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«Las cerezas del cementerio», de Gabriel Miró

Mariano Baquero Goyanes



«Allegose Félix, y partió sus viandas con los rústicos. Ellos le dieron de su sopada, sentándole en una limpia piedra que tenían para majar el esparto de sus hondas y de sus rudas sandalias. Félix prefirió un dornajo, y pareciole que se alzaba una ideal figura mostrando un puño de bellotas a los hermanos cabreros. ¡Oh, poderoso ingenio, aquel que supo trazar la vida con tanta sencillez y verdad, que, cuando nos hallamos en momentos que tienen semejanza a los del peregrino libro, acudimos al sabroso recuerdo de su página para sentir mejor la hermosura que vemos!

Durante el yantar estuvo Félix muy callado; pero no sosegaba de decirse que si la rusticidad de que participaba tenía siempre la gracia, la alegría y nobleza que allí había, por fuerza resultaba la "Cumbrera" una bienaventurada Arcadia. ¡Y sí que lo sería! Estos hombres se alimentaban de leche recién ordeñada, crasa, blanquísima, que no parecía sino hecha de pedazos de nubes. Emblandecían el pan dentro de esas celestiales espumas. Les rodeaban miles de corderos, blancura viva y donosa; los hondos pozos les deparaban la cuajada y deliciosa pureza de la nieve. No estaban de tránsito o excursión en la montaña, sino que moraban sosegadamente en las soledades; y desde las eminencias y desde sus majadas, sin prisas ni recuerdos pecheros de la vida lugareña, podían contemplar las abiertas lontananzas, gozosas y magníficas de sol o bañadas de luna, que irá dejando prendido en las laderas un vaho misterioso de torrente. Estos hombres respiran los aires vírgenes, recién llegados del infinito, llenos del germen de la virtud y del olor de las matas de la sierra... ¡Oh, hermanos pastores, sanos, empapados de alegría, de inocencia, pujantes, bruscos, ásperos como los roquedales; pero, lo mismo que la peña, tendrán sus vetas, que dan jugo a las plantas y dulzura al arroyo que destila!...

Pues los hermanos pastores, después que saciaron su vientre con toda aquella blancura tan alabada de Félix, ya avezados a su presencia, comenzaron a menudear chanzas y malicias. Hasta sus visajes más eran de plazuela y figón que de cumbre. Destacaba un mozo ancho, macizo, cuyas venas, que tenían reciedumbres de sarmientos, parecían delgadas para contener la enorme sangre que debía rodarle. Mirábale Félix, y lo veía por dentro inundado todo de sangre espesa y gorda, inflado, rojo, como un odre de sangre. Se reía de las zumbas que le daban, y sus mandíbulas hacían pavor. Había pasado la noche en Posuna, y allí estaba la mujer. Contó todos los lances y momentos de saciar su lujuria. Ahora se lo decían a Félix, que veía desnuda a la pobre mujer delante de la voracidad de esos hombres. Las risas se hicieron tabernarias; las voces, rugidos. De súbito dos perros corpulentos se arrufaron siniestramente, disputándose las roeduras y los papeles pringosos del almuerzo de Félix. Se acometieron levantándose y abrazándose como dos hombres; aullaban de dolor al clavarse los pinchos de las carlancas. Los pastores los enardecían azuzándolos, les golpeaban con guijarros. Ladraban broncamente los otros mastines; se oía el crujir de quijadas; plañían los ganados, y la montaña semejaba trepidar.

Félix se maldecía sorprendiéndose gustoso y conmovido de esa lucha. Les pidió que la acabasen. Entonces, aquel mozallón rijoso precipitose rebramando sobre los mastines; sus zarpas agarraron la cabezota del más bravo; se la acercó; y abriose la boca del hombre, profunda y horrenda como una cueva; sus dientes mordieron en las fauces y encías de la bestia, y la levantó zamarreándola espantosamente del morro.

Acudieron para arrancársela. Los labios y la barba del pastor manaban sangre de perro».


(Gabriel Miró, Las cerezas del cementerio [1910], fragmento del capítulo XVIII: «En la 'Cumbrera'», en Obras Completas, Ed. Biblioteca Nueva, Madrid, 1943, pp. 365-366)                






Este fragmento ha sido elegido para su comentario, más por las posibilidades que parecía ofrecer, referido a tal finalidad, que por su alta calidad literaria; ya que ésta, con ser evidente, tal vez quedara rebajada si se confrontase con la de otros textos posteriores de Gabriel Miró, correspondientes a su etapa de mayor madurez expresiva. Con todo, ese inconfundible tono o modo literario que Miró conseguirá en Nuestro padre San Daniel (1921), El obispo leproso (1926) o Años y leguas (1928), está ya presente en Las cerezas del cementerio, por más que en esta novela el que podríamos llamar «neomodernismo» mironiano no ha experimentado aún el proceso de maduración, decantamiento, que será característico de las últimas creaciones del escritor. Pero la fuerza descriptiva, la anegadora sensorialidad, el lenguaje tan trabajado y de tan rica adjetivación, la capacidad musical, rítmica de Miró; todo eso puede ya percibirse en la prosa de Las cerezas del cementerio. Por añadidura, el fragmento seleccionado resulta muy revelador acerca de determinados motivos, influencias, intenciones, que habrán de caracterizar siempre el arte mironiano.

