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ArribaAbajo- IX -

La campana picó el tan-tan de las nueve, y aún charlaban maquinista y contramaestre arrimados a la borda, junto a la amura de estribor. Repitió Ansúrez sus conceptos de incredulidad; insistió en que nada comprendía   —84→   de las explicaciones enrevesadas que daba Fenelón al suceso de autos, y por fin, buscó nueva luz con esta pregunta: «¿Y qué hacía Belisario con tanto dinero? Me figuro que emplearía buenos patacos en pagar a los traidores que le ayudaron en su robo».

-En esto fue tan liberal el hombre, que hay en Cartagena quien se ha puesto las botas, como suele decirse, con la fuga de la niña de Ansúrez. La criada, por ejemplo, que servía en la casa cuando usted trajo a Mara del convento, y que luego siguió visitando a la familia con pretexto de vender tortas y polvorones, se casó en Noviembre y puso una pastelería en la calle de la Caridad.

-¡Ah!... Venancia -exclamó Ansúrez apretando los puños-; ¡esa traidora, que a todos nos engañó!... Yo le haría pagar sus tercerías villanas si ahora la cogiera... ¡Indecente, hija de tal, y tal ella misma, gran perra...!

-Y no es esa la única que se ha redondeado con los dineros del amigo... Muchos estrenaron ropa y pusieron gallina en el puchero días y días y semanas. Y aquí mismo tiene usted al Cabo de mar, ese José Binondo, que también se guarneció el bolsillo... mi palabra... con la plata del americano. No me ponga esa cara de santo en éxtasis. Es usted un inocente, un buenazo, que se fía de cualquiera, y va por la calle diciendo: «¿No hay por ahí alguno que me engañe?».

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-Pues mire usted, señor Fenelón -declaró Ansúrez con franqueza candorosa-: yo sospechaba de Binondo, yo tenía la idea de que este amigo no era fiel... Y no me fundaba en rumores ni hablillas, sino en algo que notaba yo en él cuando hablábamos... una sombra, un mirar para otro lado, un tonillo dengoso que tiene la voz de los traidores... Ya puede andar con cuidado el hombre, porque esa cuenta tiene que pagármela... ¿Y cómo ganó Binondo los duros del peruano?

-Al sacar a la niña, la condujeron a una casa de pescadores en Santa Lucía. Binondo se encargó de llevarla en su lancha a bordo de la goleta; servicio arriesgado... que realizó al amanecer, después de untar de amarillo las manos de un cabo de la Comandancia. Cuando esta pesquisaba con Roque Pinel, y revolvía el puerto y la ciudad, la niña y su amante se mecían tranquilamente en la goleta, contando los minutos que habían de tardar en salir a la mar...

-Salieron, ¡ajo! -clamó Ansúrez entre suspiros hondos-, sin que la autoridad de mar ni la de tierra supieran cumplir su obligación. El dolor de un padre no significa nada para los que mandan... La autoridad, como tal autoridad, no tiene hijas... Y dígame usted ahora, ya que todo lo sabe o dice saberlo: ¿es cierto que la goleta llevaba la vuelta del Pacífico?... ¡Ajo!, pongamos que lleva retraso de tres meses por malos tiempos y averías gordas... Tendría gracia   —86→   que la encontrásemos, desarbolada y sin gobierno, que nos pidiera auxilio, que se lo diéramos, y que al traernos a bordo a los náufragos viéramos entre ellos a mi querida hija y a mi aborrecido yerno. Sería como si los pescáramos en alta mar.

-No sueñe usted ni se nos vuelva también romántico. La goleta Lady Seymour habrá pasado por estas aguas... sabe Dios cuándo... Pero en ella no van Belisario y Mara: su plan era quedarse en Gibraltar, y tomar el vapor inglés que sale de allí el 15 de cada mes para Aspinwall, istmo de Panamá...

-Entendido... A fe que no son tontos. Esto sí lo entiendo; como que es de mi oficio de mareante, y aquí no hay romanticismo que valga. Vea por dónde nos fastidia el condenado istmo. Ya conocen esos pícaros el atajo... Vaya, que la juventud afina... sabe más que los viejos... Bien recuerdo que el americano de presa tenía grande afición desde chiquito a las cosas de mar, y debía conocer los caminos entre su tierra y Europa, que son caminos endemoniados por acá y por allá... Dios permite que la gente joven se nos adelante y nos tome las vueltas. Si es cierto lo que usted dice, ya estarán esos locos en el Perú.

-Por mi cuenta, habrán llegado en Diciembre... a no ser que se los haya tragado el mar... que todo podría ser...

Ansúrez miró al francés como reconviniéndole por su pesimismo. Golpeando la   —87→   borda, dijo: «¡Ajo!, no faltaba más sino que mi niña se ahogara con ese tunante. Santo y bueno que se haya dejado robar; pero irse al fondo con él... eso no puedo consentirlo... Dispense usted, señor de Fenelón: no sé lo que digo... Quiero tanto a esa criatura, que todo se lo paso, todo se lo perdono, con tal que viva. Si en mi mano tuviera yo el gobierno del mar y de los hombres que andan en él; si tocando mi pito de contramaestre pudiera echar a pique una embarcación y salvar a unos tripulantes y a otros no, yo sacaría del agua por los cabellos a mi querida Mara, y al negro ese lo dejaría para merienda o almuerzo de los tiburones. Pero estamos soñando... que esto es hablar de la mar, o sea hablar dormidos... ¡Quién sabe dónde estará mi hija, ni si vive o muere, ni si volveré yo a verla!... Pongamos a Dios donde debe estar, por encima de todas las cosas, y no nos metamos en averiguaciones de las cosas distantes ni de las cosas venideras».

-Respetemos, sí... los caprichos del Acaso -dijo Fenelón entornando sus ojos con vaga soñolencia-, y lo que sea... será y sonará... Yo pregunto: ¿vamos, por ejemplo, al Callao? ¿Vamos en son de paz, o en son de guerra?

-Dios y nuestro Comandante don Casto dirán a dónde vamos, y lo que tenemos que hacer por allá.

Esto replicó Ansúrez, añadiendo a sus palabras un ademán o intento de santiguarse.   —88→   Pero la intención se quedó a medio camino entre la mano y la frente. El maquinista, soñoliento y ajerezado, manifestó deseos de embutir su persona en la litera, y en esto sonó la campana. Tan-tan, tan-tan: las diez.

«Usted se acuesta, yo no -murmuró Ansúrez despidiéndose con una cabezada-. Aquí me quedo pensando...».

Pensando estuvo largo tiempo de aquella noche estrellada y apacible. Por la mañana, entre la algarabía de pitos marineros y de militares cornetas, salió de San Vicente la fragata, bien arranchada de carbón, que gastaba con economía, aprovechando la brisa frescachona para navegar a un largo con todo su aparejo. Días hubo en que se retiraron los fuegos de las calderas para marchar en brazos del aire vago. Los pies, o sea la hélice, reposaban, y sueltas al viento las alas daban un andar de cuatro a cinco millas. Así transcurrieron días, durante los cuales el buen Ansúrez no cesó de cavilar en su asunto; y revolviéndolo y mirándolo por todas sus caras, trataba de reconstruir el rapto de su hija para convertirlo de novela en historia. De la vaguedad iba saliendo el sentido real del suceso; y si a veces este se anegaba en las tinieblas de su origen, de improviso resurgía iluminado por la verdad.

Con los preciosos datos aportados por el hispano-francés, llegó Diego a modificar su apreciación del hecho que había dejado huella   —89→   tan honda en su alma. «Será muy raro -pensaba- que ahora salgamos con que no es el Belisario tan malo como pensé, y que la condenada poesía y los versos no le estorban para ser hombre honrado, caballero y buen cristiano. ¿Tendré yo la culpa, por mi brutalidad de aquella tarde en la correduría; tendré yo la culpa, digo, de que mi niña se me escapara por el aire, viendo que yo le cortaba los caminos naturales de tierra? Pero él debió decirme: 'Tengo posición; soy nacido de buenos padres, y quiero casarme por la ley de Dios y con toda la decencia del mundo'. Si esto no dijo, por mor de la condenada romantiquería, no es mía la culpa, sino de él... O será culpa de los dos, y resultará que yo también soy lo que se dice román... ¡Romántico yo!, no puede ser. Un padre no es eso, diga lo que quiera ese borrachín de Fenelón... un padre no es poeta en lo tocante a nada de su hija...». Cuando estas cosas discurría, la fragata cortaba la Línea Equinoccial.

El paso de la Línea fue, como es costumbre en la mar, festejado con alegría carnavalesca. Ansúrez estaba en todo, firme en sus funciones de contramaestre, sin dejar de hilar en su interior el pensamiento que le dominaba. Dos seres, uno dentro de otro, existían en él: el padre de Mara, y el hombre solitario que amansaba su pena con las obligaciones fielmente cumplidas, y con el cariño al barco, que era su casa y su templo...

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Navegaban ya por el hemisferio Sur; ya no veían las amadas estrellas de la Osa Mayor; en el firmamento austral servíales de guía la espléndida Cruz. Ante ella, como en otros días ante la Osa, seguía el buen Ansúrez hilando su pensamiento; del copo salía la hebra, que nuevamente se deshacía, volviendo a la maraña de donde salió... A los 10 grados de latitud Sur, en el paralelo de Pernambuco, se hallaba Diego plenamente convencido de que toda la responsabilidad de su desdicha era de Belisario y de su arrastrada poesía... A los 24 grados, paralelo de Río Janeiro, creía firmemente que la culpa era suya, y que él también hacía versos sin saberlo. En los 30 grados, remachaba esta idea, llegando a sostener que cuanto dijo en la correduría contra el americano era pura poesía rabiosa, pues también la rabia es romántica, como se podía ver en el teatro, donde todo el interés consiste en que lloren las mujeres, y los hombres amenacen y griten como locos...

En esto llegaron a Montevideo, donde encontraban descanso, la alegría de víveres frescos, del bajar a tierra y tratar con españoles. Aunque políticamente no fueran aquellos nuestros hermanos, por el habla y los sentimientos no podían negar la casta. Prueba plena del parentesco daban los valientes americanos con su afición al juego de la guerra civil. Como nosotros, se dividían en furiosos bandos, y se perseguían y se fusilaban por dar gusto al dedo. Cuando   —91→   fondeó nuestra fragata en aguas del Uruguay, había terminado una guerra fratricida; pero como el abolengo hispánico no se avenía con el reposo de las armas, pronto los orientales declararon la guerra al Paraguay. El Brasil, que había sido enemigo, trocose en aliado; la Argentina también sintió ganas de quimera. Aquellos pueblos, establecidos en las regiones más feraces del mundo, tenían horror, como su madre España, a la ociosidad militar, que es la paz. Allá, como aquí, la turbaban por un daca esas pajas, o simplemente por esa ironía del tiempo que llamamos pasar el rato.

Por su mucho calado, la Numancia echó el ancla a seis millas de la ciudad. El carboneo se hacía difícilmente; el trabajo era rudo. En las clases de marinería y tropa, pocos individuos tuvieron permiso para saltar a tierra. Oficiales y Guardias Marinas gozaron algunos días de aquel esparcimiento, y más aún el personal de máquinas. Todos volvían diciendo que la ciudad parecía un campamento, y que en ella no se hablaba más que de aprestos militares. A pesar de esto, el amigo Fenelón, que en la mar se sentía por lo común fuera de su elemento, pasaba en tierra todo el tiempo que se le permitía, empalmando las tardes con las noches y estas con las mañanas.

«Puede usted creerme, mi querido Ansúrez -decía contándole a este sus correrías urbanas-, que las mujeres de este país son preciosas, francas, sensibles, y más instruiditas   —92→   que las de allá... Bajo mi palabra de honor, afirmo que me han gustado veintitrés, que me he sentido enamorado bárbaramente de cinco, y locamente de dos. He vuelto a bordo con el corazón en pedazos y el cerebro como un volcán... Yo soy así... Mi naturaleza es la adoración de la mujer, y mi destino entregarle mi alma para que juegue con ella, aunque con estos juegos me deje alma y almario hechos trizas... No puedo remediarlo. Si en vez de tocar en esta ciudad hermosa y culta, hubiéramos arribado a un lugar de tribus salvajes, no habría faltado una negra bozal que me hiciera tilín, como ustedes dicen, ni yo habría dejado de enloquecer por ella, trayéndome acá su negra imagen estampada en mi corazón... Ya, ya sé lo que va usted a decirme: que soy romántico. No, amigo mío: soy clasicote, un poquito pagano y un muchito sensualista y experimental. Entiendo que este culto mío de la mujer es una pequeña filosofía, mi palabra de honor... Vámonos a mi camarote, y adormeceremos nuestras penas con unas copas de Jerez... Venga usted, acompáñeme... ¿Cuándo seguiremos nuestro viaje?... Ganas tengo ya de ver otras tierras. Usted, que ha pasado dos veces ese infernal Estrecho, dígame: ¿cuál es el tipo y cariz de la hembra patagona? ¿Es bravía, procerosa de talla, alta de pechos, de ojos flamígeros y boca hasta las orejas? ¿Se pinta, por ejemplo, rayas negras en la cara, y se cuelga de la nariz un arete?... Vamos, no sea remolón:   —93→   nos espera el amigo Jerez, que es mi alegría y el descanso de mis penas... ¿Se ríe usted, camarada?... ¿Esa risita quiere decir que me admira o que me compadece?... Sea lo que quiera, yo no me enfado, mi palabra de honor...».

