Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

Larra y la misión de Zorrilla

Russell P. Sebold





In artium studio memoriae proditum est poetas nobilis poetarum aequalium morte doluisse.


Cicero, Brutus, 1, 3.                


Nuestra misión es dirigir una voz de consuelo a esta sociedad, que lo agradecerá con lágrimas.


Nicomedes Pastor Díaz, «Del movimiento literario en España», en Museo artístico y literario, 1837.                


Este trabajo aspira a ser un comentario de conjunto sobre el arte del poema fúnebre que José Zorrilla dedicó A la memoria desgraciada del joven literato don Mariano José de Larra (1837), mas al mismo tiempo me interesa de modo particular arrojar un poco de luz sobre el concepto zorrillesco de la «misión». Esta voz tiene por lo menos cuatro significados en la elegía a Fígaro: se refiere ya a la labor de crítico de Larra, ya al cometido superior que este y su panegirista han recibido de la «divinidad», ya al intento de Zorrilla de usar su poema para lanzar su propia reputación literaria afectando el atractivo y misterio del profeta, o ya finalmente, a una función del mismo poema, que viene a ser un nuevo manifiesto romántico en pro del cultivo de esa tendencia literaria en el género lírico

Se ha sugerido alguna vez que Zorrilla fue posiblemente el primer poeta español en tratar el tópico de la misión, y algún hispanista como Peers ha afirmado de pasada que el poema en recuerdo de Larra posee cierto valor histórico. Sin embargo, nunca se ha estudiado la misión de Zorrilla en relación con el contexto histórico-literario en que el poema nació, ni la técnica del joven vallisoletano para poetizar el mencionado tópico y adaptarlo a la expresión de su credo literario. Por tanto, me ocuparé principalmente de los dos últimos significados de «misión» que quedan enumerados. Aunque siempre volveré al tema de la misión poética, comentaré la versificación, los recursos estilísticos, la temática y las conexiones literarias de todo el poema. Incluyo, como apéndice de este ensayo, el texto de los versos de Zorrilla para facilitarle al lector su consulta.

La variedad métrica de A la memoria de Larra (un quinteto endecasílabo; tres octavas agudas, una redondilla, dos quintillas y una sextilla) no es solamente decorativa, sino también semántica por haberse efectuado entre la versificación y el tema un perfecto casamiento, mediante el cual aquella viene, no tanto a reiterar ideas ya expresadas por el sentido de las palabras, como a comunicar de modo exclusivo otros aspectos temáticos de gran importancia para el efecto que se busca.

Aunque sólo se menciona la campana funeral en los dos primeros versos del quinteto, se oye su triste toque a lo largo de toda la estrofa; porque se remeda esa hueca voz metálica con la repetición treinta y cuatro veces, en los cinco primeros versos del poema, de las dos vocales más abiertas y sonoras de la lengua española: a diecinueve veces, o quince veces. Pero, ¿por qué concretamente un quinteto como estrofa inicial de esta composición en memoria del brillante prosista muerto en la flor de la vida? Se trata de un simbolismo numerológico, porque muérase el hombre en el momento en que se muera, el efecto es el mismo que si su vivir hubiese recorrido todas las cinco edades (niñez, adolescencia, juventud, madurez y senectud) en que se ha solido dividir la vida humana desde la antigüedad. Término inapelable; paso al «no ser».

Junto con el quinteto, las tres octavas agudas, o sea las restantes estrofas compuestas en verso largo y solemne, sirven para presentar el aspecto ceremonial u oficial, por decirlo así, de estos funerales poéticos. Desde el Renacimiento la octava venía utilizándose para los graves temas históricos de la épica culta, pero en la poesía romántica no es infrecuente que se aproveche este metro para las elegías, sobre todo aquellas en las que el poeta quiere revestir la emoción personal de cierta grandiosidad o trascendencia seudopública, verbigracia, en el Canto a Teresa de Espronceda, o en La última lamentación de lord Byron de Gaspar Núñez de Arce.

Si bien el majestuoso endecasílabo representa la conmemoración pública y ceremonial del malogrado Larra, el humilde octosílabo de las demás estrofas cumple, por regla general, la función contraria de permitir que Zorrilla glose tan sensible pérdida en tono personal. Así la alternancia entre acontecimiento público e interpretación personal se refleja en la paralela alternancia formal entre verso largo, suntuoso y verso corto, casero.

