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Laín Entralgo: ideal universitario

Juan Padilla



«Historiador de la Medicina, antropólogo, escritor y ensayista, dramaturgo "de domingo"... Y, por supuesto, profesor universitario, hombre que ofrece a la incierta juventud lecciones sobre lo que él sabe o debe saber, y que a veces tiene la fortuna de suscitar en el alma de algunos de sus oyentes o lectores la voluntad de acompañarle por los caminos de particular disciplina académica».


Descargo de conciencia 1930-1960, Barcelona, 1976, p. 507.                


Cabe definir el ideal como vocación lograda. El ideal, en efecto, no puede ser un esquema abstracto, todo lo bello, todo lo puro que se quiera, pero del que se ha amputado lo más vivo y peculiar. Cada cosa, cada persona tiene, según la doctrina estética (y ética) de Ortega1, su propia perfección. Ese es su ideal.

Así entiendo el ideal en sentido originario. Pero el ideal puede tener también un sentido genérico, derivado, como modelo; para uno mismo y para los demás. Por eso podemos hablar del ideal universitario que tuvo Laín y del ideal universitario que fue. Lo tuvo -es decir se formó una idea de lo que debía ser la Universidad (en general y en su momento histórico; la Universidad hispánica, la española, la de Madrid, de la que llegó a ser rector)- y, haciendo vida su propia vocación universitaria (su ideal personal), lo ha sido, lo es, como modelo, para otros.






ArribaAbajo1. El ideal universitario de Laín

El tema del ser y la misión de la Universidad es en Laín viejo y constante; tiene además su historia. Puede ser pura casualidad, pero casualidad significativa, que la primera publicación suya de que tenemos noticia esté dedicada a él. Lleva por título El sentido humano de la ciencia natural y la universidad y data de 1935, cuando tenía veintiséis años, estaba en Valencia y su futuro se orientaba hacia el ejercicio profesional de la Psiquiatría. Se trata, por cierto, de un artículo aparecido en el número 1 de la revista Norma. Revista de exaltación universitaria, dedicado monográficamente a la universidad2.

No me propongo hacer un estudio sistemático y completo de las ideas de Laín acerca de la Universidad a lo largo de sus escritos, sino entresacar aquellas que me parecen más actuales. Porque no cabe duda de que de las ideas que constituyen el ideal lainiano de la Universidad, con ser todas ellas interesantes, las hay que han perdido actualidad -por responder a problemas resueltos, o simplemente que ya no se plantean- y las hay que son hoy más actuales que cuando Laín las formuló.

En la múltiple bibliografía lainiana acerca del tema dos textos destacan en relación con el trazado ideal de la Universidad que ahora nos interesa: Políptico universitario, de 1952, y Sobre la universidad hispánica, de 1953 -ambos de la época en que, por su cargo de rector de la de Madrid (1951-1955), más le interesa también el tema ejecutivamente-. «¿Qué es la Universidad idealmente considerada?», se plantea Laín en el primero de estos textos; y, en diálogo con Scheler3 y Ortega4, responde señalando cinco fines de la misma: 1) un fin histórico: «la conservación y la transmisión de los saberes que hemos recibido, en cuanto hombres pertenecientes a una tradición intelectual»; 2) un fin profesional: «la enseñanza de las disciplinas científicas que exigen la vida y el buen orden de la sociedad en que la Universidad existe» -dicho con otras palabras: la capacitación profesional de médicos, abogados, profesores, etc.; 3) un fin formativo, consistente en hacer de los alumnos «personas cabales en todos los órdenes de la existencia personal» -es decir, en el religioso, político, social y estético, además de en el orden intelectual; 4) la investigación; y 5) un fin perfectivo externo, de la sociedad que envuelve y de que se nutre la institución universitaria, colaborando en la enseñanza de las personas y grupos sociales que no pasan por sus aulas y suscitando «ideas capaces de producir entusiasmo colectivo».

