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La vida breve de Ricardo Gil

Ricardo Gullón



Ricardo Gil





Enrique Gil y Carrasco nació en Villafranca del Bierzo el 15 de julio de 1815. Fueron sus padres don Juan Gil y Bas y doña Manuela Carrasco y Romero, castellano él, y natural ella de la ciudad de Toro, en el antiguo reino de León. Consta, por buenos y coincidentes testimonios, que ambos eran cristianos viejos y de mediana hacienda, apegados a leyes tradicionales y a costumbres antiguas. Así, fue el hogar centro de su vida, y los hijos tierno objeto de su permanente desvelo.

La educación de Enrique corrió a cargo de los Padres Agustinos, en cuyo Colegio de Ponferrada estuvo cuatro años, pasando después otro en el Monasterio Benedictino de Espinareda. Al cumplir los catorce ingresó en el Seminario de Astorga, donde permaneció dos cursos y no uno (como hasta días muy recientes se había creído), moldeando su carácter en la disciplina de una educación severa. En la Universidad de Valladolid inicia la carrera de Leyes, que más tarde concluye en Madrid. Pues desde el otoño de 1836 Enrique Gil se asienta en la Corte para vivir tiempos de estrechez, de tristeza y soledad, casi de angustia, si hemos de creer la afirmación de su hermano Engenio.

Pero nutre desesperanzas y desengaño, encuentra, por fortuna, algunos amigos leales, algunas personas que creen en su talento y mantienen viva la no muy ardorosa llama de su confianza en el triunfo. Entre esos hombres clarividentes y buenos cuéntase Espronceda, que fue quien con más eficacia le ayudó a remontar la mala hora de desánimo, proporcionándole ocasión de obtener, con el poema La gota de rocío, el éxito inicial que le puso en relación con los círculos literarios madrileños.

Era Enrique un muchacho de aspecto delicado, rubio, de ojos azules, soñador: más dado a fantasear el pasado, evocando memorias del tiempo ido, que a imaginar el futuro como es común hacerlo en ese instante grave y bellísimo en que el hombre se plantea (acaso por vez primera) la invención del porvenir. Pero el escritor barciano vive, desde la adolescencia, con la mirada puesta en el pretérito. Su preocupación y su constante ocupación es recordar, recordar. Sus poemas, sus escritos, incluso su obra máxima, El señor de Bembibre, serán consecuencia natural, espontánea, de aquella característica torsión espiritual hacia el pasado.

En El anochecer en San Antonio de la Florida dejó una descripción puntual de sus estados de ánimo, autorretrato de aquel alma tierna y sensible capaz de sentir con fuerza lo bello con fuerza lo bello y lo grande, capaz -también- de vivir en soledad. Y el soñador, desde fines de 1837 -en sus veintidós años-, acude al prosaico palenque de las redacciones de periódicos y revistas, El Español, primero: el Correo Nacional, el Semanario Pintoresco, El Sol, insertan sus poemas, sus artículos en prosa.

Más adelante, en uno de los vaivenes habituales en la política española, alcanzó Gil modesto empleo con cargo a los presupuestos del Estado. Y por veleidades del destino, fueron los progresistas triunfantes contra María Cristina quienes, en noviembre de l840, designaron a Gil (de cepa tradicionalista y aún carlista) ayudante segundo de la Biblioteca Nacional de Madrid.

El escritor habíase señalado como crítico notable, y si hoy este aspecto de su personalidad suele desdeñarse, débese tal desdén a un fenómeno de censurable desidia y olvido; crítico nada romántico, si por romanticismo se entiende retórica, propensión a lo vagoroso e impreciso. Su sólida formación traslúcese en la excelente prosa, pero además gobierna sus páginas críticas un criterio muy seguro, claridad de pensamiento al servicio de un juicio independiente, y recto, insobornable casta para la amistad o los intereses de escuela. Sus reseñas de las poesías de Zorrilla, del Duque de Rivas, de Espronceda, deben consultarlas cuantos quieran conocer cómo fueron juzgadas en su hora por una cabeza lúcida a quien entusiasmo no quitaba discernimiento.

