un tanto sorprendente la designación de las jóvenes, persiguiendo al Amado a lo largo del sendero de la vida, en traducción libre de las filiae de Jerusalén: «A zaga de tu huella, / las jóvenes discurren al camino» (CA, vv. 76-77).

J. L. Morales (1971, 164), C. Thompson (1985, 96) y E. Pacho (en Juan de la Cruz, 1981, 595, nota 23) han precisado sus antecedentes bíblicos en Cant. 1, 2-3, fraglantia unguentis optimis oleum effusum nomen tuum ideo adulescentulae dilexerunt te trahe me post te curremus, y Cant. 3, 11, egredimini et videte filiae Sion regem Salomonem.

Fray Luis, por su parte, elige un vocablo más tradicional: «Al olor de tus ungüentos buenos, [que es] ungüento derramado tu nombre. Por eso las doncellas te amaron. Llévame en pos de ty correremos» (Luis de León, 1994, 56).

San Juan, sin embargo, se decanta por este semicultismo, usado por los poetas renacentistas y del que el DCECH afirma que, muy frecuente en Góngora, es censurado todavía por Quevedo como culterano. Y, de hecho, en las Declaraciones, sólo se halla en la explanación de este pasaje.



2.1.10. Una voz poética y espiritual, que aparece en las «Declaraciones» en prosa para designar una variante de las guirnaldas que tejen las doncellas en la primavera espiritual del alma, es el cultismo lauréolas, presentadas así por el minucioso y perfeccionista lexicógrafo místico:

«Y también se puede entender por las hermosas guirnaldas, que por otro nombre se llaman lauréolas, hechas también en Cristo y la Iglesia, las cuales son de tres maneras».


(CA, Declaraciones, 21, 6)                


Autoridades recoge en su primera acepción el sentido laico del término, «coronas de laurel con que se premiaban los hechos y virtudes grandes de los héroes», y en su segunda, el religioso con que está empleado aquí.



2.1.11. Finalmente, uno de los cultismos literarios más inesperados con relación a la trama básica del Cantar es el término ninfas, núcleo de un sintagma más sorprendente aún por la complementación que recibe:


«¡Oh ninfas de Judea!,
en tanto que en las flores y rosales
el ámbar perfumea,
mora en los arrabales
y no queráis tocar nuestros umbrales».


(CA, vv. 151-155)13                


Dámaso Alonso propuso como antecedente de la imagen, considerada fuera del ambiente del poema por su pagana sensualidad, la Égloga III de Garcilaso (Alonso, 1966, 43-44)14. Para J. M.ª Cossío, el sintagma suponía «la máxima concesión, el más convincente compromiso, la transacción más liberal entre la exposición del texto bíblico de Salomón y los hábitos humanísticos del poeta» (Cossío, 1942, 167). Hornedo remitió a Boscán y a Garcilaso, subrayando el «brinco poético etimológico» exclusivo del santo en el poema, en contraste con Sebastián de Córdoba, que evita cuidadosamente la conservación del vocablo ninfa (Hornedo, 1944, 137-141). M. Benavente Barreda, más recientemente, defiende reminiscencias clásicas y menciona a Teócrito (Idilios I, III y IV) y a Virgilio (Églogas III, V y VI) (Benavente Barreda, 1992, 387-399). Para García Lorca, en esta invocación se interpone, entre Garcilaso y san Juan, el recuerdo de fray Luis, en concreto, el poema latino «Te servante ratem», situado al final de In Cantica Canticorum Salomonis explanatio, «una poetización de la materia del Cantar, en el que las ninfas aparecen incorporadas en el tema del conjuro bíblico, en nombre del sueño de la amada como en el Cántico» (García Lorca, 1972, 212-215). Concluye Lorca que la imbricación de planos, en la que el tema renacentista se matiza de rusticismo sobre el fondo oriental y bíblico, es peculiar de la estrofa y la singulariza.

Hatzfeld ya había insistido en la paradoja formal que introducía esta invocación, fuente de sorpresa y de extraña belleza poética, pues en «el fondo bíblico de veladas mujeres orientales, es natural que no haya lugar para las ninfas de recamadas zapatillas propias de la mitología griega» (Hatzfeld, 1976, 364-368), que, sin embargo, hacen acto de presencia, aunque curiosamente, no como madrinas de la novia, sino como enemigas suyas. En efecto, en la prosa introduce el santo la siguiente explicación:

«Y llama "ninfas" a todas las imaginaciones, fantasías, y movimientos y afecciones de esta porción inferior. A todas éstas llama "ninfas", porque, así como las ninfas con su afición y gracia atraen para sí a los amantes, así estas operaciones y movimientos de la sensualidad sabrosamente procuran atraer a sí la voluntad de la parte razonal, sacándola de lo interior a que quiera lo exterior que ellas quieren y apetecen, moviendo también al entendimiento y atrayéndole a que se case y junte con ellas en su bajo modo sensual, procurando conformar a la parte razonal y aunarla con la sensual».


