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Lacrimosidad, panteísmo egocéntrico, amor loco, ansias de la muerte y fastidio universal en cuentos de la prensa del XVIII

Borja Rodríguez Gutiérrez



El recorrido desde el neoclasicismo hasta el romanticismo se hace por la evolución mas bien que por la revolución [...] la pacífica evolución del neoclasicismo hacia el romanticismo, al influirse la poética por la filosofía ilustrada y pasar liberalizándose desde una postura racionalista, deductiva, cartesiana a una nueva postura observadora, inductiva, lockiana -al tomar en una palabra, una nueva actitud sensualista- ante el proceso creativo y los objetos naturales de la imitación.


(Sebold; 1983; 53-54)                






Las ideas de Russell P. Sebold, han inspirado, en los últimos años, abundantes investigaciones sobre el llamado «romanticismo dieciochesco». Fundamentalmente a través de la lírica y del teatro se han ido acumulando ejemplos de Meléndez Valdés, Cándido María Trigueros, Gaspar Melchor de Jovellanos, etc., en los que se presenta una sensibilidad y una actitud ante la literatura en las cuales el sentimiento priva sobre la racionalidad.

Romero Tobar (1994; 89-91) ha cuestionado las ideas de Sebold, reprochándole que no ha analizado lo suficiente todos los géneros literarios y formas de la producción intelectual de la época. Lamenta Romero Tobar la poca atención que ha prestado a la narrativa y a la prosa periodística romántica.

Este trabajo pretende demostrar la existencia en la narrativa en prosa aparecida en la prensa dieciochesca de las características propias de una literatura sentimental y egocéntrica.

La condición sensible de autores y personajes del romanticismo dieciochesco les lleva a una serie de manifestaciones: lacrimosidad; panteísmo egocéntrico; amor loco; ansias de la muerte y por encima de todo, como representación más característica del sentir romántico al «fastidio universal».

Los años 1770-1800 que Sebold en su cronología del romanticismo (op. cit. 127) caracteriza como los del primer romanticismo español, son también los de la aparición de los periódicos españoles. Todos los historiadores de la prensa de España (Gómez Aparicio, 1967; Seoane, 1977; Sáiz, 1983; Valls, 1988; Sánchez Aranda y Barrera, 1992) coinciden en la importancia de esos años y en que a pesar de las múltiples prohibiciones de los gobiernos de Carlos III y Carlos IV, los «papeles periódicos» iban a empezar un período de expansión que se incrementaría vertiginosamente en el XIX. No es raro, por lo tanto, que podamos encontrar huellas de las manifestaciones del sensualismo romántico dieciochesco en las páginas de estos periódicos.

Páginas en las que aparecen cuentos, en número suficiente para incorporar todas las características que antes hemos mencionado. Si bien, y en buen acuerdo con la idea de utilidad e instrucción tan cara a los ilustrados, la mayoría de los cuentos de esos años son cuentos morales, hay abundantes manifestaciones de la sensibilidad romántica en las narraciones que hemos podido recoger.

El patetismo, el gusto por las situaciones trágicas y dramáticas y la presentación emocional, sentimental y lacrimosa de esas escenas es uno de los elementos que con más frecuencia se pueden encontrar.

A poco que se recorran las páginas del Correo de los Ciegos de Madrid o de cualquier otra publicación periódica de esos años es fácil advertir la abundante presencia de relatos históricos. La prensa del dieciocho, se encontraba a gusto con ese género de narraciones «tan útiles e instructivas como deleitables» según decían los editores del Correo de los Ciegos en el prólogo al tomo sexto.

(En el «Prólogo» al Tomo sexto se justifican la presencia en el periódico de relatos históricos porque «la experiencia ha mostrado que los rasgos históricos y anécdotas son tan útiles e instructivas como deleitables». Pero el análisis de los cuentos de temas históricos de ese tomo nos presenta una serie de relatos novelescos, muy marginalmente históricos y que tratan de hechos sorprendentes, preferentemente amorosos. No sólo eso sino que los relatos van precedidos de una entradilla, a modo de titular que enfatiza el aspecto novelesco y peregrino de la historia. Así los relatos aparecen presentados con entradillas como estas: «La hermosura de un joven turco que vivía en Antioquía es causa de crueles guerras entre Francia y la Inglaterra» (Correo de los Ciegos de Madrid, 1789, VI, 2503-2504); «Una joven doncella que iba todas las mañanas a una fuente es causa de que un príncipe tártaro se arme contra el Kan, su padre, y le quite la vida» (Correo de los Ciegos de Madrid, 1789, VI, 2453-2455/2470-2471); «Los amores romancescos del Duque de Buckingham causan una guerra de religión y la toma de la Bastilla» (Correo de los Ciegos de Madrid, 1789, VI, 2733-2734) La coartada de la instrucción viste a relatos muy poco históricos y muy novelescos).

En muchos casos se produce una evidente literaturización o mejor aún una novelización de los episodios históricos que son utilizados por los escritores que cultivan ese género de narraciones. Los asuntos que se seleccionan resultan llamativos por su extrañeza o por su cualidad patética y el desarrollo presta más atención al destino de los personajes y a la aventura que se cuenta que a la fidelidad histórica.

Uno de estos cuentos es «Rasgos Sueltos de la Historia de Ciro». El cuento tiene dos partes, que son en realidad dos cuentos distintos sobre dos parejas de enamorados. El primero, más breve, cuenta la historia de Tigranes y su esposa. El segundo, el principal, es la historia de Panthea y Abradates. Con este título sería publicado un cuento sobre el mismo tema, pero con diferente redacción, en 1807, en el Correo de Sevilla. En una batalla Ciro hace prisionera a Panthea, mujer de Abradates, famosa por su extraordinaria belleza. Tanta es esa belleza que Ciro prefiere no ver a su prisionera para no verse tentado por ella. Araspes, su confidente, afirma que él no sería tentado por esa belleza y Ciro le confía la custodia de Panthea. Pero Araspes se enamora violentamente y Panthea se ve obligada a quejarse a Ciro. Ciro llama a Araspes y le exhorta, ante el arrepentimiento de éste, a purgar su error buscando la gloria en la batalla. Panthea impresionada por la generosidad de Ciro decide intentar que su esposo Abradates abrace la causa del Rey de Persia. Lo consigue y Abradates se incorpora a las tropas de Ciro. Al poco tiempo Ciro parte a la guerra con Asiria y Abradates va con él. La separación entre Panthea y Abradates es muy dolorosa. Abradates muere en la guerra y Panthea se suicida ante el cadáver de Abradates.

El cuento en principio es una narración que pregona las excelencias de las virtudes de la misericordia y la generosidad en el gobernante, un tipo de relato que se repite en la prensa de esos años. [«Rasgo de Heroísmo. El Emperador Achmet I» (Correo de los Ciegos de Madrid, 1787, 193); «El Czarevvits Fevvei, Cuento». (Correo de los Ciegos de Madrid, 1788, 541-542/546-549/554-557/566-567); «Villano del Danubio». (Correo de los Ciegos de Madrid, 1788, 619-622/627-629/636-638); «Rasgo de Piedad del Emperador Marco Aurelio». (Correo de los Ciegos de Madrid, 1788, 733-737); «El Paseo de Scha-Abas, Rey de Persia». (Correo Literario de Murcia, 1793, 185-189)]

Pero la trágica historia de amor de Panthea y Abradates gana protagonismo y termina siendo el eje de la historia. Por eso las partes principales del relato se centran en ellos y muy especialmente en dos momentos: el llanto de Panthea ante el cuerpo de su esposo y la separación de los enamorados en el momento que Abradates se dirige a la batalla donde encontrará la muerte. Separación que es descrita con abundantes detalles de patetismo.

Llegó el día señalado y estando Abradates en disposición de embrazar su coraza, le llevó Panthea un casco de oro, brazaletes del mismo metal, una túnica de púrpura y un penacho de color de jacinto. Sorprendiose Abradates al ver aquellas armas fabricadas, sin saberlo él, por orden de Panthea. «Mi amada Panthea», le dijo «¿te has despojado de cuanto te servía de adorno parar hacerme esta armadura?» «No», respondió Panthea «la más preciosa de mis alhajas me ha quedado, porque si tú pareces a los ojos de los demás lo mismo que pareces a los míos, serás tú mi adorno más rico». Pronunciaba estas palabras armándole al mismo tiempo y sus mejillas estaban inundadas de lágrimas a pesar de la diligencia que hacía por ocultarlas. Abradates, digno por sí de llamar la atención por lo bello de su presencia, se presentó más hermoso y su aire pareció más noble y majestuoso cuando se cubrió con sus nuevas armas. [...] sube a su carro y cuando su escudero cerró la portezuela, Panthea, que no podía abrazar ya a su esposo besaba el carro dando gemidos. Bien presto se aleja y Panthea le sigue algún tiempo sin que la viese Abradates, pero volviendo éste los ojos la vio tras él y le dio un doloroso «Adiós». El exceso de su enternecimiento no le permitió pronunciar otras palabras y le hizo señas con la mano para que dejara de seguirle. Panthea se detiene, cubre su frente una funesta palidez y sus piernas trémulas apenas son capaces de sostenerla. Ya no puede seguir a Abradates, y todas sus fuerzas la abandonan... Al instante la tomaron de los brazos sus sirvientas y la condujeron a su carro en el cual la acostaron y la cubrieron con un pabellón.


Al final la historia amorosa predomina sobre la intención moral con que se iniciaba el relato, y la historia no deja de ser un mero marco para situar la tragedia.

La tendencia al patetismo lleva a relatos de un extrema lacrimosidad. Es el caso de «Historia de Palmira, sacada de un manuscrito antiguo» que se publica en Miscelánea Instructiva, Curiosa y Agradable en 1796. Palmira una noche sale de su cabaña y contempla la oscuridad mientras llora copiosamente. Su hijo la sorprende y la pregunta que ocurre. Palmira le cuenta su historia. Huérfana en su juventud a los dieciocho años se promete con Elidoro, el padre de su hijo. Mientras tanto Dorimón, el señor del pueblo, la asedia pero ella le desprecia. Los dos enamorados se casan y nace el hijo de ambos pero pocos días después, mientras están por la noche junto al río, Dorimón aparece de repente y amenaza a Palmira con un enorme cuchillo. Indica a Elidoro que si quiere salvar a Palmira de la muerte, él debe suicidase ahogándose en el río. Elidoro, desesperado, así lo hace, Dorimón desaparece y Palmira se desmaya. Palmira se queda sola con su hijo. Pocos días después Dorimón vuelve en un barco trayendo consigo el cadáver de Elidoro. Arrepentido, implora perdón, pero Palmira le desprecia. Entierra a Elidoro junto al río, allí donde están hablando ella y su hijo. Finalmente le dice a su hijo que no abrigue sentimientos de venganza.

El amor como fuerza destructora es protagonista de esta historia en la que se percibe muy bien el sentimentalismo lacrimoso del romanticismo dieciochesco. Palmira recuerda llorando a su marido: «¡Permíteme que riegue con mis lágrimas esta triste rivera!» y el narrador indica que «las lágrimas corrían copiosamente de sus ojos» El hijo de Palmira la interroga: «¿Quién puede causarte tan tierno llanto? Derrama, derrama madre mía, tus lágrimas sobre mi seno: ¡cuán dulce me será participar de ellas!». Cuando Elidoro vuelve después de una ausencia, Palmira derrama «lágrimas de alegría». Cuando Elidoro se ve obligado a suicidarse mira a Palmira «vertiendo un torrente de lágrimas» y no puede hablarle porque «los sollozos le cortaron la voz y ahogaron sus palabras». Su hijo llora al oír la muerte de su padre. Al día siguiente de la muerte de Elidoro, Palmira, mientras cuida de su hijo, «vertía arroyos de lágrimas sin poder detener su curso». Cuando Dorimón le trae el cadáver, Palmira le cuenta a su hijo: «Regué con mis lágrimas las tristes reliquias de mi esposo». Finalmente, después de enterrar a Elidoro, planta un sauce junto a su tumba. Concluye el cuento con estas palabras de Palmira a su hijo: «Todas las noches vengo a pasar algún rato al pie de este árbol sagrado [...] Yo no sé explicar el placer que hallo en derramar lágrimas en este sitio».

Conocida es la tendencia lacrimosa del romanticismo dieciochesco. Sebold (op. cit.; 187) sintetiza en pocas palabras la diferencia entre el llanto romántico de uno y otro siglo: «Las lágrimas del segundo romanticismo son en su conjunto interiores a diferencia de las del primer romanticismo que había sido mucho más llorón y húmedo». Aunque usualmente esta lacrimosidad extrema había sido asociada a obras de teatro como El Delincuente honrado o poetas como Meléndez Valdés, tampoco deja de aparecer en la prosa, como observa Francisco Bravo Liñán (1998) analizando tres relatos publicados en el Correo de Cádiz. «Historia de Palmira» situando a sus personajes en una situación límite, les lleva a un llanto casi constante, de tal manera que al cuento se le puede calificar sin dificultad con los un tanto sardónicos adjetivos de «húmedo y llorón» que Sebold utiliza.

Esta superposición del sentimiento sobre el pensamiento lleva al egoísmo romántico, una de cuyas formas es la proyección de los sentimientos del romántico sobre la naturaleza: «Es aquí donde el alma sensible y la naturaleza sensible entran por fin en su nueva relación panteísta egocéntrica. La naturaleza, que no será ya la determinante de los sentimientos del poeta se convierte en extensión de su conciencia, formando una reiteración material de su espíritu» (Sebold; op. cit. 92).

