Desde
Menéndez Pelayo, la oda de Fray Luis «¡Oh ya
seguro puerto...!» ha sido justamente destacada por la
mayoría de los estudiosos. Como «casi un ascensus místico
de purificación a través de un medio natural»
llega a caracterizarla Oreste Macrì1.
No obstante, la lectura atenta de la composición suscita
numerosas dudas acerca de su significado, algunas de las cuales
fueron ya planteadas con gran sagacidad por Karl Vossler:
«¿Qué es lo que debemos
entender por 'apartamiento', en esa atmósfera pura de las
alturas, lejos de toda mentira y sensualidad? ¿Se trata de
una paz terrena o supraterrena? ¿De un apartamiento
filosófico o religioso? ¿O de una elevación
epicúrea o cristiana por encima de la miseria de la
existencia humana?»2.
Las preguntas que se formulaba el ilustre crítico
alemán no eran, por supuesto, producto de una visión
apresurada o superficial de la obra luisiana; obedecían al
carácter indudablemente hermético de un texto cuyas
claves interpretativas eran -y continúan siendo-
peligrosamente ambiguas. No es propósito de estas
páginas dilucidar el significado de la composición,
sino partir de ella para analizar algunos aspectos de las
construcciones metafóricas del poeta, que, como es
lógico, no se dan únicamente en esta oda, sino que
afectan, en mayor o menor medida, a la totalidad de las
composiciones que con certeza pueden atribuirse al
autor3.
Una lectura elemental de la oda, por la que es inevitable comenzar,
permite advertir cómo el poeta empieza expresando su
contento por hallarse a salvo después de haber padecido un
«error», un «grave mal»:
¡Oh ya
seguro puerto
de mi tan luengo error! ¡Oh
deseado,
para reparo cierto
del grave mal pasado,
reposo, alegre, dulce,
descansado!
Sea o no la
cárcel ese «error» sufrido, como suelen
interpretar los comentaristas4,
importa ahora destacar que la salvación es un
«puerto», lo que implica que el error ha sido una
«navegación». Los códices ofrecen tres
títulos distintos para esta oda, y los editores discrepan en
la elección: «Al apartamiento», «Descanso
después del trabajo» y «Descanso después
de la tempestad». Este último concordaría con
la imagen náutica que preside la primera estrofa.
El poeta canta a
continuación el «techo pajizo»5
en el que «jamás hizo morada el enemigo», y
eleva los ojos hacia la «sierra que vas al
cielo/altísima» para implorar:
Recíbeme
en tu cumbre,
recíbeme, que huyo,
perseguido,
la errada muchedumbre,
el trabajo perdido,
la falsa paz, el mal no
merecido;
y do está
más sereno
el aire me coloca, mientras
curo
los daños del veneno
que bebí mal seguro,
mientras el mancillado pecho
apuro.
Desde esa
«cumbre», el poeta aspira a contemplar las azarosas
existencias ajenas, vistas en todo momento, de acuerdo con el
planteamiento metafórico subyacente, a través del
prisma de la navegación:
De ti, en el mar
sujeto
con lástima los ojos
inclinando,
contemplaré el aprieto
del miserable bando,
que las saladas olas va
cortando.
El «mar
sujeto» -esto es, 'furioso, arbolado'6
representa esa vida dificultosa por la que el «miserable
bando» de los mortales navega con varia fortuna. Se mantiene,
pues, la coherencia en el plano de las imágenes. En cuatro
estrofas, Fray Luis enumera a continuación los contratiempos
de diversos «navegantes» atalayados desde la
«cumbre» del «seguro puerto». Así,
uno de ellos es «en alta mar lanzado»; otro
«rompe la nave» o «en las bajas sirtes hace
asiento»; algunos «ofrecen al avaro/Neptuno su
dinero» -es decir, se hunden irremisiblemente con sus
bienes-, mientras que «otro, nadando, huye el morir
fiero». Después de la contemplación del
«abismo inmenso embravecido», el poeta vuelve los ojos
de nuevo a su refugio:
¡Ay otra
vez, y ciento
otras, seguro puerto deseado!
No me falte tu asiento,
y falte cuanto amado,
cuanto del ciego error es
cudiciado.
Se trata de un
tema frecuente en Fray Luis: el ascenso, la huida del mundo, el
ansia por alcanzar una «cumbre» de pureza incontaminada
y de beatitud, cercana a la Divinidad. No es difícil
advertir -y ya se ha hecho- la existencia de semejanzas
nítidas entre esta oda y la que comienza «¡Qué descansada
vida...!»7.