Junto a su misión o misiones, su ser, formado por cuatro estamentos: los profesores, los alumnos, la sociedad y el Estado. Lo que constituye al profesor que de verdad lo es, que no es un mero funcionario, es la vocación. «Desde que existen Universidades», dice Laín Entralgo, «va para ochocientos años, la docencia en ellas ha sido, salvo excepciones, la meta de una vocación. El profesor ha querido serlo por dos últimas razones: porque conoció la fruición de contemplar por dentro una disciplina intelectual (Mecánica celeste, Filosofía, Genética o Derecho romano) y porque pensó que el comunicar esa fruición a los demás le sería grato y honroso. Esto ha sido siempre lo decisivo; la ventaja material -si no es en los casos en que la docencia comporta una actividad profesional exterior a la Universidad- nunca pasó de ser incentivo de orden secundario».

Entre los alumnos encontramos, por supuesto, desde los que se contentan con obtener del modo más plácido posible su título hasta los que aspiran a ser verdaderos hombres de ciencia; pero, sea cual sea el nivel de exigencia, el problema es también a última hora, como entre los profesores, vocacional: «Vivimos una crisis de vocaciones. Son pocos los que hacen algo movidos por la atracción de aquello que hacen; casi todos piensan antes en lo que obtendrán -lucro o eminencia- como fruto de su propia acción. Esto es grave, y a todos, padres y educadores, nos llega nuestra congrua responsabilidad. A los educadores preuniversitarios, la de suscitar en los adolescentes limpias actitudes vocacionales; a los educadores universitarios, la de confirmar, exaltar, satisfacer o acaso mudar la primera llamada de la vocación, el primer amor a ser algo sólo por lo que se va a ser. Porque, y esto nos atañe sólo a nosotros, los responsables de hacer de la Universidad verdadera alma mater, ¿acaso somos siempre capaces de contentar la vocación profesional o intelectual de los pocos que en verdad la poseen?». Aquí cabría aplicar a la Universidad el primer imperativo médico: primum non nocere.

Pero, supuesta la vocación a la enseñanza de los profesores y la vocación al aprendizaje, con más o menos fogosidad, de los alumnos, queda la pregunta: ¿qué se puede enseñar?; o, vista desde su lado más perentorio, ¿qué pueden aprender los alumnos? Es el célebre «principio de la economía en la enseñanza» de que habla Ortega en Misión de la Universidad -y en otros lugares-. «En vez de enseñar lo que, según un utópico deseo, debería enseñarse», dice Ortega en el mencionado y clásico texto, «hay que enseñar sólo lo que se puede enseñar, es decir, lo que se puede aprender». Pero ocurre que lo que se puede aprender es muy poco; por eso, según Ortega, existe la pedagogía como actividad: «El hombre se ocupa y preocupa de enseñanza por una razón tan simple como seca y tan seca como lamentable: para vivir con firmeza, desahogo y corrección hace falta saber una cantidad enorme de cosas, y el niño, el joven, tienen una capacidad limitadísima de aprender. Ésta es la razón». En esto está de acuerdo Laín. Discrepa sin embargo en el contenido de ese mínimo que la Universidad puede y debe enseñar.

Para Ortega, la Universidad puede y debe transmitir primero y ante todo el conjunto de las ideas vivas que constituyen la cultura en cada momento histórico, que proporcionan lo que puede llamarse enseñanza superior del hombre medio; y, además, hacer de él un buen profesional. Por eso la Universidad entera puede y deber girar, según Ortega, en torno a lo que él llama la «Facultad de Cultura». Ahora bien, esto es justamente lo que a Laín no le parece viable. En la universidad desde la que él escribe, la de Madrid de los años 50, lo que le parece deseable y posible es lo siguiente. En primer lugar, una dedicación muy principal a la capacitación profesional, con la vista puesta en las famosas «salidas» -en esto vemos ya que Laín está más cerca de la Universidad actual que Ortega-, en lo cual debe el alumno consumir «las cuatro quintas partes de su actividad discente». En segundo lugar, puede y debe suscitar, confirmar y cultivar las vocaciones científicas. Sólo en tercer lugar coloca Laín la misión de dar a los alumnos «una cultura intelectual suficiente». Y aquí siente, mucho más que Ortega, las limitaciones de lo posible. Distingue Laín entre la cultura que es menester dar al alumno en el contexto de su Facultad y la cultura general, que todo alumno necesita independientemente de la Facultad en la que estudie. La primera, esa cultura propia y específica de cada rama del saber, podría ofrecerla la Facultad de dos modos complementarios: 1) mediante «una orientación en las «lecciones normales» y en las «lecciones magistrales» de cada disciplina que hiciese percibir su integración en la plenitud del «orbis intellectualis» correspondiente al tiempo en que se existe; y 2) mediante la instauración de una nueva disciplina «integradora» obligatoria, muy especialmente en las carreras «más alejadas, por su carácter técnico y profesional, del tronco común del saber». Así por ejemplo, esta nueva disciplina enseñaría a los futuros médicos «lo que la Medicina es como profesión, como ciencia y como arte, lo que representa en la sociedad actual, lo que debe ser un buen médico en sus diversos modos de serlo; la situación del saber médico en el orbe de los actuales saberes humanos, lo que la enfermedad y la curación son y deben ser para el médico y para el enfermo y para la sociedad»5. Y así mutatis mutandis, en las restantes facultades.

