Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajoCapítulo IX

En donde se verá que las buenas intenciones de un caballero leal, se estrellaron en el encono de varios revoltosos.


Recordara sin duda el atento lector que al fin de nuestro cuarto capítulo dejamos á Brianda, la severa doncella de Doña María de Ucero, gratamente conmovida al oir unos pasos que creyó reconocer en la estrecha callejuela por donde acababan de marchar el Infante D. Sancho y el señor de Haro. En efecto, aquellos pasos eran de la persona a quien estaba aguardando y no tardó mucho en hallarse en su presencia: acababa de entrar en la antecámara de Doña María un caballero envuelto en su gaban de pieles, cuando Brianda salió á recibirle y con un acento lleno de ternura le dijo:-¿Cómo, tan pronto, señor?... aun no son las nueve.

-No puedo venir mas tarde, y quiero verla.

-Me habia encargado que os citase para las doce.

-¿Para las doce? imposible: dila que estoy aquí.

-¿Y si se enoja?

-Si se enoja, yo la desenojaré.

-Ya lo creo: murmuró la doncella sin que sus palabras llegasen á los oídos de su interlocutor. Quién le ha de resistir... y sin hacer mas observaciones fué á dar aviso á su señora.

Entre tanto quedó solo el recien llegado, paseando con distraccion por la estancia: era un hombre de elevada estatura y esbelto talle, de fisonomía simpática y tez pálida; la tristeza de sus ojos y la majestad de su frente, la enérgica espresion de su rostro y la elegancia de sus modales, eran prendas mas que suficientes para prevenir en su favor á cuantos tenian ocasion de verle: la damas en particular no podian aproximarse á él sin esperimentar una especie de fascinacion: sin embargo, aquel apuesto personaje no parecia estar muy satisfecho de sí mismo: sus ventajas personales sin duda no habian bastado á hacer su felicidad, y una profunda melancolía llenaba su corazon á todas horas. El cielo le habia colmado de favores; pero un hado adverso sembró de espinas su camino y turbó todas sus dichas.

La soledad le halagaba, tal vez porque la mayor parte de sus penas le habian venido de sus semejantes, y siempre que se hallaba lejos de los hombres se entregaba a vagas meditaciones que parecian distraerle dulcemente: por eso nunca tuvo por largas las horas de aislamiento, y por eso quizá no se impacientó de la tardanza de Brianda, la cual ya hacia largo rato que habia entrado á dar aviso á su señora y no volvia; pero al fin salió con paso acelerado, y procurando ocultar su emocion dijo:

-Perdonad si os he hecho aguardar: no me ha sido posible volver antes, se estaba vistiendo.

-Está bien, hija mía, no me parece que has tardado mucho, repuso el caballero sonriendo tristemente.

-Es que tenia que hablaros.

-Tú? ¿y de qué?

-De asuntos que os interesan.

-En ese caso llévame pronto á su aposento, y á mi salida te oiré.

Obedeció la doncella, y un momento despues ya se hallaba el recien llegado en presencia de Doña María de Ucero.

-Buenas noches, vida mia, lo dijo estampando en su frente un beso respetuoso.

-Buenas noches, le respondió la hermosa dama, estrechándole entre sus brazos; al fin os vuelvo á ver.

-Y antes quizá de lo que hubieras deseado, ¿no es cierto?

-¿Antes? ¿quién os lo ha dicho?

-Me habia indicado Brianda que quizá te enojaria mi visita.

-Pues se equivoca Brianda, y ella solamente es la que me enoja á todas horas.

-Sin embargo, es una escelente servidora.

-Escelente, ya lo sé: ademas es deuda de mi familia, sobre todo os agrada á vos; por eso la sufro.

-Gracias, hija mia, gracias; pero díme, ¿por qué estás triste? ¿en qué consiste esa palidez, ese abatimiento?

-No lo sé; respondió la jóven bajando los ojos para no revelar su secreto; pero el caballero habia leido ya en ellos el arcano de aquel pecho infantil, y sentándose al lado de su tierna interlocutora le dijo con dulzura:

-¿Por qué me ocultas tus penas? ¿acaso no tienes confianza en mi?

-¡Oh! sí, sí, vos sois mi mejor, mi único amigo y no debo ocultaros nada: soy muy infeliz.

-¿Tambien tú? y ¿qué es lo que puede alejar la dicha de tu corazon? ¿acaso te falta algo? ¿hay en Toledo alguna doncella que tenga mejores galas que tú? ¿no eres la envidia de la Córte y la admiracion de los festines? ¿no suspiran por tí los mas apuestos donceles? ¿no vives con el rango de una princesa?

-No lo niego, tengo todo aquello que depende de vos, y no sé como agradeceros tan asíduos cuidados; pero hay una cosa que no está en vuestra mano darme, y esa es la que me falta para ser dichosa.

-¿Acaso es el amor lo que echas de menos? dijo el caballero fijando en ella una mirada de compasion. ¿Sería posible que tú tambien fueses víctima de esa dolencia del alma que no acaba mas que con la vida? ¡Oh, no lo creo! ¿Quién sería el mortal que sabiendo que tú le amabas, no se conceptuase el mas venturoso de la tierra en corresponder á tan puro afecto?

-No, no es eso, murmuró la jóven, cuyas mejillas se cubrieron de un brillante carmín: os aseguro que tampoco es eso lo que me falta.

-Sin embargo, María, esa turbacion, ese color que ha subido á tu rostro desmienten tus palabras: además hace tiempo que he notado en tí una mudanza estraordinaria: antes de salir de Toledo la última vez que mi deber me alejó de tu lado, ya creí notar que estabas triste; pero lo atribuí, ¡cuán presuntuoso soy! lo atribuí á que tal vez te afligiria mi ausencia.

-Y en efecto, eso solo es lo que...

-No, no, María; ahora mismo acabas de confesarme que la causa de tu mal nace de una cosa que no está en mi mano proporcionarte; ¿y qué pudiera ser esa cosa mas que un afecto que dependa de otra persona? porque no ignoras que yo sé alcanzar para tí todo aquello que está en el poder del hombre.

-Lo sé, y me aflige veros tan desazonado por mi causa; me aflige no poderos esplicar el motivo de esta tristeza que yo misma no sé á qué atribuir.

-En ese caso, dijo el caballero poniéndose en pie y sonriendo tristemente, yo procuraré averiguarlo.

-¿Os vais ya? preguntóle la doncella dejando tambien su escaño y poniéndole una mano sobre el hombro con ademan afectuoso.

-Sí, Maria, solo he venido á saludarte: antes de las diez necesito estar bastante lejos de aquí y por eso he adelantado mi visita: no he querido dejar pasar el dia de hoy sin verte, y á mi llegada le encargué á Brianda que te avisase mi regreso para que estuvieses prevenida. Ahora ya te he estrechado entre mis brazos, ya he respirado un momento junto á tí y voy donde el deber me llama.

-¿Y cuándo volvereis?

-Mañana: quiero adivinar la causa de tu melancolía, y para ello necesito hablar contigo mas despacio.

-No os inquieteis por mí, ya os he dicho que yo misma no sé...

-Bien, hija mia, bien: no exijo que me digas nada mas, hay ciertas cosas que nunca las confiesan las jóvenes, y no quiero atormentarte con preguntas vanas: yo solo deseo tu felicidad. Adios, pues, hasta mañana.

-Hasta mañana, repuso doña María, conteniendo á duras penas una lágrima que asomaba á su pupila; y apretando la mano de su tierno y respetuoso amigo le acompañó hasta la puerta de la estancia.

-Retírate y procura distraerte, dijo el caballero besando de nuevo la frente de la doncella; y haciendo un esfuerzo para separarse de su lado, se alejó sin volver el rostro atrás; cruzó varias habitaciones, y al llegar á la última de las antecámaras encontró en ella á Brianda que le estaba aguardando con impaciencia.

-¿Qué tenias que decirme? le preguntó: ¿sabes tú acaso cuál es la causa de la tristeza de mi María?

-Tal vez; pero no es de ella de quien tengo que hablaros, sino del Rey.

-¿Del Rey? no te comprendo.

-Ya me comprendereis, señor, cuando os diga lo que por una casualidad he descubierto.

-Habla, habla, pues, y deja ese tono misterioso.

-No hay ningun misterio aquí. El infante D. Fadrique está al frente de una conspiracion que se fragua contra su Alteza.

-¿Y cómo lo sabes tú? esclamó el caballero estremeciéndose á pesar de su sangre fria habitual.

-Muchos personajes de alto rango se hallan comprometidos como él, prosiguió Brianda sin hacer caso de aquella interrupcion, y D. Lope Diaz de Haro tiene ya en su mano todos los hilos de la trama que estaban urdiendo.

-Pero ¿quién te ha dicho?...

-Voy á concluir: el infante D. Sancho ha jurado esterminar á los rebeldes, y esta misma noche, tal vez en este instante debe hallarse en la real cámara de su padre pidiéndole la autorizacion para prender á los conjurados.

-Eso sería horrible, murmuró el amigo de doña María hablando consigo mismo: Sancho, Sancho prender á D. Fadrique, acusarle de alta traicion, llevarle al cadalso... ¡Oh! no, no puede ser. Y dime, Brianda, ¿cómo has podido saber lo que acabas de revelarme?

-No me lo pregunteis; no puedo añadir una sola palabra; pero creedme, lo que os he dicho es cierto.

-Y piensas que esta misma noche intenta el Infante sorprender á su tio?

-Esta misma noche: ya sabeis que D. Lope de Raro nunca duerme; y que D. Sancho obra siempre impulsado por él.

-¡Oh! sí, sí, tienes razon; pero lo que me admira es que tú te halles iniciada en secretos de esta naturaleza. ¿Quién te ha revelado?..

-¿Dudais acaso de la veracidad de mis palabras?

-No; mas...

-Ya os lo he dicho, no puedo descubriros cómo ha llegado á mi noticia lo que acabo de participaros; pero creo que no por eso desatendereis mi aviso.

-¡Oh! no, no; conozco tu lealtad y tu carácter, sé que no eres capaz de ninguna ligereza, y respeto esa reserva que te has propuesto guardar.

-Gracias, señor.

-Yo soy el que debo dártelas; porque acabas de prestarme un gran servicio: me importa mas de lo que imaginas la revelacion que acabas de hacerme, y no echaré jamás en olvido tu discrecion y tu celo. Adios, Brianda, adios: voy á evitar si no es tarde ya, una catástrofe que sería muy funesta para el Rey y por consiguiente para mí.

-Quiera el cielo, señor, que pueda yo contribuir á evitaros la mas insignificante de las penas.

-Gracias, gracias, repuso el caballero, y saludando á la doncella con un leve movimiento de cabeza, partió aceleradamente.

Brianda quedó sumergida en una profunda meditacion; pero forzoso nos es dejarla entregada a sus misteriosos pensamientos para trasladarnos al lugar de otra escena de bien distinto género.

Desde las primeras horas de aquella misma noche y mientras el Rey se hallaba entregado á las altas investigaciones científicas que absorbian su atencion, y el Infante D. Sancho á sus querellas amorosas, estaban reunidos en el vasto salon de un antiguo edificio, situado cerca de la puerta de Visagra, hasta diez y ocho caballeros, todos de la primera nobleza de Castilla.

Presidia aquella junta un hombre de elevada estatura y de altivo continente, cuyo magnífico traje, recargado de adornos orientales, contrastaba con las sencillas y severas vestiduras de sus asociados: llevaba una túnica corta con mangas perdidas á la napolitana y un manto de escarlata bordado de oro: de su cinturon, sujeto con hebilla de brillantes, pendia un puñal damasquino de gran valor, y de su ancho tahalí recamado de plata una larga espada de Toledo, en cuya empuñadura de cruz se veian esculpidas las armas reales. Cincuenta y cuatro años de edad contaria aquel apuesto personaje; pero á pesar de una honda cicatriz que le cruzaba la frente sobre el ojo izquierdo y de la espesa y rubia barba que le bajaba hasta el pecho, conservaba aun rasgos de belleza varonil que le hacian parecer mucho mas jóven: su mirada era audaz y penetrante, su sonrisa irónica y despreciativa, sus modales duros, altaneros: la mas pequeña contrariedad hacia que la blanca tez de sus mejillas se enrojeciese de coraje, y era en él un movimiento habitual llevar la mano al pomo de la daga.

Garcí Jofré de Loaisa, el mas anciano de aquella reunion, acababa de pronunciar un largo discurso que produjo honda sensacion en su auditorio, y que sin duda debió disgustar al presidente á juzgar por el tono con que le dirigió su réplica.

-Razones son esas, señor caballero, dijo frunciendo el ceño y apoyando el brazo derecho sobre la mesa que tenia delante, que á salir de labios menos autorizados me hubieran parecido un insulto. ¿Con que no tenemos derecho de oponernos á lo dispuesto por las Córtes de Segovia? ¡Quién, vive Dios, ha de negarnos la prerogativa de protestar contra lo acordado por aquella mala junta de parciales? ¿quién de vosotros fué llamado para resolver asunto tan grave como el que allí se trató? En la manera de reunir aquellas Córtes hubo superchería y antes de que pudiésemos acudir á ellas ya estaba acordado lo que habian resuelto de antemano el de Hlaro y los suyos. Si el Rey, que Dios guarde, sancionó lo allí decretado hizo mal, y yo que soy señor libre y absoluto en mis estados, estoy dispuesto si su Alteza no se aviene á razones á negarle el pleito homenaje que como á superior le debo, y del cual me relevan los desafueros con que acaba de vulnerar los derechos de la mayor parte de sus nobles feudatarios. Conozco que vuestras intenciones son buenas, señor de Loaisa; pero no es cosa de volver pasos atrás despues de haber comprometido á nuestros parciales: D. Juan de Lara protestó en esas Córtes que tanto respetais, y su protesta fué sofocada por los murmullos de nuestros enemigos: yo representé desde Burgos contra lo allí acordado, y mis cartas no merecieron contestacion: qué nos resta pues hacer?

-Yo lo diré, repuso con siniestra sonrisa D. Simon de Ruiz, señor de los Cameros: ante todas cosas asegurarnos de quiénes son nuestros amigos, para lo cual empezaré preguntando si hay entre nosotros alguno que no se halle dispuesto á seguir á todo trance la causa que defendemos.

-Yo, esclamó Garci Jofré de Loaisa, levantando su venerable cabeza, la creo justa por ser la causa de la Reina mi señora y sabré derramar toda mi sangre por sustentarla: si dije que sería prudente meditar con madurez lo que debiamos resolver en contra de las Córtes de Segovia, fué porque respeto mucho esos fueros de que acaba de hablarnos el Infante, y no querria que otros nos echasen en cara la misma acusacion que hemos fulminado contra nuestros enemigos: fuera de esto mi espada está tan pronta como la del mas mozo a sostener cuanto aquí convengamos.

-En ese caso, añadió con imperturbable calma el señor de los Cameros, mañana mismo debemos acudir al Rey por medio de una comision competentemente autorizada, y pedirle que declare nulo cuanto hicieron las Córtes de Segovia.

-¿Y si se niega? preguntó el presidente seguro de la respuesta que iba á oir.

-Si se niega, le negamos nosotros á nuestra vez la naturalidad, y venimos á Toledo con nuestras mesnadas á obtener por fuerza lo que se nos rehusa de grado.

Al llegar aquí aquel hombre que con tanta frialdad proponia la insurreccion y la guerra civil, vino á interrumpir su discurso un paje que aproximándose al Infante le dijo:

-Un caballero pregunta por vuestra señoría.

-¿Y quién es?

El paje bajó la voz, y acercando sus lábios al oido de su dueño murmuró algunas palabras ininteligibles.

-Que entre, que entre, esclamó el magnate haciendo despejar á su criado con un gesto imperativo, y volviéndose á los señores que le rodeaban añadió:

-Una persona que no pertenece á nuestro bando, pero de cuya lealtad respondo con mi cabeza, va á comparecer delante de nosotros para darnos un aviso importante.

En efecto no bien acababa de pronunciar estas palabras cuando apareció en la puerta del salon el bizarro caballero que pocos momentos antes habia estado departiendo con Brianda. Venia armado á la ligera con loriga de malla, sobrevesta de vellorí y morrion cilíndrico de los que cubrian el rostro completamente, llevando una cruz calada en vez de rejuela: no se habia puesto las manoplas ni los acicates, y ni siquiera ceñía partesana de batalla, lo cual demostraba que solo con el objeto de guardar el incógnito se habia vestido algunas piezas del arnés. Al verle entrar todos se pusieron en pie y le saludaron volviendo á sentarse de nuevo; entonces él dirigiéndose al que presidia aquella reunion le dijo:

-Alto y poderoso infante D. Fadrique: vos en cuya casa se hallan reunidos los mas ilustres ricos-hombres de Castilla, oid: el Rey vuestro escelso hermano y señor natural nuestro, ha declarado heredero de su trono á su hijo segundo el valiente D. Sancho; pero bien sabeis que fué á propuesta y por peticion de los procuradores de sus buenas villas y de los que representaban á la nobleza en las Córtes de Segovia. Su Alteza, que ama la paz, aunque no teme la guerra, creyó que contentaba á sus vasallos sancionando aquel decreto; mas lo que halagaba á unos disgustó a otros, y hé ahí por qué ruge desde aquel momento un sordo murmullo de descontento precursor de la tormenta: la fuga de la reina y de la infanta Doña Blanca; la protesta y retirada del señor de Lara y las reuniones que en uso de vuestro derecho celebrais todos los dias, han alarmado á vuestros enemigos, que hallándose en el poder, se preparan á destruiros: yo, que no pertenezco ni a su bando ni al vuestro; yo, que es solo del Rey soy partidario; yo en fin, que únicamente deseo la salud de Castilla, vengo á anunciaros que se halla levantada sobre vuestra cabeza la cuchilla del verdugo: vuestros planes son conocidos, y quizá esta misma noche sereis atacados por los que, mas prevenidos que vosotros, cuentan con fuerzas formidables: bien sé que resistireis corno valientes; pero ¿á qué esponer inútilmente la vida de vuestros vasallos? 1 á qué obligar al Rey, que tan asiduamente se ocupa en procurar el bien de su pueblo, á desnudar una espada que, por fuerza, tendria que verter sangre de sus deudos mas queridos? Meditad estas razones; haced el uso que gusteis del aviso que acabo de daros; pero entre tanto, creedme, retiráos á vuestros hogares y no acudais á las armas para sustentar vuestra empresa.

-Eso no, señor caballero, dijo el infante D. Fadrique, agradecemos el servicio, que con la mas noble intencion, acabais de prestarnos; pero si los de D. Sancho nos atacan sabremos repeler la fuerza con la fuerza. Ya lo ois, añadió dirigiéndose á sus partidarios; ya ois que tenernos el enemigo á los umbrales; decidamos, pues, lo que haya de hacerse para prevenir el golpe con que nos amenaza ese D. Lope Diaz de Haro que Dios confunda.

Un murmullo sordo resonó en el salon, y despues de un momento en que todos hablaron en voz baja, se puso en pie el señor de los Cameros y con su habitual serenidad dijo:

-Opino que nombremos una cornision de nuestro seno, que vaya esta misma noche á declarar en presencia del Rey nuestra irrevocable resolucion de no acatar como á heredero de su trono a su hijo segundo, mientras no sea declarado tal de un modo mas competente.-

-Debo advertiros, repuso el caballero incógnito, que vuestros diputados no podrán llegar hasta el Rey.

-En ese caso, añadió el señor de los Cameros sonriendo con desden, les abriremos el camino con la punta de la espada.

-No hareis tal, señores, no puedo creer que os atrevais á medir vuestras armas con las guardias de su Alteza.

-Nosotros no provocaremos la lucha, podeis estar seguro; pero ¡guay de los que intenten oponerse á nuestro paso! esclamó D. Fadrique apretando el puño de su daga. Jamás hemos intentado ofender á mi augusto hermano: él está sobre todos nosotros; mas si los partidarios de D. Lope de Hlaro provocan nuestra saña, bien pueden temblar.

-No me cumple á mí arreglar vuestras querellas, señor Infante, dijo el desconocido; he deseado evitar una catástrofe y por eso he llegado hasta vosotros: ahora voy á ocupar mi puesto al lado del Rey. Líbreme Dios de tener que medir mis armas con las de vuestras mesnadas que tantas veces han triunfado en mi compañía de los moros sevillanos.

Al llegar aquí hizo un profundo saludo y se retiró sin aguardar respuesta. Hubo un momento de confusion y de perplejidad entre los demas caballeros; pero bien pronto tomaron una resolucion que estaba en armonía con aquella edad de hierro en que la fuerza era la mas poderosa de las razones, y en que la potestad real sufria tan terribles embates, á pesar del aparente respeto y de los efímeros juramentos de fidelidad y de obediencia que el feudalismo prestaba al pie del trono.

Nombráronse cuatro diputados que debian llevar al Rey una enérgica protesta: el respetable Garci Jofré de Loaisa, Don Fernando AIvarez Potestad, Arias Martinez de Roureda y mosen Suero de Barbasa, fueron los elegidos para desempeñar tan delicada comision.

Éntretanto los demas debian ir á reunir las gentes de su servidumbre por si era necesario apoyar su pretension con las armas: ya eran las doce de la noche cuando aquellos temibles sediciosos salieron de casa del infante D. Fadrique, despues de haberse dado cita para la plaza de Zocodover; pero á pesar de su sigilo y actividad llegaron ya tarde: otros se les habian anticipado, y no tan solo hallaron cerradas las puertas de palacio, sino que al levantar el grito de rebelion se vieron rodeados de formidables enemigos que les embestian por todas partes: rugieron de coraje al tropezar con aquel obstáculo, y sin reparar en el número de sus adversarios cerraron con ellos provocando el encarnizado combate que hemos referido ya, y que llamó la atencion del Rey, precisamente en el momento en que iba á tocar el término de sus afanes y el principio de su opulencia, con el descubrimiento de la piedra filosofal.




ArribaAbajoCapítulo X

Espediente que imaginó el rey para conjurar una tormenta que le amagaba muy de cerca.


Fruncido el ceño y cruzados los brazos sobre el pecho se paseaba D. Alonso de Castilla por el vasto salon de audiencias de su palacio: estaba solo y meditando sin duda el modo de atajar los males de su reino: la insurreccion de la noche pasada era un grito tremendo de alarma que le obligaba á ponerse en guardia: habia observado desde la torre de su alcázar que los amotinados no eran gente baladí, sino por el contrario personajes de cuenta, y aquella circunstancia le desazonaba en estremo.

Otros motivos de disgusto tenia además; el arranque de impaciencia que le hizo abrir la ventana de su laboratorio precisamente en el momento en que Ahmed-Ebn-Yuzef iba á sacar de sus crisoles el oro tanto tiempo esperado, habia destruido los efectos de la ebullicion, y el moro le anunció con amargura que tendria que aguardar diez años para intentar de nuevo aquella prueba: de suerte que como, rey veia amenazada su corona, y como alquimista frustrado su mas incesante anhelo.

Circunstancias eran aquellas suficientes á exasperar el espíritu mas tranquilo, y D. Alonso, á pesar de la dulzura de su carácter estaba de mal talante.

El Justicia mayor de la Córte, D. Diego Alonso, fué el primero que llegó á sacarle de sus tristes meditaciones: al verle entrar procuró sobreponerse á su abatimiento, y con voz severa é imponente ademan le dijo:

-Buena cuenta venís á darme, señor Justicia, del encargo que os estaba confiado: ¿así cuidais vos de la tranquilidad pública? ¿es esa vuestra prevision? ¿es ese vuestro celo?

-Señor, repuso el palaciego, inclinándose como la caña para evitar el primer soplo del huracan, vengo á anunciaros que la tranquilidad se halla completamente restablecida: si un suceso inesplicable ha podido turbar la paz un momento, solo la presencia de vuestros archeros ha bastado para ahuyentar á los rebeldes.

-No tanto, señor Justicia, no tanto: los rebeldes se han resistido como leones, y á no ser uno contra diez os hubieran puesto en grave aprieto.

-¿Y duda acaso vuestra Alteza que los que tenemos el honor de servirle, hubiéramos sabido verter toda nuestra sangre antes de retroceder un solo paso?

-No, D. Diego, conozco vuestra lealtad; pero es que yo no quiero que se vierta la sangre de mis vasallos, y por eso os querria mas prevenido que valiente.

-No ha sido por falta de prevision por lo que estalló el motín: yo hubiera sabido satisfacer á los descontentos; pero hubo quien prefirió irritarlos, y no estaba en mi mano...

-Basta, basta, no quiero saber mas: harto lo temia, y yo fui quien debió evitar ese conflicto. Decidme, ¿habeis hecho prisiones?

-Señor, no me ha parecido prudente seguir las huellas de los rebeldes: con todo, si vuestra Alteza piensa de distinta manera, cosa fácil me será tropezar con ellos.

-De ningun modo veo que adivinais mis pensamientos y perdono vuestro descuido en gracia de esa penetracion: seria peligroso descubrir á los jefes del motín, y en estas circunstancias creo que ha de sernos mas saludable la impunidad que el castigo: ¿hubo muchas desgracias?

-Menos de las que yo temí.

-Y decidme, ¿el pueblo tomó parte en la insurreccion?

-El pueblo, á pesar de su descontento, oyó con terror el ruido de las armas, y no ha dejado sus hogares hasta despues de salido el sol.

-Bien está: en ese caso ya sabemos de qué lado viene la tempestad, y podremos conjurarla: ante todas cosas buscareis á D. Alonso Fernandez el Niño, y lo encargareis que vaya inmediatamente á rogarle en mi nombre á mi hermano Don Fadrique que salga de Toledo hoy mismo: despues traereis á mi presencia á D. Simon de Ruiz y á D. Garci Jofré de Loaisa: les direis que quiero hablarles sin dilacion, asegurándoles bajo mi palabra real que nada deben temer. Vos entre tanto, procurareis que los demas ricos-hombres no intenten dar un golpe de mano, y sobre todo prohibireis á mis gentes que hagan uso de las armas sin vuestro espreso mandato. Ahora dejadme solo.

Obedeció el palaciego sin replicar una palabra, el huracan seguia rugiendo, y él como la caña continuaba inclinado: el Rey volvió á pasearse por la estancia con la frente sombría, y revolviendo los vastos planes que su profundo talento acababa de sugerirle.

Rechazar con la fuerza las pretensiones de los descontentos hubiera sido imprudente en aquella ocasion: ceder á sus deseos era peligroso; reconciliar los ánimos imposible. Tan hostiles eran para el trono los que se apellidaban leales, como aquellos á quienes se acusaba de rebeldes: los intereses estaban encontrados, y cualquiera resolucion tomada en trance tan difícil hubiera hecho que la mitad de sus vasallos empuñasen las arenas contra él; para evitar aquel riesgo era indispensable distraer la atencion de entrambos bandos sin despertar los celos de sus caudillos; era forzoso contemporizar con todos sin mostrarse débil con ninguno, porque la menor apariencia de flaqueza le hubiera perdido.

