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La zorra ilustrada o Samaniego en el Madrid de Carlos III

Ignacio Amestoy Egiguren



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PERSONAJES
(Por orden de aparición en escena)
 

 
DON FÉLIX MARÍA DE SAMANIEGO,   39 años.
ALDONZA,   criada de la Condesa, 28 años.
MARTÍN,   criado de la Condesa, 32 años.
DOÑA MACARENA,   hija de la Condesa, 15 años.
DOÑA JUANA,   institutriz, 27 años.
LA CONDESA,   viuda, 38 años.
DON BENITÚA,   capellán de la Condesa, 40 años.
DON JOSÉ MARÍA,   sobrino de Samaniego, 20 años.




 

Entre las hojas de un telón a la griega -una cortina americana-, aparece el fabulista DON FÉLIX MARÍA DE SAMANIEGO.

 

SAMANIEGO.-  El Madrid de Carlos Tercero fue apasionante por controvertido. Yo pasé en él algún tiempo. Me habían encargado en mi tierra, junto a otros recados de menor cuantía, hacer algunas gestiones en la Corte por mor de la presión económica que los Borbones empezaban a ejercer sobre mis paisanos vascongados. Al caer los Austrias, llegó también la caída de un pasado periclitado, y los fueros y privilegios de regiones -y de particulares- empezaron a tambalearse. En esas reivindicaciones, como Comisario en Corte, fracasé absolutamente. En otros campos tuve algún triunfo... Por ejemplo, en el teatro. Yo, Félix María de Samaniego, el autor de la fábula de «La cigarra y la hormiga», era un ilustrado, un afrancesado, y fui en la capital del Reino el gran defensor del teatro neoclásico frente al teatro barroco y al sainete tramposo, con lo cual fui también por ello defensor de Leandro Fernández de Moratín ante el aristocrático Vicente García de la Huerta y el castizo Ramón de la Cruz; o sea, abanderé el teatro de la razón frente al teatro de la sinrazón; pugné por la libertad que otorga la norma clásica, en lucha contra la tiranía del dogmático caos de Trento y sus fiscales. En fin... No debo ocultar que tuve éxito, así mismo, en los salones y con las mujeres... Y no sólo escribí las conocidas y celebradas fábulas morales, sino que también escribí fábulas que la inquisición llamaría «inmorales». ¿«Inmorales»? ¿Como mis obras de teatro, si es que escribí alguna, que no sé dónde fueron a parar? ¿Eran funciones como ésta que han llamado «La Zorra Ilustrada»? Tal vez. No me obliguen a confesarlo, que las paredes oyen y los inquisidores siempre están prestos... Y no les canso más con este prólogo terenciano. Vean la representación y saquen su moralidad... La comedia quiere tratar un episodio de mi paso por Madrid...  (Para que le oigan los regidores:)  Por favor, descorran las cortinas.

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Se abre el telón. Es una tarde de la primavera de 1784 en el salón de una quinta en las afueras de Madrid. Diversas puertas facilitan el acceso a corredores que dan a los aposentos, a la capilla de la casa, a la zona de servidumbre, al jardín de la finca... En el centro del foro, un gran armario de dos puertas. Algunas mesas, consolas y sillones. Nada en demasía. MARTÍN y ALDONZA son dos criados de la CONDESA propietaria del palacete. Lo atienden ahora de manera provisional en el inicio de una primavera a la que repentinamente ha llegado el calor. Adornan los floreros de mesas y consolas. Los dos visten como criados acomodados. Ella lleva un gran escote...

 

MARTÍN.-  A mí ya me agrada verte así, con flores, Aldonsa.

ALDONZA.-  Deme dos rosas y tres margaritas. Y no se me distraiga, Señor Martincho.

MARTÍN.-  Un refrán castellano, que me enseñó un posadero de Burgos, dise: «La mujer que no gusta de la música y la flor es que nunca tuvo en su sitio el corasón».

ALDONZA.-  Más o menos. Lo conozco. Cinco claveles, Señor Martincho.

MARTÍN.-  Los claveles son los que mejor te van. Como eres medio andalusa...

ALDONZA.-  Que no soy andaluza, que soy de Valdepeñas.

MARTÍN.-  Ya sé, manchega. Por eso desía medio andalusa. Que tenéis la grasia de las andalusas, pero más calladas. Como a mí me gusta. Que el mucho palique atonta.

ALDONZA.-  Señor Martincho, si no tuviese novia me enamoraría de usted...

MARTÍN.-  Pero novia tengo, en los Provinsias Vascongados, y no te puedo querer.

ALDONZA.-  ¿Ni un poquito?

MARTÍN.-  Como hermana o así. No más.

ALDONZA.-  Bueno, ¿qué le parece cómo ha quedado?

MARTÍN.-  Bonito. Que tú tienes mucho arte para los flores.

ALDONZA.-  ¿Qué dirá la Señora?

MARTÍN.-  Que tienes mucho arte para los flores.

ALDONZA.-  Espero que la Señora se vuelva esta misma tarde a Madrid, que todavía la quinta no está preparada para mucho trasiego. ¡A ver si se le pasa el mal de amores a la hija de la Condesa y nos vamos a la capital, que el relente de la luna en la sierra nunca es bueno en primavera!

MARTÍN.-  Yo prefiero Madrid a este monte.

ALDONZA.-  Si es que usted es ya un madrileño.

MARTÍN.-  Quita, quita... Que en cuanto ahorre lo mío, me vuelvo a mi pueblo, me caso con mi Catalina y no me veis el pelo por Madrid nunca más. Ya se lo he dicho al cura Don Benitúa.

ALDONZA.-  Buena recomendación tiene usted con el Reverendo.

MARTÍN.-  Recomendación..., y que trabajo lo mío. ¿O no?

ALDONZA.-  Eso sí que es verdad. Que lo mismo ordeña las vacas, que hace el pan, que varea un colchón... Todo, menos cortejar a las mujeres...

MARTÍN.-  Cortejarlas, sí. Pero no paso de ahí. Martincho, en Madrid, de sintura para abajo, como de piedra...

ALDONZA.-  A eso iba.

MARTÍN.-  Martincho ya lo siente, no te vayas a creer tú. Pero como tengo novia en los Provinsias Vascongados...

ALDONZA.-  Pues no hay nada que hacer... Usted se lo pierde, Señor Martincho.

MARTÍN.-  Ya, ya...

ALDONZA.-  No hace más que ahorrar y ahorrar. Parece que no sabe otra cosa...

MARTÍN.-  ¡Por saber! Y en cuanto ahorre lo mío...

ALDONZA.-  Que todavía le falta lo suyo...

MARTÍN.-  No te preocupes, que yo poliki-poliki, poco a poco...

ALDONZA.-  ¡Vaya zorro que está hecho, Señor Martincho! Venga, vamos a la cocina, que no sé cómo llevarán el chocolate y los churros de la merienda. ¡El Señor de Samaniego tiene uno de los paladares más exquisitos que conozco! Y no quisiera mi Condesa que el Señor de Samaniego se disgustara.

MARTÍN.-  Pues la profesora tampoco tiene mal saque...

ALDONZA.-  Mucho se fija usted en la profesora.

MARTÍN.-  Es que la profesora enseña tanto...

ALDONZA.-  Como vea yo a la novia que el Señor Martincho tiene en «los Provinsias Vascongados» le voy a contar lo que aprende su prometido en los Madriles...

MARTÍN.-  Aldonsa, el que no es tonto aprende lo que le enseñan...

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ALDONZA.-  Vamos a la cocina, poliki-poliki...

MARTÍN.-  Yo voy donde tú me enseñes, Aldonsa... Que Martincho aprende rápido...

ALDONZA.-  ¡Ahora me sale por esta tangente, Señor Martín!

MARTÍN.-  Es sólo una hipótesis de trabajo.

ALDONZA.-  ¿Y qué quiere aprender conmigo, Martincho? ¿Se puede saber?

MARTÍN.-  Alguna que otra teoría. ¡Sólo teoría! Que el saber no ocupa lugar. Y, además, yo, como conoses, no estoy, aquí en la capital, para prácticas...

ALDONZA.-  Conque teoría...

MARTÍN.-  Aunque, Aldonsa, eso de la teoría en Madrid parece ser ley general, no sólo mía. Pues otros paisanos, que no tienen novia en los Provinsias Vascongados, me han dicho que aquí, en la Villa y Corte, las mujeres más que físicas... son filósofas.

ALDONZA.-   (Ajustándose el corpiño y realzando sus pechos.)  ¿Me ve usted muy filósofa, Señor Martincho?

MARTÍN.-  Yo te veo muy, pero que muy, física...

ALDONZA.-  Pues déjese de dialécticas y venga conmigo a mi... laboratorio.

MARTÍN.-  Hase tiempo que dejé la escuela. No sé como andaré de entendederas...

ALDONZA.-  ¿Está pidiendo árnica, Señor Martincho?  (Sale riendo.) 

MARTÍN.-  ¡Martincho, árnica!  (En complicidad con el público, fanfarroneando.)  ¡Antes, muerto!  (Sale.) 

 

(MACARENA, la hija de la CONDESA, viene del jardín. Le sigue DOÑA JUANA, la institutriz.)

 

MACARENA.-  No, no y no.

DOÑA JUANA.-  ¿No?

MACARENA.-  No.

DOÑA JUANA.-  ¿Estáis segura de que no?

MACARENA.-  Sí.

DOÑA JUANA.-  Mi Señora Macarena, pensad que será irremediable.

MACARENA.-  Soy muy consciente de ello, mi Señora Doña Juana.

DOÑA JUANA.-  Y todo por un hombre.

MACARENA.-  Por un hombre.

DOÑA JUANA.-  Un solo hombre.

MACARENA.-  Uno solo.

DOÑA JUANA.-  Vuestro primer hombre...

MACARENA.-  Un hombre y basta.

DOÑA JUANA.-  Vuestro primer y ... último hombre.

MACARENA.-  ¡Último! Vos lo habéis dicho.

DOÑA JUANA.-  Es locura, mi Señora Macarena.

MACARENA.-  Es desengaño. Que no locura. Porque la vida es engaño, mi Señora Doña Juana.

DOÑA JUANA.-  De ninguna forma estoy de acuerdo con usted. Esto es locura.

MACARENA.-  ¡Desengaño! Vos fuisteis la loca. Seguir viviendo después de que vuestro marido os abandonara...

DOÑA JUANA.-  Señora, mi marido se murió. No es que me abandonara.

MACARENA.-  ¿Estáis segura?

DOÑA JUANA.-  Murió en mis brazos, Señora Macarena. Mientras echábamos... una siesta.

MACARENA.-  Mi Leopoldo también se me fue de mis brazos... Se me fue a América. ¿Podríais decirme dónde está América?

DOÑA JUANA.-  En América, al otro lado del mar. O sea: Madrid, La Mancha, Despeñaperros, Andalucía, Sevilla, Cádiz, agua, agua, agua, y América. No tiene pérdida, Señora Macarena. Se lo digo con conocimiento de causa: Es más peligroso que tu hombre se te vaya al café o a por «La Gaceta», que a América de teniente.

MACARENA.-  Si es que se ha ido por tres años...

DOÑA JUANA.-  Pero a los tres años vos tenéis la seguridad de que volverá a vuestros brazos. Y si se va al café, o a por «La Gaceta», a saber... Que aquí hay mucha lagarta, mientras que a América los hombres van a lo que van: a por galones y a por plata.

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MACARENA.-  ¿Y qué voy a hacer yo en tres años? Para cuando vuelva mi Leopoldo yo seré una vieja. Y él será un apuesto general de treinta años, rico y famoso.

DOÑA JUANA.-  ¿Vuestro Leopoldo es el caballero de ese medallón?

MACARENA.-  ¿Acaso iba a llevar la imagen de otro hombre sobre mi pecho?

DOÑA JUANA.-  Señora, podría ser vuestro padre, o vuestro abuelo... En día y medio que llevo con vos, vuestra melancolía me ha impedido haceros tan indiscreta pregunta.

MACARENA.-   (Poniéndole el medallón delante de los ojos.)  ¿Qué os parece?

DOÑA JUANA.-  ¿Puedo inquirir?

MACARENA.-  Inquiera.

DOÑA JUANA.-  ¿El retrato le hace justicia a vuestro Leopoldo, mi Señora Macarena?

MACARENA.-  Se queda corto, mi señora doña Juana. Alto como una torre, con unos brazos que son alas de ángel, un torso de terciopelo y una cintura de junco; ojos de viento, labios de tormenta, manos de tempestad y...

DOÑA JUANA.-  No sigáis, que imagino el terremoto...

MACARENA.-  ¿Os lo imagináis?

DOÑA JUANA.-  Cual si lo tuviera en frente.

MACARENA.-  Un artista, mi Señora Doña Juana.

DOÑA JUANA.-  ¿Cuántos años tenéis, mi Señora Macarena?

MACARENA.-  Quince, pero para cuando él vuelva tendré lo menos ochenta. Una anciana.

DOÑA JUANA.-  ¿Puedo volver a inquirir?

MACARENA.-  ¿Qué me queréis inquerir?

DOÑA JUANA.-  Toda la verdad.

MACARENA.-  ¿No será demasiado?

DOÑA JUANA.-  ¿Puedo?

MACARENA.-  Intentadlo.

DOÑA JUANA.-   (Resuelta.)  ¿Leopoldo ha sido el primer hombre que os ha abierto el estuche?

MACARENA.-   (Haciéndose la ingenua.)  ¿El estuche?

DOÑA JUANA.-  ¿A qué fingir? Con su llave...

MACARENA.-  Sí.

DOÑA JUANA.-  ¡El primero!

MACARENA.-  Y el último. Mañana entro en clausura.

DOÑA JUANA.-  No me lo digáis, mi Señora Macarena.

MACARENA.-  Os lo digo, mi Señora Doña Juana.

DOÑA JUANA.-  ¿Me volveréis a permitir que inquiera?

MACARENA.-  ¿De nuevo?

DOÑA JUANA.-  Si no llego a conocer el fondo de vuestra enfermedad, mal podré ayudaros.

MACARENA.-  No quiero que me ayudéis, si vuestro único propósito es alejarme de la clausura.

DOÑA JUANA.-  Ese es el propósito de vuestra madre, yo sólo deseo vuestra felicidad.

MACARENA.-  Vana quimera me parece.

DOÑA JUANA.-  La vida es engaño, decíais antes, y yo os lo censuraba. En verdad, en verdad, en verdad..., así entre amigas, os reconoceré que, efectivamente, la vida es engaño, mi Señora Macarena.

MACARENA.-  ¿Verdad que sí?

DOÑA JUANA.-  No lo sabéis bien.

MACARENA.-  ¡Contad, por favor! Sé que tengo en vos a esa amiga, más que a una superiora. ¡Contad!

DOÑA JUANA.-  No puedo...  (Pausa.)  ¡Estáis al borde del abismo!

MACARENA.-  ¿Lo creéis así? ¿No estaré ya en el mismísimo abismo?

DOÑA JUANA.-  ¡Debo inquirir! ¡Os lo había solicitado!

MACARENA.-  Inquerid lo que gustéis...

DOÑA JUANA.-  ¿Cómo fue?

MACARENA.-  ¿Cómo fue qué?

DOÑA JUANA.-  El abismo.

MACARENA.-  ¿El abismo?

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DOÑA JUANA.-  El asalto, el abordaje..., vuestra rendición. Lo del estuche, vamos.

MACARENA.-  Primero, se resistió la cerradura...

DOÑA JUANA.-  ¿Y luego?

MACARENA.-  Luego, la llave. Por el tamaño.

DOÑA JUANA.-  ¿Muy grande?

MACARENA.-  De catedral, mi señora doña Juana.