Gil, extraordinariamente apegado a la tierra y a los suyos, procuraba vivir en el Bierzo sus días de licencia y descanso. Allá convaleció, a fines de 1839 o principios del año siguiente, después del primer embate de la enfermedad, y allá retornaba tan pronto tenía coyuntura para ello. Durante esas temporadas es probable tuviera la idea de escribir una larga novela donde el paisaje berciano sirviese de fondo a sucesos históricos, objeto de tradiciones y consejas locales. Buscar inspiración en el pasado y revivir en la ficción tiempos en que la tierra tan untada viviera un momento de esplendor. A la sombra del gran castillo de Ponferrada (antaño fortaleza de la poderosa orden Templaria y a la sazón ejemplo de cuán caducas las terrenales glorias) no es raro sintiera el deseo de cantar su nostalgia del pretérito, de aquellas épocas lejanas imaginadas por su corazón con tan vivísimo colorido.

Pero tales ensueños ni le enajenaban ni fueron óbice a que resultara en su trato hombre de realidades, amable y capaz de gozar moderadamente con los placeres que depara una sociedad de gentes discretas. No todo se iba en añoranzas, en melancólicos paseos por lugares solitarios, pues coincidiendo con la saudade dábase en Gil una inclinación cierta a fomentar relaciones y amistad con personas escogidas. Yo gusto de evocarle en los salones de El Liceo, y de evocarle con su distinguida figura de hombre connaturalmente elegante (frac de buen corte y flor blanca en el ojal), moviéndose con desembarazo entre artistas y aristócratas, como quien ni a unos ni a otros es extraño.

En otoño de 1813 comienza la colaboración que mantuvo con más regularidad: en El Laberinto, la bimensual publicación de Antonio Flores y Ferrer del Río, incita una serie de críticas sobre obras teatrales bajo la rúbrica «Revista de la Quincena», sección sólo interrumpida al ser nombrado, en 1844, Secretario de Legación en Prusia. Con este país no mantenía España relaciones a consecuencia de la reciente guerra carlista. El 1 de mayo embarcaba en Barcelona para Marsella, con propósito de recorrer parte de Europa antes de instalarse en Prusia. De su viaje hasta Berlín queda un precioso Diario, inapreciable sobre todo para conocer y entender el alma del poeta convertido en diplomático.

Gil, como señalamos, movíase bien en los ambientes aristocráticos. Su misión hubiérase realizado con éxito si la enfermedad, incipiente en España, manifiesta en el viaje, no se recrudeciera con el duro clima berlinés. Introducido en el círculo del barón de Humbold, ganó pronto su estima y su amistad, y el propio barón presentó al Rey de Prusia, Federico Guillermo, un ejemplar de El señor de Bembibre, recién salido en España de las prensas de Mellado. Leyó el Rey la novela con tanto interés que utilizaba los mapas del Bierzo para seguir sobre ellos el relato. Y como prueba de admiración concedió al autor una Medalla de oro donde iba grabada la efigie de su real persona.

Mas el poeta era hombre acabado. En el verano del 45 nuevas hemoptisis amenazaron su vida. Tras corta estancia en Reinnerz, sin alivio alguno, retornó a Berlín en el otoño, para casi no abandonar el lecho. En la mañana del 22 de febrero de 1846 rindiose al fin a la muerte. Fue enterrado en el cementerio católico de la capital alemana. Murió pobre y, para pagar algunas deudas, vendieron sus efectos personales; no bastó el dinero para satisfacer a los acreedores, y el Embajador de España en París se encargó de pagarles, a reserva de que el Ministerio de Estado reclamara lo suplido a la madre de Gil, que, carente de numerario, perdido en el hijo su casi único amparo, ofreció para honrar su memoria entregar en pago aquella misma Medalla concedida por el Monarca prusiano. Pero el Estado, siempre munífico, condonó la deuda. Se trataba de 3412 reales.





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