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Acto quinto



Salón de la casa de Lanuza
ESCENA PRIMERA
ELVIRA, sola
ELVIRA. ¡Qué lúgubre quietud, aun más horrenda
que del combate el espantoso estruendo
para mi corazón!... ¿Vive Lanuza?...
¿Vive mi padre? De indagarlo tiemblo.
¡Ay! ¿A cuál de los dos verán mis ojos,
tinto en sangre del otro el duro acero?
¿Ambos existirán?... ¡Plegue a la suerte!
Mas, ¡ay mísera yo!, ¿qué es lo que espero,
si para mí, infeliz, ya no hay más dichas,
ni calma ni quietud para mi pecho?
Vencido o vencedor en esta lucha,
o el padre quede o el amante... ¡Cielos!
Llorar y aborrecer es mi destino
y desesperación y luto eterno.
¿Mas quién se acerca?... ¿Quién por este lado
se atreve a penetrar?... ¡Heredia!... ¿Es cierto?
 
ESCENA II
ELVIRA y HEREDIA
HEREDIA. Cayó Aragón, Elvira; los cobardes,
aun antes de lidiar, viles, huyeron;
los esforzados, a la atroz cuchilla
del vencedor audaz rinden el cuello,
y triunfan orgullosos los traidores.
Ya no hay patria ni honor... ¡Ah!...Y yo no encuentro
honrada muerte!... En vano la he buscado
en la común ruina. Combatiendo,
la horrible confusión por estas calles
me arrastró de la lid, cuando me encuentro,
rota la espada que arrancó cien vidas,
en el jardín de este palacio. Y vengo
a buscar a Lanuza, y a su lado,
como noble, a morir.
ELVIRA.                                  ¡Oh Dios eterno!
¿No habéis visto a Lanuza...? ¡Heredia! ¡Amigo!
Decidme: ¿por ventura esperáis verlo
en este sitio..., o esperáis...?
HEREDIA.                                               Elvira,
tener noticias de él esperé al menos.
Yo el adarve ocupaba con los viles
que debieran morir o defenderlo,
cuando salió Lanuza denodado
a trabar el combate en campo abierto;
y al frente de los bravos escuadrones
le vi blandir el refulgente acero,
y sembrar el espanto y exterminio
en las haces contrarias, cuando el eco
de atroz conjuración, que reventaba
por toda la ciudad, pasmado advierto.
Corro a la plaza, animo a los leales,
al mirarme se aterran los perversos,
un momento no más, y cuando al muro
la muerte ansiando apresurado vuelvo,
ya no distingo amigos ni enemigos,
y no a Lanuza ni a los suyos veo,
sino matanza, confusión, estrago.
La espada empuño con feroz despecho,
y no conozco contra quién la esgrimo,
ni quién se me resiste, ni a quién hiero,
hasta llegar aquí... ¡Dios! ¡Cruda suerte!
¿Por qué no he perecido entre los buenos?
¿Y vos no sabéis nada...? Que ha cesado
el combate demuestra este silencio
pavoroso, terrible... ¿Y de Lanuza
noticia no tenéis?
ELVIRA.                             En el momento
que en las vecinas calles de las armas
escuché, pavorosa, el ronco estruendo,
de este palacio a la alta galería
que da a esa plaza me asomé, y, tendiendo
la ansiosa vista, muerte y exterminio,
y humo y ruïna, y espantoso fuego
y polvo y confusión, miré doquiera.
Mas distinguir apenas los objetos
pudo mi turbación, cuando de pronto
cesó el rumor y el humo, y sólo veo
cadáveres horribles, negra sangre,
y la plaza llenarse de guerreros
castellanos en orden, que gritaban:
«¡Victorial ¡Viva el rey! ¡El triunfo es nuestro!»
Aterrada y exánime, los ojos
a todos lados, trémula, revuelvo,
y ni entre los montones de difuntos,
ni entre las huestes, a Lanuza advierto,
cuando de pronto miro a los soldados
de la ancha plaza levantar en medio
un cadalso...