En cuanto a la formación cultural genérica, es poco lo que se puede hacer. Aun aceptando el ideal orteguiano de la transmisión por parte de la Universidad del sistema de las ideas vivas del tiempo -Física, Biología, Historia, Sociología, Filosofía- a todos los alumnos, y sometiéndose precisamente al implacable principio de la «economía de la enseñanza» formulado por Ortega, Laín reconoce que «esta ineludible tarea sólo puede ser cumplida de un modo aproximado y precario». A dicho cumplimiento podrían contribuir recursos como ciclos de conferencias -sistemáticos, no puntuales-, la difusión entre los universitarios de libros breves de «cultura general» o «alta divulgación», la inteligente labor de los colegios mayores, etc. Ortega proponía, ya lo hemos dicho, la creación de una Facultad de Cultura, como eje de la universidad, que a Laín le parece inviable6. Hoy se ha llegado al extremo opuesto -si es que en esto se puede llegar alguna vez al extremo- al ideal de Ortega. Laín, con un sentido vivo y doloroso de las limitaciones reales -no olvidemos que era por entonces rector-, propone, por lo menos, la máxima ampliación posible del horizonte, el acercamiento asintótico al ideal; si no se puede transmitir la cultura, al menos el dolor de su falta. Lo que no puede hacer de ningún modo la Universidad es renunciar, dimitir de su misión cultural7.

Brevemente -para completar el políptico universitario de Laín-, lo que la Universidad debe a la sociedad es iluminación, adiestramiento y entusiasmo intelectual; y lo que la sociedad debe proporcionar a la Universidad: almas, dinero y asistencia cordial. La labor del Estado, en fin, se cifra en cuatro obligaciones: ordenación y vigilancia, incitación, suplencia y coordinación.

El segundo de los textos a que he hecho referencia, Sobre la Universidad hispánica, corresponde a un discurso pronunciado en la I Asamblea de Universidades Hispánicas, que tuvo lugar en Madrid en 1953. Propone en él el proyecto de creación de una «Universidad Hispánica» o «Lusohispánica», que no sería una universidad más, sino una corporación de las existentes que permitiera que «sus profesores y sus alumnos pudieran pasar libremente de una casa de estudios a otra». Eran tiempos ciertamente de una mayor cercanía universitaria entre España e Hispanoamérica que los actuales. En este contexto propone Laín lo que, en su opinión y para su tiempo, debería ser la misión de este cuerpo ideal universitario. Doble es, para él, esta misión. En primer lugar, asumir lo que hemos sido, nuestro pasado, nuestra historia, nuestra cultura, y prolongarla mejorándola, perfectivamente. En segundo lugar, intentar -con ahínco- que seamos lo que no hemos sido: un pueblo creador de ciencia. Laín insiste sobre todo en este segundo aspecto. Para él, España, el mundo hispánico, se ha debatido a lo largo de su historia entre la actitud de Don Quijote, de un idealismo descarnado y absoluto, y la de Sancho Panza, cuando nos hemos contentado con disfrutar los inventos de los otros. Laín insiste en la necesidad, especialmente para España, de la vía media de la ciencia. Pero se muestra contrario también a los que proponen una «conversión absoluta de nuestros pueblos a la modernidad».