(CA, 31, 2)                


Avanzando en esta línea, J. C. Nieto percibe, de forma antitética y sintética y en toda su plenitud simbólica, la «tensión heleno-hebraica» del Cántico, por la que san Juan ha hecho el máximo uso de la paradoja (Nieto, 1982, 92-93). D. Ynduráin refuta las interpretaciones de H. Hatzfeld y de J. C. Nieto -insistentes en la formulación paradójica- por considerarlas literariamente preconcebidas (Juan de la Cruz, 1983, 112-113), mientras que acepta el ámbito renacentista y clásico en que se inscriben las ninfas -asociadas con el deseo amoroso-, lo que concuerda con la atmósfera creada por san Juan, de manera que el elemento erótico está presente, aunque sea rechazado. El rechazo, según este crítico, se manifiesta de manera indirecta en la complementación nominal, dotada por el santo de connotaciones negativas derivadas de su origen -Judea-. Además, insiste en que el sintagma, paralelo a otros, como ámbar perfumea, mosto de granadas, etc., introduce elementos orientales y exóticos, ajenos al repertorio imaginativo de la poesía renacentista.






2.2. Cultismos filosófico-teológicos

Un segundo apartado está integrado por términos cultos, preferentemente latinismos, que se inscriben en una esfera intelectual y espiritual, a veces marcadamente teológica, tanto escolástica como mística. Son muy abundantes, especialmente en las Declaraciones en prosa, por lo que procedemos a un muestreo representativo.

2.2.1. Es muy característico el empleo del adjetivo abisal:

«En este sueño espiritual que el alma tiene en el pecho de su Amado, posee y gusta todo el sosiego y descanso y quietud de la pacífica noche, y recibe juntamente en Dios una abisal y escura inteligencia divina».


(CA, Declaraciones, 13-14, 22)                


El cultismo abisal, sin documentar en el DCECH, alterna con abismal y ya fue utilizado por Bernardino de Laredo en la Subida del monte Sión (versión de 1535)15, aunque el Diccionario Histórico16 documente esta voz en Juan de la Cruz y más adelante en fray Juan de los Ángeles (1608). Parece desprenderse, pues, un uso específico de este adjetivo, de antecedentes bíblicos, dentro del ámbito de la mística, con anterioridad a otros empleos técnicos17.



2.2.2. Algo semejante cabría señalar del empleo del famoso balbucir: «y déjame muriendo / un no sé qué que quedan balbuciendo» (CE, vv. 34-35).

Covarrubias, s. v. baba, explica que «los que tienen muchas bavas no pronuncian bien las palabras ni las letras, sola la B, como tenemos dicho, les es fácil, y de allí creo se dixeron balbucientes», pero no registra balbucir, como tampoco del Rosal (1992). Autoridades trae balbuciente, «el que es tartamudo, torpe de lengua, que no articula ni pronuncia las palabras con perfección, ya sea por defecto de la naturaleza, o de la edad, o por causa de enfermedad o turbación». E. Pacho, que aduce posible inspiración en las Moralia de san Gregorio (V, 26) (Pacho, 1981, 682), considera que el balbucir-balbuceo se convierte en término propio técnico para designar la inefabilidad o el apofatismo de lo místico (Pacho, 1995, 214). De hecho, balbucir fue utilizado anteriormente en el campo de la mística por Bernardino de Laredo en la Subida del monte Sión, donde puede leerse:

«No sé si me do a entender, mas sé que me entenderá quien del secreto sossiego tuviere más experiencia, aunque vaya balbuciendo».


(Bernardino de Laredo, 1535, 3, 19)                


«Y si esto no se compadesce con la balbuciente lengua, a mí me basta saber que es patente y desseable y lo entiende la experiencia de los que buscan a Dios en la contemplación quieta».


(Bernardino de Laredo, 1535, 3, 22)                




2.2.3. Un cultismo interesante corresponde al verbo vacar:

«A las criaturas racionales, como habernos dicho, entiende aquí por los que vagan, que son los ángeles y los hombres, porque solos éstos entre todas las criaturas vacan a Dios, entendiendo en El; porque eso quiere decir ese vocablo, "vagan", el cual en latín se dice "vacant". Y así, es tanto como decir: Todos cuantos vacan a Dios; lo cual hacen los unos, contemplándole en el cielo y gozándole, como son los ángeles; los otros, amándole y deseándole en la tierra, como son los hombres».


