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La visión de D. Juan Valera sobre los tipos de mujeres cordobesas. A propósito de la miscelánea titulada La cordobesa

Remedios Sánchez García



A Dña. Matilde Galera Sánchez, gran conocedora de la obra de Valera, con mi profunda admiración y respeto.





El muy ilustre escritor cordobés D. Juan Valera y Alcalá Galiano (1824-1905) era un admirador entusiasta de las mujeres, tal y como delata su amplia trayectoria de amoríos al margen de su matrimonio desarrollados a lo largo de largo de su vida. Este detalle de sobra conocido por todos los estudiosos del siglo diecinueve, marca profundamente la obra del autor, donde, en la mayoría de sus textos novelísticos pretende desentrañar algunos de los «secretos» de la psicología femenina. Centraremos nuestro comentario en un breve ensayo escrito en 1872 y que nuestro autor tituló La cordobesa, en el que pretende reflejar las características y costumbres de las mujeres de la provincia de Córdoba «en sus diferentes clases y estados desde la gran señora hasta la mujer del rudo ganapán, desde la niña hasta la anciana, desde la hija de familia hasta la madre o la abuela»1.

La cordobesa es, como hemos dicho, un breve ensayo que escribió a petición del editor Guijarro y que vio la luz dentro de una compilación bastante amplia de artículos de costumbres intitulada Las mujeres españolas, portuguesas y americanas en el año 1972. Es probablemente un tema demasiado amplio para desarrollarlo en tan pocas páginas pero Valera, con la maestría habitual, nos deleita con un escrito brillante y ameno, lleno de detalles sobre las características de las féminas de su provincia natal.

Hemos decidido hablar de este pequeño estudio en detrimento de sus obras mayores (Pepita Jiménez, Doña Luz, Juanita la larga, etc.) porque consideramos que aquí y no en otro sitio está el origen de sus maravillosas novelas que se desarrollan en el ámbito andaluz; aquí refleja de forma habitualmente genérica las características de la mujer cordobesa, los perfiles femeninos que desarrollará a posteriori más pormenorizadamente y con un argumento concreto en esas otras obras que tan gran y justa fama le han dado. Aquí está la base de Juanita la larga, una persona real de la que oyó hablar o conoció en su juventud egabrense, y a la que luego atribuyó la novela que lleva el mismo nombre. Y es que nuestro Don Juan no se aislaba de la realidad para escribir sus obras: más al contrario; nuestra tesis es que se basaba en una realidad que le era conocida, o personalmente o por referencias, y a partir de ella desplegaba sus dotes como narrador para hacer amena e interesante la historia, amén de adornarla y a veces incluso «lavarle la cara», para sacar de un hecho prosaico e insípido una historia llena de candor, de intensidad literaria y de belleza estética.

Parar crear, por ejemplo, el personaje de Juana la larga, (de la obra de igual nombre), como ya hemos indicado antes, se basa en esta miscelánea que publicó varios años antes que la novela, donde habla de esa misma mujer; «Así sucedía en mi lugar con una mujer a la que llamaban Juana la Larga, la cual murió ya; y es muy cierto que ha dejado una hija heredera de sus procedimientos arcanos; pero el genio no se hereda, y la hija de Juana la larga no llega, ni con mucho, a donde llegaba su madre: es mucho menos larga en todo, como lo reconocen y declaran cuantas personas competentes han conocido a una y a la otra»2. Estas palabras ratifican que Juana la Larga debió de ser un personaje histórico del que debió oír hablar Valera, y que le sirvió para desarrollar la caracterización del personaje prototípico de mujer hacendosa.

En este escrito muestra «un cuadro de costumbres y pintura al vivo y retrato fiel de lo que hoy se nota en cada provincia en los usos, cultura, ideas y demás prendas, condiciones y actos de las mujeres»3, todo ello concretado o limitado a su provincia natal. Pretende demostrar que el tipo cordobés femenino, como tal, ya no existe pero queda la sustancia: «La cordobesa de este momento histórico no es la cordobesa del momento histórico anterior; pero es siempre la cordobesa [...]»4. La cordobesa, merced a la relación con los individuos de otros lugares ha perdido algunas cosas, aunque como hemos dicho, queda la sustancia, la base originaria, el empaque.