Mas no hemos llegado aún al aspecto más ingenioso de este simbolismo consistente en la alternancia entre endecasílabos y octosílabos: la simbología se hace otra vez numerológica para subrayar la estrecha relación anímica que en la segunda mitad del poema parece descubrirse entre el insigne muerto y el desconocido joven. Ello es que la misma versificación se habilita para relacionar alusivamente las circunstancias personales del muerto con las del doliente. Cuando Larra se quitó la vida, le faltaba un mes para cumplir veintiocho años y por tanto entrar en los veintinueve; y los endecasílabos, que son los versos que se refieren más directamente a Fígaro, suman veintinueve. La lamentación poética de Zorrilla contiene veinte octosílabos, en los que el poeta novel interviene de modo más personal, y al leer su sentida composición le faltaba a este una semana para cumplir veinte años. El verso humilde se asocia así no sólo temática, sino vitalmente al más joven de los escritores, al novicio del culto poético; mientras que el verso más aparatoso, por tal simbología numérica, representa al renombrado, complejo y experimentado literato que excedía al neófito en ocho años (hay ocho estrofas) y en quien el joven, así por la edad como por la fama, podía buscar un mentor espiritual que le guiase en su «misión». (La noción de que quien no ha cumplido treinta años pueda ser un mentor de vasta experiencia no tiene nada de sorprendente en la época romántica, pues a los veintiún años un Alfred de Musset -caso típico- pudo escribir, en Les voeux stériles: «...A moitié de ma route, / Déjà las de marcher, je me suis retourné»; y por si esto fuera poco, teniendo un año menos, el romántico español Gregorio Romero Larrañaga se resigna recordando que «ya han marchitado mi vida / las nieves de veinte inviernos» [Poesías; Madrid, 1841, p. 27].)

El reformador, ya social, ya literario, suele ser regido por un exigente cometido moral o intelectual; cuando se trata de una doctrina presentada con cierto fervor, y sobre todo si tal doctrina parece tener cierto sentido trascendente para la multitud, ese cometido suele llamarse «misión» con voz adaptada de la labor de los profetas, que estaban mandados (missi, ‘enviados’ > missio, -onis > misión) a predicar con manía, según decían los griegos, o con furor, según la palabra utilizada por Cicerón al aludir, en el De Divinatione (I, 31, 66), a la vesania o sublime celo de quien habla por inspiración divina. De todas formas, a partir del romanticismo, la voz «misión» gozará de gran favor con los poetas, ya sea por la actitud de ardoroso profeta que el típico romántico toma ante su visión personal del mundo, ya por el deseo revolucionario de muchos poetas ochocentistas de un nuevo orden social y espiritual.

Alfred de Vigny, en Stello (1831-1832), es quizás el primer romántico en haber hablado de la misión del poeta: «Sa mission -dice- est de produire des oeuvres, et seulement lorsqu’il entend la voix secrète», y quien ha escuchado esa voz secreta es el «apôtre de la vérité toujours jeune» (caps. XXXIX y XL). En el mismo año de 1837 del que venimos hablando, en el número 2 del No me olvides, en un artículo titulado «Verdadera poesía», Fernando de la Vera, que estuvo en las exequias de Larra y está quizás influido por Zorrilla, afirma: «La misión del romanticismo es santificar al hombre». El lector encontrará todavía otro texto de «misión» correspondiente al año 1837 en el segundo epígrafe a la cabeza de este ensayo.

Aparece el concepto aunque no la palabra «misión» en las estrofas 6-10 del Canto a Teresa, de Espronceda, que es posterior al poema de Zorrilla, como parecen serlo todos los textos españoles relativos al tópico que nos interesa. (Hay quien cree haber hallado ya en 1828, en el poema Mi inspiración, de Nicomedes Pastor Díaz, los antecedentes de la idea zorrillesca de la misión, pero yo no encuentro en esa composición ni la palabra ni cualquiera de las nociones que esta suele representar después de la lectura poética ante la tumba de Fígaro.) En 1841, en la Advertencia de su comedia Solaces de un prisionero, o tres noches de Madrid, el duque de Rivas alude a «la alta misión de poeta [que se ‘cumple’], dando lecciones al mundo y mejorando la sociedad».

Entre los epígonos del romanticismo, Núñez de Arce es sin duda quien representa de modo más claro la actitud de misionero: el término y la idea «misión» son frecuentes lo mismo en su prosa que en su verso, por ejemplo, en 1879, en la Advertencia que precede a Un idilio y una elegía, escribe: «hoy como nunca, [el poeta] tiene sagrados deberes que cumplir y una misión altamente moralizadora que llenar» (Madrid, 190113, p. 7). En relación con el aspecto «profético» de la misión poética, al que seguiremos viendo alusiones, recuérdese que los románticos y aun muchos posrománticos preferían a «poeta» la voz «vate» (< lat. vates, vatis), cuya primera acepción, en latín y castellano, es ‘profeta’ o ‘adivino’.

Pero concretemos ya, pues debe subrayarse que la idea de la misión, aplicada por Zorrilla a Larra, también empieza a asociarse con nuestro poeta en la misma época romántica. Pastor Díaz, en su prólogo a las Poesías zorrillescas de 1837, es quien le aplica el término por vez primera: «cuando a orillas del sepulcro del malogrado escritor que nos dejaba, vi brotar el poeta que nacía, el hecho era de demasiado bulto, la aparición demasiado fatídica para no reconocer en el nuevo genio una misión tan especial como la del primero» (en José Zorrilla, Obras completas, Narciso Alonso Cortés, ed., Valladolid, 1943, I, p. 17). Tres años después, en su poema A Zorrilla, Miguel Agustín Príncipe exhorta al ya célebre cantor: «Canta, pues, joven, y a la santa empresa / apresta el eco tu voz sublime: / consolar al mortal que triste gime... / Ese es tu cargo, tu misión es esa» (Poesías serias, Madrid, 1840, p. 24). Y todavía en un artículo de 1893, escrito con motivo de la muerte de Zorrilla, es evidente que el periodista Francisco Pi y Margall tiene en mente el concepto de la misión al ver la poesía como «precursora de los grandes movimientos por que en días no lejanos pasarán los pueblos. A ella principalmente incumbe conducir la Humanidad al cumplimiento de nuestros destinos» (citado por Azorín, El artista y el estilo, Aguilar, Madrid, 1969, p. 236).

