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La visión de Italia de Blasco Ibáñez: el país del arte

Rinaldo Froldi





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En múltiples ocasiones se ha observado que Blasco Ibáñez se distingue de los pensadores contemporáneos de la así llamada generación del 98 por su adhesión concreta a la realidad histórica y por haber sido un hombre de acción, lejano de abstracciones o fugas utópicas. Convencido republicano federalista, discípulo de Pi i Margall, a los 27 años, funda en noviembre de 1894 el periódico El Pueblo, donde publica numerosos artículos y, en los folletines que acompañaban el periódico, algunos cuentos. Anteriormente había publicado la novela La araña negra y el relato histórico ¡Viva la República! al igual que una serie de reportajes literarios desde París donde vivió durante dieciocho meses, en su primer exilio político. En El pueblo comienza a publicar la novela Arroz y tartana pero son los acontecimientos políticos los que le preocupan ahora sobre todo. Había estallado la insurrección de Cuba: Blasco se proclama a favor de la libertad de la colonia y en contra de la guerra, que consideraba un sacrificio inútil de tantas vidas jóvenes españolas mandadas a combatir por una causa seguramente perdida.

La crisis se agudiza en 1895 y su periódico es, en esta época, el más comprometido en Valencia en oponerse a la política del Gobierno, sostenido por la Monarquía. En mayo del mismo año, Blasco se concede unas breves vacaciones y marcha a Argelia, donde escribirá algunos reportajes que mandará a El pueblo. Se trata de textos que serán reeditados al año siguiente en la edición de los Cuentos valencianos y luego prácticamente olvidados. Sólo reaparecen en 1967: se pueden leer en el tomo IV de las Obras Completas editadas por Aguilar. La crítica los ha tomado en escasa consideración; no obstante vale la pena tenerlos en cuenta ya que son el primer ejemplo de una crónica de viaje, anticipación del reportaje mucho más amplio que dedicará a Italia.

En estos breves artículos ya aparecen algunas características típicas del modo de observar y narrar de Blasco Ibáñez: la descripción minuciosa, atenta a los detalles   —108→   y fuertemente sugestiva, la evocación histórica perfilada con escasos datos concretos pero realzada con una rica fantasía, la curiosidad que lleva al autor a observar las diversas costumbres y las diferentes mentalidades (visita a los mercados, a la kaasba ya fuese de día o de noche, a la fiesta del morabita) aunque también a constatar ciertas similitudes con la propia patria, por otro lado siempre presente en su corazón y en su mente ya sea en la visita emocionante a la cueva donde se refugió Cervantes con algunos compañeros a la espera de un momento favorable para huir del cautiverio y donde el cónsul español de Argelia, hijo del célebre escritor Antonio Alcalá Galiano había hecho colocar, el año anterior, un busto de mármol del «manco de Lepanto», o ya sea cuando con gran alegría constata la presencia en aquella tierra de muchos descendientes de familias valencianas que habían conservado el idioma de su tierra. Tampoco faltan, en fin, en sus reportajes muestras de elementos políticos: la alabanza de la Francia republicana y de los Estados Unidos, esos dos pueblos que, afirmando la Libertad, -escribe- «han realizado los ideales más hermosos de la humanidad».

De regreso a Valencia, Blasco encuentra que se ha agudizado la crisis de Cuba: en 1896 publica otros artículos de fuerte oposición y promueve manifestaciones que provocan incidentes. Las autoridades proclaman el estado de sitio y persiguen a los promotores de las manifestaciones. Blasco Ibáñez se ve obligado a esconderse, ayudado por sus amigos republicanos hasta que consigue embarcarse disfrazado de marinero en el vapor Sagunto que lo lleva a Sète, en Francia. Desde allí, a bordo de una nave francesa, prosigue hacia Italia y desembarca en Génova desde donde emprende su grand tour a través de toda Italia.

Sabemos por algunas cartas expedidas a su amigo Miguel Senent, administrador de El Pueblo que le ayudó concretamente con el envío de dinero, que había programado un viaje más largo del que luego realizó, pues se limitó a las etapas del itinerario breve y clásico del turismo en Italia: Génova, Milán, Pavía, Pisa, Roma, Nápoles, Pompeya, Asís, Florencia y Venecia.

Un viaje de tres meses en tren, cuyo relato aparece por entregas en El Pueblo y que después fue recogido en un volumen con un título que reproducía un difuso estereotipo sobre Italia: el país del arte.

Blasco Ibáñez era un gran lector e indudablemente revela en sus reportajes la búsqueda de la confirmación de las ideas que se había formado sobre Italia; sin   —109→   embargo no deja de ser un atento observador que sabe añadir aquellos detalles nuevos y aquellos aspectos que más le sorprenden.