Ya en el siglo XIX las mujeres imitaban los patrones venidos de Madrid o incluso de Francia, inclusive en las pautas del comportamiento y conducta: «Claro está que en la provincia de Córdoba hay damas ricas que están o han estado en Madrid, que tal vez han ido a Baden o Biarritz algún verano; que hablan francés, que han paseado en el bosque de Boulogne, que conocen acaso varias cortes extranjeras, que leen las novelas de Jorge Sand y los versos de Lamartine en la misma lengua en que se escribieron, y que se visten con Worth, con Laferrière, con la Honorina o con la Isolina. En todas estas damas subsiste aún la esencia de la mujer cordobesa [...]»5. De todas maneras, para Valera no es esa la verdadera cordobesa, sino que la mujer donde realmente perdura y pervive lo auténtico cordobés es la lugareña, rica o pobre. Así describe a la lugareña como ejemplo de verdadera cordobesa, que ha mantenido sus tradiciones: «La lugareña es en extremo hacendosa. Por pobre que sea, tiene la casa soltando de limpia. Los suelos, de losa, de mármol, de ladrillo o de yeso cuajado, parecen bruñidos a fuerza de aljofifa. Si el ama de casa goza de algún bienestar, resplandecen en dos o tres chineros el cristal y la vajilla y en hileras simétricas adornan las paredes de la cocina peroles, cacerolas y otros trastos de azófar o de cobre, donde puede uno verse la cara como en un espejo»6. También las comidas de la zona son características y se han mantenido gracias a estas mujeres que continúan manteniendo los más arcanos procedimientos para la elaboración de tan suculentos manjares (piñonates, gajorros, salmorejo, arrope, gachas de mosto, etc.).

No sólo la mujer cordobesa destaca por mantener las costumbres culinarias, sino que también en los asuntos de costura es una buena maestra: «Ella borda con primor y no olvida jamás los mil pespuntes, calados, dobladillos y vainicas que en la miga le enseñaron [...] No queda camisa de hilo o de algodón que no marque, ni calceta cuyos puntos no encubra o junte, ni desgarrón que no zurza ni rotura que no remiende»7. Y es que esta cualidad tan propia de las féminas por aquellos tiempos, parece ser, según Valera, que las cordobesas la desarrollaban con singular maestría. A algunos personajes de sus más importantes novelas les atribuye la condición de huellas costureras como es el caso de Juana y Juanito; Valera describe prolijamente las camisas que hace alabando su confección impecable: «No las hubiera hecho más lindas el camisero más acreditado de París. Las lustrosas pecheras no hacían una arruga; los cuellos eran derechos, a la diplomática, y los puños muy bonitos y para los botones que en el día se estilan»8. Juana conocía las modas del buen vestir y las aplicaban los muchos encargos que recibía, demostrando una eficiencia poco habitual que se complementaba con las habilidades de su hija en cortar y coser las prendas. Ese conocimiento de lo foráneo para aplicarlo en la mejora de lo nativo: «Sin chistar, con mucho sigilo, vamos tú y yo a hacerle una levita nueva, según el último figurín de la Moda elegante e ilustrada que recibiste de Madrid el otro día»9, ese interés por saber los adelantos de las modas lo aplica, como hemos dicho, al perfeccionamiento de su actividad como costurera y bordadera.

También en La cordobesa alude al aseo en la indumentaria típica de los individuos de su tierra, especialmente de las mujeres y su prole: «Si es rica, ella y su marido y su prole están siempre aseados y bien vestidos. Si es pobre el domingo y los días de grandes fiestas salen del fondo del arca las bien conservadas galas: mantón o pañolón de Manila, rica saya y mantilla para ella; y para el marido una camisa bordada con pájaros y flores, blanca como la nieve, un chaleco de terciopelo, una faja de seda encarnada o amarilla, un marsellés remendado, unos zahones con botoncillos de plata dobles y de muletilla y unos botines prolijamente bordados de seda en el bien curtido becerro»10. Tan prolija descripción revela un conocimiento grande de los usos de la tierra a la que Valera, enfrascado en sus asuntos diplomáticos raramente volvía, si no era para controlar mínimamente los bienes heredados y que tantos quebraderos de cabeza le dieran, tal y como demuestra su correspondencia11. Y es que Valera era un finísimo observador que todo lo que veía y lo guardaba en su memoria, como si de una fotografía se tratase, para utilizarla en el momento más conveniente y reflejarlo oportunamente en las reflexiones que vierte en sus cartas o en sus obras literarias propiamente dichas.