Por otro lado, aun perteneciendo a una novela extensa, el fragmento escogido se sostiene estéticamente por sí mismo, sin necesidad de que, en el comentario, haya que aludir apenas a lo que es Las cerezas del cementerio, considerada en su totalidad. Tal vez sea suficiente, para mejor situar el comentario, recordar que Félix, el personaje que aparece en el fragmento, es el protagonista de Las cerezas del cementerio. Se trata de un joven exquisito, muy sensible, hiperestesia), de temperamento artístico, muy convencionalmente descrito. Participa de esa angelización sensual y un poco perversa, característica de los héroes mironianos más inequívocamente «neomodernistas». Por lo menos, a la también refinada y exquisita Beatriz, Félix se le aparece como «hombre arcángel» (p. 293 de la ed. cit.).

Interesa también apuntar, por su conexión con el que vendrá a ser motivo-clave del texto seleccionado, la tonalidad quijotesca que poseen algunos personajes mironianos, entre ellos el Félix de Las cerezas y, en versión superlativa, el que viene a ser doble literario del autor, el Sigüenza de Del vivir (1904), del Libro de Sigüenza (1917) y de Años y leguas (1928). Todo lector de esta última obra recordará aquel episodio en que Sigüenza pretende capturar a algún roder o bandido, y cuando ha creído conseguirlo, descubre que el capturado es un anormal, un pobre tonto.

El quijotismo de Las cerezas del cementerio es algo tan explícito y abultado como para saltar a la vista con sólo repasar la titulación de los capítulos. Recuérdese, por ejemplo, el XII: De lo que aconteció a Félix en su primera salida por los campos de Posuna.

En alguna ocasión la referencia quijotesca se configura casi como una humorada o sui generis parodia. Así, el final del capítulo XI:

«Y llegando aquí el Cide Hamete de esta sencilla historia, jura solemnemente que el labriego cometió bellaquería, porque Félix no llegó a chuparle ni la uña a la señora de Giner, y que lo que hizo Félix fue tomar y acercarse la mano y calentarle con su aliento el dedo herido; y todavía añade que entonces Alonso recomendó a la dama una medicina compuesta de vilezas, que el historiador no quiere decir, y que Félix lo castigó con indignas y furiosas palabras».


(p. 332, b, de la ed. cit.)                


Pero es en el fragmento escogido donde alcanza su más plena y bella expresión el quijotismo mironiano de Las cerezas. El primer párrafo del texto constituye algo así como un homenaje a Cervantes, un emocionado recuerdo del capítulo XI del primer Quijote (1605). Su evocación aquí, en Las cerezas, nos ayuda a entender y valorar rasgos del lenguaje de Miró, cuyo sabor arcaizante parece explicarse en función de esas resonancias cervantinas: así, el gusto por los verbos con pronombre enclítico -allegose, pareciole-, por ciertos vocablos como viandas, yantar, pecheros, etc.

Félix, entre los pastores, no puede menos de recordar la escena con que se abre el citado capítulo XI del Quijote, y de ahí que el joven rechace la limpia piedra que le ofrecen los pastores, y prefiera un dornajo, para así reproducir más fielmente la situación del hidalgo entre los cabreros:

«Sentáronse a la redonda de las pieles seis dellos, que eran los que en la majada había, habiendo primero con groseras ceremonias rogado a don Quijote que se sentase sobre un dornajo que vuelto del revés le pusieron».


Es muy posible que más de un lector de 1910 -y no digamos, después- no conociera exactamente el significado de la palabra dornajo (diminutivo de duerna, artesa), pero esto no importaba. Miró -allegable en esto a Azorín- no vacila en enriquecer su vocabulario con las voces propias del campo, de los oficios, de los talleres, etc. En este caso el dornajo venía impuesto por la dependencia quijotesca del pasaje, al igual que el puño -que no puñado- de bellotas, a cuyo contacto D. Quijote «soltó la voz» para pronunciar el discurso de la Edad de Oro:

«Después que don Quijote hubo bien satisfecho su estómago, tomó un puño de bellotas en la mano, y mirándolas atentamente, soltó la voz a semejantes razones».