Ahora bien: ¿cómo se maneja, en el poema de Zorrilla, el concepto de la misión poética, primero en relación con Larra y luego con el propio poeta? (Pregunta que, además de ser esencial para la interpretación del poema, tiene cierto valor histórico, por cuanto se ha pensado que Zorrilla pudo introducir el tópico de la misión en la poesía española, y esto ahora parece justificarse por los documentos que hemos visto.)

Es, a primera vista, sorprendente que Zorrilla llame a Larra «poeta», ya que aun en su propia época Fígaro era mucho más conocido como periodista y crítico que como poeta, dramaturgo o novelista. Y no solamente lo llama así, sino que lo hace cinco veces, tres veces de modo directo (en las estrofas 4, 5 y 8), y otras dos veces por insinuación («otro poeta cantará por ti»; «un remoto cielo, / de los poetas mansión»). Es, empero, significativo que no aplique tal voz a Larra hasta la estrofa 4. ¿Por qué esta demora en el uso del substantivo indicado?, ¿y cuál es el motivo que lleva al joven romántico a elegir el término «poeta» en lugar de algún otro? Si Zorrilla nos hubiese hablado desde el principio del poeta Larra, la figura cuyo suicidio da nacimiento al poema apenas habría resultado reconocible. Mas merced a su reticencia provisional en el uso de la palabra «poeta», Zorrilla tiene tiempo, en la estrofa 3, de describir a Larra de tal modo («flor marchita», «fuente agotada», «aroma», «frescura», «arroyo creador», etc.), que por lo menos estilísticamente se nos hace aceptable y hasta lógico tal término.

Gracias a tal aceptación, Zorrilla también consigue imponernos cierta caracterización del papel del Larra crítico sin la cual no le habría sido posible identificarse espiritualmente con este, ni hacer con el tópico de la misión lo que él se proponía. (Pues, seguramente, según veremos más adelante, Zorrilla para sus fines habría preferido hacer un poema sobre algún poeta a quien admirara más que al prosista Larra.) Dicha caracterización del papel del crítico depende también en parte de otra imagen metafórica de Larra que el joven cantor proyecta antes, en la estrofa 2, en la que el simbolismo es religioso (la virgen que cuelga el profano velo en el altar) y aun místico, pues la frase «existencia carcomida» recuerda la frecuente utilización de la palabra «tronco» y la frase «tronco carcomido» en las obras de los místicos para representar el aspecto material, espiritualmente muerto del devoto, quiero decir, su cuerpo, que su alma, cual ave echándose al vuelo, deja atrás al subir por la vía unitiva hacia la divinidad. Después veremos que el poema también contiene un simbolismo ascético. Pero, por ahora, combinando el crítico-reformador (Larra «acabó su misión ... con frutos de bendición»), el místico y el poeta, ¿qué es lo que tenemos? Pues un reformador de actitud muy especial ante su tarea, actitud que participa del «furor divino» o éxtasis que es común a los apóstoles, místicos y poetas; en una palabra, cierta clase de profeta, más bien que pensador sistemático o portavoz de criterios objetivos y prácticos. Y he aquí algo de más valor artístico del que el propio Zorrilla al principio habría creído posible lograr, tratándose de un prosista, pues ha acabado por captar en ingeniosa y originalísima alegoría el perfil espiritual (¿romántico?) de ese Larra en quien la crítica no es tanto la solución del problema como un magnífico gesto humano, un tanto solipsista y egoísta, eso sí.

Zorrilla incluso ha sabido armonizar con la imagen del Larra profeta, hombre de misión trascendente, la representación de ese típico y corrosivo dolor cósmico de los románticos que mucho más que la indiferencia de Dolores Armijo debió de contribuir al dramático tránsito del periodista, es decir, ese «fastidio universal» al que Meléndez Valdés forjó nombre en español varios decenios antes que los franceses y alemanes le inventasen los suyos, como he demostrado en otro lugar. Según Meléndez Valdés, en su elegía a Jovino el melancólico (1794), el dolor romántico tiene dos causas, que son en realidad dos vacíos, uno microcósmico («...este fastidio universal que encuentra / en todo el corazón perenne causa»), y otro microcósmico («Materia en todo a más dolor hallando»); y en el poema de Zorrilla se representan respectivamente estos dos vacíos con las frases «su existencia carcomida» y «Miró en el tiempo el porvenir vacío, / vacío ya de ensueños y de gloria». Los profetas también miran en el porvenir, mas henos aquí ante un profeta desilusionado.

Es más: buena parte de la grandeza del gesto de Larra ante su mundo radica precisamente en que es el gesto de un desilusionado. Sabemos por los artículos del mismo Larra («La sociedad», por ejemplo), así como por el penetrante estudio Larra: Anatomía de un dandy (Madrid, 1965), de Francisco Umbral, que Fígaro se cultivaba asiduamente el ademán de desilusionado largo tiempo antes que otros desengaños más hondos y quizá más reales le llevasen a quitarse la vida; y esta pose del famoso costumbrista también se comenta en cierta forma en la en realidad nada ingenua composición de maestro neófito del arte apolíneo, que muchos años después por falsa modestia la llamaría deshilvanada.

