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Lágrimas

Novela de costumbres contemporáneas

Fernán Caballero



Portada



  —V→  

ArribaAbajoPrólogo

¿Conque he de escribir un prólogo para Lágrimas?

-Lo que se ofrece se debe.

Es verdad; pero no me siento con fuerzas para hablar de Lágrimas.

-¿No le agrada a Vd. mi novela?

La creo una joya de filigrana y oro, un estudio acabado del corazón, un cuadro admirable de la vida social; lo más bello, lo más perfecto, lo más delicado que ha salido de la pluma de usted.

-Muchas gracias.

  —VI→  

¡Qué coincidencia! La colección empieza con La gaviota, y nos presenta la mujer grosera, abandonada a sus instintos, no corregidos por la religión, ni modificados por la sociedad, ni suavizados por la buena educación, y concluye con Lágrimas tipo de la mujer modesta y humilde, nacida para sentir y para llorar... Villamar es el pueblecito que conocen los lectores en el primer tomo, y vuelven a Villamar en el último encontrando aun a muchos de los antiguos amigos que recuerdan al instante, y a quienes saludan con placer.

-Falta el bueno de Stein.

Es cierto; pero allí nos lleva Vd. a la pobre Lágrimas, esa hija de los trópicos, esa violeta que exhala siempre su perfume aunque la pise la más grosera planta. ¿Quién no ha encontrado a su paso por el mundo a esos sujetos que Vd. nos pinta al daguerrotipo? ¿Quién no ha visto al grosero ricachón D. Roque la Piedra, y al avaro quejumbroso D. Jeremías? El buen sentido habla por boca de la Alcaldesa, a D. Perfecto Cívico lo encontramos en cada lugarón, y su hijo ¡ojalá fuese un   —VII→   ente ideal y no abundase tanto en nuestro país!... Lo que sí va escaseando es la finura, la cortesía, el buen tono de la Marquesa de Alocaz y de sus amables tertulianos.

-De modo que Vd. va a escribir el prólogo...

Yo haría mejor un juicio crítico en que demostrase la índole, el carácter, el mérito de sus escritos; en que hiciese ver el raro acierto con que Vd. describe, con que Vd. narra, con que Vd. presenta las personas y las cosas; el fin moral, la sensibilidad, la ternura de su corazón; y sobre todo el gran servicio que está Vd. prestando a la actual sociedad descreída pintando con tan vivos colores los portentos de la fe, las maravillas de la virtud... Pero un prólogo...

-Los han hecho otros buenos amigos...

Los buenos amigos de Vd. se complacen, o mejor dicho, nos complacemos en el buen éxito de sus obras y aplaudimos sus triunfos literarios. ¿Pero necesitaron de estos prólogos para hacerse tan populares en España? ¿Para haber sido traducidas en Francia? Y por cierto que son muy raras las obras que alcanzan este honor, más apreciable   —VIII→   puesto que las novelas de Vd., sus cuadros de costumbres tienen un tinte local que se perderá necesariamente en otros países. Yo comprendo las obras de Vd. de otro modo. ¿Quiere Vd. pasar por literato!...

-1 Dios me libre: no señor. ¡Yo literato! «No soy la rosa; pero, como dice Bulwer, estuve a su lado y me impregné de su olor. No soy erudito, soy solamente culto. En cuanto escribo no hay arte, ni saber, ni estudio, es instintivo: tal vez expreso, como Vd. habrá notado, un pensamiento de culta esfera sin cuidar del lenguaje. Procuro, sí, poetizar la verdad, ennoblecer nuestra pobre naturaleza. Los prólogos son ofrenda de la amistad, engarce de brillantes que rodea un mal retrato»: los agradezco de todo corazón.

Lo creo así, y además son muy bellos. Pero un autor se debe al público, y este no quiere leer lo que nosotros escribimos; quiere leer lo que Vd. escribe. Las novelas de Vd...

  —IX→  

Perdone Vd.: yo las llamo novelas, cuadros, relaciones; «pero no me he propuesto escribir novelas. He tratado de dar una idea verdadera, exacta, genuina, de España y de su sociedad; describir la vida interior de nuestro pueblo, sus creencias, sus sentimientos, sus dichos agudos. La parte que podría llamarse novela solo sirve de marco a este vasto cuadro que me he propuesto bosquejar».

Y que dibuja Vd. a grandes rasgos, con una verdad, con una profundidad de miras, con una intención filosófica.

Mr. de Lavigné, el traductor francés de mis cuadros populares me escribió: no traduzco vuestras novelas por la invención, sino por la intención... Mi intención supera mucho a la de hacer novelas... Es la rehabilitación de cuanto con grosera y atrevida planta ha hollado el nunca bien ponderado siglo XIX. Rehabilitación de lo santo, de lo religioso, de las prácticas religiosas y su alto y tierno significado; de las costumbres españolas puras y rancias; del carácter y modo de sentir nacional, de los lazos de la sociedad y de la familia,   —X→   del freno en todo, y sobre todo en esas ridículas pasiones que se afectan sin sentirse (porque afortunadamente una gran pasión es rara); las virtudes modestas como la de Lágrimas preferibles a las que se pavonean y se ostentan».

Pero Vd., Fernán, pinta en beau, busca Vd. lo bueno, nos presenta Vd. la sociedad tal vez mejor que es... y nunca un dicho satírico, nada que hiera y se destaque de la dulce armonía del cuadro.

-«Estoy persuadido que todas las más hermosas sátiras, género tan universal y en que han sobresalido tanto ingenios superiores, no han servido de nada; ni han hecho germinar ningún buen sentimiento, y sí solo el malhadado desprecio del hombre hacia el hombre. Muy al contrario las referencias de lo bueno y de lo noble despiertan en nosotros sentimientos análogos, los ponen en circulación, los inoculan...».

Por eso las novelas de Vd. son dechados de moral, en tiempo en que otros novelistas se encargan de la destrucción de la sociedad degradando la familia. Por eso mereció Vd. que la autoridad   —XI→   eclesiástica aprobase sus escritos como escuela práctica de virtud, y que más bien que buenos libros deben ser considerados como buenas acciones.

-Vd. me alaba demasiado.

No, Fernán: nadie ha pintado con tanto acierto la vida íntima, las escenas del hogar doméstico, las costumbres populares. Nadie ha comprendido tan bien como Vd. el mérito de acciones que pasan desapercibidas, la razón de ciertas prácticas, la filosofía de ciertos dichos vulgares. Cuando nos pinta Vd. una escena terrible, ¡qué más terrible que sus descripciones!... La paz doméstica, la felicidad conyugal tienen en su pluma un intérprete digno. ¡Y cómo describe Vd. la dulzura, el candor de los niños, sus juegos y sus gracias infantiles! En medio de estas escenas viene a sorprendernos un pensamiento de alta esfera, lleno de filosofía de profunda moral y del puro espíritu del Evangelio. Y ese pensamiento es tan natural y se deduce tan lógicamente, y estaba tan cerca de nosotros, y nosotros ¡ciegos!, no lo veíamos... Pero Vd. lo descubrió con su vista de águila y   —XII→   del caos brotó la luz y de la piedra árida saltó un raudal...

-Como se conoce que es Vd. mi amigo. ¿Y era Vd. el que no quería escribir un prólogo? ¿Qué más prólogo que este?

Pues bien... imprímalo Vd.

ANTONIO CAVANILLES.





  —1→  

ArribaAbajoCapítulo I

OCTUBRE, 1837



    Hélas, sur mon froid monument,
l'eau du ciel tomb tristement,
mais de vos yeux pas une larme.


CASIMIRO DE LAVIGNE.                


«Su alma era como el cristal, la empañaba un soplo, la traspasaba un rayo de sol, un choque la hubiese quebrado: almas de ángeles que tienen su mayor mérito en ignorar lo que valen; que no lloran sobre él, sino sobre el dolor, que es herencia común».


EL AUTOR.                


«¡Dios! ¡Ten piedad de nosotros!». Tal era el grito que con débil y exhausta voz repetía una infeliz mujer, que yacía moribunda en el ahogado camarote de una fragata, que en el golfo de las Yeguas corría una horrorosa tempestad.

  —2→  

Era de ver cuál el barco, que en el océano parecía lo que un grano de arena en los desiertos de África, era el juguete, de las olas. Ya empujaban su costado y lo doblaban a punto que parecía que rendido en la lucha, caía de una vez para no volver a levantarse; ya le abrían un abismo en que se hundía precipitado por su propio peso; ya pasaban por cima de él olas espumosas, como una garra con blancas uñas que alargase la mar para asir su presa: ya reventaban azotando sus costados, pareciendo decirle en sus bramidos; ¿no eres peña, y resistes? El barco luchaba cediendo, pero sin desmayar, imagen de la perseverancia que padece sin desalentarse... y camina!

Habíanse recogido todas las velas, y los masteleros con sus vergas, y las innumerables cuerdas que de ellos pendían, se alzaban como mujeres, que con el cabello suelto y los brazos abiertos, pidiesen al cielo misericordia. Pasaban y repasaban por éste negras nubes, frunciendo el ceño, respondiendo con truenos al mar, que rugiendo se empinaba como para desafiarlas o arrebatar al cielo sus estrellas. Sobre cubierta se notaba un asombroso fenómeno: el horizonte, que es en el mar la senda, la esperanza, la libertad... había desaparecido. El barco estaba preso entre sombrías murallas de agua de una altura espantosa, que unas a otras se lo arrojaban como un volante.

-¡Dios tenga misericordia de nosotros! -repetía la infeliz- y nadie respondía a esa tenue y angustiada   —3→   voz. Nadie respondía porque en aquel estrecho camarote solo se hallaba una negra, que con el miedo y las ansias del mareo, se había dejado caer en el suelo, en el que yacía como una masa inerte, y una niña de seis años que dormía acostada a los pies de la cama de su madre.

-¡Jesús! -decía la infeliz-: ¡morir así! Sin un sacerdote que auxilie y anime mi espíritu, que traiga a la muerte como una libertadora amiga bajo sus auspicios... sin un médico que alivie en algo mis padecimientos. ¡Oh! El reo a quien ajustician es más feliz que yo! Hácenle dulces sus últimos pasos a la muerte; arrulla su último sueño una inmensa simpatía! ¡Dios mío! ¡Sola... sola! Ni una mirada de compasión, ni un adiós! ¡Y esta hija mía que va a perecer al lado del cadáver de su madre, en este seguro naufragio! ¡Duerme, ángel mío, duerme!... Tú que no sabes aun lo que es el peligro, la angustia, la orfandad, la agonía, la muerte, ninguno de los horrores de la vida! ¡Madre mía de las Lágrimas, cuyo nombre lleva, salvadla de este naufragio... amparadla en su orfandad!

Espantosa se dejó oír en este momento la voz del trueno; una fuerte sacudida que recibió el barco, hizo crujir sus entrañas, como si hiciese un jadeante esfuerzo para no sucumbir. Silbó la ráfaga entre las cuerdas y jarcias, cual si cada una de estas fuese una serpiente.

-Roque, Roque, -gimió la infeliz-, ¡que me muero!

  —4→  

Entró entonces en el camarote un hombre alto, seco, de estructura huesosa; tenía la fisonomía vulgar, el sello ordinario e inequivocable que parece la naturaleza crear a propósito para el hombre soez enriquecido. En su cara descarnada eran salientes y angulosas sus quijadas, y su frente, que sombreaba a la par de unas cejas espesas, unos ojos redondos y pardos, desviados como dos enemigos. Su boca grande apretaba entre sus labios delgados, por un constante hábito, un puro, cuyo continuado uso había tostado los bordes de unos dientes cortos y anchos. Su tez era de ese moreno subido, sucio y bilioso que imprime el sol de los trópicos con los males físicos que origina a los europeos, y que inocula la fiebre del oro con el ansia y desasosiego que trae consigo.

-¿Qué quieres, mujer? -dijo al entrar-, ¿crees que con este temporal nadie pueda atender a nada? ¡Calla, con mil de a caballo! Si quieres algo ¿por qué no llamas a este animal! -Añadió dando un puntapié a la negra, que no se movió.

-¡Es que me estoy muriendo, Roque!

-No serás la sola; que creo vamos a perecer todos, por vida del... ¡maldito sea!...

-¡Calla, calla, Roque! No eches maldiciones a dos pasos de la muerte: pero oye mis últimas palabras. Roque, siempre fuiste áspero y duro para conmigo, me sacaste de mi país y me embarcaste contra mi voluntad, y tan enferma ya, que los médicos te anunciaron que no resistiría la travesía: ¡todo te lo   —5→   perdono, Roque!... ¡Si me prometes amar, cuidar y hacer la vida dulce a mi pobre niña, a tu hija, si Dios os salva!

-¡Droga con la tonta esta! -repuso D. Roque-, ¡y los momentos que busca para echarme un sermón sin paño, y recomendarme a mi propia hija!

-¡Es que son los últimos de que puedo disponer, Roque, pues me estoy muriendo!

-¡Sí, como siempre! Pero si tú puedes disponer de ellos, yo no, que el capitán me está llamando, porque todos tenemos que dar a la bomba.

Diciendo esto subió D. Roque dando trancadas por la escalera.

Su infeliz mujer le oyó alejarse; vio a la negra que seguía inerte; miró a su hija que seguía durmiendo; que la inocencia, cual la santidad de un Dios hombre, duerme tranquela entre las borrascas. Quiso la moribunda solevantarse para exhalar su alma en un beso y una bendición sobre la cabeza de su hija, pero no pudo, y el pequeño movimiento que hizo le produjo un vahído con grandes congojas, en que con redoblada fuerza sonaban en sus oídos los horribles mugidos de la mar y los agudos bramidos del viento.

-¡Madre mía de las Lágrimas! -murmuró en un momento de despejó que siguió e hizo intervalo en su agonía-: ¡Madre mía, todo mi consuelo y refugio! Tú serás la mediadora de tu devota para con el Todopoderoso, que por ti se unió a nosotros. A Dios rogamos,   —6→   y en tus manos clementes ponemos las oraciones. ¡Señor, salvad a mi hija y tened piedad de mí! Todo cuanto he sufrido, lo perdono; y ofrezco cuanto perdono y cuanto padezco... por la salvación de mi hija y la de mi alma!