De cualquier modo, hora es ya de señalar que la
organización general de la composición que nos ocupa,
basada en la actitud contemplativa de un sujeto que se instala en
un lugar seguro y elevado y escruta desde allí el
«mar» de la vida humana, no es original de Fray Luis,
aunque el poeta la haya incorporado magistralmente a su mundo
propio. El origen de la oda se halla en San Juan Crisóstomo,
que en su exhortación II «A Teodoro
caído» escribe:
Como si uno se
subiera a un alto promontorio y desde allí contemplara el
mar y los que por él navegan y viera cómo unos son
cubiertos por las olas, otros se estrellan contra las rocas, unos
se afanan por acá, otros van arrastrados por allá
llevados como cautivos por el ímpetu del viento; muchos se
han hundido ya, otros se valen por toda embarcación y
timón de sus propias manos; otros, en fin, sobrenadan ya
cadáveres -desastre vario y de múltiples caras-;
así justamente el que milita por Cristo, al alejarse de la
turbulencia y oleaje de la vida, se halla sentado sobre lugar
elevado y seguro. ¿Qué más seguro y elevado
que no tener más que una solicitud de cómo agradar al
Señor? Ya ves, Teodoro, los naufragios de los que navegan
por este mar; por eso, huye, te suplico, de ese piélago,
huye de las olas, ocupa un alto promontorio, adonde no puedan
alcanzarte8.
Resulta palmario
que las coincidencias no son únicamente metafóricas,
sino estructurales. Como en Fray Luis el «seguro
puerto», en San Juan Crisóstomo el «alto
promontorio» abre y cierra un pasaje en cuyo interior se
aloja la descripción de lo que acontece a diversos
«navegantes» que surcan el «mar» de la
vida. Independientemente de la filiación del texto, lo
cierto es que en él se recoge y desarrolla una de las
imágenes básicas del poeta agustino: la vida como
navegación. Su origen bíblico es indudable
-recuérdese, por ejemplo, que, según el Libro de la
Sabiduría, la vida pasa «como nave
que atraviesa las agitadas aguas sin dejar rastro de su paso ni del
camino de su quilla por las olas»9-,
y su fecundidad ha resultado extraordinaria, sin duda porque la
base metafórica jugaba con nociones tan amplias que llevaba
en sí el germen de múltiples parcelaciones posibles:
si la vida es una navegación, puede serlo también
cualquier actividad humana, de igual modo que el hombre puede ser
un navío en su peculiar ocupación. Nada tiene de
extraño que muchos escritores recurran a la metáfora
de presentarse como «navegantes» al iniciar su obra o
«izar las velas». E. R. Curtitus, que ha recogido
ejemplos desde Virgilio y Horacio hasta Dante o Edmund Spenser,
señala: «Ya en la tardía
Antigüedad, la 'nave del ingenio' era un lugar común, y
la Edad Media lo conservó
escrupulosamente»10.
Habría que añadir que el tópico, con todas las
variantes posibles, no se agotó en la Edad Media, sino que
continuó aflorando a lo largo del Renacimiento y del
Barroco, y todavía perdura hoy. Asombrosa vitalidad la de
este campo metafórico cuyo desarrollo requeriría un
estudio pormenorizado que aún está por hacer.
Pero la identidad
vida = navegación es tan sólo una base. Su vertiente
dramática es el naufragio. Y en Fray Luis esta faceta es
casi exclusiva. Hay múltiples casos probatorios. Así,
por ejemplo, una simplicísima alusión del salmo 106
se transforma, gracias a la traducción amplificada del
agustino, es apocalíptica evocación del poder
destructor del mar:
Quienes con mayor
detenimiento han estudiado la obra poética de Fray Luis no
han dejado de anotar la proclividad del autor a utilizar
imágenes náuticas. Ya Vossler escribía en su
conocido libro: «Los peligros del mar, de
la navegación y de la guerra, que nunca había de
experimentar por sí mismo, excitaban su fantasía.
Resulta extraordinario que su musa lírica se sintiera
precisamente atraída por las esferas de la vida terrena que
más alejadas estaban de él»12.
Por su parte, el P. Vega se extiende en
consideraciones acerca del tema: «Hay,
sin embargo, un elemento que aflora frecuentemente en Fray Luis. Es
el mar, con sus tormentas y borrascas.
Es muy posible que nuestro poeta no viese nunca el mar [...]. Las
tormentas que él describe son tal vez imaginadas o vistas en
los poetas clásicos y en las descripciones de navegantes o
en los grabados de los libros. Mas este elemento no es ciertamente
en Fray Luis elemento de belleza, ni objeto de
contemplación, como lo es el cielo estrellado, sino un
elemento de contraste y una imagen apropiada para hacer resaltar
más la idea de sosiego y de paz, o para describir el mundo
estudiantil salmantino, casi siempre revuelto y agitado como un mar
embravecido»13.
Las últimas
aseveraciones trivializan el significado de la imagen. No se trata
de reflejar «el mundo estudiantil salmantino», ni
tampoco de «resaltar más la idea de sosiego y de
paz» -aunque secundariamente pueda producirse tal efecto, en
virtud de la organización de ciertas composiciones-, sino de
algo más genérico y ambicioso: la existencia humana
es una perpetua amenaza de naufragio. La formulación
más nítida de esta idea, o, mejor, de esta imagen
nuclear, se halla tal vez en la Exposición del Libro de
Job (VII, 1), que el agustino fue redactando a lo largo de
varios años, incluidos los de su cautiverio en la
cárcel inquisitorial:
No hay cosa en
esta vida tan llana que no tenga sus malos pasos, y este mar del
vivir cuando está más sosegado ha de ser más
temido; que en su calma hay tempestad, y su quietud y sosiego
encubre en sí furiosas olas más empinadas que
montes14.