En las estrofas 3 y 4, con la larga imagen que se extiende desde «Era una flor» hasta «frutos de bendición» se describen desde luego los efectos positivos de la crítica de Larra, cuya influencia («aroma») sigue pesando en quienes conocen sus escritos. Sin embargo, lo más sugerente de toda esta larga comparación es una aparente inconsecuencia entre sus partes desde su mismo principio.

Si nos guiamos por «la lógica de las imágenes» (noción en la que coinciden los poetas-críticos Alberto Lista y Stephen Spender); en el tropo que ahora glosamos, «fuente» y «arroyo creador» forzosamente tienen que representar lo mismo: el talento o misión literaria de Fígaro. Dentro de tal lógica imaginística, parecería natural que no sólo el «manto de hierba» y los «frutos», sino todas las plantas simbolizaran las obras del escritor. Así resulta sorprendente que el «poeta» sea a un mismo tiempo la «fuente» y lo que, si no se nos hubiese dicho nada al contrario, habría habido que tomar por una de sus obras, la «flor».

No obstante, Zorrilla describe a Larra diciendo: «Era una flor ... / era una fuente ...». Y luego se repite esta aparente inconsecuencia cuando se llama a Fígaro «planta maldita». Pero ¿se trata de hecho de un fallo de la lógica poética, o se puede decir en cierto sentido que el mismo Larra es una de sus propias obras? Es archisabido que Chateaubriand, Byron, Musset, Espronceda, George Sand, la Avellaneda, todos los románticos aplicaban a la elaboración de la propia personalidad y la escenografía de la propia vida las mismas técnicas que utilizaban en sus obras de pura imaginación. Tan frecuente era esto que lo satirizaría Mesonero, en El romanticismo y los románticos, en la extraña figura que cortaba su sobrino, convertida su misma persona en «la estampa más romántica de todo Madrid».

Hace falta destacar que el pintoresco aspecto del escritor romántico transmutado en misteriosa figura bohemia, casi más literaria que real, se enlaza con el tópico de la misión poética. Ya lo señala Juan Valera en su ensayo Del romanticismo en España y de Espronceda, en un pasaje a cuyo final se halla una alusión significativa al poema que nos concierne aquí:

El poeta no escribía ni debía escribir por arte, sino por inspiración; su existencia debía tener algo de excepcional y de extravagante; hasta en el vestido se debía diferenciar el poeta de los demás hombres; y el universo Mundo le debía considerar como un apóstol, con misión especial que cumplir en la Tierra. Víctima de su misión y de su genio, no comprendido por el vulgo, el poeta debía ser infeliz, debía ser una planta maldita con frutos de bendición.


(Obras completas, Aguilar, Madrid, 1942, II, p. 12.)                


El aire de quien afecta ser enviado a ejecutar no se sabe qué misión divina, el ademán de apóstol de una fe en trance de revelarse es lo que se ha llamado alguna vez el «halo» o la «aureola» del romántico. Por ejemplo, utilizando tal término, en su libro Romero Larrañaga. Su vida y obra literaria (Madrid, 1948), José Luis Varela fecha la misión de Zorrilla desde la lectura de su poema en los funerales de Larra: «Entre aquella suntuosa e hipocondríaca sociedad de Cristina de Borbón es preciso aparecer con un halo, con una aureola determinada... Zorrilla la trae consigo desde el entierro de Larra» (p. 61). El halo de Larra pasará a Zorrilla, a quien no ha sido ajena la intención, sólo en un principio secundaria, de usar su elegía para conquistar la distinción personal. En fin: en el verso del típico romántico, la misión casi se reduce a la propagación del evangelio poético de la propia personalidad, aunque veremos más abajo que considerado desde otro punto de vista, tal mensaje puede de hecho tener cierto valor general.

Larra es a un mismo tiempo el menos romántico de los románticos y el romántico por excelencia, y así en él el concepto de la misión es más complejo: mezclado con la misión como artificio para engalanar la propia personalidad literaria, existe en Fígaro ese conjunto de ideas de valor más o menos objetivo y útil para las que él es de hecho misionero. Ante dos interpretaciones tan diferentes, era imposible que Zorrilla, hombre siempre de pocas ideas, pero dotado, en cambio, desde el comienzo de un exquisito sentido del drama, no prefiriese la primera, quiero decir, la misión como mero tópico, como insignia distintiva del poeta y de su superioridad de espíritu escogido. (Zorrilla tenía, además, otro motivo de no hacer hincapié en el Larra pensador y reformador; pues Narciso Alonso Cortés advierte con razón que al padre del poeta, absolutista inflexible, no podía caerle muy en gracia que su hijo alabara las «ideas avanzadas» de un progresista [Zorrilla. Su vida y sus obras, Valladolid, 1916, I, p. 1171.)