DOÑA JUANA.-  ¿Y cómo se resolvió el atasco?

MACARENA.-  Con aceite, mi señora.

DOÑA JUANA.-  ¿Con aceite?

MACARENA.-  Una nodriza tuve, de Jaén para más cuento, que todas las cuitas las solucionaba con aceite: una quemadura, la arruga del cutis o el ruido de un gozne; la fritura de un huevo, la lámpara de San Antonio o el cerrojo de la puerta...

DOÑA JUANA.-  O del estuche...

MACARENA.-  No pensé en estuches, mi señora doña Juana, que en tanto no tengo mis tesoros. Pensé en puertas, por la prisa que había el peregrino y por cómo golpeaba la aldaba en los mis quicios, y, pues a mano tenía un candil, apagando la bujía, lubriqué a conciencia -él me ayudó-, con pausa, que el aceite quemaba, el ojo de la tal cerradura, y aún la llave...

DOÑA JUANA.-  ¿Y dio resultado?

MACARENA.-  Con el masaje animose el asaltante, a más de la asaltada. De tal forma y manera que al tercer embate el camino quedó franco. ¿Qué digo franco? Ligero como tobogán de feria. Y allí estuvimos, en el juguete, que se nos fue la noche y se nos vino el día. Luego, sin más ni más, el pirata se me huyó para la América. Y tuve que resolver entrar en la clausura, mi señora doña Juana. ¡Mi primer hombre!

DOÑA JUANA.-  El tal Leopoldo.

MACARENA.-  Leopoldo.

DOÑA JUANA.-  Un castigador.

MACARENA.-  ¡Un castigador!

DOÑA JUANA.-  ¡Feroz desastre!

MACARENA.-  ...maltratome, engañome y defraudome.

DOÑA JUANA.-  ¿Maltratole?

MACARENA.-  Maltratome al marcharse y dejarme con la miel en los labios.

DOÑA JUANA.-  ¿Engañole?

MACARENA.-  Engañome al no decirme antes de la oración que fugarse iba con el santo y la limosna.

DOÑA JUANA.-  ¿Y defraudole?

MACARENA.-  Y defraudome, en fin, que dudas me quedaron con su deserción del aguante de su varonía.

DOÑA JUANA.-  ¿No lo habréis asustado?

MACARENA.-  Ahora que lo decís...

DOÑA JUANA.-  Que a los más de los hombres, en el momento de la verdad, todo se les va en salvas... ¿No sería virgen?

MACARENA.-  ¿El teniente? Ahora que lo decís...

DOÑA JUANA.-  O apañado. Que entre el rigor de las inquisiciones y la soledad de los cuarteles, los tercios mermados los tenemos de opositores, compañera...

MACARENA.-  Ahora que lo decís... Que torcer le tuve la querencia al enemigo. Pues por popa quísome en un momento tomar la nave el muy tunante...

DOÑA JUANA.-  ¡El muy tunante!

MACARENA.-  Y no me negué, pues he aprendido que en la variación está el gusto.

DOÑA JUANA.-  ¡Mesalina! ¿Qué os he de enseñar yo, señora novicia, señora catedrática, señora rectora de esta Complutense?

MACARENA.-  Pero, en cuanto pude, por derecho le llevé, aunque él no dejase nunca de buscar la retaguardia.

DOÑA JUANA.-  Así que medio virgen nos resultó el Leopoldo.

MACARENA.-  ¿Y os extraña que me desespere, aflija, llore y quiera el convento por morada?

DOÑA JUANA.-  No todos los hombres son como Leopoldo. Os lo digo yo que más corrida me hallo, aquí donde me veis, que podenca de cazador. No hay que desesperar, mi Señora Macarena, que joven sois y oportunidad tenéis de alcanzar el Olimpo, aunque os vaya a resultar difícil encontrar en este siglo XVIII de nuestros pecados un varón, que a más de sello y particallo, fiel como perro a la mujer sea, honrado en haceres y deshaceres, a más de dotado   —112→   por el Altísimo con unos atributos que hagan a la mujer, siempre voluble por gusto y por deseo, no distraerse con otras municiones que las de su despensa.

MACARENA.-  Imposibles pedís a la natura, mi Señora Doña Juana. No estoy yo para soportar tanta inclemencia. Mi madre os lo dirá: mal lo suponía yo con los varones y, después de esta pendencia del teniente, peor aún lo considero. No me veo, mi señora, en otro marquesado que el del claustro.

DOÑA JUANA.-  ¡Señora Macarena!

MACARENA.-  ¡Decid!

DOÑA JUANA.-  Ello suponiendo que el teniente no os haya en la batalla embarazado.

MACARENA.-  Ojalá, pues más razones habría entonces para el apartamiento una vez que el polizón desembarcado hubiera. Pero no será así, que, advertida, a Leopoldo orden le di de que, cada vez que estuviera cumplida mi demanda, tras toser en la casa, en la calle escupiera, y él, muy disciplinado como orgulloso militar español, acató el acuerdo y respetó el pacto las quince veces que, cumpliéndome, más o menos adecuadamente, le vino la imparable.

DOÑA JUANA.-  ¿Quince, quince decís, quince?

MACARENA.-  Quince. ¡Ni una más! Que al artillero cuando íbamos por esa cuenta se le mojó la pólvora. Sólo quince.

DOÑA JUANA.-  ¿Y os parecen pocas?

MACARENA.-  Lo que os digo es que allí me dejó, desconsolada, y que fuese a América, en vez de llegar al dieciséis, o de doblar la oferta, que hubiera sido lo patriótico.

DOÑA JUANA.-  ¿No dijisteis que aún quería retaguardia?

MACARENA.-  Al llegar en la operación a ese sumando que os digo, el pobre Leopoldo no sabía ni orientarse, mi Señora Doña Juana, que lo mismo dábale la retaguardia que la vanguardia, que el norte, el sur, el este o el oeste, el levante que el poniente. Sólo la huida buscaba el desertor. Y fuese a América como alma que lleva el diablo. Y yo al convento me voy, mi Señora Doña Juana, que no me puedo contener más la mi congoja.

DOÑA JUANA.-  Me acabaréis convenciendo con vuestros lloros, mi Señora Macarena. Pese a que, después de la crónica que me habéis hecho de los quince estornudos, yo en vuestro lugar y con ese apetito que tenéis en la entretela, no es que me negara a esperar tres años al milico, es que ahora mismo me iría a América a por él, y a la misma Asia, y aún a la Australia. ¡Ay, Leopoldo! No te conozco y ya te tengo en mi mollera... ¡Leopoldo!

MACARENA.-  No nombréis a ese demonio, mi Señora Doña Juana. Y no quiero oíros más. A la capilla de esta quinta me voy ahora mismo a hallar consuelo para que no me recordéis el infortunio.

DOÑA JUANA.-  Vuestra madre está al llegar. ¿Qué le diré?

MACARENA.-  Que su hija, mañana en la mañana, con los maitines, se va al convento.

DOÑA JUANA.-  ¡Qué ganas de madrugar!

MACARENA.-  Ya se lo dijo Cristo a judas: «Lo que has de hacer hazlo cuanto antes».

DOÑA JUANA.-  No sois judas.

MACARENA.-  Pero sí una pecadora que requiere el perdón, la paz y la clausura.

DOÑA JUANA.-  ¡Qué juventud más radical!  (Rápidamente.)  ¿Y, hablando de perdones, antes de meteros entre rejas, no os vendríais conmigo a Roma, a ver al Papa y su bendición recibir?

MACARENA.-  ¿La bendición del Papa?

DOÑA JUANA.-  A ver al Papa, recibir su bendición..., y a otros afanes. ¡Ya que estaremos en Roma!

MACARENA.-  ¿Otros afanes, decís?

DOÑA JUANA.-  Romano era mi marido, que Dios guarde, y su badajo ya ni recuerdo la de campanadas que daba en cada toque. Seguro que en Roma encontráis un campanero que compita con vuestro sacristán de los quince repiques.

MACARENA.-  Demonia, Lucifera, Satanasa... Decidle a mi madre que no impida que su bien amada hija tome los hábitos, pues si lo hace me verá muerta por un veneno que entre mis pechos guardo para la ocasión.  (Sale.) 

DOÑA JUANA.-  ¡Un veneno entre los pechos! Romántica se ha puesto la mocita, aunque tiempo queda para que el Tenorio salte a escena. En este país hay demasiada Doña Inés y demasiado convento. ¡Cómo no ha de haber tenorios!

 

(Entran la CONDESA y ALDONZA.)

 

CONDESA.-   (A ALDONZA.)  Que el Señor Martincho ayude al cochero a desatar las caballerías. Que coman y descansen, que esta noche quiero volver a Madrid.

ALDONZA.-  Sí, Señora. ¿Los invitados, cuántos serán por fin?

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CONDESA.-   (Llevará un abanico que utilizará hasta dejarlo sobre algún mueble.)  Buenas tardes, Señora Doña Juana.

DOÑA JUANA.-  Señora Condesa...

CONDESA.-  Serán tres, varones. Prepara los aposentos, por si quieren refrescarse antes de su regreso.

ALDONZA.-  ¿Algo más?

CONDESA.-  Estate atenta, que no tardarán. En cuanto lleguen les pasas aquí. Y la merienda, que ya estará...

ALDONZA.-  En su punto y hora, Señora...

CONDESA.-  ...la vais poniendo, el Señor Martincho y tú, en el jardín. Por cierto, ¿el Señor Martincho se va adaptando a la Corte?

ALDONZA.-  Poliki, poliki... Que dice él. Que no sé qué hacer para que olvide, al menos mientras está en la capital, a su novia de «los Provincias Vascongados»...  (Se va, mientras ríen las tres.) 

CONDESA.-  Bueno, ¿qué tal el contencioso?

DOÑA JUANA.-  La cosa madura, Señora Condesa. Pero con lentitud.

CONDESA.-  Poliki, poliki...

DOÑA JUANA.-  Poco a poco, sí. Que la niña, en ingenuidad, candor y decencia, por su virtud, a vos habrá salido...

CONDESA.-  ¿Lo creéis así, amiga?

DOÑA JUANA.-  Cupido ha herido su alma cándida y víctima es de sus flechas.

CONDESA.-  Ya me dijeron de vuestras dotes para la docencia, pero sorprendido me habéis en agudeza.

DOÑA JUANA.-  ¡No digáis...! El caso es que tan defraudada está de su amor que difícil será el apartarla de su deseo de entregarse a Dios.

CONDESA.-  En tales estamos.

DOÑA JUANA.-  En tales.

CONDESA.-  Mal veo vuestros mil reales...

DOÑA JUANA.-  ¡Todavía no está en el convento!

CONDESA.-  Tiene razón el fabulista: hay que educar a las muchachas más allá de César y «La Guerra de las Galias», que con tanto latín, en cuanto las embarazan, o en cuanto no las embarazan, sólo piensan en coros y claustros.

DOÑA JUANA.-  Mal está esa geometría, desde luego.

CONDESA.-  Y, peor, vuestros mil reales...

DOÑA JUANA.-  Mal están, sí. Pero no del todo perdidos. Que la niña oratoria sabe, pero sólo se ha dado a la demagogia con un fraile... Y solamente conoce de la misa la media.

CONDESA.-  Y así pasa lo que pasa.

DOÑA JUANA.-  Que quiere ser monaguilla de un sólo cura...

CONDESA.-  ¿Y si el fraile se va, qué pasa?

DOÑA JUANA.-  Que a las mujeres, al fin, nos faltan argumentos...

CONDESA.-  O te enclaustras o te casan, no hay más teatro.

DOÑA JUANA.-  Si es el convento, el cerrojo está echado.

CONDESA.-  Y si te casan, generalmente, también. Que a mí, con trece años me casaron con el Conde, que Dios tenga en su gloria, y en dos lustros que me duró el inquilino, hasta que cumplió los noventa, vaya purgatorio. Hasta llegué a pensar que me enterraba, el inquilino. Y, ahora, ya voy por el quinto año de luto, del inquilino... Y me temo lo peor, si es que antes algún bizarrón no me quita este hábito de viuda, para cuando me llegue el alivio...

DOÑA JUANA.-  Pero hay alivios oficiales y alivios reales...

CONDESA.-  Para la burguesía, hija...

DOÑA JUANA.-  Yo, al quinto año...

CONDESA.-  Las burguesas lo tenéis mejor que las nobles.

DOÑA JUANA.-  De todas maneras, le echo de menos a mi marido.

CONDESA.-  Con todo, yo también. Que más sabía el diablo por viejo que por diablo...

DOÑA JUANA.-  El inquilino...

CONDESA.-  El inquilino.

DOÑA JUANA.-  A mí se me fue a la hora de la siesta el muy canónigo...

CONDESA.-  Como el mío, después del atracón...

DOÑA JUANA.-  Unos ingratos...

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CONDESA.-  Que te dejan con la miel en los labios...

DOÑA JUANA.-  Si es que cuando se casan están ya para sopas...

CONDESA.-  Por eso, ¡educación! Comenzando por las mujeres. Que somos las únicas que podemos poner orden en este Monipodio.

DOÑA JUANA.-  Y eso quiere el fabulista.

CONDESA.-  Exactamente eso. Eso quiere...

DOÑA JUANA.-  El fabulista.

CONDESA.-  ¡Ay! ¡El fabulista!

DOÑA JUANA.-  Espíritu ilustrado el de ese alavés.

CONDESA.-  Todo un patricio. Este sí que sí. Estudió en Francia y ello es un punto en esta España austriaca y bereber.

DOÑA JUANA.-  ¿Tales proclamas?

CONDESA.-  Austriaca por lo guerrera y bereber por lo mora, que así estos centuriones nos tienen con la pata quebrada y en casa.

DOÑA JUANA.-  ¿Sabe lo que le digo, querida Condesa?

CONDESA.-  Diga, amiga Doña Juana.

DOÑA JUANA.-  Que milagro será que los Borbones hagan carrera en este zoco de soldados.

CONDESA.-  ¿Pues sabe lo que la digo yo, querida Doña Juana?

DOÑA JUANA.-  La escucho.

CONDESA.-  Estos Borbones van a ser, en cuatro días, más españoles que Santiago. ¿Qué digo que Santiago? Que el caballo de Santiago.

DOÑA JUANA.-  Mala cosa. Seguro que se les pega más lo malo que lo bueno.

CONDESA.-  El Rey quiere que Madrid sea comparable a París. Fuentes, palacios, corte. Flores, perfumes, amor.

DOÑA JUANA.-  Una flor no hace verano...

CONDESA.-  Todo ha de llegar. ¿No tenemos aquí ya al fabulista?

DOÑA JUANA.-  ¿Es apuesto?

CONDESA.-  Es menudo, pero tiene un alma de oro...

DOÑA JUANA.-  ¡Menudo! O sea..., del montón.

CONDESA.-  La intención es buena.

DOÑA JUANA.-  ¿Con la intención, basta?

CONDESA.-  Por ahora, querida. Es amigo del reverendo Don Benitúa, mi capellán. De ahí el conocimiento. Lo demás, todo ha de andarse.

DOÑA JUANA.-  Su capellán... Ese sí que sí, y que sí. No sé como se meten algunos en religión siendo como son.

CONDESA.-  ¿Y cómo son?

DOÑA JUANA.-  ¡Tan hombres!

CONDESA.-  ¿De forma que Don Félix, mi fabulista, no os convence?

DOÑA JUANA.-  Habrá que ver a Don Félix, el fabulista...

CONDESA.-  Chiquito, pero matón...

DOÑA JUANA.-  ¿Matón, matón?

CONDESA.-  ¡Matón!

DOÑA JUANA.-  ¡El muy tunante!

CONDESA.-  ¡Ay!