Establecida la
fórmula metafórica mar del vivir, las
«furiosas olas» pueden ser las tentaciones que acechan
al hombre y ponen en peligro su «entrada en el puerto».
De este modo, el hombre reconciliado con Dios, «fenecido el navegar de la vida, entra en el puerto
abastado de bienes»15.
Claro está que los «bienes» constituyen un
cargamento espiritual, y que el «puerto» es la
salvación, como en este otro pasaje del comentario al Libro
de Job (XI, 17):
Cuando los otros
se pierden, él se ganará, y cuando los otros dan al
través, él entrará alegre en el puerto, y
finalmente amanecerá puro y luciente cuando los otros
fenecen y se apagan para nunca más relucir
16.
Fray Luis traduce
un versículo de Job (VII, 12): «Si mar yo, si culebro, ¿qué pones sobre
mí carcelería?»17.
Y glosa de este modo el texto:
Que es decir que
le encarcela a él como tiene encarcelada la mar, o que
ansí como está sujeta la mar a tormentas, y es como
el proprio lugar de las tempestades, y donde las olas combaten y
los vientos ejecutan su violencia y rigor, ansí le hace a
él como sujeto proprio de dolores y de miserias18.
Como puede
advertirse, la imagen inicial adquiere un desarrollo
armónico: del «mar» de la vida se pasa al
«puerto» de la salvación, aunque no sin dolores
y contratiempos (las «olas», los «vientos»
o las «tempestades»). Por eso los avatares de la vida
pueden ser calificados de «ásperos
y tempestuosos», y en ellos «acude siempre Dios a los
suyos»19.
Y la muerte de los malos «es tempestad y
torbellino espantoso que asuela todo de
golpe»20.
La poesía ofrece más amplios y ricos desarrollos de
este núcleo metafórico, como luego se verá.
Por el momento conviene señalar que esta
dramatización de la imagen del mar de la vida, que convierte
la navegación en un permanente peligro de naufragio, es
característica predominante, aunque tal vez no exclusiva, de
los escritores religiosos, en algunos dé los cuales, sin
duda, debió de hallar Fray Luis más modelos
idóneos de lo que generalmente se piensa. Así, para
San Juan Crisóstomo la conducta de los virtuosos equivale a
la función de los faros que iluminan y facilitan el camino a
los navegantes, o, más exactamente, a los
«náufragos»:
[Los
virtuosos], como faros brillantes en medio de profundas
tinieblas, convidan a los náufragos a su propia seguridad, y
encendiendo, como sobre un promontorio, las antorchas de la
filosofía, conducen al puerto de la vida tranquila a quienes
quieren seguirlos21.
En otro lugar, el
mismo Padre de la Iglesia inicia así una extensa
alegoría acerca de las edades de la vida:
Os exhorto a
corregir con todo empeño esos vicios y hacer frente a las
pasiones que en cada edad nos acometen. Porque si en cada
porción de nuestra vida vamos navegando al margen de los
trabajos de la virtud y sufriendo constantemente naufragios,
llegaremos al puerto vacíos de todo cargamento espiritual y
sufriremos los últimos suplicios. Porque piélago
inmenso es la presente vida22.
San Agustín
recurre con frecuencia al campo semántico de la
navegación para caracterizar la existencia humana. En una de
sus homilías escribe: «Attendite saeculum
quasi mare, ventus validus, et magna tempestas. Unucuique sua
cupiditas tempestas est»23.
De la equivalencia entre vida terrena (saeculum) y mar se deriva la identidad
metafórica cupiditas = tempestas. La imagen de la tempestad
reaparece una y otra vez con mínimas variantes. Así,
en otra homilía: «Exhortor ut contra
tempestates et fluctus saeculi huius non dormiat fides in cordibus
vestris»24.
Del «mar» de la vida brota inevitablemente la imagen de
la «nave» del hombre: «Sunt enim
multae cogitationes in cordibus hominum: et fluctibus huius
saeculi, et multis tempestatibus navis Christo absente
turbatur»25.
Las posibles dudas en la interpretación desaparecen porque
el Santo acostumbra explicar, con actitud casi puramente
didáctica, los significados de los términos que
adquieren valores metafóricos:
Intrant venti cor
tuum, utique ubi navigas, ubi hanc vitam tanquam procellosum et
periculosum pelagus transis; intrant venti, movent fluctus, turbant
navim. Qui sunt venti? Audisti convicium, irasceris; convicium
ventus est, iracundia fluctus est26.