Así, en la segunda mitad de su panegírico poético (estrofas 5-8), el ambicioso joven se ocupa principalmente de asociar su ansiado papel o aureola de literato admirado con el del celebrado difunto, habiendo antes recreado a este a su propia imagen (convirtiéndole en «poeta»), como queda dicho. Se corrobora mi afirmación de que Zorrilla se sentía más atraído por la figura de espíritu inspirado que cortaba Larra, que por el contenido de los escritos de este, con un curioso pasaje de los Recuerdos del tiempo viejo, en que el vallisoletano nos dice que en Fígaro iban a «enterrar a un hombre, cuyo talento reconocía, pero que no entraba en la trinidad que yo adoraba, y que componían Espronceda, García Gutiérrez y Hartzenbusch» (Obras, II, p. 1.744).

Joaquín Massard, compadeciéndose del hambriento Zorrilla, que entonces compartía una escuálida buhardilla con la familia de un cestero, le invitó a hacer unos versos en recuerdo del llorado costumbrista, los cuales -le decía- podían insertarse en la prensa periódica; y aun al mismo Massard no se le ocurrió hasta última hora, después que habían callado los demás oradores y poetas que participaron en las exequias de Larra, la posibilidad de que también se leyesen allí los versos de su desgraciado amigo. Sobre todo teniendo en cuenta esta casi fallida oportunidad, considérese la habilidad con que Zorrilla sabe sin embargo aprovecharse de ella para salir de la nada y aparecer como misterioso profeta ante la sorpresa de todos, como si sólo él pudiese hablar por todos los dolientes, envuelto como estaba en ropa prestada desde los pies hasta la cabeza -ni siquiera su gran corbata era suya- y «llevando -según nos dice- únicamente propios conmigo mis negros pensamientos, mis negras pesadumbres y mi negra y larguísima cabellera» (Recuerdos del tiempo viejo, en Obras, II, p. 1.745).

Desde la antigüedad todos los preceptistas habían advertido que los poetas no lograrían estimular en su público ninguna emoción sin haberla sentido hondamente ellos mismos. Los doloridos amigos de Larra aceptaron a Zorrilla como un «enviado» encargado de misión trascendente, en parte, porque él mismo se sentía ser tal, según revelaron aquel trágico día el tono de su voz y sus gesticulaciones, y según se desprende de lo que escribió en Recuerdos del tiempo viejo:

El silencio era absoluto: el público, el más a propósito y el mejor preparado; la escena solemne y la ocasión sin par. Tenía yo entonces una voz juvenil, fresca y argentinamente timbrada, y una manera nunca oída de recitar, y rompí a leer... pero según iba leyendo aquellos mis tan mal hilvanados versos, iba leyendo en los semblantes de los que absortos me rodeaban, el asombro que mi aparición y mi voz les causaba. Imagineme que Dios me deparaba aquel extraño escenario, aquel auditorio tan unísono con mi palabra, y aquella ocasión tan propicia y excepcional, para que antes del año realizase yo mis dos irrealizables delirios: creí ya imposible que mi padre y mi amada no oyesen la voz de la fama, cuyas alas veía yo levantarse desde aquel cementerio, y vi el porvenir luminoso y el cielo abierto... y se me embargó la voz y se arrasaron mis ojos en lágrimas... y Roca de Togores, junto a quien me hallaba, concluyó de leer mis versos.


(Obras, II, p. 1.745; el subrayado es mío.)                


El interrumpirse, arrasados los ojos en lágrimas, en medio de su lectura fue, por otra parte, el más adecuado complemento posible de la «melancólica voz» con que, según apunte de Mesonero Romanos (Memorias de un setentón, en Obras, Madrid, 1880, VII, p. 435), Zorrilla leía; y naturalmente todos los circunstantes se convencieron de que calló ahogado por el dolor que le producía la muerte de Larra, cuando en realidad sólo se emocionaba ante la brillante promesa de su propio futuro -cosa, sin embargo, muy romántica, que no habría sido ajena a la psicología de ninguno de cuantos estuvieron reunidos en aquel sombrío sepelio.

Se logra la ya indicada autoglorificación de Zorrilla estrechando el lazo anímico que él ha buscado con Larra, hasta convertirlo en una relación exclusivista. Cuando Larra yazga ya en la tumba, no le llegará más sonido que la triste voz con que Zorrilla, «otro poeta», le dedicará su plegaria (estrofa 5). La poesía será el único vínculo que unirá a Fígaro con el mundo, mas por lo mismo será en manos del cantor de las nobles prendas de Fígaro el medio de trascender a este mundo y aproximarse todavía en vida a la linde del más allá. Se intensifica en Zorrilla a la vez la calidad de semidivino que le correspondía meramente por ser «vate» y gozar del favor de Apolo: el poeta romántico, después de todo, es un ser elegido, no un mero mortal, y así la plegaria de Zorrilla será «más grata» para el finado, «que la oración de un hombre».