DOÑA JUANA.-  Pero vuestro capellán bebe los vientos por vos...

CONDESA.-  Un pesado... ¡Y un absolutista! Don Félix es un liberal. Don Benitúa todo lo que tiene de hombrachón, que ya es, lo tiene de absolutista.

DOÑA JUANA.-  ¿Todo?

CONDESA.-  Señora doña Juana: los pequeños, luego, son los que mejor resultan. No se engañe.

DOÑA JUANA.-  No se le irá la fuerza por la boca...

CONDESA.-  Eso al predicador..

DOÑA JUANA.-  El caso es que Don Félix...

CONDESA.-  Don Félix...

DOÑA JUANA.-  ¿Qué os propone?

CONDESA.-  Es lo malo, amiga, no me propone nada.

DOÑA JUANA.-  Me refería al proyecto que ha sometido a vuestra consideración y para el que queréis cuente con mi humilde colaboración de bachillera.

  —115→  

CONDESA.-  ¡Mon Dieu! ¡Claro, amiga Doña Juana! Quiere, a la manera del Colegio de Nobles que en su patria existe, en Vergara, abrir otro, éste de Señoritas, también por allí. Pero no desea monja para rectora, que el fabulista es liberal, como os decía, y yo he pensado en vos.

DOÑA JUANA.-  ¿La pretensión?

CONDESA.-  La que decimos. Educar a las jóvenes a ser mujeres dignas del aprecio, no sólo de la sujeción y el yugo, del varón. Que puedan debatir con el marido a la mesa los problemas del siglo.

DOÑA JUANA.-  El caso es que ya podemos. Pero se nos niega.

CONDESA.-  Por eso, lo del título. Que no es lo mismo una mujer con dama de compañía que con libro de la sabiduría, birrete, guantes, anillo, toga y orla. Y para ello quiere que una mujer civil, pero leída y escribida; doctora, en fin, dirija la institución. Y yo de inmediato pensé en vos, para echarle una mano al fabulista.

DOÑA JUANA.-  Y me lo trae aquí.

CONDESA.-  ¡Qué mejor sitio! Cuando la primavera nos regala con su polen...

DOÑA JUANA.-  ¿Y su hija?

CONDESA.-  Pienso que compatibles serán las dos demandas.

DOÑA JUANA.-  Pero la una tras arreglar la otra.

CONDESA.-  No creo que vaya a ser de otra manera. Los mil reales, primero, y el empleo, después.

DOÑA JUANA.-  Está bien.

CONDESA.-  ¿Necesitáis ayuda para la misión?

DOÑA JUANA.-  ¿Un ayudante así como... vuestro capellán?

CONDESA.-  No se trata de desnudar a un santo para vestir a otro...

DOÑA JUANA.-  ¿Desnudar al capellán?

CONDESA.-  ¡En qué estaremos pensando...!

 

(Entra MACARENA.)

 

MACARENA.-  Madre, madre, madre. Creo que tengo la solución. Me iré a Oriente...

CONDESA.-  Al Palacio de Oriente...

MACARENA.-  No, a la China...

CONDESA.-  Tan lejos...

MACARENA.-  A salvar infieles...

CONDESA.-    (A DOÑA JUANA.)  Esto, querida amiga, está más verde de lo que yo me pensaba.

 

(Ruidos en el exterior.)

 

DOÑA JUANA.-  Parece que llegan vuestros invitados.

MACARENA.-  Voyme.

CONDESA.-  Quédate, no me desairéis.

DOÑA JUANA.-  La mocita es rebelde.

CONDESA.-  Hasta que encuentre la horma de su zapato.

 

(ALDONZA abre la puerta y entra.)

 

ALDONZA.-  Señora Condesa, Su Reverencia Don BENITÚA y sus amigos han llegado.

CONDESA.-  Que pasen, Aldonza, sin demora.

 

(Se retira la criada y van entrando los tres hombres: BENITÚA, DON FÉLIX MARÍA DE SAMANIEGO y su sobrino DON JOSÉ MARÍA.)

 

BENITÚA.-  ¡Señoras! Dios sea en esta casa.

CONDESA.-  Sea. Gracias, Reverendo, por atender mi petición.

BENITÚA.-  ¡Oh! Señora Condesa, qué no haré por usted en mi ministerio... Sabéis que podéis contar con este vuestro humilde, atento y seguro servidor, que besa vuestra mano...

CONDESA.-  Permitidme que bese yo la vuestra, Reverendo.

BENITÚA.-  ¡Hija!

CONDESA.-  Don Félix...

SAMANIEGO.-  Señora...

CONDESA.-  Bienvenido seáis, Señor de Samaniego, a esta vuestra quinta. Seguro que aquí tendréis más sosiego que en el ajetreado Madrid. Mi señora hija, Doña Macarena, Condesa de Alvar Fernández...

SAMANIEGO.-  ¡Oh! Esta es la grácil criatura que es vuestra hija Macarena. Nunca imaginármela pude con tales dotes, gracias y venturas. ¡Qué parisién en su estilo, que castellana en su trato, que divina en fermosura! Una flor entre flores. Un lirio entre lirios. Ángel entre los ángeles. ¿Diablesa entre los demonios?

  —116→  

CONDESA.-  Y tenéis ante vos a la madama de vuestra utopía, Doña Juana.

SAMANIEGO.-  Muy bien.

DOÑA JUANA.-  ¿Sólo muy bien?

DON JOSÉ MARÍA.-  Una gran madama.

CONDESA.-   (Que se ha fijado en el muchacho.)  ¿Una gran madama?

DOÑA JUANA.-   (A SAMANIEGO.)  La Señora Condesa me ha hablado de vuestras intenciones...

SAMANIEGO.-  Tiempo habrá para hablar de negocios, ¿verdad, Condesa? Este es mi sobrino, Don José María. Está, de alférez, en Oriente...

MACARENA.-  ¡En Oriente!

SAMANIEGO.-  En Palacio.

CONDESA.-  No en las Chinas...

DON JOSÉ MARÍA.-  Señora Condesa, no en las Chinas, desde luego... Condesa de Alvar Fernández, Doña Juana... ¡Doña Juana!

CONDESA.-  Doña Juana... ¡Doña Juana!

DON JOSÉ MARÍA.-   (A DOÑA JUANA.)  Os he visto en la Corte, en algún salón, en alguna tertulia, en alguna merienda... No, no os puedo haber visto, me acordaría de cada trazo de vuestro atuendo, de vuestros gestos, de ese talle... ¡Qué... talle! ¡Qué privilegio! Os debo haber soñado.

DOÑA JUANA.-  Eso será, Señor.

SAMANIEGO.-    (Al público.)  Mi sobrino bebe los vientos por la maestra.

BENITÚA.-   (En un aparte.) Señora Condesa, observo que la primavera ha hecho realzar vuestros encantos sobremanera. Pero, ¿no sería conveniente que os recatarais ante las miradas indiscretas?

CONDESA.-  ¿Miradas indiscretas de quién?

BENITÚA.-  De este débil clérigo, Señora. La carne es débil.

CONDESA.-  ¿Vos me hablabais de la influencia de la primavera?

SAMANIEGO.-    (Al público.) El cura no se apartará, ocurra lo que ocurra, del bolsillo  (Hace el gesto del dinero con la mano.)  de la Condesa.

CONDESA.-  Macarena.

SAMANIEGO.-  ¡Macarena!

MACARENA.-  ¡Qué queréis, madre!

CONDESA.-  El Reverendo quiere hablaros de los chinos, hija.

BENITÚA.-  ¿De los chinos?

CONDESA.-  De las misiones.

MACARENA.-  Habladme, habladme... Fascinadme. Aquel mundo. Aquellas gentes. ¿Sabéis que os veo hoy muy hermoso?

BENITÚA.-  ¿Muy hermoso?

MACARENA.-  Mucho, ¿verdad fabulista?

SAMANIEGO.-   (Al público.)  Y este pobre fabulista, que estando en la corte tiene a su legítima tan lejos, allá en su provincia, como quien dice en las antípodas...; este pobre fabulista se ha dejado perder por la criatura virginal que el respetable ve, mira y admira, mejor que yo. ¿Criatura virginal? No nos entretengamos en metafísicas. ¡Viva Descartes! Veo, luego existo. Además, la ninfa me ha mirado de una forma...

DOÑA JUANA.-   (Al publico.)  La suerte está echada. El único que vale la pena aquí es el clérigo...

MACARENA.-  Señor Alférez...

DON JOSÉ MARÍA.-    (Mirando a DOÑA JUANA.)  Señora...

CONDESA.-  Señor Fabulista...

SAMANIEGO.-   (Sin dejar de mirar a la niña.)  Señora...

DOÑA JUANA.-  Una no está para dar el biberón a los bebés.

MACARENA.-  ¡Ay!

CONDESA.-  ¡Ay!

DOÑA JUANA.-    (Al público, otra vez.) Decía que el único que sabe de qué va esto -de casta le viene al galgo- es el cura, que, por otra parte, quiere embaucar a la Condesa, y poco futuro o ninguno ve en esta bachillera... Con la Iglesia hemos topado. ¿Y si pusiera en su conocimiento que soy licenciada, y aún doctora? No hemos de asustar al pretendido, pues de esa forma difícilmente se convierta en pretendiente. El fabulista ve en Macarena su virgen adorable. Pero él, como todo hombre, es una veleta dispuesto a girar por el soplo de cualquier mujer... No me ha recibido bien y se va a encontrar con alguna moraleja   —117→   que no espera... En este primer reparto, a mí me ha tocado el soldado, que no ha visto, ni mucho menos mirado, hasta esta tarde unas tetas como Dios manda... Visto.

CONDESA.-  Estos hombres se equivocan siempre. Don Félix, estad atento a los dones que la naturaleza os da.

SAMANIEGO.-  Seguiré vuestro sabio consejo a pies juntillas. ¿Verdad, Señora Macarena? ¿Conocéis, por cierto, una fábula...?

MACARENA.-    (Saliendo despavorida.)  No estoy para fábulas. Mi destino es Oriente. La conversión de los infieles.

DOÑA JUANA.-  Voy tras ella, no vaya a hacer una barbaridad.

BENITÚA.-  Vaya, vaya.

DOÑA JUANA.-  ¿Le parece bien, verdad?

BENITÚA.-  Imprescindible.  (Sale DOÑA JUANA.) 

CONDESA.-  Este es el caso, fabulista, este es el caso señores míos, aquí tenemos el ejemplo: nos han educado tan mal a las mujeres que penamos por amor, desde nuestra más tierna infancia hasta nuestra más frondosa madurez. Lo que venimos hablando en estas últimas jornadas entre nosotros... Por eso, vuestro colegio es urgente. Para que las mujeres podamos estar a la altura de los hombres, de los sabios, de los ingenios como vos.

BENITÚA.-  La Señora Condesa se infravalora e infravalora a su género. No hay más que escucharle a usted para saber que dentro de la religión de nuestra Santa Madre la Iglesia ha crecido un talento como el suyo.

SAMANIEGO.-   (Que se acerca a la CONDESA meloso.)  Yo estoy con la Condesa, que es caso excepcional. No hay más que oírla y verla.

CONDESA.-   (Acercándose, coqueta, a DON JOSÉ MARÍA.)  ¿Y usted qué piensa, buen mozo?

DON JOSÉ MARÍA.-    (Mirándole, turbado, el escote, no tan provocativo como el de DOÑA JUANA, pero generoso también.)  Señora Condesa, yo hace cuatro días que paro en la Corte y todavía no me he apercibido bien de la situación. Sí pienso que en Francia, donde he estudiado, las mujeres conversan más y aquí no se pierden en debates.

CONDESA.-  Y, a usted, eso le agrada, ¿no?

DON JOSÉ MARÍA.-  Sobre todo, si no se tiene mucho que decir. Que no es su caso de usted, diría yo.

CONDESA.-  ¿Diría usted...? Don Félix, tiene usted un sobrino muy inteligente.

SAMANIEGO.-  Así es, Condesa.

CONDESA.-  ¿No le parece, Reverendo?

BENITÚA.-  Hay que dejar crecer al árbol para conocer sus frutos...

CONDESA.-  ¿Le queda mucho por crecer al Alférez?

 

(DOÑA JUANA, aparece en escena, cerrando la puerta tras de sí.)

 

DOÑA JUANA.-  Señora Condesa, Señores: la niña no se encuentra bien.

SAMANIEGO.-  ¿Podría yo aliviarla en algo?

DOÑA JUANA.-   (Que se acerca «peligrosamente» al fabulista.) Me temo que no.

SAMANIEGO.-  ¿Qué le pasa?

DOÑA JUANA.-  Requiere el auxilio espiritual del Reverendo.

SAMANIEGO.-  Lo dicho, es un ángel. Le acompañaré, Reverendo.

DOÑA JUANA.-  A solas, quiere hablar a solas con el Reverendo.

SAMANIEGO.-  ¿A solas?

DOÑA JUANA.-  En confesión.

SAMANIEGO.-  Ángel mío.

BENITÚA.-  Voy a cumplir con mi deber.

CONDESA.-  Vaya y no sea muy cruel con ella.

BENITÚA.-  Espero que no sea ella muy cruel conmigo. ¡Esta juventud da de vez en cuando unas sorpresas!

SAMANIEGO.-  ¡Angelito!

DOÑA JUANA.-  ¿Verdad?

CONDESA.-  Don Félix, Don José María, he dicho que nos preparen la merienda en el jardín. Si les parece, les enseño unas rosas y luego... Señora Doña Juana, ¿nos acompañará usted?

DOÑA JUANA.-  Querría ponerle en antecedentes al Reverendo y luego conducirle al aposento de Doña Macarena. Después iré con ustedes. Me apasiona el proyecto de Don Félix María. Me apasiona esa fuerza interna que transmite Don Félix María.

  —118→  

SAMANIEGO.-  ¿No necesitaría ayuda con la pequeña, tan frágil?

DON JOSÉ MARÍA.-  ¿Y usted, Doña Juana, no requeriría de mis servicios?

CONDESA.-   (Cogiéndolos del brazo y saliendo con ellos hacia el jardín.)  ¡Qué remolones les veo a mis huéspedes! Don Félix María, Don José María, que me tienen ustedes que desvelar muchos de esos conceptos que han asimilado en la Francia...

 

(Salen.)

 

DOÑA JUANA.-    (Acercándose extremadamente al cura.)  Reverendo, la pequeña tiene mal de amores. Y quiere entrar en religión. ¿Qué le parece?

BENITÚA.-  Los caminos del Señor son...

DOÑA JUANA.-  La niña no va a entrar en religión. Me van mil reales en la contienda. Si no entra, la mitad para vos y la mitad para mí.

BENITÚA.-  ¿Qué me dice, hermana?

DOÑA JUANA.-  Lo que oye.

BENITÚA.-  No puedo, de ninguna forma, aceptar vuestra oferta.

DOÑA JUANA.-  ¿No? ¿Estáis seguro, Reverencia?

BENITÚA.-  Dudáis de mi palabra.

DOÑA JUANA.-  La niña, Doña Macarena, la condesita, está enamorada de un muchacho que se ha ido a América a conseguir galones. Y por eso quiere entrar en el convento. ¿Le parece razonable?

BENITÚA.-  Dios escribe derecho sobre renglones torcidos...

DOÑA JUANA.-  Esa niña sabe casi más de la vida que yo, y no digo tanto como usted por no ofender a su honor de usted, ni a su sapiencia...

BENITÚA.-  Pero si es una niña...

DOÑA JUANA.-    (Más cerca del cura.)  Sabe más que yo...

BENITÚA.-  ¿No tengo salida?

DOÑA JUANA.-  ¿Como se le ocurrió a usted, con esa planta, meterse cura?