A partir de la
metáfora inicial ha ido desarrollándose todo un
sistema alegórico que vertebra buena parte de la literatura
religiosa, desde los escritos de los Padres de la Iglesia hasta los
tratados ascéticos y místicos del siglo XVI. Fray
Luis de Granada, por ejemplo, exalta la gloria de los
bienaventurados con estas palabras: «¿Qué gozo será aquel que
recibirás cuando, viéndote en aquel puerto de tanta
seguridad, vuelvas los ojos al curso de la navegación
pasada, y veas las tormentas en que te viste, y los estrechos por
do pasaste, y los peligros de ladrones y cosarios de que
escapaste?»27.
Y Fray Francisco de Osuna acude a expresiones similares:
«O amor dichoso, que tú eres
áncora de nuestra esperanza, que nos afirmas en Dios como en
puerto seguro, aunque andamos en el mar tempestuoso desta
vida»28.
Fray Luis de León adopta, por consiguiente, módulos
estilísticos apoyados en imágenes que ya en aquel
momento -y aun antes- han llegado a la trivialización, hasta
convertirse en cómodos y socorridos utensilios para
cualquier aprendiz de poeta29.
En 1550, un Fray Luis de Escobar, bienintencionado moralista y
mediocre vate, mezcla así las imágenes del camino y
de la navegación como significantes de la vida humana:
Y Diego
Ramírez Pagán ofrece también un buen
muestrario de variantes de la manida metáfora en un soneto
incluido en la Floresta de sacra poesía de
1562:
Lo que
singulariza, la poesía de Fray Luis no es la
utilización de estas desgastadas equivalencias
metafóricas ni, por tanto, la originalidad de su mundo
imaginativo, sino el tono de autenticidad que recuperan las viejas
fórmulas al ser despojadas de su tradicional función
ejemplificadora y retórica y adquirir la gravidez de un
sincero y profundo sentimiento personal, moldeado tanto por
experiencias reales -las persecuciones, el proceso, el
encarcelamiento- como por conocimientos librescos y aprendidos.
Los
términos náuticos aparecen a veces sin
carácter metafórico o con un valor distinto del ya
señalado. Así, en la oda al nacimiento de la hija del
Marqués de Alcañices («Inspira nuevo
canto») hay una mención de «la no
sumida/nave»:
El te dará
la gloria,
que en el terreno cerco es
más tenida,
de agüelos larga
historia,
por quien la no sumida
nave, por quien la España
fue regida.
Es evidente que en
esta composición juvenil -la datación es segura, ya
que la hija del Marqués nació en enero de 1569- la
identidad se produce entre los términos nave y
España (o nave e Iglesia,
según otra posible interpretación)32.
En una de las odas a Felipe Ruiz («En vano el mar fatiga/la
vela portuguesa»), el término mar está
utilizado en sentido recto, tanto en los versos iniciales como en
otros posteriores, en los que Fray Luis se refiere al avaro
«que sin tasa/se cansa a sí, y endura/el oro, y la mar
pasa/osado, y no osa abrir la mano escasa», desarrollando una
idea que aparece otras veces en su poesía y en la que tal
vez existe un recuerdo de San Juan Crisóstomo33.
No es segura la datación de la oda, aunque sin duda
pertenece a un periodo anterior al encarcelamiento34.
Algo similar cabría decir de la oda «Las
serenas», cuyas referencias a los mares y a la
navegación, también sin carácter
metafórico, aparecen en el contexto de una paráfrasis
homérica. Con plausibles razones, Coster35
situaba la redacción en época temprana, entre 1565 y
1572. De igual modo, el mar y las naves de la
«Profecía del Tajo» y de la oda a Santiago,
correspondientes a un período juvenil, aparecen con el
sentido recto de los términos. Todos los demás casos
de fórmulas náuticas que pueden registrarse en las
composiciones luisianas de atribución segura se inscriben en
el ámbito de la imagen de la vida como navegación, y,
curiosamente, corresponden a textos cuya redacción suele
situarse en años posteriores al encarcelamiento de
157236.
¿Cabe aducir el penoso trance como frontera entre dos fases
o etapas diferentes de la poética de Fray Luis? La
crítica se ha preocupado repetidamente de señalar
esta frontera rastreando la presencia o ausencia de posibles
alusiones a la cárcel y dividiendo así
implícitamente la obra luisiana en dos períodos,
separados por la conocida circunstancia biográfica. Pero es
indudable que entre las composiciones anteriores a la cárcel
y las demás deben existir otros rasgos diferenciadores que
aguardan todavía una investigación atenta. En la oda
«¡Qué descansada vida...!», el sujeto
lírico huye «de aqueste mar tempestuoso» cuando
siente ya «roto casi el navío», es decir, a
punto de hundirse en el naufragio del mundo. La oda a Salinas
ofrece una notable singularidad; el poeta se sitúa
imaginativamente en «la más alta esfera», casi
en el ámbito de la beatitud suprema, y recalca la diferencia
desde la primera palabra de la estrofa:
Aquí la
alma navega
por un mar de dulzura, y,
finalmente,
en él ansí se
anega,
que ningún accidente
extraño y peregrino oye o
siente.