En parte, la superioridad espiritual del poeta, según se concibe en la época romántica, depende de que en el alma de quien está favorecido del furor divino, alienta aún algo de la pureza de aquel primitivo hijo de la naturaleza a lo Rousseau, o sea, aquel que era «hombre en el cuerpo, y en el alma niño», según un verso de Espronceda, en el canto III de El diablo mundo. Por tanto, la poesía ofrecida por el emocionado poeta al escritor desaparecido es «Pura como la lágrima de un niño». Incluso el número singular del substantivo «lágrima» -Zorrilla no dice «lágrimas»- sirve para ponderar la pureza espiritual del poeta; pues, como he demostrado en mi artículo «‘Una lágrima, pero una lágrima sola’: Sobre el llanto romántico», que está reproducido más adelante, en las obras románticas, los poetas y los personajes no suelen derramar más que una sola lágrima, porque en las almas ya perfectamente angelicales, ya acabadamente satánicas, no habituadas a llorar, una solitaria lágrima descubre una emoción infinitamente más profunda de la que se revelaría por todo un río de llanto en personajes de menos estatura.

El exclusivismo de la relación Larra-Zorrilla se subraya una vez más en el último verso de la estrofa 5, cuyo sentido parece ser: yo, el poeta de la nueva era, soy única o principalmente el que perdí al «poeta» cuyo tránsito lloramos. El carácter anímico que se atribuye a esa relación resalta todavía más por contraste con lo dicho en un poema semejante que Zorrilla dedicó A Calderón, con ocasión del traslado de los restos del gran dramaturgo en 1841. Deslumbrado y alejado por el estilo barroco de Calderón, Zorrilla le dirige dos versos muy sentidos: «Mis ojos ven tu laurel, / y ver quisieran tu alma» (Obras, I, p. 27). (El Zorrilla que simpatiza con el Larra «planta maldita», mal comprendido y rechazado por aquellos mismos a quienes había traído «frutos de bendición», habría encontrado fácil, en cambio, verle el alma al afligido amante humanitario Tediato, en las Noches lúgubres, quien se hallaba escarnecido por «la risa universal que es eco de los llantos de un mísero».)

En la estrofa 6, Zorrilla menciona el «remoto cielo, / de los poetas mansión», al que en cierto modo él mismo llega antes del final del poema, según luego veremos. Mas aun para alcanzar esta bienaventuranza puramente poética, precisa vencer en cierta manera las vanidades del mundo. Es muy sabido que la literatura barroca y la romántica tienen en común la frecuentación del tema ascético del contemptus mundi por su comodidad como metáfora para la expresión de la angustia existencial. Pues bien, la referida metáfora ascética, que se manifiesta con cierta frecuencia en obras posteriores de Espronceda, la Avellaneda y otros románticos, asoma ya en el presente poema del joven provinciano, en versos y frases como «Ese retrato de hielo, / fetidez y corrupción», «la amarga vida», «un desierto» ( =esta vida, este mundo), y «La fea prenda de un muerto». Ecos de fray Hernando de Zárate, el beato Alonso de Orozco y Juan de Salazar, pero no ya con la finalidad de advertir la urgencia de prepararse el alma para la vida de ultratumba, sino con el solo propósito de ensalzar la lastimosa y desesperada nobleza del poeta, que, incierto héroe de la lucha con el vacío interior, se coloca frente a la nonada cósmica. (Merced a la Ilustración científica del setecientos, que ha mediado entre el siglo barroco y el siglo romántico, ni aun los poetas imaginándose cielos poéticos logran ya olvidarse de que a la salida de este mundo no les espera sino el «no ser», según dice Zorrilla.) El adjetivo «amargo» y el substantivo «desierto», igual que las ya comentadas frases «existencia carcomida» y «Miró en el tiempo el porvenir vacío», se refieren a las causas microcósmicas y macrocósmicas del «fastidio universal»; y el estar tales ideas reiteradas a lo largo de todo el poema sirve para reforzar el otro sentido del tópico de la misión que explicaré después. Pero concluyamos ahora nuestras consideraciones sobre su función como insignia distintiva del poeta.

La consecución de la misión de Zorrilla -en cuanto ensalzamiento de la propia personalidad- estriba en los vínculos conceptuales que se dan entre las estrofas 5, 6 y 8. En la estrofa 5 se sugiere la idea de que entre las almas del cantado y el cantante existe cierto allegamiento platónico. En la estrofa 6 aparece por primera vez la bella, aunque engañosa, noción de que puede haber un rincón del cielo reservado para los hijos de Febo. Luego, en la estrofa final, se reúnen estas dos ideas; pues se prosigue la relación platónica entre las almas de Larra y Zorrilla a través del espacio infinito que media entre la tierra y la celeste mansión de los poetas («Detrás de ese firmamento... / conságrame un pensamiento / como el que tengo de ti»); de resultas de lo cual el sedicente discípulo de Fígaro tiene va un pie en el paraíso, por decirlo así. Prácticamente imberbe todavía, pero no por eso menos taimado, Zorrilla consigue que en ceremonia pública y desde el cielo una de las personalidades más laureadas del mundo literario español le «recuerde» y le «consagre un pensamiento», es decir, le dé su beneplácito. Después de esto, ¿cómo no iba Zorrilla a tener la aureola muy bien calada? ¿Cómo no iba a ser también él una personalidad consagrada?

Resta, empero, una pregunta importante a contestar: ¿por qué no vacilaron los oyentes de Zorrilla en ratificar esta su autoconsagración? Al aclarar esto, también se nos irá iluminando el otro sentido que tiene la palabra «misión» en relación con el papel de Zorrilla en el poema objeto de este comentario; sentido debido al cual la elegía zorrillesca también puede tener cierta aplicación general, como se sugirió antes.