HEREDIA.                      ¡Qué horror!
ELVIRA.                                            Y estremecíme,
y de horrible pavor y espanto lleno
mi infeliz corazón, despavorida,
del alto corredor huyo, y desciendo
a este lugar...
HEREDIA.                         ¡Gran Dios!... ¡Desventurada!
¿Un cadalso?... ¡Qué horror! ¡Ah! No, no ha muerto
Lanuza en el combate... ¡A Dios pluguiera
muriese en él!
ELVIRA.                        Al escucharos tiemblo...
Mas ¿qué rumor...?
HEREDIA.                                   El vencedor altivo;
vuestro padre, señora.
ELVIRA.                                     ¡Oh, cuánto temo
su vista! Y vos, huid, huid, amigo;
salvaos, por piedad.
HEREDIA.                                   ¿Qué estáis diciendo?
Morir es un deber; huya el que estime
en más la vida que el honor. No quiero
vivir para mirar mi patria amada
opresa, esclava entre afrentosos hierros.
(Se lo llevan los guardias.)
 
ESCENA III
HEREDIA, ELVIRA, VARGAS, LARA, VELASCO y SOLDADOS CASTELLANOS
VARGAS. Que la vecina plaza en torno ocupen
las tropas y cañones, sin que al pueblo
se deje penetrar en su recinto.
Que en alcance de Pérez salgan luego
seis veloces caballos escogidos;
en la vecina cárcel por momento
la vigilancia auméntese, y a ella
sean conducidos de cadenas llenos,
como Lanuza, sus parciales todos.
HEREDIA. Vedme; aquí me tenéis; contadme en ellos,
VARGAS. ¿Y qué hacéis vos aquí?
HEREDIA.                                        ¿Qué...? Aborrecerte,
y mi tajante espada echar de menos;
que a tenerla en la cinta, ya estuviera
teñida en sangre vil de esos perversos,
y en la tuya también.
VARGAS.                                  ¡Traidor!
HEREDIA.                                                  ¿Me insultas?
cuando me ves sin armas?
VARGAS.                                           Y tu necio
orgullo, ¿qué pretende?
HEREDIA.                                      Morir sólo;
con Lanuza morir sólo pretendo;
ansío la muerte.
VARGAS.                           La tendrás al punto;
a la vecina cárcel vaya preso,
y al lado de Lanuza su altiveza
yazca abrumada de pesados hierros.
 
ESCENA IV
ELVIRA y VARGAS
VARGAS. Hija, llega a mis brazos.
ELVIRA.                                       ¡Padre! ¡Padre!
VARGAS. Tu parabién por mi victoria espero.
ELVIRA. Tened piedad de vuestra triste Elvira;
no desgarréis su acongojado pecho.
VARGAS. Hija, modera tu aflicción; triunfantes
del rey, nuestro señor, las armas vemos,
y es un delito en tan glorioso día
ostentar desplacer y sentimiento.
ELVIRA. ¿Y podéis exigir, ¡ay!, que renuncie
mi triste corazón a los afectos
de sensibilidad y de ternura
que le inspirasteis en mis años tiernos?
Manchado os miro en inocente sangre
debelador de un miserable pueblo;
maldito, odiado...
VARGAS.                               Cesa; disculparte
puede de tu dolor sólo el Excelso;
el que a los reyes sirve, debe...
ELVIRA.                                                  ¡Oh padre!
Debe de ser cruel, ya lo estoy viendo,
y sordo a la amistad, y a la ternura,
insensible...
VARGAS.                     Modera tu ardimiento;
en mí respeta a un padre... que amoroso
perdona tu imprudente desconcierto.
Elvira, torna a tu inocente calma,
y tranquilice la razón tu pecho.
Considera las altas distinciones,
el favor, la riqueza con que espero
recompensado ser. Todo, hija mía...
ELVIRA. ¿Qué pronunciáis, señor? Yo lo desprecio
todo. ¡Qué horror!... Sí, todo. Padre, padre,
¿hablarme osáis de un galardón funesto?
Sólo quiero la muerte o mi Lanuza.