Este panteísmo egocéntrico tiene ejemplos muy claros. El año 1788, el 22 de Octubre, se publica, en el Correo de los Ciegos, «El Convaleciente y el Sepulcro». Galaty, el protagonista, ha conseguido sobrevivir a una grave enfermedad, durante la cual se ha despedido en tres ocasiones de su mujer y de sus hijos, creyendo estar a punto de morir. Ya recuperado, sale un día a disfrutar del fresco aire de la montaña y ante el bello paisaje que descubre hace un canto de alabanza a Dios por la vida que le ha regalado. Todo a su alrededor le transmite vida y alegría. Pero de repente se encuentra con un cementerio y pasa a considerar la proximidad de la muerte, aún de la suya propia. Todo aquello que antes le había parecido lleno de vida lo encuentra ahora próximo, casi inmediato a la muerte. Al final consigue salir de esos instantes de angustia gracias a la ayuda de la religión y de la esperanza de la salvación.

Lo fundamental del relato es la descripción del estado de ánimo de Galaty, analizado a través de tres momentos: el entusiasmo por la belleza de la vida, la desesperación ante la muerte y el consuelo de la religión. Encontramos aquí un elemento característicamente romántico como es la visión organicista de la vida del hombre y la especial identificación del espíritu con la naturaleza. Galaty, en un primer momento no sólo disfruta del esplendor del paisaje: siente que todo a su alrededor ha renacido con él. Enajenado con esa felicidad entona un canto de alabanza a todo lo que le rodea:

¡Qué hermosa perspectiva! ¡Qué riqueza! ¡Qué profusión! ¡Qué superabundancia de vida! Todo parece que toma parte en mi alegría. Cada objeto más fuerte y vigoroso participa de la salud que he recobrado. [...] Todo me convida a disfrutar y cada instante me prepara delicias siempre nuevas y siempre puras. Yo te saludo, oh ribazo encantador; montaña majestuosa yo te saludo. Mieses doradas, pámpanos siempre verdes, cada día os tributaré mis agradecidos afectos, ya sea que me pasee en medio de los campos que adornáis, ya sea que fatigado me siente a la sombra de los pinos que os dominan o ya me detenga en los prados floridos en que pastan y retozan los rebaños de mi patria. La felicidad que me ofrecéis no tiene mezcla de disgusto; la paz que me dais es inalterable.


Pero esta perfecta unión de la naturaleza y el hombre, tan perfecta que incluso el paisaje participa de la salud que el enfermo ha recobrado, queda truncada por la presencia del sepulcro, por la imagen de la muerte, que hace que los mismos elementos del paisaje que antes estallaban de vida y salud sean ahora elementos mensajeros de la muerte y la destrucción:

Un tropel de pensamientos amontonados se ofrece de golpe a su alma atemorizada. Un llanto involuntario corre por sus mejillas aún descarnadas. Considera sollozando aquellas ricas mieses ya prontas a ceder a la hoz destructora. Más arriba mira los pastos, tan antiguos como el mundo, cubiertos ahora de fría nieve. Delante de sí advierte aquel sitio asilo de un silencio eterno, en el cual por todas partes se miran las tristes señales de la muerte y del tiempo.


Se trata de la deformación de la visón de la naturaleza después de pasar por el tamiz de la mente o del estado de ánimo del contemplante. La naturaleza se comprende a través de sentimientos: el horror, la melancolía, lo sublime y no a través de juicios estéticos basados en una naturaleza ideal preexistente en la mente. El romántico contempla la naturaleza y se identifica con aquellos aspectos que mejor se ajustan a sus emociones: silencios, penumbras, soledad, lejanía. O su estado mental es tan fuerte que transforma y altera la realidad de la naturaleza o la interpreta para acomodarla a su estado de ánimo. Sebold, a quien venimos siguiendo en nuestro análisis, ya estudió este caso (op. cit.; 96-108) al analizar una poesía de Cadalso de 1773, «A la muerte de Filis», que él considera un autentico «manifiesto romántico de 1773». Dalmiro, ahogado por su pena realiza una transformación consciente de la realidad circundante: los mirtos se transforman en lúgubres cipreses, los corderos en leones, el canto del jilguero en la ronca voz del cuervo, etc. De la misma manera Galaty pasa de considerar a las «mieses doradas» una muestra de la «salud de la naturaleza» cuando su estado de ánimo es positivo a verlas, en plena angustia, como una anuncio de la llegada de la «hoz destructora».

Esta transformación de la realidad para acomodarla a un determinado estado de ánimo es muy característica del paisajismo y de la sensibilidad romántica. Uno de tantos ejemplos podemos encontrarlo en un artículo de viaje: «Una visita al sepulcro de Abelardo y Eloísa» de Ángel Fernández de los Ríos (El Siglo Pintoresco, 1845, pp. 133-139). El protagonista está en París. Triste e insatisfecho sin un objetivo claro, sale a pasear. Pronto la gente le agobia y se acerca al cementerio del Pére Lachaise. Allí se encuentra con un escritor francés, conocido suyo, que le enseña la tumba de Abelardo y Eloísa. La vaga tristeza que siente el protagonista y la tumba de los célebres amantes culmina en el momento de emoción que es la cima del artículo.

La tarde había pasado insensiblemente. El Sol se acababa de poner, una sombra rojiza señalaba su curso en el horizonte; la luna llena se elevaba sobre un fondo azulado; el aire estaba en calma, la noche creciente permitía distinguir mil luces, que cual estrellas brillaban en la agrupación confusa de los edificios de París; un silencio profundo reinaba en aquel recinto, sólo a intervalos se oían los acentos lúgubres de algunos pájaros nocturnos, y por el lado de la capital un ruido semejante al que forma una cascada lejana; las sombras se acrecentaban, ya no se distinguía más que lo blanco de las pirámides y de las tumbas. La soledad del lugar, lo apacible de la noche, y lo majestuoso de la escena, aumentaban la impresión de tristeza que me dominaba anteriormente; ensanchose mi corazón con la plegaria y dos gotas de agua brotaron de mis ojos.


(p. 138)                


Fernández de los Ríos plantea una visión romántica del escenario de su efusión sentimental: el crepúsculo le permite dibujar un paisaje de contornos no definidos, borrosos. Esteban Tollinchi (1989; I, 195-196) a propósito de los paisajes románticos, recuerda que en la iconografía literaria la atmósfera ensoñada suele manifestarse en la preferencia por los paisajes en que se pierde el perfil preciso y se obtiene lo borroso o lo ambivalente, como sucede en los paisajes de otoño, los crepúsculos, nocturnos y claros de luna. Para conseguir este efecto de crepúsculo y claro de luna, Fernández de los Ríos lleva a cabo una transposición de elementos, sustituyendo lo real por una serie de detalles imaginarios muy propios del romanticismo sentimental. Así nos consigue presentar un cementerio en el interior de una ciudad como si estuviera alejado de todo, en un lugar solitario. Las luces de los edificios se convierten en estrellas lejanas y el rumor de la ciudad en el ruido de una cascada. La naturaleza, el paisaje se transforman para que coincidan con el estado de ánimo del protagonista. Con 77 años de diferencia Galaty y Fernández de los Ríos se entregan a la misma visión egoísta de la naturaleza, tamizándola a través de su estado de ánimo y convirtiéndola en reflejo de su emoción interior. De esta manera el paisaje sonriente se transforma de golpe en amenazante y la tarde en una gran ciudad en un atardecer solitario.

Es evidente que en este desarrollo sentimental el amor toma un papel importante. El romántico siente ansias de infinito. Este anhelo por lo infinito, cuando aparece el amor, da lugar al amor romántico: el sentimiento principal, transformado en un ideal cuasi religioso, al cual el romántico se acerca, pero que no llega a alcanzar nunca en su completa realización. El amor dieciochesco y rococó, sensual, galante e ingenioso no tiene nada que ver con la pasión devoradora romántica: tan opuesta a la castidad y al orden como a la sensualidad placentera. Un amor que se niega la dicha de la compañía, insatisfecho, secreto en su aparición y cohibido muchas veces en su expresión, amor al objeto inasequible, en que predomina la despedida, la ausencia, la infelicidad. Este amor imposible hace que el amante llegue a raptos de locura o le lleva a enfrentarse con el mundo, con las normas, y a prescindir de toda moral.

«Los Dos Paladines o la Amistad a Prueba, Cuento Caballeresco» se publica en el Correo de Murcia los días 17 y 20 de agosto de 1793. Ya desde el subtítulo, «cuento caballeresco», se nos indica la presencia de un tema tan frecuentado por la narrativa romántica como una edad media de caballeros y desafíos en la que no falta el torneo, tan caro a los novelistas románticos desde Walter Scott. Sigifredo y Fridigerne son hermanos, jóvenes y nobles, dos paladines en la corte de Carlomagno. Su amistad era tan estrecha y unida que no había en sus corazones ninguna mujer, hasta que llega a la corte la bella Armonda de Baviera. Ambos quedaron enamorados pero mantuvieron en silencio su amor y lo mismo hizo Armonda, aunque ella ya se había decidido por Fridigerne. En un torneo que se celebra en la corte de Carlomagno cuatro guerreros ganan las prendas de la victoria: son los dos paladines y Amalarik y Giserico, vándalos de alta cuna. Los vándalos son jorobados y feos y Armonda los ofende gravemente al entregar las prendas del torneo. Los dos gemelos, deseando vengarse, presentan al emperador las pruebas de que el Conde de Baviera, padre de Armonda, hacía traición al Imperio. El conde es encarcelado y muere envenenado en la cárcel y su hija es condenada al patíbulo. Los dos paladines aceptan la defensa de Armonda y desafían a los acusadores vándalos, a los que derrotan y obligan a confesar su mentira. Después de esto Armonda declara su amor por Fridigerne y Sigifredo sufre un cruel desengaño. Poco antes de la boda Fridigerne se ve obligado a abandonar la corte. Se va, dejando a Armonda bajo la protección de Sigifredo en un castillo cerca de Aix. Estando en el castillo se declara en Aix una cruel epidemia que causa gran cantidad de muertos. Sigifredo ve su oportunidad, hace correr la voz de que Armonda ha muerto, encierra a ésta en un calabozo, escribe a su hermano contándole la muerte de su prometida y hace colocar en la capilla del castillo un espléndido sepulcro. Mientras toda el mundo cree a Armonda muerta, Sigifredo se enfrenta con ésta y le indica lo que desea: que se convierta en su esposa. Armonda se niega y Sigifredo desesperado decide matarla. Pero en ese momento llega Fridigerne anonadado por la noticia de la muerte de Armonda a llorar y dejarse morir sobre el sepulcro de su amada. Sigifredo permanece presa de una terrible agitación interior. Finalmente su honradez vence a la locura que el amor le causa y saca a Armonda del calabozo y la presenta a Fridigerne.

Se trata de un relato curioso, en el que se mezclan elementos propios del amor cortés (La banda blanca que llevan ambos hermanos, símbolo de la «resistencia a la esclavitud del amor», el juego de disimulos galantes, la urna de plata a la que susurran las damas el nombre del amado), reflexiones típicamente ilustradas (El narrador se escandaliza de la administración de justicia en aquellos tiempos de «barbarie caballeresca») y consideraciones morales que interrumpen la narración («Este sería el tiempo crítico de considerar la ruta necesaria de las pasiones y la cadena de funestos errores en que nos precipita un desordenado deseo, si al mismo tiempo no arrebatara nuestras atenciones un objeto más digno de fijarlas» considera el narrador al entrar en el punto culminante del relato). Destaca el personaje central, Sigifredo, que anuncia ya un protagonista que encontraremos en el drama y en la novela románticas: un hombre enloquecido, enajenado, por la fuerza del amor que puede convertirse en una pasión destructora. Para conseguir a su amada recurre a una estratagema muy parecida a la que el Conde de Lemos utiliza para conseguir burlar el amor de Beatriz Osorio y Álvaro Yáñez, el Señor de Bembibre, aunque en esta ocasión la muerte fingida sea la de la mujer y no la del hombre. Cuando Armonda le reprocha su proceder Sigifredo le responde no sólo no arrepintiéndose de los crímenes que reconoce haber cometido, sino incluso invitándola a compartirlos.

«¿De qué me reprendes, adorada Armonda?», decía el ciego amante, «¿de los excesos y de los crímenes que tu hermosura me hizo cometer? ¿de la infame felonía para con mi hermano? ¿de mis detestables perjurios para con mi amigo? ¡Ah! Cuanto mayores son mis delitos tanto más imposible sería resolverme a perder el fruto de ellos. De tu boca depende mi felicidad. Tú puedes legitimar y hacer honestas mis demasías. Hazte por amor mío cómplice de ellas. Dame tu amor. Concédeme tu mano, cualquiera que sea el dolor y resentimiento de mi hermano.


Sigifredo consigue dominar su locura al final, pero en muchos momentos del relato se encuentra tan obsesionado y monomaníaco como el Macías de El Doncel de Don Enrique el Doliente. El narrador menciona en varias ocasiones, su confusión, y su desesperación. Está sometido a tremendas presiones que le enajenan y se hacen dueñas de su razón:

Ocho días de continuas penas, de reflexiones melancólicas, de memorias horribles, hicieron fluctuar en su alma en un piélago de tormentos espantosos. Fatigaban su espíritu el bárbaro y desenfrenado amor, la desesperación de obtener el fruto de sus criminales procedimientos, la memoria de su traición y felonía, la voz de la sangre, el clamor de la amistad violada y la vergüenza inseparable de tantos crímenes acumulados. Este combate de la razón y las pasiones llegó, en fin a desarreglar su juicio enteramente. Resuelve, pues, cortar un nudo que no podía desatar y ciego de furor se arroja al último delito decretando concluir la horrible tragedia con la muerte violenta de la inocente Armonda.