En esta conferencia y a lo largo de toda su obra, repite que es necesario que en España, y en sus universidades, haya científicos y se haga ciencia; casi medio siglo después, el acento habría que ponerlo quizá en la apropiación de lo que hemos sido. En cualquier caso, ambas actitudes son necesarias: la meramente científica, «non licet, porque amamos nuestro pasado propio y porque, independientemente de nuestro amor por él, todo proyecto de futuro que no cuente con la historia pretérita será siempre utopía irrealizable»; la meramente histórica «non sufficit».

Y una vez más la vocación; vocación de servicio a la verdad. De la fidelidad a esta vocación depende la existencia de una universidad digna de tal nombre. La universidad es una comunidad de servicio y, en cuanto tal, no está constituida primariamente por una serie de derechos, sino de deberes -según la clásica doctrina de Tönnies. «Sólo en el deber y por el deber», dice Laín, «puede haber comunidades; mientras no se acepte la radical verdad de este sencillo aserto, las prédicas en pro de la comunidad de los hombres no pasarán de ser coplas de Calaínos. Nosotros, los universitarios, entendemos todo esto muy bien, porque lo primario en nosotros, aquello por lo cual somos universitarios, es justamente un hábito de servicio: servimos a la expresión de la verdad, y frente a la verdad, amigos, no caben derechos». Y más adelante: «Así acontece que el universitario, cuando lo es por vocación verdadera, sea a la vez el ente humano más propenso a la individualidad personal, porque la vocación individualiza, y más dispuesto a la comunidad, porque su deber de servir a la verdad le vincula con todos cuantos sienten ese deber en los secretos senos del alma». Por eso, porque Laín fue un universitario «por vocación verdadera», y entendió que su deber era «servir a la verdad», se esforzó siempre -en una época marcada por una politización creciente de la institución, que se había iniciado con la monstruosidad de la «ciencia política» hitleriana8 por mantener viva, no sin íntimas crisis de conciencia, esta vocación universitaria de servicio a la búsqueda y expresión de la verdad.




ArribaAbajo2. Laín como ideal universitario

Mucho más que los menudos detalles de su larga vida universitaria -antes, durante y después de su rectorado, ya parcialmente estudiados9, y presentados autocríticamente por él en su Descargo de conciencia (1930-1960)-, particularmente los de su briega con la política, que nos parecen agua tan pasada, nos interesa y atrae hoy la ejemplaridad de Laín como profesor -quizá mejor como maestro- universitario. Volvemos a lo mismo: la vocación -y ya empieza a parecer machacona letanía-: la vocación por la enseñanza y, como es inexcusable cuando la enseñanza es universitaria, por el cultivo científico de la disciplina. «Siempre me ha gustado "dar clase"», dice en Descargo ele conciencia; «siempre he sentido en los senos de mi alma esa incomparable fruición del profesor por vocación, cuando mirando a los ojos de los alumnos que le escuchan vive con ellos la gozosa emoción de redescubrir o codescubrir la verdad que su lección comunica. Hasta que la vida universitaria se ha hecho tan confusa y agria -escribe a finales de 1975-, siempre he esperado con íntima ilusión, ya avanzado septiembre, el comienzo del nuevo curso». Y poco antes reconoce que su «vocación más propia», entre las múltiples que intelectualmente sintió, es la «ya irrevocable empresa de cultivar con seriedad una historia de la Medicina explícitamente orientada hacia la antropología médica». De su ejemplaridad en el cultivo de su disciplina cualquiera que se asome someramente a su bibliografía no puede tener duda. De su ejemplaridad como maestro dan fe sus numerosos discípulos, y unos cuantos hechos. Por ejemplo, su asiduidad a las clases de la cátedra, durante treinta y seis años -de 1942 a 1978-, ininterrumpidamente10. Y aún después, porque, tras su jubilación, siguió impartiendo cursos monográficos de doctorado en el departamento sin recibir ningún tipo de remuneración.