Además del arte, que es motivo principal de su atención, le interesan las costumbres y el comportamiento de la gente, pero se concede mucho a la evocación histórica, fruto de sus lecturas y campo amado para desfogar su fantasía y para introducir personales observaciones de naturaleza ideológica o política.

Génova que ya al llegar, desde el mar, se le había presentado como una estupenda ciudad del mármol, conserva suntuosos palacios, fruto de un tiempo de gran esplendor ya pasado. Visita esta ciudad y la admira, pero no puede dejar de confrontar la gloria de un tiempo pasado con la mezquindad del presente. Y si en el presente resulta suntuoso el cementerio donde una rica burguesía parece querer perpetuarse a fuerza de su dinero, Blasco no pasa por alto que aquel lugar «museo de escultura de encargo» no suscita una verdadera y profunda «idea de la muerte».

Milán es -otro estereotipo- «la capital moral de la península» y Lombardía «la región más rica y próspera de la península». Hay mucho comercio e industria y los lombardos «son los catalanes de Italia».

Le maravilla el Duomo por su grandiosidad -sobre todo el interior- por el profundo sentido religioso de la arquitectura gótica. El Medioevo no fue sólo barbarie y esta construcción puede conmocionarnos todavía. Pero Milán es también un gran centro musical y Blasco Ibáñez frecuenta el Teatro de la Scala: se exalta con el éxito de Umberto Giordano, autor de Andrea Chénier, ópera que había sabido conmover incluso a la aristocracia milanesa con un tema sacado de la Revolución Francesa. Participa humanamente en la turbación y amargura de Pietro Mascagni que tras el éxito de Cavalleria rusticana no consigue confirmar su valor con su posterior obra que es acogida con frialdad por el público. El mundo de los cantantes en busca de un contrato (pocos son los elegidos y muchos los marginados) suscita en él la sonrisa irónica, pero también la conmiseración. La visita artística de Milán le produce una enorme admiración, sobre todo la Pinacoteca de Brera y la Biblioteca Ambrosiana.

La Certosa de Pavía le permite evocar el episodio histórico de la cautividad de Francisco I, vencido en Pavía por Carlos I.

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A Turín se acerca, como él mismo anota, con la expresa intención de hacer una visita a «el poeta del socialismo» al tan admirado desde su infancia, Edmondo De Amicis, un «artista que fortalece los corazones con los más nobles sentimientos» y que sacrificó su vida «por remediar la miseria humana».

Una ciudad muerta le parece Pisa, cuyo espléndido pasado de gloria marinera recuerda parangonándolo al triste presente. Del antiguo esplendor quedan en la famosa plaza de los milagros la torre inclinada, la catedral y el Campo Santo, y en el resto de la ciudad alguna que otra iglesia y palacio. Tampoco falta el recuerdo del insigne profesor de la Universidad pisana, perseguido por la Inquisición, Galileo Galilei.

Roma suscita su admiración porque pese a los siglos de dramáticas vicisitudes históricas sigue todavía viva a diferencia de otras famosas ciudades de la Antigüedad. La recorre en carroza obteniendo una rápida visión de conjunto y después visita pormenorizadamente cada uno de sus monumentos. El Foro romano y el Coliseo le dan pie a una fantasiosa reconstrucción histórica: el grandioso espectáculo de un triunfo con la participación de todo el pueblo y los crueles combates de los gladiadores «juglares de la muerte», temas que le ofrecen la posibilidad de mostrar su virtuosismo evocador sostenido por un abundante y brillante lenguaje. La basílica de San Pedro le impresiona por su grandiosidad, pero le parece más un templo pagano que un lugar de interioridad mística, en comparación, por ejemplo, a las iglesias góticas. Le encantan los museos, el Panteón y el gran monumento, sobre el Gianicolo, de Garibaldi, motivo para evocar las varias tentativas de hacer renacer una república romana contra el poder papal, la última, la fallida intentona garibaldina de 1848.

Otro estereotipo nos introduce Nápoles: la «ciudad cantante» que por su animación, su alegría y desenvoltura piensa que «ha mucho de español». Subraya que ya no hay lazzaroni (aquellos que habían atraído la atención de Moratín), pero hay tanta gente «bohemia», amante del «dolce far niente», pedigüeños, mentirosos, charlatanes, «farsantes», incrédulos supersticiosos que creen más en San Genaro que en Dios, tan simpáticos a veces. Se reúnen en el barrio de Santa Lucía y pueden aparecer incluso bellos ya que casan bien con el paisaje «dorado por un sol ardiente y teniendo como fondo la ondulante y azul sábana del golfo». No menciona si visitó las numerosas obras de arte de Nápoles; le interesa más el ascenso al Vesubio o la visita de Pompeya, cuya descripción dilatada le sugiere una reconstrucción   —111→   fantasiosa de la antigua ciudad y de su vida despreocupada antes de su trágica desaparición bajo las cenizas del volcán.