De allí a un momento se sintió tal balance, que la niña despertó, y oyó entre sueños a su madre que murmuraba:


    Abrázome con los clavos
y me reclino en la Cruz,
para que siempre me ampares,
dulce REDENTOR JESÚS.


La niña, a quien desde que supo articular sonidos, su madre había enseñado esa santa oración, repitió entre sueños:


    Para que siempre me ampares,
Dulce REDENTOR JESÚS.


Y ambas se durmieron; pero la una... ¡para no volver a despertar!

A ambas amparó Jesús según se lo había pedido, pues algunas horas después la tempestad había calmado un poco. Bajaron el capitán y pasajeros a la cámara, para tomar algún alimento, pues había veinte y cuatro horas que nadie había pensado en alimentarse. Encendieron y llevaron luces a los camarotes. En el que ocupaba la señora, hallaron a la negra que   —7→   seguía inerte, a la niña que seguía dormida; y más inerte que aquella y más dormida que ésta, a la señora, que era un cadáver frío ya, como cuanto la rodeaba.

-¡Dios nos asista! -gritó el camarero al entrar con el farol-, ¡la señora ha muerto!

-¿Que ha muerto? -exclamó el capitán arrojándose al camarote, palideciendo aquel rostro de valiente marino que el huracán dejaba impasible, que el peligro no alteraba, ante aquel suave, silencioso y abandonado cadáver.

-Más ha muerto de miedo y de aprensión que otra cosa, -dijo D. Roque que había seguido al capitán-. ¡Viajar con mujeres!... A esto se expone uno. Poco me ha hecho pasar en gracia de Dios en la travesía con sus melindres y sus quejumbres: y ahora corona la obra. ¡Si se le metió en la cabeza que no había de pisar la tierra de España!

Esta fue la oración fúnebre que hizo a la pobre mártir, aquel que al fuego lento de durezas y despotismo, la mató; porque ese hombre al casarse con ella, suave criolla habanera, dulce, flexible y criada con mimo, como las cañas de su ingenio, la miró y contó solo como un gravamen o censo anejo a los cien mil duros que la dio en dote su padre, un rico mercader de la Habana.

Al oír el ruido que hicieron los que entraron, la niña se había despertado, y se sentó sobre la cama; la negra se había puesto en pie y ambas fijaban sus   —8→   ojos en el pálido cadáver, la una con el asombro de la estupidez, la otra con el espanto de la falta de comprensión. De repente la negra se puso a gemir y a gritar:

-¡Mi ama! ¡Ay mi ama, mi ama!

-Calla, bestia, -le dijo D. Roque-, ¿no hay estruendo bastante con el de la tempestad? Si te vuelvo a oír, a fe de Roque que te haga callar. Capitán, añadió, ya esto no tiene remedio, ni aquí hay nada que hacer; bajemos el entrepuente para ver si se han mojado mis cajones de cigarros. ¡Quinientos cajones! Que representan un capital de quinientos mil reales. ¡Droga! ¡Si se han averiado, hice un viaje a China!

Colgó el camarero el farol en el techo del camarote, y todos salieron, menos la negra y la niña que se sentaron sobre una cama frente a aquella en que yacía el cadáver. La negra, después de llorar con muchas lágrimas, como lloran los niños, y como se lloran las primeras penas de la vida, se quedó dormida como aquellos. Pero la niña derecha e inmóvil con sus grandes ojos negros desmesuradamente abiertos, los fijaba sin pestañear en el cadáver de su madre, el que por efecto de las vueltas que daba el farol, movido por los balances del barco, tan pronto aparecía plenamente alumbrado, y como salir de las sombras e ir al encuentro de su hija; tan pronto ocultarse en ellas, como en lo pasado, como en el olvido, como en el misterio. -¡Madre!, ¡madre! -decía de cuando en cuando la niña con queda y temerosa voz...   —9→   y su madre no respondía-. No me responde, -pensaba la niña-, ¡¡¡y no duerme!!!

Esto pensaba porque el cadáver, mecido por los violentos balances del barco, tan pronto se volvía hacia su hija como para mirarla con sus apagados ojos que nadie había cerrado, tan pronto iba a pegar violentamente contra las tablas del opuesto lado. Era este un horrible cuadro de muerte y abandono en una lúgubre noche de tempestad, en que era juguete de las olas el cadáver de aquella desgraciada, a quien su triste destino negaba hasta el tranquilo y santo rincón de tierra en el que descansan los muertos, que consagran las oraciones y custodian el respeto y los recuerdos.

La niña no se daba cuenta de lo que pasaba; no sabia lo que era muerte, ni lo que era peligro; y no obstante un instintivo horror le hacía asombrarse de cuanto la rodeaba y estremecerse de los gemidos del viento, de los bufidos del mar, y del hosco silencio que guardaba su madre. Así, sin ideas para definir, ni voces para expresar lo que por ella pasaba, como suele suceder a los niños a quienes Dios dio en compensación madres que los adivinan, la pobre niña fue absorbiendo en su alma una sensación de horror y de angustia que habían de impregnarla para siempre en su tinte lúgubre y de su impresión tétrica: Sonaban en su alma como vagos y confusos recuerdos, las palabras que había oído a su madre cuando se había embarcado.

  —10→  

Había dicho la infeliz al acostarse en aquel lecho:

-¡Sí, sí! Éste será mi féretro: ¡aquí yaceré triste y abandonada, sin un cirio que dé decoro al cadáver y sufragio al alma! ¡A Dios, pues, para siempre, mi suave país, verde y rico como la esperanza! Te dejo por la exhausta y caduca Europa, caída en infancia, cubierta de ruinas y llena de recuerdos, que son las ruinas del corazón. ¡A Dios mis árboles altos y frondosos, que no taló aun la mano de los hombres! ¡A Dios mis puros ríos, cuyos cristales no enturbian ni esclavizan aun las construcciones de la invadiente industria! ¡A Dios mis espesos manglos, que crecéis fuertes y serenos en la amargura de las aguas del mar!... No he podido imitaros... y sucumbo en la amargura en que vejeta mi existencia.

Esto recordaba la niña como si oyese a lo lejos los sonidos apagados de un solemne réquiem, que melancólicamente decía algo grave y triste que ella no comprendía. Pero al día siguiente liaron y cosieron a su madre en una sábana, ataron a sus pies una bala de cañón... ¡y su madre no despertaba!... Y la subieron a cubierta, y la callada niña siguió a su madre sin que nadie pensase en impedirlo, y entonces, delante de la callada niña, su madre fue... echada al mar. Pero en ese instante la angustia y el horror que presagiaban y no comprendían, comprendieron.

La niña dio un grito desesperado, y se abalanzó a tirarse al mar tras de su madre.

El capitán tuvo la suerte de poder asirla por el   —11→   vestido, y la bajó a la cámara, presa de una espantosa alferecía.

-¡Estamos bien, -dijo D. Roque-, se acaba con la una, y se empieza con la otra!

La niña seguía muy enferma cuando llegaron Cádiz, donde pensaba fijarse su padre D. Roque la Piedra. Los facultativos consultados declararon que siendo el temperamento de Cádiz notoriamente conocido como nocivo a afecciones de pecho, se debía alejar de allí a la niña, que con una constitución débil, un sistema nervioso fuertemente atacado, y un principio de asma, estaba en el mayor peligro de volverse ética.

Parecía natural que con este motivo, D. Roque, dueño y árbitro de sus acciones, hubiese pensado en otro punto para establecerse.

Pero no fue así. Cádiz convenía a sus miras de especulación, y por tanto se contentó con escribir a otro americano (voz genérica aplicada en Andalucía a los que vienen de allá cuando no son hijos de la provincia) establecido en Sevilla, que era compadre y compinche suyo, para que viniese a Cádiz y se llevase a su hija a Sevilla, en donde entraría en un convento para ser allí criada bajo el cuidado e inmediata inspección del dicho su compadre y compinche.



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ArribaAbajoCapítulo II

NOVIEMBRE, 1837


Preciso es, aunque no agradable, hacer una pequeña biografía de los compadres que van a salir a luz en esta historia, porque es necesario tener algunos antecedentes de las gentes con las que se va a entrar en contacto. Tanto más necesario es esto, cuanto que es probable que al presentarse a la vista del lector un viejecito pobre, triste y llorón, con todas las señales de la miseria, claras y patentes en su exigua persona, quisiera darle una limosna, que no dejaría de tomar; lo que sería un pecado mortal.

Era D. Jeremías Tembleque, el compadre que aguardaba D. Roque, primitivamente un basurero. Hallose un día en el elemento que manejaba un bolsillo lleno de oro. Un momento después le alcanzó la criada que había vertido el inmundo canasto en que   —13→   iba el bolsillo; llorando y fuera de sí, le preguntó si había hallado un bolsillo que echaba de menos su amo. El honrado Jeremías afirmó con la mayor buena fe que no lo había visto, y con la complacencia y bondad de una buena alma, registró escrupulosamente todo el oloroso contenido del carro. Por la tarde salía despedida e infamada de la casa la infeliz criada, y a la mañana siguiente caminaba el buen Jeremías hacia Gibraltar donde tanto lloró y gimió miserias, que un capitán de buque mercante se lo llevó de balde a la Habana, pasando así del refugium peccatorum Gibraltar al consolatrix affictorum Habana sin cambiar una sola de sus monedas de oro. Allí puso un tendajo de bebida, en el que además de ésta se hallaban naipes sucios y tabaco húmedo.

En este santuario se formaron los primeros lazos de estrecha amistad entre el dueño del establecimiento y un gastador de un regimiento, jugador y pendenciero llamado Roque la Piedra. De esto había veinticinco años. Tenia, entonces Roque veinticuatro años y Jeremías treinta y cinco. Desde aquella época había sido el primero a los ojos del segundo, el guapo hermosete y jaquetón gastador en el que todo admiraba Jeremías menos el nombre2 D. Roque por su lado siempre miró en Jeremías el miserable y servil tabernero.

Andando el tiempo, habían hecho ambos fortuna,   —14→   cada uno a su manera; el uno a toque de tambor, venciendo obstáculos a empujones; empezando por baratero, acabando por obligar a un medio paisano suyo, rico mercader, a que le diese su hija en matrimonio y se asociase a su negocio. El otro sin salir de su aire doliente, labró su suerte suplicando y gimiendo a una rica mulata, que por su lado tenía empresas tan honoríficas como las suyas, que le admitiese como humilde consorte. Se casaron, y nunca se vio un casamiento más feliz. La mulata reventaba de orgullo de ser la mujer de un blanco de purísima sangre española; el consorte, por su lado, no cabía de gozo en su apergaminado pellejo; por causa que su mulata que era generosa, garbosa, despilfarrada, dejaba rodar las onzas que ganaba, las que caían en las garras de su marido, apenas les echaba sus tristes ojos encima. De ahí pasaban a encierro hermético y secuestro perpetuo.

La mulata murió con el mismo ¿qué se me da a mí? en que había vivido. Jeremías oscureció aun más su triste figura; le hizo un buen entierro a su morena mitad, esa querida ave doméstica que ponía huevos de oro; conservó en un medallón de plata una de sus pasas, vendió cuanto tenía, cargó con todo el dinero y se vino a España, dejando abandonados unos niños que tenía su mujer antes de haberse casado con él.

Estos dos entes malignos y despreciables a quienes nadie decente en la Habana miraba siquiera a la   —15→   cara, fueron recibidos en Europa como bellos y apreciables sujetos, mediante a que traían dinero.

¡Europa, Europa! Hija mía, te ha dado por el dinero, como a una vieja, y te vas volviendo todo lo sin gracia de un avaro: te aviso para que te enmiendes, que eso no le pega a una noble matrona como tú. ¿Qué dirá el Asia? El Ganges no querrá mezclar sus aguas con las de tus ríos, y hará bien.

Don Jeremías había llegado a Cádiz cuatro años antes que su amigo. Cuando se vio este triste carcelero de sus doblones sin la renta fija que le proporcionaba su consorte, y sin el apoyo y consejo que le suministraba su compadre D. Roque, no supo qué hacerse. Encontrábase como una nave a quien faltasen a un tiempo la velas y el timón. No se atrevía a emplear sus capitales, y aguardaba siempre mejor ocasión sucediéndole lo que a aquel otro con un corte de pantalón, que no se hacía nunca esperando la última moda.

En Cádiz le propuso un corredor comprar casas, pero como era cosa muy factible que las olas se tragasen a aquella temeraria ciudad, que como una gaviota se ha plantado sobre una peña rodeada de mar, D. Jeremías declaró aventurada la empresa. Sentándole mal el agua de aljibe, se puso sus zapatos de paño, y acompañado de un negro y de un baúl pelado, que era todo su equipaje, se fue al Puerto de Santa María.

Allí le ofrecieron comprar vinos y criarlos para la   —16→   extracción, especulación muy lucrativa. Bien pensado el negocio, D. Jeremías discurrió que el vino podría volverse vinagre y sentándole mal las aguas delgadas del Puerto, se puso sus zapatos de paño cargó con su negro y su baúl, y se fue a Jerez.

Allí le ofrecieron comprar una magnífica viña del pago en que se cría la uva que da el vino que bebe el Emperador de Rusia, el de Austria y la Reina de Inglaterra. D. Jeremías se halló seducido por la viña que criaba tales vinos, casi tanto como por su mulata.

El negocio marchaba arrastrando tras sí a nuestro D. Jeremías como un vapor que remolcase a un pontón. Las onzas, conmovidas por un alegre presentimiento de ¡viva la libertad! creyeron las bonachonas que en saliendo del poder de D. Jeremías iban a campar por su respeto como las estrellas del cielo. Pero antes de concluir el trato fue D. Jeremías a ver la viña. Era por enero; todas las cepas estaban podadas, y tenían el triste y árido aspecto que tienen las viñas en aquella estación. La cara de D. Jeremías, a la cual la idea de abastecer de vinos la mesa de los Emperadores había animado inusitadamente, se tornó al ver las cepas, triste, mustia y encogida como ellas.

-¡Jesús! -exclamó-, estas cepas tan chicas son retoños, y están secas.

Le explicaron que tenían ese aspecto por estar podadas según la costumbre del país, y que eso mismo las haría meter con más fuerza en la primavera.

  —17→  

-¿Y si no meten? -dijo Jeremías echando a correr como el que huye de una mala tentación.