Del «mar
tempestuoso» al «mar de dulzura» hay una
considerable distancia, cuyas causas podrían buscarse tal
vez en circunstancias biográficas o sentimentales, pero
existe -y esto es lo que ahora importa- un denominador
común: la imagen del mundo -terrenal o celeste- como mar, y
del hombre como navegante. Las discrepancias entre los estudiosos
son notorias a la hora de asignar fecha a la composición.
Coster37
y Macrì38
coinciden en proponer, aduciendo argumentos plausibles, la de
1577-1580. El P. Vega, por el contrario, la supone anterior a la
cárcel, con razones no convincentes39.
Aparte de que la tesis de Coster se apoya en consideraciones de
mayor peso específico, la incorporación plena de las
metáforas náuticas parece corroborar que nos hallamos
ante una obra de madurez, posterior a la etapa de la
prisión. Reflexiones análogas podrían hacerse
a propósito de la oda dedicada a la fiesta de todos los
Santos («¿Qué santo o qué
gloriosa...?»), en cuya estrofa séptima irrumpe el
«mar» del vivir:
Tras de
él, el vientre entero,
la Madre de esta luz será
cantada,
clarísimo lucero
en esta mar turbada,
del linaje humanal fiel
abogada.
Coster
conjetura40
que la composición debió de ser escrita en los
últimos tiempos de la cárcel, entre 1575 y 1576.
También Aubrey F. G. Bell41
la sitúa en los años de la reclusión. El P.
Vega estima que Fray Luis elaboró la oda «siendo
joven»42,
aunque advierte un cambio de tono en las cinco últimas
estrofas, y deduce que se trata de una parte añadida mucho
más tarde: «Todo confirma que la
yuxtaposición de estas dos partes fue posterior, incluso a
la prisión»43.
Pero, aun admitiendo la teoría de una revisión, es
difícil aceptar que Fray Luis se limitase a añadir
sin alterar en absoluto lo ya compuesto. La idea de la mera
yuxtaposición sin reelaboración alguna del conjunto
constituiría una hipótesis arriesgadísima para
aplicarla a cualquier poeta, y más aún si se trata de
Fray Luis. La «mar turbada» de la vida, gemela del
«mar turbado» de la oda «¿Y dejas, Pastor
santo...?» -escrita en la cárcel44
o tras la liberación45-
refuerza, en efecto, la presunción de que el texto que nos
ha llegado responde a una redacción tardía que no
tuvo por qué afectar exclusivamente a las cinco estrofas
últimas. Por otra parte, las apelaciones a la Virgen en la
oda a todos los Santos se reiteran en otra composición,
«Virgen que el sol más pura», escrita en la
cárcel, según el parecer -esta vez unánime- de
los estudiosos:
Virgen, lucero
amado,
en mar tempestuoso clara
guía,
a cuyo santo rayo calla el
viento:
mil olas a porfía
hunden en el abismo un
desarmado
leño de vela y remo...
Conocemos ya el
cuadro metafórico en que se inscriben los versos: la vida
humana como «mar tempestuoso», los peligros y
contratiempos como «viento» y «olas» que
azotan el navío mal pertrechado, el
«desarmado/leño de vela y remo»46.
A los modelos ya señalados se superpone ahora otro
más directo y cercano: la canción con que Petrarca
cierra su Canzoniere -«Vergine bella, che
di sol vestita»-, que incorpora igualmente
estos tópicos:
Vergine chiara e stabile in
eterno,
di questo
tempestoso mare stella,
d'ogni fedel
nocchier fidata guida,
pon mente in che
terribile procella,
i' mi ritrovo sol,
senza governo...
Parece, pues,
evidente que la adopción de la trillada metáfora
náutica y sus posteriores reiteraciones coinciden con una
etapa de la poesía de Fray Luis cuyo inicio está
marcado por las terribles circunstancias del proceso y del
encarcelamiento subsiguiente. El recurso a fórmulas
estilísticas dramatizadoras traduce con nitidez un drama
personal.
Las bases
metafóricas de la poesía luisiana se extienden hasta
abarcar otro de los temas centrales de su poesía: la
contraposición entre cielo y tierra, entre la patria del
alma y el destierro del cuerpo. Ambas nociones representan los
extremos de un itinerario que constituye el sustento fundamental de
la literatura mística. Pero la situación de Fray Luis
no es la del teólogo doctrinal que expone desde fuera las
vías teóricas para llegar a Dios, como es el caso de
Fray Francisco de Osuna, por ejemplo, ni tampoco la del
místico que alcanza la cumbre de la contemplación,
como San Juan de la Cruz. La poesía de Fray Luis es a menudo
la expresión de un doloroso forcejeo con las propias
ataduras corporales e intelectivas que impiden el vuelo
místico. Gracias a una prodigiosa intuición
artística, los sucesos contingentes de su trayectoria vital
sufren una constante transustanciación que los lleva a
desbordar y trascender lo puramente biográfico. Las
actividades de Fray Luis, los celos profesionales del entorno o las
persecuciones se convierten en la «navegación»
de la vida humana en general, siempre amenazada de naufragio; la
cárcel real, en la «cárcel»
metafórica del cuerpo o de la condición existencial
del hombre; la huida hacia el sosiego del campo, en la fuga
ascendente del alma en busca de su Creador. Recuérdese el
comienzo de una de las odas dirigidas a Felipe Ruiz:
¿Cuándo será que pueda
libre de esta prisión volar
al cielo...?