Cogidos del brazo descendieron al segundo sollado, y en el camarote de Fenelón trincaron de lo lindo. Ansúrez era hombre de fabulosa resistencia contra la embriaguez; el otro, por la reiteración de su vicio, necesitaba dosis extremadas para perder el dominio de la palabra y del pensamiento. Ambos permanecieron en el punto fisiológico a que habitualmente les llevaba una ingestión no excesiva del precioso licor. El Jerez del mecánico solía ser alegre; el de Ansúrez era siempre triste y aplanante. «Mi estimado señor Fenelón -dijo a su amigo-: yo, la verdad, no me alegro mucho de haber conocido a usted... porque... también lo aseguro bajo mi palabra de honor... más me gustaba creer que Belisario era un pillo vagabundo, que no creerle honrado y caballero de posibles... Con odiarle me consolaba yo, y ahora resulta que... por ejemplo, como usted dice... debo quererle. Esto me pone triste, pero muy triste, señor de Fenelón... ¡Ajo!, yo le juro por mi sangre, que a veces me dan ganas de arrojarme al agua. Ahogándome, no me atormentará la idea de que Belisario es un hombre de bien, y de que mi hija le querrá más que me quiso a mí. Esto me pone loco... He pedido a la Virgen   —94→   del Carmen el favor de que no me deje morir sin ver a mi hija... He llegado a creer que me lo concederá... pero ¡ajo!, me carga una cosa, señor de Fenelón. En la cara de la señora Virgen del Carmen, cuando le rezo, he visto un cierto guiñar de ojos y un cierto mover de labios, como si se burlara de mí. También la Virgen cree que Belisario es bueno, y que mi Mara hizo bien en irse con él, dejando a su padre en esta soledad... Y cuando ella lo cree, cierto será que mi hija está contenta, que ha hecho una gran boda, y que yo debo consumirme de rabia, condenado a tocar un día y otro el pito de contramaestre para que los marineros entren en faena; y mientras yo doy mis pitidos, allá están mi morenita y el negro gozando de sus amores, quizás dándome nietos, que yo no he de ver... Dígame usted bajo su palabra de honor, o por encima de ella, que esto es muy triste, pero muy triste, y que lo mejor que yo puedo hacer es tirarme al agua... Como estoy de buen año, ya usted lo ve, ¡vaya una meriendita que voy a dar a los tiburones!».




ArribaAbajo- X -

-No te tires, Diego, no te tires -le dijo Fenelón, que en sus alegrías vínicas trataba de tú a todo el mundo-. El mar es muy frío... Comprendo todos los amores, menos   —95→   los amores de los peces... Yo me agarro a la vida, y no la suelto... ¡Se encuentra uno tan bien en este mundo, aun estando condenado a galeras!... El galeote rema y rema pensando en la mujer que ha dejado en tierra, o en la que va a encontrar en el primer puerto de escala. ¿Cómo será esta mujer esperada? ¿Será morena o rubia?... El galeote la ve en su imaginación, y sigue remando... Boga, boga, marinerito, que la bella te aguarda... Mi remo es la hélice; la máquina mi corazón, la hulla mi sangre... Yo te empujo, navecita mía: llévame pronto junto a mi morena, junto a mi rubia...

Vencido de un sopor intenso, Ansúrez empezó a dar cabezadas; Fenelón le agarró del brazo, y con sacudidas quiso despabilarle. Irguiendo la cabeza, el contramaestre aprovechó aquel despejo para poner a salvo su dignidad. Dio a su amigo las buenas noches con palabra tartajosa, y palpando mamparos llegó a su dormitorio, y en el coy se arrojó, que fue como si se arrojara en el mar del sueño, porque al instante se quedó dormido... Y antes de amanecer le despertó el viento de la Pampa, que se inició con un silbar prolongado y lúgubre en el aparejo. Acudieron los de guardia y los de retén a las maniobras precisas para defender la nave de la cólera rapaz del pampero, que algo quería llevarse de arboladura o de cubierta. Calaron masteleros, pusieron al filo las vergas, y largo tiempo emplearon en trincar todo lo que arriba o abajo podía ser arrebatado   —96→   por el huracán: botes, toldos, mangueras y el sin fin de objetos movibles que toda gran embarcación lleva consigo como y donde puede. El viento la obliga, cuando menos se piensa, a meterse sus chirimbolos en los bolsillos, o a sujetarlos fuera con esos apretados nudos que sólo saben hacer los marineros.

Por fin, tras luengos días terminó el carboneo, y la Numancia zarpo acompañada del transporte Marqués de la Victoria, que le llevaba el combustible para la travesía del Estrecho y mares del Sur del Pacífico. No empezaba con bendición la nueva etapa, porque a las pocas horas de salida la máquina dijo que no daba una vuelta más, y no hubo más remedio que arribar a la boca del Plata y fondear en el Banco Inglés... ¿Qué ocurría? La recalentadura de un cojinete había inutilizado la máquina... En aquellos tiempos cualquier accidente de esta naturaleza llevaba la consternación y la ansiedad a las almas de los tripulantes.

Los maquinistas, franceses todos, diagnosticaron con pesimismo; por fortuna el oficial de Ingenieros don Eduardo Iriondo, tan animoso como entendido, tomó a su cargo la cura del organismo enfermo, y a las veinticuatro horas, vencida la parálisis y recobrado el movimiento, salió la Numancia mares afuera, cortando las olas con su arrogante espolón. El transporte no podía seguirla en conserva; hubo de moderar la fragata su paso ligero, atizando fuego en sólo   —97→   tres calderas. A los dos días de navegar en esta forma, repitiéronse los casos de mala suerte, y el más lastimoso fue que el segundo Comandante, don Juan Bautista Antequera, resbaló bajando la escala del falso sollado, y en la violenta caída se rompió una pierna... Desgraciada y reincidente avería, pues la misma pierna por el mismo sitio se había roto meses antes en Nápoles, cayendo, no de la escala de un buque, sino de la silla de un caballo... Triste fue aquel día: el Segundo Comandante era muy querido de iguales e inferiores. Mientras en el camarote de popa los médicos reducían, entablillaban y bizmaban la rotura del hueso, la fragata, insensible al accidente, se columpiaba sobre las olas con cabezadas y balances harto expresivos. Quería juego, y hacer alarde de arrogancia marinera.

La mala sombra seguía. Un pobre marinero llamado José López, que murió de fiebre de reabsorción, fue arrojado al agua al amanecer de un brumoso día. Las tristezas no querían abandonar a la Numancia, que bailando seguía, retozona y ligera de cascos, como adolescente que se estrena en la vida y no conoce los peligros del mundo... Luego vino mar gruesa tendida, con viento racheado y duro: la fragata, poseída de verdadero frenesí coreográfico, lucía su elegancia y poder, y ya se inclinaba hasta hundir el espolón en las turbulentas ondas, ya se erguía majestuosa, sacudiéndose el agua y despidiendo a un lado y otro chorretazos   —98→   de espuma. Menos airoso en su lucha con el viento y la mar, el caballero que a la dama escoltaba y servía, el buen Marqués de la Victoria, se encontró en gran apuro por la obligación de marchar en conserva. No tuvo más remedio el pobre galán que ponerse a la capa, con rumbo distinto del que su señora llevaba, y navegando de tal suerte, se perdió de vista. La Numancia siguió su camino, segura de que el caballero sirviente parecería mares adelante...

He dicho que sin interrupción se sucedían las desgracias, y una de ellas fue que el Cabo de mar José Binondo, que se hallaba en el palo mayor aferrando la gavia, sufrió un grave accidente. Apoyaba los pies en el tamborete, las manos en la verga, cuando un fuerte balance de la fragata le hizo perder el equilibrio, y cayó sobre el aro mismo de la cofa con fuerte golpe en el pecho. Tuvo bastante destreza en aquel crítico instante para engancharse de pies y manos en la burda del mastelero, y pudo deslizarse hasta coger la escala del obenque mayor. Allí no pudo tenerse, porque el tremendo porrazo en el pecho le privaba de respiración. Los compañeros subieron a socorrerle, y no sin dificultad le bajaron a cubierta, donde le recibió Sacristá, el cual, viéndole demudado y sin habla, le mandó a la enfermería. Allá quedó el infeliz en manos del médico don Luis Gutiérrez, que diagnosticó rotura de dos costillas y hundimiento del esternón... El pobre Binondo arrojaba sangre por   —99→   la boca, y en los intervalos de sus arcadas angustiosas pedía que le llevasen el Cura y los Sacramentos, pues ya se veía difunto y amortajado con las parrillas en los pies, para descender rápidamente al fondo de las aguas.

Seguía la Numancia su rumbo hacia la boca del temido Estrecho. En aquellos días y noches, Sacristá y Ansúrez no se daban punto de reposo, alternando en el servicio, o haciéndolo mancomunadamente cuando la complejidad de maniobras en tan difícil navegación lo exigía. El pito marinero no cesaba de lanzar al aire su estridor agudísimo, rasgando el claro son de las cornetas, que llamaban a galleta y café, a zafarrancho de camas, a baldeo, a instrucción, a ejercicio... El Oficial de derrota no bajaba del puente, y don Casto Méndez Núñez, incansable en las observaciones y estudio del derrotero, no apartaba sus ojos, con catalejo o sin él, de las brumas que por estribor ofuscaban la costa.

El 11 de Abril amaneció benigno: cayeron la mar y el viento; la fragata navegaba con cuatro calderas encendidas, ayudándose de las mayores y foques; era su marcha arrogantísima; la proa potente saludaba con graves cortesías a las olas que hacia ella corrían de Sur a Norte, lentas, más ceremoniosas que hinchadas. En la amura de estribor, Sacristá y Ansúrez lanzaban sus miradas de aves de mar al paredón neblinoso del horizonte. Poco después de que el   —100→   vigía cantase Tierra desde la cofa, Ansúrez, conocedor de aquella región, anunció la recalada al Estrecho.

Llamado al puente por Méndez Núñez, el Segundo Contramaestre saludó como práctico al jefe. «Mi Comandante -le dijo-, la tierra alta que vemos es Cabo Vírgenes; sigue hacia el Sudeste una tierra más baja, Punta Miera, que los ingleses llaman Pungeness... Hay un banco... el Banco del Cabo». A una pregunta seca de Méndez Núñez, tan hombre de mar como el primero, y que buscaba un buen informe donde quiera que pudiesen dárselo, Ansúrez contestó con la misma sequedad y modestia que usar solía don Casto: «Mi Comandante, con cuatro millas de resguardo no puede haber peligro...».

Lahera ordenó la virada en el punto y ocasión convenientes. Al mediodía la fragata derivaba hacia el Oeste su proa; poco después tenía por estribor las alturas patagónicas, por babor las soledades de la Tierra del Fuego. Montada la Punta, se enmendó la marcha, arrimando a la costa Norte para precaverse de los bajos del Sur. A las cinco de la tarde fondeó la Numancia en la bahía de Posesión, para tomar respiro y aguardar a su extraviado caballero el Marqués de la Victoria, cuyo rumbo y suerte se desconocían. La dama, intranquila, no cesaba de preguntar a todos sus tripulantes si sabían o sospechaban dónde había ido a parar el galante satélite.

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A menudo se informaba Diego del estado de Binondo, pues aunque le cobró gran ojeriza por haber auxiliado al seductor de Mara, como buen cristiano le compadecía. En peligro de muerte estaba el Cabo de mar, y sus horas en la enfermería de paz eran de infinita tristeza, que si los dolores de la caja del cuerpo y las angustias de la respiración le abrumaban, no se sentía menos agobiado y enfermo del espíritu. Habló con Ansúrez el médico don Luis Gutiérrez, y después de explicarle el por qué de hallarse Binondo tan abocado a la muerte, le dijo: «Bien puedes bajar a verle, que está el hombre deseoso de hablar contigo; y si tardas en darle ese gusto, quizás no le encuentres vivo... Según entiendo, tiene contigo una deudilla de conciencia: no quiere irse al otro mundo sin quedar en regla con sus acreedores, y me parece que a ti ha de pagarte a toca-teja. Algo me ha dicho del caso... pero como es cuenta particular, allá los dos».

