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Las botas de Stevenson

Carlos Franz





Festival en Edimburgo. La vieja y hermosa capital de Escocia desborda con el que debe ser el más importante festival cultural en Europa. Si uno se para en lo alto de la colina del castillo, y tiende la mirada por la calle principal del barrio viejo hacia abajo, un mar de actores, performers, cantantes, músicos, malabaristas, poetas y pintores, se disputan el empedrado, entre los bellos edificios neogóticos de granito ennegrecido. Jamás he visto tantos artistas juntos. Da para pensar que el arte en sus varias manifestaciones no está, como creen los agoreros, en fase terminal, sino por el contrario, que vive una popularidad francamente masiva. Quizá, entre los pocos ideales que no colapsaron con la muerte de las utopías en el siglo pasado, el sujeto posmoderno haya salvado este paraíso personal de la expresión artística. Y si este es el festival callejero, «fringe» -marginal, diríamos en Chile- ¿qué quedará para el Festival Principal? Bueno, hablando sólo de literatura, quedan Susan Sontag, John Irving, Graham Swift, y entre los latinoamericanos Ariel Dorfman, Paulo Coelho (dios me perdone) y Mario Vargas Llosa.

Me encuentro con Vargas Llosa, por pura casualidad, en medio de este mar humano. O quizá no sea tanta la casualidad. Estamos en el pequeño museo de los escritores de Edimburgo, dedicado a Walter Scott, Robert Burns y Robert Louis Stevenson.

Confieso con cierto pudor mi adicción sentimental a las casas de escritores, a sus objetos privados, a sus reliquias. Visito estos lugares en cada ciudad como el religioso va a la ermita de su santo. Supongo que esto sugiere la nostalgia sagrada del arte, su esperanza en la supervivencia del alma a través de la obra, y lo que estuvo en contacto con la creación de la obra.

Como sea, me consuela no ser el único fetichista y encontrarme a Vargas Llosa, agachado sobre una vitrina, fascinado, contemplando las botas de Stevenson. Estas botas son un par de objetos tremebundos, negros, achurrascados, con la suela llena de toperoles. Uno se imagina a Stevenson en sus últimos años trepando los senderos fangosos de su isla en Samoa, tosiendo sangre, para llegar a su bungalow en el paraíso.

Le hago notar a Vargas Llosa que Stevenson es otro caso de un artista que fue a buscar una utopía en los mares del sur, más o menos en la misma época en que lo hizo uno de los protagonistas de su última novela, Paul Gauguin (El Paraíso en la otra Esquina). Estimulados por estas botas que hollaron el edén, conversamos un poco sobre paraísos y utopías. Stevenson parece que halló los suyos. En las desteñidas fotos de Samoa, aunque flaco y chupado por la tuberculosis, se lo ve sonriente, francamente feliz, como si allá hubiera encontrado por fin su Isla del Tesoro.

Trato de descubrir si en alguna foto llevaba puestas las botas que acabamos de ver, pero es difícil. Y tampoco puedo fijarme mucho, porque no quiero perderme a Vargas Llosa que ahora examina la brocha de afeitar de Stevenson, concentrado y deleitado, esbozando su sonrisa de conejo («lo que más le envidio a Vargas Llosa», dijo una vez Onetti, «son los dientes»). Alma cándida, pienso, observándolo enternecido, a sus años sigue practicando estas admiraciones mínimas, estas devociones inocentes.

Ayer llenó el Teatro Principal del Book Festival con seiscientos admiradores, lo que no deja de ser en estas latitudes, y hoy está aquí presentándole sus respetos a las botas de Stevenson. Intento mirarle los zapatos: unos mocasines más bien corrientes. ¿Llegará el día en que alguien le presentará sus respetos a los mocasines de Vargas Llosa? Nos despedimos a la salida del estrecho callejón. Lo veo perderse entre los artistas «fringe», entre los acróbatas y los teatreros que rodean el monumento a David Hume. Recuerdo que Hume postulaba que el azar es una causa oculta, y sólo entonces reflexiono -sufro de lo que los franceses llaman el espíritu de la escalera: las buenas ideas se me ocurren a la salida- que Edimburgo le queda bien a Vargas Llosa, le viene incluso ideológicamente.

Esta es la ciudad de la otra ilustración, la de Adam Smith, el padre del liberalismo económico, el inventor de esa «mano invisible» del mercado. Esta es la ciudad de la ilustración liberal que Vargas Llosa ha abrazado y que más o menos triunfa hoy día. Pero el gran Stevenson huyó de ella, para irse a buscar su isla del tesoro en los mares del sur. Huyó de la utopía liberal para buscar el paraíso del arte. Y murió allá, no acá, con las botas puestas.





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