Se reflejan también en esta pequeña obra algunas de las costumbres más típicas de la Andalucía de la época, como son las largas veladas, después de la cena en los patios, donde se junta lo mejor del lugar para discretear, comentar los acontecimientos del lugar y conversar sobre cualquier asunto o simplemente jugar a las cartas o a las prendas; en esta obra en concreto, nuestro autor lo refleja de la siguiente forma: «La señora en la primavera y en las tardes y noches de verano, suele estar cosiendo o de tertulia en el patio, cuyos muros se ven cubiertos de un tapiz de verdura»12. La existencia de estas tertulias la certifica y la desarrolla luego en sus novelas mayores; veamos algunos ejemplos: en primer lugar, podemos ver esto en Pepita Jiménez (1874), donde describe esas sobremesas en las que se juntan el señorío del lugar, así lo dice de la siguiente forma, poniendo las palabras en boca de Luis de Vargas: «Todas las noches de nueve a doce tenemos, como ya indiqué a usted, tertulia en casa de Pepita. Van cuatro o cinco señoras y otras tantas señoritas del lugar, contando con la tía Casilda, y van también seis o siete caballeritos, que suelen jugar a juegos de prendas con las niñas. Como es natural, hay tres o cuatro noviazgos. La gente formal de la tertulia es la de siempre. Se compone, como si dijéramos, de los altos funcionarios; de mi padre que es el cacique; del boticario, del médico, del escribano y del señor Vicario. Pepita juega al tresillo con mi padre, con el señor Vicario y con algún otro»13. Esto es un fiel reflejo de la situación que en ese momento había en Andalucía (especialmente en la rural), donde las clases pudientes se solazaban con este tipo de diversiones, frente a las clases bajas que trabajaban de sol a sol sin tiempo casi para el descanso.

También en esta misma obra menciona algunos de los tipos de criadas que por la época existían: «Todavía en las casas aristocráticas de los lugares suele haber uno como bufón o gracioso [...] Este gracioso posee mil habilidades: caza zorzales con silbato y percha [...] Algunos de estos suelen tener un poco de poeta: da los días a la señora en décimas, y compone coplas en su elogio, y sátiras contra los rivales o contrarios de sus amos. Acompaña también y entretiene a los niños [...]»14. En Juanita la larga se representa este personaje con el nombre de Calvete: «[...] cierto mozo de unos quince años de edad, hijo del operador y favorito de don Álvaro, que éste tenía siempre en casa para que entretuviese a los niños»15.

Las criadas también tienen un papel relevante en las obras de Valera, y en esta miscelánea, como no, también cita uno de los tipos más característicos: «La criada del lugar no deja de saber también muchos cuentos y los cuenta con gracia. [...] La criada que descuella por lo lista, amena y entretenida, se capta la voluntad y se convierte siempre en la acompañanta o favorita del alma. [...] va con su ama a visitas, a misa y a paseo; le lleva y le trae recados y procura tenerla al corriente de todo cuanto pasa en el lugar»16. En Juanita la larga, ese papel lo representa Serafina que «Sabía tocar la guitarra rasgueando y de punteo; cantaba como una calandria, así las melancólicas playeras como el regocijado fandango. Su memoria era rico arsenal de archivos y de coplas [...]»17. En Pepita Jiménez es Antoñona la que desempeña esa labor: «De esta suerte se hizo Antoñona la confidencia de Pepita [...]»18. Es este personaje en el que creemos que ha quedado más lograda la caracterización del personaje de la criada andaluza prototípica; en esta novela, la situación entre los enamorados se había hecho insostenible y si no hubiese sido por la intervención de ella, que decide inmiscuirse en la historia, el desenlace hubiese sido muy otro. Esta buena mujer, representante del tipo de la rústica campesina apegada a la realidad cotidiana, será en esta ocasión una mezcolanza de la perversa Enone y la sombra de la vieja Celestina, aunque pulida y remozada. Ella es la que consigue que se origine el encuentro entre ambas, que hasta este momento habían intercambiado sólo unas escasas palabras (aparte de las miradas y ese beso al que antes aludíamos), y es este momento del encuentro entre los enamorados el culminante de la obra, no ya sólo porque se produce la máxima tensión narrativa del texto19, sino porque determina el desenlace feliz.