Sentándole mal las aguas gordas de Jerez, y desesperado por el mal éxito que tuvo una mina en que se había interesado, se puso D. Jeremías sus zapatos de paño, cargó con su negro y su baúl, y se fue a Sevilla.

En Sevilla le hallamos establecido en una de las callejuelas de los Venerables, no por simpatía hacia el nombre, sino por ser allí las casas más baratas. Encontró una alhaja en su género.

Era un palacio de que podía hacerse dueño por la módica suma de cuatro reales diarios, lo que en el mes de febrero le proporcionaba el ahorro de ocho reales. Cabían en él, sin estar muy apretados, D. Jeremías, su negro y su baúl. Era este palacio, no de origen árabe, sino, al parecer, anterior. Los ladrillos del pavimento, a imitación del hombre, polvo fueron y polvo se volvían, formando así un suelo escabroso como el de una sierra. Las puertas aseguraban a unos blancos remiendos que les había incrustado el carpintero sobre lo apolillado, que en sus buenos tiempos habían sido pintadas y revestidas de un uniforme azul como un general; los remiendos las miraban de soslayo con los negros ojos con que los había gratificado el carpintero, y por respeto a sus años, no les decía que mentían. Los cristales de pequeñas dimensiones que tenían los postigos, decían a las rejas con añejas reminiscencias que habían sido   —18→   claros, puros y limpios; el hierro, que tiene buena memoria, les aseguraba que recordaba sus perdidos encantos. El portón algo paralítico, condenaba el uso de las cancelas, como una innovación impúdica. En la cocina había hornilla y media; pero D. Jeremías se hizo de que la sobraba la entera. En esta vaina, digna del acero que iba a guarecer, se instaló Don Jeremías con su negro y su baúl.

Pero faltaban los muebles; aquí fueron los apuros, cálculos y cavilaciones. ¿Qué había de hacer? Se fue D. Jeremías a pensarlo a las delicias de Arjona.

¡Arjona! ¡Bienhechor de Sevilla! ¡Tú que has dejado tan profundas huellas de tu celo e ilustración, que no borrará y antes sancionará el tiempo; diestro innovador y digno gobernante! Vayan estos cuatro renglones a probarte que si los árboles que plantaste coronando a Sevilla con una fresca guirnalda siguen floreciendo, no se han ajado tampoco en los corazones los agradecidos recuerdos con que a su vez coronan tu memoria.

¡Cuántas cavilaciones han abrigado aquellas perfumadas sombras! ¡Cuántas almas tiernas y elevadas habrán poetizado con los ruiseñores por aquellos senderos, en que el árbol cobija al arbusto, el arbusto a la flor, y la flor al césped! ¡Pero cuántas veces también le han profanado la langosta y el hormigón! ¿No podrían irse los Jeremías, las langostas y los hormigones a dar su paseo al Perneo? ¡Qué importuna pretensión en tiempos de igualdad y comunes derechos!

  —19→  

Volvamos a mi héroe. Nos ha dado por las digresiones: en otro capítulo diremos el porqué; que por ahora tenemos que referir el resultado de las cavilaciones del más caviloso de los cavilosos.

Fue este el irse al día siguiente a las callejuelas de Regina. Si eres tan desgraciado, lector, que nunca hayas estado en Sevilla, te compadecemos en primer lugar; y en segundo te diremos, que las callejuelas de Regina son un respetable club, un distinguido casino, un ilustre liceo de baratilleros. Cuanto allí se muestra a la vista del público, merece llevar la cruz de San Hemenegildo. Allí atrae el barato con su dulcísima voz, y convida a pasar adelante la curiosidad con su picante estímulo. Los baratilleros han sido tantas veces descritos, se ha gastado tanto chiste en sus descripciones, que nos abstenemos, mal que nos pese, de cansar tu atención describiéndolos: sólo diremos con dolor de nuestro corazón, que hasta los baratillos van perdiendo en el siglo de las luces y de los adelantos, su fisonomía y su color local. Cada baratillero tiene un pintor de brocha gorda, con un furioso arco iris metido en sus pucheros, al que con una celeridad digna de nuestros tiempos, va poniendo grotescas caretas a los más respetables veteranos. Tiene otro pintor de brocha no menos gorda, que de un cuadro regular, pero mal tratado, hace un cuadro de tal expresión, tan descompuesto y subido de color, que parece un borracho saliendo de la taberna. Tiene además un apestosísimo   —20→   barniz que distribuye a modo de palo de ciego, de manera que, si se entrase con hachones en aquellas cuevas de hijos abandonados, relumbraría y brillaría todo como cuevas de estalactitas.

Lo mismo habéis hecho vosotros, ilustrados novadores; habéis fabricado ese atroz barniz de pesada ilustración, que sobre todo se extiende como un brillo facticio, como una mentira. Ahora que veis tanta deformidad, lo lloráis. ¡Amigo; como ha de ser!


    Tú te metiste
fraile mostén,
tú lo quisiste
tú te lo ten.



Las cosas bien hechas, bien pulidas, sacan ellas mismas su brillo, pero lo facticio, ¡qué horror!

D. Jeremías gastó mucho tiempo, mucha parola, muchas negociaciones, pero muy poco dinero, en adquirir para su palacio el siguiente regio ajuar.

Una docena de sillas maltratadas por la suerte y esperando ya la muerte, pero de un verde apio, el más fresco de los que cría la primavera.

Un sofá, cuyos cojines de un coco o percal que había sido negro y se volvía blanco, como le sucede a los caballos tordos, estaban rellenos de hojas de maíz, lo que proporcionaba la ventaja al que se sentaba en él, de recordarle el campestre susurro que forman en las huertas movidas por la brisa. Pero como   —21→   D. Jeremías en su vida había leído un idilio cuando su persona hacía el oficio de la brisa al sentarse sobre su sofá, se le llevaba Barrabás.

Iacute;tem más: una mesa de escribir, con una pierna postiza, un poco más corta que las otras tres, y un tintero de peltre, con los petrificados restos de una tinta del siglo pasado; un velón de hoja de lata bastante bien conservado, una copilla de candela elegante por la sencillez de la materia y de la hechura, fabricada en Medina; platos desborcellados con moderación; fuentes lañadas con gusto, tino y solidez; un juego de café que se componía de las siguientes piezas: dos platillos y un pocillo, una cafetera sin asa y un azucarero sin tapadera. Don Jeremías quedó tan satisfecho de dichas compras y tan afecto a las callejuelas de Regina, que dio un mojicón a su negro porque había comprado de primera mano una olla de Medina.



  —22→  

ArribaAbajoCapítulo III

DICIEMBRE, 1837


Es tal el brillo que da el dinero hoy en día, la consideración, el aprecio, el respeto, y la admiración que inspira, la ilusión que lo rodea, la atracción que ejerce, lo que deslumbra y hechiza, que es preciso ser ciego para no ver renovada la idolatría del becerro de oro. Al ver un Nabab, no hay cabeza que no se incline humildemente; y no son las menos agachadas las de los que pregonan con más furor que es contra la dignidad inclinarla ante la mitra y el cetro.

Este servilísimo homenaje tributado hoy día al dinero, es tanto más extraño, cuanto que no lo disculpan siquiera los beneficios y ayudas que deberían emanar de la riqueza, no sólo porque es ley evangélica, sino porque es una obligación de la razón, y basta de provecho mutuo. Un rico de los modernos,   —23→   es la última persona de la sociedad a la que debe acudir un necesitado: puesto que el rico moderno mira al que no lo es, no solo con el más soberano desprecio, sino con el terror que miraría a un lazarino. Desde que le ve llegar con el sombrero en la mano y la sonrisa en los labios se hace irremisiblemente esta prudente reflexión: este soldado del ejército de Job, viene con las insolentes y hostiles miras de dar un ataque a mi bolsillo: ¡guarda Pablo! Enseguida, su cara, que por lo regular no está tan bien dotada por la naturaleza como lo está su bolsillo por la fortuna, adquiere un aire análogo y el colorido local de una fortaleza. Suele bastar la actitud imponente, el puedo y no quiero que levanta cual estandarte la fortaleza, para rechazar al necesitado. Cuando no, arroja un proyectil rechazador que mientras más hiere más satisfecho deja al que lo lanzó: el que pide es un enemigo, y debe quedar destruido para siempre.

Un proyectil así se llama en francés, une rebutade, en inglés, to cut, (cortar, ajar.) El diccionario define esto diciendo es un compuesto de repulsa y desdén. La noble lengua española no tiene semejante voz. Pero quizás la práctica la adoptará, con anuencia de la Academia que permite que nuevas necesidades creen nuevas palabras, así como la vida material ha adoptado la de confortable, la sociedad la de coqueta, la literatura la de spleen, con lo que, si bien no hemos puesto una pica en Flandes, hemos dado un paso agigantado en la civilización europea. Vivimos en la   —24→   dulce ilusión de tener un lector en las Batuecas, al que mentalmente nos dirigiremos más de una vez; una de ellas es ahora, para decirle que bien puede ser el hombre más instruido y sabio, tener ideas y sentimientos elevados: sino sabe estas y otras palabras, puede estar seguro de que se le condenará por esos ilustrados de tres al cuarto que creen está la cultura en semejantes superficialidades, a imitar a Sócrates, en exclamar: sé que nada sé.

Esta ha sido una digresión larga cual abril y mayo: pero como dice El Heraldo que son nuestras novelas de cortas dimensiones, no teniendo nosotros bastante imaginación para crear eventos, ni menos aun el poder necesario para decirles después de creados, ¡creced y multiplicaos!, no nos queda más recurso que acudir a las digresiones para atenuar en cuanto esté en poder de nuestra pluma la dicha objeción. Nos ha dado este consejo nuestra cocinera, con la que solemos consultar, a ejemplo del gran Molière, a quien salió la cosa bien. Fundó aquella apreciable mujer su consejo en un ejemplo que nos hizo fuerza y fue éste; que cuando le sale una salsa escasa, la alarga echándole agua de la tinaja. ¡¡¡De la tinaja!!! Si siquiera hubiese dicho la materialota de la fuente? No podemos civilizarla; tampoco, en honor de la verdad, ponemos empeño en ello, no sea que se quiera meter a repostera y no tengamos quien haga el caldo.

No sabemos, lector, si hallarás que abusamos en esto de tu paciencia, porque el autor y el lector están   —25→   incomunicados, lo más incomunicados posible; harto lo sentimos, pues quisiéramos complacerte. Recibe, pues, la intención.

Volvamos a nuestro asunto. Hay otra cosa que contribuye a poner a los ricos en el pináculo social. Ésta tiene algún mérito, porque es un resto de pudor, que haciendo a la generalidad avergonzarse de la vil materia del ídolo que ensalzan, pone el elogio en sus labios para adorarlo con él.

Este subterfugio ha enriquecido el caudal de sinónimos que ya teníamos, y deberán añadirse en una nueva edición a los de Huerta. Son estos los siguientes:

Cien mil duros -significa- un buen sujeto.

Trescientos mil -significa- sujeto muy apreciable.

Quinientos mil -significa- un bello sujeto.

Un millón -significa- un excelente sujeto.

Cuando se pasa al ísimo, bellísimo, excelentísimo, tente por sabido, bellísimo lector de las Batuecas, (pues para nosotros lo eres, aunque no tengas un cuarto en tu faltriquera), que el sujeto así calificado entre las gentes de dinero tiene, más de un millón para servir... a su dueño.

Encontráronse un día, poco después de la llegada de D. Roque la Piedra a Cádiz, en la calle Nueva, dos señores. Era el uno alto, grueso, colorado, gastaba gafas de oro, y la echaba de importante y elegantón; era corredor, y se llamaba D. Trifón Rubicundo. El otro, que acababa de desembarcar del Trajano   —26→   en que venía de Sevilla en cámara de proa, era D. Jeremías Tembleque, el compinche y compadre que D. Roque había mandado compadecer a su presencia.

Era éste calificado en la categoría de los sinónimos mencionados entre bueno y apreciable sujeto, porque no habían podido averiguar ni los más listos hurones, cuanto pesaba su caja. Era un hombrecito flaco, encogido, enfermizo, con una cara angustiada, arrugada y amarilla como un limón seco. Vestía un gabán de un color extraordinario e incalificable, bastante claro, para que no se le notase al cabo de sus años las canas que suelen aparecer a los vestidos de paño por las costuras. Llevaba un sombrero gris y verde por debajo del ala, zapatos de paño dos veces mayores que sus pies: un chaleco insolente de feo, el cual, en la multitud de pliegues que formaba en el hueco que dejaba la ausencia del abdomen, ocultaba la impertinencia de la tela del forro que quería sacar las narices.

-¡Hola... D. Jeremías! ¿Tanto bueno por acá? -dijo el corredor al recién llegado-. ¿Viene Vd. a ver a su amigo D. Roque la Piedra? ¡Bello sujeto por cierto!

Es de advertir que D. Trifón Rubicundo había ido a ofrecer sus servicios al bello sujeto que le había recibido con la más acabada grosería. Hay existencias en el mundo, que partirían un corazón humano como un puñal, si por fortuna no consolase la idea de que cada cual siente a su manera.

  —27→  

-Sí, sí amigo D. Trifón, -respondió el recién llegado-, vengo a ver a ese compadre mío, que es un guapo chico que sabe más que Merlín, y trae sus riñones bien cubiertos; no como yo, D. Trifón: yo no he tenido la suerte que él. La enfermedad de mi mujer antes de venirme, ¡pobrecita! (¡Qué mujer, don Trifón! ¡Cinco juntas de médicos tuve; seis hubiese tenido con tal que, no se me hubiese muerto!) Un entierro que fue sonado, mi enorme pérdida en el banco de Nueva-York, (nueva Sierra Morena!) ¡Malditos yankees, más ladrones que Geta! Desde que llegué aquí... pérdidas. En Jerez, (infames jerezanos) me metieron en una mina, no en la mina, sino en ser accionista...

-¿Y cómo fue Vd. tan inadvertido? Si fuese para las de Almería, esas sí; para esas tengo acciones que ofrecer a Vd., una ganga; son de un sujeto que marcha a Filipinas, y así...