Esta lucha de sentimientos contrarios, este amor que es peligroso para uno mismo y para la persona amada y que puede desembocar en el asesinato o en el suicidio, el «bárbaro y desordenado amor» que siente Sigifredo es una auténtica pasión devoradora romántica. El propio narrador, aparentemente impresionado por el satanismo de su personaje, interrumpe la historia para asegurar al preocupado lector, que, a pesar de todo lo que se está contando, la historia va a acabar bien.

Este sería el tiempo crítico de considerar la ruta necesaria de las pasiones y la cadena de funestos errores en que nos precipita un desordenado deseo, si al mismo tiempo no arrebatara nuestras atenciones un objeto más digno de fijarlas. Tal es la providencia benéfica de Dios y el inesperado medio con que sus piedades dieron feliz y venturoso término a tantas desventuras.


Desventuras que llevan a la casi locura del personaje. Cuando Sigifredo «arrebatado de su funesto frenesí, sofocados los remordimientos de su corazón y negado a la voz de la naturaleza caminaba colérico al aposento de la infeliz belleza cubierto el rostro de una negra banda y desnudo el bárbaro puñal, ejecutor de su locura» dispuesto a dar muerte en el calabozo a Armonda, se encuentra en el mismo estado de ánimo, de amor y odio al ser amado al tiempo, que el templario Brian de Bois-Guibert, cuando profundamente enamorado de la judía Rebeca, se muestra dispuesto a luchar con cualquiera para conseguir su condena. Las pasiones enfrentadas de Bois-Guibert le producen la muerte en una especie de suicidio emocional. Sigifredo, sin llegar a tanto, sufre un desvanecimiento por causa de sus pasiones encontradas al oír la voz de su hermano cuando se dispone a matar a Armonda. Al final es capaz de recuperarse de su locura; aún su figura no ha llegado al satanismo de los héroes románticos decimonónicos. Pero, para ello, es necesaria la llegada de una «iluminación divina», iluminación que no llegarán a recibir otros furiosos enamorados románticos.

Pero cuando el amor no encuentra satisfacción, o no aparece en el horizonte vital del romántico, la sensación de soledad absoluta lleva al deseo de la muerte. Es el caso de «Himno al Sepulcro». Publicado en cuatro números distintos del Correo de los Ciegos, en 1788, su objetivo es explorar y desarrollar una mentalidad morbosa obsesionada con el sepulcro y el deseo de la muerte. Lo estrictamente narrativo es mínimo. El narrador protagonista hace referencia a la muerte de sus padres, sin que se explique de que manera y hace vagas alusiones a la muerte de algunos misteriosos amigos. No hay referencias a ninguna amada, pero se nos dice que la muerte de los padres y de los amigos es lo que le ha llevado a esa desesperación, a esa angustia, a esa incapacidad de enfrentarse con la vida y a ese deseo constante de la muerte.

Comienza el narrador proclamando su especial sensibilidad que le hace radicalmente diferente de tantos hombres que son incapaces de sentir. La creencia romántica en su característica especial de ser persona más sensible que la gente vulgar, de encontrar en esta sensibilidad un distintivo de especial valor y excelencia esta presente en el autor del Himno. «Los corazones duros e insensibles se quedarán impenetrables, oirán sin compadecerse los acentos de mi dolor. Indiferentes, ignoran que tiernos y durables son los santos afectos de la sangre y de la amistad. Pero yo, que conozco la sensación que causan porque la he sufrido...» Sensibilidad extrema que le lleva a una irremediable soledad: «Huérfano y aislado entre los hombres ingratos, ya no me queda ningún amigo. Me veo extranjero y solitario en el universo y para colmo de desgracias, aún vivo».

Decide abandonar para siempre la casa de sus padres y tanto es su dolor que todo a su alrededor participa de él: el panteísmo egocéntrico que antes mencionábamos. «Toda la naturaleza se resintió, gimieron las duras rocas, enmudeció el río que riega aquellos deleitosos campos y sus blandas orillas repitieron mucho tiempo sus dolorosas quejas». Pero su huida es inútil. El dolor no le abandona porque permanece dentro de él, en su especial sensibilidad. No hay escapatoria, no hay más solución que la muerte.

¡Ya no hay felicidad para mí! Desprecio enteramente el mundo y no espero descansar sino en el sepulcro, ya no vivo sino para exclamar: ¡Ah! ¿Cuándo amanecerá mi último día? ¿Cuándo dejará de arder el hacha de mi vida? ¿Cuándo desapareceré como una sombra o caeré sobre el cuchillo de la muerte, como la flor aniquilada por el aquilón? Mientras el sepulcro pone fin a mis males, no tendré más envidia ni consuelo que el vivir bajo estas tristes sombras que alimentan mi dolor, divierten mi sufrimiento y hablan sin cesar a la causa productiva de mis males.


Una sensibilidad morbosa y lacrimosa la de este narrador que se pregunta a sí mismo «¿Tendré valor para traer a la memoria unas pérdidas tan amargas y que renovándose cada día me hacen derramar lágrimas sin cesar?».

Porque la tristeza es un corolario necesario de la especial sensibilidad romántica y aún hay un placer en esa tristeza. Esa es al menos la opinión del autor de «Reflexiones en el entierro de un rico» (Semanario de Salamanca, 1795, 114-118): «Es preciso convenir que este estado de languidez y de melancolía a que nos arrastra el espectáculo de la campiña despojada, tiene sus encantos; que se complace uno en él y procura prolongarlo. [...] Tenemos necesidad de entristecernos aún más que la que pensamos; y esta necesidad es a proporción de lo sensibles que somos».

Con la idea de la muerte rondando sin cesar, sin un amor que corresponda a su sensibilidad especial, solo en un mundo que no le comprende: el romántico llega al «fastidio universal». Pocos representantes más caracterizados de este sentimiento podremos encontrar como el que ahora vamos a ver. Se trata de un relato titulado «Hecho memorable» que se presenta como una historia real, aunque hay ciertas incongruencias en las fechas (Según el Correo de Murcia, periódico donde apareció, se trata de una historia publicada en la Gaceta General de París en 1664, pero la carta al juez del protagonista, que se incluye en el relato aparece fechada en 1773. Tal vez sea una errata).

El hecho que se cuenta es un doble suicidio de dos jóvenes soldados de veinte y veinticuatro años sin una causa inmediata para ello, sino simplemente por un hastío de la vida. Para más contraste el suicidio se produce el día de Navidad. Difícilmente podríamos encontrar un tema más inmoral, más nocivo y más repugnante para la mentalidad ilustrada y al mismo tiempo más próximo a la sensibilidad romántica. Es más, la parte principal de la historia se reserva para dos cartas de los suicidas, auténticos manifiestos del «fastidio universal»

Carta a los jueces:

Un hombre que muere con su entero conocimiento, debe no dejar ignorar nada de lo perteneciente a su suerte, a los que a él sobreviven. Nosotros nos hallamos en este caso y queremos impedir que se inquiete a nuestros huéspedes y dar cuenta de nuestra partida.[...] Humano es el mayor de los dos y yo, Bordeau, soy el más mozo. [...] Humano tiene sólo veinticuatro años, yo no he cumplido aún cuatro lustros. Ningún motivo tenemos ni uno ni otro que nos obligue a interrumpir nuestra carrera. Sabemos que existe un momento para dejar de existir para toda la eternidad y queremos anticiparnos a este acto despótico del destino. En fin estamos disgustados de la vida y ésta es la única razón que nos la hace dejar. [...]

Hemos probado todos los placeres de esta vida y el mayor de todos que es el de hacer bien a nuestros semejantes. Todavía pudiéramos gozar de ellos pero todos los gustos tiene fin y la misma idea de que han de acabarse los envenena. [...]

Señores jueces, nuestros cuerpos quedan a disposición de Vms., pero despreciándolos como los despreciamos, poco nos importa cuanto quieran hacer con ellos.

Carta de Bordeau al teniente Clerac

Mi teniente: es tiempo de dar a Vm. gracias por la amistad y favores que le debí durante la residencia en esa plaza. Acuérdome que muchas veces en nuestras conversaciones dije a Vm. que me disgustaba mi estado actual. Esta confesión era ingenua, pero no exacta. Después me he examinado más seriamente y he conocido que aquel disgusto no sólo se extendía a mi estado actual sino también a todos los estados posibles, a los hombres, a todo el universo y aún a mí mismo. De este principio debía sacar una consecuencia.

Cuando todo nos cansa debemos dejarlo todo [...]

En fin llega el instante en que voy a dejar la patente de existencia que tengo en mi poder casi veinte años ha y que me cansa de diez años a esta parte [...]

Escribo a Bar para que entreguen a Vm. unos cuadernos que deje en Guise [...] en ellos encontrará Vm. algunos fragmentos de Literatura nada vulgares [...]

Si se existe después de esta vida y hay peligro en dejarla sin permiso procuraré venir a avisarle a Vm. Si todo se acaba con la vida, aconsejo a todos los infelices, esto es, a todos los hombres, que imiten mi ejemplo [...]

Su más afecto y reconocido servidor que fue primeramente humanista, después letrado, después pasante de procurador, después fraile, después dragón y después nada.


Pocos personajes más propios para impresionar a una sensibilidad romántica que este joven de veinte años, autor de «fragmentos» literarios, a quien le disgustan todos los estados posibles, los hombres, el universo y aún él mismo, que ya ha probado los diferentes estados de la vida, incluido «el rojo y el negro», y que está cansado de vivir desde los diez años. Y que como acto final de rebeldía decide quitarse la vida para rebelarse contra el destino y anticiparse al acto despótico de quitársela a pesar de su voluntad, reconociendo que en el fondo ya no es nada.

Nada falta en el joven Bordeau de las características del héroe romántico. Sensible, desde los diez años se encuentra solo. La comprensión del mundo le produce hastío y cansancio. Su especial sensibilidad le lleva a la literatura, y su obra, según él mismo, no es en absoluto, vulgar. Rebelde hasta el final prefiere quitarse la vida él mismo que aceptar el «acto despótico del destino» («El alma que le alienta y le ilumina / con Dios le iguala, y con osado vuelo / se alza a su trono y le provoca a duelo» nos dice Espronceda de Don Félix de Montemar. De la misma manera Bordeau provoca a duelo a Dios, anticipándose a su voluntad. Al igual que El Estudiante de Salamanca es un «alma rebelde que el temor no espanta /hollada sí, pero jamás vencida»). Por no faltar, ni siquiera falta en el joven suicida el consabido y ampliamente satirizado gusto romántico por el fragmento.

El hecho de que el relato se publique y que no provoque una catarata de protestas en el periódico donde apareció (Correo de Murcia) nos indica que ya hay una sensibilidad romántica formada en los suficientes lectores como para que esta historia aparezca en prensa. No hay forma alguna de caracterizar esta historia como «prerromántica» ni hablar de indicios o vestigios o albores del romanticismo. En la carta del joven dragón se encuentra un extremado nihilismo que emparenta a Bordeau con los románticos más exaltados del XIX.

Esta selección de muestras de sensibilidad romántica en la prensa de los últimos años del XVIII se ha basado en las narraciones breves que en esa prensa aparecían. Literatura de carácter secundario desde el punto de vista artístico, es cierto, pero no por ello deja de ser testimonio de los temas y actitudes que existían en esos años en ambientes literarios y sociales. Publicados entre 1787 y 1796 las fechas de estos cuentos se corresponden perfectamente con los años (1770-1800) en los que Sebold (op. cit.; 127) ha situado el «Primer Romanticismo Español».






Bibliografía

  • Bravo Liñán, Francisco. (1998). «Anotaciones a tres relatos cortos insertados en el Correo de Cádiz (1795-1800)» I Congreso Internacional sobre novela del Siglo XVIII. Pp. 113-122. Almería. Universidad de Almería, Servicio de Publicaciones.
  • Gómez Aparicio, Pedro. (1967) Historia del periodismo español. Desde la «GACETA DE MADRID» hasta el destronamiento de Isabel II. Madrid: Editora Nacional.
  • Romero Tobar, Leonardo. (1994) Panorama crítico del romanticismo español. Madrid: Castalia.
  • Sánchez Aranda, José Javier y Carlos Barrera. (1992). Historia del periodismo español desde sus orígenes hasta 1975. Pamplona: Ediciones Universidad de Navarra S. A.
  • Sáiz, María Dolores. (1983). Historia del periodismo en España. 1. Los orígenes. El siglo XVIII. Madrid: Alianza Universidad.
  • Sebold, Russell. (1983). Trayectoria del romanticismo español. Barcelona: Editorial Crítica.
  • Seoane, María Cruz. (1977). Oratoria y periodismo en la España del siglo XIX. Valencia: Editorial Castalia / Fundación Juan March.
  • Tollinchi, Esteban. (1989). Romanticismo y Modernidad. Ideas fundamentales de la Cultura en el Siglo XIX. Puerto Rico: Editorial de la Universidad de Puerto Rico.
  • Valls, Josep-Francesc. (1988). Prensa y burguesía en el XIX español. Madrid: Anthropos.



Apéndice


«Rasgos sueltos de la historia de Ciro»

Correo de los Ciegos de Madrid
2 de Junio de 1787. Págs. 273-274. 6 de Junio de 1787. Págs. 277-278.