Ante, todas cosas resolvió mirar la tentativa de la noche pasada como si hubiera sido un simple alboroto de villanos, y sin hacer alto en aquel incidente acababa de disponer que viniesen a su presencia los jefes de la insurreccion para encomendarles una gloriosa empresa, á la cual no podia negarse ningun rico-hombre sin faltar á las leyes de la hidalguía. Tambien estaba aguardando á su hijo D. Sancho, al cual pensaba confiar una arriesgada mision que debia halagar su carácter fogoso y guerreador, y al propio tiempo determinó retener á su lado á D. Lope Diaz de Haro, cuyos interesados

consejos influian tan funestamente en el ánimo del Infante.

Ya hacia largo rato que se hallaba meditando, y sin duda debia estar satisfecho del plan que acababa de madurar, pues de repente levantó la cabeza desarrugando el ceño y lanzando uno de esos suspiros que parecen descargar el corazon de un peso enorme.

Su sistema político habia sido hasta entonces mantener la paz á todo trance y estender sus dominios por medio de diestras negociaciones y de una tolerancia tan lata en punto á religion que mas de un prelado fanático le acusó de mostrarse poco celoso por la gloria y sosten de la fé cristiana; pero en aquella ocasion se vió obligado á renunciar á sus pacíficas disposiciones y á optar por la guerra contra los moros: el ocio de los ricos-hombres le había acarreado grandes conflictos y se convenció de que solo lanzándoles á la frontera podria evitar una crisis inminente y de funestos resultados: no titubeó, pues, y sin consultar á su consejo (D. Alonso sometia raras veces sus determinaciones al parecer de los demas), se decidió á romper la tregua que habia ajustado poco tiempo antes con el rey de Granada. Cuando su hijo D. Sancho llegó á su presencia le halló menos abatido que el Justicia mayor D. Diego Alonso, pero no menos severo.

-Guárdeos Dios, señor Infante, mejor de lo que vos guardais mis preceptos; le dijo sin dejar de pasearse por la estancia. No es así como me habíais prometido portaros. ¿Creeis acaso, que es prudente provocar la ira del pueblo para tener la gloria de vencerle? pues sabed que el triunfo que alcanza un rey esgrimiendo la espada contra sus vasallos, es mil veces mas funesto para su corona que una derrota sufrida en la guerra contra sus enemigos naturales.

-Señor, repuso D. Sancho procurando ocultar el enojo que le causaba la reconvencion de su padre; no estuvo en mi mano evitar que nuestros enemigos intentasen llegar hasta vos á viva fuerza.

-¡Nuestros enemigos!... ¿y quiénes son esos enemigos?

-Los que se niegan á obedecerlo que vos mandais.

-¿Y qué querian?

-Lo ignoro.

-En ese caso debísteis dejarlos llegar hasta mí, y yo os respondo de que no se hubiera vertido ni una gota de sangre. ¡Ah! D. Sancho, D. Sancho, añadió aproximándose á su e hijo y tomando una de sus manos: creedme, os aconsejan mal; los que están llamados á ocupar un trono no deben ser jefes de bandería, sino amigos de todos sus vasallos.

-Y cuando los vasallos se rebelan, ¿qué debe hacer el Rey?

-Ser prudente y magnánimo; oir sus quejas; ceder siempre que sea posible sin menoscabar su dignidad, y en último caso castigar con justicia y no con ira: la rebelion de anoche no hubiera estallado á ceder vos; pero olvidemos lo pasado: esos á quienes llamais nuestros enemigos pueden ser los puntales mas firmes del trono, y es fuerza traerlos á nuestra parcialidad: una guerra civil destruiria el estado en las actuales circunstancias, y debemos evitarla á todo trance, para ello no hay mas que romper la tregua con los moros de Granada: ¿os hallais dispuesto á conducir mis ejércitos á la pelea?

Levantó D. Sancho la cabeza corno el caballo que sacude las crines al oir el sonido del clarin, y olvidando su disgusto esclamó:

-Señor, yo siempre estoy dispuesto á desnudar la espada contra quien vos rnandeis.

-Es que tal vez tendreis que llevar á vuestras órdenes algunos de los que llamais contrarios nuestros.

Titubeó un momento el Infante; pero cediendo á su natural belicoso contestó:

-A mí solo me toca obedecer: vos meditareis lo que mas pueda conveniros.

Al llegar aquí entró un paje anunciando la llegada del Justicia mayor de la Córte y de los señores D. Simon Ruiz y don Garci Jofré de Loaisa. Penetraron en la regia estancia aquellos tres personajes, y al ver á D. Sancho se miraron unos á otros con cierto recelo; pero dominando su primera sorpresa avanzaron hasta llegar junto al Rey.

-Dios os guarde caballeros, dijo D. Alonso con su habitual benevolencia, como si ignorase que ellos habian sido los jefes de la pasada rebelion. El Estado necesita de vuestra ayuda, y por eso os he rogado que viniéseis.

-Señor, respondió el anciano Garci Jofré de Loaisa, vuestra Alteza debe estar seguro de que los ricos-hombres de Castilla están siempre dispuestos á sacrificarse por su patria. ¿Qué teneis que mandarnos? hablad y vereis que vuestra mas leve insinuacion es obedecida por todos nosotros con la sumision que deben á su Rey los buenos vasallos.

-Gracias, gracias, amigo mio, no esperaba yo menos de vuestra acendrada lealtad, y por eso os he mandado venir á mi lado: se trata de guerrear, caballeros, y muy en breve por cierto.

-¿De guerrear? preguntó el señor de los Cameros sonriendo irónicamente; ¿y contra quién, Señor? ignoro cuáles puedan ser los enemigos que hoy nos obliguen á desnudar la espada, pues gracias á vuestras prudentes disposiciones nos hallamos en paz con todo el mundo.

-Contra los moros de Granada, nuestros eternos competidores, repuso el Rey con entereza, y fingiendo no haber hecho alto en el tono con que le fué dirigida aquella maliciosa pregunta.

-Acaso nos han declarado la guerra?

-No, ciertamente; pero vamos á declarársela nosotros, y como debeis conocer es lo mismo para que apercibamos nuestras armas, sin pérdida de momento.

-,Nosotros!... ¡ah! mucho me alegro que tomemos la iniciativa en esta guerra, pues sentiria en el alma que los mahometanos hubiesen osado romper las hostilidades contra nosotros; pero decidme, Señor, ¿y sería indiscreto preguntaros el motivo de esa determinacion?

-De ningun modo, D. Simon: un Rey que se precie de justo y que odie la tiranía, como yo la odio, está sin duda alguna obligado á satisfacer las preguntas de sus fieles servidores, siempre que se le dirijan con la templanza y comedimiento que vos acostumbrais usar.

He sabido por confidencias seguras y de personas que se cuidan mucho de la prosperidad de nuestros estados que el Rey Mahomad-Miraluntio-Laminio, cuya artera condicion os es bien conocida, está aguardando un crecido ejército de africanos, que Jacob Aben Juzef te envia desde Marruecos, y que intenta invadir nuestras tierras tan pronto como llegue á España.

Semejante invasion bien debeis conocer vos, cuya pericia en trances de guerra es proverbial entre los caudillos de mas fama, que podria sernos funesta, y para prevenirla he creido conveniente que nosotros les ganásemos por la mano arrojándonos con ímpetu sobre sus fronteras.

De esta suerte no solo conseguimos colocarnos en mas ventajosa posicion, sino que tendremos la gloria de iniciar una especie de cruzada contra los enemigos de la fé. Nuestro Santo padre Juan XXI, que tanto odia á los sectarios de Mahoma, nos dará su ayuda espiritual, y es seguro que en esta jornada hemos de alcanzar á la vez honra y provecho. Otras razones que ya os diré en su dia, tengo además; pero ahora me conviene callarlas.

-Y decidme, Señor, ¿las huestes castellanas se honrarán como en otras ocasiones llevando á Vuestra Alteza por caudillo? Hay empresas que solo por un Rey tan poderoso como vos deben ser sustentadas, y esta es seguramente una de ellas: el triunfo como habeis dicho muy bien, es seguro y el lauro de esta victoria solo debe ceñir vuestras augustas sienes.

-No, D. Simon, me es imposible salir de Toledo; pero no os acuiteis por eso: tal caudillo he de darlas que no me echarán de menos.

-¿Tan bravo es?

-Vos mismo podreis juzgarlo cuando sepais su nombre: se trata del infante D. Sancho, dijo el Rey acentuando estas palabras y señalando á su hijo, que permanecia inmóvil con el brazo apoyado sobre el respaldo de un sillon.

-¡El Infante! esclamó el señor de los Cameros con sorpresa. En efecto, es un bravo paladin, cuya lanza basta á decidir el éxito de una batalla; pero en ese caso, ¿quién irá de lugar-teniente? añadió con visibles muestras de inquietud.

Adivinó D. Alonso el significado de aquella pregunta, y respondió con prontitud:

-Vos.

-¿Yo?

-Sí, vos: á no ser que os negueis á contribuir con vuestra ayuda al buen éxito de la jornada.

-Jamás, Señor, podria renunciar tan alta merced: mi espada está siempre pronta á serviros.

-En ese caso os encomiendo el cuidado de reunir á cuantos ricos-hombres quieran seguiros con sus mesnadas. Vos, señor Justicia, dispondreis que las huestes reales se hallen apercibidas, y el venerable Loaisa quedará á mi lado con nuestro primo D. Lope Diaz de Haro, por si fuere necesario tomar otras disposiciones dignas de consejo.

Esta última resolucion sorprendió a todos los circunstantes; pero ninguno dejó traslucir el efecto que le habia producido.

Largo rato estuvieron discutiendo el plan de la espedicion y los medios de llevarla a cabo con gloria. El infante don Sancho y el señor de los Cameros, cuya enemistad era notoria, parecian hallarse completamente reconciliados al tratar del esterminio de los moros, y D. Alonso miraba con interior satisfaccion el resultado de sus diestras combinaciones

Despues de una larga conferencia salieron de palacio todos aquellos personajes que habian entrado con recelo en el corazon y odio en el alma, y que al separarse se dieron la mano en muestra de buena y franca amistad.

El Rey quedó otra vez solo, aunque por breves instantes. parecia hallarse contento, y dando tregua á sus hondas meditaciones y á los asuntos graves, se puso á recitar en voz alta una estrofa de un poema que estaba componiendo, sobre los hechos del emperador Alejandro, con esa entonacion particular que cada poeta da á sus composiciones y que es para ellos la mas dulce de las armonías: empezó, pues, por aquella sestina


Subyugada Egipto con toda su grandía,
Con otras muchas tierras que contar non podia,
El Rey Alejandro, señor de gran valía,
Entró en voluntad de ir en romeria,
Puso su esportilla, é priso su bordon,
Pensó de ir á Libia á la sied d'Admon.

Y ya la habia repetido dos veces cuando vino á interrumpirle la llegada del bravo caballero que tanto habia escitado la curiosidad general en la noche anterior durante el motin. Sin duda debia aquel misterioso personaje ser muy allegado al Rey, á juzgar por el desenfado con que se aproximó á él y por la escesiva franqueza con que dijo:

-No pensó mal aquel gran monarca; pero ya veis que no lo pensó hasta despues de haber subyugado á Egipto.

Al oir D. Alonso estas palabras reconoció la voz del que las pronunciaba, y volviéndose con gran presteza esclamó:

-¡Eres tú, Fernandez!...

-Yo soy, señor.

-Estás herido ó contuso?

-No, á Dios gracias.

-Dices bien, á Dios gracias, porque te espusiste como un loco y me hiciste pasar ratos crueles.

-¿Qué?... ¿me vísteis acaso?

-Sí, te vi desde el momento en que empezó á despuntar la mañana, y te aseguro que me disgustó tu temeridad.

-Qué quereis! peleaba por vos.

-Está bien, agradezco tu celo; pero te prohibo que vuelvas á lidiar, á riesgo de tu vida, sin contar con el auxilio de tus leales servidores. Ahora, díme, ¿has visto al Infante?

-Demasiado, Señor.

-¿Y se conviene á salir de Toledo?

-En cuanto sus heridas se lo permitan.

-,¿Cómo?... ¿está herido D. Fadrique?

-Y de gravedad.

-¡Dios mio! eso nos faltaba.

-El de Haro le hizo caer al suelo, y á no acudir yo tan á tiempo quizá en este instante tendriais que llorar la muerte de un hermano.

-¡Oh! ese D. Lope es implacable.

-Implacable, y capaz de desbarataros los planes mejor combinados.

-Dices bien, esclamó el Rey con enojo; pero esta vez yo sabré prevenir sus arterías y ¡guay de él! si resbala en la danza. Ven, ven conmigo y te participará mis planes: quiero confiarte un encargo asaz delicado; pero antes es fuerza que hables con Zag de Malea, y como no quiero que le vean entrar en mi estancia, tendrás que ir á su casa y le dirás...

Al llegar aquí bajó la voz, y apoyándose en el brazo del caballero salió del gran salon de audiencias por una puerta escusada.




ArribaAbajoCapítulo XI

Donde el lector verá un ligero boceto Séfora, la hija del Merino mayor.


Séfora era una mujer de treinta y tres años de edad; pero tan hermosa, que pocas jóvenes de quince abriles podrian sostener la comparacion con ella: su tez no habia perdido nada de la tersura infantil; sus labios brillaban como el coral humedecido por las espumas del mar, y sus ojos, de cuyo poder avasallador tendremos ocasion de hablar mas adelanto, se conservaban tan nítidos como si jamás los hubiesen empañado las lágrimas del dolor: sin embargo, Séfora habia sufrido mucho.

Era hija de Don Zag de Malea, el Merino mayor del Rey, y bien se conocia el origen de su raza al mirar las lineas rectas y puras de su semblante: su nariz fina y aguileña, su frente alta y despejada, el óvalo perfecto de su rostro, y las tintas trigueñas y sonrosadas de su piel, le daban tal semejanza con las mujeres de la Biblia, que cuando fruncia el ceño y fijaba su mirada centellante en quien escitaba su enojo, traia á la memoria la imágen imponente de Débora; si por el contrario miraba con ternura y sonreia dulcemente, hacia pensar en la candorosa Rebeca. Siendo muy niña todavía perdió á su madre, que á la sazon se hallaba en Sevilla: D. Zag de Malea que amaba con delirio á su esposa, hizo traer á su lado á aquella preciosa criatura, único vástago de su union, y consagró á la hija toda la ternura que habia sentido por la madre: desde entonces Séfora fué la dueña absoluta de su casa; sus caprichos eran leyes para toda la servidumbre del Merino mayor, y aun él mismo era esclavo de aquellos caprichos; pero ¿cómo oponerse a los deseos de un ser tan bello y seductor?... por una sonrisa de su hija hubiera dado el buen rabino la mitad de su tesoro, por una lágrima su vida entera.

Cuando Séfora tenia cinco años mandaba con imperio que cantasen las alondras que su padre tenia en el jardín, y si las alondras no la obedecian como era natural, las desplumaba con rabia, y despues de haberles destrozado las alas las arrojaba á las albercas.

Cuando llegó al segundo lustro, se miraba á un espejo, y si no le parecian bien las galas de su tocado las desgarraba con desden y las arrojaba al rostro de sus doncellas.

A los quince años, si alguno de sus esclavos se retardaba un minuto siquiera en dar cumplimiento á sus rnandatos, le hacia apalear en su presencia hasta verle desfallecer de dolor: su padre jamás osó oponerse á semejantes arranques de impaciencia como él solia llamarlos. Con tales disposiciones creció aquella criatura y se desarrolló aquella alma indómita: el orgullo era su pasion dominante, y á su orgullo servian de cortejo la fria crueldad, la desdeñosa altivez, el soberbio amor propio y la ira: pero Séfora no era de mármol, y llegó un día en que su corazon le anunció que tambien ella, á pesar de su altivez, debia pagar á la naturaleza un tributo del cual no se eximen ni las fieras.

Por los años de 1260, deseando el Soldan de Egipto captarse la voluntad del Rey de Castilla D. Alfonso el deceno, cuya fama se estendia hasta aquellas remotas regiones, envió á Toledo una embajada compuesta de los tres valíes mas doctos de su imperio: Alfanabio Takioddin, Ahmed Al-Makisi y Ahmed Ebn Yuzef, fueron los encargados de ofrecer al Rey de Castilla los riquísimos presentes de su poderoso señor: recibiólos D. Alonso con espresivas muestras de afecto, y deseando hacerles ver lo mas granado de su córte dispuso que se celebrase en la plaza de Zocodover una magnífica justa en que la nobleza castellana hiciese alarde de su valor y bizarría.

Muchos grandes tomaron parte en aquel festejo, que si bien no deslumbró á los mahometanos por el lujo y riqueza de las vestiduras, les admiró por el esfuerzo y gallardía de los justadores y por la sin par belleza de las innumerables damas que llenaban las gradas del palenque.

Entre las mas apuestas doncellas descollaba la hija del Merino mayor del Rey, cuya lozana juventud y magníficas, preseas ofuscaban á las demás: acababa de cumplir diez y seis años, y á pesar de su desdeñosa altivez y de la severa espresion de su semblante, era difícil mirar sus facciones purísimas sin conmoverse: ella entre tanto aparentaba no reparar en el efecto que producia, y paseaba su mirada indiferente por la anchurosa plaza sin que lograsen fijar su atencion, ni los mas bizarros paladines ni los mas gallardos donceles.

Ya hacia largo tiempo que duraba la justa: la flor de la nobleza castellana habia medido ya sus armas ejecutando proezas dignas de loa y dando muestras de esfuerzo y de bravura, y Séfora permanecia impasible en su mirador sin que una vez agitase su blanco pañizuelo en muestra de aprobacion por un bote dado con destreza, ó por una suerte de adarga inesperada; pero de pronto se mostró en la arena un nuevo justador, cuya presencia pareció fascinar á la altiva judía, aun antes de dar principio á sus hazañas.

Era el recien llegado un caballero bizarro, de noble y elevada estatura y de esbelto tallo; vestia una sencilla armadura de Vizcaya y cabalgaba en un fogoso tordillo de hermosa estampa: dió un paseo por medio de la plaza, y despues de saludar al Rey con gentil desembarazo, fué a herir con el cuento de su lanza el escudo de los mantenedores, un momento despues los jueces del campo lo declaraban vencedor: en vano se le opusieron desde entonces los mas apuestos guerreros, todos cayeron á los botes de su lanza, y cuando llegó la hora de recoger la corona del triunfo, levantó la visera del almete y dejó ver á la entusiasmada multitud el hermoso semblante de un mancebo que apenas contaría diez y ocho años.

Asomo á los labios del Rey una sonrisa de dulce satisfaccion: Séfora fijó en el paladin sus ojos de fuego, los heraldos pronunciaron su nombre en voz alta, y el pueblo aplaudió con entusiasmo á aquel dichoso mortal que habia logrado conmover el empedernido corazon de la hija del Merino mayor.

Al terminar la justa salió el vencedor del palenque llevando atada al brazo la banda que acababa de conquistar, y Séfora regresó á su casa con el pecho lleno de ternura y el alma henchida de tristeza.

Aquella criatura cuya voluntad habia sido hasta entonces árbitra absoluta de sus acciones, se sintió de repente sojuzgada por una fuerza superior y desconocida para ella: al llegar á su estancia quiso irritarse para dominar aquel nuevo sentimiento que le parecia una debilidad; pero sus ojos en vez de lanzar una mirada imponente y severa se llenaron de lágrimas y vagaron con una espresion dulce y suplicante: despidió a su servidumbre con mas melancolía que enojo, y al quedar completamente sola exhaló un suspiro que habia contenido por largo tiempo, y apretándose el pecho con las manos, se dejó caer casi desfallecida en un divan donde la asaltaron mil encontrados pensamientos.

¿Por qué el recuerdo de un hombre la perturbaba de aquella suerte? en qué consistia que, á pesar de sus esfuerzos, no podia apartar de su mente la imágen del paladín vencedor del torneo? por qué se estremecia al pensar que aquella banda que habia visto en el brazo del guerrero, podria tal vez servir de adorno al pecho de una mujer?

El amor acababa de herir el corazon de Séfora; pero el primer destello de ese dulce sentimiento abrasó su alma indómita con todo el fuego de las grandes pasiones, y dirigiéndose á su indulgente padre le confesó sin rodeos lo que pasaba en su pecho significándole que habia resuelto poseer el cariño del hombre que la enamoraba.

Turbóse el buen rabino al oir las palabras de su hija, presintiendo las funestas consecuencias de aquel nuevo capricho que no podia satisfacer sin deshonrarse, á pesar de sus inmensas riquezas. El caballero de quien Séfora se habia enamorado pertenecia á la mas alta nobleza, y aunque en aquella época no era imposible el enlace de una judía rica con un infanzon cristiano, sin embargo, existia mucha distancia entre los dos jóvenes para que el rabino pudiese aspirar á un casamiento tan desigual.

Don Zag de Malea era atendido en la córte por su destreza en el manejo de las rentas de la corona, y por la esplendidez con que facilitaba sus caudales á una grandeza casi siempre necesitada de recursos pecuniarios; ocupaba un alto puesto en palacio, y habia obtenido muchas distinciones; pero todo esto no era suficiente para lavar la mancha de su raza, y su hija no podia aspirar á la mano del hombre á quien amaba.

Estas justas reflexiones no bastaron sin embargo á calmar el deseo de la caprichosa judia, y viendo que su padre no encontraba medio de satisfacerlo, aparentó conformarse con su suerte, y valiéndose de su esclava favorita no tardó mucho tiempo en alcanzar por sí sola, lo que el Merino mayor hubiera procurado conseguir en vano.

Tuvo una entrevista con el dichoso paladin, y fué tanto el poder de sus ojos que logró fascinarle á su vez, haciéndole caer á sus plantas para pedirla una mirada de ternura, favor que consideró el mancebo como el mayor de los bienes á que podia aspirar, y desde aquel momento quedó encadenado á sus hechizos.

¿Cómo hubiera podido resistir un jóven de diez y ocho años los atractivos de aquella mujer encantadora? En los primeros trasportes de amor se confundieron aquellas dos almas llenas de fuego y de juventud y fueron dichosas.

Séfora dominaba á su amante por medio de la suavidad de sus halagos, y le hubiera bastado una lágrima de sus ojos para conseguir de él los mayores sacrificios; pero llegó un dia en que el deber de caballero llamó al valeroso castellano lejos de su amada, y al ir con el corazon lleno de tristeza á participarle tan infausta nueva, halló que Séfora no era el ángel de dulzura que habia entrevisto en medio de sus trasportes amorosos. En un principio intentó retenerle á su lado valiéndose de palabras tiernas y de miradas amorosas; pero al comprender que el caballero anteponia el honor á su cariño, al verse contrariada por primera vez en su vida, se rebeló su orgullo y creyendo que trataba con los esclavos de su casa, exigió del noble mancebo con descompuesto ademan que renunciase á su deber; la desdeñosa sonrisa del cristiano encendió su ira, y pasando del mandato á las amenazas, imaginó que intimidaría á su amante como intimidaba á su padre.

-Os vais, esclamó: pero en mi seno se queda vuestro hijo, y guay de él!...

Indignóse el caballero al oir semejantes palabras, y aproximándose á ella con el rostro lívido y los ojos centellantes de enojo, la dijo con ronca voz:

-En vuestro seno se queda mi hijo; pero ¡guay de vos si no me lo entregais á mi regreso! ¡Guay de vos, señora si llego á aborreceros tanto como os he querido!

Y apartándola con violencia de su lado se alejó de aquella mujer iracunda que en un momento de furor acababa de revelarle todo lo odioso de su carácter: al otro dia partió de Toledo yendo á reunirse con las huestes del Almirante Don Pedro Martinez de la Fe, que á la sazon sitiaban á Cádiz.

Séfora quedó sumergida en la mas negra desesperacion: los malos instintos de su alma recobraron su antiguo predominio, y aunque no pudo arrojar del corazon el amor que la devoraba, perdió completamente todos los sentimientos de ternura que habian suavizado su carácter, y volvió á ser el azote de su familia.

En los primeros momentos de despecho quiso dejarse morir, y lo hubiera efectuado á no impedirselo los cuidados de su padre y de Lia, su esclava favorita: se negó á salir de casa, prohibió absolutamente que se recibiese a nadie en ella, y aislándose en su habitacion, pasaba una vida solitaria y llena de amargura, que bien pronto alteró su salud y la puso á las puertas del sepulcro.

Entonces supo D. Zag de Malea el estado en que se hallaba su hija: los médicos que hizo venir de Córdoba, le declararon que Séfora no tardaría en ser madre, y que hasta despues del parto les sería imposible aplicarle los remedios que consideraban necesarios para curar su estraña dolencia.

Golpe terrible fué para el buen rabino la nueva de su deshonra: maldijo su ciega condescendencia, lloró al pensar en la humillacion que le aguardaba, y hubo un momento en que pasó por su mente una idea horrorosa; pero era padre y padre idólatra de su hija; enjugó sus lágrimas, y sin dirigirla una sola reconvencion resolvió ocultar aquella mancha que acababa de caer sobre su linaje, aunque para cubrirla le fuese necesario derramar todo el oro de sus henchidas arcas.

Llamó á los médicos que acababan de hacerle tan cruel revelacion y les preguntó si la enferma se hallaba en estado de poderse trasladar á Sevilla: contestáronle que sí, y que aun, aquel viaje lo podria ser de mucha utilidad: entonces sin pérdida de momento, dispuso el Merino mayor todo lo necesario con esa prontitud que solo es dado desplegar á los ricos, y antes de media noche salió Séfora de Toledo acompañada por los dos médicos cordobeses, por Lia su favorita y por una crecida comitiva de doncellas, pajes y escuderos.

Tres meses mas tarde ya se hallaba completamente restablecida; habia dado a luz una niña, hermosa como un ángel y recobrado toda su fatal belleza: entonces empezó para ella una nueva existencia, existencia borrascosa y que su padre procuró envolver en las sombras del misterio: sin embargo, algo se traslució de aquella vida tan agitada por todo genero de pasiones y que pasó repetidas veces desde el capricho al estravío, y del estravío al crímen.

El tiempo corria y Séfora siempre jóven, siempre bella, era en todas partes el alma de intrigas misteriosas y de aventuras terribles: de Sevilla se trasladó á Córdoba, en compañia de una hermana de su padre; de Córdoba á Granada, y moros y cristianos rindieron por do quier tributo a su hermosura y espusieron por ella la vida y la fama.