Todo ello en medio de una angustiosa falta de recursos, general entonces en la Universidad española. No todo eran ciertamente satisfacciones. «A lo largo de estos treinta años», recuerda Agustín Albarracín, uno de sus discípulos y colaboradores más cercanos, «los cursos de Licenciatura y de Doctorado han sido exponentes de dos significativos hechos: el rigor intelectual, la inigualable capacidad didáctica del profesor Laín Entralgo, y el desinterés -salvo honrosas excepciones- de unos alumnos que no han sabido reconocer casi nunca la privilegiada posibilidad de disfrutar su magisterio, y han considerado la disciplina como una "María" más, inútil para el mejor y más lucrativo provecho del ejercicio profesional. A lo cual, Laín Entralgo siempre ha dado una ejemplar y optimista respuesta: "El talante universitario se demuestra dando clase ante unos bancos vacíos"»11.

Otro de sus discípulos -Laín ha hecho algo infrecuente en nuestro país: ha creado escuela-, y sucesor suyo en la cátedra, Diego Gracia, titulaba su intervención en un acto de homenaje a su maestro en la Real Academia de Medicina Laín Entralgo o la excelencia profesional, y manifestaba su agradecimiento «por una vida consagrada a realizar dos de los máximos ideales que un hombre puede proponerse en esta vida: la excelencia y la amistad»; ideales que transmitía «por ósmosis»12. Es en efecto la amistad, me atrevo a afirmar, el tercer ingrediente esencial de su ejemplaridad docente -tras la dedicación al cultivo de la disciplina y la complacencia en la enseñanza de la misma-, porque así como estableció la amistad como clave para entender, sobre un fundamento antropológico adecuado, las relaciones entre médico y enfermo -renovando de este modo la ética médica, basada hasta entonces en el paternalismo13-, así también podría decirse que basó en la amistad -ahora no teóricamente sino en la práctica- sus relaciones entre maestro y alumno. Sobre las aguas, más o menos turbulentas, de su cotidiano quehacer universitario, sobrenada esta ejemplaridad de Laín, y merece rescatarse.

Su larga vida universitaria tiene historia; pueden señalarse en ella tres etapas, correspondientes cada una, aproximadamente, a una década. Los años 40, los 50, los 60 parecen evocar todo un estilo de vida espiritual e intelectual, y en la trayectoria de Laín podrían representar tres momentos diferentes, bien caracterizados, de su relación con la vida cultural de España, particularmente su porción universitaria. Los años 40 son los de su ingreso en la Universidad, años todavía de ilusión y esperanza -o por lo menos de espera- en los ideales del Movimiento14 -como una primera salida quijotesca. Los años 50, los del rectorado, son años en que la Universidad se hace problema, y él trata, desde dentro, con un sentido mucho más realista, práctico y desencantado, de resolverlo15.

Tras los graves altercados entre estudiantes y falangistas que tuvieron lugar en la Universidad de Madrid en febrero del 56, renuncia al rectorado y a su adscripción «residual» a la Falange; y, al hacerlo, se disuelven ya irremisiblemente sus quiméricas ilusiones del «pluralismo por representación», de que habla en Descargo de conciencia, y de la posibilidad de una orientación conciliadora del régimen. Se refugia entonces en su disciplina y en sus clases; o mejor, vuelve a ellas aliviado, como a su más auténtica vocación, pudiendo decir al fin, como Don Quijote: «Sé quién soy».

Los años 60 son años en que el problema latente en la Universidad se hace crisis abierta -sangrante en el episodio de la expulsión de los catedráticos Aranguren, Tierno Galván, García Calvo, Montero Díaz y Aguilar Navarro-; pero Laín, que ha ido reconstruyendo en silencio su mundo ideológico, está ya, con lo mejor de la Universidad, en otra cosa, con la esperanza puesta en otro horizonte: el ancho horizonte de la democracia. Son los años de Cuadernos para el Diálogo, en cuyas páginas aparece un manifiesto, bien significativo, titulado «Los problemas de la Universidad»16, firmado, entre otros, por Ruiz-Giménez, Díez del Corral, García de Enterría, Lapesa, Maravall, Laín Entralgo desde luego... Poco antes, ante el atropello que suponía la expulsión de los catedráticos mencionados, Laín había escrito: «A través de un proceso irreversible de mi espíritu, en el cual han tenido parte la experiencia y la reflexión, he llegado a convencerme de que el pleno desarrollo de la dignidad civil del hombre exige una vida pública efectivamente basada sobre el principio del pluralismo; y como casi todos los españoles, incluidos los enemigos de ese principio por conveniencia o por doctrina, pienso que una creciente exigencia de nuestra sociedad y la sutil, pero inexorable presión del espíritu del tiempo acabarán dándole vigencia real entre nosotros. De ahí mi deseo de que nuestros estudiantes y los españoles todos seamos educados para que llegue de la mejor manera lo que en todo caso ha de llegar; y de ahí, por otra parte, mi aspiración hacia una Universidad principalmente consagrada a la tarea de hacer ciencia y enseñarla, mínimamente politizada, en consecuencia, pero celosa de sus libertades internas y atenta a la formación de hombres en cuya vida sea realidad cotidiana esa idea de la dignidad civil a que antes me refería»17.