BENITÚA.-  Un desengaño de juventud.

DOÑA JUANA.-  ¿Y por eso tomó los hábitos?

BENITÚA.-  Además, la Inquisición...

DOÑA JUANA.-  La Inquisición...

BENITÚA.-  Me empezaron a perseguir.

DOÑA JUANA.-    (Muy cerca de él.)  No me extraña que le persiguieran...

 

(Desde fuera se oye a la niña: ¡DOÑA JUANA!)

 

DOÑA JUANA.-   (A BENITÚA.)  ¡La niña! No lo olvide, son mil reales. Y algún que otro proyecto...

MACARENA.-   (Entra.)  Señora Doña Juana, ¡cómo dilatáis mi dolor!

DOÑA JUANA.-  Aquí le tenéis, Señora Macarena, todo para vos.

MACARENA.-   (Mirando fijamente al cura.)  ¡Señora Doña Juana! ¿Sabéis? Es muy cierto lo que me decíais de su Reverencia, y en lo que yo no había reparado. Tal vez por la sotana...

BENITÚA.-  Me ha dicho la Señora Doña Juana, querida Macarena que deseáis hallar consuelo en la palabra. ¿Tal vez en la confesión?

MACARENA.-  Tal vez.

BENITÚA.-  También me ha dicho la Señora Doña Juana que estáis determinada a entrar en el claustro.

MACARENA.-  No os ha mentido...

DOÑA JUANA.-  Me temo que el Reverendo comparte, por poderosas razones, mis criterios respecto a vuestro enclaustramiento.

MACARENA.-  ¿Es algo sobre lo que podría escuchar su consejo en mi celda?

DOÑA JUANA.-  Estamos dispuestos.

MACARENA.-  En confesión.

DOÑA JUANA.-  ¿No deseáis contar con mi consejo?

MACARENA.-  Querría confesarme.

DOÑA JUANA.-  Le confesaréis todo lo que me habéis confesado a mí.

MACARENA.-  Le confesaré incluso todo aquello que no os he confesado a vos.

BENITÚA.-  ¿Me acompañáis a vuestro aposento?

  —119→  

MACARENA.-  Seguidme.  (MACARENA sale y le va a seguir el reverendo.) 

DOÑA JUANA.-   (Sotto voce.)  ¡Suerte, capellán!

BENITÚA.-   (En voz alta, para que le oiga MACARENA desde el exterior.)  Reza por mí, hija.

DON JOSÉ MARÍA.-    (Entra de espaldas y de puntillas en el salón, de forma que tropieza con DOÑA JUANA que se pega un susto formidable.)  ¡Ah, es usted, Doña Juana!

DOÑA JUANA.-  ¿Qué le trae por aquí con tanto sigilo?

DON JOSÉ MARÍA.-  A decir verdad, lo que me distrae del suculento chocolate que esa criada manchega ha preparado, lo que me distrae de las picantes puyas de esta singular Condesa y lo que me distrae de los saberes de mi ingenioso tío es... usted.

DOÑA JUANA.-  ¿Cuánto tiempo lleva en la Corte?

DON JOSÉ MARÍA.-  Tan escaso que no me había permitido encontrarme con sus encantos.

DOÑA JUANA.-  Hace calor en esta primavera madrileña...

DON JOSÉ MARÍA.-  Hay espíritus fríos y espíritus ardientes. Usted debe ser de los segundos.

DOÑA JUANA.-  ¿Y usted?

DON JOSÉ MARÍA.-   Yo soy como ciertos metales, un buen receptor del frío y del calor.

DOÑA JUANA.-  Arriscado le observo tras la pátina ilustrada.

DON JOSÉ MARÍA.-  Da gusto hablar con usted.

DOÑA JUANA.-  ¿Qué quiere de mí?

DON JOSÉ MARÍA.-  Que sea mi amiga.

DOÑA JUANA.-  Sé dónde, para todos, empieza esa palabra. Sé, para mí, dónde acaba. Desconozco dónde puede terminar para usted.

DON JOSÉ MARÍA.-  Para mí, el amor siempre tiene un final.

DOÑA JUANA.-  Feliz.

DON JOSÉ MARÍA.-  Generalmente, respondo bien.

DOÑA JUANA.-  ¿Sólo generalmente?

DON JOSÉ MARÍA.-  No soy un reloj suizo.

DOÑA JUANA.-  ¿De qué me está usted hablando?

DON JOSÉ MARÍA.-  De la amistad, que es como el reloj, como el tiempo, como la vida. La amistad, que puede no acabar ni con la muerte...

DOÑA JUANA.-  Hasta la muerte, pero no más allá, decía un amigo mío al que le gustaba la música callada...

DON JOSÉ MARÍA.-  Incluso, más allá.

DOÑA JUANA.-  ¡Qué romántico!

DON JOSÉ MARÍA.-  Sólo..., práctico. A propósito, ¿no ha visto un abanico por aquí?

DOÑA JUANA.-  Ya empieza a sentir mi calor...

DON JOSÉ MARÍA.-  Todavía no me ha permitido que me acercara a usted.

DOÑA JUANA.-  Ahí está el abanico de la Condesa. ¿Venía a buscarlo de su parte, cuando se ha encontrado conmigo?

DON JOSÉ MARÍA.-   (Tras coger el abanico, y poniéndose frente a ella, junto a ella.)  Quería encontrarme con usted...

DOÑA JUANA.-  No se me acerque tanto que se va a quemar.

DON JOSÉ MARÍA.-    (La besa, primero los pechos y luego los labios.)  ¿Va a ser mi amiga?

 

(Que se ha dejado besar, pone la yema de sus dedos en los labios del alférez, dedos que va bajando hasta llegar a la entrepierna, momento en el que él se retira, como asustado.)

 

DOÑA JUANA.-  ¿Le dan miedo las mujeres?

DON JOSÉ MARÍA.-  No, si son mis amigas.

DOÑA JUANA.-  ¿Y esa retirada?

DON JOSÉ MARÍA.-  Me gusta atacar a mí.

DOÑA JUANA.-  ¿Siempre?

 

(Entra en escena la CONDESA.)

 

CONDESA.-  Don José María, temí que se hubiera perdido.

DON JOSÉ MARÍA.-  Estando al lado de Doña Juana es imposible.

DOÑA JUANA.-  Vino a por su abanico, lo buscó, lo halló y cuando iba a llevárselo, esta bachillera le entretuvo hablándole de la climatología...

  —120→  

DON JOSÉ MARÍA.-  ..., de los metales...

DOÑA JUANA.-  ..., incluso de tácticas guerreras...

CONDESA.-  Para mucho ha dado el aparte...

DON JOSÉ MARÍA.-  Y un problema se nos ha quedado en el aire, pendiente de un sí o un no...

CONDESA.-  ¿Inaplazable?

DON JOSÉ MARÍA.-  Sí.

DOÑA JUANA.-  Don José María es harto impaciente.

CONDESA.-  ¿La solución es urgente?

DON JOSÉ MARÍA.-  No.

DOÑA JUANA.-    (A la CONDESA, que está con cara de pedir explicaciones.)  El Alférez preguntaba si determinado metal, puesto en convulsión, podría amoldarse a merced del fundidor a las apetencias de éste y por un tiempo indeterminado...

CONDESA.-  ¡Qué científicos les veo! ¿Tiene una respuesta?

DOÑA JUANA.-  Esa era la cuestión.

DON JOSÉ MARÍA.-  ¿Usted qué diría?

CONDESA.-  No soy doctora, como Doña Juana, aunque sí curiosa. Y en eso de metales tengo entendido que todo depende más del fundidor que del metal.

DON JOSÉ MARÍA.-  Pienso lo mismo que la Señora Condesa.

DOÑA JUANA.-  No pensaría yo de forma diferente de ustedes, siempre que de un buen fundidor se tratara, que hay por ahí mucho charlatán que, a las primeras de cambio, se aparta del fuego, sin querer entrar a mayores.

CONDESA.-  Yo descartaría esos casos por falta de profesionalidad.

DON JOSÉ MARÍA.-  Yo, también.

DOÑA JUANA.-  ¿Sí?

CONDESA.-  No divague más, mi querida Doña Juana. Que al fabulista le he dejado en solitario. ¿El metal se amolda o no se amolda?

DOÑA JUANA.-  Yo diría que, desde un punto de vista estrictamente científico, la respuesta habría de ser que sí.

DON JOSÉ MARÍA.-  Bien, bien, bien...

DOÑA JUANA.-  Cómo que bien, bien, bien... ¿Le parece mi resolución, desde un punto de vista científico, una frivolidad?

CONDESA.-  Así me gusta, Doña Juana, que las mujeres defendamos nuestras aportaciones a la ciencia y al saber con decisión.

DOÑA JUANA.-  ¿O quiere que vuelva atrás mi decisión?

DON JOSÉ MARÍA.-  No, de ninguna manera.

CONDESA.-  ¡No sería científico!

DON JOSÉ MARÍA.-  Desde luego.

DOÑA JUANA.-  No sé. Uno de los principios que no debe abandonar cualquier razonamiento verdaderamente científico es el de someter toda formulación a la crítica más despiadada. Si después del silogismo, la tesis aguanta, estaremos ante una certeza.

CONDESA.-  ¡Cómo me agrada esa resolución, esa firmeza suya, querida Doña Juana! Y sobre todo para ese proyecto del fabulista del que tan necesitadas estamos tanto las mujeres como los hombres de este país.

DOÑA JUANA.-  Hablando del fabulista, no le estaremos dejando demasiado tiempo en soledad.

CONDESA.-  De seguro, ante nuestra tardanza, alguna historia de hormigas o abejas estará rumiando.

DON JOSÉ MARÍA.-  Y la deliciosa merienda espera...

DOÑA JUANA.-  Falta el clérigo.

CONDESA.-  Está ocupado en el alimento de las almas... Vayamos.  (Ya fuera.)  Don Félix María...

 

(Antes de salir, DOÑA JUANA y DON JOSÉ MARÍA.)

 

DOÑA JUANA.-  Estará contento.

DON JOSÉ MARÍA.-  Claro que sí, amiga mía. No se arrepentirá de contar con mi amistad.

DOÑA JUANA.-  Ya veremos.

DON JOSÉ MARÍA.-  Le tengo que pedir, como amiga, un favor.

DOÑA JUANA.-  ¿Como amiga?

DON JOSÉ MARÍA.-  Estrictamente. Lo constatará en cuanto se lo diga.

DOÑA JUANA.-  Dígamelo, para que constate...

  —121→  

DON JOSÉ MARÍA.-  Quiero casarme con usted. Esos pechos...

DOÑA JUANA.-  Eso queremos...

DON JOSÉ MARÍA.-  No sólo eso... ¿Constata?

DOÑA JUANA.-  Constato.

LA CONDESA.-    (Desde fuera.)  Don José María, Doña Juana, el chocolate está estupendo, y no digamos los picatostes. Además, Don Félix María quiere leernos una fábula.

DOÑA JUANA.-  ¿Vamos a mojar?

DON JOSÉ MARÍA.-  ¿Adónde?

DOÑA JUANA.-  Al jardín, los churros, en el chocolate.

DON JOSÉ MARÍA.-  ¿Y la forja y el fuego, para cuándo los dejamos?

DOÑA JUANA.-  Este sería un buen momento, si no se estuviera enfriando el chocolate...

DON JOSÉ MARÍA.-  ¿El chocolate?

CONDESA.-    (Desde fuera.)  Que se enfría el chocolate...

DOÑA JUANA.-  Ya lo oye, se enfría el chocolate...

DON JOSÉ MARÍA.-  El chocolate...

 

(Salen DOÑA JUANA y DON JOSÉ MARÍA. Cuando el clérigo entra con MACARENA.)

 

BENITÚA.-  Alabado sea el cielo, que ha permitido que este pecador se encuentre con un alma pura, inmaculada y cristalina como las aguas de los arroyos.  (Le busca tras la puerta.)  Ven aquí, ángel mío, que nadie ha de perturbar tu decisión en la que te acompañaré como un lazarillo, como un siervo, como un esclavo.

MACARENA.-    (Asustada.)  Señor, yo no podría permitir que vos, un egregio pastor de la iglesia, próximo obispo de la catolicidad según mi santa madre, dejéis vuestra labor en esta España maniquea que tanto necesita de mentes como la vuestra y me acompañéis en mi decisión misionera para convertir infieles en China.

BENITÚA.-  Has escogido la mejor parte y yo te sigo. Olvidemos el obispado, las pompas y vanidades, hasta los mil reales de Doña Juana...

MACARENA.-  ¿Qué mil reales?

BENITÚA.-  Bueno, quinientos... Dinero, inmundicia, perdición. Yo te sigo.

MACARENA.-  ¿Pero dónde voy con usted, Reverendo?

BENITÚA.-  A China.

MACARENA.-   ¡Ohhhh! Me siento desfallecer.

BENITÚA.-  ¡Socorro! ¡Socorro! ¡La niña se ha desmayado!

 

(Entran todos de forma aparatosa, los que están dentro de la casa y los que están fuera.)

 

DON JOSÉ MARÍA.-  ¿Qué ha ocurrido, Reverendo?

BENITÚA.-  Gajes del oficio.

DOÑA JUANA.-   ¿Cómo van los mil reales?

BENITÚA.-  Vuelan...

ALDONZA.-  No se arremolinen, que respire.

MARTÍN.-  Ventilasión, ventilasión...

CONDESA.-  Yo tengo un abanico...

MARTÍN.-  Pues dele, dele fuerte... Ventilasión, ventilasión...

BENITÚA.-  Me permitirán que me retire a la capilla de la quinta. Tengo que rezar por la infanta. Y por todos.

MACARENA.-  No quiero ir a China...

DOÑA JUANA.-   (A la CONDESA.)  Parece que el cura se ha esmerado...

MACARENA.-  Quiero irme a América...

CONDESA.-    (A DOÑA JUANA.)  ¿Usted cree que se ha esmerado?

MACARENA.-  ¡A convertir infieles!

CONDESA.-    (A DOÑA JUANA.)  ¿Oye lo que dice, Doña Juana?

DOÑA JUANA.-  ¡Que si oigo, Señora Condesa!

MACARENA.-  A China, no. A América.

DON JOSÉ MARÍA.-    (A la CONDESA.)  No deje de abanicar.

CONDESA.-  ¿A mí o a ella?

MARTÍN.-  Ventilasión, ventilasión...

DON JOSÉ MARÍA.-  Vamos a llevarla a su pabellón. Ayúdeme, Doña Juana.

DOÑA JUANA.-  ¿No la puede llevar usted solo?

  —122→  

DON JOSÉ MARÍA.-  ¡Ayúdeme, Doña Juana, que aunque sea enfermero del ejército español necesito de su asistencia! ¡La necesito! ¿Me entiende?  (Van sacando a la niña de la habitación.)  Aldonza, prepare un ponche para la niña. Y usted, Señor Martín, traiga una jofaina con agua y una toalla.

MARTÍN.-  A sus órdenes, mi alférez.

SAMANIEGO.-  Les acompañaré, que esta criatura me preocupa en demasía, tan delicada, tan etérea, tan volátil...

DOÑA JUANA.-  Venga, sí. Que seguro que nos puede usted auxiliar en la porfía. ¡Écheme una mano, Don Félix María!

SAMANIEGO.-  ¿Adónde?

DOÑA JUANA.-  ¡Al paquete!

SAMANIEGO.-  ¿Al paquete? ¡No haga esfuerzos, doctora! Que con esa pechera que lleva, a nada que se le escurra el paquete se le salen de la celda las novicias.

DON JOSÉ MARÍA.-  Tío, por Dios, no se ponga usted moralista en esta coyuntura...