-Si me habla Vd. de minas, echo a correr. Don Trifón, mi enemigo, ¿no estoy diciendo a Vd. que perdí diez mil reales? Me metí en ella, porque lo hizo D. Judas Tadeo Barbo; un bellísimo sujeto que sabe donde escarba, y quise escarbar donde él; porque ese ha servido, añadió haciendo una horrorosa mueca a guisa de chusca sonrisa; pero me salió mal la cuenta, perdí diez mil reales, que me han quitado diez años de vida. De nada me he arrepentido nunca como de haberme metido en la Positiva, así se llamaba la mina que ha sido la segunda parte del banco de Nueva-York.   —28→   ¡Pues qué! ¿No hay más sino hacer un hoyo en el suelo, sacar tierra, y nada más que tierra? Don Trifón... ¡tierra! ¿Y hacerle a uno pagar dinero? ¡Clama al cielo, D. Trifón! Lo pagarán el día del juicio. Así no quiero minas, ni regaladas; ni en el Potosí, ¿está usted?

-¿Qué son para Vd. diez mil reales, D. Jeremías? Una miseria, una bicoca, un grano de anís.

Don Jeremías se puso a dar vueltas a derecha e izquierda, y a dar con su bastón en el suelo repitiendo:

-¡Diez mil reales miseria! ¡Bicoca! ¡Grano de anís! ¿Ha perdido Vd. la chaveta, D. Trifón de todos los diablos? ¿Dónde entierra Vd., D. Magnifico? ¡No digo yo que esta gente de Cádiz escupe por el colmillo! ¡Andaluces por fin, andaluces!

-No se nos venga Vd. aquí achicando, D. Jeremías. Vamos, vamos, que el amor y el dinero no pueden estar ocultos, y aquellas letritas sobre los hermanos Castañeda y compañía...

-Calle Vd., calle Vd., me está Vd. comprometiendo, D. Trifón de todos los demonios, cotorra mercantil. ¿Lo ve Vd.? ¿Lo ve Vd.?

Esto decía señalando a un chiquillo, que por ganar cuatro cuartos se empeñaba en llevarle un horroroso pañuelo de algodón a cuadros, atado por los cuatro picos, en el que traía D. Jeremías todo su equipaje.

-Te he dicho que te largues, holgazán, gritaba el avaro. ¿Crees acaso, garrapata, nigua, sanguijuela, que estoy tan mal con mi dinero que te había de   —29→   pagar por llevar este lío que no pesa nada? Que te largues te digo, o sino...

Don Jeremías levantó el palo; el chiquillo echó a correr sacándole la lengua.

-¿Sabe Vd., -preguntó el corredor-, si su amigo de Vd., el señor D. Roque, que ha tenido en este pueblo hospitalario la acogida que se merece tan apreciable sujeto, piensa establecerse aquí?

-¡Jesús! ¡Jesús! Nada sé; -contestó D. Jeremías despavorido; tanto le asombró la idea de poder comprometerse en la respuesta que diese.

-Es que en ese caso tendría que proponerle un excelente negocio; puede que también acomodarse a usted, D. Jeremías.

-¡A mí no, no, no, y no! Amigo mío, si es cosa de dinero que desembolsar, no tengo un real disponible, ni un cuarto, ni un maravedí.

-Son pagarés a descontar a un año de plazo y a 12 por 100.

Los tristes ojos de D. Jeremías se pusieron a bailar el fandango.

-¿Con hipoteca? -exclamó-, ¿con garantías?

-¡Ah! No, señor: esto no se acostumbra aquí en Cádiz, donde el giro marcha libre y confiado sobre su base honorífica, el crédito: basta la firma que inspira más confianza que la hipoteca.

-Pues entonces a otra puerta, amigo Trifón: la confianza no me inspira ninguna, el crédito no me acredita nada, la firma es un papel mojado aunque   —30→   sea la de Rotschild, que puede quebrar como el banco de Nueva-York. Además le he dicho a Vd., -continúa en su tono llorón-; vacía la caja, amigo, como bolso de marqués; la enfermedad de mi mujer; la Positiva, en que tanto se metió y nada se sacó, esa sepultura funesta do mis diez mil reales; esa bicoca, ese grano de anís como Vd. dice: ¡caramba con Vd.!... y sobre todo esa quiebra del banco de Nueva-York, me tienen en seco. ¡Malditos norteamericanos! Bien dicen los ingleses, que su Adán y Eva salieron de las cárceles de Londres. ¡Pícaros! Ea, D. Trifón, pasarlo bien, que no he almorzado, porque en el vapor llevan por todo un sentido.

Don Jeremías, que sabía que su compadre no le ofrecería de almorzar, entró en un mal café o medio bodegón, y pidió una taza de caldo, que parecía agua de fregado, en el que migó un poco de pan. Después de concluir su almuerzo, pasó el viajero a casa de su amigo.

-Conque, -dijo D. Jeremías a D. Roque, después de darle la bien venida-; conque, compadre, ¿se establece Vd. aquí? Por mí, harto me pesa de haberme venido de allá; echo cada día más de menos a mi Pepa; a mi mujer. Vd., compadre, ¿perdió la suya en la travesía?

-Sí, creo que se murió aquella testaruda que no quería venir a España, por salirse con la suya y darme ese chasco, -respondió D. Roque.

-¡Qué chasco, compadre! Ya que lo hizo, bueno es   —31→   que fuese en la mar; así le ahorró a Vd. los gastos del entierro, que no son flojos, compadre, no son flojos: las cuentas las conservo. La caja...

-¿No le fue a Vd. bien aquí? -dijo interrumpiendo las lamentaciones de Jeremías, D. Roque.

-No compadre; vivir en Cádiz cuesta un sentido.

-¿Y en el Puerto?

-No se hace nada, nada; si no pasear en la Victoria, que parece un palacio encantado.

-¿Y en Jerez?

-¡No me hable Vd. de Jerez! ¡Un hato de bribones compadre!... Me armaron una con una mina Positiva; hágase Vd. cargo que jamás hubo nada de menos positivo: ¡me sacaron diez mil reales! Por tener el gusto de hacerme perder, mire Vd. si son malos, perdieron ellos también. Diez mil reales que jamás volveré a ver.

-Ya, pero...

-¡Qué pero, ni que camuesa! ¡Digo a Vd. que no los volveré a ver nunca más!

-¿Pero en lo demás?

-Los tengo que contar con los muertos, lo mismo que a mi mujer.

-Me han dicho que hay giro...

-Lo mismo que si los hubiera echado por la ventana.

-Me han asegurado que aquel viñedo...

-Ningunas, ni las más remotas esperanzas; ¿cómo? ¡Si la mina está abandonada!

  —32→  

-¿Y valen mucho las viñas?

-¡He visto la gran boca por donde se tragó esa positiva ladrona, mis diez mil reales!

-Es, -dijo D. Roque-, que pensaba comprar una viña a uno que está ahorcado

-¡Jesús, Jesús, compadre! -exclamó D. Jeremías-, se pierde Vd. miserablemente: ¡Vd. no sabe lo que son los jerezanos! Ya saben a su casa; han servido, como Vd., compadre; no venden sino las viñas secas. A mí me la quisieron pegar, pero la jugarreta de la mina Positiva me abrió los ojos tamaños, -añadió haciendo una C con el dedo pulgar y el índice-. ¡Mas de esto ha resultado que me ve Vd. el más desgraciado de los hombres!

La cara de D. Jeremías se puso aun más compungida.

-Pues ¿qué le sucede a Vd., compadre? -preguntó D. Roque.

-¡Que no sé que hacer con mi dinero! -exclamó D. Jeremías en tono desesperado y levantando sus manos por cima de su cabeza.

-Vamos, vamos, no se apure Vd., -respondió Don Roque-, ya veremos dónde colocarlo.

-Y cuatro años de intereses perdidos por haberlo tenido parado, ¿quién me los resarce?

-Su culpa es; a nadie tiene Vd. que quejarse, ¿por qué es Vd. tan encogido y medroso? Amigo, el que no se arriesga no pasa la mar. Finque Vd.; que las fincas están baratas.

  —33→  

-¡Fincar!... ¡fincas! -exclamó el avaro horrorizado-, que con las terribles contribuciones no dan, bien comparadas, esto es, en la tercera parte de su valor, ¡un cinco por ciento!... ¿me quiere Vd. arruinar?

-Póngalo Vd. a premio con hipoteca.

-Para que me obliguen a quedarme con la hipoteca, para que haya pleitos; -añadió estremecido el avaro-; ¿me quiere Vd. asesinar?

-Pues póngalo Vd. en un banco.

-¿En un banco? Vamos compadre; veo que usted quiere burlarse de mí. ¿No sabe Vd. lo que he perdido en el banco de Nueva-York? Yankees del demonio, asaz peeres que los indios bravos, que los negros cimarrones y que los piratas malayos...

-¿Quiere Vd. comparar los bancos de allá con los de Europa, compadre? No sea Vd. pusilánime en su vida. Yo he puesto cien mil duros en el banco de Francia, ponga Vd. los sesenta y tanto mil que debe tener usted por mi cuenta aquí parados. Cuando vengan los otros sesenta que le quedan a Vd. que cobrar allá, podrá darles otro destino.

-Chitón, chitón, -sopló D. Jeremías asustado, poniendo un dedo sobre la boca-: nadie le pregunta a usted lo que tengo; las paredes tienen oídos, y Vd. un vocejón que parece de sochantre, compadre.

-No hay en la casa sino la negra y la niña; -dijo D. Roque.

-La negra y la niña, -repuso D. Jeremías acercándose   —34→   a la puerta por ver si alguien los estaba es cuchando-, tienen sus bocas para repetir lo que oyen, como cada hijo de vecino.

-Haga Vd. lo que le digo, hombre de Dios, -prosiguió D. Roque-; y si no, va Vd. a tener ese dinero para mientras viva.

Don Jeremías se puso a temblar como si se le hubiese entrado el frío de una terciana; pero no rechazó del todo la idea. La iba cogiendo y soltando como un gato una sardina puesta sobre unas parrillas. Al cabo de tres días y tres noches de combates y angustias, en las que ni comió ni durmió, se decidió por fin a seguir el consejo de su amigo, y al cuarto partió llevándose a la pobre niña, su ahijada, de la que no se ocupó el apreciable sujeto en todo el viaje.

La niña iba convulsa y hecha un mar de lágrimas, no por separarse de su padre, delante del cual temblaba, sino por dejar a la negra estúpida y amilanada, que al fin era el único ser que desde la muerte de su madre no la repulsaba, y por el espantoso horror que le inspiraba la mar.

Cuando ancló el vapor en Sanlúcar para recibir pasajeros, estaba la infeliz niña tendida en su camarote, más muerta que viva. Su mal aumentado con las ansias del mareo y con su miedo, la habían puesto en un estado que daba compasión. Allí se embarcó una señora joven y hermosa con un caballero de edad y una niña de ocho años. Esta se puso a escudriñarlo todo.

  —35→  

-Quiero ver este camarote, -dijo-, empujando la puerta del en que estaba Lágrimas.

-No, Reina, -le dijo la madre-, está cerrado y tendrá dueño.

-Pues quiero verlo... quiero...

-Niña, -dijo el caballero anciano-, no siempre en el mundo se puede hacer lo que se quiere.

La niña, por respuesta, daba vueltas al pestillo, hasta que consiguió abrirlo.

-¡Qué picarilla! -dijo la madre-; en metiéndosele algo en la cabeza, no para hasta salirse con ello.

-¡Dios quiera que no le pese a Vd. algún día lo que ahora le hace gracia, Marquesa! -repuso el caballero.

-¡Madre, madre! -gritó su hija-: mirad, mirad a esta pobre niña... está mala y sola; ¡pobrecita, pobrecita!

La Marquesa acudió al camarote, y halló a su hija que abrazaba y besaba a la pobre Lágrimas, que parecía un cadáver.

-¡Pobre niña! -dijo la Marquesa-. ¿Con quién vienes?

-Con mi padrino, -respondió en voz casi ininteligible la niña.

-Que es un pícaro infame que te deja así mala y sola, -dijo Reina.

-Reina, Reina, eso es muy feo, y no se dice, -dijo su madre.

Pero la niña había desaparecido, y pronto volvió   —36→   con un plato de bizcochos: un criado la seguía con una bandeja de café.

-Toma, toma bizcochos y café, pobrecita mía, que es bueno para el mareo, -dijo Reina-. ¿Buen padrino tienes! Si le veo arriba, le doy un empujón para que se caiga al río.

-Reina ¿no podías haberme avisado, y no ir tú por el café? -dijo el caballero.

¡Qué avisar! -repuso esta-: hubiese Vd. echado dos días, D. Domingo.

-¡Qué corazón tiene esta hija mía! -dijo la marquesa de Alocaz, cubriendo de apasionados cariños a su hija.



  —37→  

ArribaAbajoCapítulo IV

ENERO, 1838


Algún tiempo después estaban sentadas debajo del emparrado del jardín del convento unas cuantas niñas chicas. Nada podía verse más gracioso que lo eran sus posiciones, movimientos y ademanes. ¡Con cuanta razón se ha dicho que todo lo que lleva el sello de la gracia elegante y ascética, es una copia perfeccionada de la gracia de la infancia! ¿Consistirá esto en que esa gracia que nos encanta, sea el celestial reflejo de la inocencia?

Todas estaban muy ocupadas; unas hacían un jardín con un arte que hubiese envidiado Le Notre... figuraba en él una ramita de box, un naranjo; una clavellina, una palma; en el centro un medio cascarón   —38→   de huevo, figuraba la fuente de alabastro, en la que unos pedacitos de hojas de geranio encarnado, representaban los peces; a su alrededor los dedales, rellenos de ramitas de tomillo, figuraban macetas. Otras niñas hechas cocineras, se afanaban en meter en una ollita tamaña como una nuez, unas cuantas coliflores figuradas por jaramagos. Otras vestían un niño de barro con toda la delicadeza necesaria para no dejarlo falto de piernas o de brazos. Otras, gravemente sentadas en visita, tenían en sus manos una hoja de parra a manera de abanico.

Sólo una niña delgada y pálida, estaba sentada en una sillita baja y no se movía.

-¿Nunca quieres jugar, Lágrimas? -dijo una de las otras. ¿Te duele un pie?

-No, -respondió la niña.

-Pues ¿porqué no quieres jugar?

-¡Estoy cansada!

-¿De qué?

-No sé.