Ya Coster
advertía que la composición no podía ser
anterior a 1577, dado que refleja «l'aspiration à la paix éternelle qui marque
toutes les oeuvres du poète postérieures à sa
sortie de prison»47.
Dámaso Alonso ha sugerido que, además de la
metáfora tradicional contenida en prisión,
perdura en el ánimo de Fray Luis el recuerdo del real
encarcelamiento sufrido: «¿No se
diría, acaso, que esa imagen estaba grabada con una fuerza
especial en el espíritu del poeta?»48.
Es probable, aunque indemostrable. Lo decisivo en este caso es la
transferencia a otro ámbito superior de una vivencia
personal; la sublimación, en suma, de lo que meses antes, en
el calabozo inquisitorial, pudo haber sido un mero deseo
-lógico y apremiante, eso sí- de libertad
física. Ahora no se trata de la cárcel, sino de lo
opuesto al cielo, es decir, del mundo terrenal, según el
viejo tópico, anunciado ya en el «quia circumdedisti me
carcere?» de Job (VII, 12) y desarrollado
en multitud de textos posteriores, no exclusivamente
religiosos49.
La metáfora de la «cárcel» terrena es
frecuente, por ejemplo, en San Agustín, cuya obra ofrece
pasajes análogos a éste: «Anima nostra per fidem
et spem in Christo est [...], corpus autem nostrum in isto carcere,
in isto mundo»50.
Paralelamente, la imagen de la prisión amplía sus
contenidos hasta cubrir también nociones afines; recogiendo
la fórmula bíblica (Salm., 141, 8) y platónica
(Fedón, 62 b y 67 d;
Cratilo, 400 c, etc.), el término
cárcel sirve igualmente para designar el cuerpo
-que es «cárcel» del alma-, como acredita
Cicerón: «Hi vivunt qui e corporum
vinculis tamquam e carcere
evolaverunt»51.
Y no es difícil hallar textos en los que la metáfora
parece admitir a la vez ambos valores. Así, se lee en Fray
Francisco de Osuna: «...Como si toda esta
presente vida les fuese un treintanario cerrado que en la muerte se
havía de abrir y desatar; en la cual ha de ser nuestra
ánima llevada desta cárcel a confesar por entero el
nombre del Señor»52.
Algo similar acontece en los versos citados de Fray Luis:
¿Cuándo será que pueda
libre de esta prisión volar
al cielo,
Felipe, y en la rueda
que huye más del suelo,
contemplar la verdad pura, sin
velo?
La
oposición prisión / cielo del segundo verso
induce a conferir a la imagen de la cárcel el significado de
'vida terrena'; en cambio, la presencia del verbo volar
-que apunta, naturalmente, hacia el «vuelo»
místico del alma- y el sentido general de la estrofa,
favorecen la hipótesis de una igualdad
prisión = 'cuerpo'53.
Los dos tópicos clásicos convergen en los versos
luisianos. Más nítido es el uso de la imagen en la
oda «Cuando contemplo el cielo», donde el orbe celeste,
«de innumerables luces adornado», se contrapone al
suelo «de noche rodeado»:
Mi alma, que a tu
alteza
nació, ¿qué
desventura
la tiene en esta cárcel
baja, escura?
No hay que
insistir en que esta «cárcel baja, escura» en
que se halla encerrada el alma es, de acuerdo con la línea
platónica, el cuerpo. Más adelante ofrecerá el
poeta una variante de la imagen:
¿Quién es el que esto mira
y precia la bajeza de la
tierra,
y no gime y suspira
por romper lo que encierra
el alma, y destos bienes la
destierra?
El único
caso, de todos los que se ofrecen en las poesías originales,
en que Fray Luis no logra sustraerse al sentido recto del
término cárcel, es el de la oda
«Virgen que el sol más pura», escrita sin duda
en la prisión inquisitorial de Valladolid. Anegado por un
acongojado sentimiento de desánimo, el poeta deja que se
filtre en los versos la mención explícita de su
situación personal:
Los ojos vuelve
al suelo
y mira un miserable en
cárcel dura,
cercado de tinieblas y
tristeza.
Y si mayor bajeza
no conoce, ni igual, juicio
humano,
que el estado en que estoy por
culpa ajena,
con poderosa mano
quiebra, Reina del cielo, esta
cadena.
