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Las actitudes de las escritoras ante el intelectualismo inmovilista del Siglo XIX: Emilia Pardo Bazán frente a Carolina Coronado

Remedios Sánchez García


Universidad de Granada



Ser mujer y escritora en el siglo XIX no era precisamente algo muy fácil. Cualquier estudioso conoce los casos de muchas mujeres que, pese a tener la capacidad para escribir bien prosa o verso no eran bien consideradas por la conservadora sociedad decimonónica; y es que el proceso de emancipación femenina fue en España muchísimo más lento que en el resto de los países europeos ya que las libertades propugnadas por los liberales tardaron mucho tiempo en aplicarse al género femenino1.

Carolina Coronado, nacida en Almendralejo en 1823 y fallecida en Madrid en 1911, apareció en el mundo de la escritura cuando ya se habían salvado los primeros escollos -que no por ser los primeros fueron los más duros- por mujeres de la talla de Casilda Cañas de Cervantes -autora de la novela histórica La española misteriosa- o María Josefa Massanés i Dalmau. De todas maneras, el disgusto masculino por estas incorporaciones y otras que siguieron, fue manifiesto durante todo el XIX y queda reflejado en numerosos escritos2. Y no es que sea sólo machismo por el temor a que su forma de escribir pudiera superar en algunos casos, la de los hombres; era más profundo aún: era producto de la concepción del mundo, de la manera de entender la sociedad -y a la mujer dentro de ésta- y la literatura como producto de esa concepción de las cosas. Valga, por ejemplo, lo dicho por Benito Pérez Galdós, padre de la novela realista, en uno de sus discursos académicos sobre lo que significaba la novela: «Imagen de la vida es la novela, y el arte de componerla estriba en reproducir los caracteres humanos, las pasiones, las debilidades, lo grande y lo pequeño, las almas y las fisonomías, todo lo espiritual y lo físico que nos constituye y que nos rodea»3.

Las palabras de Galdós entroncan con las ideas bajtinianas donde se afirma que toda obra establece un diálogo con el resto de la literatura del mismo período, con la literatura anterior y con todas las formas del discurso social de su época4.

De todas formas el machismo y la concepción de una sociedad patriarcal donde el varón es el que ostenta el poder, no están tampoco exentos de culpa en el problema. Era esta una época en la que se mantuvieron fuertes polémicas entre quienes sostenían la inferioridad intelectual de la mujer y quienes opinaban que la mujer tenía capacidades intelectuales similares a las del varón; entre quienes querían mejorar su educación y los que deseaban mantenerla en una «santa ignorancia» para que pudiera cumplir mejor con sus deberes hogareños como abnegada madre y esposa porque otra cosa sería ir «contra natura». En estas polémicas participaron los más insignes escritores del momento; es el caso de Juan Valera -que discute la posibilidad de que una mujer este capacitada para entrar en la Real Academia en su artículo Las mujeres y las academias5, refiriéndose al caso de Emilia Pardo Bazán- o de Leopoldo Alas «Clarín» que a pesar de estar a favor de que las féminas pudiesen tener un trabajo remunerado, afirmaba que tal ocupación sólo debía utilizarse para poder contraer matrimonio por amor y no por condicionamientos de otro tipo; ahí acababa el aperturismo de Alas: una vez casada, la mujer debería convertirse en el «ángel del hogar» con todo lo que eso conllevaba. Pero ésa era el ala más moderada; otros llegaban a más incluso a la afirmación de que la psique femenina era muy débil y obviamente, inferior a la del hombre ya que se les negaba a las mujeres el más mínimo control sobre unas emociones que el «sexo inteligente» si sabría dirigir y controlar. La creencia en la inferioridad femenina, basada en su supuesta irracionalidad, seguía siendo un argumento vigente para justificar su subordinación social y su deficiente educación.

Carolina Coronado, por pertenecer a una familia acomodada tuvo la oportunidad de leer mucho durante su infancia a pesar de los disgustos que este comportamiento tan impropio de una fémina causaba en su familia; otra de sus pasiones era la naturaleza, particularizando en las aves -recuérdese que su primer poema se denominó «A una tórtola» y que lo escribió cuando tan sólo contaba diez años-. Pero el que fue sin duda, el poema clave para su precoz lanzamiento fue el titulado «A la palma», publicado por El Piloto que llegó a merecer los elogios en una composición poética del insigne romántico liberal José de Espronceda; a partir de ahí su amistad con Juan Eugenio Hartzenbusch con el que contacta por carta -según afirma Isabel Fonseca, en 1840- la anima a continuar escribiendo versos. Así será: su primer libro aparece en 1843 y le sirve para abrirse paso en el difícil mundo de la escritura y para hacerse conocida en los círculos literarios de Madrid sin ni siquiera haber ido a la capital de España. La lírica de la Coronado se caracteriza, frente a otras poetas del siglo como Gertrudis Gómez de Avellaneda6, por su codificación explícitamente femenina que sigue las convenciones culturales de su época: ella sigue siendo el «ángel del hogar», pero ahora es un «ángel del hogar» que escribe versos apropiados a su sexo para no ofender a los poetas-hombres y que se le permita seguir escribiendo7. Porque el mismo «acto de escribir» ya era algo antinatural en la mujer: era querer hacerse un hueco en el espacio de lo «público», cuando su lugar estaba en lo «privado».