El tema de la Edad de Oro viene a los labios de D. Quijote cuando éste se ve situado dentro de un marco inequívocamente pastoril. Pues, como es bien sabido, ese nostálgico leitmotiv renacentista, esa reiterada añoranza de una Edad virginal, pura, inocente y sencilla -por contraste con la nueva y desapacible «edad de hierro»- era algo poco menos que indespegable de la temática bucólica, inevitablemente asociado a ella. El mundo pastoril -el de las églogas poéticas, el de La Arcadia de Sannazaro, el de las novelas como La Diana de Montemayor y sus derivaciones o continuaciones- era una pervivencia o reliquia de esa pretérita y anhelada Edad de Oro. Una utopía más, en suma.

Y si en la venta de Juan Palomeque, ante la lucida concurrencia de damas y de caballeros que allí reúne el destino o el azar novelesco, D. Qujote pronuncia el discurso de las armas y las letras (cap. XXXVIII de la 1.ª parte); antes, al verse rodeado de los cabreros, sentado en el dornajo y con las bellotas en la mano, se lanza a alabar y añorar la Edad de Oro. Se diría que con estos dos discursos Cervantes ha querido hacernos ver cuan conectadas podían andar vida y literatura, al menos para una sensibilidad como la de D. Quijote, tan enriquecida culturalmente que reaccionaba en seguida, cuando el «medio ambiente» actuaba sobre ella, a manera de acicate o estímulo.

En definitiva, lo que hace Gabriel Miró con el Félix de Las cerezas es repetir la fórmula de que Cervantes se había valido con relación a D. Quijote. Entre el mirar de éste y su entorno se estaba interfiriendo constantemente una serie de recuerdos, de incitaciones literarias capaces de fraguar muchas veces en verdaderas alucinaciones. No es éste el caso del discurso de la Edad de Oro, interferencia literaria suscitada por la topiquizada asociación de tal motivo y de la escenografía bucólica.

Ante los cabreros, la imaginación exaltada de D. Quijote puede evocar un lugar común del humanismo quinientista. En el caso de Las cerezas, Félix, al sentir e interpretar literariamente el rústico marco de la «Cumbrera», al verse rodeado de pastores, actúa como el hidalgo manchego o como actuará algún otro personaje de la novelística española de esa época. Pienso, sobre todo, en el Alberto Díaz de Guzmán de Ramón Pérez de Ayala, protagonista de todo un ciclo novelesco en el que cabe encontrar preocupaciones de signo esteticista relacionables, de algún modo, con las perceptibles en la narrativa mironiana.

Y aunque equivalga a un breve paréntesis o desviación, creo que se me perdonará el reproducir aquí -en gracia a su belleza literaria- un pasaje de La pata de la raposa, por tratarse de una novela publicada en 1911, es decir, poco menos que contemporánea de Las cerezas del cementerio. Se trata de aquella escena en que Alberto Díaz de Guzmán pasea su mirada por el interior de un humilde chigre (una taberna), y es capaz de contemplarlo todo transmutado en un conjunto de exquisitas referencias o resonancias artísticas:

«Alberto se sentía en plena ingenuidad, frescura y barbarie de espíritu. Cuanto le rodeaba le producía el deleite de la emoción estética. Sus nervios estaban en una tensión musical y sutileza sensible que nunca había experimentado hasta entonces. Como claro espejo o quieto caudal de agua viva veíase colmado con las bellas virtudes pasivas de la mera y exquisita recepción.

El cuadro de la taberna, en donde momentáneamente vivía Alberto, era Jordaens o Teniers, pero con vida íntegra y acción gustosa sobre todos los sentidos. Por el abierto portón de la huerta, al fondo del lagar, entrábase olor a rosas, a malvas y a tierra húmeda. De vez en vez, a la luz de un relámpago, se encendía el paisaje con un resplandor azul intenso y violeta; y era la aparición subitánea de esas creaciones de Patinir, con su diafanidad diamantina de paisajes contemplados en lo hondo de un lago de aguas durmientes y delgadísimas.

Desde una habitación vecina llegaba la canturria humilde de un acordeón. Una voz moza cantaba. Era un aire de austera melancolía, labriego, como las romanzas de Grieg y de Rimski Korsakoff.

En esto, Remedios, hija del chigrero, que era la que estaba cantando, salió y vino a sentarse al lado de Alberto. Era carillena, lechosa de color, pelo de caoba, muy encendida de labios, ojos negros y rubias las pestañas. Sugería el recuerdo de esas hembras pingües y fáciles que en las kermeses de Rubens dejan, sin asombro, los senos al aire para que los sobe la mano venosa y cetrina de un flamenco beodo. Su falda era añil muy vivo, casi glorioso, semejante a los añiles de Fra Angélico, que siempre había conmovido inefablemente a Alberto, y el abundoso vuelo de la tela caía rígido en innumerables y menudos pliegues. Tales fueron las imágenes que resbalaron por la memoria sensible de Alberto».