Diez y ocho años habian trascurrido ya desde que dió á luz á su hija, cuando deseosa de ver de nuevo á su patria. adoptiva, obtuvo de su padre el permiso para regresar á Toledo. El Merino mayor, persuadido de que la falta de su hija era un misterio para todo el mundo, y anhelando abrazarla despues de tantos años, la escribió á su hermana que se trasladase á la Córte, y no tardó mucho en estrechar contra su seno á aquella criatura que habia sido la alegría de su vida y que despues fué su mas acerbo dolor, pero á quien amaba cada vez mas, tanto por los goces que le habia hecho esperimentar, cuanto por las lágrimas que lo habia costado.

Séfora no habia perdido nada de su belleza, como hemos dicho al principio de este capítulo, y al presentarse en la córte, radiante de juventud, á pesar de sus treinta y tres años, y ataviada con el fausto de una princesa, llamó la atencion universal, y los mas apuestos galanes estrecharon sus relaciones con el Merino mayor ansiosos de poder admirar las gracias de su hija. A los hechizos de su semblante unia Séfora los atractivos de un talento claro y de una educacion esmerada: durante su permanencia en Andalucía habia aprendido el arte de seducir con mil habilidades y la ciencia de fascinar ocultando lo que pasaba en su corazon y dando á sus ojos la espresion que queria.

Su padre se sintió dominado nuevamente por ella desde el momento en que puso el pié en sus umbrales, y sin recordar lo funesta que le habia sido en otro tiempo su condescendencia paternal, volvió á ser, el esclavo de su hija y consultaba con ella hasta los negocios mas graves.

En el momento de estallar el motin de que hemos hablado habia querido D. Zag de Malea ir al lado del Rey, pero Séfora se lo impidió, y aun estaba con ella lleno de zozobra y sin saber el resultado de aquella lucha en que sus intereses podian sufrir graves descalabros, cuando un paje le anunció la llegada de un caballero que venia de parte del Rey.

-Que éntre, dijo el Merino mayor; y despidiéndose de su hija pasó á la habitacion inmediata donde ya le aguardaba el recien llegado.




ArribaAbajoCapítulo XII

Donde se verá que no tiene nada de estraño que Troya se perdiese por causa de Elena.


Grandes efectos suelen proceder muchas veces de pequeñas causas, y la historia del mundo nos enseña que no hay acontecimiento por insignificante que parezca, que no pueda influir en los destinos de los pueblos: muchos ejemplos podríamos citar en apoyo de esta opinion; pero basta el que atañe á nuestra historia para prueba del aserto.

D. Alonso el deceno era un Rey que segun ciertos cronistas se juzgó capaz de corregir las obras del Supremo Hacedor; tal era la opinion que de su alta capacidad habia formado. En efecto, razón tenia, si no para esto, al menos para envanecerse el hombre que en su tiempo abarcó los vastos conocimientos que él poseia; el hombre que comentaba el Almagesto de Ptolorneo al paso que hacia traducir los Cánones del siriaco Albategnio: el que era filósofo con Platon, astrónomo con Avicena, legislador con Licurgo, químico con Eliodoro, naturalista con Plinio y poeta con Abderrahman y Alhaken los Ommiadas de Córdoba.

Este Rey, pues, que a un talento profundo y á una erudicion potentosa unia un gran corazon; este Rey que hubiera podido decir de sí, como Hixem I,


Tomo la pluma ó la espada
como la ocasion requiera,

habia combinado un plan admirable para conjurar la tempestad que amenazaba á su estado: todas sus medidas estaban bien tomadas; los revoltosos mas temibles se habian sometido á su deseo, como recordará el lector, y solo le faltaba poner en ejecucion su gran proyecto. Para ello necesitaba grandes recursos, y sus arcas estaban exhaustas; pero su Merino mayor era rico como Creso y no podia negarse á las exigencias de un Rey á cuya sombra habia crecido el árbol de su fortuna: para tratar pues, de esto, habia determinado que el caballero á quien le hemos oido denominar D. Alonso Fernandez, fuese á casa de D. Zag de Malea, y de esto trataban en efecto, en un pequeño gabinete, el buen rabino y el misterioso cristiano.

-¿Y para cuándo necesita su Alteza ese cuento de maravedís? preguntó el judío con alguna zozobra.

-Para dentro de doce dias, contestó el caballero en tono de mando.

-En ese caso decidle á su Alteza que puede contar conmigo.

-Ya lo esperaba el Rey de vuestra lealtad.

-Bien sabeis que su Alteza debe estar seguro de ella; pero decidme, si no es importuna la pregunta, ¿contra quién vamos á mover nuestras armas?

-Contra los moros de Granada.

-¡Ah! esclamó el hebreo, mirando de un modo oblícuo á su interlocutor: pues yo creí que se trataba de guerrear contra el aragonés.

-No lo quiera Dios, repuso D. Alonso con presteza.

-Sin embargo, dicen que D. Pedro III atiza la insurreccion de Castilla, y que la rebelde Doña Blanca se ha refugiado á la sombra de su trono.

-Doña Blanca es mas desgraciada que rebelde.

-Pero D. Juan de Lara es mas rebelde que desgraciado, y lo que mas nos interesa es evitar que menudeen motines como el de anoche.

-El Rey sabe mejor que vos lo que le interesa y cuando él ha dispuesto que tomemos las armas contra los moros es porque así conviene al Estado y para consolidar esa tranquilidad de la cual os mostrais abogado tan celoso.

-Perdonad si he sido indiscreto.

-No, D. Zag, comprendo el espíritu de vuestras palabras; os asustan los motines porque creeis que en ellos peligran vuestros intereses; pero no temais, ya procuraremos que la insurreccion no levante en lo sucesivo su cabeza de hidra.

-Difícil me parece: el bando de los de la Cerda es muy tenaz, y como dicen que D. Juan de Lara alcanza los favores de la francesa, no es de creer que la abandone.

Una ráfaga de indignacion pasó por los ojos del caballero al oír las últimas palabras del judío, y dejando su asiento dijo sin poder contener un ligero temblor que agitaba sus labios:

-Basta: respetemos el honor de una dama por cuyas venas corre la sangre de San Luis, y no injuriemos á un rico-hombre ausente. ¿Cuándo podré recoger la suma que os he dicho?

-Dentro de ocho dias, pues voy á dar órden en el acto para que mis agentes la realicen, contestó el Merino mayor dejando tambien su escaño y mirando al capitan con estrañeza.

-En ese caso yo mismo vendré por ella.

-Como su Alteza lo disponga, dijo D. Zag, acompañando hasta la puerta al régio mensajero, á quien despidió con suma cortesía, añadiendo para sí al verlo partir:

No creia yo que los favoritos del Rey, se cuidaban tanto del honor de los rebeldes. ¡Oh! esos cristianos no pueden sufrir que un israelita injurie á los de su ley, por mas que sean sus enemigos.

El Merino mayor ignoraba que el Rey no era- enemigo de sus nietos ni de la infanta Doña Blanca, y no podia comprender por qué D. Alonso Fernandez se estremecia al oir las calumnias que contra la viuda de D. Fernando de la Cerda propalaban los partidarios del de Haro.

La historia de aquel bravo aventurero era un misterio en la córte: nadie sabia la verdadera posicion que ocupaba en palacio, y la conducta que observaba con los diferentes bandos que traian revuelta la tranquilidad del Estado, no dejaba de tener algo de anómala: sin embargo, era público el favor que con el Rey, gozaba, y nadie, ponia en duda su lealtad caballeresca. En 1274 cuando D. Alonso partió para sustentar sus pretensiones al imperio, dejóle el encargo de gobernar á Sevilla, confiriéndole la tenencia de su alcázar: al regresar el Rey, de su desgraciada espedicion, partió de Castilla aquel bravo caballero, y hacia poco tiempo que habia regresado a Toledo despues de una larga ausencia: unos decian que venia de Africa, otros que habia estado en Palestina; pero lo cierto era que nada de positivo se sabia respectivamente á su espedicion: dejemos empero para mas adelante la solacion del problema que ofrece la vida de este misterioso personaje, y prosigamos el relato de nuestra historia.

Dijimos al principiar este artículo, que de pequeñas causas suelen resultar grandes efectos, y ya es hora de esplicar el por qué nos ha ocurrido esta reflexion que no deja de tener sus puntas de filosófica.

Creyendo el Rey D. Alonso que su plan de reconciliacion entre su hijo D. Sancho y los partidarios de sus nietos era negocio terminado ya; imaginando que su invasion contra los moros sofocaría la guerra civil, y deseando consolidar mas y mas la buena armonía entre los Ricos-hombres de Castilla, dispuso un magnífico festejo en el cual pretendia reunir en torno suyo á los caudillos de todos los bandos, con el objeto de hacerles deponer sus antiguos odios antes de emprender su espedicion contra Granada: con este objeto, pues, hizo grandes preparativos, y mientras D. Sancho y el Señor de los Cameros, se, ocupaban en reclutar la hueste que debia seguirles á la guerra, la servidumbre de palacio disponia todo lo necesario para la régia fiesta.

Un movimiento inusitado llenaba á todas horas las calles de Toledo: por un lado cruzaban innumerables operarios conduciendo á palacio ricas alfombras y toda clase de adornos; por otro llegaban á la ciudad compañías enteras de aventureros que venian á ofrecer sus servicios á los jefes de mesnada; un sinnúmero de judíos cargados de joyas y perfumes, discurrian por las plazas y los óciosos de la córte se ocupaban en prejuzgar el resultado de la fiesta: unos enumeraban ya los juegos y las danzas que se preparaban: otros disputaban sobre cuáles serian las damas que se presentarian mejor tocadas; quién aseguraba que Doña María de Molina disponia espléndidas galas; quién se esforzaba en probar que la esposa del infante D. Juan, Margarita de Monferrat, seria la reina de la belleza y de la elegancia; otros auguraban que la Infanta Malespina las ofuscaría á todas con su riqueza; y otras por último, creian que Doña María de Ucero alcanzaria sin duda la corona del triunfo: esta opinion era la mas admitida, y no tardó en divulgarse por todas partes llegando en fin hasta la retirada estancia de Séfora, la hija del Merino mayor.

Odiaba Séfora á la de Ucero sin poderse ella misma esplicar la causa de aquel ódio, y al saber que la hermosa Doña María esperaba vencer á todas sus rivales, quiso tambien ella entrar en la liza y disputar un triunfo á que aspiraban todas las damas de la córte. Difícil era competir con la noble castellana; pero la judía era muy bella á pesar de sus treinta y tres años, y D. Zag de Malea era el primer potentado de Castilla, á pesar de su oscuro orígen.

No contenta la altiva hebrea con los suntuosos ropajes que llenaban su recámara y poco satisfecha de los innumerables aderezos que atesoraba en sus joyeros, hizo que Adhel, su esclavo berberisco, fuese en busca de los mas acreditados diamantistas y de todos los mercaderes que habian llegado á Toledo en aquellos días. Obedeció el pajecillo, y una hora despues se hallaba Séfora rodeada de cuanto puede inventar el hombre para satisfacer los caprichos del bello sexo: brinquiños de esmeraldas, piochas de brillantes, collares de rubíes, sartas de perlas, zarcillos de zafiros, abanicos de nácar, plumones de Meonia, aves del Paraiso con carbunclos en los ojos, perfumes de Arabia, tisúes de Damasco, velos de Cachemira y otras mil telas que seria difuso enumerar, se ofrecieron sucesivamente á los ojos de la judía, que sin reparar en el precio de los objetos que mas llamaban su atencion, escogía telas y joyas, haciendo que su esclavo anotase el valor de lo que compraba.

Cuando hubo satisfecho su caprichoso deseo despidió á los mercaderes, dándoles órden de presentarse a su padre, y desde aquel mismo instante empezo a combinar los trajes y adornos con que se proponia ofuscar en los régios salones a cuantas damas intentasen competir con ella, y en particular á la celebrada Doña María de Ucero.

Llegó por fin el dia designado para el gran festejo: el Rey vió lleno de júbilo cumplirse su mas ardiente deseo: todos, los ricos-hombres de Castilla menos D. Juan de Lara, acudieron á su palacio: su hijo D. Sancho y su hermano Don Fadrique, ocupaban dos escaños juntos al lado de su trono; D. Lope Diaz de Haro y el señor de los Cameros departian amigablemente, y el venerable Garci Jofré de Loaisa se apoyaba en el brazo de D. Diego Alonso el Justicia mayor: los demás partidarios subalternos tambien andaban confundidos por los reales aposentos, y en todos los semblantes resplandecia la mas franca satisfaccion.

Las damas de la córte iban llegando unas en pos de otras, y sus magníficos trajes revelaban que la única riqueza de Castilla la poseian los señores feudales en menoscabo del malhadado pueblo, cuya miseria era deplorable: muchas y muy bellas eran las matronas que llamaron la atencion de la multitud; pero la voz pública no se habia equivocado: Doña María de Molina y su hermana Doña Blanca; la princesa de Romanía y Margarita de Monferrat brillaban como astros superiores en medio de aquella confusa muchedumbre de estrellas: todas las miradas se fijaban en las cuatro ilustres damas, y los concurrentes imparciales no sabian á cuál de ellas proclamar por mas hermosa y mas ricamente adornada; pero de improviso llamó la atencion un murmullo que resonaba en la puerta del gran salon de recepciones, y todos volvieron la faz quedando absortos al ver entrar al lado de D. Alonso Fernandez, á la hermosa de las hermosas, á la mas joven de las damas de la córte, á la sin par Doña María de Ucero. Renunciamos á describir su atavío, porque sería larga y difícil empresa; baste decir que hasta sus rivales la proclamaron vencedora.

-Querida prima, la dijo Doña María de Molina saliéndola al encuentro, Dios te guarde para orgullo de nuestra familia.

Bajó los ojos la hermosa doncella al oir el cumplido de su ilustre parienta, y con voz entrecortada murmuró algunas frases de gratitud. El Infante D. Sancho al ver á su querida sintió latir su corazon con violencia, y fijó en ella una mirada llena de ternura; D. Lope Diaz de Haro fué á saludarla asomando una maliciosa sonrisa á los labios, y hasta el mismo Rey la tributó repetidos elogios con su habitual galantería; pero el triunfo de aquella dama debia pasar como la luz del crepúsculo palidece en presencia de los rayos del sol, y en efecto, no tardaron mucho su belleza y esplendor en quedar oscurecidos por la belleza y esplendor de otra mujer.

Séfora, la hija del Merino mayor, apareció de improviso en medio de la régia, estancia, y al verla inclinaron la frente todas las hermosas. ¿Cómo competir con aquella beldad de raza pura que unia á los encantos de la naturaleza todos los refinamientos del arte? ¿Cómo rivalizar con aquella mujer que al tesoro de su hermosura habia agregado otro tesoro de riqueza? Las damas castellanas de mas esclarecido linaje ni siquiera se hubieran atrevido á desear aquella profusion de lujo oriental que desplegó la hija del hebreo: los mancebos quedaron deslumbrados á su presencia, y los ricos-hombres mas poderosos envidiaron aquellos diamantes que ellos no hubieran podido pagar con la mitad de sus estados: pasada la primera sorpresa, unos fueron á tributar incienso á aquella altiva deidad, y otros murmuraban en voz bajá del funcionario que así insultaba la miseria pública, haciendo alarde de sus dilapidaciones.

El triunfo de Séfora no podía ser mas completo, puesto que dispertó la admiracion, la envidia, y la maledicencia.

Los primeros compases de la orquesta vinieron oportunamente á llamar la atencion universal, y un momento despues danzaban confundidos envidiados y envidiosos: la buena armonía recobró su imperio, y el Rey iba de salon en salon animando á la juventud.

El Infante D. Sancho no se apartaba de su amada Doña María de Ucero; Séfora llevaba en pos de sí una cohorte de adoradores y todos parecian hallarse satisfechos. Unicamente un anciano, de elevada estatura y de blanca cabellera, se negaba á tomar parte en la alegría de los demás: una nube de tristeza posaba sobre su frente, y ni un solo momento desarrugó el ceño de su semblante: aquel anciano era el Merino mayor del Rey, D. Zag de Malea.

¿Por qué el astuto judío se presentaba aquella noche tan taciturno? ¿qué se habían hecho su eterna sonrisa y la hipócrita benevolencia de sus palabras? ¿á qué debia atribuirse su tibieza y su pertinaz silencio? En vano quisieron halagar su vanidad algunos palaciegos, elogiando en torno suyo las perfecciones de su hija y la magnificencia de su tocado; aquellas alabanzas aumentaban, su mal humor, y deseando huir de ellas fué á pasearse solo por los salones menos concurridos.

La fiesta seguia entre tanto cada vez mas animada en ella se representaban esos mil dramas de distintos géneros que en todos tiempos ha reproducido la sociedad; pero de aquellos encontrados afectos y de tan variadas escenas solo la tristeza del Merino mayor y un incidente que pasó desapercibido para la mayor parte de los cortesanos, deben fijar nuestra atencion, pues solo aquella tristeza y aquel incidente tienen relacion directa con la presente historia; mas antes de referir el hecho que nos interesa recordar, creemos que no será inútil echar una ojeada retrospectiva con el fin de ayudar la memoria del lector para que pueda reconocer áun personaje de que vamos á ocuparnos.

Dijimos en nuestro capítulo anterior, que Séfora la hija de D. Zag de Malea, habia amado en su juventud á un ilustre mancebo á quien conoció en las justas celebradas en Toledo por los años de 1260: un arranque violento de su carácter dominador hizo que el altivo cristiano se desprendiese de sus brazos precisamente en el momento en que acababa de anunciarle que ya era madre: despues vimos partir al mancebo al cerco de Cádiz, y la judía huyó a esconder en Sevilla su vergüenza y su despecho: desde aquel dia no se volvieron á ver.

Al dar cuenta en el primer capítulo de esta verídica historia, de la fuga que emprendieron la reina Doña Violante y la infanta Doña Blanca, hicimos mencion de un paladin incógnito, cuya única divisa era un penacho verde, el cual salvó á las ilustres fugitivas, mientras D. Juan de Lara sostenia un reñido encuentro con los mensajeros del infante Don Sancho. Mas tarde, al hablar de Doña María de Ucero, la dama mas bella de la córte, referimos que un caballero de gallarda presencia solia visitarla, representando el interesante papel de protector y amigo de la ilustre doncella.

Este caballero, pues, que últimamente salvó la vida del infante D. Fadrique en el motin de la plaza de Zocodover; el paladin del penacho verde y el imberbe galan de la judia, no eran mas que un solo personaje, el cual se hallaba tambien en la régia fiesta y á quien conocemos ya con el nombre de Don Alonso Fernandez el Niño.

En el momento en que se presentó en los salones al lado de su bella protegida, llamó la atencion por su gallardo continente y elegante atavío; pero la competencia de las damas hizo que la concurrencia se olvidase de él, y desde entonces se confundió con los otros convidados perdiéndose entre la multitud; únicamente al terminarse el sarao volvió á fijar la atencion de todos, pues el Rey le llamó en voz alta y estrechándole la mano con afectuosas muestras de cariño, le dijo algunas palabras al oido. Entonces fué cuando tuvo lugar el incidente que nos interesa retener en la memoria y del cual tomaron origen muchos de los graves acontecimientos que referiremos mas adelante.

Séfora que hasta entonces no habia reparado en el gallardo caballero, distraida con los obsequios de sus admiradores, fijó en él sus ardientes ojos, y al ver aquel semblante que el amor y el despecho habian grabado en su corazon con buril eterno, se estremeció de tal suerte que tuvo necesidad de apoyarse en el brazo de su padre para no venir al suelo. En aquel mismo momento, advirtió Fernandez que Doña María de Ucero abandonaba su mano entre las del infante D. Sancho, y sorprendió en sus ojos una mirada de tan inefable ternura, que le revoló todo lo que pasaba en aquel pecho infantil:,turbáse á su vez el caballero, y la judía que no apartaba de él su magnética mirada se apercibió al instante de aquella turbacion. D. Alonso Fernandez acababa de descubrir que su protegida amaba á D. Sancho: Séfora creyó adivinar que el capitan amaba á Doña Maria.

Un momento después quedaron, desiertos los salones de palacio: cuando los que habian asistido á la régia fiesta regresaban á sus casas ya empezaba a despuntar la aurora,, y un sinnúmero de soldados cruzaba las calles en distintas direcciones: aquellos soldados pertenecian al ejército que el Rey habia mandado reunir en las inmediaciones de Toledo, y que segun se aseguraba debia ponerse en marcha al dia siguiente bajo las órdenes del Infante D. Sancho y de D. Simon Ruiz, Señor de los Cameros. Los jefes de mesnada y los aventureros sueltos solo aguardaban recibir la martingala que se les habia ofrecido, para mover sus armas contra los moros, y los ricos-hombres tenian dispuestas sus lanzas aguardando únicamente la señal de partida; pero el dia designado para ponerse en movimiento el ejército llegó por fin, y sus comandantes recibieron órden de suspender la marcha. ¿Qué motivo podia existir para tal resolucion? ¿qué grave acontecimiento habia hecho variar los bien combinados planes del Rey? Unicamente el capricho de una mujer.

Deseando Séfora ofuscar á todas las damas de la córte, habia gastado en joyas y tejas preciosas el cuento de maravedís que su padre acababa de reunir para D. Alonso el deceno, y hé aquí una causa que aunque insignificante al parecer, produjo los mas trascendentales y funestos efectos para la monarquía castellana.




ArribaAbajoCapítulo XIII

En que se refiere que el rey de Castilla, recibió una embajada que no podia llegar en peor ocasion.


Al presentarse D. Alonso Fernandez con los oficiales del tesoro á recoger la suma que el Merino mayor tenia ofrecida al Rey, halló al malhadado rabino sumergido en la misma profunda melancolía que nublaba su frente la noche del festin: preguntóle la causa de aquel disgusto, y entonces supo con dolorosa sorpresa que hasta dentro de quince dias no podia recibir aquel cuento de maravedís que D. Alonso habia ofrecido repartir aquella misma tarde entre los jefes del ejército espedicionario: las consecuencias de aquel retardo podian ser funestas, y el inquirir el caballero la causa de tan reprensible informalidad, estuvo tentado de seguir las costumbres de su época haciendo triturar en el tormento los huesos del judío.

En vano suplicó aquel desgraciado que no se divulgase tan desagradable incidente; en vano pidió qué se le evitase el bochorno de comparece delante del Rey: D. Alonso se mantuvo inexorable, y sin respeto a sus canas ni al elevado empleo que desempeñaba, le condujo a palacio entre las filas de sus archeros.

Grande fué el disgusto del Rey al saber aquella nueva, y a pesar de su templanza trató al Merino mayor con tal severidad, que el judío, cuyo flexible carácter se habia doblado en muchas ocasiones, ante el enojo de los altivos cristianos, se sintió herido, en lo mas hondo del alma y juró en secreto vengarse de tamañas humillaciones; pero el temor le hizo ocultar su designio, y poniendo á Abraham por testigo, ofreció solemnemente que antes de quince dias haria efectiva la suma que con tanta urgencia se le demandaba.

Aceptó el Rey el plazo, obligado por las circunstancias, y no pudiendo pasar por otro punto mandó suspender la marcha del ejército que tan perentoria era para la realizacion de su proyecto: dispuso que los soldados mercenarios se alojasen en las aldeas inmediatas y que las huestes de los señores feudales se acuartelasen en la ciudad. Semejante medida afectaba los intereses del pueblo, sobre cuyas débiles espaldas descargaba el Rey un peso que sus hombros no podian sustentar: los pacíficos hogares de los pecheros se vieron invadidos por una soldadesca exigente y desenfrenada, y un murmullo de descontento cundió por todas partes: no pararon aquí sin embargo los graves inconvenientes que la loca prodigalidad de una mujer debia acarrear al Estado.

Aquel retardo en romper las hostilidades contra los moros dió tiempo á los descontentos para combinar sus planes, y D. Lope Diaz, de Haro que habia consentido de mala voluntad en quedarse al lado del Rey, trabajó el animo del infante D. Sancho y le indujo á no salir de Toledo si él no ib en su compañia. D. Simon Ruiz no podia consentir que el Señor de Vizcaya dividiese con él el cargo de lugarteniente que se le habia conferido, y se puso otra vez de acuerdo con el infante D. Fadrique su suegro, para protestar contra aquella medida en el caso de que D. Alonso accediese á la voluntad de su hijo.

La tempestad empezaba á rugir mas imponente que nunca, y un suceso inesperado vino á hacerla estallar. Pero antes de hacernos cargo de este suceso, fuerza será que nos apartemos un momento de la córte de Castilla para volver al lado de la Reina Doña Violante y de la Infanta Doña Blanca á quienes dejamos en Ariza escoltadas por el valiente Don Juan de Lara, y en compañía del rey D. Pedro III de

Aragon.

No bien llegaron aquellas ilustres damas á la capital del vecino reino, cuando poniendo bajo la salvaguardia del-Monarca aragonés á los Infantes de la Cerda, empezaron á hacer gestiones en pro de los nobles huérfanos: el Señor de Lara partió á sus estados de Albarracin con el objeto de armar á sus vasallos en apoyo de los derechos que á la sucesion de la corona de Castilla tenian sus augustos protegidos, y Doña Violante quiso decidir á su hermano á que se declarase abiertamente en favor, de sus nietos; pero el cauto D. Pedro á quien la historia apellida el Grande y nosotros no titubearíamos en llamar el Inconstante, se contentó con ofrecer un asilo seguro á los hijos de su sobrino, y en dejar en, libertad á la Infanta Doña Blanca para que se dirigiese á Francia en busca de mas eficaz ayuda.

Escribió, en efecto, la .desconsolada Princesa demandando á sus compatriotas una proteccion que le negaban los estraños, y sus maternales súplicas encontraron favorable acogida allende los Pirineos.

Ocupaba á la sazon el trono de Clodoveo Felipe el Atrevido, jóven de ardiente corazon y de recto proceder, el cual pesando las quejas de su hermana en la balanza de su justicia, las halló fundadas y determinó reclamar del Rey de Castilla los derechos que á la sucesion de la corona tenian sus sobrinos los Infantes de la Cerda: con este fin escogió entre sus cortesanos al que era mas á propósito para tan delicado encargo, y en los primeros días del mes de Octubre salió de París en direccion á Toledo el Príncipe de Briena, jóven bizarro y de talento esclarecido: reunia aquel caballero á sus altos dotes personales, la circunstancia de ser deudo muy inmediato de D. Alonso el deceno, y Felipe el Atrevido le dió los mas ámplios poderes para ventilar aquel negocio, autorizándole á usar en sus reclamaciones desde la súplica á la amenaza.

Cuando el embajador francés llegó á la corte de Castilla, encontró levantados los ánimos y perplejo al Rey entre las exigencias de los dos bandos que en vano se esforzaba por unir: su presencia acabó de imposibilitar la reconciliacion.