Por lo tanto, Carolina Coronado se pliega al código que marcan los hombres para poder ser «escritora»; así, por ejemplo, el éxito de Robustiana Armiño lo atribuye a su capacidad «de sostener ese difícil equilibrio que ha sabido guardar nuestra poetisa entre la emulación de literata y sus deberes de mujer, para no sacrificar alternativamente las exigencias de la una a las consideraciones de la otra» porque -reflexiona Carolina- cuando una autora se destaca, hasta que ésta no se «muestra como el modelo de la buena mujer inteligente, los ojos de todos están fijos en ella con una siniestra curiosidad capaz de arredrar a la joven más animosa». Robustiana Armiño deseaba el éxito literario, y para conseguirlo, sabía que tenía que renunciar a «la absurda y ridícula doctrina que pretende emancipar a la mujer de la antigua dependencia de sus consideraciones sociales; tal vez porque ha adivinado el lastimoso trastorno que ocasionaría en las familias esa especie de libertad que a trueque de romper los vínculos más sagrados, quisiera conquistar de las costumbres el genio de las mujeres»8. En estas aseveraciones se muestra una crítica clara las actitudes de Gertrudis Gómez de Avellaneda y también a las de Emilia Pardo Bazán, a la par que son una muestra de la inconsistencia ideológica de la extremeña9. Y es que su pensamiento había ido cambiando en el final de los años 40; ya en los cincuenta y tras contraer matrimonio, entiende que, no el hecho de escribir, sino el de publicar choca con sus intereses de madre y esposa; tal descubrimiento le causa un grave conflicto interior que se muestra en las obras de esta época coronadiana y que nos muestran una mujer conservadora que causa sorpresa al compararla con la persona que escribió los poemas de los primeros años cuarenta. Tal y como afirma Noel M. Valis: «[...] 1852, [es el] momento de madurez poética que también marca un cierre definitivo en la vida y en la obra de la extremeña. Después seguirá escribiendo y publicando por unas seis décadas más, pero la escritora profesional -y ambiciosa- habrá cedido a la autora ocasional, de aficiones literarias más bien esporádicas»10.

Sus poemas ahora, tal y como afirma Susan Kirkpatrick vuelven «su mirada a una tradición que se remontaba a Horacio, pasando por la poesía del Renacimiento hasta la poesía neoclásica, en busca de modelos líricos que combinaran el retiro modesto (el recato que la cultura española requería de una mujer) con la contemplación íntima de la armonía entre la naturaleza y el yo»11. De esta manera sí: así si se acepta a la mujer-poeta como fenómeno social incluso merecedor del aplauso masculino, porque no busca un tratamiento paritario, porque el ambiente de la poesía femenina -para estas escritoras- era el doméstico. Se trataba de una estrategia para legitimizar la escritura femenina, pero es una estrategia desacertada -entendemos nosotros- porque significa que muchas de ellas se echan atrás en sus reivindicaciones.

Y es que había -al menos- dos tipos de mujeres escritoras en el siglo XIX; por un lado estaban Emilia Pardo Bazán y Gertrudis Gómez de Avellaneda; por el otro estaban Concepción Arenal, Carolina Coronado. Robustiana Armiño y Vicenta García Miranda, entre otras. Las primeras, defendían la existencia de una mujer intelectual y culta con los mismos derechos y prerrogativas que cualquier hombre preparado y que debía participar activamente en los círculos culturales y sociales. Las segundas consideraban que de esa manera tan brusca no se conseguirían los objetivos; por lo tanto desde su feminidad y sin buscar la equiparación al varón escritor, incluso desde dentro del hogar y con el apoyo y patrocinio de un varón escriben12, y lo hacen desde la humildad, desde la conciencia de que no va a existir igualdad y de que los hombres no van a permitir la «intrusión» femenina en los negocios de la política y de la administración del estado. Las primeras, lideradas por la Pardo Bazán se rebelan claramente contra esto afirmando que «la educación de la mujer no puede llamarse tal educación, sino doma, pues se propone por fin la obediencia, la pasividad y la sumisión»13.