SAMANIEGO.-  Vale, vale. Que pase lo que tenga que pasar.  (Salen SAMANIEGO, DON JOSÉ MARÍA y DOÑA JUANA llevando a la niña.) 

CONDESA.-   (Yendo a salir por otra puerta.)  Me preocupa el reverendo, voy a la capilla a sosegarle.  (Sale.) 

ALDONZA.-  ¿Ha estado usted en los tercios?

MARTÍN.-  ¿Yo? Martín ser caballero... Y él, alférez. ¿O no?

ALDONZA.-  Si usted lo dice.

MARTÍN.-  Ni caballero naiz.

ALDONZA.-   ¿Pero qué dice?

MARTÍN.-  Que yo ser caballero...

ALDONZA.-  ¿Como Don Quijote?

MARTÍN.-  Supongo. Vamos, vamos...

 

(Entra el reverendo con la CONDESA.)

 

BENITÚA.-  Madama, estoy desorientado.

CONDESA.-  No sé lo que les pasa a ustedes los curas de un tiempo a esta parte.

BENITÚA.-  Que no encontramos el camino cierto, que no encontramos el norte.

CONDESA.-  Creía que con usted se iban a acabar los problemas de mi capellanía, que desde que se murió el Conde no acaban de despejarse.

BENITÚA.-  Desde que se murió el Mesié..., que Dios le tenga en su Gloria.

CONDESA.-  ¿Ha oído hablar usted del Mesié?

BENITÚA.-  Mucho. Noventa años y como un roble... Todo un paradigma.

CONDESA.-  No haga caso. Pura leyenda. Una tarde el cielo se lo llevó.

BENITÚA.-  ¿Una tarde?

CONDESA.-  La siesta, para ser más exactos.

BENITÚA.-  O esta nación acaba con la siesta o la siesta acaba con esta nación.

CONDESA.-  ¿Qué me dice?

BENITÚA.-  ¿A la hora de la siesta, no?

CONDESA.-  Mismamente. De un pronto.

BENITÚA.-  De un pronto.

CONDESA.-  Y tan feliz. ¡Ay! Hace cinco años que se fue el Mesié. ¡Mi inquilino! Y desde entonces, seis capellanes.

BENITÚA.-  Conmigo, siete.

CONDESA.-  No me diga que me deja.

BENITÚA.-  No he dicho eso.

CONDESA.-  ¿Entonces?

BENITÚA.-  Usted es la primera en saberlo: Me voy a colgar la sotana.

CONDESA.-  Llevará algo por debajo, ¿no?

BENITÚA.-  Que voy a dejar el sacerdocio.

CONDESA.-  Eso es peor. ¿Y qué va hacer?

BENITÚA.-  Casarme.

CONDESA.-  ¿Con quién?

  —123→  

BENITÚA.-  Su hija de usted me ha pedido en matrimonio...

CONDESA.-  ¿Qué me dice?

BENITÚA.-  Pero yo no le he prestado oídos. Es una chiquilla.

CONDESA.-  Me tranquiliza.

BENITÚA.-  Le he visto con intenciones a la bachillera.

CONDESA.-  He de confesarle que la doctora le aprecia.  (Aparte.)  Parece mentira, las mujeres cuanto más sabemos, más nos dejamos guiar por las apariencias.

BENITÚA.-  Estoy confuso.

CONDESA.-  ¿Es con ella con quien se quiere casar?

BENITÚA.-  ¿Con ella? ¿Con la bachillera? ¡Más latines! No, por favor.

CONDESA.-  ¿Entonces, con quién se va a casar su Reverencia?

BENITÚA.-  ¡Ay!

CONDESA.-  Qué forma de suspirar.

BENITÚA.-  ¡Ay, ayay, ayay!

CONDESA.-  ¿Qué me quiere decir?

BENITÚA.-  ¡Ay!

CONDESA.-  ¡Un amor imposible!

BENITÚA.-  Imposible.

CONDESA.-  Nada es imposible.

BENITÚA.-  ¿Usted cree?

CONDESA.-  ¿Algún muchacho?

BENITÚA.-  ¡Condesa!

CONDESA.-  ¡Reverendo! ¡Va usted con tanto secreto! Y los tiempos que corren son tan versátiles...

BENITÚA.-  Condesa, ¿cómo ha podido pensar usted de mí...?

CONDESA.-  Sólo era una suposición, Reverendo. Tampoco usted me da pistas.

BENITÚA.-  ¿Pistas? ¿Que no le doy pistas?

CONDESA.-  ¿Conozco yo a la dama?

BENITÚA.-  Sí.

CONDESA.-  ¿Mucho?

BENITÚA.-  Sí.

CONDESA.-  ¿Mucho, mucho?

BENITÚA.-  El ser humano siempre es el más desconocido para el ser humano.

CONDESA.-  Por favor, no me venga con charadas.

BENITÚA.-  El oráculo decía: «Conócete a ti mismo».

CONDESA.-  ¡Reverendo!

BENITÚA.-  ¿Ya ha caído?

CONDESA.-  ¡Reverendo, estoy de luto!

BENITÚA.-  O sea, que si no estuviera de luto, tendría alguna esperanza.

CONDESA.-  ¿Esperanza de qué?

BENITÚA.-  Condesa, la amo. ¿Quiere casarse conmigo?

CONDESA.-  Ya me decía yo que la Ilustración iba a hacer tambalear las bases de la Iglesia. O, al menos, estos escotes.

BENITÚA.-   (Sacando un pañuelo enorme.)  ¡Tápeselos!

CONDESA.-   (Se los tapa.)  ¿Y ahora?

BENITÚA.-  Está mejor sin el pañuelo.

CONDESA.-  Usted lo ha querido, Reverendo.

BENITÚA.-  No sé qué podamos hacer.

CONDESA.-  ¿Por qué no prueba a quitarse la sotana?

BENITÚA.-  ¿Usted cree?

CONDESA.-  Es que así no me lo imagino de pretendiente.

BENITÚA.-   (Se quita la sotana.)  ¿Y así?

CONDESA.-  Hombre, esto es otra cosa. La maestra no iba descaminada...

BENITÚA.-  ¿Entonces?

 

(Se oyen algunas voces.)

 
  —124→  

CONDESA.-  Póngase la sotana, que viene alguien. Y vamos al jardín a parlamentar. Mientras, nos tomamos el chocolate. Y le enseño unas hortensias así de grandes...

BENITÚA.-  ¿Unas hortensias?

CONDESA.-  Acompáñeme, Reverendo.

BENITÚA.-  ¿Ahora?

CONDESA.-  No sea panoli y sígame.

 

(Salen al jardín. Entran SAMANIEGO y DOÑA JUANA.)

 

SAMANIEGO.-  ¿Usted cree que queda en buenas manos la tierna ninfa?

DOÑA JUANA.-  En las manos de su sobrino. Enfermero del Ejército Español.

SAMANIEGO.-  Por eso digo.

DOÑA JUANA.-  A los jóvenes hay que darles confianza.

SAMANIEGO.-  Pero esa ninfa...

DOÑA JUANA.-  Macarena sólo necesita un poco de descanso mientras alguien la vela...

SAMANIEGO.-  ¿No hubiera sido mejor que me quedara yo en la vela y mi sobrino estuviera aquí con usted?

DOÑA JUANA.-  No. Yo prefiero disfrutar de su compañía.

SAMANIEGO.-  Él ya querría la permuta.

DOÑA JUANA.-  Es que a su sobrino de usted se le van los ojos tras los escotes...

SAMANIEGO.-  Es que hay escotes y escotes.

DOÑA JUANA.-  ¿Usted cree, Don Félix?

SAMANIEGO.-  Por ejemplo, el suyo es de vértigo. De no mirar.

DOÑA JUANA.-  ¿Por eso me rehúye?

SAMANIEGO.-  Sufro del mal de altura... Si te subes a una torre, hay peligro de mareo.

DOÑA JUANA.-  Qué poco arriesgado.

SAMANIEGO.-  Los años, y la legítima que tengo abandonada...

DOÑA JUANA.-  El abandonado es el fabulista...

SAMANIEGO.-  ¿Doy esa impresión?

DOÑA JUANA.-  De ahí su predilección por las infantas...

SAMANIEGO.-  No tengo hijos...

DOÑA JUANA.-  ¿Seguro?

SAMANIEGO.-  Con mi legítima, no...

DOÑA JUANA.-  ¿Es fría?

SAMANIEGO.-  Como algunas señoras de este tiempo. Por eso la necesidad de educarlas a las damas, y ahí la necesito...

DOÑA JUANA.-  Sólo ahí.

SAMANIEGO.-  Empecemos por ahí.

DOÑA JUANA.-  ¿Por qué su obsesión por educar a la mujer?

SAMANIEGO.-  Usted que está educada me podría responder mejor que yo.

DOÑA JUANA.-  La mujer educada es menos peligrosa.

SAMANIEGO.-  ¿Como el hombre educado?

DOÑA JUANA.-  El hombre siempre es un lobo. Como la mujer siempre es una zorra...

SAMANIEGO.-  ¿La mujer, siempre una zorra?

DOÑA JUANA.-  Las mujeres oponemos nuestra astucia al depredador... Si se educan, tanto el lobo como la zorra, sólo se refinan...

SAMANIEGO.-  ¿Conoce la fábula del león, el lobo y la zorra?

DOÑA JUANA.-  No la he leído entre las suyas.

SAMANIEGO.-  La leerá.

DOÑA JUANA.-  ¿De qué trata?

SAMANIEGO
Trémulo y achacoso
a fuerza de años un león estaba.
Hizo venir los médicos, ansioso
por ver si alguno de ellos le curaba.
De todas las especies y regiones
profesores llegaban a millones.
Todos conocen incurable el daño;
ninguno al rey propone el desengaño.
Cada cual su remedio le procura,
como si la vejez tuviese cura.
Un lobo cortesano,
con tono adulador y fin torcido,
dijo a su soberano:
«He notado, señor, que no ha asistido
—125→
la zorra como médico al congreso,
y pudiera esperarse buen suceso
de su dictamen en tan grave asunto».
Quiso su majestad que luego al punto
por la posta viniese.
Llega, sube a palacio; y como viese
al lobo, su enemigo, ya instruida
de que él era el autor de su venida,
que ella excusaba cautelosamente,
inclinándose al rey profundamente
dijo: «Quizá, señor, no habrá faltado
quien haya mi tardanza acriminado;
mas será porque ignora
que vengo de cumplir un voto ahora
que por vuestra salud tenía hecho,
y para más provecho,
en mi viaje traté gentes de ciencia
sobre vuestra dolencia.
Convienen, pues, los grandes profesores
en que no tenéis vicio en los humores,
y que sólo los años han dejado
el calor natural algo apagado;
pero éste se recobra y vivifica
sin fastidios, sin drogas de botica,
con un remedio simple, liso y llano,
que vuestra majestad tiene en la mano.
A un lobo vivo arránquele el pellejo,
haced que os lo apliquen al instante,
y por más que estéis débil, flaco y viejo,
os sentiréis robusto y rezogante,
con apetito tal, que sin esfuerzo
el mismo lobo os servirá de almuerzo».
Convino el rey, y entre el furor y el hierro
murió el infeliz lobo como un perro.

DOÑA JUANA.-  ¿El lobo es el hombre?

SAMANIEGO.-  El lobo es el enemigo de la zorra.

DOÑA JUANA.-  ¿Y la zorra?

SAMANIEGO.-  La zorra es la debilidad, que tiene que suplir su impotencia con listura.

DOÑA JUANA.-  ¿La mujer es débil?

SAMANIEGO.-  Alguna mujer es débil; algún hombre, también.

DOÑA JUANA.-  ¿La sabiduría es fortaleza?

SAMANIEGO.-  Como el amor es debilidad. La seducción es una señal de debilidad. De necesidad.

DOÑA JUANA.-  ¿Le estoy seduciendo yo o me está seduciendo usted?

SAMANIEGO.-  Me temo que la esté seduciendo yo. Soy el más débil.

 

(DOÑA JUANA le besa apasionadamente.)

 

SAMANIEGO.-  ¿Lo ha visto? Soy el más débil.

DOÑA JUANA.-  Cuente conmigo para fundar y llevar ese colegio de señoritas. Pero necesitaré al reverendo a mi lado. Arréglelo con la Condesa, con la que, supongo, usted va a tener más que palabras. La Condesa le ama, es la más fuerte de todos. Al tiempo, teniendo a la Condesa, tendrá a la infanta bajo su protección... Ella, por ahora, es la más débil, y su aliado, el alférez, aún tiene que madurar.

SAMANIEGO.-  Me echa a los brazos del león.

DOÑA JUANA.-  Yo no soy el lobo, y la Condesa tampoco es el león. Que ambas sólo llegamos a zorras. Zorras ilustradas, claro está.

SAMANIEGO.-  ¿Y yo qué soy?

DOÑA JUANA.-  Usted es el autor, que es a un tiempo lobo, león y zorra.

SAMANIEGO.-  ¿También zorra?

DOÑA JUANA.-  Antes que lobo, después de león.

SAMANIEGO.-  Es usted muy sabia.

DOÑA JUANA.-  Por eso me ha elegido.

SAMANIEGO.-  Me fascina, y no sólo por sus atributos.

DOÑA JUANA.-  Lo que no se ve siempre atrae más. Pero tampoco imagine lo que no hay.

SAMANIEGO.-   (La besa.)  Mi zorra ilustrada.

DOÑA JUANA.-  Aquí ha habido un cambio de papeles.

SAMANIEGO.-  Ahora, la seductora es usted.

DOÑA JUANA.-  Tenemos muchas cosas que hacer.

SAMANIEGO.-  ¿Nos dejarán?

DOÑA JUANA.-  El propósito que el fabulista se ha marcado es harto difícil. ¡Educar a las mujeres! Es lo último que quieren los hombres.

SAMANIEGO.-  Algunos hombres.

DOÑA JUANA.-  ¿Algunos? ¿Tantos? Es usted un exagerado.

SAMANIEGO.-  Tendremos ayuda.

  —126→  

DOÑA JUANA.-  ¿Lo piensa así? ¿Por qué cree que voy a reclutar al capellán para esta empresa? Además de para gozar de un buen mozo en aquel exilio, que vos habéis tarea todavía en este Madrid, para tener a la Iglesia de nuestro lado.

SAMANIEGO.-  Estoy seguro de que con vos llegaremos hasta donde se pueda llegar.

DOÑA JUANA.-   (Besándole esta vez ella a él.)  No le quepa la menor duda al fabulista. ¿Dónde está el cura? ¿Dónde está la Iglesia?

SAMANIEGO.-  No estará lejos del dinero.

DOÑA JUANA.-  Voy entonces en busca de la Condesa y del Reverendo al jardín, que a buen seguro, estarán tan plácidamente merendando.

SAMANIEGO.-  Primero, vivir...

DOÑA JUANA.-  Y, después, seguir viviendo.

 

(Salen hacia el jardín. Entran MACARENA y DON JOSÉ MARÍA.)

 

MACARENA.-  Y dice que esta noche tiene guardia.

DON JOSÉ MARÍA.-  Toda la noche. El Ejército es así. Cuando sea general, con un buen destino, será otra cosa. Mientras tanto, hay que hacer méritos.

MACARENA.-  Algunos hacen los méritos en colonias, ¿no?

DON JOSÉ MARÍA.-  Yo no soy de esos.

MACARENA.-  ¿Ah, no?

DON JOSÉ MARÍA.-  De ninguna manera. ¡Tan lejos!

MACARENA.-  ¿Sabe? Estoy con usted.

DON JOSÉ MARÍA.-  Yo soy de caballería. Y espero librarme de colonias. Donde esté Madrid...

MACARENA.-  ¿En Madrid tiene muchas amistades?