Hallábase D. Alonso en el gran salon del alcázar rodeado de los principales señores de su reino, y procurando contentarlos a todos, cuando un heraldo vino á participar la llegada del embajador francés: no quiso el Rey diferir la recepcion de aquel enviado, y le mandó á decir que estaba pronto á oirle: una hora despues anunciaban los ugieres de :palacio, con las formalidades de costumbre, al muy alto y poderoso señor D. Juan de Acre, Príncipe de Briena, Conde de Monfort, Gran Botiller de Francia y embajador del Señor Rey Felipe III.

Era aquel noble personaje un mancebo de gentil talante que apenas representaba veintiocho años de edad: vestia un suntuoso traje talar bordado de oro, y los persevantes, pajes y escuderos de su comitiva, llevaban ricas dalmáticas flordelisadas y vistosos plumajes, que contrastaban de un modo chocante con las modestas y casi toscas vestiduras de los señores castellanos.

Recibióle el Rey D. Alonso sentado en su elevado escaño, sobre el cual pendia la soberbia panoplia de sus armas; pero los ricos-hombres se pusieron en pie al verle entrar: saludó el recien llegado á tan ilustre reunion y avanzando hasta hallarse en frente del Monarca, hincó una rodilla en tierra y dijo con voz firme y clara:

-En el nombre del Rey Felipe III de Francia, mi señor natural y egregio primo vuestro, á vos D. Alonso el deceno de Castilla, y á los Infantes vuestros hijos, y á los Infantes vuestros hermanos y á los ricos-hombres de vuestros reinos, salud.

-Alzad, primo; cubríos señores, dijo el Rey: y estrechando en sus brazos al ilustre enviado añadió: ¿Cómo sigue nuestro Real hermano? ¿Que quiere de nos?

-Vuestro Real hermano sigue prosperando en gracia del Señor Jesucristo, y me envia con poderes bastantes para suplicaros en amistad que devolvais la opcion que al heredamiento de vuestra corona le cabe á D. Alonso de la Cerda, primogénito de vuestro hijo D. Fernando, que santa gloria haya, cuya opcion le quitaron á tuerto segun su leal entender: otrosí, os ruega que llamando á vuestro lado a su egregia hermana la infanta Doña Blanca y á sus hijos el susodicho D. Alonso de la Cerda y su hermano D. Fernando, les devolvais sus aposentamientos y regalías, y les ampareis con toda vuestra Real potestad contra las asechanzas y maleficios de los que pudieran disputarles sus legítimos derechos.

Un imponente murmullo siguió á las palabras del embajador: los ricos-hombres de Castilla se miraron primero unos á otros con muestras de asombro, y fijaron luego los ojos en el Rey que permanecía inmóvil en su asiento con el semblante algun tanto alterado y la vista clavada en su interlocutor: despues de un breve instante en que reinó el mas profundo silencio, dejó D. Alonso vagar una ligera sonrisa por sus labios y dijo con voz sosegada:

-Nuestro Real hermano ignorará sin duda que fué un acuerdo de las Córtes de Segovia lo que privó á los infantes de la Cerda de su opcion á la herencia de nuestro reino: hacédselo saber, pues, y estamos persuadidos de que retirará su demanda: en cuanto á la segunda insinuacion que habeis hecho, debeis afirmarle que su ilustre hermana á quien amamos muy particularmente, puede volver a Castilla

iempre y cuando quiera, segura de que nadie osará faltar á las consideraciones que como á hija de San Luis y á esposa de nuestro malogrado primogénito se le deben.

-No ignora mi señor lo del acuerdo de Segovia, repuso el francés, sin cuidarse del efecto que producian sus palabras; y no obstante ese acuerdo, os ruega que devolvais á vuestros nietos sus legítimos derechos.

-Aquí no hay mas derechos que los que conceden las Córtes del reino, esclamó el infante D. Sancho sin poder contener su indignacion; y el Rey vuestro señor debe contentarse con la respuesta que os ha dado el nuestro.

-Sin embargo, el Rey nuestro señor no se contenta con esa respuesta, dijo el ilustre enviado sin alterar el tono de su voz.

-Pues no nos cumple darle otra, añadió D. Alonso con entereza.

-¿Lo habeis meditado bien?

-Lo hemos meditado.

-Lo decidís así?

-Así lo decidimos.

-En ese caso oid: Yo, Juan de Acre, Príncipe de Brieria, Conde de Monfort y Gran Botiller de Francia, en nombre de mi Rey Felipe III, á vos D. Alonso el deceno de Castilla os notificamos, que si en el término de un mes y un dia, no devolveis los derechos que al heredamiento de vuestro reino tiene el infante D. Alonso de la Cerda, vendremos a retaros á vos y á los infantes vuestros hijos, y á los infantes vuestros hermanos, y á los ricos-hombres de vuestros reinos, para que el juicio de Dios decida de parte de quién está la razon en esta demanda.

-Os hemos oido, dijo el Rey con dignidad.

-Y podeis añadirle, esclamó el Infante D. Sancho, que si mientras trascurre el plazo quieren algunos de sus caballeros remitir al juicio de Dios la demanda de su soberano, yo, D. Sancho, heredero jurado del reino de Castilla, tengo siempre dispuestas cien lanzas de mis vasallos particulares para medirlas con las de los mejores ricos-hombres de su Alteza.

-He oido á vuestra señoría, dijo á su vez el embajador; y saludando con respeto al Rey, salió del salon seguido de su brillante comitiva, y dejando encendida en pos de sí la tea de la discordia.

La costumbre de emitir su opinion en las Córtes del rei-no, el derecho de intervenir en la mayor parte de los negocios del Estado y la potestad de desnaturalizarse y de negar la pleitesía á la corona, hacian que los ricos-hombres del si-lo XIII se olvidasen á menudo del respeto debido Soberano, y nada era mas frecuente que ver convertida la corte en una especie de representacion nacional donde cada uno de los señores que rodeaban el trono, defendia sus derechos á su parecer, con toda la independencia y altanería del que cuenta con la fuerza para sustentar sus razones en todo evento.

Tal era la índole del feudalismo, y nuestros lectores no deberán estrañarse de que el Infante D. Sancho se atreviese á tomar la palabra en presencia de su padre, ni menos que los demás señores osáran entrometerse en un asunto sobre el cual acababa de fallar el Rey definitivamente.

No bien habia salido el Príncipe de Briena de la régia estancia, cuando el Infante D. Fadrique, con su acostumbrada rudeza le dirigió á su hermano el siguiente razonamiento:

-Señor, bien hubieras podido consultar la opinion de los ricos-hombres aquí presentes, antes de resolver sobre la demanda de nuestro primo, que en mi concepto tiene mucho de justo, pues si bien es verdad que las Córtes de Segovia decretaron el desheredamiento del Infante de la Cerda, no lo es menos que semejante acuerdo tiene mucho de ilegal, pues se tomó sin hallarse presentes algunos ricos-hombres que tenian derecho de dar su voto en tan importante determinacion.

-Y ¿en dónde ha aprendido el señor Infante que el Rey necesita consultar á sus vasallos en asuntos que solo á su régia potestad atañen? ¿Creeis por ventura que puedo yo ignorar los derechos de mis vasallos y las facultades que á mí me competen? dijo el ilustre legislador con tan despreciativo acento, que su hermano se mordió los labios y miró á sus parciales de un modo siniestro.

Por mucho que D. Alonso desease reconciliar los ánimos y atraerse partidarios, no queria sin embargo manifestar ni el mas pequeño asomo de flaqueza, pues conocia el espíritu de su época y sabia perfectamente que un Rey débil no podia contrarestar la influencia de vasallos casi tan poderosos como él, ni sostener el esplendor de una corona que aunque heredada, se sustentaba en su cabeza con el apoyo de leyes harto débiles y que á cada instante eran controvertidas y modificadas por aquellos mismos vasallos.

Además el carácter de D. Alonso era naturalmente altivo, aunque la prudencia modificaba la mayor parte de las veces sus enérgicos arranques; y en mas de una ocasion habia manifestado que no le asustaba el estruendo de las armas: por eso respondió á D. Fadrique con tanta dureza, y aunque sus palabras fueron acogidas con un murmullo de difícil interpretacion, nadie osó secundar la conducta del Infante, y un profundo silencio siguió á su respuesta.

Entonces manifestó el Rey deseo de quedarse sólo, y en el momento se retiraron todos aquellos altivos personajes, unos llenos de satisfaccion por el triunfo que acababan de conseguir, y meditando otros la manera de enarbolar los estandartes de la rebelion, pues en aquella época en que la monarquía aun no habia fijado de una manera sólida sus cimientos, eran en estremo frecuentes aquellos choques entre los poderosos Señores que rodeaban el trono, los cuales viendo en el pueblo un esclavo se valian de él para sustentar su capricho ó sus intereses, y sin cuidarse de la sangre que vertian sus míseros vasallos alzaban pendones de guerra con una sacrílega indiferencia siempre que les venia en mientes.

Unicamente el Arzobispo de Sevilla, el Justicia mayor de la córte y Gonzalez Ruiz de Atienza permanecieron al lado de D. Alonso, que al verse solo con sus privados dejó su régio asiento, y cruzando los brazos sobre el pecho esclamó despues de reflexionar un breve instante:

-Vive Dios, señores, que hemos quedado lucidos con nuestro plan de reconciliacion! ¿Son esas las buenas disposiciones que me dijiste haber encontrado en los partidarios de mis nietos?... Pues mira, Alonso, me has hecho agotar todos mis recursos para construir un edificio tan sólido como los castillos de arena que hacen los niños, y ha bastado el soplo de otro muchacho atrevido para echárnosle por tierra. ¡Oh! esto no puede seguir así: es indispensable poner coto á la arrogancia de unos vasallos que abusan á cada paso de sus privilegios, y ya es hora de que los Reyes nuestros vecinos sepan que la espada de Alonso el deceno es la misma que venció á los moros de Murcia y de los Algarbes. ¿Quieren probar nuestro rigor? Pues bien, que lo prueben. ¿Qué decís vos de esto, señor Arzobispo? ¿Parece que os habeis quedado pensativo? ¿Creeis que no tengo razon en adoptar un sistema diametralmente opuesto al que he seguido hasta aquí? Hablad, decidme vuestro parecer.

-Señor, si así lo exigis, os diré que vuestra Alteza no necesita asesorarse de nadie, pues rara vez propone un plan que no sea el mas conveniente. ¿Qué podríamos indicar nosotros, que vuestra alta capacidad no hubiese ya previsto?

-Compadre, no era un elogio, sino un consejo lo que esperaba de vos; pero puesto que tanto le cuesta á la iglesia ser esplícita conmigo, recurriremos a la milicia. ¿Qué dices tú Atienza? ¿Hago mal en adoptar la energía para reprimir tanto desórden? ¿qué opinas de lo que acaba de ocurrir en la audiencia de hoy? habla con franqueza tú que siempre me dices la verdad.

-Yo entiendo poco de consejo; pero sin embargo, creo que á no haber cedido vuestra Alteza con demasiada bondad á las exigencias de las Córtes de Segovia, no se veria hoy en el caso de recurrir á las armas para hacer respetar sus determinaciones: pero aquello pasó ya, y opino que lo hecho debe sostenerse á todo trance, pues fuera mengua que Don Alonso de Castilla recibiese órdenes, no digo de Felipe de Francia, sino del mismo Emperador Balduino: en cuanto al descontento de los Grandes, no creo que el Rey está en el caso de mirarles el rostro á sus vasallos antes de obrar, y la respuesta que habeis dado al Infante es la misma que yo le hubiera dado hallándome en vuestro caso.

-¿Con que opinas que hice bien en no acceder á la pretension de mi atrevido primo? Y á tí ¿qué te parece, Alonso?

-Me parece que debemos apercibirnos á la pelea, pues cuando el infante D. Fadrique salia por aquella puerta, le ví echar mano á la daga y mirar á sus amigos con ojos centellantes.

-Ese es un movimiento habitual de mi hermano, dijo el Rey con indiferencia: sin embargo, por lo que pudiera suceder vigilarás á cuantos tengas por sospechosos. No pierdas de vista á Garci Jofré de Loaisa: ese anciano de orígen dragonés me infunde mas recelo á pesar de su hidalguía y de sus años, que mi hermano con todos sus arrebatos de cólera.

-Plegue á Dios que sean vanos los temores del señor Justicia mayor, dijo el Arzobispo levantando los ojos al cielo.

-Amen, compadre, repuso el Rey; pero esta vez creo que no se equívoca como cuando nos afirmaba que era posible una reconciliacion entre nuestros Grandes: vamos, Alonso, no perdamos tiempo; encárgale al capitan Fernandez que reuna en el alcázar á todos sus archeros: tu Atienza, dispon que Salcedo ponga sobre las armas á mis lanceros castellanos; y vos, señor Arzobispo, volved al lado de mi hijo D. Sancho y prevenidle que reviste todas las fuerzas acampadas en las inmediaciones de Toledo. Ahora dejadme solo, pues antes de vestirme la armadura quiero ver terminadas mis Tablas astronómicas, y estoy esperando á los doctos Aben-Raghel y Alquibicio, que han presidido hoy la sesion en el palacio de Galiana y no pueden tardar en venir a darme cuenta de sus adelantos.

Dijo: y acompañando hasta la puerta de su estancia al reverendo prelado y á los dos consejeros, les repitió sus órdenes y se quedó solo, pensando en salvar las obras de su ingenio de la borrasca que le amenazaba, como César cuando al arrojarse á las aguas en Alejandría pensó en salvar sus inmortales Comentarios á la par de su existencia.




ArribaAbajoCapítulo XIV

En que se escribe una carta que no ha de leerse hasta mas adelante.


Diego Alonso no se habia equivocado: apenas salieron del régio alcázar los ricos-hombres que se hallaron presentes á la demanda del Embajador francés, cuando el revoltoso D. Fadrique, reuniendo en su casa á todos los partidarios de los Infantes de la Cerda, les hizo saber la resolucion de su hermano, invitándoles al propio tiempo á empuñar las armas para protestar contra semejante conducta.

Varias fueron las opiniones de los descontentos en esta ocasion: unos se mostraban recelosos, temiendo ser vencidos por el bando de D. Sancho, que segun decian era mas numeroso y compacto que el suyo; otros opinaban por el contrario, que nada podria resistir á su valor, y despues de larga y agitada discusion, resolvieron que los principales caudillos saldrian de Toledo sin pérdida de momento, con el objeto de preparar el ánimo de los pueblos con cuya adhesion contaban: un mensajero partió en direccion de Albarracin, á prevenir al Señor de Lara que habia llegado el momento de obrar, y el infante D. Fadrique y el Señor de los Cameros, se encaminaron aquella misma noche el primero á Burgos y el segundo á Logroño, á fin que el grito de rebelion resonase simultáneamente en todos los ángulos de la monarquía.

El venerable Jofré de Loaisa, á pesar de su templanza se encargó de esparcir con la mayor actividad la alarma en la córte, y sus emisarios se diseminaron por la ciudad y sus alrededores, llevando instrucciones secretas á los jefes de mesnada y á los aventureros que pertenecian á su bando.

Una sorda agitacion se esparció por todas partes, y entre la soldadesca, pocos días antes tan risueña y unida, cundió la desconfianza: los vizcainos trataban con recelo á los castellanos; las huestes reales recibieron órden de replegarse en torno de la ciudad, y los soldados del infante D. Sancho parecian vigilar la conducta de las tropas mercenarias que se habían unido al ejército espedicionario.

El pueblo se agitaba tambien, pero sin comprender la causa de tan estraordinario movimiento, pues los -grandes revoltosos de aquella época, no hacian partícipes á las masas de sus designios hasta el momento de lanzarlas á la pelea como si fuesen jaurías de lebreles: cada Señor disponia de sus vasallos, y para obligarles á empuñar las armas no se valía de la persuasion ni del halago, sino de rudas amenazas: por eso la plebe toledana miraba con afanosa curiosidad el desasosiego de la córte, sin cuidarse mucho del papel que le tocaria desempeñar en el drama que preparaban los poderosos y aguardaba con curiosidad el resultado de todas aquellas reuniones de nobles y de aquel aparato de fuerza que desplegaban los hombres del poder.

No se crea sin embargo, que las hostilidades se habian roto visiblemente entre los dos bandos: D. Fadrique y el Señor de los Cameros pretestaron al partir que asuntos importantes de familia les obligaban á alejarse de la córte momentáneamente, y los oficiales de palacio doraban con el nombre de revistas la reunion de tropas que llegaban diariamente á la ciudad; pero el pueblo con su natural instinto adivinaba que algo estraordinario estaba pasando en las altas regiones, y los jefes de los partidos no lograban engañarse unos á otros, por cuya razon no depusieron la desconfianza y siguieron obrando con la mayor actividad y cautela.

Mientras Jofré de Loaisa reunia en su casa a sus amigos para apoyar la causa de los de la Cerda, el infante D. Sancho congregaba en torno suyo á sus parciales con el objeto de sofocar toda tentativa que pudiera perjudicar á sus intereses, y hasta el mismo Rey tenia tomadas sus medidas para impedir que la rebelion levantase de nuevo la cabeza; pero un incidente que no era difícil de prever, vino á inflamar los combustibles preparados hacia ya mucho tiempo para la hoguera que debia devorar en breve espacio la parte mas granada de la monarquía castellana.

Animada la princesa Doña Blanca con la reclamacion que en su favor acababa de hacer su hermano Felipe el Atrevido, resolvió presentarse otra vez en Castilla para reanimar el ardor de sus partidarios, y con aquel valor propio de una madre que reclama los derechos de su hijo, voló á Toledo, dejando bajo la custodia de la reina Doña Violante y del astuto Monarca de Aragon á los malhadados herederos de D. Fernando.

Su presencia en la córte dispertó los recelos de su cuñado D. Sancho y del suspicaz D. Lope Diaz de Haro, que no pudiendo atentar contra la libertad de la princesa y viendo lo inminente del peligro que le amenazaba, decidió exasperar, á sus enemigos a fin de hacerles dar algun paso que obligase al Rey á adoptar medidas violentas: para lograr su objeto, se dirigió, como tenia de costumbre, al Infante, de quien era favorito, y le hizo comprender que Doña Blanca podria con el auxilio de la Francia privarle de sus derechos á la corona.

Aquel recelo que hubiera sin duda intimidado a otro menos audaz que D. Sancho, irritó el carácter altivo de tan esforzado mancebo, y lo hizo tomar de, nuevo aquella imponente actitud en que se colocára á la muerte de su hermano primogénito: sus partidarios eran numerosos, y Don Alonso que ya se habia decidido á legarle el cetro en las Córtes de Segovia, no podia dejar de apoyarle en tan difíciles circunstancias: aquel sábio, Rey, ya lo hemos dicho en otro lugar, era irresoluto como todo hombre pensador y tardaba en resolverse á adoptar una determinacion; pero una vez adoptada nadie le escedia en firmeza, y en mas de una ocasion se le vió sostener con la espada en la mano lo que había resuelto en el consejo: por eso cuando D. Sancho entró en su estancia con el ceño fruncido y la mirada recelosa,

Á participarle los temores que le infundía la presencia de Doña Blanca, le respondió con entereza:

-Habeis olvidado, señor Infante, que el Rey vuestro padre fué el que os nombró su presunto heredero en las Córtes de Segovia?

-No lo olvidé señor: mas como soplan tan recio los aires de allende el Pirineo, temo que se resfrien vuestras buenas intenciones con respecto á mi.

-Ese temor me ofenderia, si no estuviese acostumbrado á la quisquillosa suspicacia de vuestros parciales.

-¿Suspicacia llamais á mis recelos? pues qué ¿acaso no hay motivo para temer la demanda de una princesa á quien amais demasiado quizá, y que se apoya en la enérgica reclamacion que en nombre de su Rey os hizo nuestro deudo el señor Botiller de Francia?

-Esa reclamacion, por mas enérgica que os parezca, no ha de alterar en nada lo que Alonso de Castilla ha determinado: yo os lo fio, señor Infante.

-Pero...

-Pero qué? dijo el Rey sin ocultar el descontento que le causaba la tenacidad de su hijo.

-Pero es el caso, contestó el Infante sin variar de tono, que los partidarios de los de la Cerda se aprestan á la insurreccion, y tal vez logren sorprenderos con un golpe de mano atrevida.

-Sorprenderme!... no os entiendo: esplicaos mejor, Don Sancho: decidme esplícitamente qué demonios de recelos os han metido en la cabeza.

-Pues bien, señor, va que me autorizais á ello os diré lo que temo: en primer lugar permitidme recordaros que no hace muchos meses os anuncié que se conspiraba en Toledo: me, respondisteis que soñaba, y algunas horas despues de haberos revelado mi sueño, vinieron á dispertarnos el choque de las armas y los rugidos de la rebelion: esto os probará que á pesar de mi suspicacia no suelo equivocarme en mis vaticinios, y creo que no desatendereis el aviso que vengo á daros: los rebeldes á quienes logramos desbaratar en la plaza de Zocodover, van á levantar de nuevo el grito; pero no en la ciudad, sino en los campos de Castilla y detras de los muros de sus feudales madrigueras.

Inmutóse D. Alonso al oir las palabras de su hijo, que no hacian mas que corroborar sus temores, y con voz algun tanto alterada por el enojo que le causaba la insolencia de unos vasallos por quienes tanto se habia desvelado, dijo poniendo la mano sobre el hombro del Infante y sonriendo con amargura.

-¡Vive Dios, que si tal aconteciese, habian de sentir el peso de mi espada!

-Pues acontecerá, señor: el infante D. Fadrique ha ido á desplegar en Burgos sus pendones de guerra, para disputarme á nombre de sus sobrinos el cetro que vos quereis legarme: D. Simon Ruiz, Señor de los Cameros, secundará su grito en Logroño, y amen de los que se rebelen en Toledo: Don Juan de Lara se lanzará sobre nosotros con todos sus vasallos desde el castillo de Albarracin: esto no son sueños, Señor: y ya veis que no hago mal en temer por mis intereses, pues si el francés echa su espada en la balanza en semejante conyuntura, no le seria imposible haceros revocar lo que firmásteis en Segovia.

-Os engañais, D. Sancho, nadie es capaz de torcer la voluntad del Rey de Castilla, y ¡guay de los que intenten intimidarle con la fuerza! probadme que mi hermano conspira de nuevo, y os doy mi palabra Real de que antes de tres dias nada tendreis que temer, ni de él ni de ninguno de sus cómplices.

Pasó por los ojos del Infante una ráfaga de siniestra alegría, y echando mano á la escarcela sacó de ella un pergamino que desarrolló lentamente, presentándole á su padre con una sonrisa que le hizo estremecer: leyólo el Rey examinando cuidadosamente la forma de la letra, y vió que decia de esta suerte:

«Señor Jofré de Loaisa: Cuando mi primo el Gran Botiller de Francia vuelva á Toledo a retar al Rey mi hermano, en nombre de su señor Felipe el Atrevido, por el asunto que ventilamos, hareis de suerte que la gente menuda vocee en pró de la demanda del francés: nosotros cargaremos entonces al grito de Castilla por la Cerda, y héte derrocado al infante D. Sancho y con él á ese Lope Diaz de Haro, que Dios confunda: mi hermano, nuestro señor, cederá: no le gusta ver correr la sangre y nosotros medrarernos: no aguardeis otro aviso para obrar.

Fecha en Burgos 13 dias andados del mes de noviembre del año del Señor 1277

El Infante D. Fadrique.»

Agitó la mano de D. Alonso un imperceptible temblor, y volviendo á doblar el pergamino con suma lentitud, murmuró como si hablase consigo mismo:

-No hay duda, está escrito: no bastan las hostias pacíficas para calmar los rigores de una providencia injusta, imperfecta.

Estas últimas palabras las pronunció de modo que no llegaron á los oidos del Infante: y levantando la voz, añadió revistiendo su fisonomía de la mas enérgica espresion:

-Está bien, veo que me decis la verdad: gran tormenta nos amenaza; pero ¡vive Dios! que yo sabré conjurarla con la cruz de mi buena espada de Toledo. Decidle al Justicia mayor que le aguardo, y esperad mis órdenes: vais a salir con un encargo importante. Quiero daros pruebas de confianza tales, que no os dejarán duda de cuán resuello estoy á sustentar los derechos que las Córtes de Segovia os concedieron con nuestro libre beneplácito.

Obedeció el Infante, y un momento despues entró en la régia estancia D. Diego Alonso, en cuyas recelosas miradas se advertia que aquella repentina llamada le causaba gran sorpresa.1

-Sentáos y escribid, dijo el Rey despues de haber contestado con una leve inclinacion de cabeza al respetuoso saludo del cortesano.

Obedeció el Justicia mayor, y el Rey empezó á dictarle, sin dejar de pasearse lentamente de un ángulo al otro de la habitacion; pero antes de dar cuenta de las órdenes que Don Alonso iba á comunicar por escrito, nos será forzoso trasladarnos al lugar de otra escena, que aunque bien diferente de la que estaba en palacio no por eso nos interesa menos, pues se halla estrechamente enlazada con los principales sucesos de esta verídica historia.




ArribaAbajoCapítulo XV

En que se escribe una carta que como la anterior, no ha de leerse hasta el capítulo siguiente.


En un perfumado gabinete, adornado con toda la profusion del lujo oriental, y medio tendida sobre mullidos cojines de pluma y seda, se hallaba una mujer en cuyas siniestras miradas se traslucia la espresion de un mal pensamiento: aquella mujer era Séfora, la hija del Merino mayor.

Desde la noche en que reconoció en el capitan Fernandez á su primer amante, habia sentido que el fuego de una pasion mal apagada volvia á devorar sus entrañas; pero como su alma jamás se agitó sin dispertar sus malos instintos; como en el fondo de su amor existia el germen del ódio, y á sus voluptuosos deseos acompañaban siempre sus tiránicos pensamientos; al ver al hombre por quien tanto habia sufrido, al lado de una mujer de quien lo creyó enamorado, sintió que unos celos ardientes, satánicos, perturbaban su razon y desde aquel momento lo olvidó todo para pensar únicamente en los medios de aniquilar á una rival á quien ya odiaba antes de presumir que le habia robado el afecto del único mortal que supo conmover las fibras de su corazon de acero.

Su primer cuidado fué averiguar qué clase de relaciones unian á D. Alonso Fernandez con la noble castellana; y poniendo en juego todos los medios de que puede disponer una mujer hermosa y rica además, no tardó mucho en convencerse de que el afecto que su amante profesaba a la de Ucero en nada podia perjudicar al amor que ella habia sabido inspirarle en otro tiempo, en caso de que existiese aun algun resto de aquel amor; pero como suele acontecer muchas veces, la perspicaz hebrea halló siguiendo los pasos de Doña María, las huellas de otra aventura que la condujeron al descubrimiento de una verdad harto amarga, á saber: que el bizarro aventurero amaba á otra dama, pero de tan alta gerarquía, que era difícil asestar contra ella los tiros de la venganza.