-Yo también estoy cansada, -dijo la cocinera, abandonando la olla a su triste suerte, como lo hacen otras de muchos más años.

-Yo también, yo también, -repetían las demás con aquella inconstancia propia de la edad en que nada interesa, ni aun los juegos.

-¿Vamos a contar cuentos?

-Sí, sí, cuenta tú, Maalena.

-Había vez y vez una hormiguita...

  —39→  

-Ese no, ese no, que le sabemos.

-Pues no sé otro, ea.

-¡Ay, mira, mira, un bicho! ¡Qué feo es!

-No es feo, es una chinita de humedad; en tocándola, se pone redonda como una bola, mira.

-¿Y porqué hace eso?

-Para esconderse.

-La voy a matar.

-Jesús, no, no, que si lo ve Lágrimas va a llorar, y nos va a reñir la madre Socorro por mor de ti.

-Pues yo haré que no llore; yo sé como.

-¿Tú? No es.

-Sí es.

-¿Pues cómo?

-Con una copla que yo sé, y se les canta a los niños para que callen.

-Cántala... anda.

La niña se puso a cantar en la más sencilla de las tonadas, puesto que no salió de una sola y misma nota:


    Isabelita no llores
que se marchitan las flores,
no llores Isabelita
que las flores se marchitan.



-Maalena, -dijo una regordetilla de carita rosada y bobilla- cuéntanos la historia del niño perdido, que es más bonita, ¡anda!

  —40→  

Maalena se sentó, sobre una regadera y empezó la historia del niño perdido.


    Madre, a la puerta está un niño,
más hermoso que el sol bello,
y dice que tiene frío
porque viene medio en cueros.
   Pues dile que entre; se calentará.
¡Ay! ¡Que en este pueblo ya no hay caridad!
   Entró el niño y se sentó;
hizo que se calentara,
y preguntó la patrona
¿de qué tierra? ¿De qué patria?
   Responde: señora, soy de lejas tierras.
Mi padre es del cielo; madre es de la tierra.
   Estando el niño cenando,
las lágrimas se le caen,
-dime niño, ¿porqué lloras?
Porque he perdido a mi madre.
   Mi Madre de pena no sabrá que hacer
aunque la consuele mi Padre José.
   -Hazle la camita al niño
en la alcoba con primor.
-Que no se haga, señora;
que mi cama es un rincón.
   Mi cama es el suelo en el que nací,
y hasta que me muera ha de ser así.
   Apenas rompía el alba
el niño se levantó,
y le dijo a la patrona
que se quedase con Dios;
   que él se iba al templo por que era su casa;
donde iremos todos a darle las gracias.



Cuando hubo concluido Maalena, se volvieron las niñas a la niña pálida y le dijeron:

  —41→  

-Lágrimas, cuéntanos el cuento de la Flor del Lililá, ¡qué lo cuentas tú muy bien!

-Estoy cansada, -respondió la niña pálida.

-Anda, cuenta, no seas premiosa y con su cante y todo. Si lo cuentas, te voy por lechuguino al huerto para tu canario.

Con esta promesa, la niña que parecía tan caída, se animó, y contó como sigue su cuento.



CUENTO DE LA FLOR DEL LILILÁ.

Habíase un Rey que tenia tres hijos, dos muy malos y uno muy bueno. Todos los días venia a palacio una pobrecita a pedir limosna, y los dos grandes ni le daban, ni le decían siquiera perdone Vd. por Dios, sino que se fuese. Pero el más chico aunque no tenía dinero, porque se lo quitaban los grandes, le daba a la pobrecita su pan después de besarlo. Diole al Rey una enfermedad en los ojos y cegó; y los médicos dijeron que no había sino una cosa que lo pudiese poner bueno, y era esa cosa la flor del Lililá. Pero era el caso que nadie sabía donde estaba la flor del Lililá.

Los hijos dijeron que iban a buscarla, y que no se habían de volver sin ella, aunque tuviesen que ir hasta donde se levanta y hasta donde se acuesta el sol. Salió el mayor, y se encontró con la pobrecita que pedía, que era la VIRGEN, y le preguntó si le podría   —42→   guiar, o dar norte, para poder hallar la flor del Lililá. Y como la Virgen no niega un buen consejo a nadie, sea malo o sea santo el que se lo pida, le respondió; -Ves por aquel camino derechito, derechito que te señalo, y llegarás; pero te advierto que hallarás a muchos niños blancos, que son los niños buenos, y muchos niños negros que son los malos; estos querrán jugar contigo, entretenerte y sacarte de la buena senda; no les hagas caso sino a los blancos, que te acompañarán y mostrarán siempre la buena senda. El niño siguió su camino, pero en lugar de hacer lo que le había dicho la buena pobrecita se puso a jugar con los niños negros que lo extraviaron; y lo mismo en todo y por todo que sucedió al mayor sucedió al segundo. Pero no así al chico, que como era bueno, hizo todo lo que le dijo la pobrecita, y así fue que los niños blancos le acompañaron hasta llegar a un jardín muy hermoso donde estaba la flor del Lililá, que era blanca, resplandecía y olía a gloria.

Cortó el niño la flor, y se puso en camino para llevársela a su padre. Pero a poco encontró a sus hermanos con los niños negros, que les dijeron matasen a su hermano para llevarles ellos a su padre la flor; y así lo hicieron los pícaros, y después de matado enterraron a su hermanito para que nadie lo viese.

En el sitio en que fue enterrado el niño, nació un cañaveral, y un pastorcito que apacentaba por allí sus ovejitas, cortó una cana e hizo una flauta, y cuando   —43→   se puso a tocarla, salió de ella una voz muy triste que cantaba.

La niña se puso a cantar con una voz débil; pura y dulce como un suspiro sobre una sencilla, pero melodiosa y expresiva tonada:


    No me toques, pastorcito,
que tendré que divulgar,
que me han muerto mis hermanos
por la flor del Lililá.



Al pastorcillo le pareció el canto de la flauta una cosa tan rara y tan bonita, que se la llevó al Rey; más apenas la tenía en las manos el Rey, cuando se oyó el canto mucho más triste todavía, que cantaba:


    No me toques, padre mío,
que tendré que divulgar
que me han muerto mis hermanos,
por la flor del Lililá.



Cuando el padre conoció la voz de su hijo el más chico, se puso a llorar y a arrancarse los cabellos y mandó traer sus hijos mayores a su presencia. Estos al oír el canto de la flauta, cayeron de rodillas, deshechos en lágrimas y confesaron su delito. Entonces el Rey los condenó a morir. Pero de la flauta salió una voz, sin que nadie la tocase, que más suave que nunca cantó:


    No los mates, padre mío,
y ten con ellos piedad,
que los tengo perdonado...
¡que es tan dulce perdonar!



  —44→  

Concluido que hubo la niña su cuento, las demás se esparcieron formando nuevos juegos, pero casi todas tarareaban en sus infantiles voces, que aun no podían como la de Lágrimas ceñirse a una melodía, en notas vagas, y sin precisión, que no tenían aun el freno de la voluntad, así como los pensamientos de entre duerme y vela, que lo han perdido, la canción del cuento de Lágrimas, mientras ésta con su voz aun más dulce y triste, seguía cantando:


    Que les tengo perdonado...
¡Que es tan dulce perdonar!



Puso la niña su mano en su mejilla y cual si ella misma se hubiese arrullado con su canto, se quedó dormida.

-¡Angelito! -dijo al verla la madre Socorro-; la pobre niña no ha pegado los ojos en toda la noche. ¡Me da una lástima! ¿La sacaremos adelante, madre abadesa?

-Con la ayuda de Dios, hermana, -contestó ésta-. Hablad quedo, niñas mías, -añadió dirigiéndose a las otras niñas-, para no despertar a la pobrecita que no duerme de noche.

Las niñas se alejaron, se internaron en el jardín y empezaron a hablar de quedo, pero con esa graciosa falta de tino de la infancia, tan extremo de quedo, que no se oían unas a otras.

-¿A que no adivináis? -dijo Maalena que era la mayor, matrona ya de siete años.

  —45→  

-¿El qué?

-Una adivina.

-¡A que sí!

-Pues... ¿qué es un platito de avellanas que de día se recoge y de noche se derrama?

Todas se pusieron a meditar por casi medio minuto.

-Nosotras; -exclamó la gordiflona dando un salto que la levantó dedo y medio del suelo.

-Al revés me la vestí, -dijo la matrona-. Eres más tonta que Pipí, Josefita.

-Pues dilo tú, ya que lo sabes.

-Las estrellas, torpe.

-¡Qué no! Las estrellas no son avellanas.

-¿Pues qué son? Marisabidilla.

-Las lágrimas de María que se llevaron los ángeles al cielo; por eso son tantas que nadie las puede contar.

Las niñas se pusieron a mirar al cielo, en el que surcaban volantes nubarrones, cubriendo y descubriendo a su paso alternativamente la luna.

-¡Ay! -dijo la regordetita-, ¿no ves como se entra y se sale la luna en el cielo? ¿Qué le habrá dado?

-La estará llamando Padre Dios, contestó su vecina.

-Yo no oigo a su mercé.

-Tampoco lo ves en la misa, y está, -dijo la matrona-, si lo viéramos con estos ojos y lo oyéramos con estas orejas, -añadió tirándole un tirón de las suyas a   —46→   la gordifloncilla-, ¿qué gracia habría en creer? Como dice la madre Socorro.

La dueña de la oreja dio un chillido. La niña dormida se estremeció, y despertó sobresaltada: sus ojos negros estaban desmesuradamente abiertos y exclamó azorada:

-¡La mar! ¡La mar! ¡El tiburón! ¡El tiburón! ¡Madre! ¡Madre!

La monja tomó a la niña en sus brazos.

-Vamos, vamos, niña mía, -le dijo-. Sosiégate, es un sueño, una pesadilla. Tu madre está en el cielo con Dios, con los ángeles, con los santos, rogando por ti. Tú estás aquí con nosotras, que te queremos tanto: a tu lado está el Ángel de tu guarda; la mar y sus tiburones están muy lejos: no hay aquí sino la fuente de agua tan dulce y los pececillos colorados: ¡míralos, míralos como corren!



  —47→  

ArribaAbajoCapítulo V

Ya que hemos ido a buscar la filiación de parte de los personajes que van a figurar en los eventos, (por cierto sencillos y cuotidianos), que vamos a referir, preciso nos será hacer lo mismo con los demás que vamos a poner en escena. Hacemos esto con tanta más razón, cuanto que más que eventos, pintamos sucesos; más que héroes de novela, trazamos retratos verídicos de la vida real.

Hay seres eminentemente felices y envidiablemente dichosos. Son estos los que con una excelente salud, una situación mediana, en la que nada ahorran, pero en la que tienen su pan asegurado, alejando así esperanzas doradas y temores negros, en un círculo limitado de objetos y de ideas, sin conocer un libro ni de vista, sino el catecismo, tienen la existencia   —48→   exterior arreglada como un reloj, y la interior tranquila como una balsa de aceite.

El siglo de las luces no es de este parecer; ¡peor para él! No quiere existencias modestas y tranquilas; esto es contra la dignidad de las luces y el decorum de la ilustración.

Así inocula a toda prisa este siglo la noble ambición en todos, no como la vacuna para preservar de un mal al inoculado, sino para ponerle apto a padecer una feroz epidemia. La aplicación de esta verdad podrá hacerse en el relato que ahora empezamos. Llevando a nuestros lectores a Villamar, puertecito de mar el más desconocido de España, en el que Don Perfecto Cívico, herrador y albéitar, tenía dignamente y con satisfacción de todos, la vara de alcalde en sus robustas manos.

Siendo este buen señor veterinario de un Regimiento, conoció en Galicia una gallega que valía y tenía su peso en plata, que no era poco.

Cívico, que era buen mozote, fue bien acogido cuando se presentó de pretendiente; con condición de retirarse del servicio, y de sentar sus reales y su banco de herrador en su pueblo. Apenas casado, murió su suegro; Cívico realizó la herencia, se trajo esta en buenas letras de cambio, y a su mujer en un charanguero a Cádiz, desde donde pasaron en amor y compaña a Villamar. El origen de este caudal heredado era el siguiente.

El abuelo de la novia tuvo dos hijos, Tiburcio y   —49→   Bartolo; al primero, que era fuerte y robusto, le puso su padre a arar. Al segundo, que era flaco y endeble, le envió a América como género de pacotilla. Después de muchos años, recibieron carta de Bartolo, en que le decía a su familia que no le había ido mal, y que había hecho dinero.

En esta carta se firmaba el que la escribía, Bartolomé. Su hermano Tiburcio, que atribuyó el me añadido al Bartolo, al orgullo que le daban sus riquezas y sus viajes, se picó, y le contestó con arrogancia:


    Si pur que fuiste a las Indias,
te firmas Bartulumé,
yu sin salir de Jalicia
fírmume Tiburciomé.



Murió Bartolomé y heredó Tiburcio el caudalito que su hija Tiburcia llevó en dote al enamorado albéitar.

Este enlace fue feliz, porque ambos, él, a pesar de su necia fachenda echándola de ilustrado, y ella, a pesar de su genio tosco y mandón, eran dos buenas y honradas criaturas.

D. Perfecto, sobre todo desde que había cogido en sus menos la vara que nadie en el pueblo quería tener en las suyas, ostentaba un tono sentencioso y doctoral, y enmendaba la plana al Gobierno con un conocimiento de causa, una ciencia infusa pasmosa. Tiburcia, aunque franca y jovial, no se dejaba intimidar   —50→   con tonos ni aires; no entendía de chicas y llevaba en su casa la voz, por la sencilla razón de que de ella eran lus cuartus. Sólo un choque habían tenido los consortes. Tiburcia no quería, y en honor de la verdad no podía nombrar a su marido veterinario, y no había santo que la sacase de la voz albéitar. Y desesperaba a D. Perfecto Cívico ver atajarse el progreso en la boca de su propia mitad.

-Tiburcia, -le decía a su mujer-, el que ejerce el arte de la veterinaria se llama veterinario.

-Vaite a o demo, -respondía Tiburcia con su acento gallego-, en mi tierra el que cura las bestias se llama albéitar, y a mucha hunra: es verdad3.

Pero llegó el día en que esta paz doméstica vino a perturbarse de una manera más seria.