DON JOSÉ MARÍA.-  Apenas llevo unos meses y no hacen más que invitarme a los salones. Me dicen que las señoras me hacen el cumplido para encontrar marido a sus hijas, pero a mí me da la sensación de que son ellas las que están buscando algo...  (MACARENA pone cara de lela, de no entender.)  ¿Me entiende?

MACARENA.-    (Haciéndose la ingenua.)  ¿Cómo es eso, que las madres quieren que sus hijas se interesen por la milicia y entonces invitan a los salones a los alféreces para que les hablen de caballos...?

DON JOSÉ MARÍA.-  ¡Qué ingenuidad, qué inocencia, qué fragilidad! ¿Estáis ya recuperada, Doña Macarena?

MACARENA.-  No sé, Don José María, parece que viene un mareo. Sostenedme. Dadme vuestra mano.

DON JOSÉ MARÍA.-  Seré vuestro sostén.

MACARENA.-   (En sus brazos.)  ¿Así que vos no pensáis en marcharos a Cuba, ni a Filipinas..., ni siquiera a Albacete?

DON JOSÉ MARÍA.-  Donde esté Madrid...

MACARENA.-  ¿De verdad?

DON JOSÉ MARÍA.-  ¡Londres y París se quedan pequeñas ante Madrid!

MACARENA.-  Mi Alférez, tampoco hay que hacerles ascos a París y sus modas, y a Londres y sus carreras de caballos...

DON JOSÉ MARÍA.-  Pero sólo de paso... ¿O no?

MACARENA.-  El tiempo justo. ¡Coincido con usted!

DON JOSÉ MARÍA.-  Doña Macarena, me parece que coincidimos en bastantes cosas. Deberíamos frecuentarnos más.

MACARENA.-  ¿Usted cree?

DON JOSÉ MARÍA.-  Estamos a 30 de marzo. ¿Qué le parece si nos volvemos a ver el 1 de julio?  (Cuenta con los dedos.)  Abril, mayo, junio y...

MACARENA.-  Creo que me viene el mareo... Abráceme, que me voy al suelo...

DON JOSÉ MARÍA.-  ¿Así?

MACARENA.-  Un poco más fuerte, que me escurro, y con el mareo...

DON JOSÉ MARÍA.-  ¿Así?

MACARENA.-  Así está mejor...

DON JOSÉ MARÍA.-  Doña Macarena, ahora el que se está mareando soy yo. Y me parece que me va a tener que sujetar usted.

MACARENA.-    (Después de besarle.)  ¿Lo del primero de julio no le parece un poco a trasmano...?

DON JOSÉ MARÍA.-  ¿Y el domingo próximo?

MACARENA.-  ¿El domingo? ¿Tiene mañana usted guardia?

  —127→  

DON JOSÉ MARÍA.-  Con usted.  (Se besan de nuevo.) 

MACARENA.-  ¿Y qué voy a hacer con el Reverendo?

DON JOSÉ MARÍA.-  ¿A qué se refiere?

MACARENA.-  Le había prometido ir a la China con él, de misión...

DON JOSÉ MARÍA.-  ¡Qué alma tan virginal! ¡Qué entrega! ¡Qué sacrificio! Me tiene admirado, Doña Macarena.

MACARENA.-  No sé si, estando así las cosas, mañana va a ser posible que nos veamos...

DON JOSÉ MARÍA.-  Por favor, a qué irse a China a convertir infieles. España está llena de pecadores. Yo soy uno de ellos. El primero a quien usted tiene que llevar a buen camino.

MACARENA.-  ¿Qué me dice? No es cierto. No le creo. Es usted adorable.

DON JOSÉ MARÍA.-  Lo piensa usted así. No permitiré que se vaya a China ni a ningún sitio. La he de hacer mía. Le pido en matrimonio.

MACARENA.-  ¿Así? ¿De repente? He de hablarlo con mi señora madre, con su señor tío, con el señor clérigo...

DON JOSÉ MARÍA.-  Si se oponen, me enfrentaré a ellos... Incluso, me iré a colonias.

MACARENA.-  Pero qué dice, Señor Alférez... No se preocupe, que yo hablaré con todos y a todos he de convencer.

DON JOSÉ MARÍA.-  El clérigo ha de ser quien nos case y su madre de usted y mi tío serán los padrinos. ¿Qué le parece la boda el 1 de julio?

MACARENA.-  ¿Qué manía con el 1 de julio? Dentro de un mes justo, el 30 de abril. Y porque mi señora madre querrá que nos casemos en los Jerónimos y todo eso, que si no... ¡El 30 de abril!

DON JOSÉ MARÍA.-  Bueno.

MACARENA.-  En todos los asuntos, Señor Alférez, habremos de comportarnos así. De común acuerdo. ¿Vale?

DON JOSÉ MARÍA.-  ¿Está ya recuperada la Señora Macarena?

MACARENA.-  Del todo, mi Señor Alférez. Ahora os tengo que dejar un momento que he de arreglar un asunto con el clérigo y de paso le emplazaré para la ceremonia de nuestra boda.

DON JOSÉ MARÍA.-  Y dígale que de China nada...

MACARENA.-  Descuide.  (Va a salir y se detiene.)  Y usted, mientras tanto, ¿qué es lo que va a hacer?

DON JOSÉ MARÍA.-  Me viene a las mientes que tendría que resolver un contencioso con la Señora Doña Juana.

MACARENA.-   (Va donde DON JOSÉ MARÍA, le abraza y le besa apasionadamente.)  ¿Un contencioso con la Señora Doña Juana?

DON JOSÉ MARÍA.-   (Medio alelado.)  Sí, con la Señora Doña Juana.

MACARENA.-    (Se va hacia la puerta y desde allí se vuelve.)  Vaya, vaya. Pero mucho cuidado con esa viuda, que es de armas tomar.

DON JOSÉ MARÍA.-  ¿De armas tomar?

MACARENA.-  Usted ya me entiende, Señor Alférez. Dentro de un cuarto de hora os espero en mi aposento, tengo que contaros algo muy especial.  (Sale.) 

DON JOSÉ MARÍA.-  ¿Contarme qué? ¡Uffff! ¡Qué mujer!  (Pensativo.)  Alférez de Caballería don José María Samaniego de los Compañones, ¿sabe usted en qué lío se ha metido? No lo sé. Pero, por si acaso, habrá que enterarse de los traslados a colonias.  (Transición rápida.)  Para empezar, vamos a desatar el embrollo de la boda con la Señora Doña Juana. Luego, lo de las colonias. Y me ha dicho que dentro de un cuarto de hora, en su aposento, me contará «algo muy especial». Macarena, ¡qué mujer! ¡Uffff!

 

(Sale en busca de DOÑA JUANA. Entran en escena la CONDESA y DON FÉLIX MARÍA, que tiene una taza en la mano.)

 

CONDESA.-  El chocolate se le habrá quedado frío.

SAMANIEGO.-  Me gusta tomarlo mientras se enfría.

CONDESA.-   (Sentándose.)  No me ha dicho nada.

SAMANIEGO.-  ¿Sobre qué?

CONDESA.-  Sobre todo este barullo.

SAMANIEGO.-  ¿Y qué quiere que le diga?

CONDESA.-  ¿Ocurriría esto en Francia?

SAMANIEGO.-  Sabía que me iba a venir por ahí, mi adorada Condesa...

CONDESA.-  Nos falta mucho...

  —128→  

SAMANIEGO.-  Demasiado.

CONDESA.-  ¿Se conseguirá?

SAMANIEGO.-  No les veo con malas intenciones a estos Borbones, pero en Francia tuvieron un Enrique IV que supo hermanar a hugonotes y católicos... ¡París bien vale una misa...! Mientras que aquí lo que se hermanó fue la Contrarreforma con la Inquisición. ¡Una vuelta a la Edad Media!

CONDESA.-  Y de la Edad Media intentamos salir, ¿o no?

SAMANIEGO.-  Los vascongados lo tenemos bien claro. Concretamente, en nuestra Sociedad de Amigos del País, comenzando por mi tío el Conde de Peñaflorida, que es por quien estoy en Madrid comisionado, somos conscientes de que o evolucionamos o nos quedamos, otra vez, a la cola de Europa.

CONDESA.-  Aunque no pocos lo que quieren es eso, que sigamos a la cola de Europa. ¿Instrucción, para qué? ¿Para que el pueblo aprenda y se dé cuenta de las barbaridades que hacemos? Ni hablar. Que no sepan el abecedario, ni las cuatro reglas, ni nada. Que aprendan a rezar, y en latín, para que no lo entiendan. Y chitón.

SAMANIEGO.-  El asunto más duro que tengo en la negociación con los Borbones es el de los fielatos. Afecta a los fueros, en este país de libertades y de pactos de sus gentes con su rey. Tengo que defenderlos, pero me doy cuenta de que estos privilegios medievales no pueden seguir por los siglos de los siglos. Si no, llegaremos al XIX, y aún al XX, con las mismas desigualdades entre unas gentes y otras de esta geografía. El que haya desigualdades entre nuestros pueblos será siempre el mayor motivo para que haya desigualdades entre las personas. Si hay pueblos ricos, habrá pueblos pobres. Y si eso se permite, se permitirá también que haya hombres ricos y hombres pobres...

CONDESA.-  El mundo de las desigualdades. Que tiene un solo final: el pueblo fuerte puede sobre el pueblo débil. El hombre fuerte sobre el hombre débil. El fuerte sobre el débil. El hombre... sobre la mujer.

SAMANIEGO.-  Me enamoráis. Si no estuviera casado, os pediría en matrimonio.

CONDESA.-  Y, ¿casado, como estáis?

SAMANIEGO.-  Aspiro a ser vuestro mejor compañero.

CONDESA.-  Lo sois, hasta donde vos queráis... ¿No lo sabéis?

SAMANIEGO.-  Y por eso os he pedido ayuda en mis encargos.

CONDESA.-  Y yo os la estoy prestando. Su Majestad, nuestro muy querido Carlos Tercero, al que Dios conserve por muchos años junto a nosotros, se ha interesado por vuestra actividad en las Provincias Vascongadas. Y, pronto, a la manera de la Real Sociedad Bascongada de los Amigos del País, se han de crear otras instituciones en el resto de España, por expresa voluntad del Rey.

SAMANIEGO.-  Pero a los ministros de Su Majestad les cuesta levantar la prohibición para los vascos de importar directamente productos extranjeros o pasar nuestras mercaderías a Castilla sin pagar derechos. Ahí están firmes. Y el libre comercio con América desde nuestros puertos es algo perdido.

CONDESA.-  El comercio con América es algo, como sabe el Señor de Samaniego, que preocupa en Mi Casa. Y usted y yo hemos de ver si no podemos, con mejor provecho que hasta el presente, canalizar a través de Sevilla nuestros propósitos. Amigos tengo en esos negocios. Y usted también, que muchos vascos ha tiempo que se han asentado allí por mor de las Indias y su comercio. Mas habrá oportunidad para estos menesteres. Hoy hemos de dar buen fin a la aventura del Colegio de Damas  (Se va acercando provocativamente al fabulista.) , y con ello pasar una página decisiva en el libro de nuestra...

SAMANIEGO.-    (Atemorizado y mirando a diestro y siniestro.)  Como os decía, mientras merendábamos en el jardín, vuestra maestra está dispuesta a afrontar el duelo, siempre que en la labor le asista vuestro capellán...

CONDESA.-  ... pasar una página decisiva en el libro de nuestra concordancia espiritual y nuestro compañerismo.

SAMANIEGO.-  Me abrumáis.

CONDESA.-    (Que se ha puesto frente al fabulista.)  Como veis, tenemos mucha tarea por delante.

SAMANIEGO.-  Me turbáis, Señora Condesa. Delante de mí lo único que veo y siento es una peligrosa tentación.

CONDESA.-   (Tapándose los pechos con sus manos.)  Cubriré el motivo de vuestra turbación, Don Félix María. Aunque la turbada soy yo, que en esta noche vuestros cuentos venusianos se mezclaban con mis sueños.

SAMANIEGO.-   (Recogiendo las manos de la CONDESA y llevándolas a sus labios.)  ¿De verdad?

CONDESA.-  Anoche, vuestras ocurrencias, me hicieron reír de lo lindo. Hasta tal punto que mi ama de llaves despértose y vino a mi aposento a ver lo que pasaba. Y juntas nos divertimos todavía un buen rato, no sin cierto acaloramiento que sofocamos como pudimos.

SAMANIEGO.-  ¿Qué decís, Condesa?

  —129→  

CONDESA.-  Lo que habéis oído, perverso fabulista.

SAMANIEGO.-   (A voz en grito para que se le oiga fuera del salón.)  Como sabéis, yo no soy autor de esas historias.  (Bajando la voz... Tal vez, como lo hizo al referirse también a la Inquisición en el prólogo:)  Que la Inquisición es muy sutil con tales cuentos...

CONDESA.-    (Confidencial.)  De estos labios no sale vuestro nombre..., aunque las fabulillas ya las haya comenzado a contar...

SAMANIEGO.-  Os sé discreta.

CONDESA.-  Me halagáis.

SAMANIEGO.-  ¿Alguna de ellas os agradó en especial?

CONDESA.-  Muchas. ¡A qué elegir una! Que no son de decir la mayoría, infame marrullero... Entre las que recitar he podido esta misma mañana a las mis damas...

SAMANIEGO.-  ¡Esta misma mañana!

CONDESA.-  ..., no me he podido contener..., la que se intitula «La paga adelantada».

SAMANIEGO.-
Una soltera muy escrupulosa...

CONDESA
... casarse rehusaba,...

SAMANIEGO
... y decía a su madre que pensaba...

CONDESA
...que hacer la mala cosa
aun después de casada era pecado...

SAMANIEGO
...Un bigardón del caso informado
y, habiéndose en la casa introducido
y hallándose querido,
pidió a la niña luego en casamiento...

CONDESA
... Ella el consentimiento
dio con la condición de que tres veces
en la primera noche se lo haría
por ponerla corriente, y seguiría
luego una sola vez todos los meses...

SAMANIEGO
... Hízose al fin la boda
y, de la noche ya llegado el plazo,...

CONDESA
... la muchacha tres veces, brazo a brazo,
sufrió, sin menearse, la acción toda...

SAMANIEGO
... Concluyó el fuerte mozo su trabajo
y durmiose cansado;...

CONDESA
... ella, impaciente,
andaba impertinente
volviéndose de arriba para abajo,...

SAMANIEGO
... hasta que él acabó por despertarse
y huraño dijo: -¡Hay tal cosquillería,
que por dos veces ya me has despertado!...

CONDESA
...Y ella exclamó, acabando de arrimarse:
-¿Me quieres dar un mes adelantado?

 

(Ríen los dos sin poder contenerse. Entra en ese momento DOÑA JUANA. Ambos se ponen muy serios.)

 

CONDESA.-  ¡Qué barullo..., qué barullo...! Muy estimada Señora Doña Juana: Sé ya de su decisión y me complace... ¡Qué barullo! Aunque tenga que desprenderme de mi capellán en su beneficio, Señora Doña Juana. ¡Qué barullo! Pero todo sea por la causa de la ilustración de este páramo... Hablábamos del barullo de hace un instante. Y le preguntaba a Don Félix María si en Francia él ha visto algún espectáculo semejante...

DOÑA JUANA.-  ¿Qué barullo?

CONDESA.-  El barullo de esta casa, de este país, de esté patio de Monipodio...

SAMANIEGO.-   (Magistral.)  Todos los pueblos pueden retroceder a su principio de la mañana a la noche... Todos los hombres... Pero nuestro caso es que no queremos avanzar... Eso decíamos.

DOÑA JUANA.-  Es que aquí es como si lo supiésemos ya todo.