No titubeó, sin embargo, la hija del Merino mayor, y la elevacion de su rival en vez de intimidarla no hizo mas que avivar su ódio: nada exaltaba tanto aquella alma indómita como los obstáculos que se oponian á sus deseos, y siendo poco escrupulosa en escoger los medios, raras veces dejaba de llegar al fin que se proponia. No bien supo el nombre de su enemiga cuando su imaginacion, fecunda en dañinos pensamientos, le sugirió las armas de que debia valerse para combatirla, y sin perder un momento los puso todos en juego.

Descubrió que el infante D. Fadrique era el campeon mas autorizado de la ilustre dama que sin saberlo habia dispertado su ódio, y sin tener en cuenta las atenciones que su padre debia al hermano del Rey, se unió al bando de D. Sancho y se declaró enemiga acérrirna de los Infantes de la Cerda.

Parecerá sin duda que el influjo de una mujer del pueblo no debia ser de grande importancia tratándose de una cuestion tan alta como la que ventilaban los primeros magnates del reino; pero que no hay enemigo chico, es una máxima harto mas verdadera que vulgar.

D. Zag de Malea ocupaba por sus vastos conocimientos financieros una posicion escepcional en Toledo; todos los ricos-hombres de Castilla lo confiaban el manejo de sus negocios, y esta circunstancia que le constituia en tesorero universal, colocaba en sus manos los hilos de todas las intrígas políticas y amorosas de la córte; pero el buen rabino conocia demasiado sus intereses para no ser cauto en estremo, y jamás se habia declarado en pró de ninguno de los bandos que traian turbada la tranquilidad pública: era el amigo de todos y siempre se habia mantenido sordo á cualquier pregunta indiscreta; su hija, sin embargo, era una escepcion de la regla y con ella únicamente era confiado y espansivo: Séfora sabia por consiguiente cuanto le interesaba saber, y ella fué la primera que traslució los designios del infante D. Fadrique cuando se alejó de Toledo con el intento de levantar el grito de rebelion.

Antes de partir, habia llamado el Infante al Merino mayor para darle órden de poner en Burgos á su disposicion un cuento de maravedís: el pedido de tan enorme suma, hizo sospechar al astuto israelita que se trataba de dar un golpe de mano, y al regresar á su casa se lo comunicó á su hija; no desestimó Séfora la nueva, y llamando á su paje favorito le entregó un billete cuyo contenido se reducia á estas breves palabras:


«Garcés, venid antes de poneros en marcha.»
Séfora.

Semejante órden fué obedecida como los conjuros de las hechiceras, y un momento despues se hallaba en la estancia de la judía un apuesto mancebo armado de todas armas, sobre cuya dalmática de paño verde campeaba bordado con seda el blason de D. Fadrique: aquel mancebo era el escudero del Infante y descendia de noble alcurnia: su tio Suero Perez de Barbasa, que le amaba en estremo, le habia colocado al servicio del hermano del Rey, y el hermano del Rey le honraba con su confianza.

No era indigno el noble mozo de aquella deferencia: su valor corria parejas con su bizarría, y su lealtad rayaba en fanatismo: mas de una vez habia espuesto la vida en servicio de su señor, y ninguna consideracion humana fué parte jamás á desviarle del cumplimiento de su deber; pero un día vió por su mal á la hija del Merino Mayor, y sintió por ella lo que casi todos esperimentaban al contemplar sus ojos fascinadores; la siguió primero con sus miradas, suspiró despues por sus encantos, y acabó por hincarse á sus pies ciego de amor.

Séfora, á pesar de su altivo carácter, nunca desoia las palabras de un enamorado, y aunque ningun afecto por tierno y verdadero que fuese; conmovia su corazon, le gustaba sin embargo aspirar el incienso que diariamente quemaban en sus aras los infinitos admiradores de su belleza.

Escuchó, pues, con una dulce sonrisa las palabras del apuesto mancebo, y sin soltar ninguna prenda que pudiese obligarla dejó que el incauto Garcés diese pábulo á su pasion como habian hecho otros muchos. Poco tardó en recoger el fruto de sus benévolas sonrisas, y el amor del jóven escudero fué una de sus armas mas terribles cuando se declaró enemiga del Infante D. Fadrique.

Avivó con el calor de sus miradas el fuego que ardia en el corazon del mancebo, le permitió que vistiese sus colores, y cuando estuvo segura de su cariño le convirtió en instrumento de sus iras: en sus coloquios de amor le arrancaba cuantas revelaciones podian ser útiles á sus designios, y el malhadado Garcés pagaba cada beso de su querida con un pedazo de su honra, pues sin saberlo vendia los secretos de su señor á su enemiga mas encarnizada, faltando así á la fé de caballero y de servidor leal.

El dia en que fué llamado por Séfora con las apremiantes palabras del billete que hemos copiado, halló á la perspicaz judía inquieta en estremo.

-Qué teneis, señora? la preguntó despues de besarla la mano con ternura.

-Garcés, sé que vais á partir, le respondió Séfora fingiendo que enjugaba una lágrima: sé que vais á partir, y no ignoro que en Burgos os espera una mujer á quien amásteis en vuestros primeros años.

-¡Qué locura! esclamó el mancebo con el acento del mas sincero dolor: ¿quién me ha calumniado de esa suerte? ¿quién os ha dicho que mi corazon ha latido jamas por otra que no fuéseis vos?.. Voy á partir es cierto; pero no por mi voluntad: mi señor lo ha dispuesto, y bien sabeis que un caballero leal no puede oponerse á las órdenes de su amo.

-Me engañais, Garcés: D. Fadrique no os lleva siempre consigo, y si se lo hubiéseis rogado os permitiria quedaros.

-Por Dios, Séfora no os complazcais en hacerme sufrir: es verdad que D. Fadrique suele relevarme de mi servicio cuando solo se trata de espediciones de recreo; pero jamás ha enristrado la lanza contra sus enemigos sin que yo fuese á su lado para que mi pecho le sirviese de escudo en el combate.

-Y qué! esclamó la judía desarrugando el ceño y dando á su semblante la espresion de la mas viva zozobra: ¿acaso partis para guerrear?

-Tal vez, respondió el mancebo procurando tranquilizarla.

-Pero ¿contra quién? la tregua con los moros subsiste todavía y nadie ha levantado pendones contra Castilla.

-Perdonad, Séfora, es un secreto que me permitireis guardar: os juro por la memoria de mi madre que este viaje en nada menoscaba el amor que os profeso; pero me es forzoso emprenderlo, el honor me obliga á ello...

-¡El honor, el honor!... murmuró la hebrea, herida de repente por un doloroso recuerdo y verdaderamente conmovida. ¡Hé aquí lo que vale el cariño de los hombres: no bien se interpone entre ellos y la mujer que les entrega su albedrío ese vano fantasma á quien llaman honor, cuando sin atender á lágrimas ni á ruegos se apartan del objeto á quien fingieron amar, diciendo con orgullo «cumplo con mi deber, sacrifico el cariño á la honra»! pero mienten, mienten; cuando se ama de veras no hay deber ni consideracion que no se incline delante del amor, del amor que es el afecto

mas vehemente ; del amor que es la mas santa de las pasiones.

Hablando de esta suerte, Séfora cuya voz de contralto heria dulcemente las fibras del corazon, estaba irresistible: sus ojos animados por un brillo estraordinario turbaban con su mirada magnética á su inesperto amante, sus lábios agitados por el temblor de la elocuencia hubieran arrebatado al hombre mas indiferente, y los latidos de su pecho que undulaba agitado como las olas del mar, la hacian tan interesante que el pobre mozo se arrojó á sus plantas fuera de sí y resuelto á sacrificárselo todo.

-Basta, basta vida mia! esclamó con trasporte: mi pecho atesora ese amor de que estás hablando. ¿Qué exiges de mi? ¿quieres que abandone a mi señor natural? ¿quieres que pase á los ojos del mundo por un cobarde?... ¿quieres que empañe el limpio escudo de mis nobles ascendientes con una infame traicion?... pues bien, señora, pídeme cualquiera de estos sacrificios y verás si mi pecho te adora.

-No, no te quiero mancillado, repuso Séfora, pensando que la lealtad de aquel mancebo podia serle mas útil que su traicion; me basta con que no tengas para mí secretos: me basta con que me pruebes que no amas á otra, y que ese viaje no lo haces por tu voluntad.

-Pues bien, señora , te lo diré todo: ya sabes que Don Fadrique es el jefe del partido de los Infantes de la Cerda: la princesa Doña Blanca ha llegado á la córte hace algunos dias, y mientras ella reclama del Rey los derechos de sus hijos, nosotros vamos á sostener con las armas en la mano esa justa demanda.

-Garcés, si no te amase, te creeria bajo tu palabra pues conozco tu veracidad; pero el amor es desconfiado y como ciego necesita tocar la evidencia para cerciorarse de ella. ¿Cómo me probarás que solo te aleja de mi lado era noble empresa de que me hablas?-Haciéndote ver cuantas órdenes reciba por escrito de mi señor; bien sé que falto á su confianza; pero te lo he dicho, estoy pronto á sacrificártelo todo: mira, añadió sacando de su escarcela un pergamino, esta es la instruccion que el Infante va á dejar á sus parciales de Toledo , mientras él se encamina á Burgos con el fin que te he dicho: en el momento de recibir tu billete me preparaba á llevarla a su destino.

-Basta, Garcés, me basta por hoy esa muestra de tu franqueza, dijo la astuta judía sin mirar siquiera el pergamino; nada me importan los asuntos de tu señor ; y solo quiero convencerme de que no te aparta de mi lado el amor de otra mujer: ya estoy tranquila; pero júrame antes de partir que siempre que te lo exija me darás pruebas de tu lealtad tan claras como la de hoy.

-Te lo juro, esclamó el noble mozo con una sinceridad infantil, y un largo coloquio de amor siguió á estas palabras.

Algunas horas despues salia de Toledo el infante Don Fadrique seguido de su noble escudero Garcés de Barbasa y de una gruesa escolta de ballesteros.

Creemos que bastará lo dicho para esplicar cómo un mes mas tarde llegó á poder del infante D. Sancho la carta que su tio D. Fadrique dirigia al venerable Jofré de Loaisa, incitándole á la rebelion. Séfora fué la que logró arrancar tan importante documento de manos del enamorado Garcés, y mientras el infante D. Sancho estaba haciendo uso de aquella arma terrible, aguardaba ella el resultado de tan inícua maquinacion, en la muelle actitud en que la vimos al introducir á nuestros lectores en su perfumado gabinete. Ya hacia largo rato que estaba aguardando, entregada á negros pensamientos de venganza; cuando vinó á sacarla de su inquieta meditacion un leve rumor de pasos.

-Quién es? preguntó sin mirar siquiera á la puerta.

-Yo, señora.

--Ah! eres tu Adhel: ¿qué ocurre?

-Que os buscan.

-Quién?....

-El Señor de Haro.

-Hazle entrar, hazle entrar, esclamó Séfora, incorporándose sobre los cojines, y tomando una posicion menos voluptuosa.

-Dios os guarde, dijo D. Lope descorriendo un rico tapíz y aproximándose á la hija del Merino mayor con su habitual sonrisa.

-Qué hay de nuevo, Señor de Haro?

-Nada, señora, nada en resumidas cuentas, el billete de D. Fadrique ya habrá llegado á manos del Rey; pero no nos hagamos ilusiones, esto no basta, y una vez que Don Alonso está ya sobre aviso, es indispensable que la rebelion estalle á fin de que la espada de su justicia caiga sobre la cabeza de nuestros enemigos ; es indispensable que acabemos de una vez con esa mujer cuya presencia en la córte entorpece todos nuestros planes.

-Y ¿en qué piensan los partidarios de D. Sancho que no la aniquilan de un solo golpe?

-Piensan en los medios de aniquilarla.

-Y cuándo hallarán esos medios?

-Creo que ya los han hallado. Decidme, señora: estais dispuesta á seguirme á todo trance? os sentis con valor para secundar mis proyectos?

-Sí, D. Lope, con tal que esos proyectos se encaminen ante todas cosas á la completa ruina de laque ha secado en mi corazon la última esperanza.

-En ese caso preparad recado de escribir.

Dejó Séfora los cojines en que aun permanecia recostada, y sentándose delante de una mesa, tomó una pluma diciendo:

-Os aguardo.

Aproximóse á ella el Señor de Vizcaya y apoyándose en el respaldo de su sitial empezó a dictarle en voz baja una larga carta... de amor.




ArribaAbajoCapítulo XVI

Donde se leen las dos cartas escritas en los capítulos anteriores y se refieren los preliminares de un suceso grave.


Hermano D. Fadrique el amor que á mis pueblos profeso, me torna en perene sustentador de su dicha y tranquilidad: cuantas determinaciones he tomado desde que ciño la corona de nuestro santo padre, han sido encaminadas al mayor lustre de mi reino y al bien estar de mis vasallos: hijos mios son, y yo pastor y Argos de un rebaño que fia en mi custodia; no lo olvides.

Los ojos de un Rey no se cierran jamás, y los mios han sondeado vuestros designios; si no fuéseis mi hermano mas querido os daria órdenes severas; pero prefiero suplicaros que deponiendo el enojo que os ciega, volvais á mi lado tan luego como llegue á vuestro poder esta misiva; no me obligueis á trataros de otra suerte.

El Rey

Mientras esto dictaba en su palacio el Rey D. Alonso al Justicia Mayor de la córte, D. Lope Diaz de Haro dictaba á su vez la siguiente carta que Séfora escribia con maligna complacencia:

«Mi amado Garcés: una mujer enamorada vela sin tregua por el hombre querido de su corazon: yo que te amo, acabo de descubrir que tu vida corre peligro. Los partidarios de D. Sancho han logrado que el Rey decrete la prision de cuantos se interesan por los Infantes de la Cerda.

«La princesa Doña Blanca vá á ser encerrada en un convento, y D. Fadrique, á quien se llamará á la córte so protestos especiosos, se halla tambien condenado á dura reclusion.

«Tú y cuantos hidalgos habeis empuñado las armas en pro de los Infantes, sereis tratados como reos de alta traicion, y plegue á Dios, que no os aguarde un cadalso.

«No desatiendas este aviso; hazle saber á tu señor cuanto ocurre, y ojo avizor, porque los traidores os cercan por todas partes.

«Si no os dejais sorprender vuestro triunfo es seguro; el Rey de Francia, lo sé de positivo, se apercibe á sustentar vuestra empresa.

«No te digo mas: consérvate ileso para tu Séfora.»

Estas dos cartas que debian producir tan diferentes efectos en el ánimo de D. Fadrique, salieron á la par de Toledo y á la par llegaron á su destino; pero en tanto que los encargados de entregarlas corrian á toda brida y sin tomar descanso, á nosotros cumple ocuparnos nuevamente de la princesa Doña Blanca, de quien ya dijimos, aunque de pasada y sin entrar en pormenores, que habia regresado á Castilla.

En efecto, ya hacia algun tiempo que la viuda de Don Fernando de la Cerda se habia presentado en la córte seguida de escasa comitiva y en actitud harto humilde, aunque en el fondo del corazon abrigaba altos deseos y grandes esperanzas.

El Rey D. Alonso la recibió con inequívocas muestras de ternura, que aunque estaba resuelto á negarse á sus pretensiones, la amaba sinceramente, tanto por ser la esposa de su hijo mas querido, cuanto por su carácter franco y apacible.

Dióla aposento en su propio alcázar, y colocando á su lado régia servidumbre la trató como cumplia á la ilustre hija de San Luis.

Una visible agitacion cundió en Toledo desde el punto en que se supo la llegada de la simpática princesa: sus parciales corrieron á rendirla homenaje y á ofrecerla sus espadas con todo el entusiasmo de aquella edad caballeresca, y sus enemigos, como hemos indicado ya, la miraron con recelosa desconfianza y se apercibieron á contrarestar con todas sus fuerzas cuantos planes intentase poner por obra.

Entre los primeros el que mas se habia hecho notar por su franca adhesion, era el hidalguísimo Jofré de Loaisa, y entre los segundos nadie mostró su descontento tan esplícitamente como D. Lope Diaz de Haro.

Sin embargo, entre los amigos de la Princesa habia alguno que sin manifestarlo estaba mas dispuesto que nadie á sacrificar por ella no solo cuanto poseia en el mundo, sino hasta su vida y su fama; y entre sus contrarios existia quien la odiaba en secreto mil veces mas que el Señor de Vizcaya.

El venerable Loaisa era el campeon de una causa que creia justa, y combatia sin ocultarse y con la lealtad que le caracterizaba, mas bien por Doña Blanca que por los derechos que esta reclamaba: D. Lope Diaz de Haro capitaneaba el bando opuesto y no aborrecia á la Princesa personalmente, sino como á jefe de un partido que se oponia al cumplimiento de sus miras ambiciosas y á la prosperidad de su casa.

No así el amigo y el adversario incógnitos de que hemos hecho mencion; el primero idolatraba á la dama, el segundo detestaba á la mujer, sin que en estos encontrados sentimientos entrasen por nada el espíritu de partido ni las conveniencias sociales; por eso obraban en el misterio, y el ódio del uno se estrellaba siempre en el amor del otro, sin que nadie se apercibiese, de aquella lucha secreta que mas de una vez hizo esperimentar graves disgustos y consuelos inesperados á la ilustre Princesa, la cual en su fe piadosa atribuia aquellas vicisitudes cuyo origen le era desconocido, á un hado adverso que la perseguia y á una providencia bienhechora que velaba por ella; pero el relato de una aventura que la aconteció á los pocos dias de haber llegado á la córte, nos hará conocer antes que á ella quiénes eran los instrumentos de sus pesares y de sus alegrías.

Firme el Rey D. Alonso en su propósito de sustentar la tranquilidad del Estado, sin ceder por eso á estrañas influencias ni á murmullos amenazadores, habia dispuesto el mismo dia en que tan enérgicamente desatendió la demanda del Rey de Francia, que su privado D. Gonzalo Ruiz de Atienza fuese á la córte de Felipe el Atrevido con instrucciones secretas y ámplios poderes, á fin de convencer á su coronado pariente de cuánto les interesaba vivir en paz y sin romper unas hostilidades que solo desventuras podian acarrear á sus respectivos reinos.

Partió el noble castellano á desempeñar tan importante encargo, y entre tanto el Rey, que conocia mejor que nadie lo difícil de su posicion, fingió no alarmarse por la repentina marcha de su hermano y del Señor de los Cameros, y dejando al interés de su hijo el cuidado de velar por la tranquilidad pública, se ocupó con suma actividad y en el mayor secreto del plan que se habia propuesto desarrollar.

Hizo que Fray Ademaro, religioso austero y de capacidad poco comun, se encaminase á Roma so pretesto de una peregrinacion particular, á pedirle al Papa que interviniese en tan árduo asunto, rogándole encarecidamente que al presentarse como mediador entre los dos Reyes, lo hiciese sin manifestar que ninguno de ellos lo habia solicitado; escribió al propio tiempo á su nieto D. Dionisio, Rey de Portugal, invitándole á una estrecha alianza con el fin de impedir que los revoltosos pudiesen hallar un refugio en el vecino reino; llamó en torno suyo á todos los grandes con cuya lealtad podia contar sin recelo, y despachó embajadores á su cuñado el Rey de Aragon, pidiéndole esplicaciónes sobre la conducta que pensaba observar en el caso de que Felipe el Atrevido insistiese en su demanda y quisiese sustentarla con las armas en la mano.

Una vez tomadas estas medidas aparentó entregarse esclusivamente á sus trabajos científicos, y cuando la Princesa Doña Blanca se presentó en la córte, la recibió con benevolencia, pero sin permitirla que le hablase de sus pretensiones.

Siempre que la ilustre dama le pedia una audiencia particular, la respondia con evasivas harto injustificadas, pero que no podian considerarse sin embargo como desaires; esta conducta exasperaba á los partidarios de los Infantes de la Cerda, á pesar de no darles fundado pretesto para manifestarse ofendidos: todos ellos recibian diariamente las mas espresivas muestras de afecto, y la Princesa era tratada en palacio como una hija querida.

Los mas de los dias entraba el Rey en su aposento, aunque siempre acompañado del infante D. Sancho ó de alguno de sus mas ardientes partidarios y la manifestaba su cariño con mil delicadas atenciones y disponiendo espléndidos festejos para obsequiarla.




ArribaAbajoCapítulo XVII

De como el amor presta sus alas á los que quieren bien.


Un dia en que el sol apareció radiante y la atmósfera templada en estremo, convocó el Monarca á todos sus cortesanos para salir á dar una batida á las fieras del monte.

No se hicieron aguardar los ricos-hombres de Castilla tan aficionados á los belicosos ejercicios de

lo montería, y antes de las diez de la mañana atronaban la plaza de Zocodover con el sonido de sus cornetas y con el ladrido de sus lebreles, cien bizarros cazadores ataviados con todo el lujo de aquella época, lujo que consistia no en el atildado esmero de las galas, sino en el fino temple de las armas, en la noble gallardía de los caballos y en la montaraz fiereza de las jaurías.

Las ricas-hembras tomaban tambien parte en tan ruda diversion, y mas de una ilustre dama acudió al llamamiento del Rey para formar el séquito de la princesa Doña Blanca.

Entre las mas hermosas descollaba la hija del Merino mayor, que como hemos dicho ya, tenia entrada en todos los círculos de la córte por la alta posicion que su padre ocupaba, y ahora, como siempre fijó la atencion universal no solo por su belleza, sino por su rico atavío y por el raro mérito del palafren que montaba.

Era un corcel traido de la Arabia Feliz y adiestrado por los hijos del desierto en todos los ejercicios de la equitacion; en su descarnada cabeza brillaban unos ojos de fuego llenos de inteligencia y de bravura; su belfo parecia manar aun la sangre con que le habian abrevado los domadores, y su piel de ébano brillaba como un espejo.

Los ginetes castellanos jamás habian visto mas bella estampa de bruto, ni crines mas rizadas, ni piernas mas firmes y ligeras; al andar apenas estampaba los cascos en el polvo, y sus escarceos se asemejaban á los gallardos saltos de un tigre; pero lo mas admirable de tan hermoso animal, era la mansedumbre con que á pesar de su ardiente condicion, obedecia no solo al freno y al acicate, sino á la simple voz de su dueño; un niño podia conducirle sin recelo, y durante todo aquel dia lo que mas llamó la atencion de los cazadores fué el caballo de la hebrea.

No es nuestro intento referir los diferentes lances que ocurrieron en aquella batida, sino indicar que en ella fué donde la princesa Doña Blanca como todos los demás, manifestó su admiracion al ver las nobles cualidades del corcel de Séfora. Oyóla la judía, y procurando aproximarse á ella cuando ya regresaba á Toledo, la dijo con la mas respetuosa cortesía:

-Señora, puesto que vuestra Señoría gusta de mi caballo, espero me hareis el honor de aceptarle en cambio del que ahora montais.

-Gracias, hija mia, no quiero privaros de ese gallardo animal que con tanta destreza ejecuta vuestras órdenes y que parece sustentaros con orgullo sobre sus espaldas.

-¡Oh, perdonad si insisto, señora! pero me creeria desairada si os negáseis á aceptar lo que de tan buena voluntad os ofrezco: imaginaria que os desdeñábais de ocupar la misma silla que ha ocupado vuestra humilde servidora.

-No, Séfora, yo no desdeño jamás á las personas que el Rey nuestro señor enaltece con su amistad; acepto vuestro regalo, enviadme mañana ese caballo, yo os daré el mio, y quedaré eternamente reconocida á un presente con que se envaneceria un Rey.

Al llegar aquí, saludó Séfora á la Princesa, y un momento despues se dispersaron los ilustres cazadores que habian acompañado al Rey en la batida de aquel dia.

Cuando la hija del Merino mayor llegó á su casa ya era de noche; hizo llamar á su paje favorito y, mandándole que encendiese las luces de su gabinete, le dijo sonriendo malignamente:-Adhel, acabo de reconciliarme con la princesa Doña Blanca.

Movió el árabe la cabeza indicando que no lo creia, y Séfora continuó.

-No lo dudes, acabo de captarme su benevolencia, y en prueba de ello tú mismo vas á ser el portador de un regalo que quiero hacerla.

-¿Un regalo habeis dicho?

-Un regalo de gran precio.

-¿Acaso vais á darla vuestro anillo emponzoñado?

-No, Adhel, voy á darla una de las cosas que mas amo; voy á darla mi soberbio potro...

-Cuál, señora? el tordo jerezano?

-No, querido mio, el árabe Neblí.

-Será posible! esclamó el paje dudando aun de lo que oia.

-Muy posible; pero imagina á qué precio pienso hacerle semejante fineza: imagina cuán caro ha de costarle tal presente.

-No os entiendo, señora.

-Pronto me entenderás, dijo Séfora sentándose en su divan; cierra esa puerta y ven á recostarte sobre mis rodillas: tengo que darte una órden que no ha de ser oida por nadie mas que por ti que eres mi único amigo, y que sabrás ejecutar lo que te diga con tanta puntualidad y reserva como pudiera hacerlo yo misma: en cambio bien sabes que tu señora recompensa tus servicios, concediéndote un lugar en su corazon, lugar que pocos han conseguido.

Obedeció Adhel estremeciéndose de júbilo al oir las palabras de aquella mujer fascinadora, y pasando los cerrojos y dejando caer los tapices de la puerta, se colocó sobre la falda de su señora y aproximó el oído á sus hermosos labios.

Volvamos ahora á la princesa Doña Blanca. Al dia siguiente de la famosa batida en que Séfora le ofreció su magnífico palafren, se presentó Adhel en las caballerizas de palacio llevándolo de la brida: recibiólo Doña Blanca con jubilo, y deseando montarle cuanto antes, dispuso que aquella misma tarde estuviesen prontos sus criados particulares para salir al campo.

El tiempo estaba apacible y quiso aprovechar aquella ocasion que se le presentaba para dar rienda suelta á su imaginacion, lejos del bullicio cortesano y para descansar de las enojosas intrigas que fatigaban su atencion aun en medio de los festejos reales; sus órdenes fueron obedecidas: y á las dos de la tarde salia de Toledo por la puerta de Visagra seguida de escasa comitiva y escoltada únicamente por cuatro ballesteros.

Encaminóse por la márgen izquierda del Tajo en direccion del palacio de Galiana, y absorta en contemplar el agreste paisaje que por aquellos lugares se ofrece á las miradas del viandante, caminó largo rato dando rienda suelta á sus tristes pensamientos: recordó los dias de su infancia, trajo á su memoria los solitarios paseos que solia dar en las tristes márgenes del Sena cuando ningun cuidado hacia estremecer su corazon; pensó luego en su malogrado esposo, y concluyó por verter una lágrima que rodó por sus mejillas al meditar en el dudoso porvenir que esperaba á sus hijos amenazados ya de sufrir largas contrariedades por parte de los que se habian declarado sus enemigos, antes de que pudiesen comprender el derecho que tenia á la herencia de su abuelo.