Como es
fácil suponer, los dos modelos indudables de esta oda -la ya
citada canción de Petrarca, «Vergine
bella, che di sol vestita», y el comienzo del
canto XXX del Paradiso dantesco- afectan a otras partes de la
composición, pero no a estos versos
«circunstanciales» que, fieles a la plasmación
de un estado real, se apartan por completo de las fuentes
literarias. Por otro lado, la metáfora de la cárcel
amplía su dominio inicial y se ramifica gracias a la
apoyatura de diversas calificaciones; si en «Cuando contemplo
el cielo» la prisión corporal era baja y
escura, en la traducción del salmo CVI
aparecerá como estrecha:
Por esta
vertiente, como puede comprobarse, el término
cárcel genera otros conceptos
(«cadenas», «cerraduras aceradas»); pero,
paralelamente, en virtud de la asociación entre
cárcel y oscuridad, la traducción del salmo habla
también de «aquellos que en cadena / moraron en horror
en noche escura, / de hierro rodeados y pobreza, / padeciendo la
pena / debida a su maldad, a su locura». El sema común
'oscuridad' sirve de gozne o nexo para saltar de la identidad
metafórica cárcel = cuerpo a la nueva equivalencia
noche = cuerpo, a través de cárcel = noche. Dicho de
otro modo: si el cuerpo es una cárcel y ésta
se caracteriza por su oscuridad (noche), ese cuerpo
mortal, que es «cárcel» del alma, podrá
también ser designado como «noche». La identidad
es más nítida si se considera la afinidad de los
elementos adyacentes: la «cárcel» tiene
cadenas y cerraduras, y los que están en
«noche escura» se encuentran rodeados de
hierro. Hay que advertir, además, que la
equivalencia cárcel = noche no implica
necesariamente que el primer término posea carácter
metafórico. Así, en la composición dirigida a
la Virgen, el poeta, después de referirse a la
«cárcel dura» -que, como ya quedó
indicado, es en este caso la auténtica prisión en que
se halla-, añade:
Tu luz, alta
Señora,
venza esta ciega y triste noche
mía.
Pero,
además, la identidad cárcel = noche
se produce igualmente cuando el término conserva su valor,
ya señalado, de 'mundo terrenal', como sucede en este pasaje
de la Exposición del libro de Job (XXXV, 10),
fácilmente relacionable con, alguna oda luisiana:
«Nadie alza los ojos en una noche
serena, y ve el cielo estrellado, que no alabe luego a Dios, o con
la boca u dentro de sí con el espíritu . Si el hombre
afligido se acuerda que Dios tiene cuidado de alumbrar la noche con
tanta variedad de lumbreras, bien tiene por qué esperar que
no le desamparará a él en aquella su noche de
trabajos si confía en Él y le
llama»55.
Es evidente que la «noche de trabajos» designa la vida
del hombre en la tierra, que como tal «noche»
sólo puede ser iluminada por la intervención de
Dios56.
Los ejemplos acarreados hasta aquí parecen suficientes para
probar que la asociación cárcel-oscuridad,
independientemente del uso recto o traslaticio de los
términos, actúa de modo constante en la obra de Fray
Luis. Aparece, por ejemplo, la «escura cárcel»
en los tercetos del Job, XI57;
y en el comentario en prosa tropezamos con pasajes como
éste: «Todo lo que es malo y
torcido, y todo lo torcido y malo con él, lo
sepultará Dios en cerrada y escura cárcel para que ya
más no parezca»58.
Con todo ello, la oscuridad adquiere un valor sustantivo e
incorpora al sistema metafórico básico connotaciones
precisas que el mismo autor se encarga de aclarar en diversos
lugares de su Exposición del libro de Job.
Recordemos tan sólo algunos: «Llama tienieblas y escuridad a la desventura y
miseria, porque despoja al corazón de alegría, y todo
se le ennegrece al corazón que está
triste»59.
La tradicional asociación de oscuridad y dolor se dramatiza
en este otro pasaje: «La tiniebla y
escuridad significa el no ser algunas veces, porque ninguna cosa
luce menos que lo que no es»
60. La
transición de la miseria al «no ser» supone una
intensificación del símbolo, que se concreta
aún más en estas palabras: «Lo negro y lo tenebroso, y lo que es noche y escuro,
es muy vecino a la muerte, en que se escurece y envuelve en
tinieblas la vida»61.
Ahora bien: este valor decisivo de la noción de 'oscuridad'
permite atribuir el significado contrario a su correlato 'luz', con
lo que la oposición oscuridad / luz acaba por
expresar la antonimia 'muerte' / 'vida'. Pero no se trata
necesariamente de muerte y vida físicas. No hay que olvidar
que nos hemos internado en un bosque metafórico en el que la
'oscuridad' o la 'muerte' pueden ser, simplemente, el pecado;
incluso, en un sentido más general, la vida humana, el
mundo, como ya había escrito San Agustín
(Tratados sobre el Evangelio de San Juan, 3, 5):
«O homines, nolite esse
tenebrae, nolite esse infideles, iniusti, iniqui, rapaces, avari,
amatores saeculi: hae sunt
tenebrae»62.