Sobra advertir que el fenómeno de la interferencia artística, cultural, presenta en el caso de Alberto Díaz de Guzmán unas características -densidad, complicada acumulación- de que carece el mismo, considerado en Félix. Sin embargo, la lectura del fragmento mironiano, su análisis, nos harán ver que la alucinación (por así llamarla) de Félix es, en definitiva, de más largo alcance y duración que la de Alberto; por cuanto éste tiene conciencia de que el ambiente que le rodea, los personajes que ve y la música que escucha podrán recordarle otras tantas referencias artísticas, pero sin identificarse plenamente con ellas. Se trata simplemente de una ilusión, de un espejismo, reconocido como tal por quien lo experimenta.

En cambio, embarcado Félix en la evocación quijotesca, llega a suponer que el ambiente pastoril que le rodea es, efectivamente, el propio de una de esas utopías que antes citábamos, el de una bienaventurada Arcadia. Tendrán que ser los propios pastores los que, con su brutal comportamiento, acaben por destruir la imagen literaria e idealizada que Félix forjó al calor de tal evocación quijotesca.

Volvamos aún a ésta, para profundizar en su significación estética dentro del texto mironiano. Y, en primer lugar, habría que destacar que el alto elogio que en Las cerezas se hace del talento creador cervantino, resulta especialmente expresivo si se considera que Miró silencia los nombres del escritor y de su criatura literaria. La ideal figura que cree ver Félix, el poderoso ingenio que le dio vida en su peregrino libro no cuentan con otras menciones que justamente ésas, captables y descifrables por cualquier lector medianamente culto. El no haber acudido Miró a la cita directa y el haberse limitado a sólo esa sugerida evocación, nos dan la medida de un fervor cervantino tan intenso y puro, como para no necesitar de más explicitaciones. Se diría que Miró presupone compartido ese entusiasmo suyo por los lectores: de ahí su confianza en que éstos puedan aprehender la alusión quijotesca sin necesidad de nombres, con la escueta referencia a ese peregrino libro enriquecedor de nuestro espíritu, de nuestra existencia, puesto que sus páginas nos son necesarias «para sentir la hermosura que vemos» de forma semejante a cómo Alberto Díaz de Guzmán necesitaba unas apoyaturas estéticas -pictóricas, musicales- para mejor gozar de cuanto le rodeaba.

El homenaje que Miró tributa al Quijote no puede ser más justo, por cuanto nadie parece dudar ya de que la gran novela cervantina es no sólo el resultado de unas complejas experiencias vitales, personales, sino también un ejemplo, probablemente el más logrado, de una «summa» libresca, de un «libro de libros». Recuérdese a este respecto algún muy agudo juicio de Américo Castro:

«La palabra escrita sugiere y sostiene el proceso de la vida, o sirve de expresión a la vida; no desempeña misión decorativa o ilustradora, sino que aparece articulada con el existir mismo de las personas. Diríamos en vista de ello que el Quijote es un libro forjado y deducido de la activa materia de otros libros. La Primera Parte emana esencialmente de los libros leídos por Don Quijote; la Segunda es, a su vez, emanación de la Primera, pues no se limita a seguir narrando nuevos sucesos, sino que incorpora en la vida del personaje la conciencia de haber sido aquélla ya narrada en un libro.


(A. Castro, «La palabra escrita y el Quijote», en Homenaje a Cervantes, Cuadernos de Ínsula, I, Madrid, 1947, pp. 9-10)                


Observaciones semejantes han sido formuladas por otros críticos. Muy inteligente me parece la de Francisco Ayala:

«Frente al agotamiento de los géneros y de los estilos correspondientes, un escritor de hoy propendería a volverse de espaldas a la «literatura», a hacer de ella tabla rasa; más aún: a negarla y buscar la originalidad para su creación poética en las fuentes mismas de la vida. En efecto, ésa es la actitud de los innovadores actuales, y no sería cosa de discutir aquí sus resultados. La revolución literaria cumplida por Cervantes procede a la inversa: pone a contribución las formas exhaustas y las emplea como material de construcción para levantar un nuevo edificio, creando con él espacios espirituales cuya posibilidad nadie sospechaba, dimensiones poéticas que la geometría literaria anterior no había descubierto. Este procedimiento, que puede estudiarse en las "novelas ejemplares", culmina con el Quijote. Su primera parte es -pudiéramos afirmar, aunque la afirmación sorprenda a muchos- un libro de libros».


(F. Ayala, «Nota sobre la novelística cervantina», en Teoría y crítica literaria, Ed. Aguilar, Madrid, 1971, pp. 604-605)                


Especialmente importante me parece la observación de Ayala (tanto más valiosa si se considera que quien la formula es uno de nuestros más grandes novelistas actuales) de que no siempre el aferrarse a lo solamente vivido, con prescindencia de la «literatura», puede ser una buena solución. Frente a tanto intuitivismo, primitivismo y aun puerilidad como, a veces, ha padecido la novela española contemporánea, bien está recordar el caso señero de Cervantes y de su Quijote como «libro de libros».