Por esta época son ya legión los escritos dedicados a la Universidad. El año 68, el año del mayo francés, Laín publica una recopilación de textos bajo el nombre genérico de El problema de la Universidad. Reflexiones de urgencia; Aranguren, El problema universitario18; y su amigo Tovar, vida paralela en tantos sentidos a la de Laín, que se hallaba «exiliado» en Tubinga, Universidad y educación de masas19; con la situación crítica de la Universidad -por la politización, por la masificación- como telón de fondo común. Hoy los problemas políticos, por lo menos tal como se planteaban entonces, han remitido. Se siguen planteando sin embargo, y en mayor medida quizá, los de la masificación; que no es sólo, ni principalmente, cuestión de cantidad, sino de calidad. Ante esta situación, la excelencia profesional de Laín a la que aludíamos -su ideal de excelencia y su excelencia efectiva- se nos sigue presentando hoy como ideal.

En la recopilación de textos sobre la Universidad, publicada en 1958 con el título La Universidad en la vida española, nos sorprende encontrar que, junto a otros de carácter práctico ligados a su ejercicio rectoral, al final del librito, se nos proponen dos breves escritos titulados, el primero, «Reflexiones sobre la distinción», y el segundo, más sorprendente aún, «En torno al heroísmo». Nosotros, hombres al cabo de otra generación, no acertamos a ver en un primer momento su relación con la Universidad. ¿Distinción? ¿Heroísmo? ¿En la universidad? En esta sorpresa inicial se revela la distancia que media entre nuestro mundo y el suyo. En su mundo ideal al menos no se ha consumado todavía la «rebelión de las masas». Laín, que nunca se consideró ni quiso ser hombre «de una pieza», que profesó el deber de todo maestro de enseñar, junto a los saberes, ignorancias20, nunca renunció a la vocación de ejemplaridad de la Universidad, como institución y en sus miembros; y ello no porque -como decía Julián Marías en una ocasión- Laín fuera optimista, sino porque era óptimo.






ArribaBibliografía esencial

  • «El sentido humano de la ciencia natural y la Universidad», Norma, 1 (1935), pp. 25-38.
  • «Principios nuevos y antiguos en orden a la formación intelectual», Norma, abril, 1936, pp. 31-55.
  • «La universidad, el intelectual, Europa. Meditaciones sobre la marcha», Cultura Hispánica, Madrid, 1950.
  • «La universidad en la vida española», Madrid, Publicaciones de la Universidad de Madrid, 1951.
  • «Políptico universitario», Revista de la Universidad Nacional de Córdoba, 2 (1952), pp. 3-24.
  • «Un año de gestión rectoral», Alcalá, 18-19 (1952).
  • Sobre la universidad hispánica, Madrid, Ediciones Cultura Hispánica, 1953.
  • Reflexiones sobre la vida espiritual de España, Madrid, 1953.
  • Sobre la situación espiritual de la juventud universitaria, Madrid, 1955.
  • «La universidad en la vida española», Baladre, Cartagena, 1958.
  • «En torno a la libertad académica», Revista de Occidente, 40 (1966), pp. 71-80.
  • «Los problemas de la universidad» (en colaboración), Cuadernos para el diálogo, 33-34 (1966), pp. 9-11.
  • «El problema de la universidad. Reflexiones de urgencia», Cuadernos para el diálogo, Madrid, 1968.
  • Descargo de conciencia (1930-1960), Barcelona, Barral, 1976.


 
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