Tenía D. Perfecto fundadas todas sus esperanzas para el futuro engrandecimiento de su estirpe, puestas todas las miras de su noble ambición, las ilusiones de sus dorados sueños, en su primogénito, que llevaba el nombre de familia Tiburcio, y éste había llegado a la edad prefijada por su padre para llevarle a estudiar a Sevilla.

No daremos cuenta de los altercados que tuvieron en esta ocasión la mitad ilustrada y la mitad no ilustrada de este matrimonio, porque sería un nunca acabar.

  —51→  

-¡A estudiare! -exclamaba con su buen sentido gallego Tiburcia-, estu es, a jastare buenus cuartus y que se haga un hulgazán. Que aprenda a herrare e a curar mulas como su padre, e ganará bien su vida; es verdad. ¡Estudiare! ¿Te tienta o demo? ¡A estudiare! ¡Te figuras tú, humbre, que Tiburciño es fillo de algún Marqués! ¡Nun lu he de consentir: es verdad!

Don Perfecto por primera vez en su vida se las calzó. Era el que su hijo subiese a altas regiones y figurase el sueño dorado de toda su vida: y antes lo hubiesen arrancado la vara de alcalde y el corazón, que estas dulces ilusiones y estas brillantes fantasmagorías.

Así fue todo su conato hacerlas reverberar en la imaginación algo obtusa de su hijo, y despertar en él la noble ambición de que él mismo estaba poseído. Era esto difícil, porque Tiburciño, como le llamaba su madre, malditas las ganas que tenía de estudiar, ni menos de salir de Villamar, donde a pesar de no tener más que diez y siete años, tenía ya su novia. Era esta Micaela, o Quela, como la llamaban siempre, hija del tío Juan López, el rico compadre del alcalde. Los padres habían visto con gusto este principio de noviaje, por convenirse mutuamente las circunstancias de los muchachos. Así el tío Juan López hizo algunas prudentes reflexiones al alcalde, pero no hubo tu tía. Tiburcia gruñó, rabió, lloró, gritó; no hubo emboque: partió el inflexible alcalde llevándose a su hijo que era un varal desgavilado, que llevaba muy   —52→   mal gesto e iba montado en una mula tan flaca como él.

El niño, que era de Villamar, que tiene tanta fama por ser la tierra clásica de las calabazas vegetales, las llevó muy sendas metafóricas en los diferentes exámenes que sufrió en su carrera de estudiante barragán: lo que prolongó mucho el tiempo de universidad. Cuáles no serían las lamentaciones, imprecaciones y reconvenciones que salían como de un fecundo manantial, de la boca de la seña Tiburcia, cada vez que un trimestre vencido forzaba a la económica gallega a aflojar los apretados cordones de su bolsillo, eso queda en lo incalculable, como las estrellas, los granos de arena del desierto, y las gotas de agua de la mar.

Pero todo lo sufría estoicamente el señor Perfecto Cívico con tal que su hijo entrase en la senda que conduce al ministerio. Estaba tan entusiasmado, que todo lo sacrificaba a fomentar la ardua empresa. Cada torozón que curaba, se convertía en el Derecho real, y las herraduras puestas, en un Destut Tracy, desesperando con esto a Tiburcia, que exclamaba desconsolada:

-Este humbre es un mal padre; un ladre de sus utros fillos, que non van a vere un cuartu de la herencia de mi tiu Bartulumé. Ven acá, humbre de Dios, ¿si tudus los albéitares mandan a fillos suyos a estudiare, quién curará las bestias?

-Los hijos de Marqueses, -contestaba pomposamente   —53→   el alcalde-, como lo dice el periódico titulado La Víspera del día del juicio.

Diciendo esto se envolvía el alcalde en su capa burda como en una toga, y abandonaba el mezquino y oscuro hogar doméstico.

En las primeras vacaciones que el estudiante vino a pasar a su casa, se le notó muy cuellisacado, muy perezoso, muy desastrado, con un falsete recio y destemplado, y unas ganas de comer que horrorizaron a su madre.

En estas primeras visitas, no tuvo Quela motivos para quejarse de la inconstancia ni frialdad de su novio; pero en cambio no le gustó oírle celebrar con entusiasmo a las muchachas de la fábrica de tabacos y ponerlas por modelo de gracia campechana. Tampoco le gustó el tufo a vino, inseparable compañero del estudiante lugareño. No obstante, siempre apegada y fiel, vio con gusto a los padres concertar sus bodas.

Más adelante Tiburcio fue escaseando sus visitas, y multiplicando sus pedidos de dinero. Más adelante aun, vino el estudiante por pocos días, con aire jaque y ostentando una superioridad y un predominio que le hicieron insoportable e todos, menos a su padre, que en esto vio vislumbrarse al hombre superior.

Llévanos esto sencillamente a hacer una reflexión general en punto a educación, y es que existe una cosa funesta en nuestros días en que tanto se charla   —54→   sobre educación como sobre todo. ¡Época de charla si la hubo! La charla priva, la charla reina, la charla aturde, y la charla va haciendo de las ideas un nudo gordiano. Pedimos a Dios que envíe una mudez general a guisa de espada de Alejandro. Esta cosa funesta es el exagerado cuidado que se pone en la parte intelectual de la educación, es decir, en el saber, y el poco que se da a la parte moral, es decir, al sentimiento. Ver como se rellena la cabeza, y se deja vacío el corazón. ¡Esto aturde!... ¡Así sale ello!

Son los sentimientos la parte suave y femenina de nuestra naturaleza; el entendimiento es la parte dura, áspera y masculina: ahora bien, tened presente para vuestro gobierno, que en aquellas partes donde la primera está avasallada y desatendida y prepondera la segunda, son pueblos bárbaros, duros, toscos y crueles. Irrita el ver como los chicuelos del día, especies de vocingleros papagayos, que tanto saben de memoria, ostentan su superioridad en todas materias sobre sus mayores, que aprendieron en el gran libro de la experiencia; y cómo gentes de valer, y aun sus propios padres, les aguantan por faltarles a su recto juicio y sanas razones, acaso la insufrible fraseología, la maceadora locuacidad, y la sofística argumentación moderna; argumentación inatacable, porque ni tiene bases ni reconoce aquellas en que se fundan los argumentos de sus contrarios. Si ponemos algún día un colegio, cata aquí nuestro programa, lector, por si quieres confiarnos algún hijo.

  —55→  

CÁTEDRA PRIMERA; en que se inculcará:

Que el hombre sin religión es una fiera rebelde, ingrata y estúpida, que emplea sus facultades en perjuicio propio y ajeno. Que la religión no es una fabulita ni un sistemita que cada cual se fabrica en el pequeñísimo taller de sus ideas; sino una revelación divina: no puede ser ni comprenderse de otra suerte. Que nuestra flaqueza puede apartarnos de sus mandamientos, pero que no puede sin apostasía el entendimiento apartarnos de sus principios, y que una apostasía, por pequeña que sea, es un mal mucho mayor que una flaqueza aunque grande.

SEGUNDA CÁTEDRA; en que se inculcará:

Que la bondad es el suave óleo que debe ungir todos los ejes sobre los que giran nuestras acciones y relaciones con todo el mundo, y hasta con los animales, pobres seres desvalidos que tiraniza el hombre.

TERCERA CÁTEDRA; en que se probará:

Que el respeto a nuestros superiores, a nuestros semejantes, a nuestros inferiores, al poder y a la desgracia, no es, según se ve hoy día, un mytho, un sentimiento apócrifo, o una fósil y antediluviana curiosidad, sino que existe, y es una flor aristocrática del corazón y el sello de una educación fina y distinguida.

CUARTA CÁTEDRA; se enseñará:

Que la modestia, esa gemela señora de su hermana santa, la humildad, es el sello del verdadero   —56→   mérito; el estigma que le imprime la superioridad.

QUINTA CÁTEDRA; se enseña la caridad:

Débese ejercer, no por mayor y en teorías; pero al pormenor y en práctica. Débese emplear, no como arma contra los ricos, sino como auxilio para los pobres. Debese ensalzar en los otros más que todas las demás virtudes; más que el saber, el talento y que cuanto hay, pues es la que más nos asemeja a Dios. Después que salga de nuestra escuela, querido lector, podrás enseñar a tu hijo la gimnástica, el avant deux, el francés, el latín, el griego, y aunque sea el sanscrito. Con ninguna de estas cosas es incompatible nuestro COLEGIO DE PRIMEROS SENTIMIENTOS.

Con el mencionado detestable y chabacano aire de superioridad, miraba Tiburcio, ese lechuguino do arrabal, a su novia la linda Quela, y no obstante, Quela era una de esas criaturas privilegiadas que nacen en todas las esferas, no para salir de ellas, sino para embellecerlas, porque Dios dispensa sus gracias con igualdad en todas. San Isidro fue labrador y Nerón emperador, sin que esto haya contravenido a las leyes morales y físicas que rigen el mundo.

Criada Quela en la Amiga de señá Rosita, de quien fue la preferida, desde niña su bonita figura, su docilidad, su aplicación e índole dulce, la hicieron apta a que germinase cuanta buena semilla se   —57→   sembró en su corazón. Si por un lado el carácter un poco áspero de su padre la hacía encogida, por otro los mimos de su madre la hacían confiada. Era suave como un día de calma; caritativa como una santa; alegre ajuiciada, y se apegaba a las personas a quienes quería, como un suave jazmín que perfumaba con sus flores lo que estrecha con sus ramas.



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ArribaAbajoCapítulo VI

ABRIL, 1842


¡Cuán vasta es la esfera de los sentimientos del hombre! Sólo ella puede darnos una idea de la inmensidad. Sin ir a buscar su variedad y sus contrastes entre los diferentes individuos de la especie humana, entre los cuales los hallaríamos, en algunos, dignos de ser abrigados en pechos de ángeles, en otros análogos a los de los réprobos, podemos hallar este horizonte sin límites en nosotros mismos.

Pero ¿qué es lo que hoy cubre de nubes este horizonte, y qué poder es el que las disipará mañana, y lo hará resplandecer a los rayos de un brillante sol? La imaginación. Bien. ¿Mas quién le da ese poder? ¿Quién es quien a ella misma le pone hoy una   —59→   corona de rosas, y le pondrá mañana una de ciprés? El corazón. Bien. ¿Y cuál es el astro que influye en las mareas del corazón? ¿Qué lo hace sonreír hoy y mañana suspirar? Es el soplo que despide al agitarse las alas de un ángel desterrado a la tierra, por haberla creído mejor de lo que es, y que se esfuerza en vano en lanzarse al éter y volver al cielo, cada vez que la lástima, el horror, la indignación destrozan su pecho. ¿A qué, pues, han escrito tantos poetas magníficas estrofas para pintar esta melancolía, este malestar que no es en los seres superiores, sino el ansia por la santidad, que es el ideal del alma? Veo por qué en el cristiano esta tristeza es humilde, y llora; y por qué en el escéptico es amarga y blasfema. En el primero lleva al pie del altar; en el segundo al suicidio.

¡A qué esta elevada digresión? ¿Por qué en una novela, que debería tener un carácter decidido sentimental o jocoso, hacernos pasar de repente a los extremos opuestos en estos dos ramos? Contestaremos: que no escribimos novelas, sino cuadros de la vida humana, tal cual es, tal cual la veis vos delante de vuestros ojos. Ahora, pues, el mundo es como la cabeza de Jano, con dos fases, de las cuales, una es la de Demócrito y otra la de Heráclito, que pasan ante vos alternativamente riendo o llorando. Acaso si escribieseis la historia de vuestras propias impresiones, ¿no irían igualmente alternados y formando contraste los capítulos que escribieseis bajo las impresiones   —60→   diversas que recibís? Después de estas reflexiones explicativas y vindicatorias, prosigamos.

Jugaban en el convento de monjas de que ya se ha hecho mención, las niñas que en él vimos tan chicas, pero que encontramos muy crecidas, porque han pasado desde entonces cuatro años.

El antiguo personal se ha aumentado con otra niña de doce años, llamada Reina, hija de la Marquesa de Alocaz, la que habiendo tenido que hacer un viaje a Madrid, ha dejado a su hija en el convento donde ella misma había sido criada. Educar a las niñas en los conventos no se estila hoy día; la madre que pensase en eso, sería tenida por una madre muy tirana y anticonstitucional. Quitar a las niñas el lucir las capotas y los echarpes en el paseo, levantando las narices, mirando a todo el mundo a la cara con una insolencia de manolas; quitar a estas inocentitas el dar su opinión y emitir su voto sobre la ópera y el prendido de la señora tal o cual, es contravenir a los sagrados derechos de las niñas. Impedir a monitas de ocho años, el ser seguidas en el paseo por miquitos de diez, y recibir esquelitas escritas con palotes sobre un papel que lleva gravemente las iniciales del que la escribió, y sobre las cuales se ve una corona en lugar de una chichonera, sería una flagrante reacción hacia el obscurantismo. Enseñar a las niñas a coser una camisa en lugar de bordar un chocante y chillón paisaje chinesco, o el país de las monas en tapicería para un cuadro que lastimará la   —61→   vista de cuantos lo miren; hacerles leer buenos libros el Año Cristiano, en lugar del periódico de modas; hacerlas llevar la casa y cuidar de su aseo, en lugar de tocar el piano ocho horas al día; todo esto sería pecado de lesa elegancia; ¿a qué semejante educación amillavesca cuando todos somos ricos, o esperamos serlo, y cuando por noticias fidedignas recibidas por telégrafos eléctricos, se sabe que va a llegar un surtido completo de novios californianos para dichas princesas?

Así es, que solo a la casualidad que obligó a su madre a ir a Madrid, era debido el que Reina estuviese en el convento. Las otras niñas eran de gentes humildes, la mayor parte huérfanas, que o bien sus parientes, o algunas personas caritativas, o bien las mismas monjas mantenían en el convento. Estaban regando macetas. Reina estaba parada delante de una niña pálida, que sin moverse se mantenía en pie apoyada contra un árbol. Era aquella la misma niña que ya vimos en el vapor, interesarse tan calorosamente por Lágrimas.

-Vamos, ven a correr, -le decía reteniendo a duras penas sus piececillos inquietos que parecían tener alas como los de Mercurio-; ¡a que no me coges!

-¡Estoy cansada! -dijo la niña pálida.