Este conquistador rey de los persas subyugó los estados de Yaxares y se apoderó de su persona y familia, por haber faltado a un pacto que tenía con él. Después de reprenderle Ciro su perfidia preguntó a Tigranes, hijo de aquel príncipe, que juicio hacía de la conducta de su padre. Tigranes, que no tomó parte en ella y quería obligar a Ciro a no desmentir su virtud y generosidad, le respondió: «Si son de vuestra aprobación las acciones de mi padre, os aconsejo que las toméis como modelo, pero si las reprobáis os exhorto a que no las imitéis». Ciro, que en el fondo de su corazón estaba decidido siempre por la clemencia, preguntó también a Tigranes cuanto daría por el rescate de la princesa, su mujer. Tigranes, sin detenerse, respondió que daría su vida, su fuese necesario. A estas palabras le abrazó Ciro tiernamente y devolvió al rey de Armenia sus estados, y concedió la libertad, sin rescate alguno, a toda su familia, ganándose por esta generosa conducta amigos fieles que jamás le fallaron. Después de esta reconciliación se restituyeron a Armenia los príncipes y princesa llenos de gozo. Estando ya en su palacio conversaron de Ciro y uno alababa su generosidad, otro su talento y prestancia y Tigranes pregunto a su mujer: «¿Y a ti, esposa amada, que te ha parecido Ciro?» «No le he visto», respondió la princesa. «¿Pues a quién mirabas?» «Al que dijo que daría su vida por librarme de la servidumbre».

En una batalla hizo Ciro prisionera a Panthea, mujer de Abradates, rey de la Suciana. No quiso verla a causa de la gran fama que tenía de hermosa. Araspes, su confidente, se le manifestó sorprendido de que tuviese aquella desconfianza de su virtud y añadió: «Por lo que a mí toca estoy seguro de que ninguna mujer del mundo podrá seducir mi razón». «Araspes», replicó Ciro, «la flaqueza es ordinariamente fruto de la presunción. No obstante quiero creer que tienes ese supremo imperio sobre ti mismo y así te confío a Panthea; es muy justo que el hombre más virtuoso sea escogido para protector de la inocencia y la hermosura».

En efecto, el rey confío la guarda de Panthea a Araspes, el cual, deslumbrado bien pronto por sus atractivos, olvidó sus resoluciones y el honor. La princesa conoció con la más viva indignación su pasión criminal, pero sabiendo que Ciro y Araspes estaban unidos con una amistad tierna, creyó que debía respetar sus vínculos y el temor de romperlos la obligó a callar mucho tiempo. Al cabo, viendo que ya debía temer alguna indigna violencia por parte de Araspes hizo informar a Ciro de su situación. Retirola el príncipe inmediatamente de las manos de Araspes, y la tributó todas las demostraciones de interés y respeto debidas a su nacimiento, a su virtud y a sus desgracias. Araspes, casi desesperado, se contemplaba perdido y trataba ya de preparar su fuga cuando llegan a buscarle de orden de Ciro. Fue a presentarsele lleno de aquella turbación y temor que inspiran los remordimientos. Viendo Ciro a su amigo en tal estado de abatimiento se sonrojó y bajó los ojos. El primer momento de la virtud no es ensoberbecerse con su triunfo sobre el vicio castigado, sino al contrario, sentir todo lo que su gravedad tiene de amargura, perturbarse y procurar suavizar su peso con la indulgencia más tierna. Después de unos instantes de silencio, mirando Ciro a Araspes con suma dulzura, le dijo: «No temas mis reprensiones, Araspes, conozco tu corazón y estoy bien cierto que él es más severo para contigo que lo que pudiera serlo tu amigo, porque él te ha exagerado sin duda tu falta, y la amistad debe hacerla excusable a mis ojos. Una ausencia saludable puede separarte de los peligros del amor; parte pues, amado Araspes, anda a combatir contra mis enemigos, ve a buscar la gloria que ella sola es quien podrá ofrecerte consuelos dignos de ti». Este discurso avivó en el marchito corazón de Araspes la llama viva y pura de la virtud. Penetrado del reconocimiento más tierno y ardiendo en él deseo de manifestarlo con testimonios brillantes, besa llorando la augusta mano de su indulgente amigo y sin detenerse en explicar con vanas palabras los profundos sentimientos que llenaban su alma, le deja y parte de la corte el mismo día en busca de los enemigos de su rey. La fortuna recompensó su celo, proporcionándole la dicha de hacer a Ciro los mayores servicios y que olvidase la flaqueza que había tenido con las hazañas tan brillantes como útiles que acababa de ejecutar. Panthea por su parte, penetrada vivamente de los procederes generosos de Ciro formó el designio de atraer a Abradates al partido del rey. Para este efecto le escribió, haciéndole una descripción tan circunstanciada y halagüeña de la conducta de Ciro que Abradates, transportado de gozo y reconocimiento, partió con diligencia, acompañado de unos dos mil soldados de caballería a reunirse con Ciro. Cuando llegó a los primeros puestos de los persas hizo avisar al príncipe y éste mando conducirle desde luego a la tienda de Panthea. Al instante que se vieron los dos esposos se precipitaron mutuamente entre sus brazos con aquellos transportes que causa una felicidad inesperada. Después de haberse dicho todo cuanto la ternura y el regocijo puede inspirar, habló Panthea a Abradates sobre la moderación y generosidad de Ciro y especialmente de la sensibilidad que había manifestado por sus desgracias. Concluida esta conversación fue Abradates a visitar a Ciro y al acercársele le tomó la mano, diciéndole: «Señor, yo no puedo reconocer mejor las gracias de que nos habéis colmado, sino ofreciéndoos en mí un servidor, un amigo, un aliado que sabrá merecer estos títulos tan amables y gloriosos, derramando toda su sangre por vos si fuera necesario».

Pasado algún tiempo resolvió Ciro dar batalla a los asirios y confió a Abradates un cargo considerable. Llegó el día señalado y estando Abradates en disposición de embrazar su coraza, le llevó Panthea un casco de oro, brazaletes del mismo metal, una túnica de púrpura y un penacho de color de jacinto. Sorprendiose Abradates al ver aquellas armas fabricadas, sin saberlo él, por orden de Panthea. «Mi amada Panthea», le dijo «¿te has despojado de cuanto te servía de adorno parar hacerme esta armadura?» «No», respondió Panthea «la más preciosa de mis alhajas me ha quedado, porque si tú pareces a los ojos de los demás lo mismo que pareces a los míos, serás tú mi adorno más rico». Pronunciaba estas palabras armándole al mismo tiempo y sus mejillas estaban inundadas de lágrimas a pesar de la diligencia que hacía por ocultarlas. Abradates, digno por sí de llamar la atención por lo bello de su presencia, se presentó más hermoso y su aire pareció más noble y majestuoso cuando se cubrió con sus nuevas armas. «Acuérdate, Abradates», dijo Panthea «de las obligaciones que tenemos para con Ciro». A estas palabras puso Abradates la mano sobre la cabeza de su mujer y levantando los ojos al cielo: «¡Gran Dios», dijo «haced que yo me muestre hoy digno esposo de Panthea y digno amigo de Ciro!». Diciendo esto sube a su carro y cuando su escudero cerró la portezuela, Panthea, que no podía abrazar ya a su esposo besaba el carro dando gemidos. Bien presto se aleja y Panthea le sigue algún tiempo sin que la viese Abradates, pero volviendo éste los ojos la vio tras él y le dio un doloroso «Adiós». El exceso de su enternecimiento no le permitió pronunciar otras palabras y le hizo señas con la mano para que dejara de seguirle. Panthea se detiene, cúbrela su frente una funesta palidez y sus piernas trémulas apenas son capaces de sostenerla. Ya no puede seguir a Abradates, y todas su fuerzas la abandonan... Al instante la tomaron de los brazos sus sirvientas y la condujeron a su carro en el cual la acostaron y la cubrieron con un pabellón.

Ganó Ciro la batalla y en ella se cubrió de gloria y perdió la vida Abradates. La desgraciada Panthea hizo recoger su cuerpo, lo puso en el carro que la servía ordinariamente y lo condujo a las orillas del Pactolo. Con la noticia de este triste suceso se llenó Ciro del más vivo dolor, montó inmediatamente a caballo, mandó a su comitiva que le siguiese cuanto antes y llevasen sus adornos más exquisitos a fin de vestir con ellos el cuerpo de su virtuoso y amado amigo y fue a buscar a Panthea. Hallola sentada en tierra, sosteniendo en sus rodillas la cabeza de su esposo, mientras que los eunucos le cavaban un sepulcro en una altura inmediata. Al ver Ciro este espectáculo doloroso brotó de sus ojos un diluvio de lágrimas. Panthea, inmóvil y sin color, con los ojos fijos en aquel triste objeto, no pudo distraerse en manera alguna de su funesta contemplación. Estaba impresa en su rostro la imagen del dolor más profundo, pero sus ojos no derramaban tan sólo una lágrima, su boca no profiere un lamento, su amargura es lúgubre y tranquila porque es superior a todo humano consuelo. Respira aún, pero ya no existe. Una saeta mortal ha despedazado su corazón y este corazón infeliz ha renunciado a la vida que aborrece. Ciro se echa a sus pies y bañando en llanto el rostro de Abradates: «¡Alma generosa y fiel», exclamó, «tú nos has abandonado!». Pronunciando estas palabras quiso tomar la mano del muerto y se le queda entre las suyas, porque un egipcio se la había cortado de un hachazo. Al ver aquella mano mutilada tiembla Panthea y arroja un lamentable grito que hace estremecer a Ciro. Ella deja caer su cabeza sobre el cuerpo de Abradates y entonces se oyeron sus sollozos y sus tristes gemidos. «¡Ah, Ciro», dijo, «mirad a donde le han conducido su amor para conmigo y su inclinación hacia vos...! ¡Qué insensata fui yo... yo misma fui la que le hice venir a esta fatal ribera...! ¡En fin él ha muerto sin haber merecido jamás alguna reprensión y yo que con mis consejos le he encaminado al sepulcro, vivo todavía...!» Ciro se deshacía en llantos sin hablar palabra, pero rompiendo después el silencio: «Oh, Panthea», dijo, «vuestro esposo ha terminado por lo menos gloriosamente su carrera. Ha muerto en el seno de la victoria, admite lo que te ofrezco para adornar su cuerpo. Le reservo aún otros honores. Se le erigirá un túmulo digno de un héroe como él. Y a ti, oh amada y virtuosa Panthea no te faltará apoyo, hallarás siempre en Ciro el amigo más tierno y fiel. Resuelve tú misma tu destino y dígnate decir a que paraje deseas que te lleven». «Señor», respondió ella, «antes de anochecer sabréis a donde pienso irme». Ciro se despide. Panthea hace retirar a los eunucos con el pretexto de entregarse más libremente a su dolor, y quedó sola con su nodriza, a la cual ordenó que, en muriendo envolviese en un mismo paño su cuerpo y el de su esposo. La nodriza procuró con sus ruegos disuadirla del funesto designio de darse la muerte, pero viendo que eran inútiles sus súplicas y no servían más que para irritar a su señora se sentó a llorar. Entonces saca Panthea un puñal que traía después de mucho tiempo, pone su cabeza sobre el pecho de su esposo, se da con el puñal y muere pronunciando el nombre querido de Abradates.

Informado Ciro de tan trágico suceso corre arrebatadamente con esperanza de llegar aún a tiempo a socorrer a Panthea. Los tres eunucos, testigos de la desaparición de su señora, acaban de quitarse la vida a puñaladas en el mismo sitio que les habían mandado que se mantuviesen. Ciro hizo a los muertos los últimos honores con la mayor pompa y erigió a los dos esposos un soberbio mausoleo en que colocó a entrambos.




Historia de Palmira, sacada de un manuscrito antiguo

Miscelánea instructiva, curiosa y agradable. 1796. 124-138.

El cielo estaba sembrado de estrellas, la luna brillaba en los aires y la noche, revestida de su manto, cubría las colinas y los valles. Sumergida en una profunda meditación y como fuera de sí, salía Palmira de su cabaña y dirigía sus pasos por las orillas del río vecino. Después, sentándose sobre un sauce solitario contemplaba en el silencio el reposo de la naturaleza: pero bien pronto, con voz lastimera, prorrumpió en estas palabras: «¡Objeto de mi eterno llanto! ¡Permíteme que riegue con mis lágrimas esta triste rivera y que recorra en mi imaginación unas memorias demasiado tiernas». Las lágrimas corrían copiosamente de sus ojos: estaba apoyada sobre el sauce y la luna cubría su cara de un pálido resplandor, cuando un ruido, cuya causa estaba cerca de ella la hizo volver la cabeza a toda prisa. Era su hijo que atónito y confuso y la ternura filial pintada en su semblante, la dijo enternecido: «Madre mía, sin duda que yo no soy tu hijo, pues no me comunicas tus secretos. Yo te he seguido desde la cabaña y he oído tus lastimeras quejas que han traspasado mi corazón. ¿Quién puede causarte tan tierno llanto? Derrama, derrama, madre mía, tus lágrimas sobre mi seno. ¡Cuán dulce me sería participar de ellas!»

«Hijo mío», respondió Palmira, «único consuelo de mis últimos días, nada te negaré: conozco tu alma grande y noble y al verte tan virtuoso me doy mil parabienes de ser tu madre. Estoy bien cierta de que vanos resentimientos no hallarán jamás cabida en tu corazón» «¿Y bien», replicó impetuosamente el mancebo, «qué ofensa, qué delirio...?» «Todo lo sabrás, ¡hijo mío! Ármate de respeto: aquí reposan las cenizas de tu padre. Ya veo tu sorpresa, pero escucha la deplorable historia».

«En los primeros años de mi edad perdí los autores de mi vida. Una buena parienta, cuya alma era superior a su nacimiento me recogió y cuidó de mí con amor de madre. Apenas tenía yo dieciocho años cuando la muerte me quitó también esta segunda madre, único apoyo de mi liviana juventud. Halleme pues sola, abandonada a mí misma, sin más guía que un corazón puro alimentado de los principios de la virtud y de la honestidad».