Muchos son los géneros, muchas son las influencias literarias que convergen y se transmutan con prodigiosa personalización en el Quijote; pero muchas, muchísimas son también las influencias que irradian desde la gran novela cervantina, hasta el extremo de que suena ya a lugar común el recordar que con ella nace la novela moderna, y que, como quería Ortega, todo su desarrollo está, en cierto modo, latente o encapsulado en el Quijote. Recuérdese, asimismo, lo dicho alguna vez por el novelista y crítico norteamericano, Lionel Trilling, acerca de cómo todas las grandes novelas modernas no son otra cosa que «variaciones» del Quijote cervantino. Su condición de «libro de libros» procede no sólo de cuanto, derivado de otras creaciones literarias, pasa a sus páginas, sino también de las que de él arrancarán, como las ondas que en el estanque produce la caída de una piedra. Entre esas ondas, entre esas consecuencias literarias quijotescas, está el pasaje mironiano que venimos comentando y su condición de homenaje a Cervantes, inscribible justamente en la zona que ahora nos importa: la de la compatibilidad entre vida y literatura, la de su intersección. El Quijote es el grandioso resultado de una experiencia vital sumada a una muy matizada cultura libresca. Y precisamente porque la gran novela cervantina supone algo así como el preciso gozne que articula vida y literatura, no puede sorprendernos el que una fina sensibilidad como la de Félix, involucre a una nueva experiencia vital el libresco recuerdo de un episodio del Quijote.

El efecto total resulta tan bello como complejo. Es, traducido a términos musicales, como una «fuga» en la que la combinación de los temas o voces produce casi una poderosa impresión de infinito, de un entretejerse de motivos que cabe prolongar y prolongar, hasta alcanzar justamente esa apuntada sensación.

Pues, como antes se indicó, ya la escena quijotesca suponía una presencia literaria: la del bucolismo poético con su inevitable música de fondo, con su indespegable melodía: el tema de la Edad de Oro. Quiere decirse que si el episodio de D. Quijote entre los cabreros nos introduce en ese lugar común del humanismo renacentista, su reflejo mironiano equivale a un complicado diagrama de puertas que se abren, para comunicarnos con otras puertas igualmente abiertas ante otras que... De un tema pasamos a otro, no de forma abrupta, sino a través de esa construcción fugada, por virtud de la cual Félix entre los pastores de la «Cumbrera» recuerda la ideal figura de D. Quijote entre los cabreros, cuando el hidalgo, muy sensibilizado también literariamente, recordó el tema de la Edad de Oro, como un motivo culto que, a su vez, permitía derivar hacia el arranque de las Metamorfosis ovidianas, por un lado; y por otro hacia el recuerdo de toda una tradición bucólica de signo grecolatino, etc. Es algo así como un irse enganchando unos recuerdos en otros, tejiéndose, como resultante, un complicado retículo literario que cabe recorrer en distintas direcciones.

Entiendo que es en este contexto donde hay que situar, para su adecuado comentario, el episodio de Las cerezas: Félix entre los pastores es -como el propio Miró declara- un recuerdo de D. Quijote entre los cabreros. Pero los pastores mironianos más que a los atentos cabreros -quijotizados momentáneamente por la magia verbal del hidalgo- se acercan a los pastores cervantinos -ladrones, groseros, gente brutal- del Coloquio de los perros. De ello irá dándose cuenta Félix, a medida que los pastores de la «Cumbrera» toman confianza y charlan ante él sin cortapisa alguna. Pero antes de llegar a ese momento, y mientras Félix comparte su rústico yantar, los pastores y su ambiente han ido suscitando en el refinado hombre de la ciudad una serie de imágenes que suponen una proyección o prolongación de las quijotescas de la Edad de Oro, de la bienaventurada Arcadia. Léase atentamente todo el segundo extenso párrafo del texto mironiano, y se verá cuan exactamente refleja la poética «interpretación» que Félix extrae del rústico contexto. No es que Félix invente un mundo inexistente, contrastable con el real. Por el contrario, lo único que hace es acomodar los datos que ese mundo real le ofrece, a su idealizada, literaria imagen de la bienaventurada Arcadia.

El lenguaje mironiano, tan rico, tan dúctil, tan denso sensorialmente, funciona de manera perfecta en orden a reflejar cuánto va imaginando Félix. Obsérvese -pues me parece un hecho importante- alguna característica de la adjetivación mironiana, tal y como aparece manejada en esas líneas. Me refiero al gusto del escritor por la frecuente anteposición del adjetivo al sustantivo: «limpia piedra», «rudas sandalias», «ideal figura», «peregrino libro», «sabroso recuerdo», «bienaventurada Arcadia», «celestiales espumas», «hondos pozos», «deliciosa pureza», «abiertas lontananzas», etcétera.