VARGAS. ¿Y aun le nombras?
ELVIRA.                                  ¿Y debe sorprenderos
que mi labio le nombre, si le adora
mi corazón amante y lo contemplo
como un deber?...
VARGAS.                               ¡Oh Dios!
ELVIRA.                                                 Sin él, la muerte,
la muerte os pido... Recordad, os ruego,
que vos para mi esposo le elegisteis;
recordad que inspirasteis en mi pecho
esta pasión, por vos funesta ahora,
y que va a hundirme en el descanso eterno
¡Oh padre!... ¿No tembláis? Ved vuestra hija
vuestras plantas regar con llanto acerbo.
¡Ah!... Volvedme mi bien, o dadme muerte;
arrancadme esta vida que aborrezco...
Compadeced mi suerte.
VARGAS. ¡Hija! ¡Hija mía!
Mi esperanza y dulcísimo consuelo,
ven a mis brazos, ven.
ELVIRA.                                    ¡Oh padre mío!
¿Hallaré en vos piedad de mis tormentos?
¡Ah! Sí, siempre me amasteis. Y mis penas
en vuestro tierno amor tendrán remedio.
Volvedme a mi Lanuza.
VARGAS.                                      ¡Hija adorada!
ELVIRA. Recordad el cariño dulce y tierno
con que la educación que os ha debido
siempre os pagó, la gratitud modelo.
Recordad la amistad, la amistad pura
que con su honrado padre tanto tiempo
os estrechó, señor, y no en olvido
dejéis que designado por vos mesmo
para mi esposo fue. Ni la ternura,
el afán cariñoso y el desvelo
que desde mi venida a este palacio
a su madre infeliz yo, triste, debo.
Recordad sus virtudes.
VARGAS.                                      ¿Por qué altivo
contra su rey...?
ELVIRA.                             Un joven inexperto,
Zaragoza..., Aragón..., España toda...
VARGAS. Sabes cuánto le amé... Mas yo no encuentro...
ELVIRA. ¡Sí! Recordad que mi adorada madre,
en el fatal tristísimo momento
en que la muerte atroz nos la robaba,
al darme el dulce abrazo postrimero,
con labio balbuciente: «Esposo, os dijo,
a la tumba conmigo el placer llevo
de saber que mi Elvira y su Lanuza
serán de tu vejez dulce consuelo.»
Padre, padre, cumplid...
VARGAS.                                          Cesa, hija mía;
voy a hacer por tu amor cuanto hacer puedo.
¡Hola, Rodrigo! A este lugar conduce
(Entra un soldado castellano.)
a don Juan de Lanuza en el momento.
ELVIRA. Ahora a mi amado padre en vos conozco;
vos mi esperanza sois... ¡Oh, cuánto os debo!
VARGAS. No tan pronto, mi Elvira, a la esperanza
entrada des en tu angustiado pecho;
tal vez tu amante mismo, ¡ay hija mía!,
hará inútiles todos mis esfuerzos
por salvarle.
ELVIRA.                      Si en vos consiste sólo,
¿quién podrá contrariar vuestro deseo?
VARGAS Sus virtudes.
ELVIRA.                       ¡Señor! ¿Qué...? ¡Sus virtudes!
VARGAS. Suele ser la virtud un don funesto;
tal es del mundo el mísero destino.
Tú sola acaso puedes, con tus ruegos,
persuadirle a ceder. Pues si persiste,
rebelde y contumaz, nada hacer puedo;
mi obligación primera es, hija mía,
cumplir, de un rey airado los preceptos.
ELVIRA. Allí viene... ¡h dolor! Ved vuestro amigo;
miradle entre cadenas.
VARGAS.                                     ¡Dios eterno!
¡Cuál me turbo al mirarle!
 
ESCENA V
ELVIRA, VARGAS y LANUZA, con cadenas; SOLDADOS CASTELLANOS
ELVIRA. (Abrazándolo.) ¡Oh mi Lanuza!
LANUZA. ¡Elvira!... ¡Oh Dios! Contén, yo te lo ruego,
contén el llanto que ablandar pudiera
un corazón de redoblado acero.