Bajó Ansúrez a la enfermería, y a la tristísima claridad de aquel recinto, que sólo recibía una limosna de luz solar por la escala de entrada, y el aire por una manguera de lona, vio al que fue su amigo postrado en la colchoneta colgante, cubierto de un oleaje de mantas, por entre las cuales sólo asomaba su cabeza, tocada de un pañolón a guisa de turbante, y el hombro y brazo derechos. El rostro de Binondo modelo de fealdad malaya, era de los que no se alteran visiblemente, ni con las alegrías del vivir,   —102→   ni con las agonías mortales. Ansúrez no halló en él otra novedad que el cambio de color amarillo cobrizo en un verde sucio con arrebato febril en los pómulos. La débil claridad hacía más plano el rostro, como bajo-relieve tallado en una tabla con muy poco saliente de las anchas narices aplastadas y de la rasgada hendidura bucal... Los ojuelos negros y chicos, de brillantez canina, animaban aquella careta que sin el mirar no habría parecido cosa humana. Sentose Diego frente a su amigo, y puso la mano sobre las mantas, en el bulto que hacían las rodillas; y cuando pensaba las primeras palabras que había de pronunciar en la visita, habló el enfermo, y dijo: «Ya ves, Diego... qué malo estoy... Se me ha roto el casco por la cuaderna mayor y el bao real... Quebrados tengo los palmajares y los trancaniles... En fin, que me voy de este mundo malo a otro mejor... ¡Y tú, Diego, como si no fuéramos amigos de toda la vida! Si no te mando llamar no vienes a verme, perro, mal hombre, todo porque el francés maquinista te puso la bocina en la oreja para decirte que si yo, que si tal, que si tu niña... Óyeme a mí, Diego, que verdad como la que yo te diga no has de oír de nadie... Ya mis aljibes están llenos del agua limpia de la verdad... y para esto se vaciaron del agua corrompida de la mentira».

Esta figura, empleada ingenuamente por el rudo marinero, impresionó y enterneció   —103→   al amigo que le visitaba. «Ya sé, ya sé -le dijo con emoción-, que no has de ocultarme la verdad... Estás en franquía para vida mejor... ya has comulgado, ya tienes el práctico a bordo... No has de salirte con embustes, porque si lo hicieras, llevarías tu alma llena de contrabando... y el contrabando ya sabes que no pasa, no pasa en aquellas aduanas... En fin, José Binondo, si no quieres molestarte, nada me digas, que yo, sabedor de lo que has de decirme, te perdono de todo corazón, como cristiano que soy...».

-Poco a poco... -dijo el enfermo extendiendo el brazo que tenía fuera de mantas-. No te des por enterado con las verdades que te soltó el francés, y escucha las mías, que son más de ley... Él te habrá dicho que favorecí la escapada de tu niña, y que la llevé a la goleta con tanto cuidado como hubiera embarcado a mi propia hija, si viviera.

-Sí... Te portaste mal... Fue acción fea la tuya: olvidaste nuestra buena amistad...

-Poco a poco. Diego... Déjame que te diga... que te diga el por qué, pues no hay acción que no tenga su por qué.

-El por qué no me importa ya. Yo te perdono, y con perdonarte queda liquidada nuestra cuenta, Binondo.

-Déjame, déjame que sea yo quien liquide... Lo que dije y referí a don José Moirón para que me absolviera de mis pecados, ¿no has de saberlo tú? Nuestro capellán me   —104→   encargó mucho que a ti te diera mis razones, y te las doy. Con el práctico a bordo, como dices, te llamo, y al despedirme de ti te dejo mis razones, Diego; óyelas: yo favorecí la fuga de tu Mara, porque yo también tuve una hija... ya sabes cuánto quería yo a mi Rosa... Era un ángel: feíta, eso sí; ¡pero qué mona de Dios!... Las narices tenía chatas, como yo; los ojos chiquitos, como los míos, pero con mucho aquel; la color quebrada; el cuerpo con una salazón que ya ya... Se parecía más a mí que a su madre, que era Pepona la lagarta, bien lo recuerdas, lavandera de la ropa de maquinistas en el Arsenal... Pues mi niña era una verdadera rosa sin espinas... Aunque por broma la llamaban la Rosa amarilla o Rosita la fea, para mí era más guapa que los serafines... Bien sabes, Diego, cuánto la quería yo, y cómo me miraba en ella... Me muero con gusto, porque sé que voy a verla... Así me lo ha dicho nuestro capellán... Pues recordarás que mi adorada hija se enamoriscó de un fogonero italiano. No era mal chico; pero yo me indigné de que la niña pusiera en persona tan baja su voluntad. Pues la cogí un día, y con una estaca le di tal paliza, que quedó mi ángel hecho una lástima. ¡Ay, ay, Diego, cuánto he llorado aquella brutalidad que hice...! Mi Rosa, mientras yo la pegaba, me decía: «Aunque usted me mate, padre, querré siempre a mi Curtis». Así llamaban al italiano... Un día la vi que derrengadita y paticoja, salía en busca de Curtis, y yo, ¿qué   —105→   hice?... la cogí por un brazo y me la llevé a casa, donde le di bofetadas y me parece que algún mordisco... ¡Oh, qué malvado fui!... Pues desde aquel día la niña empezó a desmejorar... a caer y entristecerse... ¡Ay, qué pena tan grande! La llevé al médico, y el médico me dijo que la niña padecía mal del corazón... En fin, que una mañana la oí quejarse... Corrí a ella, y se me quedó muerta entre los brazos... ¡Ay de mí!, yo no tenía consuelo... yo quería matarme para que me enterraran con aquella prenda querida. Los palos y bofetadas que le di me dolían entonces en el corazón y en toda el alma. ¡Yo verdugo, y ella una mártir inocente! La enterramos al siguiente día al anochecer... Curtis venía detrás cuando la llevábamos... Yo me moría de dolor... Curtis y yo la bajamos al hoyo... El italiano era un mar de lágrimas, y yo un mar de amargura...

Vio Diego el llanto que corría por las mejillas verdes y por la cara plana del Cabo de mar. Contagiado por su duelo, pero sin comprender la relación que pudiera tener el caso de Rosita la fea con el de Mara la bonita, Ansúrez, transcurrida una larga pausa, le dijo: «Bien, José... tu hija se murió... Ni Mara ni yo teníamos la culpa de tu desgracia. Si Dios te quitó a tu hija, ¿qué adelantabas con quitarme la mía?».

-Poco a poco, Diego -replicó Binondo acopiando todo el aliento posible para expresar lo que faltaba-. No me has entendido... Sabrás que la muerte de mi niña, de aquel   —106→   cielo mío, fue una lección que Dios me daba... una lección terrible... Dios me decía esto, Ansúrez: «Padres, antes que dejar morir a vuestras hijas, dejad que se vayan con sus novios».




ArribaAbajo- XI -

No entraba fácilmente en el ánimo del celtíbero la explicación casuística que de su conducta daba el pobre Binondo. No era mala filosofía la de casar a las hijas a gusto de ellas antes que se murieran de desconsuelo de matrimonio; pero este humanitario principio debía cada cual aplicarlo a su familia, no a las ajenas. Estas y otras objeciones a las ideas de Binondo se le ocurrían; pero viendo mojado de lágrimas el rostro chato y verde, se encerró en un buen callar: era impertinente ponerse a discutir con un moribundo, y turbar su conciencia con acusaciones y distingos. Quedárase cada cual con su tema, y Dios juzgaría con suprema equidad. Apagando más su voz, Binondo le dijo: «Vuelve por aquí cuando estés franco, y te lo explicaré mejor... Me darás la razón, Diego, cuando te cuente el paso... y sepas estos y aquellos pormenores».

Prometiéndole volver, Ansúrez se despidió muy afectuoso. El Cabo de mar le retuvo, cogiéndole de la mano para preguntarle   —107→   dónde estaban y a qué punto de su derrota había llegado la fragata. «Estamos en la bahía de Posesión -contestó Ansúrez-, ya dentro del Estrecho de Magallanes, a los 52 grados de latitud Sur... Como en este maldito canal tira la marea lo menos, lo menos, tres millas por hora, hemos de ir mañana en busca de mejor fondeadero... Y a todas estas, no parece el Marqués, que nos trae el carbón; y como no venga, lucidos estamos... El Estrecho es todo angosturas, vueltas, esquinas y canalizos. Métase usted a la vela en este laberinto, y podrá decir cuándo entra, pero no cuándo sale... ¡Y con barcos de este calado, válgame la Virgen...! Para desembocar sin tropiezo en el Pacífico, hemos de zafarnos de este callejón con buenas estrepadas de hélice».

En esto llegó a la enfermería el castrense don José Moirón, hombre excelente, modoso y encogidito. Por su mezquina presencia y delgada voz, más parecía capellán de monjas que de marineros y oficiales de guerra. El hombre desempeñaba la cura de almas en la sociedad militar con celo y modestia, hablando poco y no traspasando jamás el límite de sus funciones espirituales. A los moribundos asistía con amor; a los enfermos acompañaba, amenizándoles con su conversación dulce las tristes horas de encierro en la enfermería de paz. «¿Qué tal, Binondo? Parece que te animas charlando con tu amigo Ansúrez... ¿Y tú, Diego, no encuentras a José más alentado? Los hombres   —108→   de mar tenéis siete vidas... Todavía, José, has de ver cómo se te remienda el arca del pecho... Volverás a tu oficio de pasear por las vergas como yo me paseo en el Perejil de Cádiz... Ánimo, hijo... No llevo a mal que lloriquees un poco, porque así se te despeja el corazón de malos quereres». Binondo contestó con mugidos blandos a estas cariñosas palabras. De la cuestión de conciencia nada dijo el Capellán delante de Ansúrez: hablaron de Geografía y de la feísima pinta del paisaje que tenían por una y otra banda. «Dichoso tú, Binondo, que no ves el horror de estas tierras endemoniadas. Vegetación, Dios la dé... Y de animales, ¡qué pobreza! No he visto más que unos pájaros, que no sé si son nadantes o volantes, que están parados y erguidos mirándonos desde tierra... Su forma es la de botijos con plumas».

-Esos son los pingüinos, que también llaman pájaros bobos -dijo Ansúrez-. Se empinan sobre las patas, y miran como si pidieran un tiro... Pero son mala carne... no valen el tiro.

-Pájaros bobos... -repitió Binondo con ligero extravío en su cerebro extenuado-. Como nunca ven gente, no huyen del hombre, creyendo que es, como ellos, un animal bobo... Y el hombre lo es, porque se pasa la vida haciendo tontadas... Sólo tiene listeza y sabiduría a la hora de la muerte, única hora que no es hora boba.

Sentose el Capellán junto a Binondo, y   —109→   preguntó a Diego qué noticias había de los fines del viaje, y cómo estaban los asuntos de España en el Pacífico. «No sé más que lo que me ha dicho Sacristá -replicó Ansúrez-. En Montevideo recogió don Casto noticias buenas, no de oficio, sino particulares... Parece que está hecha la paz con el Perú, y allá vamos a proclamarla con salvas y festejos...». A las demás preguntas de Moirón no supo contestar el Oficial de mar... Si pasaban con felicidad el Estrecho, llegarían en ocho singladuras a Valparaíso, donde no podía faltar conocimiento cierto de si iban al Pacífico en son de guerra, o en son de pingüinos, por otro nombre pájaros bobos.

No pudo Ansúrez entretenerse más, y dejó a Binondo con el castrense, que sin duda le habló de lo buena que es la otra vida, y de la felicidad de los que van a ella limpios de pecados. La fragata partió de Posesión al día siguiente; pasó con felicidad la angostura de la Esperanza; una fuerte corriente contraria la obligó a detenerse y buscar abrigo en la ensenada de San Gregorio; siguió al otro día, embocando y recorriendo sin tropiezo la angostura de San Simón; penetró luego en el canal más ancho del Estrecho; dobló el Cabo Negro, resguardándose de los bajos y escollos que acechan traicioneros en aquellas aguas, y por fin dio fondo en el Puerto del Hambre, que acredita su fatídico nombre por el aspecto de miseria, desamparo y aridez lastimosa   —110→   que allí ofrece la tierra en todo lo que alcanza la vista.

Ávidos de explorar la misteriosa región magallánica, la Oficialidad obtuvo permiso para saltar a tierra. En la mayor lancha de la fragata embarcaron oficiales y guardias marinas, el maquinista Fenelón y ocho remeros. Ansúrez cogió la caña del timón. No olvidaron las carabinas Minié por si ocurría un feliz encuentro de caza mayor, o por si era menester defenderse de los bárbaros que habitaban en aquellas frías latitudes. Dirigiose la lancha a Punta Santa Ana, en la costa Norte de la bahía. Pisaron tierra los expedicionarios, y por aquellos pedregales discurrieron buscando huellas o rastro de humanidad. No vieron más que unos pozos de agua dulce, con algún indicio, en sus bordes, de ser utilizados. A lo lejos se distinguían columnas de humo; mas no era fácil precisar si salían de algún techo, o de hogueras encendidas en descampado. El humo subía lentamente hacia un cielo pesado y gris, que acariciaba con sus masas vaporosas las remotas alturas blanqueadas por la nieve. Todo el afán de los españoles era ver alguna muestra de la raza patagona, caracterizada, según los geógrafos de más crédito, por su estatura gigantea y por la mansedumbre y nobleza de su barbarie. Pero aunque dispararon al aire sus fusiles con la idea de llamar y atraer a los indígenas, estos no parecían por parte alguna. Llegaron a creer nuestros compatriotas que   —111→   los patagones eran seres fabulosos, engendrados por la imaginación heroica de los primitivos navegantes.