(CA, Declaraciones, 7, 6)                


Vacar es un tecnicismo escolástico, definido por Autoridades como «dedicarse o entregarse totalmente a algún ejercicio determinado» -en este caso a la contemplación divina- y documentado en María Ágreda. No obstante, aparece utilizado por Laredo, Juan de los Ángeles y Osuna, esto es, dentro de un registro místico:

«Compra, pues, hermano, como el hombre evangélico, el tesoro de la Pasión con gozo, esto es, el campo de sangre donde el tesoro de las riquezas de Dios está escondido, que mientras más vacares meditando con tu entendimiento, más rico serás».


(Osuna, 1528, f. XVLI r.)                




2.2.4. El adjetivo culto deiforme surge cuando se trata de explicar la transformación que experimenta el alma en el estado de la unión mística:

«Y no hay que maravillar que el alma pueda una cosa tan alta, porque, dado que Dios la haga merced que llegue a estar deiforme y unida en la Santísima Trinidad, en que ella se hace Dios por participación [...]».


(CA, Declaraciones, 38, 3)                


Deiforme no se documenta en el DCECH y el CORDE lo hace precisamente en Juan de la Cruz. J. L. Herrero lo halla en el XVII (Nieremberg), por lo que este pasaje sanjuanista ofrece una primera fecha para este tecnicismo místico.



2.2.5. Otra voz específica es incomprehensibilidad, vocablo que designa un modo de conocimiento característico de los estadios avanzados del proceso místico, al que alude reiteradamente el santo con fórmulas y expresiones de índole paradójica, como «no entender, entendiendo», «ya cosa no sabía», «toda ciencia trascendiendo», etcétera:

«Pero el alma en esta espesura e incomprehensibilidad de juicios y vías desea entrar, porque muere en deseo de entrar en el conocimiento de ellos muy adentro; porque el conocer en ellos es deleite inestimable que excede todo sentido».


(CA, Declaraciones, 35, 7)                


Incomprehensibilidad no está presente en el DCECH. El CORDE lo documenta precisamente en Juan de la Cruz y, posteriormente, en Gracián (165l)18 y Antonio Panes (1675)19.



2.2.6. Otro cultismo que funciona como tecnicismo teológico es prenuncio:

«Y esto todo lo desea el alma, no por el deleite y gloria que de ello se le sigue, sino por lo que en esto sabe que se deleita su Esposo, y que esto es disposición y prenuncio en ella para que su Esposo Amado, el Hijo de Dios, venga a deleitarse en ella».


(CA, Declaraciones, 26, 8)                


Este latinismo no está recogido en el DCECH entre los derivados de nuncio, ni tampoco figura en el repertorio renacentista de Herrero. El CORDE lo documenta precisamente aquí y, posteriormente, en Castillo Solórzano (1625)20.



2.2.7. Presciencia es otro cultismo teológico que tampoco está documentado en el DCECH:

«Cada misterio de los que hay en Cristo es profundísimo en sabiduría, y tiene muchos senos de juicios suyos ocultos de predestinación y presciencia en los hijos de los hombres».


(CA, Declaraciones, 36, 2)                




2.2.8. Más filosóficos son los sustantivos siguientes:

Digresión: «Llama 'aves ligeras' a las digresiones de la imaginativa, que son ligeras y sutiles en volar a una parte y a otra» (CA, Declaraciones, 29-30, 2). El DCECH documenta este término, utilizado para designar un artificio o necesidad de oradores o historiadores, cuando se salen del argumento principal, en 1615, pero J. L. Herrero lo incluye ya entre los cultismos utilizados por los poetas del XVI.

Interpolación:

«Todos los cuales inconvenientes quiere Dios que cesen, porque el alma más a gusto y sin ninguna interpolación goce del deleite, paz y suavidad de esta unión».


(CA, Declaraciones, 29-30, 1)                


Jubilación: este término tampoco se halla documentado en el DCECH:

«Y de esta manera de amor perfecto se sigue luego en el alma íntima y sustancial jubilación a Dios; porque parece, y así es, que toda la sustancia del alma, bañada en gloria, engrandece a Dios».


(CA, Declaraciones, 37, 4)                


Se trata de un latinismo léxico que el DCECH documenta en fray Luis de León, si bien Herrero lo encuentra ya en Arévalo y lo incorpora en el corpus de cultismos propios de los poetas renacentistas.






2.3. Cultismos semánticos

Concorde con las tendencias cultas de su época, Juan de la Cruz se inserta en la corriente formada por selectos escritores que rescatan acepciones clásicas de voces latinas, que no son las que han prevalecido en nuestra lengua y que ponen de relieve la sólida formación humanística del místico castellano. Así, entresacamos las siguientes:

2.3.1. El verbo «considerar» aparece usado en una estrofa en que se describe el vuelo del cabello, que funciona como un gancho amoroso, que prende y prenda al Amado hasta la seducción: «En solo aquel cabello, / que en mi cuello volar consideraste» (CA, vv. 106-107).