Tales imaginaciones la ensimismaron de suerte, que aflojando las bridas de su corcel le dejó marchar á su albedrío fiando en su noble condicion y en las buenas cualidades que todos habian admirado en él durante la batida que nos hemos ocupado anteriormente: no habia notado la princesa en el momento de montar, que aquel caballo tu gallardo la víspera, había perdido el claro brillo de sus ojos, ni menos advirtió que un ligero temblor estremecia de vez en cuando sus pequeñas orejas; era manso en estremo y saltó sobre él sin cuidarse siquiera de reconocerle; pero bien pronto tuvo ocasion de arrepentirse de aquella confianza.

Apenas habria andado medio cuarto de hora, cuando al llegar, bastante desviada de su comitiva, á un pequeño bosquecillo de robles entre cuyos troncos pacian algunos potros aun no domados, resonó un agudo relincho; tembló el palafren de la Princesa, y como si viese delante de sí algun objeto estraño, se paró de repente encrespando las crines y lanzando ardientes resoplidos; recogió la noble dama las rienas que habia abandonado, y queriendo apaciguarle se inclinó para golpear ligeramente su enarcado cuello; pero no bien sintió el receloso animal el contacto de aquella mano amiga, cuando botando como si le hubiese picado una serpiente se lanzó á la carrera. dando corcovos y arrojando fuego por las narices: creyó Doña Blanca que le sería cosa fácil sujetarle, pues era diestra en equitacion, y aflojando las riendas le dejó galopar algunos instantes. ¡Vana esperanza! el caballo se habia desbocado y su conductora no tardó mucho en conocerlo; inmutóse, perdió la serenidad y quiso refrenarle, mas su diestra era poco robusta, y el bruto que de improviso habia perdido todas sus nobles cualidades, se encabritó varias veces emprendiendo de nuevo una carrera tan violenta, que la pequeña comitiva de Doña Blanca lanzó un grito unánime de terror y tembló por su existencia; algunos caballeros quisieron seguirla con el hidalgo propósito de prestarla su ayuda y hostigando á sus corceles con la voz y el acicate les obligaron a salir á la carrera; pero en vano intentaron alcanzarla, sus caballos no podian seguir las huellas del de su señora, y los mas esforzados se vieron reducidos á elevar al cielo súplicas fervientes por aquella desventurada que á juzgar por las apariencias iba á ser víctima irremisiblemente, sin que estuviese en la mano de ninguno de ellos evitar una catástrofe horrorosa.

Sin embargo, hubo un jinete entre los demás, que dejando á sus compañeros el piadoso cuidado de orar, logró que su caballo volase á la par del fugitivo; volase sí, pues vuelo parecia el de aquellos brutos que sin tocar los cascos en la tierra, azotaban con las crines el rostro de sus dueños y dejaban ondular sus colas como leves penachos de pluma; un denso torbellino de humo rodeaba sus cabezas, y blancos copos de espuma les salpicaban los pretales; en menos de un segundo habian recorrido una distancia inmensa y la proximidad de una roca tajada que se elevaba en frente del sendero que seguian, vino á hacer inevitable una catástrofe: advirtiólo el caballero, y sacando la espada con la rapidez del pensamiento se precipitó sobre el caballo de la Princesa y lo, atravesó el pecho a riesgo de herir en tan difícil tentativa a la que pretendia salvar. Vaciló el furioso bruto y doblando las rodillas vino á tierra con su preciosa carga; pero antes de tocar en el polvo ya se hallaba la noble dama en brazos de su libertador, que prodigándola los mayores cuidados la volvió á Toledo escoltada por sus fieles servidores.

El caballo que Séfora habia regalado á Doña Blanca estaba loco; un brevaje preparado por Adhel produjo en tan noble animal aquel funesto accidente; pero en la comitiva de la Princesa se habia introducido un caballero incógnito, y él fué el arrojado jinete que logró salvarla de su inminente peligro.

Enfurecióse la hija del Merino mayor al saber que su infame estratagema habia salido vana, y sin desistir de su empeño buscó nuevas armas con que herir á la desventurada Princesa; pero una mano desconocida la protegia en todas partes y la judía desesperaba ya de lograr su intento, cuando D. Lope Diaz de Haro fué á proponerla que escribiese la carta cuyo contesto hemos copiado al principiar el presente capitulo.




ArribaAbajoCapítulo XVIII

En que se verá que los amigos de los Infantes de la Cerda empezaron á manifestar sus opiniones por vías de hecho.


Estava el Infante D. Fadrique en su casa de Burgos rodeado de parciales y oyendo protestas de adhesion y de lealtad, cuando uno de sus donceles entró en su estancia con un pergamino en la mano.

-Qué traes ahí? pregunto el magnate, que en aquel momento parecia encontrarse en uno de sus raros períodos de buen humor.

-Una carta, que en este momento acaba de llegar de Toledo.

-Una carta, ¿y de quién?

-Del Rey.

-Del Rey! esclamó D. Fadrique tomando el pergamino con precipitacion.

-Del Rey! repitieron casi todos los que se hallaban presentes, mirándose unos á otros con inequívocas señales de asombro y de inquietud; y tras estas breves palabras que produjeron un ligero murmullo, reinó el mas profundo silencio hasta que el Infante esclamó doblando el pergamino que habia leido con suma atencion.

-Pardiez, señores, que no esperaba semejante misiva! pero el Rey nuestro señor me escribe en términos tales, que aunque le hubiera negado solemnemente la naturalidad que le debo como vasallo, mi respeto de hermano menor me obligaría a volver á su lado.

-Acaso os manda que regreseis á Toledo? preguntó uno de los mas ardientes partidarios de los Infantes de la Cerda.

-Creeis, buen Godinez, que á mí me hacen fuerza las órdenes de nadie? Mi señor hermano me ruega que vaya á verle, y yo, que no sé someterme jamás a ninguna voluntad ajena, no acostumbro tampoco á desmandarme con los que me hablan en buenos términos.

-Y qué, ¿acaso seriais capaz de abandonarnos en estos momentos? volvió á preguntar Godinez con cierta aspereza.

-Sí tal, caballero; repuso el Infante mirándole de hito en hito; pienso dejaros, y no sé con qué derecho me enderezais semejante pregunta y en tono semejante.

Sostuvo el caballero la ardiente mirada de su interlocutor, y con una tenacidad que no dejó de inquietar á muchos de los circunstantes añadió:

-Os lo pregunto, porque me causa suma estrañeza que nos hayais congregado en torno vuestro para abandonarnos á la primera insinuacion de un Rey contra el cual pensábamos levantar nuestras banderas hace un momento.

Soltó D-.Fadrique el pomo de la daga que habia asido al principiar aquel altercado, y contra lo que todos esperaban de su violento carácter, hizo un esfuerzo para dominarse y dijo con la mayor mesura.

-Tendríais razon, buen Godinez, en estrañar mi conducta, si al dirigirme á Toledo á saber lo que me quiere mi señor hermano, replegase los pendones de mi casa y dejase á mis amigos en la estacada; pero hacéis mal en mostraros receloso, puesto que aquí se quedan mis mesnadas y podeis estar seguro de que la primera lanza que se enristre contra los que se opongan á nuestros planes ha de ser del Infante D. Fadrique.

Calló confundido el audaz caballero que acababa de dirigir tan rudas interpelaciones y ya iban los demás a disculparle con nuevas protestas de adhesion y confianza, cuando de improviso penetró en el salon Garcés de Barbasa con el semblante pálido y los ojos centellantes de ira; al verle llergar de aquella suerte se fijaron en él las miradas de todos, y su amo que conocia bien su valor y templanza, comprendió que algo estraordinario acontecia.

-Qué traes? le preguntó adelantándose algunos pasos.

-Tengo que hablaros á vos solo, señor, respondió el escudero bajando la voz.

-A mí solo? sea en buen hora: dijo D. Fabrique, y volviéndose á sus amigos añadió: señores, soy con vosotros, mi leal servidor tiene que hablarme de un asunto reservado y de gran urgencia segun parece; hacedme la merced de aguardar un instante, pues tengo que daros mis instrucciones antes de partir.

Salió el Infante seguido de Barbasa, y los demás caballeros quedaron llenos de ansiedad aguardando su regreso. Cuando una empresa árdua preocupa la razon del hombre, el mas leve incidente basta para hacerle temer graves peligros y para dispertar el recelo en su alma; una palabra, un gesto, una mirada, bastan para infundirle sospechas, y á cada paso imagina ver descubierto su pensamiento ó sus proyectos; por eso aquellos infanzones que se hallaban reunidos con el fin de rebelarse contra su Rey y señor natural, al ver llegar al escudero de su jefe y al oir sus entrecortadas frases se estremecieron creyendo que alguna nueva funesta iba á echar por tierra sus bien combinados planes; un confuso murmullo resonó en los cuatro ángulos de la estancia, todos hablaban á la vez, todos emitian su opinion; la desconfianza se enseñoreó de algunos corazones, y no faltó quien se atreviera á soltar palabras injuriosas contra la lealtad de D. Fadrique; pero la presencia de éste, que apenas se hizo aguardar ocho minutos, acalló los murmullos y el mas profundo silencio siguió al anterior desórden. El Infante al reaparecer en el salon estaba pálido; tal vez habian llegado á sus oidos algunas de las insolentes diatribas que contra él acababan de lanzarse; pero no se dió por entendido, más grave acontecimiento fijaba su atencion y no tardó mucho en dar rienda suelta á su mal reprimido enojo. Aquel personaje era iracundo, ambicioso, insolente: jamás habia respetado las órdenes de nadie; se le consideraba como poco escrupuloso en materias religiosas; acostumbrado á la vida de capitan de aventureros talaba una comarca sin apiadarse de ruegos ni de lágrimas; se unia á los sectarios del Coran lo mismo que á los hijos de Cristo para sustentar sus atrevidas empresas; era inconsecuente, caprichoso en sus relaciones de amistad; pero no deleal, nunca faltó á la fé de caballero y nada irritaba tanto su alma indomita como la traicion; trataba con despego á su hermano el Senador, á quien llamaba

el Judas de la familia, y á pesar de seguir ambos la causa de los de la Cerda, siempre se negó á tratar con él y á combatir á su lado; el rey D. Alonso por el contrario, merecia todo su aprecio y aunque casi siempre se hallaba en abierta rebelion contra sus determinaciones, le amaba tiernamente y oía sin impacientarse sus fraternales quejas: por eso le vimos tan dispuesto á regresar á Toledo en el momento de recibir la carta de su hermano; pero la nueva que acababa de darle su escudero destruyó completamente su confianza y le hizo mudar de resolucion; creyó que D. Alonso habia querido tenderle un lazo con su amistosa misiva; dió asenso á todas las imposturas que con tan siniestra intencion Séfora participaba á su amante, y lleno de ira determinó tomar una sangrienta venganza.

-¡Vive Dios, Godinez! esclamó interrumpiendo el silencio que habia reinado desde su llegada, que teníais razon en estrañar hace poco mi insensata determinacion de regresar á Toledo; la traicion nos cerca por todas partes, señores, y era una verdadera locura mi sumisa obediencia. Dudábais de mí á juzgar por el tono de ciertas preguntas; pero voy á daros tales pruebas de mi decision en sustentar nuestra causa, que no ha de quedaros ni el mas mínimo recelo de que el infante Don Fadrique no pertenece al número de los remisos ni menos al de los traidores. ¡Hola, Garcés! añadió volviéndose á su escudero permanecia á su lado inmóvil y pensativo: haz que en el momento conduzcan á mi presencia al portador de la carta de mi hermano.

Obedeció aquel leal servidor, y un momento despues, compareció en la estancia el mensajero del Rey acompañado de cuatro donceles.

-¡Hola! eres tú, Leví, el que me ha traido la carta de su Alteza? preguntó D. Fadrique sonriendo con desden.

-Yo he merecido tamaña honra, señor, respondió el israelita, que era un anciano de pequeña estatura y de semblante astuto y socarron.

-Me place que mi hermano no haya elegido á un caballero de mi ley para semejante mision, pues sentiria tenerle que dar mi respuesta á un cristiano.

-¡Qué escucho, Dios de Abraham! ¿acaso he tenido la desgracia de ser portador de un mensaje poco grato para vuestra Señoría?

-Juzga por lo que vas á oir, y no olvides ninguna de mis palabras, pues quiero que todas ellas sean transmitidas al Rey.

-Hablad, señor...

-Dile á mi hermano el Rey D. Alonso de Castilla, que he recibido su carta; pero que en vez de obedecer su mandato, le niego desde ahora la naturalidad que como vasallo le debo, y me declaro su enemigo hasta tanto que devolviendo sus derechos á los Infantes de la Cerda cumpla con un deber de justicia; dile además que nunca que él se valga tambien de lazos y arterias para apoderarse de los que no queremos someternos á determinaciones inspiradas por consejeros nada probos; y dile en fin, que desde este mismo instante voy á mover mis armas contra Toledo, y en prueba de que soy yo el que tal dice, le llevarás uno de mis guanteletes que le son bien conocidos; ¡hola! Garcés, dale á ese perro una de mis manoplas de batalla, y quítale de mi presencia.

Obedeció el escudero, y no bien habia salido del salon precedido por Leví, cuando el Infante añadió volviéndose á sus partidarios que le escuchaban llenos de asombro:

-Ahora veremos quién es el primero que vuelve el rostro atrás: los que no teman las eventualidades de una empresa arriesgada que me sigan: mañana se alzará Burgos por los hijos de D. Fernando y ¡guay! del que intente vender su causa.

Ni uno solo de presentes desplegó los labios para hacer la mas pequeña objecion, todos juraron sobre la cruz de se espada combatir hasta el último aliento por los Infantes de la Cerda, y al separarse ofrecieron volver de nuevo antes de tres dias á reunirse en torno de D. Fadrique seguidos de sus vasallos y en pié de guerra. Los pacíficos habitantes de Burgos no osaron oponerse á los revoltosos, y la insurreccion estalló en aquella ciudad que siempre habia sido modelo de sumision y de respeto para con sus reyes. Voló la nueva de tan audaz levantamiento, y como la llama impulsada por el soplo del huracan, se propagó de pueblo en pueblo hasta llegar á los muros de Albarracin. El Señor de los Cameros y D. Juan de Lara enarbolaron sus pendones, y el Rey Don Alonso recibió casi en un mismo dia la funesta noticia de que la guerra civil devoraba ya las provincias mas importantes de su reino, y la insolente respuesta de su hermano.

Consternóse al saber tamaño contratiempo y ardió en indignacion al oir las palabras que Leví le repitió de órden de D. Fadrique. Ignoraba D. Alonso las maquinaciones del de Haro y de la implacable Séfora, y no sabiendo de qué lazo ni de qué traicion le hablaban el Infante, creyó que sus razones eran fútiles pretestos para declararse en abierta rebelion; pero no se intimidó, y con aquella actividad de que tenia dadas tantas pruebas dispuso todo lo necesario para atajar, los males que le amenazaban. Reunió en su alcázar á los hombres de su confianza, y despues de haber celebrado un largo consejo en que oyó las mas encontradas opiniones, resolvió como tenia por costumbre, lo que á él le parecia mas conveniente. Ante todas cosas dispuso que la Princesa Doña Blanca quedase incomunicada en su aposento, y sin perder un instante hizo que el Infante D. Sancho fuese con tres mil jinetes á apoderarse de Logroño: Diego Lopez de Salcedo recibió órden de someter el castillo de Burgos, y el Infante D. Juan salió al frente de seis mil peones contra el Señor de Lara, 1levando por lugarteniente á un caballero á quien el Rey díó secretas instrucciones y los mas ámplios poderes. El anciano Jofré de Loaisa fué puesto en prision y D. Lope de Haro recibió el nombramiento de Justicia mayor de la córte durante la ausencia de Diego Alonso, que habia salido de Toledo para reclutar en los pueblos realengos hasta diez mil jinetes y veinte mil peones. Los deseos del Señor de Vizcaya se habian cumplido: acababan de adoptarse las mas enérgicas disposiciones, y los encargados de ejecutarlas eran los partidarios mas acérrimos de D. Sancho. Diego Lopez de Salcedo recibió al partir órdenes de que el Rey no tenia noticia, y el Infante D. Juan llevaba intencion de aniquilar para siempre al de Lara, á pesar de que su padre solo le habia mandado que procurase hacerle deponer las armas lo mas amigablemente posible. La princesa Doña Blanca, objeto de sus mayores recelos, se hallaba prisionera y era ya inútil intentar una nueva reconciliacion con el bando de los Infantes de la Cerda; Castilla acababa da arrojar el guante que no debia tardar mucho en ser recogido por la Francia, y Don Alonso se veia comprometido á aceptar los servicios de su hijo D. Sancho y de sus poderosos partidarios. Tal era el estado de los negocios públicos: el pueblo temblaba consternado previendo los horrores de una guerra fratricida; el infeliz, pechero trocaba llorando la esteva y el arado por la ballesta y la pica, y en medio del general trastorno tomaban pábulo los ódios particulares y cundia la desmoralizacion y el desórden.

Lamentaba el Rey la desventura de sus vasallos desde el fondo de su alcázar, y con natural prevision procuraba atender á todas partes: sabia que una vez dado el grito de guerra lo que importaba era sofocar cuanto antes la rebelion, para impedir que tomase incremento, y por eso ante todas cosas hizo salir en un mismo día á cuantos hombres de armas se hallaban acantonados en los alrededores de Toledo, quedándose sin mas escolta que la de sus arqueros los rebeldes no podían imaginar que las huestes reales cayesen sobre ellos tan de improviso, y apenas habian tenido tiempo de reunir un insignificante cuerpo de ejército en cada uno de los puntos que servian de baluarte á la insurreccion, cuando se hallaron frente á frente de sus enemigos. D. Juan de Lara, que con el intento de reunirse á los sublevados de Castilla dejó los muros de Albarracin seguido de sus mas bravos campeones, se vió detenido en su marcha por el Infante Don Juan, que presentándole la batalla en la márgen izquierda del Guadiela, logró desbaratarle en el primer encuentro obligándole á refugiarse en la vecina sierra de Molina. D. Simon Ruiz, que aguardaba en Logroño las órdenes de su suegro, encontróse al despertar una mañana asediado por los jinetes de D. Sancho y antes de la noche ya se hallaba la villa en poder de sus enemigos, sus vasallos puestos en vergonzosa fuga y él aherrojado en un oscuro calabozo. Unicamente el infante D. Fadrique logró mejor fortuna en los primeros momentos, y Diego Lopez de Salcedo se vió obligado á esperar un refuerzo de tropas ligeras para intentar el asalto de Burgos. Los insurrectos capitaneados por el hermano del Rey no se desanimaron al verse cercados por enemigos que consideraban como poco temibles; ignoraban la mala fortuna de D. Juan de Lara y del Señor de los Cameros, y esperando que pronto serian socorridos por ellos, hicieron frente con arrogante denuedo á los soldados de D. Alonso; pero no tardaron mucho en persuadirse de que sus parciales no podian ayudarles en aquel conflicto, y vieron llenos de angustia que cuatro mil lanzas vizcainas reforzaron en menos de doce dias á sus sitiadores: entonces intentaron hacer una salida, pero con tan mal éxito, que sus mas bravos campeones quedaron tendidos en las márgenes del Arlanzon. Enfurecióse D. Fadrique al saber el primer descalabro de sus gentes, y dejándose llevar por su violento carácter, afeó con duras palabras la conducta del caballero que habia capitaneado á los esploradores en aquel dia; era este el bravo Godinez cuya entereza conocen ya nuestros lectores, el cual al escuchar las reconvenciones de su jefe le respondió con el acento sosegado del hombre satisfecho de su buen proceder:

-Quisiera yo saber, señor Infante, qué hubiera hecho vuestra Señoría hallándose en mi lugar; cien lanzas solamente venian en pos de mí, y fuimos embestidos por mas de mil guerreros.

-Yo hubiera hecho lo que las madres romanas exigian de sus hijos en tales ocasiones: hubiera vuelto con el escudo ó sobre el escudo.

-Os creo, señor; pero permitidme deciros que hubiérais hecho mal: un caudillo no debe dejarse matar mientras conserve un átomo de esperanza, mientras tenga un solo valiente que combata á su lado, y yo espero que con la ayuda de Dios aun podremos obtener mejor fortuna.

Calmóse D. Fadrique al oir tales razones, y con la ruda franqueza que le distinguia repuso:

-Teneis razon, Godinez, veo que no puedo disputar con vos; reconozco vuestra prudencia y espero que no me guardareis rencor por mi injusta reprimenda; esta noche saldremos juntos con toda la gente de que podemos disponer, y si la suerte nos vuelve las espaldas nunca es tarde para morir.

Dijo, y sin perder un momento espidió las órdenes necesarias para que todos sus guerreros estuviesen prontos á seguirle á la primera señal; pero no bien acababa de dar sus últimas disposiciones, cuando se oyó á las puertas de la ciudad el sonido de una trompeta que anunciaba la llegada de un heraldo; recibiéronle los sitiados con las precauciones de costumbre, y conduciéndole á la presencia de D. Fadrique oyeron de sus lábios una proposicion que les volvió su abatido ardimiento, puesto que se trataba de una transaccion honrosa en unos momentos en que se creian irremisiblemente perdidos.

Reunióse precipitadamente un consejo de capitanes, y después de meditar las proposiciones del heraldo resolvieron acceder á ellas. Solicitaba Diego Lopez de Salcedo tener una entrevista con los principales caudillos de los sublevados para sentar las condiciones de un convenio honroso: esta entrevista debia tener lugar en una tienda levantada al efecto entre la ciudad y los reales del sitiador, y solo podrian asistir á ella diez caballeros de cada parte armados de todas armas. Las diez de la mañana del día siguiente fué la hora señalada para la conferencia. Mucho se regocijó Salcedo al saber que Don Fadrique se avenia á razones; temia que su carácter altivo hiciese fracasar sus planes, y las órdenes secretas que habia recibido en Toledo, no del Rey, fuerza es confesarlo, sino del Señor de Vizcaya, no hubieran podido ejecutarse á no acceder el Infante á su proposicion; pero la entrevista estaba aceptada por los insurrectos, y él era suficientemente audaz y desalmado para ejecutar cuanto se le habia exigido en el momento de confiarle el mando del ejército sitiador.




ArribaAbajoCapítulo XIX

Donde se ve que en el siglo XIII aun quedaban en España, como en toda Europa, algunos restos de la fé púnica.


Una copiosa lluvia habia hecho que durante toda la noche permaneciesen sitiados y sitiadores al abrigo, los unos de sus cuarteles y los otros de sus tiendas: únicamente los centinelas ocupaban sus puestos sufriendo con la estóica resignacion del soldado todo el rigor de los elementos; un silencio sepulcral reinaba aun al despuntar la mañana,, y solo los operarios encargados de levantar la tienda destinada para la conferencia, daban señales de vida en el campo de Salcedo. En la ciudad no era menos profunda la calma, los hombres, de armas aguardaban en sus puestos las órdenes de sus jefes,

y estos continuaban reunidos en sesion permanente al lado de D. Fadrique. Un triste presentimiento turbaba el espíritu de este; pero como capitan esperimentado procuraba ocultar a los ojos de sus amigos lo que pasaba en su corazon, y dominándose á sí mismo les hablaba del buen éxito de su empresa como si realmente creyese lo que decia:

-No lo dudeis, esclamó, contestando á una objecion de Godinez: saldremos de Burgos con armas y caballos, saldremos con pendones desplegados y á. son de clarines; conozco bien la política de mi hermano, y estoy seguro de que Salcedo tendrá órden de no exasperarnos con medidas violentas.

-Y qué hallais de halagüeño en esta salida forzada? preguntó su interlocutor, que tampoco estaba muy satisfecho de su posicion.

-Hallo la posibilidad de reunirnos antes de ocho dias con nuestros amigos de Logroño y de Albarracin y la seguridad de caer con ventaja sobre Toledo, en donde podremos obligar al Rey á revocar el injusto acuerdo de las Córtes de Segovia. Pero id á prepararos, señores, la hora de la conferencia se acerca, y no debemos nosotros ser los últimos en acudir á la cita creerian tal vez que les temíamos. Vos, Godinez, vendreis á mi lado, pues aunque solemos no estar de acuerdo en muchos puntos de consejo, no acontece así tratándose de arrostrar peligros, y sin que esto sea agraviar á ninguno de mis buenos amigos, fio tanto en vuestra espada como en la mia; mi escudero Garcés de Barbasa nos hará de tercero, pues ya sabeis que su pecho es el mejor broquel que yo gasto, y los otros siete caballeros que han de acompañarnos que los designe la suerte: en todos tengo confianza.

Dijo: y haciendo despejar á cuantos le rodeaban se quedó solo con su escudero Garcés.

-Qué te parece de esta entrevista con nuestros enemigos? le preguntó no bien habia salido el último de los caballeros.

-A no desatender lo que me decian en aquella carta que tuve el honor de mostraros, me parece que debeis vestiros vuestra jacerina de Milan, la de cuarenta libras, para presentaros á Salcedo.

-Pues qué, acaso le juzgas capaz?...

-De todo, señor, de todo: él fue, no lo olvideis, el encargado de impedir la fuga de Doña Blanca nuestra señora, y no tuvo empacho de reñir acompañado de diez villanos contra un solo caballero.

-Sí, contra mi primo el de Lara; tienes razon, tambien yo recelaba de su buena fé, pero no por eso dejaremos de acudir á la cita que me ha dado: diez contra diez somos, y bien sabes que cada leal vale por cien traidores.

-En el campo de batalla no lo niego; pero en una celada....

-Tienes miedo, Garcés?

-Vos solo en el mundo podriais hacerme impunemente esa pregunta, á la cual no responderé hasta que nos hallemos en la tienda de Salcedo.

Sonrió D. Fadrique al oir las arrogantes palabras de su doncel, y poniéndole la mano sobre el hombro con un tono afectuoso que contrastaba notablemente con la severa espresion de su semblante, dijo:

-Paso, rapaz, y no vayas á retarme cuando mas necesito de tu ayuda: bien sé que la traicion nos acecha, desde ayer me lo está diciendo el corazon; pero ¿te parece posible que nosotros manifestemos recelo y que sembremos el desaliento entre esas pobres gentes que esponen su existencia por seguirnos? Ea, ve á preparar mi arnés tranzado y que Dios nos ayude: la hora se acerca.

Salió Garcés sin responder ni una palabra, y D. Fadrique quedó sumergido en tina profunda meditacion.