Del reino animal no se dejó ver tampoco ninguna muestra, y del vegetal sólo descubrieron unos matojos verdes de plantitas frescas y talludas, de la familia de las umbelíferas. Por su sabor, eran semejantes al apio caballar de nuestros climas. Corriéndose hacia la extremidad de Santa Ana, reconocieron ruinas que a la primera impresión diputaron por las de la Colonia de Sarmiento. Este Sarmiento fue un héroe loco, un explorador animoso y exaltado hasta el delirio, que hizo creer a Felipe II en la conveniencia de establecer, en medio de todas las desolaciones de la Naturaleza, una colonia fortificada. La expedición, que al mando de otro loco llamado Flórez envió el Rey con aquel fin aventurero y fantástico, acabó de la manera más desastrosa. Flórez y Sarmiento riñeron con escándalo y furia en las aguas y costas de América, disputándose la precedencia. Flórez se volvió a España. Sarmiento, más terco que la misma terquedad, se dirigió al Estrecho con las cinco naves que le quedaban, y aplicó toda su insana testarudez a la fundación de la plaza colonial. Innumerables hombres, que eran sin duda los más intrépidos orates de la Nación, perecieron allí. A muchos se los tragó el mar en las angosturas, o en los esteros fangosos de la costa Sur; otros murieron en enconada lucha fratricida; a los que se obstinaron   —112→   en cimentar la absurda colonia, los aniquiló la desesperación, y, por fin, el hambre dio cuenta de los últimos...

Examinadas las ruinas, entendieron los españoles que no pisaban los restos de la obra insensata de Sarmiento, sino los de la Penitenciaría chilena, fundada en aquel sitio a principios del siglo XIX. Tal vez en los informes vestigios, paredones corroídos, pilares truncados, había trozos de diferente antigüedad. Eran ruinas yuxtapuestas, despojos sobre despojos, pavorosa osamenta de dos arquitecturas muertas y consumidas del sol y el viento. Sobre ellas rodarían indiferentes las edades. Lo que en la historia humana había sido completamente inútil, en la Naturaleza servía para que anidaran cómodamente los pájaros bobos.

Desconsolados volvieron a bordo los hombres de la Numancia. No habiendo visto los deseados indígenas, la excursión les parecía enteramente ociosa. La Patagonia sin patagones era una tierra insulsa y prosaica... En la mañana del día siguiente proyectaron nueva salida, con idea de emprenderla por un río llamado San Juan, que desemboca al Oeste de la bahía del Hambre. Sin duda, internándose aguas arriba, habían de encontrar a los hombres bárbaros y talludos dueños de aquellas tierras. En los preparativos de la segunda expedición estaban, cuando vieron venir por la boca del río una piragua tripulada por figuras al parecer humanas. La exclamación a bordo fue general.   —113→   «¡Hurra, ya están ahí los patagones, hurra!».

Hacia la fragata venía bogando la salvaje embarcación resuelta y presurosa. Al tenerla cerca, vieron con asombro los de a bordo que eran mujeres las que remaban, y no con remos, sino con canaletes, palitroques rematados en una tabla de forma elíptica. Las hembras daban impulso a la embarcación con aquellas espátulas, sin punto de apoyo en la borda, pues la piragua no tenía toletes. En pie venían tres bárbaros de fea catadura y no muy lucida talla, lo que fue gran desengaño de los españoles, que esperaban ver colosos formidables y coronados de plumas. Al llegar los salvajes al costado de la fragata, no expresaron admiración de la grandeza y hermosura de esta. Con gestos y chillidos gimiosos, manifestaron su deseo de subir y de comer algo que les dieran. Sin esperar a que les echaran la escala, los tres hombres se encaramaron por los tojinos con agilidad cuadrumana. Las dos mujeres remadoras se quedaron en la piragua, desoyendo las incitaciones de los españoles para que subieran. O ellas no querían seguir a los machos, o estos no se lo permitían, que tales etiquetas y reparos habrá sin duda en las costumbres del salvajismo patagón.

Gran rebullicio y algazara se movió en cubierta cuando pusieron su planta en ella los tres desgraciados seres en quienes se representaba la primitiva animalidad de nuestro   —114→   linaje. Bien se podía decir ante ellos: «así fuimos». Eran de mediana estatura y color cobrizo, sucios y sin gallardía estatuaria. Cubrían parte de su cuerpo con pieles viejas y astrosas de un animal que llaman guanaco. Apestaban a grasa de pescado; sujetaban sus cabelleras ásperas con una correa de cuero, y acentuaban la fealdad de sus rostros con rayas negras y coloradas. Su habla era una mezcla de la modulación y el léxico de las cotorras y de los ásperos aullidos de los monos mayores. Fácilmente repetían las voces españolas; pero las de ellos no había boca cristiana que las reprodujera. Invitados a comer, se les ofreció pan, que miraron con asombro antes de probarlo. Mayor estupefacción les causó el ver cucharas, y embobados contemplaron a los marineros que con ellas comían. Quisieron hacer lo mismo; mas no acertaban a meter la comida en la boca con aquel adminículo tan extraño para ellos. El vino los entusiasmaba, y el aguardiente los transportó al cielo de las mayores alegrías. Si no sabían comer con cuchara, bebían cumplidamente en el vaso, empinándolo hasta que les caía la última gota. Los chupetazos que daban luego y el relamerse con sus lenguas sedientas, fueron diversión de los españoles, que nunca habían visto bárbaros de tan extremada inocencia y grosería... Lleváronlos luego a visitar todo el barco: manifestaban su asombro riendo como idiotas; pero su regocijo llegó al frenesí cuando se les invitó a ponerse   —115→   unos pantalones viejos que allí sacaron. A la primera lección que se les dio, aprendieron a enfundarse las piernas en los calzones. El que parecía principal de ellos, ostentando como insignia de su autoridad mayores chorretazos de rojo en sus mejillas, fue obsequiado ademas con una levita informe y un sombrero alto, chafado y roto. Luego que se atavió con estas prendas, lleváronle delante de un espejo, y al ver la reproducción de su elegante figura quedose fluctuando entre la risa y un asombro respetuoso.

En tanto que a bordo con estas bufonadas se divertía la gente joven y alegre, otros habían bajado por los tangones al bote de servicio, y en este se pusieron al habla o a la mira con las señoras salvajes. Fenelón era el más empeñado en obsequiarlas, y en honor de ellos escanció todo el Jerez de una botella. Eran las hembras remadoras más desmedradas que los hombres, feas y hurañas. Ninguna de las gracias del bello sexo se revelaba en ellas, y sólo Fenelón, como sacerdote de Venus, extremado en su culto, entrevió algún encanto en los amarillos rostros de las amazonas, en sus pechos fláccidos y colgantes, en sus cuerpos desfigurados por haraposas pieles, que dejando al descubierto el ombligo y otras regiones poco bellas, tapaban las caderas y demás... Bajo los sucios pellejos asomaban las piernas cobrizas... con medias, es decir, con la canilla y pie pintados de color verdinegro,   —116→   señal de que las dos señoras habían chapoteado en el fango del río al lanzar la piragua. Nadie vio en sus descuidadas greñas adorno alguno que indicase el menor rudimento de coquetería o de arte del tocador... Eran hembras animales más que mujeres. Trabajillo costaba excitar en ellas la risa, como prueba de ligereza o agilidad de espíritu. La risa de aquellas fieras causaba más miedo que alegría, porque ostentaban en toda su extensión la formidable herramienta dental... Por fin, partieron todos en la piragua, borrachos perdidos los hombres. Uno de ellos, vestido ridículamente con los guiñapos europeos, esgrimía con grotescos ademanes un sable viejo y tomado de orín que le regalaron los Oficiales. ¡Infeliz tribu patagona, buena te había caído!




ArribaAbajo- XII -

¡Albricias, llegó el Marqués de la Victoria!... Saludada con gran festejo fue su presencia en Puerto del Hambre. ¡Volvían los compañeros perdidos en el Océano! ¡La fragata tenía ya carbón para proseguir su viaje!... Sin tardanza, fondeado el caballero sirviente a estribor de la dama, se procedió a meter el combustible en las carboneras de esta. Todo el domingo, que era Pascua de Resurrección, se empleó en esta faena,   —117→   sólo interrumpida en la hora de la Misa y lectura de Ordenanzas después del Oficio. Don José Moirón despachó la Misa con prontitud, y el sermón militar de las obligaciones del soldado fue también muy breve. Todo el tiempo era poco para trasbordar el combustible. La Oficialidad de ambos buques, no teniendo nada que hacer a bordo, realizó su expedición al río San Juan, sin ver nada de interés, ni hombres ni animales. Los salvajes no parecían. La Naturaleza misma se recluía tierra adentro, avara de sus tesoros de fauna y flora, si algunos tenía. Volvieron los españoles a los barcos con el alma a los pies, desengañados de toda pasión geográfica y exploratriz, y pasaron el tiempo de estadía en el Puerto del Hambre, desmintiendo este lúgubre nombre con los buenos víveres que una y otra nave traían. Los días acortaban ya tristemente, como días vecinos al polo en aquella estación, que era el otoño austral... A las cuatro de la tarde se iniciaba el crepúsculo, anunciando ya las prolongadas noches invernales. Espesa penumbra caía sobre la tierra; el cielo tomaba un tono plomizo: cielo y tierra se vestían de un luto angustioso que avivaba en los corazones el amor y el recuerdo de la patria lejana, radicante en la más risueña porción del globo.

Partió la fragata el 19 de Abril, despidiéndose con fraternal emoción de su caballero sirviente, que a Montevideo se volvía. La nave acorazada emprendió sola su marcha   —118→   por aquellos canalizos y desfiladeros, lo que fue temeridad grande; mas para tal empeño bastaba el esforzado corazón del soldado de mar que la mandaba. Día claro y sereno favoreció el paso de la Numancia frente al morro de Santa Águeda, donde el paisaje tomó las formas más imponentes y majestuosas. En aquel punto humillan los Andes sus moles ante la mordedura del mar, que las socava y desmorona. Por estribor veían los españoles, a lo lejos, el grandioso espectáculo de las cimas nevadas; de cerca, los cantiles abruptos, las masas rocosas cortadas como a pico, hurañas y resecas, con vagos toques de vegetación en algunas encañadas; por babor veían la Tierra del Fuego, merecedora de tal nombre si se le añadiera el calificativo de apagado. Era como un volcán, como un avispero de cráteres fríos, vestigio y estampa de los más terribles cataclismos geológicos. La vista de aquellas extrañas formaciones causaba espanto, sugiriendo la idea de un planeta muerto, perdido en los espacios siderales... Para que pudiera participar de la admiración general, sacaron de su camarote al Segundo, don Juan Bautista Antequera, obligado a quietud por la soldadura de la pierna, y muy bien acomodado en una colchoneta, le subieron al Alcázar. Allí estuvo largo rato, y sus ojos, desperezándose de la obscuridad del encierro, no se hartaban de ver tanta maravilla.

Hizo alto la fragata en el fondeadero de   —119→   Fortescue. Tras ella venía una corbeta de vapor, que resultó ser peruana, de guerra. América era su nombre, y había sido construida en Francia. Fue mirada con recelo; se pensó en disparar sobre ella; pero al fin nada sucedió. La corbeta dejó caer su ancla por estribor de la Numancia. Esta levó muy temprano, al día siguiente, y atravesó la más estrecha angostura de todo el paso de Magallanes. Viéronse aquel día más próximos los elevados montes patagónicos, coronados de nieve, y los hilos de agua que al derretirse la nieve venían saltando por innumerables cañadas y repliegues, juntándose luego para formar risueñas, espumosas cascadas. El paso llamado Crooked-Reach es tan angosto, que los navegantes creían tener al alcance de su mano los dos cantiles de izquierda y derecha. La fragata marchaba con cuatro calderas, gallarda como nunca, orgullosa de sí misma, mirándose en las claras aguas, mirando también su sombra en las rocas del Norte. Dijérase que todos los ánades y pingüinos de la región se habían dado cita en aquel paso, porque precedían a la nave como señalándole el camino, y luego levantaban el vuelo al ver de cerca el espolón y oír el golpetazo de la hélice batiendo el agua. También aparecieron cetáceos monstruosos, nadando delante y a los costados de la embarcación, y festejando a esta con el surtidor que sus furiosos resoplidos lanzaban al aire. La fragata no parecía insensible a estas demostraciones de   —120→   la fauna marítima, y surcaba las ondas con mayor prepotencia y majestad. Era la diosa Anfitrite, esposa de Neptuno, que paseaba por su reino precedida y escoltada por la corte de sirenas, tritones y bestias marinas.

Al décimo día de entrar en el Estrecho, salió de él la Numancia. A las cinco de la tarde del 21, con mar sosegada y atmósfera densa que ofuscaba los términos lejanos, la fragata señaló a babor el Cabo Pilares. Era el extremo occidental del paso y la última tierra del Sur magallánico, la más desolada que podría imaginarse; tierra que parecía obra de maldiciones y engendro de pesadilla. Las conglomeraciones basálticas, de soñadas formas nunca vistas, hacían creer que aquel extremo del mundo era el osario en que los siglos, terminada la monda total del planeta, habían arrojado todos los esqueletos de animales paleontológicos.