Este verbo planteó problemas a los copistas de las estrofas del Cántico, por lo que provoca numerosas variantes textuales21. No obstante, el propio santo, consciente de las dificultades que podía entrañar la comprensión de su significado, proporcionó una definición de considerar en los Comentarios:

«Y en decir que el Amado consideró en el cuello volar este cabello, da a entender cuánto ama Dios el amor fuerte; porque considerar es mirar muy particularmente, con atención y estimación de aquello que se mira, y el amor fuerte hace mucho a Dios volver los ojos a mirarle».


(CA, Declaraciones, 22, 2)                


Como puede observarse, este verbo está utilizado con un significado procedente del clásico latino, equivalente de «contemplar», «observar atentamente», «examinar», y no en el sentido de «actividad intelectual» -derivado de los anteriores- con que se emplea en la actualidad. Herrero recoge esta acepción sanjuanista entre los cultismos semánticos de los poetas renacentistas, si bien el empleo de considerar con este sentido está ya atestiguado en Osuna:

«Como el rey cananeo [...] oyesse que el pueblo de Ysrael avía venido por el camino de los adalides, que avían ydo a considerar la tierra, peleó contra el pueblo de Israel».


(Osuna, 1542, cap. LXXXIII, f. CVIII r.)                


El significado específico, derivado de su etimología y propio del ámbito de la astronomía, puede apreciarse en el siguiente pasaje de un humanista científico de la época, quien precisa, además, la dirección correcta hacia la que se debe dirigir el rostro: «El astrónomo, para considerar los movimientos de los planetas y orbes celestes, vuelve el rostro hazia la parte meridional» (Chaves, 1545, f. LXXIII v.).



2.3.2. Hay algunos casos en que lo peculiar es la recuperación de un significado dinámico, concomitante a determinados verbos de movimiento, que, sin embargo, lo han perdido normalmente para adscribirse, por vía metafórica, a esferas intelectivas o morales. Es lo que sucede con discurrir: «A zaga de tu huella, / las jóvenes discurren al camino» (CA, vv. 76-77). Y, de nuevo, el santo ofrece su personal definición:

«Es a saber: las almas devotas, con fuerzas de juventud recibidas de la suavidad de tu huella, "discurren", esto es, corren por muchas partes y de muchas maneras (que eso quiere decir discurrir)».


(CA, Declaraciones, 16, 3)                


Covarrubias sólo contempla el significado intelectual de discurrir. El DCECH advierte que discurrir es frecuente en la segunda mitad del XVI, con dos acepciones principales, «correr acá y acullá» y «tratar de algo». No resulta, por tanto, extraño que J. L. Herrero haya recogido este empleo entre los cultismos semánticos propios de los poetas renacentistas. Pacho (1995, 188) puntualiza que este uso sanjuanista es único, pues en otras obras está utilizado en la acepción de «considerar», «meditar», etc., por lo que lo considera un hápax, que explica por los condicionamientos del verso sobre la prosa y la raíz bíblica, a partir del curremus de la Vulgata.



2.3.3. Finalmente, otro caso semejante es el del verbo convertir:

«Y ansí es como si dijera: mas antes conviértete adentro, Carillo, enamorándote de las compañas de las virtudes y perfecciones que has puesto en mi alma».


(CA, Declaraciones, 32, 5)                


Se trata de un cultismo semántico que designa un movimiento interiorizador, por lo que viene a ser equivalente de «dirigirse hacia lo interior», trayectoria que en sentido espiritual es muy frecuente entre escritores místicos. Usos parecidos, y de forma reiterada, los hemos encontrado con algunos años de posterioridad en un escritor franciscano de talante culto, como fray Juan de los Ángeles:

«Conviértete sin interpolación a la soledad interior.

Convertíos, ánima mía, a vuestro descanso (que es al centro interior) que os espera allí vuestro bienhechor.

La penitencia se deriva del verbo que quiere decir tornar, volver o convertir»22.


(Juan de los Ángeles, 1912, 49, 50 y 53)                









3. Conclusiones

San Juan de la Cruz maneja el vocabulario con la libertad y creatividad de un artista y no sólo con la destreza y habilidad de un artesano. La riqueza del caudal léxico sanjuanista, reflejo de la apertura renacentista y en buena medida deudora de su honda cultura humanística, de su conocimiento de la Biblia y de su formación teológica, configura un tejido lingüístico, armoniosamente dispuesto como un esplendente tapiz o «una vestidura de preciosa variedad», para que, como la esposa, pueda «parecer dignamente con este hermoso y precioso adorno delante la cara del Rey» (CA, Declaraciones, 21, 5).





 
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