El sol empezaba entre tanto á romper con sus rayos los pardos nubarrones que encapotaban el espacio, y una rojiza claridad iluminaba las tiendas del sitiador: algunos ojeadores se hablan aproximado á la ciudad con cauteloso paso, y varios grupos de hombres de armas se movian en opuestas direcciones; sin embargo, el grueso del ejército permanecia inmóvil en derredor de las hogueras y sin ejecutar ninguna maniobra que pudiera considerarse como alarmante por los atalayas apostados en las torres de Búrgos. Diego Lopez de Salcedo se habia vestido desde muy temprano y los nueve caballeros que debian acompañarle le aguardaban armados de todas armas y con cierta inquietud que se traslucia en sus miradas y ademanes; él por su parte parecia hallarse mas preocupado que todos y una profunda arruga fruncía su entrecejo; se paseaba á largos pasos y se impacientaba al ver lo lentamente que caian los granos de arena de un reloj que tenia en un rincon de la tienda. A nadie asusta tanto una mala idea como al mismo que la abriga en su imaginacion, y aun el delincuente mas empedernido procura ejecutar sus delitos lo mas prontamente posible, pues así como un crimen consumado produce el remordimiento, un crímen que se premedita causa miedo, y el miedo es mas insoportable para las almas estraviadas que el grito aterrador de la conciencia. Salcedo no era por cierto un dechado de hidalguía; pero á pesar de los lunares que empañaban su escudo, aun no se habia manchado con el lodo de la ignominia, y cada vez que se encargaba de una comision poco honrosa tenia que luchar con un resto de la nobleza que habia heredado de sus abuelos; por eso aguardaba la hora de su entrevista con el infante D. Fadrique con una impaciencia febril que le hacia lanzar terribles imprecaciones: sus gentes se apartaban temblando de su lado, y una soledad aterradora daba pábulo á sus amargos pensamientos; pero el momento que esperaba llegó por fin: el sonido de una corneta le anunció que ya los de la ciudad se encaminaban al lugar designado para la entrevista, y tomando su espada y su capacete de manos de uno de sus escuderos, marchó á pié y sin mas compañía que la de los nueve campeones escogidos por él de antemano entre sus mas bravos capitanes. El sol, cuyos rayos acababan de rasgar completamente las pardas nubes que le habian oscurecido desde el amanecer, brilló por fin con toda su claridad, y los jinetes que á precaucion habian avanzado tanto de Burgos como del campo sitiador, pudieron ver que los veinte caballeros marchaban solos con armas iguales y en adema de hombres incapaces de recelar unos de otros: llegaron por fin á la tienda en cuyo reducido espacio debia celebrarse la conferencia, y entrando por distintos lados se hallaron unos en frente de otros. El infante D. Fadrique y Diego Lopez de Salcedo iban delante de sus compañeros: el primero vestia una túnica de tisú de plata sobre la cual flotaba una rica epitoga de terciopelo verde: ceñia una espada de gran precio con el recazo cincelado y el arriaz de oro puro; en su cabeza brillaba un almete zaragozano de duro temple, y la jacerina de Milan de que le habia hablado su escudero, completaba su armadura. El otro llevaba loriga negra y una sobrevesta blasonada con franjas de oro; en su cinto brillaba el pomo de un puñal de misericordia, y de un ancho talabarte de cuero recamado pendia su espada toledana.

Saludó D. Fadrique á su enemigo con una leve inclinacion de cabeza; hincó Salcedo una rodilla en tierra por respeto á la alta gerarquía del Infante, y levantándose en seguida le hablo de esta manera.

-Dios os guarde, señor: ¿cómo os hallais desde que no tengo la honra de veros?

-Bien, Salcedo: qué teneis que proponerme?

-Vengo á rogaros en nombre de nuestro Rey, que dejeis los muros de su leal ciudad de Búrgos, sin dar pié con vuestra contumacia á que se vierta sangre de hermanos.

-Y ¿con qué condiciones?

-Con una sola.

-Decid cuál es.

-Su Alteza me ha mandado deciros que sin perder momento vayais á darle cuenta de vuestra conducta, y os perdonará.

-Su Alteza puede mandar á sus vasallos y perdonar á los delincuentes, pero no á mí.

-Perdonad, señor; pero el Rey puede dar órdenes á cuantos le pagan feudo, y yo en su nombre os conjuro que volvais á Toledo sin oponer ninguna resistencia.

-Y si no quisiera obedecer ese mandato, ¿qué os han mandado hacer conmigo?

-Me han mandado prenderos.

-A mí, villano! esclamó D. Fadrique sin poder contener los ímpetus de su ira.

-A tí, rebelde: repuso Salcedo lanzándose sobre él con la velocidad del rayo.

Hubo un momento en que los demás caballeros se miraron unos á otros con muestra de asombro;. pero cuando el bravo Godinez y el leal Garcés echaron mano á la espada en ayuda de su señor, se vieron de improviso rodeados de enemigos: los siete campeones que les acompañaban se habian vendido á los sitiadores, y en vano intentaron resistir al choque de tantas espadas; sin embargo, no se rindieron tan pronto como era de esperar: D. Fadrique habia logrado desasirse de su robusto adversario, y desnudando el acero se batia con el denuedo. de un leon sorprendido por una manada de hienas: Godinez y Garcés se colocaron á su lado, y era horrible el cuadro que presentaba el reducido espacio de aquella tienda de campaña. La vergüenza de verse afrontados por tres hombres solos, enfurecia á los asesinos y ya no procuraban apoderarse de ellos: su intento era derramar hasta la última gota de su sangre; un sordo rumor de voces inarticuladas salia de aquel recinto, y solo de vez en cuando se distinguian las palabras de D. Fadrique que con su robusto acento apostrofaba á los traidores con los dictados mas injuriosos. Ya hacia algunos minutos que duraba e1 combate y aun permanecian en pié los tres valientes caballeros, cuando un terrible mandoble echó por tierra á Garcés de Barbasa dejándole sin vida: lloró de rabia el valeroso Infante al ver la suerte de su malhadado escudero y ya se preparaba á vengarle arrojándose sobre el que le habia dado muerte, cuando oyó la voz de Godinez que esclamaba con desfallecido acento:

-Huid, huid, D. Fadrique, pues ya no teneis quien os ayude.

Volvió la faz á tan lastimero grito y observó que su noble compañero acababa de ser atravesado por tres puñales: entonces bajó la punta de su acero y mirando á sus adversarios con todo el rencor que atesoraba su alma, logró intimidarles como si sus ojos fuesen los de un basilisco: avanzó algunos pasos hasta colocarse en medio del círculo que habia formado en torno suyo, y rompiendo contra el suelo la hoja de su espada, esclamó con voz vibrante y contenida:

-Ahora, villanos asesinadme pronto, si no quereis que os devore con los dientes! asesinadme, y llevad á mi hermano la maldicion del hijo de su padre!

Ninguno osó responderle, un terror pánico se habia apoderado de todos, y á no haberse deshecho de sus armas, hubiera podido D. Fadrique abrirse paso por entre aquellos miserables; pero Salcedo, que no era cobarde, recobró la energía que un momento de estupor le habia hecho perder, y volviéndose á los suyos les dijo con el acento breve del hombre acostumbrado á mandar mercenarios:

-Ea, apoderáos de él!

Su órden fué obedecida, y un momento despues ya se hallaba el Infante prisionero en los reales de sus enemigos; cundió la nueva en breves instantes: los valientes se indignaron, los débiles perdieron la esperanza, los desleales se declararon por los sitiadores, y las puertas de la ciudad se abrieron para dar paso á las huestes del Rey. Entró Diego Lopez de Salcedo como un conquistador al frente de sus guerreros, y despues de haber dado órdenes severas relativas á los castigos que debian aplicarse á los rebeldes, fué á instalarse en la propia casa del infante D. Fadrique, haciendo encerrar á su ilustre prisionero en una lóbrega estancia, desmantelada y fria.




ArribaAbajoCapítulo XX

En que se da fin al relato comenzado en el anterior.


Todas las autoridades de Burgos, que en los primeros momentos de la insurreccion se habian ocultado llenas de terror, fueron á cumplimentar al representante del Rey, el cual, olvidando que debia su triunfo á una traicion infame, las recibió con el satisfecho ademan de un héroe colmado de gloria:

los pecheros respiraron al verse libres de los peligros que les habian amenazado y victoreaban á Salcedo como si saludasen á su libertador: los amigos del vencido callaban llenos de indignacion, y la calma parecia haber recobrado su imperio en aquel pueblo tan agitado pocos dias antes. Varios correos salieron en distintas direcciones con la nueva del triunfo que acababan de alcanzar las armas reales, y entre tanto dispusieron los vencedores un espléndido festin para solemnizar su victoria; pero el dia designado para celebrarle llegó y cuando ya se habia convidado á los principales magnates y á las damas mas ilustres de la ciudad, se presentó á Salcedo un mensajero que acababa de apearse á la puerta de su casa y le pidió una audiencia reservada: concediósela éste, y llevándole á su estancia vió con sorpresa que el recién llegado era Adhel, el paje favorito de Séfora.

-De parte de quién vienes? le preguntó frunciendo el ceño y recelando que se le iba á exigir algun nuevo servicio poco grato.

-De parte del Rey: contestó el árabe irguiéndose con el ademán de un personaje importante.

-De parte del Rey?... repitió Salcedo con desconfianza.

-Del Rey ó del Justicia mayor, lo mismo da: ello es que soy el portador de una órden régia y no esperaba por cierto encontraros tan desabrido conmigo.

-Despacha, Adhel, esplícame de qué se trata, pues á decir verdad me causa zozobra tu venida.

-Se trata de ponernos en marcha mañana mismo, á fin de que lleguemos á Toledo antes de seis dias: el Rey quiere que le espliqueis en qué estado se hallan sus buenos vasallos de Burgos, y segun se suena parece que vais á tomar el camino de Aragon con todas vuestras huestes.

-Y qué mas tienes que comunicarme? preguntó Salcedo mirándole de una manera harto significativa.

-Nada que sea de importancia, á no ser que en este pliego se os dé alguna órden secreta.

-Veamos, esclamó el caballero tomando el pergamino de manos del árabe y leyendo su contenido con precipitacion.

Una horrible palidez se estendió por sus mejillas, sus ojos se fijaron en el suelo, y como si acabase de leer su sentencia de muerte quedó sumergido en una profunda meditacion. Adhel le miraba con el aire mas indiferente del mundo, y rompiendo de improviso el silencio le preguntó sonriendo maliciosamente:

-En qué pensáis señor D. Diego? acaso no estais satisfecho de todo lo que hay dispuesto para esta noche... pues si mal no he mirado al pasar por esas cuadras los preparativos del festin son magníficos.

-¡Oh! esto es demasiado! murmuró Salcedo sin atender á su interlocutor. ¡Verdugo, verdugo tambien!... y es posible que el Rey?... no puedo creerlo... pero no hay remedio, este es su sello y á mi solo me cumple ejecutar sus órdenes... Y dime, Adhel, añadió levantando la voz, te ha dado su Alteza este pergamino?

-Su Alteza no se digna bajar los ojos para mirar á siervos tan humildes como yo.

-¿De quién pues le has recibido?

-De mi nuevo amo D. Lope Diaz de Haro.

-¿Del Justicia mayor?... y dime quién es ese sugeto que ha de encargarse de cumplir mis órdenes?

-¿Quién quereis que sea, sino vuestro humilde servidor?

-¿Tú, Adhel?... y ¿cuánto te dan por desempeñar tan importante servicio?

-Yo soy esclavo y no está en mi mano venderme nuevamente: obedezco á quien puede exigirlo todo de mi y no necesito para callar ni oro ni amenazas; pero esto no es del caso: decidme á qué hora queréis que salgamos para Toledo.

-Mañana al romper el dia.

-Y lo otro, ¿á qué hora será?

-Despues de las doce de la noche.

-Pues qué, ¿pensais suspender el sarao?

-No, Adhel, no: mis convidados no pueden recibir tamaño desaire: son personas de alta categoría, y los buenos servidores del Rey no debemos dejar descontentos á nuestra espalda. Hola! añadió levantando la voz para llamar la atencion de uno de sus escuderos que le aguardaba en la estancia inmediata:

-Guia á este caballero á la antecámara de su señoría, y que permanezca allí hasta nueva órden.

Obedeció el soldado, y el árabe se dejó conducir sin hacer ninguna objecion. Entonces exhaló Salcedo un suspiro y alzando los ojos al cielo esclamó:

-¡Dios mío, perdonadme! bien sabeis que mi corazon reprueba la mayor parte de mis acciones!... y tras estas breves palabras volvió de nuevo á reunirse con sus oficiales que le aguardaban llenos de regocijo y dando las últimas disposiciones para el festin de aquella noche: su aspecto sombrío no dejó de llamar la atencion; pero el sol empezaba a ocultarse y tuvieron que pensar, en su atavío. Salcedo se retiró á su aposento, y cuando ya llenaban los salones sus numerosos convidados apareció entre ellos espléndidamente vestido y con la sonrisa en los labios. La mas sincera confianza llenaba al parecer todos los corazones: en una sala se danzaba al son de acordados instrumentos; en otra se referian heróicas acciones de bravos caballeros allí presentes; las bellas se embriagaban con palabras de amor, y los mancebos agotaban el néctar de la felicidad en los húmedos lábios de sus hermosas damas. Un alegre rumor de fiesta se difundia por todo el palacio, y la mas animada algazara reinaba hasta en los patios llenos de pajes y escuderos: innumerables antorchas esparcidas por todas partes, hacian que no se echase de menos la claridad del sol, y la felicidad y la alegría parecian haberse enseñoreado de cuantas personas se hallaban reunidas bajo los dorados techos de aquella casa. Sin embargo, uno de sus aposentos permanecia olvidado al parecer y sin mas luz que la de una mezquina lámpara: solo los ecos del festin resonaban en su reducido ámbito y únicamente un caballero de elevada estatura se paseaba lentamente sobre su helado pavimento. Aquel caballero, de quien nadie se acordaba en tan alegre noche, era con todo el que pocos dias antes habia dictado leyes desde aquellos mismos salones tan animados entonces por el regocijo de sus enemigos; era el verdadero dueño de la casa en que se solemnizaba su derrota; era en fin, el bravo, el altivo, el egregio infante D. Fadrique, señor de innumerables villas y hermano del Rey. Una cobarde traicion lo habia privado de la libertad, y un vehemente deseo de venganza absorbia todos sus pensamientos: se asemejaba á un leon enjaulado, pero que no rugía para no advertir á sus descuidados cazadores de su proximidad; ya hacia mucho tiempo que meditaba en silencio la manera de romper sus prisiones, aunque en vano habia querido sobornar á sus carceleros, pues Salcedo no confiando á nadie su custodia se habia encargado él mismo de llevarle el sustento y la luz; pero llegó por fin un dia, la víspera precisamente del señalado para el festin, en que no pudiendo asistirle personalmente, dió tan delicado encargo á uno de sus criados mas fieles. No aguardaba otra cosa el Infante, y apenas vió en su presencia á aquel hombre, cuando fijando en él su mirada de águila, aquella mirada que en mas de una ocasion habia hecho bajar los ojos á los mas aguerridos infanzones, le habló en estos términos y con un acento tan decidido, que el cuitado escudero tembló como la hoja del árbol al oir aquella voz imperiosa y áspera.

-Oye, villano, le dijo aproximándose á él con paso firme: ¿eres tú el encargado de custodiarme?

-Señor, yo....

-No te turbes y responde á mis preguntas sin rodeos.

-Hoy he recibido la órden de venir á serviros.

-Está bien: ¿sabes quién soy?

-¡Oh! eso sí, sé que tengo la honra de hablar con el muy alto y muy poderoso señor infante D. Fadrique.

-En ese caso no necesito decirte que de tu contestacion van á depender tu felicidad ó tu muerte: medita bien lo que vas á oir y decídete pronto, pues no acostumbro á sufrir vacilaciones: yo he de salir de aquí temprano ó tarde: el Rey me volverá su gracia en cuanto yo lo quiera, y mi poder será tan grande que si se me antoja vengarme de mis enemigos me bastará pronunciar una palabra para que la cabeza de Salcedo ruede bajo el hacha del verdugo; ahora bien, lo que exijo de tí es que me proporciones salir de Burgos antes de tres dias: si lo consigues te ofrezco una plaza entre mis escuderos y mil doblas además; si por el contrario, aguardas á que mi hermano el Rey me ponga en libertad, juro por el nombre de mi santo padre hacerte quemar vivo en medio de la plaza pública.

-Pero, señor....

-Silencio, villano, aun no he acabado de hablar: bien sé que tendrás que valerte de alguno para que te ayude á proporcionarme la fuga: para ello necesitas dinero, está bien: si te decides á servirme irás á casa de Roboam el judío que vive en la calle de la Espadería, el cual, presentándole mi anillo te entregará dos mil sueldos burgaleses que puedes repartir á tu albedrío entre los soldados que esten de guardia cuando vayamos á salir de aquí: si hay que deshacerse de algun importuno te autorizo para ello, y añadiré cien doblas á los dos mil sueldos: ahora dime qué se te ocurre sobre lo que acabo de manifestarte.

-Señor, repuso el soldado temblando de emocion y sin poder resistir al cebo que se ofrecia á su codicia. Un humilde villano no puede oponerse á lo que de él se digne exigir el hermano de su Rey. Disponed de mí.

-No esperaba yo menos de tu cordura, dijo el Infante, y llevándole á un ángulo de su habitacion bajó la voz y le instruyó de cuanto debia practicar para que su plan no se frustrase: oyóle el soldado con la mayor atencion y sin oponer dilicultad alguna salió de aquella estancia resuelto á huir con el poderoso magnate que tantas ventajas le ofrecia, y que en efecto estaba en posicion de hacerle descabezar si tenia la desgracia de no servirle con mucho tino. D. Fadrique por su parte, que conocia su ascendiente sobre cuantos le rodeaban quedó tranquilo y seguro de que aquel hombre no dejaria de cumplir lo que le había ofrecido: en efecto, á la caida de la tarde volvió á entrar el sobornado carcelero y lo manifestó que ya estaba todo dispuesto, añadiendo que el festin preparado por Salcedo los venia perfectamente para proteger su evasion: quedaron pues, en que á la otra noche huirían durante el baile, y despidiéndose para no infundir sospechas con sus largas conferencias, quedaron ambos aguardando con impaciencia el momento que tanto deseaban; aquel momento llegó por fin, y mientras los bulliciosos convidados de Salcedo se regocijaban en los espléndidos salones como hemos dicho ya, D. Fadrique aguardaba paseando lentamente en su aislado aposento á que viniesen á ponerle en libertad. No habian tampoco sus cómplices olvidado su promesa, y al paso que pajes y escuderos brindaban en los corredores á la salud de sus amos, y en tanto que los arqueros de la guardia empezaban ya a sentir la influencia del vino, permanecian ellos acechando con ojo avizor la ocasion de dar el golpe que premeditaban: en efecto, cuando la confusion parecia haber tocado á su apogeo, cuando todos se hallaban entregados á una alegría delirante, cuando el mismo Salcedo empezaba á danzar con una de sus ilustres convidadas, se deslizaron ellos hacia la estancia de D. Fadrique resueltos á ejecutar á todo trance su arriesgado proyecto. La una de la noche acababa de sonar: el Infante empezaba á impacientarse y ya iba perdiendo la esperanza, cuando de improviso oyó que al lejano rumor del festin, se unia el próximo rumor de cautelosas pisadas: latió de alegría su corazon que ya empezaba á contristarse y sin poderse contener corrió hácia la puerta que le privaba de la libertad; pero de repente dió un paso atrás lanzando un grito de sorpresa: el que acababa de presentarse á sus ojos no era su carcelero, y apenas habia podido reconocer su error cuando tres robustos sayones se apoderaron de él á viva fuerza echándole un dogal al cuello que le estranguló sin darle ni el tiempo necesario para pensar en Dios. Corta fué su agonía, pero tan horrible que sus verdugos huyeron aterrados sin atreverse á volver el rostro hácia su víctima. Tal fue el sangriento fin del Infante Don Fadrique.




ArribaAbajoCapítulo XXI

De cómo una discusion científica fué interrumpida por una mala nueva.


En tanto que los emisarios del rey D. Alonso cumplian en todas partes las órdenes que habian recibido, quizá con demasiada eficacia, permanecía éste en Toledo, firme en su propósito de restituir la paz á sus pueblos y ocupado en sus vastas negociaciones diplomáticas, aunque sin olvidarse por eso de tributar su culto á la ciencia, culto que practicó con heróica constancia aun en medio de sus mayores tribulaciones.

Su alcázar se hallaba lleno á todas horas de guerreros y de filósofos; y aquel sábio Monarca, cuya actividad era proverbial en toda Europa, presidia casi simultáneamente las sesiones del palacio de Galiana y los consejos de guerra de sus capitanes, discutiendo con igual acierto sobre el inmutable giro de las estrellas y sobre el giro harto dudoso de los negocios públicos.

Nadie le aventajaba en saber ni en prudencia, y si hubiese encontrado mas tolerancia en las ideas y mas lealtad en los corazones, sin duda hubiera conseguido que el siglo de oro renaciese para España en medio de aquella edad de hierro en que la fuerza era la única ley, y el fanatismo la única razon; pero D. Alonso habia nacido demasiado pronto, y los destellos brillantes de su génio por mas que debieran columbrarse desde lejos y al través de los siglos, no pudieron hacer otra cosa que esparcir una débil claridad en medio del oscurantismo que le rodeaba: así acontece con la luz que el minero deja olvidada en medio de una vasta caverna su resplandor se divisa á gran distancia, pero sus rayos no disipan las tinieblas del antro en que arde.

A cada uno de sus pensamientos luminosos se oponia una práctica absurda, cada uno de sus filantrópicos sentimientos se estrellaba en cien preocupaciones sanguinarias: predicó la fraternidad, y estuvo á punto de ser crucificado: quiso ser caritativo y todos le escarnecieron; la mayor parte de sus prudentes disposiciones no hallaron quien las ejecutára, y en mas de una ocasion aconteció que sus ministros plantaron la palma del martirio en donde él se habia propuesto sembrar el lauro de la gloria.

Los historiadores de la edad media que no supieron seguir las huellas de Tácito y de Plutarco, en vez de hablarnos filosóficamente de los hombres, se contentaron con referirnos en confuso los acontecimientos, y al escribir la crónica de aquella época mancharon la frente del Rey con toda la sangre vertida en su reino; empero D. Alonso no era por cierto acreedor á tan severo fallo; él mas que nadie lamentaba las desgracias de sus pueblos y su único anhelo era procurar el adelanto de las ciencias y la prosperidad de sus vasallos. Por eso se le veía perplejo siempre que la insurreccion levantaba su cabeza y por eso quizá le creyeron débil sus revoltosos feudatarios.

Cuando el infante D. Fadrique se declaró en abierta rebelion comprendió, sin embargo, que habia llegado el momento de emplear la energía para impedir que el incendio se propagase; pero sus medidas se redujeron á disponer que una mano fuerte detuviese á los revoltosos en su camino, y por eso en tanto que sus hijos y sus capitanes marchaban á ejecutar sus órdenes, continuaba él sus pacíficas negociaciones lleno de buena fé y sin sospechar siquiera las catástrofes que le amenazaban.

Sus emisarios eran bien recibidos en todas partes: el crédito que gozaba en el mundo hacia que hasta los monarcas mas poderosos procurasen su amistad, y Fray Ademaro logró del Papa Juan XXI, no solo lo que habla ido á demandarle, sino la formal promesa de que los rayos del Vaticano se hallarian siempre prontos para combatir á los enemigos del Rey de Castilla.

D. Gonzalo Ruiz de Atienza consiguió que Felipe el Atrevido suspendiese todo movimiento hostil, aunque con la condicion de que D. Alonso no deberia tratar como á traidores á los partidarios de sus sobrinos, y D. Pedro III de Aragon ofreció solemnemente que jamás desenvainaría la espada contra el esposo de su noble hermana Doña Violante.

La suerte de las armas favoreció tambien sus intentosdesde los primeros dias, y el triunfo alcanzado por su hijo D. Juan contra el señor de Lara, triunfo que no tuvo nada de sangriento, gracias á la intervencion del lugarteniente que acompañaba al Infante, fué considerado por el Rey como un presagio venturoso para la realizacion de sus planes; pero una nueva funestísima vino bien pronto á turbar su contento.

Hallábase un dia en el palacio de Galiana rodeado de todos los sábios que habia congregado en torno suyo, para que le ayudasen á formar sus Tablas astronómicas, obra portentosa en aquel siglo y cuya confeccion le costó además de muchas vigilias y afanes, cuatro mil escudos de oro.

El docto Aben Raghel y el profundo Alquibicio, iban á discutir con Aben-Musio el de Sevilla y con Jacob Abvena el de Córdoba un punto bastante confuso hallado en el Cuadripartito de Ptolomeo, por Jehud á el Conheso, Alfaquí de Tole do, el cual acababa de traducir aquel libro por órden del Rey: más de cincuenta sábios venidos de París y de Gascuña debian tomar parte en la controversia, y D. Alonso presidia lleno de justo orgullo aquella reunion de hombres eminentes cuyas inteligencias atesoraban toda la ilustracion de su época.

Ya hacia muchas horas que la disputa continuaba vivamente sostenida por todos los concurrentes: más de una proposicion poco ortodoxa se habia emitido ya con escándalo de los teólogos castellanos, y mil pensamientos dé progreso intelectual se formulaban en cada uno de los discursos pronunciados por tan doctos varones.

El Rey, cuya tolerancia en materias religiosas Dio tenia límites, oia con satisfaccion todo lo que pudiese conducirle al descubrimiento de una verdad física ó moral, y es bien seguro que si Galileo hubiese florecido en su época no hubiera encontrado la estúpida acogida que le hicieron los monarcas de tres siglos despues D. Alonso no anatematizaba ninguna idea por atrevida que fuese, y por eso los hombres de todas las religiones podian emitir su parecer con toda libertad en aquel santuario de la sabiduría.

El debate promovido por la duda del rabino Jehudá seguia pues, sin que ningun obstáculo se opusiese al esclarecimiento del punto que se discutia, y ya empezaban los contendientes á convenirse en algunos estremos, cuando de improviso apareció en el salon el venerable Ahumed-Ebn-Yuzef con el semblante pálido y afligido: Al verle entrar todos guardaron el mas profundo silencio, y el Rey, que le tributaba toda clase de deferencias, se puso en pié con el intento de cederle su lugar; pero el árabe se había parado en medio de la estancia y sin ocultar la emocion que le agitaba, dijo fijando en D. Alonso su penetrante mirada:

-Suspende, ¡oh Rey! tus tareas científicas: sal de este palacio y vuela á lavar las manchas de ignominia con que tus ministros enrojecen el suelo castellano: deten el golpe que está amagando á tus deudos mas ilustres, porque si llegan á salpicar tu frente algunas gotas de la fraterna sangre ¡guay de tí! en vano querrias acercarte con fruto al laboratorio de la gran verdad: las manos de Cain no producirán jamás nada que sea puro: si deseas aprovechar mis lecciones, procura ante todas cosas mantenerte limpio de toda culpa y corre á salvar á tu hermano.