Si se recuerda que justamente la literatura bucólica, asociada al tema de la Edad de Oro, se caracterizó muy frecuentemente por la reiterada presencia de adjetivos epítetos o simplemente antepuestos a los sustantivos, se entenderá mejor el hecho de que, deliberada o intuitivamente, Miró se sirviera de un sistema adjetivatorio semejante, a la hora de describir la que Félix imaginaba bienaventurada Arcadia.

Por supuesto, el tantas veces recordado discurso de la Edad de Oro en el Quijote, participa de tal rasgo estilístico:

«Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes, a nadie le era necesario para alcanzar su ordinario sustento tomar otro trabajo que alzar la mano, y alcanzarle de las robustas encinas que liberalmente les estaban convidando con su dulce y sazonado fruto. Las claras fuentes y comentes ríos, en magnifica abundancia sabrosas y transparentes aguas les ofrecían. En las quiebras de las peñas y en lo hueco de los árboles formaban su república las solícitas y discretas abejas, ofreciendo a cualquiera mano, sin interés alguno, la fértil cosecha de su dulcísimo trabajo, etc.».


Hoy podrá parecemos artificioso y afectado tal estilo, pero en nuestra literatura clásica se dio como algo connatural al tema bucólico. Recuérdese, en La Diana (1559) de Jorge de Montemayor, algún pasaje como éste:

«Ya los pastores que por los campos del caudaloso Ezla apacentaban sus ganados, se comenzaban a mostrar cada uno con su rebaño por la orilla de sus cristalinas aguas tomando el pasto antes que el sol saliese y advirtiendo el mejor lugar para después pasar la calurosa siesta, cuando la hermosa pastora Selvagia por la cuesta que de la aldea bajaba al espeso bosque, venía trayendo delante de sí sus mansas ovejuelas».


Sobra advertir que si esto ocurría en la prosa narrativa, era, en cierto modo, porque ésta -la de tema pastoril- reflejaba, acomodándolo a su textura, lo que venía ofreciendo la poesía bucólica, a partir sobre todo de las Églogas de Garcilaso. ¿Quién no recuerda versos de tan bella adjetivación antepuesta como aquellos de la Égloga I en que se cantan el «solitario monte», «la verde hierba, el fresco viento / el blanco lirio y colorada rosa / y dulce primavera»?

La adjetivación mironiana tiende, pues, en esa parte del texto, a destacar -como en los textos clásicos recordados: Cervantes, Montemayor, Garcilaso- las cualidades antes que las sustancias. Esto era lo propio del tema Edad de Oro-mundo pastoril, y, en tal sentido, Gabriel Miró se muestra admirablemente fiel al paradigma evocado.

En este ambiente de silencio, de quietud, de pureza, que Félix va imaginando, hay una nota a la que Miró parece conceder especial atención: la blancura. Su tradicional asociación a ideas de pureza, de inocencia, nos explica suficientemente el porqué del especial énfasis puesto por Miró en realzar todos aquellos componentes de la «Cumbrera» que aluden a lo blanco. Reléase atentamente el segundo párrafo del texto y se obtendrá un expresivo recuento de tales componentes: la «leche recién ordeñada, crasa, blanquísima, que no parecía sino hecha de pedazos de nubes. Emblandecían el pan dentro de esas celestiales espumas. Les rodeaban miles de corderos, blancura viva y donosa; los hondos pozos les deparaban la cuajada y deliciosa pureza de la nieve». Leche, nubes, pan, corderos, nieve... Y obsérvese asimismo cómo la adjetivación encarece una y otra vez esas connotaciones de extremada blancura: leche crasa, blanquísima; celestiales espumas; blancura viva y donosa; deliciosa pureza de la nieve. Es decir, nieve no mancillada, escondida en hondos pozos, no tocada por la mano del hombre. En definitiva, lo inocente, lo virginal, lo puro; acendrado todo ello por la sensación de silencio, de quietud, de sosiego. Félix permanece muy callado. Los pastores moraban sosegadamente en las soledades, sin prisas. Blancura, silencio, reposo... Precisamente la observación de que estos hombres que rodean a Félix «no estaban de tránsito o excursión en la montaña, sino que moraban sosegadamente en las soledades», se carga de intención y de sentido en Miró, habida cuenta de la aversión que éste sintió siempre por el excursionismo, visto como irrupción de la ciudad en el campo, como invasión perturbadora. Recuérdense, por ejemplo, aquellas líneas de Años y leguas:

«Del turismo ha brotado el excursionismo. El pueblo más escondido, los campos más silenciosos, ya están a merced de un Ford bronquítico. Un día de fiesta, un automóvil de familia o de amigos, y ya la comarca que Sigüenza caminó a pie o en jumento y que le acogió en toda su pureza se queda desgarrada de bulla de ciudad; delante de todos los ojos jarana, júbilo colectivo, emoción en mangas de camisa o con guardapolvos de dril».