CONDESA.-  Cuando sabemos tan poco...

SAMANIEGO.-  Y nada queremos aprender...

CONDESA.-  Que lo mismo me da.

SAMANIEGO.-  Mas no es lo mismo: Aprender es aprender. Algo que nunca se acaba. En la ciencia. En las artes. En las letras. En el vivir. En el amor. Que todo es uno: El amor. El querer. ¡Tan importantes! ¡Tan decisivos! Para el hombre. Para la mujer. El amarse. El quererse. Lo que algunos llaman, con perdón, sexo. ¡Qué poco sabemos! ¡Y qué poco aprendemos!

DOÑA JUANA.-  Ahí le duele.

CONDESA.-  ¡Que si duele! Sobre todo, a nosotras.

SAMANIEGO
Tiene su aprendizaje cada oficio,
y le debe tener según mi juicio:
en la forma que el fraile de novicio,
cuando novio el casado,
—130→
son muchos los deberes de su estado.
¿No tiene aprendizaje el alfarero?
¿Valdrá menos un niño que un puchero?
No hay que aprender dirán: ¡Dios nos asista!
Dígalo tanto padre moralista.
La gran dificultad está en el modo;
hablo yo en general de la enseñanza.
Respecto a las mujeres
-que es el caso que nos ocupa y nos preocupa ahora-,
fuera chanza,
se ha de tener presente, sobre todo,
que deberá el maestro
virtuoso, libertino, zurdo, diestro,
amigo o enemigo,
dar todas sus lecciones sin testigo.

 (Las ha abrazado. Las tiene a su derecha y a su izquierda.) 

La experiencia está hecha,
más de lo que quiere se aprovecha.

DOÑA JUANA.-  No alcanzo a extraer todo el jugo del concepto, pero como primera providencia, he de decir que de acuerdo estoy con la soflama.

CONDESA.-  En el mismo acuerdo estaba yo con el maestro.

 

(Entra la niña en solitario, desesperada.)

 

MACARENA.-  «Iuno Lucina, fer open, serua me; obsecro!»

CONDESA.-  A Juno clamas con versos terencianos, hija mía.

DOÑA JUANA.-  Buena retórica ha aprendido la mamona.

CONDESA.-  ¿Estamos o no estamos en el camino justo de situar a las damas a la altura de los hombres?

SAMANIEGO.-  ¿Juno Lucina, préstame tu auxilio, sálvame, te lo suplico!, Acto tercero, escena segunda, de «La muchacha de Andros». La enamorada exclama en el alumbramiento del fruto de su amor...

CONDESA.-  Hija mía, ¿que estás de parto?

MACARENA.-  Qué más quisiera. Me voy a quedar para vestir santos. Pido a la diosa que el amor que está naciendo en mí por Don José María no se frustre, y que el alférez no se me vaya a las colonias... Pero lo cierto es que hace más de una hora que quedé con él en mi aposento y todavía no ha aparecido en la parada...  (Sale.) 

CONDESA.-  Bueno, Doña Macarena parece no pensar más en misiones...

DOÑA JUANA.-  Parece que las lecciones...  (Aparte.)  Pero será Casanova el alferecillo...

CONDESA.-  Nada me alegraría más. Don Félix María, ¿usted cree que su sobrino...?

SAMANIEGO.-  Señora Condesa, hace tres meses que mi sobrino llegó de las academias a Madrid. Y desde que está en el Alcázar, sirviendo al Rey, no sé qué pasa, que mujeres aparecen por mi casa a preguntar por el infante por la mañana, por la tarde y por la noche, que recado de escribir he tenido que poner en los portales para que se anoten las demandantes y sus mandas. Así que en este momento no sé de dónde saca tiempo el muy tunante para atender tan abundante clientela. Es más, creyendo que se excede en sus ofertas y considerando el peligro que el abundante comercio pueda agotar sus existencias, esta tarde he querido sacarlo de la Corte para que descanse un poco en la refriega...

CONDESA.-  ¿Tanto?

SAMANIEGO.-  ¡No lo sabe usted bien, mi Señora Condesa!

DOÑA JUANA.-  Yo, nada más verle, la querencia le detecté al badulaque, que el morlaco con fuerza arremetía hacia mi trapo.

CONDESA.-  ¿Y lo intentó?

DOÑA JUANA.-  Lo intentó. Con toda suerte de utopías, que hasta el altar me puso en la balanza. Hasta hace media hora en que la promesa se quedó en agua de borrajas, con cierto irremediable apaño, pues otro compromiso había realizado el botarate.

CONDESA.-  ¿Cierto irremediable apaño, decís?

DOÑA JUANA.-  Un quítame de allá esas pajas, mi Condesa.

SAMANIEGO.-  Una preocupación es para mí Don José María. No sé de dónde saca su tiempo para sus tejemanejes eróticos. Hasta el punto que su talante ayer mismo me inspiró un cuentecillo.

CONDESA.-  ¿De los picantes?

SAMANIEGO.-  Ustedes juzgarán, amigas mías.

CONDESA.-  Cuente, cuente.

DOÑA JUANA.-  No se retarde.

SAMANIEGO.-

No... La fábula se llama «El sombrerero». Y dice:

A los pies de un devoto franciscano
se postró un penitente. - Oiga, hermano,
¿qué oficio tiene? - Padre, sombrerero.
-¿Y qué estado? - Soltero.
-¿Y cuál es su pecado dominante?
—131→
-Visitar una moza. - ¿Con frecuencia?
-Padre mío, bastante,
sin poderme curar de esta dolencia.
-¿Cada mes? - Mucho más. -¿Cada semana?
-Aún todavía más. -Ya... ¿cotidiana?
-Hago dos mil propósitos sinceros,
pero... -Explíquese, hermano, claramente,
¿dos veces cada día? -Justamente.
-Pues, ¿cuándo diablos hace los sombreros?

 

(Gritos desde el jardín.)

 

ALDONZA.-    (Desde el jardín.)  ¡Doña Macarena, al pozo no, no se tire usted al pozo, que todo tiene solución, menos la muerte!

 

(Salen todos, menos MACARENA, hacia el jardín, gritando. Aparece en escena MARTÍN, que va a ser arrollado por unos y por otros al pasar por escena. Cuando los unos y los otros han salido, entra la niña corriendo desde los jardines, desapareciendo por la puerta que conduce a sus aposentos. Vuelven a entrar en tropel desde el jardín y desaparecen por la puerta que lleva a la capilla. Sale la niña hacia el jardín. Van todos los demás hacia las habitaciones de la Condesita. Vuelven a salir hacia el jardín. MARTÍN, abrumado por tanto atropello, oye que vienen otra vez y decide meterse en el armario. Abre el armario y se encuentra al clérigo y a DON JOSÉ MARÍA besándose. MARTÍN sale despavorido hacia el jardín, momento en el que regresa el conjunto. El clérigo y DON JOSÉ MARÍA se suman a la confusión yéndose gritando, para la capilla el uno y los aposentos el otro. Entran todos, excepto MACARENA, y se pierden por las puertas. Al cabo, MACARENA.)

 

MACARENA.-  ¡Don José María! ¿Dónde está vuestra arrogancia? ¡Don José María! ¿Irá usted a permitir que esta paloma se pierda en el etéreo? ¡Don José María, no me haga usted esta afrenta! Don José María, será la última vez que os lo suplique. ¡Quiero que me pidáis, oficialmente, a mi señora madre, en matrimonio! Es decir, si así lo creéis oportuno y mis dotes os atraen a la coyunda. ¡Y si no me queréis pedir vos, yo seré quien os pida a vuestro tío y preceptor! ¿No me halláis agraciada? ¿Demasiado niña? ¡Demasiado femenina y abundosa! ¿Poco galana para un alférez, tal vez? No volveré a decir que me recluiré en un convento. Os lo juro.  (Aparece DOÑA JUANA.)  ¡Nunca en mi vida pisaré un claustro!

DOÑA JUANA.-  Mi Señora Macarena.

MACARENA.-  Mi Señora Doña Juana.

DOÑA JUANA.-  ¿Qué os ocurre?

MACARENA.-  Voló el gavilán, amiga. Voló.

DOÑA JUANA.-  ¿Qué les hacéis, Señora? Me lo habréis de confesar. ¿Adónde voló?

MACARENA.-  Saberlo querría.

DOÑA JUANA.-  ¿A las Américas?

MACARENA.-  Si así fuera ya me hubiera echado al mar, tras de su popa.

DOÑA JUANA.-  ¿Este también?

MACARENA.-  ¿Me creeréis si os digo que ni un estornudo?

DOÑA JUANA.-  De forma que no sabéis no sólo si tiene el basto en la baraja, sino que ni siquiera si son de mus o de póker las sus cartas. ¿Y lanzáis el órdago del casamiento?

MACARENA.-  Me dan igual que las cuatro sotas me encuentre en la su mano, que yo sabría ahormarle al teniente a la mi hechura.

DOÑA JUANA.-  Mi Señora Macarena: Tanto latín recitando hace un instante, con Terencio nada menos de parlante, para que la monaguilla acabe en sastrería.

MACARENA.-  Encontraré a ese soldadito donde esté.

DOÑA JUANA.-  En Palacio estará esta noche, que guardia tenía. Según dijo.

MACARENA.-  ¿En Palacio, decís? Pues allí he de buscar y encontar la su garita.

DOÑA JUANA.-  Difícil es entrar en las cámaras reales...

MACARENA.-  ¡Las cámaras reales!

DOÑA JUANA.-  Las cámaras reales.

MACARENA.-  El muy tunante...

DOÑA JUANA.-  ¡Y tanto!

MACARENA.-  ¡La Reina!

DOÑA JUANA.-  Algo dijo. ¡Pues no ha de ser el Rey...!

MACARENA.-  ¡Así que la Reina es mi enemiga!

DOÑA JUANA.-  Mi Señora Macarena, estos Samaniego, a lo tonto a lo tonto, lograrán desposarse con el trono. Altos, delgados, muy discretos... Ennovian en Francia, en París; cásense en España, en la Sevilla, por ejemplo.

MACARENA.-  ¡Es lo que yo digo! ¡Boda, himeneo, formalidad! ¡Cojones! ¡Con perdón!

  —132→  

BENITÚA.-    (Apareciendo.)  ¿A quién hay que casar?

MACARENA.-  Yo soy la novia.

BENITÚA.-  ¿Pero no quería la devota entregarse a Dios? ¿Cómo esa muda?

DOÑA JUANA.-  Ya veis, los efetos de la pedagogía.

BENITÚA.-  Se sabe dónde se empieza con la ilustración, pero no se sabe dónde se acaba. Señora Doña Juana...

DOÑA JUANA.-  ¿No se quería mujeres en el mundo?

MACARENA.-  Yo me hallo dispuesta.

BENITÚA.-  ¿Y el concelebrante?

DOÑA JUANA.-  Es lo malo, que la novia parece tener competencia en los... Orientes.

MACARENA.-  No diga eso, mi Señora Doña Juana.

 

(Llegan del brazo y acaramelados la CONDESA y DON JOSÉ MARÍA.)

 

DOÑA JUANA.-  Y aún en los Occidentes parece haber demanda. Que el alférez lo merece...

MACARENA.-  Señora Madre, ¿quién os acompaña?

CONDESA.-  Un gallardo caballero, ¿no le veis?

MACARENA.-  Véole, señora Madre.

CONDESA.-  ¿Os hubisteis ya metido en el convento, Señora Macarena, y de permiso os han dejado? ¿Vais o venís?

MACARENA.-  Señora Madre, ese caballero que os acompaña podría decir grandes cosas de mi ventura.

CONDESA.-  ¿El gallardo caballero?

 

(Llega SAMANIEGO.)

 

SAMANIEGO.-  Condesa, Monseñor, Señoras y Sobrino, me han de disculpar pero en el jardín me entretuve en averiguaciones de ciencia natural, y como consecuencia una fábula a las mientes me ha llegado, que en su conocimiento de ustedes pongo de contado, antes de a la imprenda darla. He de llamarla: «La zorra y las uvas». Dirá así, más o menos, no me cuenten con rigor su compostura: «Es voz común que a más del mediodía en ayunas la zorra iba cazando. Halla una parra, quédase mirando de la alta vid el fruto que pendía. Bla, bla, bla. Miró, saltó y anduvo en probaduras; pero vió el imposible ya de fijo. Entonces fue cuando la zorra dijo: «¡No las quiero comer! ¡No están maduras!»

CONDESA.-  Don Félix, me fascináis con vuestro ingenio. ¿Quién es la zorra?

SAMANIEGO.-  Una zorra, Señora Condesa.

DOÑA JUANA.-  ¿O es zorro?

MACARENA.-  Eso.  (Poniéndose delante de DON JOSÉ MARÍA.)  ¿Quién es el zorro y  (Le enseña los pechos que hacia afuera los proyecta.)  cuáles son las uvas que no están maduras...?

DON JOSÉ MARÍA.-  No llego a comprender la intención del fabulista. Esa zorra me resulta con pocos recursos.

DOÑA JUANA.-  Es que es zorra y no zorro, mi Señor Alférez. Si fuera zorro vería usted de sus habilidades y destrezas, saltos y cabriolas, desayunos y banquetes, siestas y digestiones...

SAMANIEGO.-  ¿Quiere usted tildarme de machista, mi Señora Profesora?

DOÑA JUANA.-  Perdone, Monseñor de Samaniego, a esta zorra ilustrada su exabrupto, que en nada justicia le hace a mi mecenas. Pero, en siendo féminas, hasta con las zorras me emparejo, y zorra soy si hay que ser zorra para defender el femenino.

BENITÚA.-  Moderemos las formas, Doña Juana.

CONDESA.-  Deje a mi amiga libre, Torquemada.

SAMANIEGO.-  ¡Quedádose ha en el aire mi machismo! ¡Advierto! ¡Y mi honor no está dispuesto a permitir esa deshonra!

CONDESA.-  Radical me parece el pensamiento de la catona, querido Samaniego, pero aprecio su postura y hasta la suscribo. Que la mujer en zorra se ha de convertir no por las uvas, ni otra obligación o dependencia, sino por ese animal llamado el hombre.

BENITÚA.-  Oídos sordos hago a la contienda.

CONDESA.-  Muy bien hace su Reverencia, y tú, Centurión, di lo que habías. Dejemos las zorrerías para luego.

DON JOSÉ MARÍA.-  La demanda que traíamos la Señora Condesa y yo...

MACARENA.-  No la digáis, por Dios.

DON JOSÉ MARÍA.-  ¿En tan poco aprecio tenéis a vuestra madre y a este vuestro servidor?

  —133→  

MACARENA.-  Lo que me temo... Señor de Samaniego, yo soy la zorra que digo que las uvas verdes están para mí en este laberinto. Y puesto que al convento he renunciado, y mujer de palabra soy, a vos os ruego que me dejéis mirar en vuestras cepas si algún racimo hay que alcanzar pueda...

CONDESA.-  Señora Doña Juana, ¿qué permitís decir a vuestra alumna?

DOÑA JUANA.-  Señorita, cuidado con las cepas del caballero.

SAMANIEGO.-  Yo a gusto estaría con que vuestros pies entre mis cepas paseasen y hasta zumo de sus granos fabricasen...

CONDESA.-  Señor Alférez, os estáis demorando en demasía. Y el gallinero revolviéndose está con tanta zorrería. Baste de demoras. ¿He de decir yo la demanda, Señor Soldado?

DON JOSÉ MARÍA.-  La demanda es para vos, tío mío.

MACARENA.-  ¿Para él?

DON JOSÉ MARÍA.-  Que, como dispuestos estamos en el arte de la educación y la propedéutica, vuestra autoridad permita sendas universidades: la primera, entre vuestro sobrino y la hija de la Señora Condesa, Doña Macarena.