No comprendió el Rey las palabras de su maestro; pero como conocia su prudencia, sospechó que alguna nueva de grande importancia venia á anunciarle, y haciendo desalojar á todos los sábios que le rodeaban le preguntó lleno de zozobra:

-¿Qué ocurre, mi venerable amigo? ¿por qué habeis dejado vuestro retiro cuando menos lo esperaba?

-Tu hijo ha entrado á saco en la ciudad de Logroño.

-¿Qué decís?

-D. Simon Ruiz no ha podido contrarestar el ímpetu de D. Sancho y la insurreccion ha fracasado en las riberas del Ebro, lo mismo que en las márgenes del Guadiela, pero el Infante no se ha contentado con vencer a sus enemigos: el Infante quiere interponer un mar de sangre entre el Rey de Castilla y los hijos de D. Fernando de la Cerda; para ello ha empezado por quemar vivo en medio de la plaza de Treviño al ilustre Señor de los Cameros, despues de haberle llevado de pueblo en pueblo cual si fuera una bestia feroz.

-¡Oh! eso no es posible, esclamó el Rey con amargura.

-Mucho te honra tu duda; pero lo que te digo es demasiado cierto por desgracia: vuelve á tu alcázar, y allí oirás á los mensajeros de tu hijo que vienen á participarte llenos de orgullo la funesta nueva de su victoria.

-Pero, decidme, ¿cuál es el peligro que amenaza á mi hermano?

-Diego Lopez de Salcedo es hechura del Señor de Vizcaya, y si logra vencer á D. Fadrique, no será estraño que el hijo de tu padre siga la misma suerte que su desventurado yerno.

-¡Oh no, mil veces no! Salcedo no osaria esponerse á mi cólera: no seria capaz de comprometer así mi reputacion.

-Los hombres son capaces de todo, y el corazon me dice que alguna gran catástrofe ha de oponerse á la realizacion de tus benéficos planes.

-Vamos, pues, á Toledo, dijo D. Alonso lleno de angustia, y haciendo preparar su litera se hizo conducir á su palacio en compañía de Ahmed-Ebn-Yuzef.

Las noticias de éste eran harto fidedignas, como igualmente sus predicciones, y el Rey supo por boca de los emisarios de su hijo, no solo los espantosos detalles del suplicio en que habia dejado de existir el Señor de los Cameros, sino la infausta nueva de que su hermano D. Fadrique habia sido muerto en su prision á manos de sus carceleros.

Lloró de despecho al ver burlados sus nobles designios, y lloró de amargura al pensar en el fin sangriento de su hermano, de aquel hermano que habia sido el ídolo de su madre, y que a pesar de sus defectos poseia mil nobles cualidades. Hizo llamar á D. Lope Diaz de Haro, y sin considerar que aquel poderoso magnate era temible en todos conceptos, le habló con mas severidad de la que acostumbraba á usar con el último de sus criados: le pidió estrecha cuenta de todas las disposiciones que durante la ausencia del Justicia mayor Diego Alonso, y en representacion de aquel habia osado adoptar y le echó en cara que habia faltado á la fe y lealtad de caballero, aconsejando y permitiendo los horribles aten- tados que acababan de cometer el infante D. Sancho y el capitan Diego Lopez de Salcedo.

Disculpóse el de Haro con su habitual sangre fria, y aseguró que ninguna parte habia tenido en los acontecimientos de Búrgos y de Logroño; dijo que ignoraba las razones que habrian podido tener los caudillos vencedores para tomar tan severas medidas, y manifestó que no le parecia nada estraordinario que se castigase á un rebelde con la última pena.

Indignóse el Rey al oir tales palabras: sabia que él era el motor de todo lo que acababa de suceder, y sin disimular su sospecha le dijo mirándole con la mayor indignacion:

-Conozco vuestros ardides, Señor de Haro; sé que vuestro deseo es aniquilar á cuantos os pueden hacer sombra, y me consta que vuestra funesta política consiste en mantener vivos los odios de los dos bandos en que se divide mi reino: torpe he andado en manifestarme generoso y confiado con vos: creia que no hubiéseis sido capaz de abusar de mi buena fé, pero veo que me he equivocado: me habeis hecho agotar el cáliz de la amargura, D. Lope, pero ¡guay de vos! la muerte de mi hermano tal vez se considerará en la historia como un borron para mi nombre; pero su sangre caerá gota á gota sobre vuestro corazon: si yo creyese que un asesinato podia castigarse con otro no saldríais ileso de mi alcázar: mas no tembleis, devolvedme el sello de justicia que os confié y quitáos de mi presencia: el leal D. Diego Alonso acaba de regresar á Toledo, y no he menester ya de vuestros servicios: ¡ojalá que nunca los hubiera creido necesarios!

Calló el Señor de Vizcaya, pues conocia que sus disculpas de nada podrian servirle, y saludando con el mas profundo respeto, se alejó de la régia estancia llevando en el alma toda la hiel de las injurias que acababa de devorar.

Veia desplomarse el alcázar de su poder, acababan de arrebatarle sus armas mas poderosas, y aunque la reconciliacion entre D. Sancho y los infantes de la Cerda no era ya humanamente posible despues de la muerte de D. Fadrique y del Señor de los Cameros, con todo sus planes de engrandecimiento podian fracasar si el Rey se declaraba abierta mente encostra suya: para evitar aquel peligro puso en juego todas sus influencias con la actividad que le caracterizaba y que tantos triunfos lo hizo alcanzar, en tanto que el Rey procuraba con todas sus fuerzas atajar las nuevas desgracias que amagaban á su país.

Diego Alonso habia regresado en efecto á la córte con gran golpe de soldados mercenarios y en compañía del infante D. Juan y de su lugarteniente, los cuales habian recibido órden de volver á sus cuarteles á los pocos dias de dar la batalla en que vencieron al Señor de Lara: Fray Ademaro y D. Gonzalo Ruiz de Atienza se hallaban tambien de vuelta de sus importantes escursiones, y D. Alonso pudo reunir en torno suyo un gran número de hombres leales y de capitanes esforzados á quienes pedir consejo.

Era evidente que el rey de Francia deberia considerar el asesinato del infante D. Fadrique como una torpe felonía, despues de lo tratado por él con el embajador de Castilla: el Sumo Pontífice no podia mirar tampoco con indiferencia un atentado de aquella especie; y los descontentos del reino tenian un escelente pretesto para levantar de nuevo el grito de guerra á muerte que hasta entonces habia podido sofocarse a fuerza de actividad y de energia. Lo que importaba, pues, era satisfacer cuanto antes las dudas que naturalmente debian suscitar, respecto á la lealtad de D. Alonso, los desastrosos acontecimientos de Treviño de Burgos: para ello se dispuso enviar nuevas embajadas dando las mas claras esplicaciones sobre tan inesperados sucesos: llamóse además al infante D. Sancho, y se dió órden para que Diego Lopez de Salcedo se presentase inmediatamente á dar estrecha cuenta de su incalificable conducta.

Esta determinacion era para D. Lope Diaz de Haro un golpe mil veces mas terrible que la pérdida de su autoridad y que las duras palabras que habia oido de boca del Rey, pues las revelaciones de Salcedo podian comprometerle gravemente y poner de manifiesto su culpabilidad en la muerte de los dos ilustres caudillos del bando de la Cerda: para evadir aquel peligro solo le quedaba un medio, hacer que el infante D. Sancho arrojase de una vez el guante comprometiendo la reputacion de su padre con nuevos atentados é impedir así toda reconciliacion entre el Rey y sus altivos vasallos; pero no se crea que para poner por obra su tenebroso plan se valió de hombres poderosos é influyentes ni de guerreros resueltos y esforzados: aquel astuto magnate echaba mano de todas las armas que juzgaba útiles para sus intentos, y en vez de recurrir á intrigas palaciegas ó á la fuerza siempre temible de sus parciales, se valió en tan difíciles circunstancias de pasiones privadas que ninguna relacion parecian tener con la política de aquella época, pero que él supo esplotar en su provecho como se verá en el capítulo siguiente.




ArribaAbajoCapítulo XXII

Donde se verá como Satanás vuelve á inspirar á la serpiente.


En tanto que en el reino de Castilla rugian desatados los vientos de la rebelion, fermentaban en el alma de Séfora los celos que su antiguo amante le habia infundido la noche en que despues de tantos años se presentó á sus ojos en el régio sarao de Toledo.

Recordará el atento lector que la Princesa Doña Blanca era causa inocente de aquellos celos, y que la judía ensoberbecida con la alta posicion de la que imaginaba su rival, habia puesto en juego los mas inícuos ardides para causarla todo el daño posible, ya que no estaba en su mano destrozar aquella voluptuosidad que tantas almas habia fascinado.

-Guárdeos Dios, señora: murmuró el de Haro fijando en ella su escrutadora mirada.

-El os ilumine, D. Lope: repuso Séfora sin desarrugar el ceño que tantos encantos robaba á su semblante.

-¡Vos aquí, señora!

-¿Y eso os asombra?

-No, sino que me llena de contento: hace un instante estaba pensando en ir á buscaros.

-Para pedirme alguna carta? preguntó Séfora con ironía.

-Tal vez: repuso el de Haro con la mayor naturalidad.

-Me admira vuestra sangre fria, caballero! ¿Es así como cumplís vuestras promesas?... ¿son estos los resultados que preveia vuestra alta política?... ¿es esto lo que yo debia esperar cuando instigada por vos me comprometí á cometer un crímen?

-¡Un crímenl...

-Sin duda, caballero, un crímen inútil, masque inútil, funesto. ¿Qué me importaba á mi la vida de D. Fadrique? lo que yo quería, bien lo sabeis, era la ruina de una mujer, y nuestro atentado solo ha servido para darla, libertad y preponderancia.

-Perdonad, señora, os veo irritada y lo siento: la exaltacion de las almas apasionadas es un fuego fátuo incapaz de inflamar ni un leve copo de lino: tomad asiento si os place: oidme un solo instante, y confio en que hemos de quedar amigos.

-Lo dudo: dijo la judía sentándose con el ademan de una reina enojada.

-Pues yo no,, repuso el descendiente de reyes inclinándose con respeto. Es verdad que nuestra tentativa de Burgos ha dado un resultado diametralmente opuesto al que tenuamos derecho de esperar; pero no por eso debemos retroceder: ¿creces, señora, que me importa menos que á vos la ruina de esa mujer?... si vuestro corazon lo desea, el mio lo necesita, y no lo dudeis, conseguiremos aniquilarla si seguís mis consejos.

-Oh! cuidado no os engañeis otra vez, caballero, cuidado no volvais á despertar la esperanza en mi alma pada matármela luego.

-No temais, señora, esta vez no puedo, no debo equivocarme: el golpe que ahora vamos á dar será tan seguro como el de la guadaña de la muerte.

-No os entiendo, murmuró Séfora, mirando con inquietud á su interlocutor.

-Procuraré ser muy esplícito y ya me entendereis, repuso éste yendo á cerrar todas las puertas. La hora ha llegado: si perdemos un solo dia yo veré derrumbarse el alcázar de mi ambicion, y el demonio de los celos se enseñoreará de vuestro pecho á su albedrío: esa mujer que vos odiais y que yo miro como un obstáculo á mis planes, será el -iris á quien Castilla adore despues de la tormenta, y nosotros iremos atados al carro de su triunfo y la veremos hollando con sus plantas vuestro amor propio y mi orgullo.

-Oh! jamás, jamás! esclamó la judía poniéndose en pié, pálida de coraje. Hablad, D. Diégo: no hace mucho os oí decir que la exaltacion de las almas apasionadas es un fuego fátuo que no quema: comunicadme pues la llama devoradora de vuestro corazon impasible, y me vereis-incendiar el mundo

entero, si lo creeis necesario para que esa mujer quede reducida á cenizas entro las pavesas del universo.-No es necesario tanto, dijo el de Haro, sonriendo con malignidad, y no es el fuego el elemento que debe servirnos en esta ocasion, sino el agua.

-¿El agua?

-Sin duda: el agua preparada por vuestro paje Adhel y servida por....

-¿Por quién?...

-Oidme, Séfora: queriendo D. Alonso probar que la muerte de D. Fadrique no es obra suya, sino de los partidarios de su hijo D. Sancho, no solo ha enviado emisarios para que así lo divulguen por toda Europa, sino que se ha declarado en pro de los de la Cerda, empezando por devolver la libertad á Doña. Blanca: ahora bien, si nosotros sabemos aprovecharnos de esa libertad, podemos volver las armas de nuestros enemigos en contra suya, haciendo morir á esa mujer y echando la culpa de su muerte sobre el rey de Castilla, como hemos echado ya la del asesinato de su hermano. De esta suerte vos quedais vengada y yo satisfecho: la Francia se arrojará contra Castilla, y D. Alonso tendrá que ceder el mando á su hijo D. Sancho que es el único que puede oponerse y contrarestar la arrogancia de Felipe el Atrevido. ¿Qué os parece mi pensamiento?

-Me parece inspirado por Satanás; pero lo apruebo: el fuego que devora mi alma tiene algo de infernal y no me asusta que el demonio intervenga en nuestros planes; pero ¿quién es la persona que designais para que nos sirva en esta arriesgada empresa? no quisiera comprometer nuevamente á mi pobre Adhel.... os sacrifiqué la vida de Garcés de Barbasa; mas la de éste....

-La de éste os interesa mucho para esponerla: ya lo sé, dijo el de Haro sonriendo con cierto cinismo; pero no temais, no es mi ánimo dejaros sin ningun galan: la vida de Adhel no correrá ningun riesgo; á él solo le cumple preparar la ponzoña: manos mas puras deberán administrarla.

-Cada vez os entiendo menos.

-Eso consiste en lo que os dije antes: las almas apasionadas no saben reflexionar.... pero fiad en mí y no temais que nuestro proyecto se malogre. ¿Cuándo podré disponer de ese veneno?

-Ahora mismo esclamó Séfora, haciendo ademan de quitarse una sortija pero el de Haro la detuvo diciendo:

-Paso, señora, paso que no es eso de lo que se trata; ¿creeis que no poseo yo joyas tan preciosas como esa? lo que ahora necesitamos es un elixir que pueda mezclándose con las mas delicadas esencias matar por medio del ambiente si es posible.

-Ah! ya os entiendo, y puedo proporcionaros algo mas seguro que esa esencia.

-Mas seguro?

-Sin duda: he oido hablar á Adhel de ciertos pliegos que al abrirse matan como el rayo.

-¿Y podríais proporcionarme uno de esos pliegos?

-Sí; pero decidme ¿quién se encargará de hacer llegar tan delicado mensaje á manos de la Infanta?

-Una de sus damas mas queridas: una jóven inocente que le ha sido recomendada por el capitan Fernandez y que por tanto no puede infundirla ningun recelo.

Estremecióse la judía al oír las últimas palabras de su interlocutor, y aparentando sonreír con desden se envolvió en su manto y murmuró:

-Está bien: mañana os traerán lo que acabais de pedirme.

-Cuidad de que no os vean salir de aquí: dijo el de Haro saludándola con mucha cortesía.

-No temais mi litera me aguarda dentro de vuestra casa y nadie conoce á los hombres que la conducen.

Aun se oian las pisadas de Séfora, cuando el Señor de Vizcaya que durante su conversacion con ella había estado perfeccionando sus jigantescos planes, se sentó delante de una mesa y escribió de esta manera:

«Sr. Infante D. Sancho, mi egregio primo y señor natural: no regreseis á Toledo aunque así os lo manden: vos en vez de dar cuentas de vuestra conducta debeis mas bien pedirlas de la que otros han observado y observan; ya me entendeis: aguardad en Treviño á que la fama os lleve la nueva de cierta defuncion,, y entonces volvereis á palacio como protector y no como reo.

«Cuidad de que Salcedo no se presente á vuestro padre, y mantened vivos en pro nuestro los buenos deseos de los burgaleses y de todos los castellanos viejos. Yo quedo aquí allanándoos el camino del trono y esperando vuestras órdenes.»

Un mensajero leal llevó esta carta á su destino desgarrando los hijares de su caballo: y el que acababa de escribirla, salió de su aposento y de su casa, procurando ocultar el semblante entre los pliegues de su manto; la noche habia cerrado completamente y pudo llegar sin ser visto al Alandaque de Toledo, barrio extraviado en el cual habitaba, como recordará el lector, la hermosa Doña María de Ucero.

Tiempo era ya de que volviésemos a ocuparnos de esta doncella, y creemos que no estará de mas dar cuenta de lo que habia pasado en su corazon durante el tiempo trascurrido desde la última vez que nos ocupamos de su interesante persona.

Dos afectos bien distintos entre sí, pero vehementes ambos, se habian enseñoreado de Doña María desde su mas tierna juventud: estos afectos eran un amor profundo, ardiente, ciego hácia el infante D. Sancho; y un cariño tierno, respetuoso, indestructible hácia D. Alonso Fernandez; pero guiada por ese instinto innato en la mujer y que sin duda procede de la delicadeza de su alma, la noble doncella habia ocultado á los ojos del segundo lo que sentia por el primero, y á este lo que esperimentaba por aquel: el Infante no hubiera podido comprender toda la pureza de su ternura hácia el hermoso aventurero, y D. Alonso hubiera combatido una pasion peligrosa que sin duda podia llervarla á un precipicio. Estas fueron las razones que la impulsaron á guardar la mas estricta reserva con entrambos.

D. Sancho, dichoso con su amor, entregado á intrigas políticas y no pudiendo recelar de la inocencia de su amada, ni siquiera habia echado de ver que otro hombre frecuentaba la casa de Doña María; pero el capitan Fernandez, aventurero esperimentado, y celoso guardian de la doncella, no tardó mucho en notar que algun misterio encerraba su alma vírgen, y en la noche del festin se cercioró de que, aquel misterio era la pasion amorosa que el infante D. Sancho habia sabido inspirarla.

Desde aquel momento empezó una lucha penosa, portiada, tenaz entre la noble dama y el misterioso caballero: la lucha del herido y del cirujano, cuando el primero se resiste á sufrir una operacion dolorosa y el segundo se obstina en hacer uso de instrumentos que han de sajar la carne para devolver la salud.

Doña María amaba á D. Sancho lo suficiente para no querer comprender que su amor la perderia temprano ó tarde; y, D. Alonso la amaba á ella demasiado para que los quejidos de la enferma pudiesen hacer temblar su mano robusta: por eso la de Ucero seguia recibiendo á D. Sancho á despecho de su protector, y éste persistia en separarla de su poderoso amante á pesar de sus lágrimas; pero fuerza es confesarlo: cuando la razon se obstina en lidiar contra la pasion siempre queda vencida por esta. La niña mas inesperta burla al hombre mas esperimentado, y el alma mas timida se sobrepone al corazon mas endurecido.

El capitan Fernandez se valió primero, de la persuasion, despues puso en juego los resortes de la ternura y acabó por hacer uso de la fuerza, medio el mas ineficaz en semejantes casos: dispuso que se negase la entrada á todo el mundo en casa de su pupila, y desde el momento en que se cerraron las puertas de la recatada doncella se abrieron sus ventanas: lo que en un principio era afecto puro, amor platónico, no tardó mucho en convertirse en pasion ardiente, irresistible, sensual; D. Sancho logró de la mujer contrariada lo que no había podido conseguir de la jóven enteramente libre, y cuando los acontecimientos publicos le obligaron á salir de Toledo, dejó un hijo en el seno de su amada, sin que el perspicaz Fernandez llegára á comprenderlo: mas ¡ah! al regreso de su espedicion contra Don Juan de Lara, conoció el aventurero que sus precauciones habian sido inútiles, y, el mas profundo despecho se apoderó de su alma ya tan lacerada; pero esta vez como otras muchas escondió en lo mas hondo del pecho su pena roedora, y lejos de mostrarse severo con Doña María, le devolvió aunque algo tarde la libertad de que tan intempestivamente habia querido privarla.

La infortunada jóven por su parte tambien conoció, cuando ya no era tiempo de retroceder, que su protector no iba descaminado en sus consejos: la duda vino á atormentar su mente, y hubiera querido apagar con un mar de lagrimas la hoguera que devoraba su corazon; pero la duda es tan impotente como la razon para luchar con el amor, y las lágrimas inflaman mas el fuego que enrojece sus saetas.

Doria María sospechaba aun mas; casi estaba persuadida de que D. Sancho no tardaria mucho en abandonarla, y sin embargo le amaba con mas delirio que nunca: sentia por él ese doble afecto que se encarna en el seno de las esposas cuando llegan á ser madres; y si en los arrebatos de su pasion violenta le sacrificó el honor, en la calma de su intenso afecto, no titubearía en sacrificarlo la vida; comprendiólo así el capitan Fernandez, y desde el punto en que consideró como inútil su severidad se dedico á reparar su imprudencia y la falta de aquella niña que era el único ser que parecia interesarle en el universo: para ello empezó por estrechar sus relaciones con el Señor de Vizcaya, y al paso que lidiaba como bueno en pro de su Rey trataba de asegurar la felicidad de su protegida, pactando con aquel revoltoso caudillo que lo podia todo en el ánimo de D. Sancho.

Doria María llevaba un apellido harto ilustre, y el aventurero no perdió completamente la esperanza de enlazarla con el heredero del trono: por eso consentia que el de Haro frecuentase la casa de su protegida, en donde solian tratar de su plan de matrimonio, y por eso aquel atrevido personaje pensó en Doña María al proyectar el asesinato de la infanta Doña Blanca.

Nadie mejor que aquella dama inofensiva y de quien ninguno sospechaba, podia ser el instrumento de sus inícuas maquinaciones, y hé aquí por qué al separarse de Séfora, la hija del Merino mayor, se encaminó solo y con el mayor recato á casa de la de Ucero.

Se hallaba esta en su estancia sumida en su habitual tristeza, cuando Brianda que habia recibido la órden de deponer su severidad vino a anunciarle la visita de aquel poderoso magnate.

-Que entre, que entre, esclamó dejando vagar por sus lábios una ligera sonrisa que parecia revelar su efímera esperanza.

Compareció el de Haro un momento despues, y aproximándose á ella con mas respeto del que acostumbraba, la preguntó fingiendo, la mayor solicítud:

-¿Cómo estais, señora?

-Bien, D. Lope, bien; pero muy triste.

-¡Triste! ¿por qué? esclamó el de Haro con estrañeza, ¿acaso dudais de su amor?

-No: pero sí de sus promesas.,

-¡Qué locura! ni tina sola vez recibo sus ordenes sin que me-bable de su amada: su primer pensamiento, bien lo sabeis, es la corona; pero el segundo, nunca deja de dedicárosle á vos.

-¡Ay D. Lope! no sé por qué me parece que decís todo eso para no afligirme.

-Señora, ya hace algun tiempo que tengo el honor de trataros, y creo que habeis podido comprender que mi carácter es en demasía franco para prestarse á una farsa de ese género. El dia en que mi señor deje de hablarme de vos, estad segura que dejareis de oirme hablar de él.

-Oh! sí, sí, perdonad, no es mi ánimo ofenderos; pero qué quereis, su tardanza me inquieta tanto...

-¡Su tardanza!... ¿cuándo dejaréis de ser niña? ¿acaso puede el infante D, Sancho dejar sin caudillo al ejército que obedece sus órdenes, por mucho que la fuerza de su amor le impela á vuestros brazos? Olvidais que el deber es el tirano de los hombres.

-Oh! sí, teneis razon, el deber es ante todo, murmuró la de Ucero enjugándose una lágrima; pero decidme, ¿qué nuevas me traeis? ¿á qué debo atribuir vuestra visita?

-Vengo mandado por él

-¿Por él?

-Sin duda: vengo á deciros que su regreso depende de vos.

-¿Qué decís? de mí! de mí!... hablad, D. Lope, hablad, y aunque sea necesaria toda mi sangre, on la daré con tal de verle pronto.

-Vuestra sangre es muy preciosa para mi señor, y ¡ay! del que osase verter una sola gota de ella. Lo que necesita de vos es mucho menos: oidme con atencion, dijo sentándose cerca de Doña María. Bien sabeis que la muerte del infante D. Fadrique ha irritado al Rey hasta el estremo de condenar públicamente la conducta de D. Sancho: Doña Blanca de Francia ha recobrado la libertad, y vuestro amante no puede regresar á Toledo si ella no alcanza que D. Alonso le perdone.

-Pues bien, iré, le rogaré, me arrojaré á sus plantas si es preciso, esclamó la enamorada jóven, cuya ignorancia de los negocios públicos no la dejaba comprender lo absurdo de aquella fábula.

-¿Y creeis que vuestras lágrimas logren ablandar su corazon?

-Tengo entendido que es muy compasivo, y á mi hace algun tiempo que me distingue muy particularmente.

-Sin embargo, vuestros ruegos serian inútiles: además vos no podeis interceder públicamente, por el Infante. Vuestra demanda se interpretaria de una manera desfavorable para vuestro honor.

-¿Entonces, qué es lo qué debo hacer?

-Encargaros de llevarle un pliego que D. Sancho le dirige.

-¡Qué! ¿acaso D. Sancho, se baja á suplicar á esa estranjera? esclamó Doña María sintiendo que su española sangre le subia al semblante.

-D. Sancho no se humilla jamás; esa estranjera como vos la llamais, es un arco que es indispensable atravesar para subir al trono, y D. Sancho se inclinará solo el tiempo necesario para traspónerle. Despues, ya vereis cuán erguido levanta la coronada frente.

-Bien, bien, murmuró la de Ucero volviendo á ser la mujer enamorada. lo que á mí me interesa es verle, verle pronto y salir de esta horrible ansiedad en que me hallo; dadme ese escrito.

-Mañana os lo traeré, dijo el de Haro dejando el escaño; pero juradme primero que nadie mas que vos verá ese pliego.

-¿Ni el Capitan tampoco?'

-El Capitan menos que nadie.

-Bien, os lo juro.

-Juradme tambien, que os valdreis de todo vuestro influjo para que Doña Blanca lea ese escrito en vuestra presencia.

-Os lo juro, D. Lope, aunque es inútil, porque en esta ocasion mas me obliga el amor que el juramento.

-Lo sé, señora, y confio en vuestro amor, dijo el ilustre palaciego saludando a su inocente cómplice con la mas fina galantería.

La de Ucero quedó entregada á una esperanza harto pasajera, y el de Haro al retirarse observó no sin algun recelo que la severa Brianda dormia profundamente, al parecer, en la antecámara de su señora.