-¡Déjala, Reina, -dijeron dos niñas que pasaban en este instante cerca de las otras, llevando entre las dos una maceta de alhelíes, como Santa Justa y Santa Rufina la Giralda-, déjala! ¡Si no le gusta correr!... ¡Nada le gusta; ni correr, ni jugar, ni hablar, ni comer,   —62→   ni dormir; nada le gusta sino no hacer nada! Oye, Lágrimas, ¿son en tu tierra todas tan pánfilas?

La niña pálida al oír esta salida hostil, se echó a llorar.

-¡Eh! ¡Ya la hemos hecho buena! -dijo una de las agresoras-, esa es como la fuente del patio; no hay sino tocar a la llave; sea por el lado que sea, allá va el agua. ¡Si madre Socorro la ve llorar, ya estamos frescas! ¡Jesús! ¡No llores, mujer, por María Santísima! ¿Qué te hemos hecho? Lágrimas... ¡y que bien te viene el nombre, y qué guitarra tan mal templada eres!

-Y yo ¿en qué os ofendo que me queréis tan mal? -dijo la niña sin dejar de llorar.

A las otras les dio tal coraje ver que no dejaba de llorar, que alternativamente se pusieron a decirle:

-Fuente de lágrimas.

-Valle de lágrimas.

-Mar de lágrimas.

-Chubasco de lágrimas.

-Lloras para que nos riñan; comadre llorona; pero no tengas cuidado, que conforme te coja las vueltas, le vacío el agua al bebedero de tu canario.

Al oír esta amenaza, Lágrimas se dejó caer en el suelo, su respiración se agitó con hueco sonido; sus ojos se abrieron desmesuradamente y como desatentados, y apoyó sus manecitas sobre su pecho.

-¡Jesús nos valga! -dijeron las niñas de la maceta asustadas-, le da la palpitación, la suspensión, la quisicosa;   —63→   si viene la madre Socorro nos podemos encomendar a Dios.

Diciendo esto habían soltado la maceta, y habían echado a correr, desapareciendo en el extremo opuesto del jardín.

Reina, que tenía dos años más que Lágrimas, era alta, bien formada, y llevaba erguida una cabeza en cuyas perfectas líneas se desarrollaba ya una singular belleza, y en cuya frente altiva y ademanes sueltos, se descubría la niña rica, mimada y criada sin sujeción. Bajó ella sus ojos hacia la otra niña que estaba caída en el suelo, y si bien no hubiese hallado un observador en aquella mirada lo celestial y dulce de la compasión simpática, en cambio hubiese notado en ella la noble expresión de la voluntad enérgica, de la decisión activa de proteger lo justo contra lo injusto, lo débil contra lo fuerte.

Sin aturrullarse, sin inmutarse, había Reina aflojado las cintas del vestido de su compañera, y la sostenía dándole friegas en los brazos como lo había visto practicar en semejantes ocasiones a las monjas, cuando llegó la madre Socorro.

-¿Qué es lo que le ha causado esto? -preguntó apurada la buena religiosa.

Ambas niñas callaron: Lágrimas, porque entre sus angélicas cualidades, era la más espontánea e inherente a su ser, la de perdonar, o por mejor decir, en aquella suave criatura que se había criado entre padeceres físicos y sentimientos religiosos, no   —64→   existía perdón, porque no existía la ofensa; las pocas veces que sufría algún pequeño vejamen, como había sucedido aquella mañana, este la hería, pero no la ofendía, conseguíase afligirla, pero no irritarla.

Por lo que toca a Reina, tenía la nobleza que impide delatar, cuando se tiene la seguridad de impedir el mal por sí.

Lágrimas había vuelto en sí de aquella crisis, y aseguraba a la madre Socorro que se hallaba bien.

-¿Quién ha puesto aquí esta maceta? -preguntó esta, viendo la giralda de alhelíes, que las santas Justa y Rufina habían dejado plantada en medio de un camino, sin que chistasen los alhelíes de miedo de volver a sufrir las bárbaras sacudidas de que ya habían sido víctimas en manos de sus inhábiles portadoras.

Reina se lo dijo, y la madre llamó a las nombradas.

Llegaron estas, siendo vivas imágenes de la confusión, de los remordimientos y del desaliento.

-¿Dónde llevabais esa maceta? -preguntó la religiosa.

Al oír esta pregunta, que no tenía conexión con su mal comportamiento con Lágrimas, un cambio repentino como en una comedia de magia, se efectuó en la cara y talante de las llamadas a juicio; huyeron las tinieblas, brilló el sol, y contestaron horondas:

-Aquí, cerca de la fuente.

-¿Y por qué?

  —65→  

-Porque tenemos para regarla que acarrear el agua de tan lejos, y con el calor nos fatigamos.

-Estas macetas, prosiguió la monja, ¿las criáis para poner en el altar de la Señora el día del Dulce Nombre?

-Sí, señora.

-Pues para que en ese día estén en toda su flor, necesitan del sol que tienen allí donde están, y no estar como estarían al lado de la fuente a la sombra de los árboles; pero aunque eso no fuese, no queráis nunca cercenar pasos en cosa que fuere del servicio de Dios; aunque os parezcan perdidos no lo son, y sino oid un ejemplo:

Tenía un ermitaño su ermita en un valle cerca de un monte sobre el que había un hospital. Hubo una gran epidemia, y el hospital se llenó tanto de enfermos, que no había manos que bastasen para asistirlos, por lo cual acudieron al ermitaño para que fuese a prestarles auxilio; el buen ermitaño se apresuró en acudir, y todas las mañanas, apenas echaba el sol sus luces, tomaba su báculo y trepaba la pendiente cuesta para tomar su puesto en la enfermería.

-¿No seria mejor, -se dijo un día en que el calor lo fatigaba mucho al subir aquella cuesta tan empinada-, que labrase yo mi ermita aquí arriba?

Oyó entonces una voz que contaba detrás de él, uno, dos, tres, cuatro... Se volvió, pero no vio a nadie. -¡Que no hubiese yo discurrido esto antes! -Siguió pensando-: ¡qué de fatigas y cansancio me hubiese   —66→   ahorrado! -Oyó entonces de nuevo la voz que seguía contando a sus espaldas. Volvió atónito la cara, pero como la vez primera, a nadie vio. Cerca de la cumbre ya, tendió la vista para buscar un sitio a propósito en que situarse, cuando de nuevo oyó la voz que siempre contaba. Volviose asombrado y vio un ángel-. «Soy el Ángel de tu guarda», le dijo; «y cuento tus pasos».

-Así veis, hijas mías, -prosiguió la madre Socorro-, que nada de lo que se hace con buena intención hay perdido para el cielo, y que para ser meritoria una acción no es preciso lleve consigo una utilidad inmediata4.

Tomó la madre a la pobre niña, que se estremeció con sacudidas nerviosas, por el brazo, y se la llevo.

-Oíd, -dijo Reina con el aire de su nombre, a las niñas que cargaban con la maceta viajera para volvérsela a llevar-: la de Vds. que se meta para nada con Lágrimas, o con su canario, de avenírselas ha conmigo; no os digo más, y basta. Tened entendido, que de tanta cosa como me traen de mi casa, hasta no ver que os enmendáis, a ninguna doy ni un ciento en boca. ¡Ya lo sabéis, largaos!

Reina hizo un ademán majestuoso con el brazo, y las portamacetas se alejaron carilargas con el precepto   —67→   de abstinencia decretado por Reina, llevándose el tiesto, en el que los alhelíes iban bamboleándose, como mareados o borrachos.

-Estaba tan aliviadita, -decía la abadesa a la madre Socorro, al verla preparar un calmante para Lágrimas que se había acostado-; pero no se puede nunca cantar victoria en un mal que ni los mismos médicos pueden definir; si unos dicen que es asma, otros que hipocondría; otros piensan podrá declararse una aneurisma, y otros que es todo nervioso.

-Sea lo que sea, -repuso la madre Socorro con tristeza-; lo creo incurable, y D. Agustín López del Bano, que es el mejor si no el más alegre de los médicos de Sevilla, bien lo da a entender cuando dice hablando de ella, viva la gallina y viva con su pepita.

Mientras las buenas religiosas discutían sobre el mal de Lágrimas, Reina, que las había seguido, se había sentado a la cabecera de la cama en que estaba acostada la pobre niña, y le decía:

-Pero ¿por qué lloras por todo, criatura?

-¡Porque todo es tan triste!...

-Yo lo hallo todo muy alegare, repuso Reina.

-¿Y también que mi canario se muriese de sed? -preguntó acongojada Lágrimas.

-No te apures, tonta, -respondió Reina-; ya les dije a esas pollas de inmundos corrales cuantas son cinco. No se volverán a meter contigo ni con tu canario; yo te lo aseguro, más miedo me tienen que al   —68→   cancón. Pero vamos a ver, dime ¿es un motivo para que hasta mala te pongas el solo temor de que pudiese morirse tu canario?

-Sí, Reina, sí. ¡Oh!... ¡si tú supieses lo que es la muerte!... -dijo con angustia la niña acostada.

-Lo mismo que el sueño, -dijo Reina.

-¡Oh! ¡No, no; es terrible, es horrible! ¿Has visto algún muerto, Reina?

-¡Jesús! Más de mil: y si son niños y llevan flores, ¡me hacen una gracia! Si me dejasen, los besaría.

-¡Virgen Santa! -exclamó estremecida la niña acostada.

-Acaso, -prosiguió la otra-, ¿has visto tú alguno muy feo, muy feo?

-No... no he visto muerta más que a mi madre, y esa no era fea, que era bonita: ¡pero la muerte la trastornó tanto! ¡Fijábame con sus ojos tan parados, y no me miraba! ¡Y sus labios se habían puesto blancos, y nada me decían... como si fuesen mármol! ¡Y se puso del color de la cera, y cual ésta parecía no poder doblarse sin quebrarse! ¿Qué pasaría por mí al verla así, Reina, yo que tanto la quería, que no me atrevía a acercarme a ella? Yo me decía: ¿por qué madre no me llama? No es porque duerma, pues que tiene los ojos abiertos.

-¿Pero estabas sola con ella? -preguntó Reina-; cuando hay un muerto, hay muchas gentes, y padres y médicos.

  —69→  

-No había nadie, Reina, sino la negra que dormía, porque era esto en un barco en medio del mar, Reina. ¡Oh! De todo me acuerdo: sonaba el viento tan horrible, como los aullidos del perro que barruntan la muerte, y la mar rugía como si pidiese algo que no le quisiesen dar, y el barco estaba tan inquieto, y se sacudía como si quisiese arrojar algo fuera de su seno, y mi madre se volvía a un lado y a otro como si quisiese irse y quedarse;... y el mar pedía algo, Reina, y el barco quería echarle lo que pedía, porque al día siguiente, -añadió la niña con creciente horror y respiración agitada-, al día siguiente agarraron unos hombres a mi madre como a un fardo, y a presencia de mi padre, Reina... ¡de mi padre!... que no lo impidió, lo arrojaron a la mar, como cosa que nada valía; y en la mar, Reina, ¡se la han comido los tiburones!...

-¡Madre Socorro! ¡Madre Socorro! -gritó Reina-; ¡acuda Vd. que a Lágrimas le ha dado la alferecía!



  —70→  

ArribaAbajoCapítulo VII

JUNIO, 1843


Un autor alemán decía, en una época muy anterior a la presente, con candidez alemana: ¡Santa libertad! Ya que tu culto tiende a mejorar al hombre ¿no podías escoger mejor tus sacerdotes?

La libertad, no hizo maldito el caso de la reconvención de su apasionado. El incidente pasó desapercibido.

A idéntico desaire nos vamos a exponer, al hacer una deprecación análoga. Pero a bien que un desaire no rompe hueso.

¡Admirable civilización! Elevado anhelo a lo mejor, tú, tan fecunda en dar a luz grandes cosas en los siglos pasados, ¿por qué has dado en abortar? ¡Tus abortos son espantosos, civilización, mi amiga! Sentimos no poderlos conservar en espíritu de vino como   —71→   se hace con los del reino animal, para asombro de los siglos futuros. Civilización, civilización, mi amiga, ponte una bizma; que sino estamos mal.

Decimos esto al tropezar en nuestra relación con uno de estos abortos. Es este el pseudo ilustrado. El pseudo ilustrado es la parodia del verdadero ilustrado, la caricatura del hombre culto. Tiene por especialidad el agarrar el rábano por las hojas; ea una notabilidad en su aptitud a no dar jamás golpe en bola, y el tipo del quiero y no puedo. Divídese la categoría de estos pseudos, en dos. La una es de los que les da por lo extranjero; la otra de los que les da por lo español. Aunque no aparece en nuestro relato ninguno de los primeros, como nuestro lector de las Batuecas puede por dicha suya no haber conocido a ninguno, nos es forzoso hacer una pequeña fisiología de estos seres interesantes, que se pasean en zancos mirándonos de arriba abajo como mira Napoleón a los franceses desde su columna de la plaza de Vendome.

El pseudo extranjerado, sobre todo, si ha estado en Londres, París o Portvendres: cuanto ve critica, lanzando la terrible anatema de ¡cosas de España! Esta sentencia condenatoria, este tremendo ultimátum, no tiene réplica ni contradicción, porque efectivamente cosas de España, no son cosas de Portugal; esto es un axioma, un aforismo, y lo que es aun más, una verdad de Pero-Grullo. Padece el pobre de spleen y de melancolía.

  —72→  

El pseudo extranjerado adora lo confortable sin disfrutarlo nunca, porque lo confortable es una especie de reconcentrado bienestar personal, de mezquina sensualidad, un pálido placer de viejos y débiles, que no le pega a la expansiva juventud, al temple varonil, ni a los españoles, la nación menos material de Europa, y que menos conoce la molicie. Pero el pseudo la adora por tono, así como todo lo esbelto, las mujeres coquetas, las capotas y el champagne. Le conforta el té y le da náuseas el chocolate; la ropa vieja le hastía; el gazpacho le indigna. El pseudo, desde que leyó las rimas festivas de Alcázar, en las que celebra las berenjenas con queso, declaró la poesía antigua chabacana. En un rato de loisir u ocio refundirá la letrilla, y en lugar de:


    Tres cosas me tienen preso
de amores el corazón;
la bella Inés, el jamón,
y berenjenas con queso.