Porque no son excursionistas sino hombres que viven permanentemente en la montaña, estos pastores que rodean a Félix se configuran para él como los seres sanos, empapados de alegría, de inocencia, líricamente cantados en el encendido elogio con que se cierra el párrafo que venimos comentando. De la alabanza del paisaje se ha pasado a la de sus pobladores, formulada en términos de una tan entusiasta exclamación que viene a ser algo así como el vibrante remate de ese emocional y literario crescendo que Félix ha ido experimentando.

En el párrafo siguiente -tercero del fragmento reproducido- el tono cambia brusca y violentamente. Con evidente sarcasmo Miró se vale de un cliché bucólico, utilizado muy pocas líneas antes -hermanos pastores- para, cargándolo de sentido irónico, introducirnos -introducir a Félix y a nosotros, los lectores- en el verdadero mundo pastoril que tenemos delante y que no se corresponde para nada con la estampa de pureza, bondad e inocencia, imaginada, ensoñada por Félix.

La caída, desde el sueño bucólico, desde la utopía de la Edad de Oro, a la brutal realidad, queda reflejada en la carga fisiológica que conlleva ese tercer párrafo del texto. Aquí nos topamos ya con «vientre», «venas», «enorme sangre», «sangre espesa y gorda», «odre de sangre», etc. La descripción del «mozo ancho, macizo», que cuenta un episodio de lujuria viene a ser algo así como una inequívoca referencia naturalista. Pues aunque el naturalismo sea agua pasada, sus consecuencias siguen actuando, de algún modo, en la posterior narrativa española.

Fueron fundamentalmente los narradores naturalistas los que destruyeron el viejo tópico, horaciano en su raíz, del menosprecio de corte y alabanza de aldea, al revelar que la maldad, los más perversos instintos no son patrimonio exclusivo del hombre de la ciudad, ya que se dan también en el campesino en igual o mayor proporción. Una novela clave en tal sentido fue La tierra de Zola, quizá la más revolucionaria con relación al aniquilamiento del citado tópico. En España las idílicas estampas campesinas creadas por Fernán Caballero y por sus continuadores -v. gr. Antonio de Trueba- se vieron desplazadas por los crueles relatos rurales de Emilia Pardo Bazán, Vicente Blasco Ibáñez, etc.

Es justamente esa revolucionaria mutación naturalista la tenida en cuenta por Miró a la hora de contraponer el talante real de los pastores de la «Cumbrera», a la idealizada imagen que de los mismos había trazado Félix, de acuerdo con sus evocaciones literarias.

Resultaría extemporáneo referirnos aquí a los posibles ingredientes naturalistas perceptibles en el arte mironiano. Baste recordar que aunque el mismo se caracterice por unas notas de esteticismo, refinamiento, musicalidad que se dirían opuestas al naturalismo, éste se infiltra de algún modo en ciertas descripciones mironianas: v. gr., las de leprosos en Del vivir, o la del sacrificio de un cordero en El libro de Sigüenza:

«Se oía el ruido de pellejo, de carne, de garganta, de tendones rotos, y en el lebrillo empezó a humear la sangre silenciosa y apretada [...] El recental tuvo una convulsión crispadora horrenda; aún quiso incorporarse con la cabeza caída, colgando, ensangrentada. Después se derribó y le rugía el resuello por la herida».


Con todo esto no quiero decir que Miró sea un escritor encuadrable en una línea naturalista, pues, en lo sustancial, parece estar en el polo opuesto de tal modalidad literaria. Lo único que pretendo insinuar es que, incorporados a la textura de su obra, a sus temas, a sus procedimientos descriptivos, cabe percibir rasgos y escenas naturalistas como ésa de Las cerezas en que los perros pelean azuzados por los pastores.

Así como la descripción del ensueño bucólico de Félix iba marcada por un crescendo que desembocaba en la encendida invocación: «¡Oh, hermanos pastores, sanos, empapados de alegría...!», etc., de manera semejante, el proceso de destrucción de tal ensueño, su progresivo desplazamiento por la visión real del comportamiento, lenguaje, malicia y barbarie de esos hermanos pastores, se caracteriza también por otro crescendo, cuyos extremos, inicial y terminal, vendrían marcados por el comenzar los pastores a menudear chanzas y malicias, con visajes de plazuela y figón, y el concluir con su lujuriosa voracidad ante el relato del mozallón inflado, rojo, como un odre de sangre. Acentuación, abultamiento de lo fisiológico, descenso a lo más exasperada y primariamente material, carnal; aniquilación violenta de la intacta pureza en que había encarnado el sueño de la bienaventurada Arcadia.