No enerves con tus lágrimas, el mío,
mansión de la constancia y del esfuerzo.
ELVIRA. ¡Lanuza! ¡Oh Dios!
LANUZA.                                 ¡Cuánto anhelaba verte!
¡Ya recibí tu abrazo postrimero!
Tranquilo moriré.
ELVIRA.                               ¡Ah! ¿Qué pronuncias?
¡De horror me pasmo! ¡De terror me hielo!
LANUZA. (A Vargas.) Y vos, ¿qué me queréis? Ya en esa plaza
he visto el sitio infame que yo debo
con mi sangre ilustrar. A él me conduce;
de morir por mi patria estoy sediento.
Sáciese del tirano la venganza,
y despierte tal vez la de los Cielos.
¿Por qué tardáis?
VARGAS. (Hace señas a los soldados, y se retiran.)
                              Lanuza, ¿has olvidado
mi amistad, mi cariño, el dulce tiempo...?
LANUZA. Sí, todo lo olvidé; sólo a mi patria
opresa, esclava, entre cadenas veo.
Y si vuestra amistad, y si los nudos
que nuestras casas enlazar debieron
no quise recordar, como advertiste
esta mañana, en este sitio mesmo,
cuando muy superior a vos me vía,
cuando os juzgaba honrado caballero,
ahora que estoy cargado de cadenas,
y que a mi vencedor en vos contemplo,
y que os he visto, pérfido y aleve,
ministro al fin de un déspota soberbio,
los pactos infringir, de las virtudes
fiero abusar de un inocente pueblo,
y sordo a la razón y a la justicia
viles tramas urdir para vencerlo,
¿me juzgáis tan indigno de mi nombre
que de vuestra amistad tenga recuerdos
y que apele a unos vínculos ya rotos
para endulzar mi suerte y conmoveros?
¡Desgraciado opresor!
VARGAS.                                      ¡Hijo!... ¡Lanuza!
Compadece a tu amigo el más sincero,
y no le insultes. De tu anciano padre
la íntima unión conmigo acuerda al menos.
Y si esto no bastase, que tu Elvira,
que esa inocente, es hija mía.
LANUZA.                                               ¡Oh Cielos!...
Cesad, cesad, señor; vuestras palabras
derraman un mortífero veneno
sobre mi corazón. Alfonso Vargas,
respetad la virtud.
ELVIRA.                               ¿Y esperar puedo
que mi constante amor y mi ternura
y mis amargas lágrimas y ruegos
logren de ti esta vez...?
LANUZA.                                           Elvira, Elvira;
tu amor, tu dulce amor es el consuelo
de mi alma toda. Y a la tumba helada
llevo el grato placer de merecerlo.
ELVIRA. ¡A la tumba! ¡Cruel! Y qué, ¿bastante
mi amor no podrá serte por lo menos
a hacerle la existencia amable y grata
y a querer conservarla? ¡Ah! Si mis ruegos...
LANUZA. Si conservar la vida yo intentase
por tu amor, fuera indigno de obtenerlo.
Si coronar pretendes mi ternura,
si pagar fina de mi amor el fuego,
debilitar mi decisión no intentes.
Respeta la constancia y el denuedo
con que manifestar al orbe todo
sin duda hoy mismo como noble debo,
que los que lidian por la madre patria
y por la libertad, aunque su esfuerzo
el Destino contraste, nunca deben
transigir con los déspotas, muriendo
antes que sucumbir...
ELVIRA.                                    ¡Basta, Lanuza!
Padre..., ¿lo oís? ¡Oh Dios!
VARGAS. (Para sí.)                               ¡Cuál me avergüenzo
de escuchar sus palabras!
ELVIRA.                                          ¡Cruel estrella!
¿Conque anheláis la muerte...?
LANUZA.                                                  Sí, la anhelo.
VARGAS. Y yo salvar tu vida, cual merece
tu virtud eminente, sí, lo quiero.
LANUZA. ¿Queréis mi vida conservar...?