En los años treinta de la centuria pasada, los escritores jóvenes andaban a la busca de uno de su mismo número «que fuese como el representante literario de la nueva generación, de sus ideas, de sus sentimientos y creencias», según se expresaba Pastor Díaz en el ya citado prólogo a la edición de 1737 de las Poesías de Zorrilla. Ya varios «bardos» habían pretendido a la distinción de profeta o portavoz de esa promoción de poetas, como sigue diciendo el prologuista, pero sin éxito. En cambio, los asistentes al entierro del Pobrecito Hablador sancionaron las palabras de Zorrilla en el acto y aceptaron como suya la consagración del nuevo poeta que venía implícita en la composición de este.

En el mismo prólogo, Pastor Díaz concreta algo más su explicación de la recepción del poema fúnebre A Larra:

Nos hallábamos al nivel del autor, a la altura de su mismo genio, y en estado de sentir lo que él tal vez no hizo más que expresar... y reflejábanse en él concentrados los rayos que tal vez de nosotros mismos partían. Así que a nadie pudo ocurrírsele que aquella producción no fuese natural, espontánea, como su mirar, como su acento, como el color de su semblante y el llanto de sus ojos... Era una composición de allí, de aquel poeta, de aquel momento, de aquella escena, para nosotros, en nuestra lengua, en nuestra poesía, en poesía que nos arrebató, que nos electrizó, que comprendimos.


(En Zorrilla, Obras, I, p. 15.)                


Quienes escucharon la lectura de Zorrilla bajo la descolorida luz del crepúsculo de esa tarde de febrero de 1837, no pudieron menos de simpatizar con el egoísmo implícito en el tópico de la misión según lo interpretó el joven de larga melena, largo levitón y pálido semblante; pues todos esos enlutados eran jóvenes y románticos, y cada uno se esforzaba por labrarse su halo de bardo elegido por Apolo. Mas, públicamente, desde luego, no iban a decir tal cosa. Por tanto, ¿qué es lo que significaba para ellos la idea de la misión, aparte de cualquier aplicación personal del sentido solipsista adventicio de la voz? Sobre todo, ¿cómo podía uno de ellos afirmar que el poema de Zorrilla era una composición «de aquel momento... para nosotros, en nuestra lengua, en nuestra poesía», es decir, de y para todos?

En su prólogo a las Poesías de Zorrilla, Pastor Díaz afirma el derecho de España al romanticismo «revolucionario» de tipo europeo con las siguientes palabras: «El siglo de Byron, de Hugo y de Chateaubriand debe inspirar también a los vates españoles» (en Zorrilla, Obras, I, p. 16). Es curioso que Pastor Díaz también diga que Zorrilla tiene «versos dignos de Calderón y de Byron» (ibid., p. 20), pues el prologuista casi parece anticiparse a esa teoría de Peers según la cual hay dos corrientes románticas: el renacimiento romántico (versos dignos de Calderón) y la rebelión romántica (versos dignos de Byron). En todo caso, queda claro, por los documentos aducidos hasta aquí, que la composición dedicada al desgraciado Fígaro representa para los contemporáneos de Zorrilla un nuevo manifiesto romántico en el orden lírico, según Peers casi llegó a ver.

La novela romántica había tenido su manifiesto en 1830, en el prólogo a Los bandos de Castilla, de Ramón López Soler; la poesía narrativa romántica había tenido el suyo en 1834 en el prólogo que Alcalá Galiano puso a El moro expósito, del duque de Rivas; y el manifiesto en favor del teatro romántico, si hubo tal, se había producido poco a poco desde las polémicas de Böhl y Mora hasta los prólogos de Aben Humeya y La conjuración de Venecia, de Martínez de la Rosa. Desde luego no deja de haber quien parece ver cierta clase de manifiesto teatral todavía en El trovador, de García Gutiérrez, consistente en las características de la misma obra, pues Peers afirma sin comentario que los versos de Zorrilla ante la tumba de Larra «fueron para la poesía lírica lo que un año antes fuera El trovador para la poesía dramática» (Historia del movimiento romántico, Gredos, Madrid, 1967, I, p. 390). Mas el poema fúnebre de Zorrilla, a diferencia de los demás manifiestos románticos, representa a un mismo tiempo la afirmación del credo romántico y el primer ejemplo ochocentista del género en favor del cual el poeta se ha manifestado, quiero decir, el estilo lírico plena y arrebatadamente romántico; no se habían oído versos líricos tan románticos en España desde ciertas odas y elegías de Meléndez Valdés; y no empezarían a aparecer las célebres obras líricas del romanticismo exaltado decimonónico, de Espronceda, de Bermúdez de Castro, de Romero Larrañaga, de la Avellaneda, etc., hasta después del año treinta y siete.