Otro tema que se toma en consideración en el escrito que centra nuestro tema es el de la belleza y elegancia natural de sus paisanas que mantienen las viejas costumbres para el peinado y la indumentaria; un pasaje referido a este asunto lo plasma luego y forma parte de la trama inicial de los amores entre D. Paco y Juanita: se trata de cuando va Juanita a la fuente a por agua, con el cántaro apoyado en su cadera, mientras un enamorado D. Paco la mira, henchido de felicidad sentado en los poyetes bajo los árboles, al atardecer mientras conversaba con las autoridades, que iban allí a tomar el fresco. Así Valera describe a la joven de pueblo en esta breve composición: «La moza, que desde niña trabaja, anda mucho y va a la fuente que está en el ejido, volviendo de allí con el cántaro lleno, apoyado en la cadera o con la ropa lavada por ella en el arrollo [...]»20. D. Juan había visto esto muchas veces cuando acudía a sus exiguas posesiones en Cabra y Doña Mencía y así lo dice en este texto: «La fuente o el pilar era el término de mi paseo cotidiano y allí me sentaba yo en un poyo, bajo un eminente y frondoso álamo negro. Al ver lavar a las chicas, o llenar las cámaras y subir con ellos tan gallardas, airosas y ligeras, por aquella cuesta arriba [...]»21. Aquí nuestro D. Juan se nos presenta como el D. Paco de la novela, embelesado viendo a las jóvenes sin alifafes, realizando las tareas propias de su sexo en aquel momento con normalidad. Continúa describiendo la ropa de las féminas: «Nada de miriñaques, ni ahuecadores en aquellas muchachas. El pobre vestido corto, sobre todo en verano, se ciñe al cuerpo y se pliega graciosamente, velando y revelando las formas juveniles, como en la estatua de Diana cazadora»22. Le entusiasma ver que la moda no domina el comportamiento de las mujeres normales tanto como en las ciudades, o que la naturalidad domina todas sus actitudes, y no el estudio de lo que más les conviene para conquistar y llamar la atención. Sin ir más allá, y como dato anecdótico podemos decir, lo que le decía él a su amigo Menéndez Pelayo en una de sus cartas: que los beneficios de su obra más conocida y vendida, Pepita Jiménez no le había dado beneficios ni para comprarle un vestido a su mujer (así de costosos serían los vestidos que utilizaría la ostentosa señora).

Frente a las inconfundibles lugareñas, estaban las damas del lugar que ya si que estaban más influenciadas por las modas y que a Valera no le gusta que hayan perdido las características propias en el vestido y en el peinado: «Por desgracia, las damas del lugar han adoptado, en cuanto cabe, casi todas las modas francesas y van perdiendo el estilo propio de vestir y peinarse»23. Continúa describiendo la nueva indumentaria de la que hacen gala estas damas y de los constantes cambios en la moda: «Todas usaron ingentes miriñaques totales y ahora usan el miriñaque parcial o seudocalípigo que priva. El día menos pensado abandonarán la mantilla y se pondrán el sombrerito. Todas se peinan tomando por modelo el figurín, y suelen llamar a este peinado el cucuné o de remangué, a fin de llevarlas cortas, las llevan largas, y van barriendo con la cola el polvo de los caminos. En resolución: es una pena este abandono del traje propio y adecuado»24.

Después de estos reproches por abandonar las características (del vestido entre otras) por parte de las clases acaudaladas de aquellos lugares, intenta suavizar un poco estas aseveraciones: «A pesar de tales disfraces, la belleza, o al menos la gracia, el garbo y el salero, son prendas comunes en mis paisanas»25.

También destaca nuestro escritor sus habilidades para el baile, especialmente para los nuevos bailes aunque no se desdeñen los propios de la tierra: «Tienen en el andar mucho primor, y más aún si bailan. Los rigodones y el vals, y la polca se van aclimatando pero el fandango no se desterró todavía. Hasta las señoritas salen a hacer una mudanza, si las sacan y obligan en cualquier fiesta campestre, y se mueven y brincan con gallardía y desenfado, y repiquetean con brío las castañuelas»26.

Por último pondera sus características como mujer enamorada, tanto si es casada como si tiente novio formal y acude por las noches a la reja a pelar la pava hasta que se casa, deja habitualmente de trabajar fuera de casa si es que hasta ese momento lo hacía, (el tradicionalismo como doctrina imperante hace que las mujeres valerianas estén dedicadas a su hogar salvo excepciones como Juana la Larga y su hija, pero en este caso, porque no tienen un hombre que las proteja y mantenga y tienen que trabajar para sobrevivir; no obstante lo hacen en menesteres propios de mujeres; coser y cocinar) y se convierte en el ángel del hogar, abnegada esposa y amantísima madre de familia, que encuentra consuelo a los desdenes del marido, si estos existieren, en la devoción religiosa más acendrada.

Rica o pobre, casada o soltera, culta o jornalera, la cordobesa es una mujer especial; especial, por su personalidad inconfundible (con los matices propios de cada carácter individual), por su valía, saber hacer y estar y orgullosa de su tierra. Este es el tipo genérico de mujer que Valera refleja en sus obras: así son Pepita, Juanita, doña Inés, dona Luz, etc. (cada una desde su status y posición). Pero reales, sobre todo, reales; personajes copiados de la realidad cordobesa de la época que vio y conoció, como decíamos al principio, adaptados para las novelas. De esta manera son las heroínas valerianas cordobesas: bellas, mujeres de carácter, fuertes, trabajadoras y amantes de su tierra y de los suyos que luchan por aquello que quieren hasta conseguirlo.





 
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