Resulta sugestiva la narración del fatigoso ascenso y peligroso descenso, a caballo, del Vesubio, y patético el recuerdo de un joven amigo brasileño conocido en París, compañero de creencias políticas, que junto al volcán había perdido fatalmente la vida, engullido por un imprevisto hundimiento del terreno.

Retornando hacia el norte de la Península, Blasco Ibáñez se para en Asís, ciudad que ha conservado su carácter medieval, y visita las dos iglesias, la inferior y la superior, dedicadas a San Francisco, al que admira más como hombre que como santo, predicador del amor a los semejantes, protector de los pobres y de los humildes, que combatió para vencer la desigualdad entre los hombres, aunque después su obra resultara inútil por la progresiva degeneración de su ideal de fe pura que no encontró acogida entre los hombres. Blasco Ibáñez no retiene la exclamación: «Sufre Francisco la mayor de las miserias por crear una milicia que combata por favor de los pobres, y sólo consigue dejar sobre su tumba una fábrica de obispos y cardenales».

La nueva etapa después de Asís es Florencia: otro lugar común es presentarla como la ciudad de las flores. De Florencia admira la gracia y la elegancia. Incluso la estatua erecta para homenajear al rey Victorio Emanuel II, «padre de la patria», «esa eterna figura de cocinero panzudo con traje de general que en Italia se encuentra en todas las aldeas», le parece más esbelta. En Florencia admira la belleza de las esculturas de la plaza de la Señoría, las fabulosas riquezas de arte de la Galería de los Uffizi, la espléndida catedral de Santa María del Fiore, el Battistero, las obras de Miguel Ángel.

Pero de Florencia, con el habitual procedimiento de evocación histórica, recuerda a sus lectores las perpetuas luchas intestinas, el violento poder de la familia de Médici en vano obstaculizado por Savonarola, «alma republicana» que «desentrenaba como un tribuno el espíritu revolucionario del Evangelio» pero que por este motivo fue quemado tras una execrable sentencia.

El viaje a través de Italia concluye en Venecia, la más pintoresca de las ciudades que le ofrece la posibilidad de subrayar múltiples aspectos de costumbres y ambientes: las góndolas que surcan el Gran Canal desfilando ante suntuosos palacios, el silencio, los puentes de mármol, «que cruzan la entrada de los acuáticos   —112→   callejones», las espléndidas obras de arte de los palacios y de las iglesias, los gondoleros, bellos y dignos, las mujeres graciosas y desenvueltas, los millares de palomas de la plaza de San Marco. La gran catedral de estructura y decoración bizantinas, le recuerda el antiguo poder de la ciudad que robó inmensas riquezas en Oriente, y la visita al palacio de los dogos le sugiere la crítica del régimen tiránico del Consejo de los diez y de sus sistemas inquisitoriales, con las crueles condenas de un tribunal secreto e inexorable.

Una última excursión matutina en góndola por los canales venecianos le da una nueva imagen de la ciudad «de contrastes inesperados, de soberbios panoramas, que cambian con la luz en el curso del día...». Es el último saludo a Venecia, «epílogo en el que se condensan todas las bellezas del gran libro de Italia», «esta tierra del arte, amante inquebrantable que jamás se agota entre los brazos y parece crecer en hermosura al arrullo de las caricias de sus adoradores».

Se puede observar que el reportaje de Blasco Ibáñez utiliza muchos lugares comunes, que buena parte de las observaciones son convencionales, que el itinerario recorrido es el mismo que sugeriría cualquier guía turística, sin ninguna preocupación por descubrir lugares y bellezas menos conocidas, por lo que su viaje no es particularmente original. ¿Cómo explicar entonces el éxito de los artículos publicados en El Pueblo y poco después recogidos en un volumen y que en la edición de 1923 consiguiera los 73.000 ejemplares?

Probablemente la descripción de un viaje que se detenía sobre pocas ciudades pero las más conocidas de Italia y que eran desde hacía tiempo de interés del público español tuvo que atraer a muchos lectores, pero sobre todo puede haber gustado su modo personal de narrar con una escritura fácil y pintoresca que alternaba junto con la información y la descripción una serie de anotaciones históricas presentadas de modo evocativo: reconstrucciones sostenidas por una fantasía vivaz y por un lenguaje fluido, rico pero no retórico, difuminado de sentimientos pero no meloso: recordemos el encuentro con De Amicis, el cuento del cautiverio de Francisco I de Francia en Pavía, la evocación de la vida y de la muerte de la ciudad de Pompeya y la fantasiosa presentación del nombramiento de un dogo en Venecia.