«Pero yo no tenía más que dieciocho años y mi corazón excesivamente sensible experimentaba la necesidad de amar, como ordinariamente sucede en tal edad. Quería un amigo, quería un apoyo y buscaba en él los mismos sentimientos, la misma virtud que yo experimentaba en mi corazón. No sin mucho trabajo llegué a encontrar este prodigio. Elidoro, tu padre, me ofreció el homenaje de un corazón amante y tierno y lleno de inocencia como el mío. Una dulce simpatía nos atrajo el uno al otro con fuerza irresistible. Prometile mi mano, que ya tenía mi corazón y partió al instante a anunciar a sus padres la esposa que había elegido. ¡Ah! Partió para mi desgracia. Una tarde de verano salí, según mi costumbre de las orillas de este río y habiendo dejado mis vestidos en la ribera me arrojé al agua. Un momento después vi un coche que se paró enfrente de mí: estremecime y hubiera querido sepultarme en lo más profundo del río. Observé con atención y conocí a Dorimón, señor de aquel territorio. Habíame visto desde su coche, pero sea que temiese asustarme si llegaba a mí o que los que le acompañaban le incomodasen con su presencia, partió como una exhalación y creí verme libre a costa de un temor vano. Mas al día siguiente ¡cuál fue mi sorpresa al verle llegar solo a mi cabaña! Yo sabía muy bien que las personas de nacimiento igual al suyo no respetan en mi sexo las leyes del honor ni de la virtud y que no creen que hay delicadeza ni honradez en una clase inferior a la suya. Horrorizeme del odioso designio que le conducía y que no tardó mucho en descubrirme, pero hallé en mi virtud armas tanto más poderosas para rechazar la seducción y desperanzar enteramente a aquel vil corruptor».

«Elidoro volvió. Yo derramé lágrimas de alegría y bendije al cielo que había unido dos corazones virtuosos. ¡Hijo mío! Quiera Dios que conozcas, como tu padre, el verdadero amor y como él jamás te separes de la virtud, que es su base firme y su sólido fundamento. ¡Hijo mío! Yo conocí la felicidad y la vi desvanecerse como una sombra. Apenas tú, prenda preciosa de la más estrecha unión, empezabas a pronunciar con voz balbuciente el dulce nombre de madre, cuando atento tu padre a todos tus movimientos los dirigía con maña al fin principal del hombre, que es la virtud. ¡Ah! Que alegría no inundaba nuestros corazones al cultivar de concierto la semilla preciosa de la bondad que después se ha descubierto en tu alma!»

«Una noche sentados a la luna discurríamos sobre los medios de inspirarte aquellos sentimientos nobles, aquel amor sublime de lo justo y de lo honesto, en una palabra darte un corazón inocente y bueno que tanto agrada al ser Supremo. Subíamos así hasta la causa increada, admirábamos el orden inmudable y la armonía del universo, sintiendo en nosotros una especie de desaliento al considerar nuestra flaqueza y casi nuestra nada con relación al Todo inmenso que observábamos; pero al mismo tiempo una dulce confianza animaba nuestras almas absortas y arrebatadas en el más dulce enajenamiento. Entretanto tú jugueteabas a poca distancia de nosotros. La serenidad de la inocencia brillaba en tu cara y tu padre y yo observábamos las gracias naturales de la infancia que te hermoseaban. ¡Oh, qué momentos tan puros y serenos! ¡Pero, ah! Ellos no volverán más, para siempre los perdí...»

«De repente se echó sobre mí un hombre: grité, miré y era Dorimón, que amenazando con un puñal mi garganta, con voz furiosa y descompuesta exclamó: "No vengas, Elidoro, a socorrer a Palmira, sino quieres verla caer a mis pies, pero si la amas más que a ti mismo..." "¿Qué he de hacer?", dijo Elidoro, arrebatado de un furor que por necesidad tenía que ahogar dentro de sí. "Es preciso", replicó aquel monstruo, "que te precipites en el río: no te detengas o vas a ver correr su sangre". Aterrada con tan terribles amenazas dije: "¡Elidoro, déjame morir!" "¡No, Palmira!", replicó él vertiendo un torrente de lágrimas. "No morirás, no, ya que está en mi mano el conservar tu vida. Y tú desgraciado Dorimón, ¿qué rabia te incita a turbar la paz de nuestra unión y a mancharte con un crimen atroz? Detente hombre feroz, ¿es acaso tu corazón de bronce? Detente, yo te lo pido en nombre de Dios supremo, terrible vengador de los delitos" "No hablemos más", replicó Dorimón, "elige entre su vida y la tuya" "¡Ah! No tengo en que detenerme" exclamó Elidoro, arrebatado de dolor, y tomando carrera iba a precipitarse en el río... Yo di un grito penetrante que suspendió sus pasos. Quiso hablarme pero los sollozos le cortaron la voz y ahogaron sus palabras. Su corazón, despedazado como el mío, no podía sufrir tantos tormentos. Mas Dorimón, rabioso e impaciente porque no veía consumado su delito dijo: "Esta es mucha dilación: mira su sangre que salta ya de su pecho" "Detente", replicó Elidoro desesperado. "¡Adiós, amada Palmira!"... Y dicho esto se tiró al río y sus aguas alborotadas le sumergieron. Arrebatada de dolor di gritos lamentables y mi alma oprimida parecía que iba a desaparecer».

«¡Hijo mío!, ¿te estremeces?, ¿lloras? Tú conoces bien la profundidad de mi herida. Inexplicable es la turbación en que me vi. Experimentaba todas las angustias de la muerte pero sin acabar de morir. Libre ya, sin saber como, de los brazos del asesino iba arrojarme en el agua para seguir a tu padre, cuando tu débil voz me llamó. Detenida por sólo el instinto de la naturaleza me paré a la orilla del precipicio. Fui maquinalmente hacia ti, te tomé en mis brazos y caí sin fuerza sobre la ribera. Allí pasé toda la noche sin dormir, sin pensar, sin existir».

«El día apareció bien pronto por mi desgracia. Hasta entonces había estado fuera de mí; pero la luz del día me volvió la vida y me hizo conocer toda la intensidad de mis desgracias. Reflexionaba y aumentaba mi mal. Vertía arroyos de lágrimas sin poder detener su curso ni podía separarme de estas funestas riveras, y tú, con aire risueño, me pediste de comer. "Pobre niño", repliqué yo amargamente, "tú no conoces el horror que te rodea"».

«Luego que entré en la cabaña todos los objetos que se presentaban a mi vista no servían sino de alimentar mi dolor. Mi desesperación llegaba al último punto, y yo no existía sino para sufrir. ¡Juzga tú como estaría mi corazón! Cuando una serie de acontecimientos tristes, sucediéndose sin cesar con paso lento y progresivo, nos preparan de antemano a la pérdida de un objeto amado, el alma tiene tiempo para adquirir fuerzas con que sobrellevar el golpe tremendo, pero yo que con plena seguridad gozaba con sosiego del placer de un feliz momento, ¿podía haberme armado contra una desgracia tan funesta cuanto inesperada? Mi alma elevada a los cielos, ¿podía pensar en los delirios de la tierra? ¡Oh Elidoro, esposo amargamente llorado yo era feliz contigo...! Un momento más ligero que el rayo destruyó mi felicidad y te sepultó en las aguas. Mi alma oprimida no pudo sostenerse contra una tormenta tan rápida, parecíame ver el cielo desgajarse sobre mi cabeza y perdí el uso de la razón».

«Luego que volví en mí, extendí por todas partes mi vista amedrentada y solo vi un espantoso vacío que me rodeaba. Envié a los parientes de Elidoro una pintura fiel de mi desgracia, pero unos habían ya muerto y otros habían pasado al otro lado de los mares. Quedé pues viuda por el crimen más inaudito y sin otro recurso que yo misma. En mi deplorable situación, tú solo, hijo, me has hecho amar la vida y como tu inocencia me había ya conservado, tu virtud naciente me hace dulces algunos momentos de ella».

«Un día estaba yo sentada sobre esta ribera, siguiendo con la vista el curso de las aguas cuando advertí un barquichuelo que navegaba lentamente. Levanteme, conmovida y mi corazón sobresaltado se entregaba ya a una lisonjera esperanza. "¡Dios mío!", decía yo, "si será Elidoro que habrá podido salvarse". La impaciencia me hacía contar los momentos. En fin el barquichuelo abordó cerca de mí. Cubríale un paño negro y lúgubre, Acerqueme y vi a Dorimón. No me atemorizó su presencia. Fuime a él con intrepidez y le dije: "¿Qué buscas? Habla". Su respuesta fue echarse a mis pies y descubrirme el cuerpo de Elidoro. ¡Hijo mío! Mis llagas se renovaron y volvieron a verter sangre. Regué con mis lágrimas las tristes reliquias de mi esposo. "Elidoro", exclamé, "¡por qué me has amado tanto? ¿Tú te has sacrificado por mí y yo no te he seguido? ¡Ah! Perdona, perdona. Obligaciones sagradas me detienen en este mundo. Sí, esposo mío, si no fuera por esta parte de ti mismo, si no fuera por tu hijo yo no vería ya la luz". Mientras me sumergía así en mi dolor el autor de mis males gemía a mis pies. Los remordimientos, vengadores de la sangre inocente, despedazaban su corazón. Largo tiempo permaneció sin hablar y al cabo profirió estas palabras: "Los celos me incitaron a cometer el más negro delito. El modo ha sido el más cruel y lo elegí para evitar toda pesquisa y perder a tu esposo sin que luego apareciesen pruebas de mi delito. Mas luego que vi sacrificada la víctima de mi rabia tus penetrantes gritos introdujeron en mi alma las heridas infernales, mis cabellos se erizaron y te abandoné temblando y espantado de mí mismo, el miedo me ataba los pies y me estorbaba huir. ¿Pero de qué sirve decirte más?... Esta noche misma tomé este barquichuelo y yo mismo he buscado el cuerpo a quien animaba tan grande alma. Le hallé y oso presentarle a tus ojos". Cayó y se arrastró por el suelo como furioso. Yo le vi con ojos enjutos, pues mi corazón arrebatado de dolor no podía recibir ninguna otra impresión, ni aún la de compasión. "Levántate", le dije y como si fuera mi esclavo, le mandé hacer el hoyo en donde quería sepultar los tristes despojos de mi desgraciado marido. Pareciole mi voz la de la divinidad misma: tan cierto es que a la vista de la virtud se cubre el vicio de una vergüenza irresistible. ¡Hasta tal punto, hijo mío, se envilece el hombre con el delito! Le vi trabajar sin descanso y empezaba ya a compadecerle. "¡Ah!", me decía a mí misma, ¡cuán desgraciado es el malvado!" Y considerando mi situación la hallé menos deplorable que la suya pues yo no tenía delito alguno que me remordiese. Esta reflexión me hizo conocer que la virtud es un gran consuelo en los trabajos. Así la vista de una criatura más desgraciada que yo templó el exceso de mi dolor».

«Luego que sepulté en las entrañas de la tierra la víctima sacrificada mandé al reo que se apartase de mi vista. Obedeció, diciéndome estas palabras: "Los remordimientos que devoran mi alma te dejarán bastante vengada" En efecto hijo mío, ¿no es éste un hombre harto desgraciado? No pretendas, pues, una venganza que no sólo es peligrosa por ser contra un poderoso, sino que también es odiosa en sí misma. Confieso que el temor de que formases algún proyecto desesperado me ha contenido mil veces para no revelarte este secreto. En nombre de la virtud que posees te pido que no hagas tal cosa: olvida generosamente la injuria y deja a la eterna justicia el cuidado de vengar la inocencia oprimida».

«Apenas me vi sola, adoré al Supremo Remunerador que quiso que la virtud desgraciada hallase en sí misma un dulce consuelo. Entonces planté con mis manos este sauce que nos cubre con su sombra y extiende sus ramas sobre la tierra mezclada con las cenizas de mi esposo Todas las noches vengo a pasar algún rato al pie de este árbol sagrado, no para afligirme más ni para murmurar del Autor de mi existencia, sino para elevarme a él por medio del sentimiento de mis desgracias. Yo no sé explicar el placer que hallo en derramar lágrimas en este sitio».

Palmira calló y se recostó afectuosamente sobre su hijo. Éste, penetrado de un religioso enajenamiento, quedó como mudo e inmoble y los dos guardaron un profundo silencio.




«El Convaleciente y el Sepulcro»

Correo de los Ciegos de Madrid. 22 de Octubre de 1788. Págs. 1227-1228.

La lenta enfermedad, hija de la naturaleza irritada, había conducido a Galaty hasta las puertas del sepulcro. Tres veces las convulsiones de la agonía hicieron esperar el fin de su tormento a su familia que le lloraba. Tres veces vuelto a la luz del día tuvo el dolor de conocer lo grande de su pérdida, estrechando en sus moribundos brazos a su madre, a su joven esposa, a sus hijos y amigos. Había en fin agotado en él la muerte sus más crueles golpes cuando volvió a la vida. Aquél que tiene en sus manos la suerte de los hombres quiso prolongar la suya. Al modo que se ven las plantas aromáticas del Ditthsberg romper por entre la nieve ablandada con el viento de mediodía, así el bálsamo de la salud ahuyentó insensiblemente la palidez de una fiebre abrasadora. La esperanza y júbilo de los que le amaban ayudaron a la benéfica mano de la naturaleza.