VARGAS.                                                  ¡Lo juro,
lo juro, hijo adorado, por el Cielo,
por los días preciosos de esta hija
que a ser tu esposa destinó mi afecto!
¡Lo juro...!
LANUZA.                      Basta; retiraos al punto
de esta infeliz ciudad; vuelvan los tercios
del rey Felipe a tierra de Castilla;
quede libre Aragón, y los perversos
traidores que os han dado la victoria
a mi enojo entregad, y al punto acepto
la vida que me dais.
VARGAS.                                  Joven Lanuza,
¿estáis en vos?... Pensad.
LANUZA.                                           Ya nada pienso:
o hacer lo que os propongo, o al cadalso
llevadme sin tardar.
ELVIRA.                                 ¡Oh Dios eterno!
Escuchad de mi padre las palabras
si me amáis: escuchadle, yo os lo ruego.
LANUZA. (A Vargas.) Decid, pues.
VARGAS.                                         ¡Oh Lanuza! No desprecies
mi paternal cariño y el deseo
que de salvar tu inapreciable vida
y de enlazarte con mi Elvira tengo.
Calla, no me interrumpas, y un instante
el juvenil arrojo de tu pecho
calma, y escucha, advierte lo imposible
de poder acceder yo a tus deseos.
Examina, examina tus propuestas,
y lo conocerás. Otro sendero
más fácil y expedito de salvarte,
si adoras a mi Elvira, te presento.
LANUZA. ¡Dios bondadoso!... ¡Elvira idolatrada!
VARGAS. Tu virtud, tu valor, tu ilustre celo
no pueden ya empañarse. Si la suerte
tan noble decisión miró con ceño,
no es culpa tuya, no. Tú combatiste,
tú resististe con heroico esfuerzo,
tú has defendido con ardor tu patria,
tú has sido abandonado por el pueblo.
¿Te resta algo que hacer? Todo lo hiciste.
Pues ya de la prudencia los consejos
debes seguir, y la prudencia manda
la vida conservar para otro tiempo.
Con tu muerte Aragón nada consigue,
y sólo va a servir de horrible ejemplo.
Conserva pues, tus días, que lograrlo
puedes sin mancillar tu nombre egregio
del cargo de justicia, que ejercías
por voluntad de un sublevado pueblo;
haz la renuncia en mí, y orden circula
a todas las ciudades de este reino
de hacer pleito homenaje al rey Felipe,
renunciando las leyes y los fueros
que ya estaban hundidas y olvidados
y que ahora por la fuerza los perdieron;
y salvaré tu vida, y del monarca
el perdón...
LANUZA.                     ¡El perdón!
ELVIRA.                                          Sí...
LANUZA.                                                     Ya más tiempo
no me es dado sufrir vuestra osadía.
¡Perdón! ¿Y habláis conmigo? ¡Oh vilipendio!
¿En insultarme os complacéis, malvado?
VARGAS. ¡Lanuza!
LANUZA.                 ¡Monstruo!
ELVIRA.                                    ¡Oh Dios! De verle tiemblo.
¡Padre!
VARGAS.               Cierta es su muerte, sí, hija mía.
ELVIRA. ¡Qué horror!... ¡Ay!
VARGAS.                                  Evitarla ya no puedo.
LANUZA. ¿Pretendéis que autorice del tirano
la vil usurpación?... ¿Queréis que el velo
de una inicua renuncia ante los ojos
del mundo cubra la opresión de un reino
y la autorice? Ved, ved cuál vos mismo
sentís un interior remordimiento
que procuráis calmar, mi honor manchando
y haciéndome a la par cómplice vuestro.
VARGAS. Ved que al punto la muerte...
LANUZA.                                                ¡Oh dulce muerte!
Conserve yo mi honor, y venga luego.
Impaciente la aguardo.
 
ESCENA VI
Los mismos y VELASCO
VELASCO.                                        Ínclito Vargas,
¿a qué esperáis? Sus rayos postrimeros
hunde el sol en ocaso. En Zaragoza
se advierte conmoción. Si algún ejemplo
de castigo y terror no la escarmienta,
nuevos desastres esta noche temo;
apresurad, señor...