La diferencia es pues clara: mientras unas abogan por la «ilustración» y la educación de la mujer en ensayos y discursos y colaboran en revistas dedicadas a la mujer de clase media, doña Emilia se nos revela como el prototipo de la mujer ilustrada que tiene un cierto respeto de sus colegas masculinos14. Eso hace que la condesa se separe progresivamente de sus coetáneas y se identifique con la tradición de escritoras españolas anteriores a ella y que tenían un reconocido prestigio -caso de Santa Teresa de Jesús o María de Zayas. El distanciamiento llega a tal punto que ya por los años 80, las revistas femeninas -en las que escribían fundamentalmente esas mujeres literatas- ignoran deliberadamente sus obras y no hacen ni el más mínimo comentario sobre sus nuevas composiciones15. La señora de Pardo Bazán se comienza a ver, por este sector como «poco femenina» al estar inmiscuyéndose de una forma que ellas entendían como inapropiada para una mujer en el mundo de la literatura; y es que Emilia Pardo Bazán tiene algo que les falta a otras escritoras de su generación: opinión solvente sobre los acontecimientos literarios; esto es, mientras otras mujeres se limitan a escribir o a recitar sus poemas en aquellos lugares públicos en los que se les permite, ella habla de la literatura, de las corrientes nuevas... todo con conocimiento de causa porque a ella le gusta revolver papeles y estudiarlos y además tiene el nivel cultural suficiente para ello -mal que les pese a los hombres y a muchas de ellas; la condesa no se pliega a las ideas y a los valores convencionales de su sexo y su clase.

Frente a ella, Carolina Coronado era mucho más moderada; tan sólo se atrevía la extremeña a sugerir la necesidad de una educación femenina para orientar a la mujer hacia el bien. Con esta forma de pensar en la que ella misma imponía y comprendía las limitaciones de su seso, pronto encontró el apoyo familiar, y después de eso, incluso el beneplácito de algunos literatos que no veían mal del todo que escribiese y recitase algunos de sus poemas, eso sí, sin abandonar las obligaciones propias de su sexo16. Pero de todas maneras, ella misma invalida sus propios criterios: habla de la necesidad de una educación, pero esa educación tan sólo podían adquirirlas las clases pudientes, con lo cuál negaba el derecho a la educación a los sustratos más desfavorecidos económicamente. Por otro lado, unos estudios realizados sin más guía que la intuición de una madre protectora, sin ayuda de aquéllos que poseían el saber adecuado y del estímulo de la inteligencia, debían ser por fuerza insuficientes si la mujer deseaba convertirse en creadora literaria, si quería convertirse en una artífice más de la literatura y no quedarse tan sólo en mera receptora pasiva; se necesitaba más, se necesitaba hacer lo que había hecho Emilio Pardo Bazán y que ellas no aprobaban: acercarse a los libros como individua libre para poder aprender de ellos y sacar conclusiones con las que realizar nuevas aportaciones al mundo de la literatura: se necesitaba una instrucción metódica y programada para resolver los problemas técnicos inherentes a la creación literaria.

Pero las mujeres escritoras entre las que se encuentra Carolina Coronado no son capaces, o tienen miedo a esa instrucción que provocaría un rechazo aún mayor, no ya sólo de los hombres, sino de sus propias congéneres que no comprenden su actitud y más aún en la sociedad de pueblo en las que ellas viven y que está muy lejos del «cosmopolitismo» de ciudades como Madrid. La Coronado es consciente de esto en el romance «La poetisa en un pueblo»17 donde trata en clave de humor la extrañeza y el rechazo que provoca una escritora en el ámbito provinciano en el que ella se desenvolvía. Sin embargo, no por ello se acerca a las ideas de Emilia Pardo Bazán o Gertrudis Gómez de Avellaneda. Se limita a lamentarse del problema sin buscar una solución como las otras dos valientes mujeres.

En conclusión, la falta de decisión del grupo liderado por Coronado provoca que la revolución femenina de las letras propiciada fundamentalmente por Emilia Pardo Bazán y Gertrudis Gómez de Avellaneda se vea ralentizada. Y es que el problema fundamental no sólo estriba en los prejuicios masculinos, sino en que la mayoría de las mujeres aceptan la aberración de ser consideradas como un ser inferior como algo lógico. Así, sin unión, poco se podía avanzar y es la causa de que la mayoría de las escritoras decimonónicas sean hoy grandes desconocidas pese a la indudable valía de muchos de sus escritos.





 
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