Franqueado Pilares, entraron los españoles en mar libre y ancho. Fue para todos descanso y orgullo. Por un canal de más de cien leguas, erizado de peligros, habían conducido la mayor nave que hasta entonces se aventuró a pasar por allí. Bien podían envanecerse, aunque el caso no era milagroso, sino una feliz aplicación de la sintética proclama de Nelson. Todos, desde el Comandante al último marinero, habían cumplido su deber... Y adelante, adelante, en busca de la ocasión de nuevos deberes que cumplir... Sin contratiempo navegó a hélice la fragata, con rumbo Norte, hasta los 40 grados   —121→   de latitud, en que hallando mejor mar y los vientos generales del Sur, apagó calderas y largó todo su aparejo. Nunca estuvo Anfitrite tan bella como cuando surcaba las aguas del Pacífico, con todo el flameante adorno de su ropaje aéreo. Sus airosas cabezadas expresaban el contento suyo y de todos los tripulantes, que con ella se identificaban y ponían los latidos de su corazón al compás de los pasos de ella en el ancho mar. La normalidad placentera de la navegación no se interrumpió en aquella etapa: todos vivían alegres, contemplando de día, por estribor, el gigantesco murallón de los Andes, y aun los menos instruidos sabían leer en aquellas moles alguna estrofa de la leyenda hispánica.

Visibles fueron los efectos del gradual ascenso de la temperatura: los pocos enfermos que a bordo había se restablecieron, y el mismo Binondo, que en el Estrecho estuvo a punto de liar el petate, mejoró notablemente, como si quisiera entrar en la séptima vida que, según el dicho popular, gozan los marinos. Aún no podía el hombre valerse; pero respiraba mejor, señal de que se le iban calafateando los deteriorados bofes, y todos los días, a la hora de más calor, le sacaban a cubierta en una silleta, y allí le dejaban parloteando con sus compañeros. En estos solaces de convaleciente habló de asuntos diversos con su amigo Ansúrez; pero de aquellos coloquios sólo se cuentan aquí los pertinentes al caso de Mara.

  —122→  

«Poco a poco, Diego -decía Binondo extendiendo el brazo-: no eches sobre mí más culpa de la que tuve en el latrocinio de tu hija... que bien mirado, no fue tal latrocinio, sino cumplimiento de la ley de Dios, que dice: 'antes que dejar morir a vuestras hijas, dejad que se vayan con sus novios...'. Esto ha dicho Dios, y a mis oídos llegó la voz divina, por la cual fui movido a dar aquel paso... Que venga don José Moirón, que venga el santísimo Capellán, y él te dirá si este mandamiento que te digo no es tan de ley como otro cualquiera...».

-Bueno; ley de Dios será... Pero no tenemos por qué llamar al Cura; que esta ropa sucia, José, en casa debemos lavarla... ¡Tú a encandilarme con tus leyes de Dios, ¡ajo!, y yo a no dejarme encandilar!... Mi sentido natural me dice que no es ley de Dios, sino del diablo, tomar dinerales por favorecer la fuga de la niña con aquel bandido.

-Poco a poco, Diego, poco a poco. No te niego la verdad. Pero has de saber que no fueron dinerales lo que tomé, sino una triste onza de oro...

-¿Triste la llamas? ¿Pues no valía diez y seis duros?

-Los valía, sí... Llamo triste a la onza, porque fue poco estipendio para lo que hice. Toda la noche estuve en vela, fingiendo que pescaba... Los carabineros me habían echado el ojo encima; yo no hacía más que bogar hacia afuera, y volver y escurrirme a la   —123→   sombra de la batería de San Leandro. Pues tomé la onza... no quiero dejar de decirte toda la verdad... la tomé porque me hacía mucha falta... como que aún estaba debiendo las visitas del médico y el entierro de mi niña... ¡Ay, Diego de mi alma, no puedo nombrar a mi ángel sin que me salte el corazón y se me corte el resuello! ¿Ves? Ya estoy llorando... No hay consuelo para mí... Y ahora, con esto de que voy escapando de la muerte, mi pena es mayor, porque yo estaba muy satisfecho de morirme, por el gusto de ver pronto a mi niña, la mona de Dios... y recrearme en aquel rostro de clavellina parda, y en el habla bonita, y en el cuerpo salado, tan salado y gracioso, que me río yo de los ángeles...

-No llores, José... Como algún día has de morirte, y verás a tu Rosa entre los serafines, resígnate por hoy a seguir viviendo... ¡Ajo!, no eches más babas ni mojes el pañuelo. Cuéntame cómo embarcó la niña en tu lancha; qué dijo...

-Antes tengo que repetir que la onza no fue más que una corta ofrenda para mi alcancía. La tomé por no desairar. Verdad que después, a bordo de la goleta, me dio don Belisario diez duros más... ¿Pero qué son diez duros para un servicio tan arriesgado...? Y el peligro fue tremendo... Los carabineros no me quitaban el ojo... Tu niña llegó a las piedras de Santa Lucía, único sitio donde podía embarcar de noche, acompañada de don Belisario y de la Venancia...   —124→   ya sabes, la Venancia. Esa sí cogió buen dinero... De aquí estoy viendo la pastelería que ha puesto esa ladrona en la calle de la Caridad... la veo, la veo, Diego... Y cuidado que hay distancia del Pacífico, 33 grados latitud Sur, a la pastelería de Venancia, 38 grados latitud Norte. Pues la veo: cree que la veo.

-Avante en popa, y no barloventees más.

-En brazos cogió a la niña el caballero, y de sus brazos pasó a los míos, que la pusieron en la lancha... De un brinco embarcó don Belisario. Despidiéronse de Venancia. Trinqué yo los remos, y me puse a bogar en silencio, arrimado a tierra, buscando la sombra del monte... Te diré, buen amigo, para tu satisfacción, que no había dado yo tres paladas de remo, cuando la niña rompió a llorar con tanto sentimiento, que me río yo de la Magdalena. El caballero quería consolarla: ya sacaba estas razones, ya las otras... que Dios, que el amor, que la felicidad... y luego unas retóricas ahiladas que no entendí, pues tales términos, comparanzas y sutilezas no había oído yo en mi vida. Mara, tan aferrada a su aflicción que no se quitaba de los ojos el pañuelo, decía: «Mi padre, ¡ay!, mi padre». Y él le echaba el brazo por los hombros, y apretándola con agasajo, respondía: «Tu padre será mi padre; pero él no quiere serlo... Pagará su soberbia... Después le perdonaremos». En fin, Diego, no puedo repetirte su hablar finísimo,   —125→   porque usaba expresiones que mi boca no sabe pronunciar. La sustancia de aquel relato era esta, verbigracia: «El amor, que viene a ser el rey, emperador o no sé qué de todito el mundo terrestre y universal, te condenaba por bruto y descastado a... Diantre, a ver si me acuerdo... Pues te condenaba a la pena de perder a tu hija por tal o cual tiempo...». En fin, Diego, que te daban el trago de amargura para traerte luego los dulzores de volver a Cartagena casados y con guita... ¿Te vas enterando?... Yo no puedo referírtelo palabra por palabra. Sí te digo que a la niña se le aplacó el duelo con los abrazos que le daba el novio, echándole en la misma oreja este bálsamo: «Te juro por mi madre que volveremos... volveremos en tal condición, que tu padre se alegre de recibirnos». Luego miraba para las estrellas, y moviendo el brazo con ellas hablaba... A la mar le echó también una gran bocanada de términos que sonaban muy bien, como una musiquilla de cantares... En esto, llegamos a la goleta: subieron ellos, yo detrás.

»Poco tiempo estuvo la niña sobre cubierta, porque don Belisario y el capitán la llevaron a un camarote, y en él la escondieron, por lo que pudiera tronar. Yo esperé al caballero, porque así me lo mandó. Al cuarto de hora le vi aparecer en cubierta; llevome a la borda, desde donde se veía Cartagena, más que por sus casas, torres y murallas, por las luces del alumbrado público;   —126→   y señalando a la ciudad, dijo: «¡Ahí te quedas, Cartagena! ¡Ahí te quedas, Ansúrez!... Entré con paz, y me mirasteis como enemigo... Al padre me llegué con el corazón en la mano, y el padre me echó la zarpa para ahogarme. No hay paces con los bárbaros. Mara no es de su padre, sino mía. Él le dio la vida corporal, yo le doy la vida del espíritu...». No puedo explicártelo, porque las palabras que dijo en aquellas proclamaciones son de esas que no se quedan en la memoria. Lo que sí recuerdo bien es esta frase: «Pues quisiste guerra, guerra te doy, brutal Ansúrez. Ya puedes echarte a llorar hasta que volvamos...». Luego que dijo lo que te cuento, nos despedimos. Me pidió juramento de no contarle a nadie lo que había pasado, y yo se lo di... digo que juré, haciendo la cruz, porque así me lo mandaba mi conciencia. Y él también tuvo conciencia, porque al despedirme metió mano al bolsillo y diome los diez duros, que... ahora recuerdo... no fueron diez, sino veinte, o hablando con toda verdad, veinticinco, plata y dos monedas de oro, isabelinas... Ya ves que no te oculto nada. Cuando yo a tierra me volvía poco a poco, pensaba en mi pobre niña difunta, ¡ay!, en aquel ángel. ¡Que no hubiera yo podido hacer con ella lo que hice con la tuya, Diego!... Dársela al novio, echarla en brazos del novio para que gozaran de su juventud... Para mí no había consuelo... yo bogaba con pereza, y mis pensamientos iban   —127→   al compás de los remos. En el cielo como en el agua oía la voz del Divino Jesús, diciéndome: «Que no mueran las hijas; que se vayan, que se vayan con sus novios».




ArribaAbajo- XIII -

El interesante episodio referido por Binondo inmergió al Oficial de mar en mayores cavilaciones y tristezas. Sus sentimientos, agitados por pavorosa crisis, no sabían si estacionarse en el amor o en el odio. Sólo sus obligaciones rudas le distraían en estos internos afanes. El 28 por la mañana recaló la fragata en Valparaíso, y aproximándose al puerto, paró y se puso al habla con el Comandante de la goleta Vencedora. ¡Qué placer y qué descanso recibir noticias frescas, fidedignas! Los de la Numancia oyeron confirmar la buena nueva de que nuestro Gobierno había concertado un arreglo con el Perú. La escuadra, al mando del Almirante Pareja, estaba en el Callao. Hacia el Callao hizo rumbo la Numancia sin perder horas, navegando con cuatro calderas encendidas y ayuda del velamen. Serena mar y viento Norte fresquecito facilitaron aquella etapa, por todos estilos venturosa. En temperatura iban ganando de día en día; la salud era excelente a bordo, y todos vivían en espera de sucesos pacíficos más que guerreros, aunque no faltaba   —128→   quien se apenase de que no sobreviniesen hostilidades duras, que en la profesión militar nada repugna tanto a los corazones enteros como la ociosidad.

Aunque se reponía bajo la acción de la subida temperatura, Binondo no recobraba por entero su vigor y aptitud para el trabajo. O era que se hacía el remolón para que le dieran mimo y le llenaran la pandorga, dejándole las horas muertas sentadito al sol, o a la sombra cuando el sol picaba más de la cuenta. En este periodo avanzado de su convalecencia, se hizo el hombre muy rezador: andaba siempre con el rosario entre las manos, y en sus pláticas con los compañeros, a estos recomendaba que tuviesen el alma preparada para un buen morir, pues en las dudas de paz o guerra, nadie podía decir «a tal hora viviré».

«Aquí donde me ves, Diego querido, no estoy menos libre de la muerte que lo estaba en el Estrecho, porque las cuadernas del pecho no acaban de arreglarse, y el corazón me dice a cada momento que no cuente con él para una larga travesía. Pero yo no me apuro, Diego, y tan hecho estoy a la idea de morirme, que me digo: 'Cuanto antes mejor, que de este mundo perverso no saca uno más que sofocos y berrinches que pudren el alma. Muérame yo pronto, que eso voy ganando, y así veré a mi querida Rosa en la Eternidad'. Paréceme que ya la estoy viendo... Cuando tengo esta visión, el aliento se me corta, como si la máquina del respirar   —129→   quisiera pararse y decir: 'hasta aquí llegué'».

-¡Valiente marrullero estás tú!... Con tantos rezuqueos y visiones lo que busca mi amigo es que no le den de alta, para seguir en esta gandulería y pasarse el tiempo sentadito en cubierta.

-Poco a poco: yo no trabajo porque no puedo. Ya sabes que como bien, porque así me lo mandó don Luis. Por mi gusto no comería más que lo preciso para no desfallecer. Duermo toda la noche y parte del día, porque así me lo recomiendan los doctores, que el sueño es el estero donde el corazón se va carenando... como te lo digo... Pero el dormir mío no es todo lo sosegado que fuera menester, porque el soñar me quebranta, y despierto tan molido como si me hubieran pasado de verdad las cosas que sueño... Es el corazón enfermo... que adivina... Y a cuento de esto, sabrás que anoche he soñado contigo y con tu hija... Y era lo que soñé tan conforme con la razón, que desperté creyéndolo cierto. Vas a oírlo... Pues soñé que entrábamos en puerto... ¿Sabes tú cuándo llegaremos al Callao?