Una mañana Galaty, libre de cuidados, tranquilo y alegre cual se acostumbra a estar en las montañas, salió de Schivvitz y fue a respirar el aire vivificante y renovado en lo alto de las cimas que cercan aquella comarca. Pendían sobre su cabeza las puntas gemelas del Hakenberg. A un lado corría por entre una madre cascajosa el Limmat, hijo de las más altas neveras. No lejos de allí aparecía con majestad el suntuoso Monasterio de Ensielden, resguardado de los torrentes destructores por un espeso bosque. Un cielo puro y sereno, un sol brillante que reflejaba en la llanura desde los hielos eternos de las montañas, las mieses ya doradas, las cepas cuyos sarmientos besaban la tierra por el peso del fruto y la hierba tierna que formaba una alfombra de esmeraldas, todo esto hablaba a su alma, todo le enseñaba la salud de la naturaleza. Insensiblemente conmovido y enajenado entrega Galaty su alma a la dulce impresión que excitan en ella los objetos que le rodean. Se sienta: «¡Oh padre de los hombres!» exclama, «Bienhechor de tus más viles criaturas. ¿Cuál debe ser mi agradecimiento por todos los beneficios de que me has colmado en este día? A ti, no hay duda, debo la vida, pero en aquella primera edad la ignorancia y debilidad de la infancia y después la costumbre fueron causa de que mirase como debido lo que solo era una dádiva de tu mano omnipotente. Hoy me haces revivir. Mi corazón ya formado y mi razón alumbrada conocen lo sumo de este beneficio. Ya hombre, empiezo a vivir y comienzo una nueva carrera. Sí, he dejado de vivir, pero renazco más feliz de lo que nunca he sido. En otros tiempos no hacía más que probar los placeres que ahora me deleitan. ¡Ignorante! Nunca conociera su valor a no verme visto privado de ellos. ¡Qué hermosa perspectiva! ¡Qué riqueza! ¡Qué profusión! ¡Qué superabundancia de vida! Todo parece que toma parte en mi alegría. Cada objeto más fuerte y vigoroso participa de la salud que he recobrado. ¡Ah! El corazón del hombre es, sin duda, el mayor adorno de la naturaleza. Yo la he visto triste y abatida, próxima a eclipsarse conmigo. Hoy la veo renacer con mi cuerpo exhausto. Todo me convida a disfrutar y cada instante me prepara delicias siempre nuevas y siempre puras. Yo te saludo, oh ribazo encantador; montaña majestuosa yo te saludo. Mieses doradas, pámpanos siempre verdes, cada día os tributaré mis agradecidos afectos, ya sea que me pasee en medio de los campos que adornáis, ya sea que fatigado me siente a la sombra de los pinos que os dominan o ya me detenga en los prados floridos en que pastan y retozan los rebaños de mi patria. La felicidad que me ofrecéis no tiene mezcla de disgusto; la paz que me dais es inalterable».

En medio de este entusiasmo habíase levantado Galaty y andaba sin pensar cuando al salir de una quiebra se halló enfrente de uno de aquellos sepulcros-adornos de Ensieiden, consagrados a los defensores de Suiza. Al modo que el fatigado caminante que, entregado al blando sueño y recreado con las fantásticas ideas que su imaginación le pinta, despierta despavorido y atónito con el espantoso ruido del trueno y silbido del huracán violento, así Galaty a la vista de los sepulcros queda inmóvil. Un tropel de pensamientos amontonados se ofrece de golpe a su alma atemorizada. Un llanto involuntario corre por sus mejillas aún descarnadas. Considera sollozando aquellas ricas mieses ya prontas a ceder a la hoz destructora. Más arriba mira los pastos, tan antiguos como el mundo, cubiertos ahora de fría nieve. Delante de sí advierte aquel sitio asilo de un silencio eterno, en el cual por todas partes se miran las tristes señales de la muerte y del tiempo. En aquel mismo instante se acuerda de su amante esposa y de sus hijos que acaba de abrazar. Corren sus lágrimas con más fuerza. En poco ha estado que no le hayan perdido; es infalible que esto va a suceder o, lo que es aún más doloroso, tendrá que sobrevivirles. Pero en breve, reflexionando sobre la salud que ha recuperado, sobre el vano empleo de los días, sobre la instabilidad de los sucesos y sobre el inevitable escollo contra el cual todo zozobra, tomaron sus meditaciones otro rumbo. Los sentimientos de la religión y las dulces esperanzas que ofrece a los mortales dulcificaron su amargura. Cruzados los brazos sobre el pecho y fijados los ojos en el cielo, se arrodilla Galaty al pie del sepulcro sin poder proferir más que estas palabras: «¡Oh muerte! ¡Término de nuestros gustos! ¡Oh vida futura, esperanza de una conciencia irreprensible! ¡Oh providencia, único apoyo del hombre dócil que te implora».

Diciendo esto se levanta, turbada la cabeza pero con el corazón tranquilo. Baja con pasos lentos del Hakenbereg y en la falda de la montaña halló a su mujer e hijos que le esperaban.




Los dos paladines o La amistad a prueba. Cuento caballeresco

Correo Literario de Murcia. 1793. III. 144-148/150-155


¡Oh, cuan alta virtud se necesita
para vencer un criminal deseo!
No basta el hombre, su razón no basta,
es preciso un auxilio de los cielos.

En la corte del emperador Carlo Magno había dos jóvenes paladines, sobrinos del célebre Witinkind, Duque de Sajonia. El tío, bien a pesar suyo, los había enviado en calidad de rehenes a la ciudad de Aix. El mayor se llamaba Sigifredo y el otro Frigiderne pero el derecho de mayoría no había lugar entre ellos. Una amistad y unión fraternal hasta entonces sin ejemplo había hecho desaparecer toda desigualdad en orden al nacimiento. Unas mismas eran sus penas y placeres en términos que hubiera sentido cada uno no acompañar en su cautividad al otro. Tenían los mimos gustos y deseos, pasatiempos y costumbres. Siempre comían a una mesa y habitaban en una misma casa, pero lo que más sorprendía a toda la corte del Emperador era que en medio de las más sobresalientes bellezas de la Europa ambos mancebos traían sus bandas blancas, símbolo de su insensibilidad para con las damas y de su resistencia a la esclavitud del amor. Era muy difícil que pudiera durarles mucho esta frialdad de corazón y así cesó de un todo a la llegada de la bella Armonda, hija de Amaurik, Conde de Baviera. Vieronla entrambos y entrambos a su vista sintieron las primeras impresiones del amor; uno y otro se disimularon esta novedad todo el tiempo que pudieron. Es natural ocultar al amigo todo lo que quisiera cada cual ocultarse a sí mismo. Así los dos paladines se violentaron a una reserva mutua. Ellos se negaban hasta la dulce satisfacción de pronunciar uno delante de otro el nombre del objeto adorado, temiendo que al nombrarla la perturbación de su ánimo descubriría su secreto. Una discreción semejante es un crimen en la amistad. Así ambos padecían interiores remordimientos porque Sigifredo creía ofender en esto a Fridigerne y éste de su parte creía agraviar a tan fiel amigo con su silencio, siendo constante que nada entibia tanto el afecto que profesamos a alguno como la conciencia de nuestro mal proceder para con él. Pero si esta llama era un misterio recíproco para cada uno de ellos no lo era para la penetrante Armonda, a quien sin embargo ninguno había osado declarar su pasión. Las mujeres tienen un sentido particular por cuyo órgano se informan fácilmente de lo que sienten por ellas el corazón de cualquier caballero, órgano único superior y profético que las instruye de todo aún antes de la primera declaración y cuando el caballero se determina en fin a esta declaración tardía y que tanto le cuesta sucede como dice el poeta, que


Antes de haber venido
ya se hallaba en casa recibido.

Cuando los hermanos separadamente y sin saber uno del otro hicieron presente al objeto de sus amores esta penosa declaración, Armonda supo por ella la mitad más de lo que necesitaba saber. Ella, pues, despidió a entrambos bajo diferentes pretextos pero sin exclusión absoluta y siempre con el dulce cebo de una lisonjera esperanza. Armonda de este modo quiso tomar tiempo para elegir con acierto, porque, a decir verdad, en toda la corte no había cosa que igualase al mérito de su hermosura ni las prendas de los dos paladines y desde que hay mundo ha sucedido siempre que las cosas semejantes entre sí tienen cierta especie de atracción mutua; es decir, que lo bello busca lo bello y las perfecciones de un mismo género se buscan como por simpatía. Pero el trabajo que todos tenemos de nacer con un solo corazón depósito único de nuestros sentimientos es causa de que entre dos objetos igualmente dinos de ser amados nos determinemos por uno solo. Fridigerne fue el elegido, sin que se pueda sospechar que debiese la preferencia a dos años de edad en que le excedía Sigifredo porque esta era una circunstancia de poca monta. Él la debió sin duda a su estrella feliz, si acaso las estrellas pueden influir, aunque sea indirectamente, en los caprichos humanos.

Empleó Armonda toda su habilidad en que Fridigerne no conociese el ascendiente que lograba en su afecto, pero la distinción que hacía en los paladines era bastante clara para que se dejase de sospechar que uno de ellos merecía su amor. Un acontecimiento tan imprevisto como trágico confirmó enteramente estas sospechas de la ciudad y de la corte.

Fueron interceptadas unas cartas en cifra que venían de Sajonia para el conde Amaurik. Éste se negó a descifrar su contenido y por su resistencia fue preso y encerrado en la ciudadela, donde al día siguiente se le halló muerto con veneno. Hubo sospechas de que el mismo se había asesinada y que las cartas interceptadas eran pruebas de su inteligencia con el Duque Witinkind, su aliado.

Los políticos opinaron que su hija Armonda podía ser cómplice de estos designios y por esto fue presa y guardada con el mayor cuidado, por el mismo hecho de haberse su padre quitado la vida. Señaláronse jueces para su causa y resultaron sospechas contra ella. En nuestros días se hubieran necesitado pruebas concluyentes para condenarla, pero en aquellos tiempos de barbarie caballeresca bastaban las presunciones para dar una sentencia, de que las personas de la distinguida clase de Armonda podían apelar a los Juicios de Dios, es decir al duelo jurídico por medio de campeones. En tan apurada situación la bella Armonda recurrió a este género de defensa y nombró sin demora por defensores a los nobles caballeros y paladines, Sigifredo y Fridigerne a cada uno de los cuales, en señal de su nombramiento, envió una banda de color naranja.

Cada cual de los defensores se persuadió que el hermano no entraba en el nombramiento sino en clase de acompañado, ninguno sospechó que el otro hubiera fijado las atenciones de la bella y amable Armonda. Pero en este juicio sólo se engañó Sigifredo, porque su hermano, aunque lo ignoraba era dueño de su amor.

Poco tiempo antes de la trágica aventura del Conde Amaurik había dado el Emperador un célebre torneo. Muchos paladines extranjeros habían lucido en él y señaladamente los dos gemelos, Amalarik y Giserico, caballeros vándalos de ilustrísimo nacimiento y muy nombrados en las justas y combates, pero ambos corcovados y de fisonomía desagradable. Eran cuatro las joyas destinadas para premio de los vencedores: dos de ellas ganaron los paladines sajones y las otras dos fueron premio de los vándalos. El Emperador dispuso que la bellísima Armonda fuese en dicho día la Dama del Campo a quien pertenecía por esto la distribución de los premios. Pues sucedió que cuando los vencedores vinieron a su presencia para recibir de su blanca mano la recompensa del ostentado valor, pudo la bella dama ocultar el regocijo que le había ocasionado la victoria de los paladines sajones, pero no le fue dable, por más que hizo, contener su risa a vista de las ridículas figuras de los vándalos.

A este primer insulto, que podía tolerarse por involuntario, añadió un segundo menos susceptible de excusa, y fue que en le arenga que les hizo para coronarlos uso la picante ironía de compararlos a Cástor y Pólux, gemelos inmortales que por su hermosura esfuerzo y valor elevaron los poetas a la divinidad. Amalarik y Giserico fingieron no haber entendido este sarcasmo que los sacrificaba al menosprecio y risotadas de toda la corte, pero vueltos a la posada que les había señalado el Emperador dieron salida a su resentimiento y juraron un implacable odio a la casa de Amaurik. Una casualidad sirvió la venganza a la medida de sus deseos, porque en la misma tarde un correo de muy lejos, engañado con la semejanza de los nombres Amaurik y Almarik llevó al caballero vándalo las cartas en cifra de que hicimos mención y que en realidad venía destinadas para el bávaro. Los dos corcobados, naturalmente vengativos y que se miraban ultrajados no se detuvieron en presentar las cartas al emperador haciéndose acusadores del Conde y de su hija. La acusación no tuvo fuerza efectiva al principio sino contra el padre, pero como luego le hallaron empozoñado, empezaron los cargos a producir su efecto contra la bella e inocente Armonda, la cual en el corto espacio de tres días fue arrestada, cargada de prisiones, examinada y condenada a perder la cabeza en un patíbulo.

Ya llegaba el fatal instante de la ejecución cuando los dos paladines, aceptando ansiosos la defensa de la inocente dama se presentaron en la plaza pública y arrojando el guante a los delatores suspendieron la tragedia hasta el día venidero. Preparáronse los vándalos a la lid, pero fueles tan contraria la fortuna que se vieron reducidos a la alternativa de morir o desdecirse. La vida es amable, los vencidos confesaron en alta voz que reconocían al Conde Amaurik y a su hija inocentes de la correspondencia criminal que le habían imputado y el Emperador, testigo del valor de los paladines sajones les tributó los más cumplidos elogios. No paró en esto su generosidad, sino que reputando mejor tenerlos por amigos y fieles servidores que por prisioneros les ofreció tierras en Francia. Dignidades y castillos que aceptaron gustosos, prestando al Emperador juramento de fidelidad.

Carlos, en vista de lo sucedido, ratificó la inocencia y declaró la libertad de Armonda, bien que con la condición de elegir en el preciso término de un mes, esposo entre los paladines de la corte.