Y en el comentario al salmo 138: «[Homines
perversi] cum peccant, utique tenebrae sunt [...]. Ergo iam si
peccasti, in tenebris es: sed confitendo tenebras tuas, mereberis
illuminari tenebras tuas»63.
Por el contrario,
la luz representa la salvación, la vida eterna, o delata la
inequívoca asistencia de Dios, de acuerdo con el precedente
ofrecido por las conocidas palabras del Evangelio de San Juan (8,
12)64.
Si la vida terrena es «cárcel» -y, por
consiguiente, oscura-, la 'oscuridad' compartirá el
valor metafórico de la prisión, y
podrá designar la existencia del pecador privado de la
gracia divina, de la «luz». La analogía entre
oscuridad y alejamiento de Dios acaba por teñir intensamente
contextos en los que incluso la imagen inicial de la cárcel
se ha esfumado ya por completo. El cielo de «Noche
serena» está «de innumerables luces
adornado» y es «templo de claridad» o
«clarísima luz pura / que jamás
anochece»; por el contrario, el suelo aparece «de noche
rodeado». En la oda a la Ascensión, el «Pastor
santo» se aleja mientras su grey queda «en este valle,
hondo, escuro»; en la dedicada a Todos los Santos el poeta
acongojado invoca a Dios:
Da paz a aqueste
pecho
que hierve con dolor en noche
escura.
En la
traducción del salmo 87, cuya atribución a Fray Luis
hay que aceptar ya como segura65,
escribe el poeta:
La
«región escura» es, por tanto, la que habitan
aquellos que carecen del «amparo» divino. En
algún caso concreto, Fray Luis sigue de cerca los modelos
bíblicos, y la «región escura» parece
referirse a la muerte, como en los tercetos del Job:
A la postre, lo
que sucede es que elementos dispares, como la
«cárcel», el «valle», la
«noche», la «reglón» o la
«tierra», contraen entre sí relaciones de
contigüidad al agruparse bajo el sema común
'oscuridad', que es, a su vez, una noción metafórica
adecuada para expresar la situación del ser humano que cree
haber dejado de recibir los beneficios de la gracia divina,
cualesquiera que sean las manifestaciones externas de esta
privación: cárcel verdadera, sentimiento de culpa,
anhelos espirituales inalcanzados... En definitiva, poco importan
los accidentes concretos y sí, en cambio, su
abstracción, o, si se prefiere, su reducción
poética a un símbolo, más general y
dramático, de naturaleza religiosa. Por caminos diferentes,
los dos grandes núcleos metafóricos de la
poesía luisiana convergen hacia un mismo significado
existencial: la vida humana, «mar» agitado por vientos
furiosos y olas gigantescas o «cárcel» para
quien ansia elevarse a las más altas cimas del
espíritu; el hombre es una «nave» a la deriva en
busca de «puerto seguro», o se encuentra sumido en una
«región oscura» esperando la «luz»
divina de la salvación. La fusión de ambos campos
simbólicos se produce con naturalidad cuando los
estímulos son más inmediatos y acuciantes.
Así, en los tercetos «¡Huid, contentos, de mi
triste pecho!», escritos en la cárcel, probablemente
tras haberse desvanecido ciertas esperanzas de una inmediata
liberación69:
Tened en la
memoria cuando fuistes
con público pregón,
¡ay!, desterrados
de toda mi comarca y reinos
tristes.
A do ya no
veréis sino nublados,
y viento, y torbellino, y lluvia
fiera,
suspiros encendidos y
cuidados,
No pinta el prado
aquí la primavera,
ni nuevo sol jamás las nubes
dora,
ni canta el ruiseñor lo que
antes era.
La noche
aquí se vela; aquí se llora
el día miserable sin
consuelo,
y vence al mal de ayer el mal de
agora.
La
«comarca» con «nublados» y sin sol es como
la «región escura» examinada antes; el
«viento», el «torbellino» y la
«lluvia fiera» se hallan en el mismo plano que los
elementos que se desencadenan durante la navegación y
provocan el naufragio. Encarcelado, el poeta ha perdido su libertad
como el pecador la «luz» de la gracia. Indudablemente,
el «viento» o el «torbellino» representan
en este caso las acusaciones y los ataques sufridos en el proceso,
en la medida en que son los factores que han hecho
«zozobrar» al reo. El telón de fondo de la
construcción continúa siendo, pues, la conocida red
de imágenes: el hombre como navío cercado de
tempestades, la vida humana como inminente naufragio y Dios como
luz y puerto seguro. Si la originalidad de la poesía
luisiana no reside en la novedad de su mundo imaginativo, su
peculiarísimo e inconfundible dramatismo tampoco deriva de
la persistencia de huellas que el «naufragio» real de
la cárcel ha dejado acá y allá en algunos
versos, sino de algo más hondo y permanente: de la pugna
constante del poeta por liberarse de toda clase de ataduras y
alcanzar un grado de espiritualidad sólo conocido por
teorías ajenas y no por experiencias propias. Es la punzante
desazón del navegante que no consigue arribar a puerto aun
conociendo con todo detalle la carta de marear.