-Mañana. Esta tarde hemos de señalar las islas Chinchas.

-Dime otra cosa: ¿hay mucha distancia del Callao a Lima?

-Media hora o poco más en ferrocarril.

-Pues no te canses en ir a Lima, porque si vas no encontrarás a tu hija. Yo he soñado que Mara y don Belisario navegan   —130→   hacia Panamá, caminito de Europa. Van casados por la Iglesia y cargados de dinero hasta las escotillas... Llevan la idea de que los perdones Diego, y les eches tu bendición... Pero Dios, que ve tus muchos pecados, dispone que ni ellos ni tú tengáis la satisfacción de veros y perdonaros. También ellos son pecadores... Dios castiga sin palo ni piedra, y así, mientras tus hijos van, tú vienes... Equivocados navegáis todos... Dios, que gobierna con una mano los corazones y con otra los mares, te trae al Perú cuando tu hija no está aquí, y a ella la manda para España cuando tú andas por acá... ¿No ves bien claro los designios del patrón de todo el Universo?

Al oír esto, trabajo le costó a Diego reprimirse. Impulsos tuvo de coger a Binondo por el cogote y darle un fuerte achuchón contra el cabrestante próximo, chafándole el rostro hasta dejárselo enteramente raso. «Tunante -le dijo-, guárdate tus sueños malditos, y no atormentes al hombre honrado y bueno, que no hace mal a nadie».

-Bueno eres -replicó Binondo con extremada mansedumbre, acariciando las cuentas de su rosario-; pero ya sabes que el justo peca siete veces al día. Que Dios quiera probarte, que Dios pruebe a los justos para ver su temple y fortaleza, es cosa corriente en nuestra religión, y si lo dudas, llama a nuestro Capellán y pregúntaselo.

Ansúrez le volvió la espalda. En actitud de oración se mantuvo José, la cara plana   —131→   y verde caída sobre el pecho con expresión de recogimiento budista. El otro, echando sus miradas y sus pensamientos sobre el mar, también quedó en éxtasis de amarguísimas dudas, del cual le sacó el pito de Sacristá llamando a maniobra. Poco después se marcaron a barlovento las islas Chinchas. El terral fresquecito trajo al olfato de los marinos efluvios amoniacales... Tan-tan cuatro veces. Se cambiaron las guardias... Y al día siguiente, cuando sólo distaban cinco o seis millas del puerto del Callao, volvió Binondo a dar tormento a su amigo con el relato de sus estupendas soñaciones.

«Óyeme, Diego, y pásmate de que Dios se digne revelarme lo que ha de pasarnos a ti y a mí. Tú y yo somos buenos, y para que seamos mejores nos manda Dios tribulaciones grandes. He soñado, amigo, he soñado lo que voy a decirte para que te vacíes de orgullo y te llenes de resignación... Pues ello es que... No pongas cara fosca ni me hagas temblar con tus miradas... Yo digo lo que soñé, y tú lo crees o no lo crees... Ello es que ya no verás a tu hija en la tierra, sino en el Cielo... Estamos iguales, amigo del alma, y hemos de morirnos para ver a las prendas de nuestro corazón... Para mí es esto tan cierto y verídico como el mar es mar, el cielo, cielo, y esta embarcación la Numancia bendita... que Dios favorezca para que viva más que nosotros. Dúdalo si quieres; pero la realidad se encargará de convencerte... A tu hija verás en el Cielo; antes de   —132→   ir allá, si vas, no podrás verla... Créelo, Ansúrez, y disponte pronto, pronto para un morir cristiano... Debemos prepararnos, porque nunca sabemos si hemos de vivir estos momentos o los otros. Podrá ser hoy, podrá ser mañana o en mañanas que aún están lejos. Pero que no nos coja desprevenidos... ¡Qué gozo el tuyo y el mío cuando las veamos en la Gloria!... mi Rosa tan linda, con aquella carita de marfil ahumado y aquellos ojuelos negros, como los de los ángeles que encienden los relámpagos y disparan los truenos en una noche de tempestad... tu Mara desmejoradilla y muy rebajada de su belleza... porque has de saber que muere o morirá de parto...».

Ya no pudo tener Ansúrez el arrebato de su displicencia, y le dio un cosque más que regular, que humilló la cabeza budista y puso la cara plana a dos dedos de la borda, junto a la cual se hallaban. «Poco a poco -exclamó Binondo-. Esos no son saludos de los que se acostumbran entre amigos. Bárbaro estás, rebelde contra las verdades que Dios te anuncia por mi boca. De tus desdichas no tengo yo la culpa... ni de que Dios ame a nuestras dos hijas por igual, y se las lleve de este mundo nuestro tan malo, al suyo, que es la Gloria...».

No llegaron estas últimas razones al oído del Oficial de mar, que se alejó rezongando amenazas contra Binondo. La idea de la muerte de Mara, sugerida por el zorro malayo, le desconcertaba. A creerla se resistía;   —133→   pero la idea penetraba en su entendimiento, como la carcoma royendo y labrándose su casa... Aliviábase el buen hombre de esta confusión con la esperanza de que el sol de Lima despejara pronto sus dudas.

La entrada en el puerto del Callao fue de teatral efecto resonante. Allí estaba la escuadra española mandada por Pareja: la componían las fragatas de hélice Villa de Madrid, Blanca, Berenguela y Resolución y la goleta Covadonga. El primer saludo fue para la insignia de Pareja; después se saludó a la plaza, que contestó al instante; y apenas disipado el humo de estas salvas, se cañoneó en honor de las escuadras extranjeras allí fondeadas, inglesa, francesa y americana. Devolvían todos la cortesía con igual número de estampidos, y aquello fue como una batalla naval con pólvora sola, espectáculo precioso, inmenso vocerío de guerreros en paz.

Presentaba el puerto en aquellos instantes un golpe de vista espléndido. Deleitaban los ojos la flotante población de barcos de guerra y paz, y el bosque de sus mástiles, así como los mezclados colorines de tantas banderas de diferentes Estados. Entre los buques mercantes, había los más hermosos tipos de vela entonces existentes en el mundo: fragatonas y corbetas clipper, de cascos elegantes y gallardísimas arboladuras. Todas estas naves esperaban vez para el embarque de guano en las Chinchas. Si es maravilla de la Naturaleza el almacenaje secular   —134→   del excremento de las aves atlánticas en aquellas ínsulas, no lo es menos el ingenio y artes del hombre para transportarlo por tan largos caminos de mar de un hemisferio a otro... El labrador piamontés o valenciano no acababa de comprender que abonaran sus tierras las aves del Pacífico.

Terminados los saludos, empezaron las visitas. No era sólo el jubileo de amigos y parientes entre unos y otros barcos: era la curiosidad que en todas las tripulaciones de las fragatas de madera despertaba la Numancia, potente y airosa; era el prodigio de haber esta navegado sin tropiezo desde Cádiz al Perú, desmintiendo la opinión de que un guerrero vestido de armadura no podía sin peligro arrostrar caminata tan penosa y larga. Pero el Comandante, hombre de arrestos indomables, la Oficialidad y marinería, orgullosos de su feliz empresa, decían como Segismundo: «¡Vive Dios que pudo ser!».

Tal invasión de visitas hubo en la fragata, que las escalas crujían del peso de los curiosos entrantes y salientes. Superiores y oficialidad, guardias marinas, marineros, en fin, y gente de maestranza, acudieron a saciar sus ojos, a explayar sus corazones en parabienes, que eran la expresión de la amistad y el orgullo, fundido todo en un tono general de patriotismo. La Numancia vio subir a su cubierta y penetrar en sus cámaras y sollados al Almirante Pareja, hombre de mediana estatura, delgado, con patillas blancas, de continente grave y maneras muy   —135→   corteses; a don Miguel Lobo, Mayor General, gran náutico y geógrafo, hombre de ciencia y de voluntad; a don Claudio Alvargonzález, curtido y fosco, de barba erizada y ojos fulgurantes, el primer lobo de mar de España; a don Juan Topete, corazón fuerte, ávido de pelea y gloria; a don Manuel de la Pezuela, ducho en artes políticas y en el trato de gentes, que aplicar supo al arte de la guerra; a don Carlos Valcárcel, marino excelente y guerrero de tesón, y a otros muchos que ganaron después celebridad. La fragata les recibió con alegría, mostrándoles todas sus bellezas, así las exteriores como las más ocultas. Convites parciales y refrescos se improvisaron en los camarotes, y en tanto los grupos de marineros celebraban con modestas libaciones el feliz encuentro de amigos y hermanos, en latitud tan distantes del solar paterno.

Fue por la mañana cuando Ansúrez distinguió entre los visitantes una cara conocida. «¿Será...? Si no fuera tan gordo, diría que es Mendaro». A estas dudas fugaces siguió la exclamación de ambos amigos, que se abrazaron con júbilo después de una ausencia de cinco años. «Por el ranchero Ibarrola -dijo Mendaro- supe que estabas aquí. He venido a verte a ti primero, después a esta hermosa fragata que os traéis acá... ¿Sabes que estás viejo?... ¿Qué ha sido de tu vida? Cuéntame». Con frase concisa notificó Ansúrez a su amigo la muerte de Esperanza, y de la pérdida de Mara hizo una   —136→   indicación vacilante, como los apuntes con que los pintores esbozan el intento de una figura. A continuación enseñó al forastero el interior del barco; le obsequió con Jerez y galletas, y despidiéronse con mutuos ofrecimientos y cariños.

Mendaro y Ansúrez, después de navegar juntos, habían vivido en Cartagena pared por medio. Su amistad era sólida, íntima, como fundada en las excelentes cualidades de uno y otro. Enviudó Mendaro el 59 y se embarcó para el Perú, donde contrajo segundas nupcias. El 65 era poseedor de una de las más frecuentadas pulperías del Callao de Lima, establecimiento que bien podía llamarse famoso, porque en él encontraban alivio de su sed y reparo de su hambre los marineros de diferentes banderas, cargadores y truchimanes, y allí solían congregarse también mujeres que al socorro de necesidades no espirituales acudían, buena gente toda, fermento y espuma de la humanidad afanosa que hierve en los puertos de mar. En la pulpería quedó citado Ansúrez para comer con su amigo, y charlar de los reinos de España y de las indianas repúblicas.



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ArribaAbajo- XIV -

Ansiosos de admirar la ciudad de Lima, que en todas las imaginaciones españolas se representaba con formas y colores de un seductor romanticismo, iban a tierra oficiales y guardias marinas en correctísima y elegante apostura, con pantalón blanco, indumentaria impuesta por los 12 grados de latitud Sur. Del muelle corrían en grupos alegres a la estación, y media hora después divagaban por las calles y plazas de Lima. Esparciendo con avidez sus ojos de una parte a otra, aplicaban su observación a cosas y personas, juzgándolo todo con juvenil calor, así en el elogio como en la censura. Tras las abstinencias y soledades de la navegación, anhelaban la vida social, el trato y compañía de señoras discretas, finas y hermosas, de mujeres, en fin, sin reparar en su clase y condición. Por desgracia, encontraban retraída la sociedad. Las clases opulentas, así como las mediocres, se recluían en sus casas por estímulo de la gazmoñería política, no menos adusta que la religiosa. La cordialidad y el agasajo entre naturales y forasteros no existían en aquellos días de incertidumbre y desconfianza; días turbados, además, por interna enfermedad revolucionaria.

Los Oficiales españoles recorrían con actividad   —138→   un poco melancólica la Ciudad de los Reyes. La sombra de Pizarro les acompañaba; las remembranzas de la patria salían a recibirles en las fachadas de los edificios de la época vice-real. A cada instante surgía la Anagnórisis, o sea el descubrimiento y declaración de parentesco. Anagnórisis era el gozo con que los españoles contemplaban el barroquismo amable, risueño, consanguíneo, de la Catedral fundada por el conquistador. Nuestro, de casa, de familia, era el rostro de aquel monumento; nuestra también el alma, el interior, impregnado de dulce misterio y de místico encanto. Igual impresión de parentesco les daba el palacio de los Virreyes, hogaño presidencial.

De calle en calle, se fijaban en los balcones a la turquesca, en las rejas y celosías, por cuyos huequecitos veían o creían ver los negros ojos de las limeñas. ¡Qué ilusión! ¿Pero estaban en la América del Sur, o en Ronda, Tarifa o Algeciras? La mujer limeña, sutilizada por la imaginación, era el tormento de aquellas pobres almas españolas, condenadas por un melindre internacional al desconsuelo de Tántalo. Cerrado el teatro, suspendidas las reuniones y tertulias, no se mostraban las limeñas más que en la calle, y para mayor desventura no eran entonces muy callejeras. Por lo poco que vieron los Oficiales al paso y de refilón, reconocían y declaraban que era la hija de Lima traslado fiel de la mujer de acá, más bien refinada que desmerecida en sus cualidades.   —139→   Por aquellos días no podían extenderse a más detalladas apreciaciones del tipo físico y moral de tan seductoras hembras. El famoso manto negro a estilo de Tarifa ya poco se usaba. Sólo por las mañanas, cuando iban a misa, se las veía entapujadas con exquisita gracia y travesura, sin dejar ver más que los ojos: el misterio, el juego de tapa y destapa, los hacía más ardientes y luminosos, más afilados de malicia o recargados de amoroso fluido. Por junto al suelo se veían los pies chiquitos, y se apreciaba el andar ligero... andar de gacelas cuando van al paso.