Es muy fácil que la boca pronuncie el nombre que el corazón indica pero una doncella de elevado nacimiento se cree obligada a mil reservas que la retardan y dificultan semejante declaración. Aún las que aman con mayor pasión se avergüenzan de comunicar su deseo al objeto de sus atenciones. ¿Cuánto más sensible les será confiarlo a un tercero? Para ocurrir a esta dificultad y contemporizar en el modo posible con el pudor honroso de las damas, tenía el Emperador una urna de plata a cuya boca iban las damas a dar el nombre del esposo elegido. Esta urna imperceptiblemente abierta por el fondo descansaba sobre una basa hueca en cuya cavidad se introducía un enanillo de oído muy delicado que tenía el cuidado de retener el nombre pronunciado; el cual escribía inmediatamente en un pedazo de vitela y arrollándole lo introducía en la urna por el resquicio inferior. Cuando la doncella se retiraba podían llegar a consultar la urna todos los caballeros interesados en la elección y la cédula hacía para ellos las funciones de oráculo. Pasados los treinta días la bella Armonda confió su secreto a la urna misteriosa. Los dos hermanos acudieron, entre otros muchos, y abierto el depósito de sus esperanzas hallaron una cédula con el nombre de Fridigerne.

¿Quién será tan metafísico que pueda penetrar lo que pasó entonces en el corazón de entrambos paladines? ¿Quién tan elocuente que pueda explicar los varios afectos que salieron a sus semblantes? Fridigerne, lleno de gozo leía y releía su nombre en la feliz vitela y todo ocupado de su ventura, no podía percibir el desorden y trastorno que se descubrían en el rostro de su hermano y antes pudo Sigifredo violentar su alma y ahogar el cruel sentir que la devoraba que Fridigerne hubiera vuelto del éxtasis que arrebató su espíritu.

«Sea mil veces enhorabuena», digo Sigifredo a Fridigerne con falsa y disimulada satisfacción, «Armonda se declara por ti y tú no serás insensible a tan alto favor». El hermano, inundados sus ojos en lágrimas de placer, abraza a Sigifredo e ignorante de su rivalidad confiesa el casto fuego que excitó en su alma la bella hija de Amaurik.

Ya se preparaba todo para celebrar magníficamente tan ilustre boda, cuando la inesperada nueva de una insurrección en Austrasia obliga a Frigiderne a partir en posta para Metz, cuyo gobierno tenía del Emperador. Al partir confió y recomendó la asistencia y regalo de su dulce esposa a su hermano Sigifredo.

Ente otros beneficios que Sigifredo recibiera del Emperador contaba con un castillo en las cercanías de Aix. Aquí pues condujo presurosamente el precioso depósito que le había fijado su hermano y amigo.

Sucedieron estas cosas en ocasión que una enfermedad contagiosa y terrible por su mortífera malignidad corría y desolaba todos le territorios de Aix. No se veían por calles y caminos sino muertos y moribundos. Este terrible azote no perdonaba a nadie. El noble como el plebeyo y el rico como el pobre eran víctimas de su furor. No había distinción de edad ni de sexo, ni se conocía medicamento que le pudiera resistir. Sigifredo, pues, a quien la ventura de Fridigerne y la propia desesperación aumentaron hasta lo sumo la pasión que tenía a la bella Armonda, resuelto a robar al hermano la posesión de tan amable bien, se aprovechó de la ocasión que este contagio ofrecía sus designios. Hizo correr la voz de que Armonda, víctima de aquel azote cruel, había enfermado y muerto en sólo tres días y como todas las gentes del castillo le reconocían como a Señor, le fue muy fácil acreditar esta fábula. Para completarla hizo celebrar exequias a la supuesta difunta, erigiéndola un sepulcro magnífico en la capilla de la fortaleza.

Mientras se tributaban estos vanos honores al sepulcro de la infeliz Armonda, gemía ella en un estrecho aposento, bajo la guardia de dos inflexibles carceleros que a ninguna de sus preguntas respondían, ni aún la dispensaban el triste consuelo de informarla del motivo de tan inusitado rigor. La vista de Sigifredo disipó sus dudas. Él la informó que sus medidas para divulgar la fama de su muerte habían sido tan exactas que nadie dudaba de su verdad. Que en este supuesto excusase pensar en Fridigerne, pues no saldría de tan dura prisión sino esposa de Sigifredo. Hecha esta declaración la dejó sin mirarla ni esperar su respuesta suponiendo, quizás, que la sorpresa, el dolor y la indignación de semejante desafuero no la permitirían dar ninguna por entonces.

El robador, devorado de sus secretos remordimientos no osó presentarse a la hermosa prisionera hasta pasados tres días de esta visita. Excusose de su atentado con una confusión que agradecía Armonda, creyéndola indicio de su arrepentimiento y aprovechando las ventajas que la ofrecía esta delicada situación, se determinó a hacerle cargos sensibles y patéticos, aunque sin aspereza ni rigor, sobre el atentado cometido contra su sangre, su honor y su amistad.

Sigifredo se consterna, se sonroja, tiembla, suspira y se arroja a los pies de la bellísima dama, pero más dominado que nunca de su desenfrenada pasión jura seguir el funesto, criminal e irresistible designio de asegurar su posesión a cualquier precio: «¿De qué me reprendes, adorada Armonda?», decía el ciego amante, «¿de los excesos y de los crímenes que tu hermosura me hizo cometer? ¿de la infame felonía para con mi hermano? ¿de mis detestables perjurios para con mi amigo? ¡Ah! Cuanto mayores son mis delitos tanto más imposible sería resolverme a perder el fruto de ellos. De tu boca depende mi felicidad. Tú puedes legitimar y hacer honestas mis demasías. Hazte por amor mío cómplice de ellas. Dame tu amor. Concédeme tu mano, cualquiera que sea el dolor y resentimiento de mi hermano. Cuando llegue a instruirse de mi desesperada resolución no podrá menos que disculpar la elección que de mí hicieres. Él será forzado a respetar en mí, no al hermano, no al amigo, sino al posesor de tu mano, al venturoso amante de Armonda».

Un silencio melancólico, una mirada llena de indignación fueron la única respuesta de la hermosa y desventurada hija del Conde de Baviera. Sigifredo incapaz de sostener el torrente de este retórico silencio se retiró triste, confuso desesperado y en el estado de una general consternación.

Ocho días de continuas penas, de reflexiones melancólicas, de memorias horribles, hicieron fluctuar en su alma en un piélago de tormentos espantosos. Fatigaban su espíritu el bárbaro y desenfrenado amor, la desesperación de obtener el fruto de sus criminales procedimientos, la memoria de su traición y felonía, la voz de la sangre, el clamor de la amistad violada y la vergüenza inseparable de tantos crímenes acumulados. Este combate de la razón y las pasiones llegó, en fin a desarreglar su juicio enteramente. Resuelve, pues, cortar un nudo que no podía desatar y ciego de furor se arroja al último delito decretando concluir la horrible tragedia con la muerte violenta de la inocente Armonda.

Este sería el tiempo crítico de considerar la ruta necesaria de las pasiones y la cadena de funestos errores en que nos precipita un desordenado deseo, si al mismo tiempo no arrebatara nuestras atenciones un objeto más digno de fijarlas. Tal es la providencia benéfica de Dios y el inesperado medio con que sus piedades dieron feliz y venturoso término a tantas desventuras.

Ya Sigifredo arrebatado de su funesto frenesí, sofocados los remordimientos de su corazón y negado a la voz de la naturaleza caminaba colérico al aposento de la infeliz belleza cubierto el rostro de una negra banda y desnudo el bárbaro puñal, ejecutor de su locura cuando a la puerta del castillo se oyeron tristes y melancólicas voces que decían: «¡Oh, hermano amado! ¡Oh, amigo Sigifredo! Abre las puertas de este castillo al más desconsolado de los hombres, a tu hermano Fridigerne».

Un frío mortal se derramó entonces por las venas de Sigifredo y vacilando repentinamente sus fuerzas dio en tierra desmayado. En esta situación le halló uno de sus domésticos que le buscaba por todo el castillo para avisarle de la venida de su hermano, y acudiendo a su voz todos los familiares, volvió a su acuerdo a poca diligencia. «Abrid», dijo, «abrid esas puertas y nada digáis a mi hermano de este accidente». Entrado Fridigerne, que sin llegar a Austrasia, cuya sublevación no fuese cierta, e informado en el camino de la triste muerte de su adorada Armonda, había venido a lograr el mísero consuelo de expirar junto a su sepulcro. «¡Oh, hermano», le dice, «¿cuál es el triste lugar que conserva las preciosas cenizas de mi adorada esposa?» En esto descubre el sepulcro y engañado de la fingida inscripción se arroja deshecho en lágrimas sobre la losa fría, ahogado de amargos suspiros y abandonado a todo su dolor. Sigifredo, con doblado pecho, intenta consolarlo y le aconseja dejar un sitio que renueva la memoria fatal de una desventura inimitable, pero el fiel amante con trémula y dolorida voz, «¡Oh, hermano!» le dice, «en vano me aconsejas. Arrojado sobre esta losa fría me verá el día y me hallará la noche. Ni el alimento renovará mis fuerzas hasta que el hielo funesto de este mármol, penetrando hasta mi corazón extinga la llama de mi triste vida». A estas palabras Sigifredo, indeterminado, confuso y más desesperado que jamás se retira a su aposento. A todas partes que volvía el rostro se le ofrecían las espantosas imágenes de sus delitos y un horror sombrío llenaba de congojas y sobresaltos su corazón. Dos días pasó en este desorden y dos había que el miserable Fridigerne bañaba con su llanto la fantástica tumba de Armonda, negado el sustento y deseoso de la muerte que ya se le acercaba, cuando la luz celestial, disipando las tinieblas de tanto error, reprodujo en Sigifredo los sentimientos de la equidad y de la ternura fraternal. «He aquí», decía, «oh mísero hombre, el fruto de tu locura y las resultas de tu frenesí. Mira a tu hermano que tan fiel te ama, mira a tu amigo que tan fino te servía, reducido a morir desesperadamente por obra de tus maldades y por recompensa de sus virtudes. Un mes hace que tu perfidia atormenta, aflige y desespera a una belleza infeliz cuya inocente sangre querías derramar como cruelísimo verdugo, y ¿tú podrás reconocer toda la fealdad de tus delitos y tendrás todavía bastante ferocidad para cometerlos? No, hombre infeliz; sufre con varonil pecho la vergüenza y confusión que te has granjeado, antes de consumar tantas maldades».

Dijo, y lleno de heroico arrepentimiento sube a la melancólica prisión y extendiendo su mano a la infeliz Armonda, la saca del aposento. Síguele ella con trémulos pasos hasta la capilla de la fortaleza, donde la bella dama descubre a un caballero tendido y sin movimiento sobre la fingida tumba. ¡Cuál sería su emoción! En la losa reconoce su nombre y en la espalda del caballero la rica banda, bordada de su mano que dio a Fridigerne cuando defendió su honor y vida. A la presencia de este terrible espectáculo, la bellísima Armonda, lanzando un profundo suspiro, cae desmayada sobre su esposo. Pero vuelta en sí y reconociéndole de más cerca le llama con tiernas y afectuosas voces, lo mueve, lo anima y alienta con sus caricias amorosas. Fridigerne, entonces, incierto de lo que mira y dudoso de lo que toca, recogiendo sus apurados alientos y mirando a Sigifredo que a su lado tenía, «¡Oh, hermano!», le dice, «¿qué es lo que me sucede?» «¿Qué ha de ser?», responde Sigifredo, «Tu honor es salvo, ya has visto el delito y la satisfacción. El Amor, ¡oh hermano!, expuso mi amistad a una terrible prueba»




«Himno al Sepulcro»

Correo de los Ciegos de Madrid. 1788. Págs. 878-879/886-887/ 894/903-904.

Triste depositario de lo que estimé más en este mundo, tú que haces prorrumpir en llanto a la esposa que te ve dueño del objeto de su ternura, solitario sepulcro cubierto de lúgubres cipreses, vengo errante en estos sombríos valles, anegado mi corazón en lágrimas para mitigar mi pena y contarte mis desgracias.

¡Ah! Que tristes memorias renueva tu vista en el fondo de mi afligida alma. ¿Llamaré acá esos crueles recuerdos? ¿Tendré valor para traer a la memoria unas pérdidas tan amargas y que renovándose cada día me hacen derramar lágrimas sin cesar?

Almas amadoras, almas puras, tomaréis parte en la relación de mis desgracias. Los corazones duros e insensibles se quedarán impenetrables, oirán sin compadecerse los acentos de mi dolor. Indiferentes, ignoran que tiernos y durables son los santos afectos de la sangre y de la amistad.

Pero yo, que conozco la sensación que causan porque la he sufrido, yo que he perdido tanto, ¡infeliz de mí!, séame permitido quejarme y venir a las sombras de estos tristes árboles a exhalar mis sollozos.

¡Ah! Una padre tan bueno, una madre tan virtuosa que yo adoraba y que ambos hacían feliz mi vida, arrebatados tan pronto a mi amor. ¿Y en qué tiempo? Cuando mi presencia les rejuvenecía. Satisfecho de las pruebas de su tierno cariño olvidaba en su seno los tormentos que había sufrido en tan larga ausencia.

Jamás olvidará mi espíritu aquel instante en que forzado por el cruel destino a apartarme de la casa de mis padres, me separé de los autores de mi vida. Abrazados conmigo, contristados, enmudecieron mucho tiempo exhalando suspiros y sollozos. Mi padre interrumpió este silencio penetrado del más vivo dolor: «Oh hijo mío», me dijo, «si nos amas como nos persuadimos, acuérdate de nuestro amor, ten presente el cariño que te profesa esta madre, la más tierna».