También para los efectos del manifiesto lírico contenido en el poema A Larra ha hecho falta llamar a Fígaro «poeta». Antes del treinta y siete, salvo varias vislumbres, la visión antagónica romántica del mundo (espíritu escogido, sensible, frente a sociedad incomprensiva en crisis de valores) sólo se había dado en el teatro y en la prosa periodística y novelística -los artículos de Larra, El doncel de don Enrique el Doliente, del mismo, el Sancho Saldaña, de Espronceda, etc.-, y Zorrilla quiere argüir con el ejemplo de su poema que postura tan lírica por su esencia puede expresarse quizás aun más dignamente en verso que en prosa. Así la ruptura de Larra con su mundo se convierte en la del poeta, en sentido general: «Que el poeta, en su misión / sobre la tierra que habita, / es una planta maldita / con frutos de bendición». Se confirma nuestra interpretación de la finalidad de Zorrilla al representar la cosmovisión ruptural de Larra como la del poeta en general tomando en cuenta un pasaje del Stello, de Vigny, que es sin duda la fuente directa de los versos que acabo de citar: «Le Poète a une malédiction sur sa vie et une bénédiction sur son nom» (cap . XL).

Desde la época de Meléndez Valdés y el primer romanticismo dieciochesco, el «fastidio universal» ocasionado por la visión ruptural romántica del mundo no había recibido expresión plena salvo en las ya indicadas formas prosaicas; mas por vez primera en varios decenios, en el poema A Larra, el dolor cósmico romántico vuelve a expresarse en verso en forma honda y apasionada. Varias de las más conocidas poesías de Espronceda -la Canción del pirata, El reo de muerte, El mendigo y El verdugo- se dan a la imprenta a mediados de la década de 1830, pero ni aun en el verso del llamado Byron español se cuaja del todo la visión romántica del mundo antes de 1837. (En la introducción a una edición de Obras escogidas de Cadalso, impresa en Barcelona, en 1885, se da una curiosa confirmación del valor de punto de partida que tiene el manifiesto zorrillesco en la historia de la lírica castellana al aludir el editor, José Yxart, a una fecha que él considera como representativa, mientras señala el vanguardismo romántico del célebre poema en prosa cadalsiano, las Noches lúgubres, pues bajo la «acicalada peluca» de su autor dieciochesco cree ver que «asoman... las desgreñadas guedejas de un romántico del treinta y siete» [p. VI].)

Se viene diciendo que la polimetría del poema de Zorrilla a Larra es típicamente romántica. En este aspecto, empero, Espronceda se anticipa a Zorrilla en los poemas nombrados en el párrafo precedente, y no cabe duda que el carácter de manifiesto, de credo, de misión normativa, que se descubrió aquel frío día de febrero en la elegía zorrillesca descansa, no sobre algo tan superficial como su polimetría en sí, sino sobre su cosmovisión -esa actitud que en la misma época romántica se llamaba «byroniana»- y sobre los temas relacionados con tal visión que hemos destacado a lo largo de este trabajo: la metaforización ascético-mística del egoísmo y la apoteosis del poeta; la superioridad moral y artística del poeta frente a los demás hombres; el poeta como profeta enviado a realizar una misión misteriosa, posiblemente divina; la superación del «no ser» y la eternidad por la belleza del verso y esa comprensión que sólo se da entre espíritus sensibles y elegidos; el insalvable abismo entre poeta y sociedad conservadora; el «fastidio universal» y la desesperación de verse cogido entre el vacío macrocósmico y el vacío microcósmico, etc. Este era el lenguaje en que iban a comunicarse las almas de Zorrilla y los otros poetas de su generación, y gracias a él formarían una generación; una de las más fascinantes de toda la historia literaria.




ArribaApéndice

A la memoria desgraciada del joven literato D. Mariano José de Larra





1   Ese vago clamor que rasga el viento
es la voz funeral de una campana:
Vano remedo del postrer lamento
de un cadáver sombrío y macilento
que en sucio polvo dormirá mañana.  5

2   Acabó su misión sobre la tierra,
y dejó su existencia carcomida,
como una virgen al placer perdida
cuelga el profano velo en el altar.
Miró en el tiempo el porvenir vacío,  10
vacío ya de ensueños y de gloria,
y se entregó a ese sueño sin memoria
que nos lleva a otro mundo a despertar.

3    Era una flor que marchitó el estío,
era una fuente que agotó el verano;  15
ya no se siente su murmullo vano,
ya está quemado el tallo de la flor.
Todavía su aroma se percibe,
y ese verde color de la llanura,
ese manto de hierba y de frescura,  20
hijos son del arroyo creador.

4       Que el poeta en su misión
   sobre la tierra que habita,
   es una planta maldita
   con frutos de bendición.  25

5    Duerme en paz en la tumba solitaria,
donde no llegue a tu cegado oído
más que la triste y funeral plegaria
que otro poeta cantará por ti.
Esta será una ofrenda de cariño,  30
más grata, sí, que la oración de un hombre,
pura como la lágrima de un niño,
memoria del poeta que perdí.

6       Si existe un remoto cielo,
   de los poetas mansión,  35
   y sólo le queda al suelo
   ese retrato de hielo, fetidez y corrupción;

7       ¡Digno presente por cierto
   se deja a la amarga vida!
   ¡Abandonar un desierto  40
   y darle a la despedida
   la fea prenda de un muerto!

8      Poeta, si en el no ser
   hay un recuerdo de ayer,
   una vida como aquí  45
   detrás de ese firmamento...
   conságrame un pensamiento
   como el que tengo de ti.





Indice