Y vistas estas preciosidades, que parecían huir de las miradas del hombre antes que solicitarlas, iban los españoles a las partes excéntricas de la ciudad, donde percibían el rumor popular, nada benévolo ciertamente. Esquivando el trato con personas, hablaban con los edificios: vieron y examinaron exteriores ampulosos de parroquias y conventos, y a cada paso descubrían rastros del pasado, que confirmaban el parentesco entre los observadores y las cosa observadas. Clarísimo resultaba el rastro de la superabundancia frailuna, y el paso de la Inquisición había dejado huellas indelebles. La fiereza española, todo lo grande de la raza y todo lo violento y vicioso adherido a lo grande, permanecían escritos allí en cosas y personas, con más vivos caracteres que los que aún conserva en su propio rostro la madre común.

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Pulpería de Mendaro.- Este y su amigo Ansúrez, sentados a los dos lados de una mesa sin manteles, en un patinillo interior de la casa, platican de los reinos de España y de los achaques de aquellas repúblicas, sus hijas.

«Todo este torbellino -decía Mendaro- ha venido, ¿sabes de qué? Pues de añejos piques y desavenencias entre peruanos y españoles; del pleito viejo por si reconocemos o no reconocemos la independencia del Perú... del mal trato que aquí dieron a unos catalanes y valencianos... de bofetadas, palos y mojicones que han llovido en la tierra donde no llueve agua... de que España se metió en Santo Domingo y quiso meterse en Méjico... de una gravísima trapatiesta que hubo en Talambo, peruanos ofendidos, españoles muertos... de que en Chile atropellaron a unos vizcaínos... de las muchísimas desvergüenzas que escriben aquí los periódicos, y, en fin, de que los Gobiernos de una banda y otra están dejados de la mano de Dios... Allá se les subió a la cabeza el humo de la guerra de África, y acá tienen los humos de su republicanismo y el no ser menos que la vecina de abajo, Chile, y que las vecinas de arriba, Ecuador y Colombia».

-Bien se ve que hay humos. En España se dice que este furor de camorra nos lo ha pegado la Francia, nuestra vecina por el Pirineo, pues el imperio segundo que hay allí, obra de ese Luis Napoleón, nos da la moda de encender guerras con tal o cual   —141→   país. La miaja de gloria que va sacando el ejército de mar y tierra, es el torniquete, como quien dice, con que los mandones trincan y aseguran a los que obedecen.

-Moda es que os viene de Francia. Aquí tenemos otra que recibimos de los Estados Unidos, y es el cansado estribillo de América para los americanos, que quita el seso a toda la gente de acá. Es moda, manía, aire natural de estos países, que se mete en el corazón y en la cabeza de cuantos aquí vivimos. Y así verás que los españoles, a los pocos años de llegar a estos climas, nos volvemos americanos, y tomamos a este terruño un amor tan grande como si en él hubiéramos nacido. Nada te quiero decir de los niños que de padre español nacen aquí, pues yo tengo uno de tres años, que apenas empezó a soltar la lengua, lo primero que aprendió fue llamarme gachupín, gallego, patón, godo y otras perrerías con que los naturales nos motejan... Pues volviendo al por qué de esta campaña, te diré que el Gobierno de la Isabel no supo lo que hacía cuando nos mandó a ese Almirante Pinzón con la Resolución, la Triunfo y la Covadonga. No es que yo le quite su mérito y circunstancias a ese buen General de Marina que nos mandasteis; pero... hablemos claro. ¡Por los pelos del diablo, que no era Pinzón hombre para estas incumbencias delicadas, porque tenía demasiado vapor en sus calderas, y no templaba, sino que metía más coraje en las almas peruanas! A cada   —142→   brindis que echaba en las comilonas, ceceando como buen majo andaluz, se armaba una gran tremolina. Cosas decía con la idea de meter miedo, para que temblaran todas estas Américas, como si aún se sintieran en el suelo, a la vera de los Andes, las patadas de aquel bárbaro y grande hombre que llamaron Francisco Pizarro.

-No toques, amigo -dijo Ansúrez-, no toques a esos caballeros, a quienes tengo yo por gigantes que no dejaron sucesión, ni con ellos compares a nuestra familia enana de estos tiempos.

-Dices bien, Diego, que al comparar modernos con antiguos, resulta que no levantamos más de media cuarta del suelo... Sigo mi cuento. Para echarlo a perder, nos mandaron también al señor Salazar y Mazarredo, que por las ínfulas y prepotencia que se traía, cayó muy mal aquí. Y lo que mayor enojo levantaba era el título de Comisario Regio, que en los oídos de esta gente sonó como el nombre de Virrey o cosa tal. En fin, era corriente aquí que entre Pinzones y Salazares nos iban a quitar la bendita independencia... ¿Y qué te diré de la ocupación de las islas Chinchas, que fue como quitarle al Perú el corazón y el estómago? Los españoles no querían ser la buena madre, sino la madrastra de América... Todo iba mal, y esta gente, cada vez más encendida. Llegó un día fatal, mejor diré, la noche en que se quemó la Triunfo. Te aseguro que la fragata era como un volcán...   —143→   Las llamas pintaban de rojo todo el cielo.

-Aguárdate, Mendaro, y perdona que te interrumpa -dijo Ansúrez inquieto, poniendo la mano en el hombro de su amigo-. Mucho me interesa tu cuento; pero deja para otro día lo que falta, y hablemos de lo que a mí particularmente me coge toda el alma. ¿Podré saber hoy mismo si está mi Mara en Lima, si me será fácil verla y hablar con ella? Bien enterado estás ya de lo que me pasó, ¡Jesús me valga!, y yo confío en que me ayudarás a encontrar a mi querida niña. Ya te dije que no vengo de malas; traigo el corazón dispuesto para perdonarlos y hacer las paces, siempre que ellos quieran hacerlas conmigo.

-Voy creyendo que más que distraído estás trastornado -replicó Mendaro-, pues ya te dije que nada podré saber de esa cuestión tuya, mientras no vuelva mi compadre Amador con respuesta al encargo que le di de averiguarme esos puntos. Yo no conozco a los Chacones más que por la fama de su riqueza: sé que murió el padre, español bragado y de sangre en el ojo; que el hijo mayor, coplero, avispado, loco por ver tierras, se fue y volvió... y no sé más. Amador, que conoce a esa familia, no tardará en traernos informes. No te impacientes, ni con el pensamiento te vayas a Lima volando por los aires, que luego iremos por el ferrocarril, y algo hemos de saber de tu hija Mara, que, por lo que recuerdo, es una morenita muy salada.

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-La más salada y graciosa que ha echado Dios al mundo -dijo Ansúrez conteniéndose para no llorar-. Ella fue toda mi alegría, y después mi tormento y desesperación. No hablemos de esto; no quiero afligirte. Sigue tu cuento, y yo haré por escucharlo sin perder gota, digo, sílaba.

-Se fue Pinzón enhorabuena, y nos vino Pareja con las fragatas Blanca, Berenguela y Villa de Madrid. Este señor Pareja nos pareció más templado que el otro, y de buena mano para los arreglos de paz. Así fue: tuvimos paces, y en ellas descansaríamos sin el maldito suceso del Cabo Fradera, en Febrero de este año. ¡Ay, qué atroz barbarie! Y tengo que reconocer que esta vez la culpa fue del Perú, por el descuido y pachorra de estas autoridades... Aquí se armó el tumulto; aquí vimos la reunión de gente vaga, y oímos sus gritos contra los tripulantes de la Resolución que bajaron a tierra. Los españoles, advirtiendo la que se armaba cogieron las lanchas para volverse a bordo; quedó rezagado el pobre Fradera; trató de ganar a nado un bote, pero el botero no quiso recogerle; volvió el infeliz a tierra, y con los pies en el agua, en la mano un cuchillo, se defendía bravamente de los malos patriotas que le acosaban. En fin, que muerto cayó entre agua y arena, y estos perdidos y borrachos cantaron su hazaña con berridos espantosos. La justicia les metió mano; hubo prisiones y castigos; pero al mal efecto de aquel atropello bárbaro no se   —145→   pudo echar tierra, y por él quedaron las relaciones entre españoles y peruanos tan agrias y picajosas como las encuentra la Numancia al arribar al Callao.

A este punto llegaba Mendaro de su cuento, cuando compareció en el patinillo una mujer alta, fornida, de solidez estatuaria, ojos negros, gruesa y bien formada boca, pecho sobresaliente. No era de abolengo incaico, ni su regia estampa provenía de imperio del Sol; era una cuarterona de las que llaman zambas, ejemplar excelente de la mezcla de sangres etiópica y ariana, que suele aunar el cuerpo admirable y las facciones bellas. Traía de la mano un chiquillo gracioso, que en cuanto vio a Mendaro corrió hacia él y se montó en sus piernas. El niño era el hijo, y la mujer, la esposa del pulpero, y los tres se llaman lo mismo: José, Josefa y Pepito. Con un gesto autoritario indicó la mujer a los dos varones que se apartaran de la mesa para poner los manteles y el servicio. Obedecieron. Tan pronto gastaba Josefa su saliva en reñir al chiquillo, que enredaba con los platos y cucharas, como en recomendar a su marido que vigilase la tienda mientras la familia se disponía para comer... Y entre col y col, ponía la señora vanidosos programas de la comida, que era extraordinaria en honor del amigo forastero.

Acudió Mendaro a la tienda con una solicitud presurosa, que era como la medida de los pantalones que en el gobierno doméstico   —146→   gastaba su mujer; y esta, entre tanto, hizo cumplido elogio de los platos que serviría y de su condimento. «Señor Diego, ¿le gusta a usté el arroz con pato? ¿Sí? Pues como el que yo he guisado para usté no lo habrá comido nunca, ni lo comerá mejor la Reina de España... ¡Ay, qué cosas dicen acá de su Reina de ustés, la Isabel!... Pues también le pondré un tamal que ha de saberle a gloria... Los españoles no saben hacer buena comida... ¿Verdá que en España no hay maíz?... Por eso vienen aca ustés tan amarillos... por eso andan doblados por la cintura, como si se les cayeran los calzones... ¿Le gusta a usté el sancochado? ¿En España hay sancochado? ¿Qué dice? Ya; que allá tienen el cocido. Pues yo he comido cocido español, y no me gusta... ¿Es verdá que en España no da la tierra más que garbanzos y aceitunas?... Las aceitunas las como yo cuando el médico me manda gomitivo... Y esa Reina que allí tienen, ¿cuándo la gomitan ustés?». Con estos y otros dicharachos puso la mesa, y a punto volvió Mendaro de la tienda con una botella de pisco y dos de vino del país... «Este es el Valdepeñas de acá -dijo a su amigo-. No es malo; se sube hasta el primer piso, y de ahí no pasa. Si bebes mucho, te pondrás alegre y dirás lo que dice el nombre de Arequipa: aquí me quedo. Este aguardiente blanco que llamamos pisco, es de vino... cosa buena: los que empinan mucho, ven a Dios en su trono».

Sentáronse a comer, y con alegría y buena   —147→   conversación despacharon uno tras otro los platos que Josefa encarecía pomposamente antes y después de que fueran gustados. A la sopa de rabioso picante siguió el sancochado, que viene a ser como nuestro cocido; desfilaron luego el pejerrey (pescado chico) y la corbina en salsa (pescado grande); y por fin, con honores extraordinarios, el pato en arroz, que era más bien como una morisqueta con pato. Mendaro, en continua relación con las botellas del tinto de la tierra, se apimpló un poco; Josefa hablaba no sólo por la boca, sino por los codos, manifestando en cada cláusula su ojeriza contra la Reina de España; el chiquillo amenizaba el banquete, ya con llantos y berridos, ya con risas y copiosa emisión de babas y mocos. Y cuando por postre comían alfajores y chancaca, la cuarterona, limpiándole la jeta a su criollito, dijo al convidado: «Señor Diego, lo que le digo ahora no quise decírselo antes, para que comiera tranquilo, que lo primero es comer, y lo segundo, decir las cosas que han de decirse, aunque sean malas... Y es que no se canse usté en buscar a su hija, porque Amador vino y yo le pregunté: 'Amador, ¿qué hay de eso?' y él me contestó: 'Comadre, hay que los señores de Chacón no están en Lima'. Con que ya lo sabe. Para verlos y enterarse, tiene usté que ir al Cuzco».



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ArribaAbajo- XV -

-¿Y el Cuzco está cerca? -preguntó Ansúrez, sintiendo dentro de sí al patriarca Job con toda su paciencia-. ¿Podremos irnos allá y volver en una tarde?