VARGAS.                                ¡Ya no es posible!
El mandato del rey cúmplase luego.
LANUZA. Sí, llevadme al cadalso. ¡Noble muerte
que va a poner a mi constancia el sello!
(A Velasco.)
Y tú, traidor, dirásle de mi parte,
si osas nombrarme, al infelice pueblo,
que, pues para morir como Numancia,
como hombres libres les faltó el esfuerzo,
no acrecienten sus males por ahora
y para otra ocasión guarden su aliento,
pues al fin la virtud triunfará un día
y no serán los déspotas eternos.
VARGAS. ¡Guardias!
(Entran soldados castellanos.)
ELVIRA.                    ¡Oh Dios! ¡Lanuza! ¡Padre mío!
VARGAS. Hija, él lo quiere.
LANUZA.                            Elvira, sí; lo anhelo.
(A los soldados que acaban de entrar.)
Vamos, llevadme, pues, fieros ministros
de la opresión. Llevadme do sereno
mi vida dé a la patria y a los hombres
de decisión y de constancia ejemplo.
(A Vargas.)
Y tú, infeliz fautor del despotismo;
tú, infame y degradado caballero,
¿osas mirarme con tranquila frente,
cuando me ves triunfar entre estos hierros
de Felipe y de ti? Mas no, que tiemblas,
y tiemblas de pavor y de despecho,
y tu traición con mi lealtad comparas,
y mi virtud veneras en silencio.
Llevadme. ¿Qué tardáis?
VARGAS.                                         Sí, con su muerte
se asegure Aragón.
ELVIRA.                                ¡Oh Dios eterno!
Padre, ¿qué pronunciáis? ¡Mísera suerte!
¡En un cadalso! ¡En un cadalso!... ¡Cielos!
LANUZA. El cadalso es infame solamente
para el que ante la ley se encuentra reo;
pero cuando venganza de tiranos
el mundo le contempla, es monumento
de gloria, es un altar honroso y santo.
VARGAS. Amigos, ya lo veis; aseguremos
del rey el trono con su muerte. Sea.
LANUZA. ¿Piensas que, al morir yo, todos los buenos
mueren también?... Al punto conducidme,
(A Vargas.)
y tú sal y presencia cómo muero.
Y ve a decirle a tu feroz monarca,
para que tiemble en su dosel soberbio,
que en mí no se concluyen los valientes,
ni va a extinguirse, al dividir mi cuello,
la estirpe generosa de esforzados
que ansían dar la libertad al suelo.
si el fuego del honor que ardió en Padilla
tornó a inflamarse en mi ardoroso seno,
también mi pura sangre derramada
se verá re novada en otros pechos,
que acaso lograrán la insigne empresa
de hacer a España libre. Sí, mis restos,
mis restos gloriosos tal vez pueden
germinar una raza de alto esfuerzo
que humille al ominoso despotismo;
y un día llegará, ya lo preveo,
que venzan la razón y la justicia,
y en que de la maldad triunfen los buenos,
y, rotas las cadenas del oprobio,
goce la libertad el orbe entero.
¡Oh placer! Ya se acerca presuroso
este anhelado y venturoso tiempo.
Y la gloriosa España la primera
dará el grito que salve al Universo.
¡Oh esperanza feliz y deliciosa!
Que cumplida serás, piadoso el Cielo
me lo asegura. Entonces, ¡patria mía!,
recuerda que por ti gozoso he muerto.
VARGAS. Al punto sea.
ELVIRA. (Cayendo en brazos de Vargas.)
                       ¡Bárbaro!
VARGAS.                                          ¡Hija mía!
 
ESCENA ÚLTIMA
VARGAS y ELVIRA
VARGAS. ¡Infelice de mí!... ¡Destino horrendo!
Del que a servir a la opresión se presta,
éste es el galardón, éste es el premio:
ver la heroica virtud en el cadalso,
y a la inocencia hundida en el despecho.
 
FIN DE «LANUZA»
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