Pondrá:


    Tiénenme preso a porfía
tres cosas el corazón,
el beefstek, el rigodón,
y el talle esbelto de Lía.



Si no sabes, lector de las Batuecas, que beefstek es carne asada sobre la parrilla, eres calificado por el pseudo en la categoría de los vegetales, y tu pueblo   —73→   entre los antros o cuevas negras y oscuras, en las que no ha penetrado el más mínimo reflejo de las luces del siglo.

Vamos ahora al pseudo que lo echa de español. Este bicho de luz se cría por todas partes. En la universidad de Sevilla se desarrolla a las mil maravillas, sí: en esa universidad de la que tantos jóvenes brillantes salen y han salido. Pero los pseudos forman la zupia de aquel buen criadero de vinos generosos. Tiene el pseudo éste varias voces que adapta por parecerle más propias, y más finas quizás, que las que están en uso y sanciona el Diccionario de la Academia. A todo lo extranjero denomina extranjis: a los franceses franchutes, a los ingleses inglisman, a los alemanes tudescos, a los rusos moscovitas. Estas dos últimas denominaciones las cree, en la inocencia de sus alcances, ¡denigrativas! El pseudo declara y sostiene que todo es mejor en España que en otras partes, inclusos los géneros nacionales, y está vestido, si la echa de elegante, de pies a cabeza de géneros extranjeros, incluso el bastoncito, el paraguas y el reloj.

El pseudo jura no manchar la túnica virginal de su patriotismo saliendo de España. Desde entonces los postes inamovibles y los marmolejos envalentonados han formado una junta patriótica en que han declarado follón y traidor a la patria, a todo el que se ausente dos pasos de la frontera. El pseudo, que le echa de español, hace un uso inmoderado de la   —74→   denominación de hija mía, con la que gratifica a una señora la primera vez que la ve, aunque tenga ella treinta y él veinte años.

El hija mía, aunque no desciende de Calderón ni Lope, es español rancio, (¡¡y tan rancio!!) así es que esa denominación tan bonita y cariñosa en boca de la amistad y en la intimidad, como chabacana y de mal tono cuando estas no la autorizan, ha reemplazado al Don, esa apelación tan digna y noble que llevaron los reyes y que tan castizo y caballeroso suena. Así sucede que se va desterrando sin formarle causa, y sin que se pueda atinar qué delito ha cometido. Podríase inferir que fuese esto por modestia, si se tiene presente aquella rima.


    Es el Don de aquel hidalgo,
como el Don del algodón,
que no puede tener Don
sin tener antes el algo.



Pero nada menos que eso, querido lector, ¿florecen en las Batuecas aun violetas? Por acá no, mi amigo, todas se han secado. Valen hoy día lo que en otro tiempo los tulipanes en Holanda. Flora está de luto por la pérdida de su querida vasalla; no la consuela la camelia, esa flor nueva sin perfume.

No es por modestia; al contrario: ¿sabes su delito? Es que se lo apropiaron un ama de llaves y un mayordomo. Desde entonces el siglo de la igualdad   —75→   le torció el hocico. Veo que me vas a hacer una objeción.

Nada puedo contestarte a ella ni darte más respuesta que: ¡anomalías, anomalías!, de las que tenemos una cosecha incómoda por lo abundante, como has que suele haber de cereales en Castilla; así, pues, el Don quedó para el algodón; la seda no lo quiere. El pseudo que la echa por lo español, lo ha reemplazado con el marcial hijo mío, o hija mía: el que la da por lo extranjero, por el señor molondro. Para ambos no existe más Don que el del caballero de la Mancha y un río en Rusia. En lo demás, muerto, enterrado el Don: ¡asesinado por un feroz mayordomo y una sanguinaria ama de llaves! Concluiremos diciéndote, que un pseudo ilustrado español, rancio, neto, está haciendo una apoteosis de España, en cuya gloria brilla a guisa de genio el toro Señorito con las astas doradas.

Este ilustre pseudo ilustrado español, era Tiburcio como viste y calza, en el momento en que le volvemos a ver en la palestra. Habían corrido los años como perdigones, con la gracia que les es propia, de redoblar su agilidad cuando se desea que anden despacio; veíalos Tiburcio inexorables a sus ruegos pasar uno tras otro como las paletas de las ruedas de un vapor, y por consiguiente llegar la época de cubrir su cabeza del bonete de doctor. Causábale esto horror, no porque le sentase mal a la cara, como de cierto había de suceder, sino porque con sus   —76→   estudios se acababa su estada en Sevilla, país clásico de las mollares, de las cigarreras, de las veladas, del buen pan y de las aceitunas, puesto que Sevilla, la salada andaluza, para todos tiene.

Como no hay plazo que no se cumpla, cumplíase el de los estudios de Tiburcio, que por fin se recibió de abogado, lo que no quiere decir que por eso lo fuese, sino que podía ensayarse. Su padre buscó como con un candil un pleito en Villamar para que lo defendiese su hijo; pero en Villamar, ese pueblo feliz, no halló ninguno. Estuvo por ponerle uno a su amigo y compadre el tío Juan López sobre la posesión de un lentisco que había nacido y crecido en la linde de dos manchones de sus respectivas pertenencias, pero la prudente gallega con cuatro gritos se lo quitó de la cabeza. Así fue que a Tiburcio no le quedó otro arbitrio que el de volver a vegetar a su pueblo que odiaba y despreciaba, pueblo que tanto había amado Stein, el médico alemán que pasó en él tantos años. De estos contrarios sentimientos queda probada una gran verdad, y es, que la manera de mirar las cosas las hace buenas o malas, y que nosotros mismos las doramos o ennegrecemos a nuestro albedrío. La filosofía da conformidad en las situaciones en que nos pone la suerte contra nuestro grado. Si el rincón de tierra que nos destina es estéril, la filosofía dejará secar las pocas plantas que tiene, haciéndolo más estéril, y se contentará estoicamente con la arena. Pero hay en nosotros, otro sentimiento muy   —77→   superior a la resignación de la filosofía, que nace de contento interior, de la paz del alma, y de la bondad del corazón: esta no sólo cultivará las plantas que dé su rincón de tierra, sino que las mejorará con el cultivo y sembrará nuevas con buenas semillas que conserva, o que le den los ángeles, cuyo oficio divino es esparcirlas. ¡Dichoso aquel que se llega a convencer que la verdadera superioridad moral, no consiste en deprimir sino en realzar, y que no es el desprecio un sentimiento análogo ni simpático a un alma elevada: ¡sino que lo es el aprecio! Así, apreciando su suerte, no se creerá superior a ella ni vivirá descontento.

Llegó Tiburcio a Villamar, muy mal templado con su bonete de doctor en la cabeza, y gran cosecha de calabazas y calabacines, muy escondidos en los grandes bolsillos de su gabán.

Ni Jacob al volver a ver a su hijo José Ministro de hacienda, pudo experimentar los sentimientos de orgullo paternal que abrigó el pecho del alcalde de Villamar al ver a todo un doctor en su primogénito. En cuanto a su madre, al verle altísimo, delgadísimo y palidísimo le dijo:

-Si viviese tu abuelo te mandaba a las Indias cumo a mi tiu Bartulo; pues no sirves para utra cusa; es verdad.

El día de su llegada fue uno de los más sonados en los fastos de Villamar, a causa del convite dado por D. Perfecto en esta ocasión. Este convite merece   —78→   no sólo una mención honorable, sino una descripción gráfica.

Fueron convidadas todas las notabilidades de Villamar. Villamar también tiene notabilidades: hasta los gatos quieren zapatos. Además, las notabilidades se han generalizado prodigiosamente, es especie que se da bien en todas partes, y cunde mucho. Es un dolor que no se pueda comer; serviría para reemplazar las patatas atacadas de un cólera subterráneo.

La mesa del convite era pequeña, y los platos que la habían de componer deformes, por lo cual cada uno fue servido solo y uno después de otro, como los estudiantes en los exámenes.

Había seis cubiertos de plata para las notabilidades de primera clase, incluso el amo de la casa; los demás los tenían de peltre. La ropa de mesa gallega, blanca como la nieve, ostentaba unas horrorosas listas encarnadas que hacían a la vista el efecto que hace en el oído en el silencio del desierto, un destemplado grito de chacal. El sexo femenino estaba excluido del banquete; no por restos de celosas costumbres árabes, sino porque el bello sexo en tales días tiene, en Villamar y en pueblos más conocidos que este, que estar en la cocina atendiendo a todo.

Allí, pues, se veía a la señá Tiburcia, colorada como un salmonete, con su delantal y sus mangas remangadas, mandando la maniobra, ayudada por una docena de vecinas, media de comadres y tres   —79→   o cuatro amigas, que se regalaban con los restos de la mesa principal.

Estaba de un humor de perros; el tal convite la había acabado de desesperar, y la había montado de tal suerte contra el bonete de doctor, que era su vista para ella lo mismo que la vista de una coroza. -¡Bunete! -decía soplando furiosamente una hornilla-; y ¿a qué le sirve a ese fillo miu el bunete? ¿E non le estaría mejur el sumbrero calañez? ¡E decir que me cuesta dus talejas de pesos duros! Es verdad.

Viose primero la mesa cubierta por una enorme cazuela nuevecita, en que venía una sopa de pan, espesa como un budín, y sustanciosa como una jaletina, cubierta de yerba buena y de tomate. Siguió a esta en una fuente como una plazuela, la olla, que mejor que podrida, denominaremos revuelta, en la que las gallinas y perdices, a fuerza de cocer, andaban unas mancas, otras cojas y otras despechugadas; se abrazaban las calabazas con los chorizos, se enternecía al verlos la carne, y se derretía el tocino; los garbanzos reventaban de gordos, y las flexibles habichuelas se entremetían por todas partes.

Siguió a este lastre, una fuente de Triana con honores de batea, en la cual en un cubo de salsa de encebollado, se bañaban suavemente como turcos, los mal cortados pedazos de seis conejos. A estos siguió una pepitoria de ocho pollos. El alcalde, que no había querido ser menos que García del Castañar; había prefijado estrictamente ese número a su desolada mitad,   —80→   diciendo perentoriamente, para ocho convidados, ocho pollos.

Tiburcia, que no perdía de vista la economía, había pasado revista a su corral, y como un sargento a los quintos, había apartado los inútiles, ya por chicos, ya por viejos, y les había ido torciendo el pescuezo con coraje, repitiendo a cada ejecución: -¡Malditu bunete! ¡Llevele o demo! -De esta fusión de todas edades desde el parvulillo hasta el caduco en una misma cazuela, resultó que había pedazo de gallo venerable que rechazaba los dientes como un chino, y pedazo de pollito infantil que se deshacía en la boca como un merengue.

Para igualarlos en cuanto fuera posible, Tiburcia, los revistió de un uniforme amarillo como un regimiento de caballería, valiéndose para esto de un subido tinte de azafrán.

Este condimento, que ha omitido de mencionar el famoso Careme, que en punto a arte culinario es el Tu autem europeo, y que omite igualmente Brillat Savarín en su fisiología del paladar, es para las cocineras del jaez de Tiburcia la capa del justo. Amigos de averiguarlo todo, hemos preguntado a estas tintoreras la razón de esta profusión del detestable condimento, y nos han respondido textualmente: que pone las salsas bonitas. Si la ciencia de nuestras cocineras no fuese la cosa más inamovible de España; si no viesen ellas pasar los siglos, inmutables como las pirámides de Egipto, podríamos temer ver algún día el   —81→   añil o la grana reemplazar este amarillo, caro al corazón de nuestras guisanderas. Pero no, no temáis, no sucederá. A la flor de los campos de Murcia sonríe un largo porvenir. Progreso, muy señor mío, después de saludarte cortésmente, te suplicamos des un empujón a las cocineras.

Volvamos al banquete, en que vemos seis perdices desmoronadas en pimientilla, a las que siguen tres libras de pescadilla frita y un cabrito cochifrito, y por último, un pavo matado aquella misma mañana, por lo cual seis horas de cochura en el horno no lo han podido enternecer. Jamás se vio semejante caricatura de pavo asado. Estaba negro, casi tanto como el medio pollito del cuento de la tía María. Sus alones, que no se habían doblado hacia la espalda se abrían como si quisieran bailar el bolero; sus patas que no habían sido sujetas una con otra, se desviaban con tal animadversión, que señalaba una al Poniente y otra al Levante; y por último, el pescuezo que no había sido cortado, largo, delgado, y negro, sobresalía del borde del plato, como si buscase por el suelo su cortada cabeza.

Pero la parte brillante del banquete fueron los postres: a una fuente de arroz con leche pura y exquisita, siguieron otras cuatro de masa frita. Eran estas los rechonchos pestiños amasados con vino duro; las rosas, cuya ligera masa casi toda se compone de huevo. Las hojuelas salpicadas de gragea abigarrada, cual si sobre ella hubiese caído una menuda lluvia de   —82→   color, y las robustas torrijas. Dos tazones de cristal, uno con dulce de huevo y otro con dulce de tomate elaborado por las hábiles manos de Rosa Mística, la maestra de amiga, ostentaban con orgullo al través del cristal sus brillantes colores amarillo y rojo, ni más ni menos que lo hace la bandera de España. La palma, no obstante, se la llevó el plato de dulce que para esta ocasión hicieron las monjas de Santa Ana. Con la mayor oportunidad habían confeccionado las buenas madres, con mazapán un bonete de doctor, cuyas puntas estaban ribeteadas de tiras de panecillos de oro; una gran borla hecha de huevo hilado, pendía graciosamente y con toda propiedad por los cuatro lados. Esta dulcísima y directa alegoría a la causa de la festividad, entusiasmó tanto a D. Perfecto, que les valió a las monjas una cuartilla de garbanzos extra del importe del plato de dulce, que les envió a escondidas de su mujer.

Por lo que toca a ésta, cuando vio llegar el plato que le recordaba la causa de todas sus penas domésticas, el atraso de su casa, lo mal medrado de su fillu, el perjuicio que por su causa debían sufrir los menores, y por último, la razzia hecha en aquella ocasión en su corral y despensa, exclamó con rabia:

-¡Utru bunete! ¡Como, si non hubiese bastante con el que vino de Sevilla, y cuesta dos talegas; es verdad! En la supa me lo he de hallare, asín se le siente este a esus cumilones en la boca del estógamu comu a mí el otru.



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