Ciertamente para los lectores y sobre todo para aquellos que tenían las mismas ideas políticas que Blasco, tuvieron que resultar atrayentes las indirectas ideológicas:   —113→   la exaltación de Napoleón huido de la isla de Elba y desembarcado en la Costa Azul: «Era la tiranía que regresaba a Francia: pero una tiranía grande, dorada y embellecida por el esplendor de la gloria, hija ilegítima, pero hija al fin, del heroísmo militar del '93 y mil veces más simpática que el despotismo mezquino y santurrón de los Borbones». Igualmente la celebración de Garibaldi, republicano, en contra de la Monarquía: «soldado incansable de la libertad en ambos hemisferios... con mil voluntarios se atrevió a conquistar el reino de las dos Sicilias, rasgo de audacia el más grandioso que conoce la historia... con un puñado de hombres armados de fusiles viejos se lanzó a combatir a la Francia imperial, amparadora del Papa. Todo esto lo hizo por el triunfo de la República ideal que animaba su vida y el resultado de tanta abnegación, de tan sublimes sacrificios fue engrandecer y consolidar una monarquía ingrata que lo tuvo prisionero con grandes honores, pero prisionero, al fin, en su retiro de Caprera... Fundador inconsciente del poderío de los Saboyas, pasó toda la vida combatiendo a los tudescos como enemigos de su patria, y austríacos y alemanes son hoy los más festejados y apreciados por la Italia monárquica». Fue constante y feroz su condena al militarismo alemán y por tanto de la política italiana de Crispi que había llevado a la Triple Alianza y a promover expediciones coloniales. (Blasco llegó a Italia pocos días después del desastre de África: la derrota de Adua).

Así mismo es continua su exaltación de la Libertad de la cual son ejemplos vivientes Suiza y Francia. En sus evocaciones históricas se remarcan las tentativas de reconquista del ideal de la libertad republicana en Roma, desde Arnaldo de Brescia a Cola di Rienzo y a la República Romana de Garibaldi.

Y se encuentra además la exaltación de Federico II de Suabia, enemigo del Papa y que «en plena Edad Media apelaba al tribunal de la opinión pública como si fuese un demócrata de nuestros tiempos».

Todo el libro está lleno de puyas anticlericales: el énfasis que el autor pone sobre la ignorancia e insensibilidad artística que mostraron los frailes con el «Cenacolo» milanés pintado por Leonardo, el cual estropearon para abrir una puerta que abreviaría la llegada de la comida a su mesa; la defensa de Galileo, la sátira de los guardias pontificios «unos cuantos gañanes suizos vestidos de arlequines», la ironía sobre el «pobre prisionero» del Vaticano, el Papa, León XIII, que disfruta de un alojamiento tan extenso que permitiría la edificación de una ciudad y -por contra- la celebración de la virtud laica: el escritor De Amicis que lucha por la   —114→   emancipación de los obreros y sostiene el ideal socialista, y el mismo San Francisco que quiere crear «en una época de barbarie y tiranía una milicia que sin más armas que la persuasión y la pasividad» protegiese a los más desafortunados y oprimidos.

Más que el relato de las bellezas artísticas italianas lo que conquistó a los innumerables lectores fue la participación del escritor que, pese a su presurosa visión, sabía observar y anotar al tiempo que se comprometía, tal vez sobre la base de una cultura a veces un poco superficial, pero con una imaginación muy viva y una escritura fácil aunque nunca simple.

En una posible «historia del viaje de Italia» entre los siglos XIX y XX, todavía para escribir, Blasco encontraría una colocación de respeto, al lado de Emilio Castelar, Pedro Antonio de Alarcón, Manuel Siurot, Vicente Moreno de Tejera, Carmen de Burgos y otros, por su escritura sencilla y comprensible, las imágenes apropiadas, las anécdotas, las descripciones de bellezas artísticas y naturales, y también por haber mostrado a los españoles una Italia hecha no sólo de antiguos monumentos y de gloria artística y cultural sino también una Italia poblada por gente laboriosa y civil que intentaba reconstruir una imagen unitaria desde mucho tiempo olvidada de su patria, procediendo con cautela no exenta de equivocaciones y dudas entre numerosos condicionamientos económicos, políticos y religiosos.





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