Rompió Josefa en carcajadas estrepitosas, que empalmaron con estas expresiones de su marido: «Sí, hombre, sí... Está cerquita... cerquita el Cuzco... ahí, a la vuelta del primer cerro... Poca distancia... Para que te hagas cargo... es como tres veces de Cartagena a Madrid... Caminito muy llano, como una sala... Subes los Andes... después los bajas... para volver a subirlos... Cuestión de diez y ocho días...».

-Para que vean ustés -dijo la hembra talluda sin dejar de reír- que los caminos de América son caminos grandes, no como los de España, caminos de juguete. Aquí no gastamos distancias de broma. O vamos lejos, o no vamos a ninguna parte.

-No te precipites, Diego, a coger la vuelta del Cuzco, que está donde Nuestro Señor Jesucristo perdió las sandalias... Antes de ir tan lejos, entérate por ti mismo de lo que ocurre. Bien podría suceder que mi compadre Amador, aficionadillo al pisco, haya empinado hoy más de lo regular... Vámonos, pues, a Lima, y preguntaremos en la propia casa de los Chacones.

  —149→  

No necesitó Ansúrez que su amigo se lo dijera dos veces. Propuesto el paseo a Lima, quiso emprenderlo sin perder minutos. Requirió Mendaro la chaqueta y sombrero, empuñó un bastón nudoso, y pasando por la tienda, donde imperante quedaba la gallarda Josefa, salió con Ansúrez a la calle. Momentos después cogían el tren; a la media hora de traqueteo suave llegaban a la ciudad de los Reyes, y a buen paso tomaron la calle que conduce a la plaza. Ni en personas ni edificios ponía su atención Diego, que llevaba dentro de sí los espectáculos de su personal interés. «Esta es la Catedral -decía Mendaro con inflexión encomiástica-; aquel el palacio de los Virreyes, hoy de la Presidencia y Gobierno de la República...». Contestaba el Oficial de mar con un mugido y una mirada de indiferencia, y seguían adelante. «Por aquí es -dijo Mendaro, guiando a una calle que de la esquina del palacio arzobispal arrancaba, extendiéndose recta en toda su longitud-. Al final, en la última cuadra, viven los tales Chacones. Repara en las buenas casas de gente noble que hay por aquí. Muchas son del tiempo de los señores Virreyes; otras, fabricadas después, tienen la misma traza y adorno de puertas y balcones».

La única observación que hizo Ansúrez fue para indicar la semejanza del caserío de Lima con el de algunas ciudades andaluzas, y el tono claro de las fachadas, blancas las unas, otras de ocre o azul muy bajo. Fijose   —150→   también en que no había tejados, sino azoteas, observación que sugirió a Mendaro esta otra, pertinente a la meteorología: «Te diré que aquí no sabemos lo que es llover, ni se conocen los paraguas. No tenemos más que un rocío, que llaman garúa, el cual por las noches, así refresca la tierra como nos moja y cala hasta los huesos. Por este beneficio del cielo, no echamos de menos la lluvia, y no se gastan aquí canalones ni aljibes».

-Dímelo a mí -observó Ansúrez-, que todas las mañanas me encuentro la cubierta como acabada de baldear, y el velamen y toldos tan mojados, que se les podría torcer... No te diré yo que sea beneficio el caer el agua del cielo en esa forma de rocío; paréceme más bien maleficio, porque si lloviera de golpe, quedarían las calles más limpias de lo que están... ¿Tenéis por ventura río caudaloso?

-Río tenemos: se llama el Rimac, y es nombrado, más que por el caudal de sus aguas, por el magnífico puente de piedra, obra de los españoles, que luego veremos. Por allí se pasea la gente para tomar la fresca en las tardes de bochorno...

Observó también Ansúrez el grandor y pintoresca hechura de los balcones de las casas principales, al modo de estancias voladas, con adorno exterior arabesco y celosías verdes. Eran la comunicación romántica de la casa con la calle y con el mundo; el conducto de las miradas, del suspirar y del   —151→   amoroso acecho; eran el rostro enmascarado de la pasión, y un emblema étnico más español que la propia España. Hallábase el celtíbero absorto en el examen de uno de aquellos balcones, el más historiado y holgón de la calle, al extremo de esta, cuando Mendaro le puso la mano en el hombro y le dijo: «Esta casa que miras es la de los Chacones. Veo que está cerrada a piedra y barro, por lo que entiendo ser verdad lo que nos dijo el borrachín de Amador. Si te parece, llamaremos, que alguien habrá dentro que guarde el edificio». Y antes que Ansúrez respondiera, llegose a la puerta, y agarrando el pesado aldabón, dio golpes y más golpes, sin que de dentro viniera voz de quién vive ni respuesta alguna.

La emoción de Ansúrez ante la casa en que moraba la familia de Belisario fue tal, que no pudo tenerse en pie. Arrimose a la pared frontera, y en el escalón de una puerta, cerrada también como puerta de inquilinos ausentes, se dejó caer: llanto amarguísimo vino a sus ojos, y para disimularlo y esconderlo, con ambas manos puso máscara en su rostro. Mendaro, dejando pasar medio minuto, volvió a empuñar el aldabón y repitió los furibundos porrazos... La casa hacía esquina, de la cual partía un callejón estrecho, y a lo largo de este, como por el tubo de una bocina, vino una voz bronca que gritaba: «¡Quién... quién!». Asomose Mendaro al callejón, y a su vez gritó: «Los quiénes somos nosotros, gandul, que estamos   —152→   aquí llamando hace dos horas, sin que nos responda nadie: ven aquí, y ven con respeto, y dinos dónde están tus amos».

Apareció doblando la esquina un hombre que por el color del hocicudo rostro y la largura de sus brazos y la corva inclinación de su cuerpo, más parecía cuadrumano amaestrado para racional que racional efectivo, y apenas le vio Mendaro, lo cogió por el cuello, y con voces descompuestas le dijo: «Cholo, sin vergüenza, ¿por qué no has abierto a la primera llamada? ¿Así cuidas la casa de tus señores? ¿Qué hacías, borracho? ¿Dormías el pisco?».

-Suéltame, gachupín -gritó el hombre feísimo, queriendo desprenderse de la garra de Mendaro. Pero en este había estallado la fiereza un tanto insolente del español educado con el catecismo de los tiempos heroicos, y no soltaba su presa, ni suavizaba su duro acento-. Ven aquí, perro, y contesta sin mentir a lo que te preguntamos.

-Suélteme, ¡carachitas!... ¡Ay, ay!... Le diré la verdad, patrón; suélteme.

A los chillidos del infeliz cholo (así llaman a los últimos retoños degenerados de la raza india), víctima de la ingénita altanería de Mendaro, acudió Ansúrez enjugando sus lágrimas y con formas de lenguaje más benignas: «Déjale; no le trates con dureza... Vele ahí por qué no nos quieren en América... Por eso, José, por tus modos tiránicos... Oiga usted, buen hombre: queremos   —153→   saber... Esperamos que usted nos diga con toda verdad...».

-No esperes de él la verdad si le tratas con esas blanduras, Diego -dijo Mendaro-. No te fíes de estos ladinos y traidores. Verás cómo te sale con algún despapucho, con alguna sandez o mentira gorda que te desoriente y te vuelva tarumba.

-No tendrá tan mal corazón -indicó Ansúrez-, que engañe a un pobre padre... de quien no ha de recibir ningún daño, sino todo lo contrario, quiero decir, una buena recompensa.

-El caso es este -declaró Mendaro algo amansado de su fiereza por el ejemplo del amigo-: sabemos que tus amos se han ausentado, y deseamos saber dónde están... pero sin engaño.

Fosco y sombrío, el indio no desmentía la condición suspicaz de su raza humillada y decadente. No miraba a la cara de los españoles, sino al suelo, como más digno de sus miradas, y al suelo arrojaba también la respuesta desdeñosa, que rebotó en pregunta: «No hay engaño... yo no tengo por qué engañar... ¿Pero a qué cuento quieren saber los gachupines dónde están mis amos?».

-Este caballero -afirmó Mendaro- es el padre de tu señora, quiero decir, de la señorita esposa que el hijo de tu ama, don Belisario, ha traído de España. ¿Te enteras, animal?... Levanta tus ojos del suelo, zorrocloco, y mírale, mira a este señor, que   —154→   es el padre, el padre... ¿Sabes lo que es padre, zopenco?

Recogió del suelo sus miradas el cholo, y las paseó por el cuerpo de Ansúrez. Como este vestía de uniforme, cada uno de los botones fue un punto en que el mirar del indio se detenía con asombro y una risa estúpida. Sacó Diego una monedita de oro, y se la mostró como una hostia, diciéndole: «Esto para ti si hablas con verdad». Pero a Mendaro le pareció excesiva la oferta, y quiso atajar el movimiento generoso de su amigo con estas palabras: «No, no, Diego. Con cuatro soles habría para comprar a todos los cholos que quedan en esta tierra. Ofrécele un sol (duro), y el hombre tendrá para comprarse unos calzones, que, ya lo ves, le hacen mucha falta».

El pobre indio, que en su desmedrada catadura y cobrizo rostro cuarteado no revelaba claramente su edad, aunque esta debía estar ya muy lejos de la juventud, quedose como encandilado al ver la moneda, y alargando hacia ella sus manos, dio una zapateta en el aire, y soltó la respuesta que Ansúrez esperaba: «Mi patrón, démela y se lo digo. Me llamo Santos, y por todos los mis patronos de la Corte celestial, le juro que de mi boca no saldrá mentira: los amos míos, mi ama doña Celia, mi amo don Belisario y mi ama doña Marina, están en Jauja».

Oyó Diego el nombre de Jauja como cosa de burleta o de pasar el rato, pues aunque   —155→   no ignoraba la existencia de tal pueblo peruano, en aquel instante, hallándose en la plenitud de sus ideas españolas, Jauja era el cuento de los perros atados con longaniza y de los árboles que dan chorizos y jamones; se acordó de la Pata de Cabra y de los mil chistes jaujanos, y puso en cuarentena el dicho del indio. Pero Mendaro le sacó de este yerro, diciendo: «Puede ser, puede ser verdad, que allí tienen los Chacones haciendas muchas».

-Buen amigo -dijo Ansúrez a Santos, sin dejarse arrebatar la moneda que este quiso coger antes de tiempo-, necesito más referencias... y que me pongas en conocimiento de muchas cosas que ignoro. ¿Te gusta el pisco? Pues vente con nosotros, y en cualquier pulpería te convidaremos, para que sueltes la sin hueso y me resuelvas todas las dudas.

Cuando esto decía el Oficial de mar, ya se habían arrimado al grupo algunos zanganotes, mujeres y chicos. Ni Ansúrez ni su compañero se habían fijado en esta adherencia de público, que fue creciendo, creciendo, cuando los dos amigos y el cholo iban camino de la pulpería más cercana, Mendaro fue el primero en revolverse contra la molesta escolta, que a los pocos pasos se desmandó, haciendo befa del uniforme de Ansúrez y arrojando sobre los dos gachupines pelotadas de barro y algunas almendras de arroyo. Movido de su impetuoso genio, que en trances de peligro siempre se mostraba, Mendaro   —156→   se plantó en medio de la calle, y mirando a la chusma se dejó decir: «¿A que saco la navaja? ¿A que alguno de estos sinvergüenzas nos va a enseñar el mondongo?». El prudente Ansúrez acudió a contenerle. Santos, en la expectativa de la moneda de oro, dirigió a la muchedumbre palabras conciliadoras. Con los dimes y diretes de una y otra parte, la cuestión fue tomando mal cariz, y en esto acertó a presentarse en escena, saliendo de una calle lateral, el maquinista Fenelón, vestido de paisano, con dos amigos suyos limeños de la mejor apariencia social. Aplacaron estos el incipiente tumulto, declarándose defensores de los dos gachupines, y dispersando a los grupos plebeyos.

Mientras esto ocurría, informó Diego a Fenelón del motivo de su presencia en aquella parte de la ciudad, y de llevar consigo al indio Santos. El maquinista, con el aplomo y superioridad que en sus palabras sabía poner, le dijo: «¡Pobre Ansúrez, yo te habría sacado de dudas a bordo esta noche! Felizmente, he podido enterarme hoy de lo que pasa en tu familia, y te lo contaré. Nadie podrá informarte con más exactitud, mi palabra de honor... Este cholo te ha dicho que tu hija está en Jauja... Ha mentido sin mala intención... no le pegues... O no sabe la verdad, o se le ha mandado que diga lo que has oído... Dale los cuatro soles, y que se vaya a la porra. No es ese el guardián de la casa de los Chacones; no es más que un galopín del verdadero guardián, Arístides   —157→   Canterac, francés, con quien he jugado al billar hace dos horas, mi palabra. Por él he sabido que tu hija no está en Jauja, sino en Arequipa».

Sosegados todos, incluso Mendaro, que aún daba resoplidos patrióticos; desaparecido el cholo, que partió con la chusma, guardando su moneda donde no pudiesen quitársela, los dos españoles, el maquinista y los peruanos se dirigieron a un restaurant francés, donde refrescarían charlando. Ansúrez les siguió, más que por querencia de charla y frescura, por calmar el ardor de su alma, sedienta de verdad. ¿Por qué no estaba su hija en Lima? ¿Huía de su padre, o de quién huía? ¿Era dichosa...?