MACARENA.-  ¡Vaya reválida!

DON JOSÉ MARÍA.-   ¡Selectividad, lo menos!

DOÑA JUANA.-  ¿Y la segunda universidad?

CONDESA.-  Con graves deficiencias en su cultura se encuentra esta condesa, que la aristocracia española, sabido es, más fijada en la espada que en la pluma ha estado en los últimos siglos, y es por ello que es urgente esa universidad, ese ayuntamiento cultural, entre la titulada y el fabulista...

SAMANIEGO.-  El fabulista asiente, que deseoso de ciencia y saber mi mente, mi corazón y aún mi cuerpo se hallan. ¡Qué mejor alimento! Además, tan lejos de las aulas donde mi legítima cocina sus saberes, el apetito hasta el hambre se acrecienta. ¡Viva la ciencia, mi Señora Condesa!

CONDESA.-  ¡Viva!

DON JOSÉ MARÍA y MACARENA.-  ¡Viva!

DOÑA JUANA.-  ¿Y la Maestra, privada se ha de universidad y de docencia?

CONDESA.-  Pensada está la coyunda, más no estaba en nuestra mano el propiciarla.

DOÑA JUANA.-  ¿Cómo es eso?

CONDESA.-  Que vuestro nivel de conocimientos y experiencia como enseñante, en este sanedrín, con el nivel de saberes y de fecunda carrera predicadora, aquí, del Reverendo, se emparejen. Pero tal entendimiento y tal acople por la voluntad del clérigo es obligación pasen.  (Se dirige a DOÑA JUANA y BENITÚA.)  ¿Nada se concluye? ¿Nada se parlamenta? ¿Amiga mía? ¿Reverendo?

DOÑA JUANA.-  Escucho.

SAMANIEGO.-  ¿Padre y amigo?

BENITÚA.-  Escucho.

CONDESA.-  ¡Doña Juana!

DOÑA JUANA.-  Comenzaré... Yo, Señora, por mi parte, he de decir, que la Teología no es mi fuerte...

CONDESA.-  ¿No me digáis que a aprender Teología os oponéis?

DOÑA JUANA.-  No está de moda, mi Señora...

BENITÚA.-  ¿No está de moda?

DOÑA JUANA.-  No.

BENITÚA.-  ¿Pensáis que la Teología es cosa del pasado?

DOÑA JUANA.-  Del pretérito perfecto.

BENITÚA.-  Entonces, decidme, por favor, para vos, ¿qué está de moda?

DOÑA JUANA.-  La Enciclopedia, Eminencia.

BENITÚA.-  Sabéis que no me opongo a tal conceto, pero la Teología no sobra en tal Espasa.

CONDESA.-  Ven como puede haber universidad entre ustedes...

DOÑA JUANA.-  Sea.

BENITÚA.-  Amén.

MACARENA.-  ¿Cuándo empieza el curso?

CONDESA.-  Sin perder tiempo...

DON JOSÉ MARÍA.-  Perdón, yo tengo guardia ahora en Palacio.

MACARENA.-  ¿En qué garita?

DON JOSÉ MARÍA.-  ¿No sabéis lo que es guardia?

  —134→  

MACARENA.-  Lo imagino.

DOÑA JUANA.-  Vaya el soldado a su guardia, mi Señora Macarena, que yendo a trabajar vendrá con más contento a la lición.

MACARENA.-  Suponiendo que en el trabajo no se reciban otras liciones.

DOÑA JUANA.-  Pero eso, Señora Macarena, es la vida, que es forzoso que el profesorado se esmere. Pues los alumnos siempre van detrás del mejor catedrático.

DON JOSÉ MARÍA.-  Se me hace tarde, mi Señora Macarena.

MACARENA.-  Id, pues. Id.

DON JOSÉ MARÍA.-  ¿Dónde os podré encontrar mañana? Para las liciones...

MACARENA.-  ¿Mañana, decís?

DON JOSÉ MARÍA.-  ¿Queréis esta noche?

MACARENA.-  Quiero ahora.

DON JOSÉ MARÍA.-  Que me perdéis...

MACARENA.-  Eso quiero, Espadón.

DON JOSÉ MARÍA.-  Mal empiezo esta contienda. Pero, sea. Acompañarme habréis hasta Madrid, que el relevo tendré que buscar para mi guardia. Después...

MACARENA.-  ¿Después?

DON JOSÉ MARÍA.-  ¿Después?

MACARENA.-  Ya a cubierto, en vuestro gimnasio, por ejemplo, ¿me mostraríais cómo manejáis vuestro sable con destreza? ¡Estoy ignota!

DON JOSÉ MARÍA.-  ¿Una lición de esgrima a tales horas?

MACARENA.-  Qué mejor, ¿verdad, mamá?

CONDESA.-  Pero con poco preámbulo. Que a algunos maestros se les va la fuerza por la boca...

SAMANIEGO.-  Al grano.

MACARENA.-  Eso.

BENITÚA.-  Señora Profesora, ¿cuándo queréis recibir vos la primera lición?

DOÑA JUANA.-  En cuanto haya arreglado, Monseñor, el cobro de mis becas. Ni un minuto antes, ni un minuto después.

CONDESA.-   (Le da una bolsa grande, se supone que llena de dinero.)  Tenga la Doctora su recompensa por su buen oficio con la neófita.

SAMANIEGO.-   (De igual manera que la CONDESA, saca otra bolsa espléndida que da a DOÑA JUANA.)  Reciba la que en esta quinta nombró Directora del Seminario Bascongado de Señoritas, como adelanto de su empresa, y para los primeros viáticos.

BENITÚA.-   (En los dos casos, se ha apropiado de las bolsas.)  Témome, Señora Bachillera, que necesitaréis un tesorero para las tales plusvalías que cobrado habéis.

DOÑA JUANA.-  ¿Tesorero? ¿Eso también sois, Reverendo?

BENITÚA.-  ¡No sabéis lo que un clérigo se ve obligado a saber en su sacrificado ministerio!

DOÑA JUANA.-    (Después de un muy cortés forcejeo, se hace otra vez con las bolsas.)  No seré yo quien os cargue con más peso que el de enseñarme Teología.

BENITÚA.-  Que no es carga, mi Señora Licenciada...

DOÑA JUANA.-  Dejemos al clero libre de deberes mundanos...

BENITÚA.-  Mi Señora Doctora, la moneda -aunque pese lo suyo- es espíritu y no carga. Carga es un barco que viene de ultramar, cien cañones para el Ejército de Su Majestad o, incluso, una fiesta mundana para cinco duques, diez condes y treinta marqueses... ¿El dinero? Puro concepto. Espíritu en una pequeña bolsa de cuero.

DOÑA JUANA.-  ¿Y si son dos bolsas?

BENITÚA.-  Dos espíritus. Como el suyo y el de este cura. Dos espíritus hermanados en una tarea espiritual...

CONDESA.-  Deje al clérigo que se ocupe de las finanzas. Que él sabe más y mejor que nadie de esos afanes. No le pesará, querida Directora.  (El cura se guarda cada una de las bolsas en cada uno de los bolsillos de la sotana con rito y seriedad, mientras DOÑA JUANA hace de tripas corazón.)  Y vaya cada cual a su negocio.

DON JOSÉ MARÍA.-  Nosotros, urgentemente, hemos de partir hacia Palacio...

CONDESA.-  Id con prudencia y tino, que hay mucho loco por esas carreteras.

BENITÚA.-  No forcéis más de la cuenta al jaco en el camino, que es conveniente no reventar antes de llegar al paradero.

MACARENA.-  Yo sabré llevar las riendas del caballo, Reverendo.

  —135→  

DOÑA JUANA.-  Pero aunque a galope se vaya, o por lo tanto, el florete bien en alto, Alférez...

DON JOSÉ MARÍA.-  Vamos a ver cómo arremete el enemigo...

MACARENA.-  Señoras, Señores...

DON JOSÉ MARÍA.-  Recen por mí...  (Se van.) 

CONDESA.-  Señor de Samaniego, de seguro que usted no conoce la colección de grabados de botánica que guardamos en la biblioteca de la quinta y que...

SAMANIEGO.-  ¿No nos íbamos con el Reverendo y la Maestra hacia Madrid...?

CONDESA.-  Déjeles que vayan ellos a solas, y comiencen así, en paz y sin testigos, su plan educativo...  (A BENITÚA.)  Que usted, Don Benitúa, acompañará a Doña Juana hasta las Provincias Vascongadas, para ayudarle en el seminario.

BENITÚA.-  Si la Señora Condesa así lo desea...

CONDESA.-  Lo deseo.

DOÑA JUANA.-  Pues no se hable más. Acérquense ustedes, sin pérdida de tiempo..., a ver los grabados de botánica.

CONDESA.-  Una joya.  (Sale. Desde fuera.)  No se puede usted imaginar qué riqueza tenemos en España...

SAMANIEGO.-  Amigos, nobleza obliga...  (Sale.) 

BENITÚA.-  Señora Doña Juana...

DOÑA JUANA.-  Diga, diga...

BENITÚA.-  ¿Podría usted cubrirse esas vergüenzas? En soledad nos han dejado...

DOÑA JUANA.-  ¿De qué vergüenzas me habla el Reverendo?

BENITÚA.-    (Le da la espalda, pudoroso, a DOÑA JUANA.)  De esas dos bolsas que en su mascarón exhibe...

DOÑA JUANA.-    (Sacando de sus bolsillos las dos bolsas de dinero que se había guardado el clérigo.)  ¿A qué dos bolsas el Inquisidor se refiere?

BENITÚA.-  La Maestra me pregunta a qué dos tentadoras me refiero...

DOÑA JUANA.-  No distingo, mi Canónigo, entre las cuatro que diviso, ¿cuáles dos son las demonias?

BENITÚA.-    (Sin volverse.)  ¿Cuatro?

DOÑA JUANA.-  Sí, las de antes o las nuevas...

BENITÚA.-   (Asustado, se aleja de la «Pecadora».)  ¿No me diga que han parido las de antes unas nuevas...?

DOÑA JUANA.-   (Más provocadora aún.)  Mientras no las vea no se percatará del fenómeno acontecido, Señor Reverendo.

BENITÚA.-   (Ha cerrado los ojos y se va volviendo lentamente.)  Mientras no las vea...

DOÑA JUANA.-  Y aún las toque...

BENITÚA.-  ¿Y aún las toque? ¿A tanto ha llegado la mudanza?

DOÑA JUANA.-  Vea, vea... Y toque si le place, que seguro, como al Santo Tomás, le cuesta a usted reconocer la aparición...

BENITÚA.-  ¿La aparición?

DOÑA JUANA.-  Llámelo como quiera. ¡Hasta milagro!

BENITÚA.-  Una ilustrada me habla de milagros...

DOÑA JUANA.-  Acabe ya. Tenga valor y abra los ojos.

BENITÚA.-  ¿Está lo suficientemente alejada de mí?

DOÑA JUANA.-  Lo estoy, no tenga cuidado, que soy una pobre bachillera y usted casi un prelado...

BENITÚA.-    (Santiguándose.)  Sea...  (Abre los ojos.)  ¡Mis bolsas!

DOÑA JUANA.-  ¿Mis bolsas? Cuando las cuatro son mías...

BENITÚA.-  Doña Juana, no hay mayor pecado que el de la avaricia.

DOÑA JUANA.-  Pero usted se había quedado con dos de ellas...

BENITÚA.-  En depósito. Por su bien... Si no quiere...

DOÑA JUANA.-  ¿Le parece mal?

BENITÚA.-  Es avaricia. Pecado.

DOÑA JUANA.-  ¿Es pecado?

BENITÚA.-  ¡Usted me dirá, Señora Doña Juana!

DOÑA JUANA.-  Le digo que esta sacristana, su sacristana, cuidará de las bolsas como del cepillo de una iglesia...

  —136→  

BENITÚA.-  Aunque se me refugie en el honroso ámbito de la sacristía, avaricia será; o sea, pecado...

DOÑA JUANA.-  Bueno, Reverendo. Lleguemos a un acuerdo y demos fin a esta porfía -y a esta función, que el respetable también lo espera-... Quédeme yo con las bolsas y confiéseme de mi avaricia pecadora.

BENITÚA.-  ¿Con restitución?

DOÑA JUANA.-  ¿Restitución? El botín en mío..., aunque con usted esté dispuesta a compartirlo.

BENITÚA.-  Avaricia, avaricia...

DOÑA JUANA.-    (Arrodillándose ante el clérigo.)  ¡Confesión le pido, reverendo!

BENITÚA.-  ¿Aquí?

DOÑA JUANA.-  Y ahora.

BENITÚA.-    (Mirando al público.)  ¿Sin secreto?

DOÑA JUANA.-  Es usted tan estricto...

BENITÚA.-  La cortina, por favor. Señor Martín, Aldonza...

 

(De la derecha y la izquierda del escenario, ALDONZA y MARTÍN corren sendas cortinas.)

 

MARTÍN.-  Aldonsa, ¿sabes que me ha gustado mucho el chocolate que has hecho esta tarde?

ALDONZA.-  Ya le he visto al Señor Martincho rebañando el puchero al derecho y al revés.

MARTÍN.-  Me parese que tienes buena mano para la cosina.

ALDONZA.-  Usted es que no ha probado un bacalao que yo preparo...

MARTÍN.-  ¿Bacalao, bacalao?

ALDONZA.-  ¿Cómo le gusta al Señor Martincho el bacalao?

MARTÍN.-  ¿Al pil-pil, sabes, por ejemplo?

ALDONZA.-  Mañana, en Madrid, bacalao al pil-pil para el Señor Martincho.

MARTÍN.-  Oye, Aldonsa... Esta práctica del pil-pil bien me parece. Creo que igual te pido que en vez de clases de teoría, como habíamos pactado tú y yo, ya sabes, de aquello, me des clases de práctica...

ALDONZA.-  ¿Clases prácticas de qué, Señor Martincho?

MARTÍN.-  Bueno, primero comensaremos por el pil-pil. Y, luego, ya veremos... Todo, poliki-poliki.  (Mirándole los pechos.)  Oye, Aldonsa, como ya tenemos confiansa, te pregunto: ¿Con esas tetas al aire no tenéis escalofríos las mujeres en los intríngulis?

ALDONZA.-  ¿Qué preguntas me hace, Señor Martincho?

MARTÍN.-  Son del tipo teórico-práctico...

 

(Sale SAMANIEGO entre las cortinas.)

 

SAMANIEGO.-  Llegado hemos al fin de «La Zorra Ilustrada». Como en las fábulas de las que bebí, nada ha sido del todo mentira y nada ha sido del todo verdad. Como ocurre en las obras de mi admirado Leandro Fernández de Moratín. Frente a la falsedad del casticismo o de la balumba jesuítica, no es otro el propósito. A la muerte de Carlos Tercero tuve que quemar comedias como ésta -¿no me creen?-, por eso tal vez a ustedes les resulte extraño que el Samaniego de las fábulas... La Inquisición, amigos. Yo pude morir en mi tierra, pero Moratín tuvo que morirse en el exilio. ¿Que qué pasó con la Ilustración? Lo que pasa con todos nuestros movimientos o movidas ilustradas... Nada nuevo. En España cuando la libertad, de tarde en tarde, saca la cabeza, todo empieza bien -y hasta muy bien- y acaba... como siempre. Pero, tal vez, eso sea la ley de la vida. Como que los españoles, y aún las españolas, les tengamos miedo a las zorras, sobre todo si son ilustradas. ¿Que qué pasó con el Seminario de Señoritas? Pues -¿qué quieren que les diga?- que aquello también empezó... bien y acabó... como siempre.



 
 
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