Bañado en lágrimas salí de los brazos de uno para caer en los del otro. ¡Ah! No me salí de ellos, la tirana separación me arrancó del amable seno de mis padres y cuando después de tan dura ausencia vine otra vez a gozar tan amable compañía desaparecieron para siempre. La muerte se los llevó cuando se esmeraban más en darme nuevas pruebas de su amor y yo conocía que la verdadera felicidad de esta vida consiste en los lazos de la naturaleza y amistad.

¡Deliciosos días pasados con tanta celeridad! Ya no me queda más que el triste sentimiento de haberos perdido sin esperanza de volveros a ver.

Y vosotros cuya memoria me saldrá cara, fieles amigos que la inhumana muerte me ha robado en lo más florido de vuestros años y despojada de piedad por mí, hirió en mi seno, no oís mis voces cuando os llamo, ni existís cuando os abrazo.

¿Quién podrá consolarme? ¿Pero qué digo? Mis penetrantes heridas todo el resto de mis días me llevarán al sepulcro.

¡Muerte inflexible! Estos son los golpes con que me has oprimido, dime, ¿puedes reservarme mayores males? Tú me lo has quitado todo. Errante, entregado a la flaqueza, tómame a tu cargo. ¿Pero qué hago? ¿Me precipito? ¿Me estoy quieto? ¿A quién confiaré mis penas? ¿A quién recurriré el último de mi vida? ¿Quién cuidará de mi debilitada vejez?

Huérfano y aislado entre los hombres ingratos, ya no me queda ningún amigo. Me veo extranjero y solitario en el universo y para colmo de desgracias, aún vivo.

¡Infeliz de mí! Creo hallar el descanso y calma mi melancolía pasando a países en que no tuviera apego en cosa alguna. Debilitado y casi moribundo abandoné, con ánimo de no volver a ver, los fértiles campos de la antigua patria de mis padres.

¡Qué lágrimas tan amargas derramé entonces! ¡Qué sensibles fueron para mí los últimos despidos! Toda la naturaleza se resintió, gimieron las duras rocas, enmudeció el río que riega aquellos deleitosos campos y sus blandas orillas repitieron mucho tiempo sus dolorosas quejas.

¡Ah! Confieso que me engañé. Con la fuga me llevé la impresión indeleble de mi triste sombra. Bajo otros cielos me ha seguido también la memoria de aquellos a quienes yo estimé. Los tengo presentes a cada paso. Yo los llevo y los siento más vivamente en mi corazón. De día me parece que les veo, de noche les divierto. Dulces imágenes, deliciosos errores de una alma tierna que, desvaneciéndose al abrir los ojos, sólo sirven para agriar mis mortales angustias.

¡Ya no hay felicidad para mí! Desprecio enteramente el mundo y no espero descansar sino en el sepulcro, ya no vivo sino para exclamar: ¡Ah! ¿Cuándo amanecerá mi último día? ¿Cuándo dejará de arder el hacha de mi vida? ¿Cuándo desapareceré como una sombra o caeré sobre el cuchillo de la muerte, como la flor aniquilada por el aquilón?

Mientras el sepulcro pone fin a mis males, no tendré más envidia ni consuelo que el vivir bajo estas tristes sombras que alimentan mi dolor, divierten mi sufrimiento y hablan sin cesar a la causa productiva de mis males.

¡Ah, y cómo cambia el tiempo nuestros sentimientos! ¡Cómo nos diferencia de nosotros mismos! En mis niñeces me pasmaba de ver un féretro, la vista de un muerto me llenaba de horror. ¡Un fúnebre convoy se ofrece a mi vista! Yo temblaba, me apartaba con rapidez dando fuertes gritos al modo que un muchacho, cuando ve salir de la caverna de una roca una odiosa fiera queda atónito y estatuado como un mármol.

Hago memoria que me estremecía en la oscuridad cuando el cobre espantaba el aire con sus tristes sonidos, llegando mi aprehensión a creer que la voz de la muerte llamaba a mis oídos. Entonces un temblor universal se apoderaba de mi cuerpo, mis flacos espíritus me abandonaban y toda mi sangre se retiraba en mi palpitante corazón.

Semejante a un viajero alcanzado en la noche en un espeso bosque cuando de repente oye el ruido de una cascada, cuya agua precipitándose redobla el horror que inspiran las densas tinieblas. Inmoble presta su atención, se pone pálido de terror, se le erizan los cabellos, corre creyéndose perseguido por una cuadrilla de forajidos o por fieras bestias cuyos aullidos le parece tener cerca de sí.

Hoy en el día he perdido yo todo lo que hacía mi delicia, el infeliz destino ha llenado la medida de mis males. Bajaré sin flaqueza al imperio de los muertos. La imagen del féretro ya no me espanta. ¡Pero qué digo! Imploro todos los días al sepulcro y le llamo para que me socorra.

No es tan horroroso ni temible como cree la timidez vulgar. Es el asilo de los infelices, el objeto de las voces del sabio, el apacible puerto donde se guarece el cuerpo fatigado de las tempestades de la vida, después de haber suspirados sin cesar el corazón.

No, no temo la muerte. Pero, ¿por qué la he de temer si la piedad, si la ternura filial y la constante amistad inflaman continuamente mi alma?

Que tiemblen al aspecto de la muerte los que han tenido el impío atrevimiento de ofender al Ser Supremo y de insultar a su trono, que se abandonen a la desesperación y que cercando el sepulcro, vomitando blasfemias invoquen la nada. Pero yo, que creo firmemente en la inmortalidad del alma, que he alimentado religiosamente en mi corazón ese sentimiento tan suave para una alma, que he querido como un regalo que la divinidad bienhechora hace al hombre que ocupado de la tristeza sobrevive a lo que ama más, yo iré muy pronto a la patria más feliz donde uniré los objetos de mi amor.

Sí, me reuniré para siempre con aquellas almas sublimes, en las felices regiones donde satisfecha y tranquila la tierna amistad no gemirá jamás estas crueles separaciones que acá en la tierra son causa de tanto dolor. Esta dichosa esperanza que la bondad de Dios ha fijado en mi corazón me anima en medio de los trabajos de esta vida y es el dulce objeto de mis últimos instantes.

Verdes campiñas, cuestas encantadoras que yo he recorrido con tanta frecuencia, acordaos de mis pesares. Amable fuente coronada de flores ten presente lo más que te sea posible las visitas que te hice. Hermosos árboles, haced sabedores de mis tristes males a los que vengan a acogerse en vuestras sombras.

En fin la piadosa mano que cerrará mis ojos, cuelgue en las ramas de la tierna haya que yo he plantado mi armonioso laúd, ponga mis cenizas al pie de esta haya y en la corteza grabe estas palabras:

Vosotros que venís a pensar en este desviado valle, paraos en este sepulcro y regadlo con vuestras lágrimas. ¡Ah! El cadáver que encierra fue víctima del amor que profesó a los autores de su vida y a sus amigos. Enojado de sobrevivirles, se enojó la tristeza, se apoderó de él y el dolor lo entregó a la muerte.




Hecho memorable publicado en la Gaceta General de París en Enero de 1764

Correo de Murcia. 1794. 209-212.

Un Dragón del Regimiento de Belsunce y el Tambor Mayor del Regimiento Maestre de Campo General de Dragones, llegaron la víspera de Navidad a una posada de Saint Denis (Ciudad de la Isla de París) donde pidieron cena y camas. A la mañana siguiente pagaron el gasto que habían hecho y salieron a pasearse por la ciudad. Volvieron al mediodía y pidieron de comer y una botella de vino que también pagaron. Poco después volvieron a bajar, hicieron que les diesen otra botella y un poco de papel y se retiraron a su cuarto. Al cabo de rato una mujer que estaba de parto en la vecindad, envió recado al dueño de la posada, pidiéndole que impidiese que se disparasen armas en su casa. Respondió el huésped que nadie había disparado en ella y que no sabía por que le enviaban aquel recado. Replicáronle que seguramente habían disparado y que la paciente estaba muy sobresaltada. El posadero pasó a reconocer los cuartos y subió al que tenían los dos dragones, el cual encontró cerrado por dentro sin que nadie le respondiese. Asustado también el huésped con esta novedad, pasó a dar cuenta a la justicia; y habiendo abierto por orden de ésta el cuarto, se encontró a los dragones muertos, cada uno a un extremo de la mesa y al lado del Dragón de Belsunce la escribanía y un papel escrito en forma de testamento, con una carta dirigida a su teniente. El contenido del testamento era el siguiente:

Un hombre que muere con su entero conocimiento, debe no dejar ignorar nada de lo perteneciente a su suerte, a los que a él sobreviven. Nosotros nos hallamos en este caso y queremos impedir que se inquiete a nuestros huéspedes y dar cuenta de nuestra partida a los que por curiosidad y con pretexto de formalidades judiciales y de buen orden vendrán sin duda a visitarnos Humano es el mayor de los dos y yo, Bordeau, soy el más mozo. Él es Tambor Mayor del Regimiento Maestre de Campo General de Dragones y yo soy simplemente Dragón de Belsunce.

La muerte es un tránsito; y si no preguntárselo al promotor fiscal de Saint-Denis y a su escribano que vendrán aquí a hacer un reconocimiento judicial. Este principio, y el conocimiento de que todo debe acabarse son los que nos han puesto en las manos estas pistolas. Pudiéramos pasar agradablemente el tiempo de vida que nos queda, pero este tiempo es corto. Humano tiene sólo veinticuatro años, yo no he cumplido aún cuatro lustros. Ningún motivo tenemos ni uno ni otro que nos obligue a interrumpir nuestra carrera. Sabemos que existe un momento para dejar de existir para toda la eternidad y queremos anticiparnos a este acto despótico del destino. En fin estamos disgustados de la vida y ésta es la única razón que nos la hace dejar.

Si los que aun son infelices no tuviesen preocupaciones y se atreviesen a mirar desapasionadamente su destrucción, verían que es tan fácil abandonar su existencia como dejar un vestido cuyo color nos desagrada. Nosotros damos el ejemplo.

Hemos probado todos los placeres de esta vida y el mayor de todos que es el de hacer bien a nuestros semejantes. Todavía pudiéramos gozar de ellos, pero todos los gustos tienen fin y la misma idea de que han de acabarse los envenena.

Estamos disgustados de la escena universal. Ya para nosotros se ha bajado la cortina y dejamos los papeles que hemos representado en la comedia del mundo a los débiles que quieran representar en él algunas horas más.

Unos granos de pólvora van a destruir esta masa de carne ambulante, a quien los orgullosos humanos llaman rey de todas las criaturas.

Señores jueces, nuestros cuerpos quedan a disposición de Vms., pero despreciándolos como los despreciamos, poco nos importa cuanto quieran hacer con ellos.

En cuanto a nuestros bienes, yo, Bordeau, mando mi espada de acero al Señor de Rouliere, el cual se acordará de que, el año pasado, casi en el mismo día, tuvo la bondad de perdonar a mi ruego a un soldado llamado Saint Germain, que había faltado a su obligación

A la criada de esta Posada de la Ballesta mando mi pañuelo del cuello, el de faltriquera y las medias que tengo puestas.

El resto de nuestros bienes bastará para pagar los gastos inútiles de informaciones y proceso verbal que se harán con este motivo.

El escudo de tres libras (doce reales vellón) que queda sobre la mesa es para pagar la última botella que hemos bebido.

En Saint Denis, hoy día de Pascua de Navidad de 1773. Firmado: Bordeau. Humano.

Copia de la carta de Bordeau al Señor Clerac, Oficial de Dragones del Regimiento de Belsunce, que estaba de guarnición en Guise, Plaza de Picardía.

Mi teniente: es tiempo de dar a Vm. gracias por la amistad y favores que le debí durante la residencia en esa plaza. Acuérdome que muchas veces en nuestras conversaciones dije a Vm. que me disgustaba mi estado actual. Esta confesión era ingenua, pero no exacta. Después me he examinado más seriamente y he conocido que aquel disgusto no sólo se extendía a mi estado actual sino también a todos los estados posibles, a los hombres, a todo el universo y aún a mí mismo. De este principio debía sacar una consecuencia.

Cuando todo nos cansa debemos dejarlo todo. Este cálculo no es largo, pero tampoco para formarlo necesito del socorro de la Geometría.

En fin llega el instante en que voy a dejar la patente de existencia que tengo en mi poder casi veinte años ha y que me cansa de diez años a esta parte y un poco de pólvora va a aniquilar a este rey de todo ser, como dicen mis semejantes.

A nadie debo pedir perdón. Es verdad que deserto y que el desertar es delito; pero si me castigo yo mismo, ¿de qué podrá quejarse la ley?

Yo había pedido mi licencia a mis superiores para tener el gusto de morir descansadamente. No se han dignado de responderme. Se reduce a despacharme yo un poco más aprisa.

Escribo a Bar para que entreguen a Vm. unos cuadernos que dejé en Guise y le suplico que los admita. En ellos encontrará Vm. algunos fragmentos de Literatura nada vulgares y estos suplirán por el mérito personal que me hubiera sido necesario para merecer que Vm. me mantenga en su memoria.

Adiós, mi querido teniente. Conserve Vm. en su amistad a Saint Lambert y a Dorat. Si se existe después de esta vida y hay peligro en dejarla sin permiso procuraré venir a avisarle a Vm. Si todo se acaba con la vida, aconsejo a todos los infelices, esto es, a todos los hombres, que imiten mi ejemplo.

Si escribe Vm. alguna vez al señor de Serici me hará el favor de darle memoria de mi parte, pues por todas razones debo estarle muy agradecido.

Cuando Vm. reciba esta carta, apenas habrá 24 horas que he dejado de existir. Mi querido teniente, su más afecto y reconocido servidor que fue primeramente Humanista, después Letrado, después Pasante de procurador, después Fraile, después Dragón y después nada.





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