El lenguaje mironiano matiza adecuadamente la tremenda mutación. Si se compara la primera parte del texto -la correspondiente a la bienaventurada Arcadia- con la segunda -la ruptura del sueño y la violenta irrupción de la realidad-, se comprobará que, en tanto que aquella se caracteriza por la suave y blanda musicalidad, esta otra se configura, sonoramente, como chirriante y áspera. La introducción en esta nueva y tremenda dimensión sonora -que se corresponde con un nuevo tono emocional, con una nueva interpretación de cuanto rodea a Félix- viene dada por las frases: «Las risas se hicieron tabernarias; las voces, rugidos».

A partir de este momento todo parece crepitar, chirriar, rugir, bramar. El lenguaje mironiano presenta un radical contraste con la apacible armonía del arranque del texto. Ahora la consonante que parece predominar e imponer su penetrante, vibrante sonido sobre todos los restantes, es la r.

Reléase el texto a partir de esas citadas oraciones, en las que se marca ya la dominante presencia de la r -«Las risas se hicieron tabernarias; las voces, rugidos»- y se observará que no puede considerarse casual la abundancia de palabras tales como «perros», «arrufarse», «roeduras», «guijarros», «rijoso», «rebramando», «horrendo», «zamarreándolo», «morr, «arrancársela»...

El climax sonoro coincide con el final del párrafo tercero:

«Ladraban broncamente los otros mastines; se oía el crujir de quijadas; plañían los ganados, y la montaña semejaba trepidar».


Es justamente esa trepidación, esa bárbara sonoridad, la que Miró pretende apresar lingüísticamente, cargando sus frases con palabras ricas en vibrantes, nasales y velares. Obsérvese el efecto acústico-emocional que tales procedimientos onomatopéyicos comportan, con repeticiones de sonidos como crujir de quijadas, con el retumbo de tantas nasales próximas: broncamente, mastines, plañían los ganados, montaña.

Miró ha elegido las palabras más significativas y dramáticas, sonoramente consideradas. Podría, por ejemplo, haber dicho que los dos perros se «enfurecieron», pero prefirió emplear la vibrante expresión arrufaron. Podría haber sido presentado como «lascivo» o «lujurioso» el mozallón que separa a los perros, pero rijoso, sobre ser muy preciso conceptualmente, resultaba extraordinariamente adecuado en su concordancia sonora con el tono general del episodio. Lo mismo cabe decir de rebramando, con un prefijo reduplicativo que supone la introducción de una r más que añadir a la sabia organización sonora del conjunto. Pudo también Miró escribir que el pastor apartó a la bestia sacudiéndola espantosamente, pero prefirió zamarreándola, por las mismas conscientes o instintivas razones de ajuste sonoro.

Con esa sucesión y acumulación de vibrantes, la descripción del bárbaro incidente quedaba transpasada de la aspereza que Miró deseaba conseguir. Su arte literario resulta, pues, tan innegable como poderoso; y el lector no puede menos de admirar el efecto logrado con la contraposición de esos dos tonos emocionales y sonoros -blandura frente a violencia, silencio frente a trepidación-, presentes en el texto.

Yendo de la forma al contenido, podríamos finalmente centrar nuestra atención en la significativa mezcla de hombres y de animales que el episodio supone. Obsérvese que Miró señala bien explícitamente que los perros combaten de pie -«levantándose y abrazándose como dos hombres»-, primer indicio éste de esa significativa mezcla o confusión, por virtud de la cual los animales pueden adoptar posturas humanas.

Después se nos contará como el mozallón rijoso separará a los mastines, al precipitarse sobre ellos rebramando. El empleo de tal forma verbal nos hace ver cuan directamente alude Miró a la bestialización del pastor, al servirse de un verbo -rebramar- aplicado originariamente a la forma de emitir sonidos unos determinados animales, que no hombres.

En la misma línea está la sustitución de «manos» por zarpas, con referencia al procedimiento de que se sirve el pastor para separar a los perros contendientes. Procedimiento realmente bestial, con la identificación de la boca humana con cualquier fauce animal o, más concretamente, perruna. Si los perros luchan con posturas humanas, el hombre se introduce entre ellos con actitud perruna, al servirle de boca y de zarpas para separarlos. El párrafo final del texto marca el grado máximo de ese proceso de bestialización: «Acudieron para arrancárselo. Los labios y la barba del pastor manaban sangre de perro».

La alusión al goce involuntario que Félix, el refinado y soñador Félix, experimenta ante la sangrienta lucha, acentúa más aún el total proceso de confusión y bestialización, en el que los perros, los pastores y el hombre ciudadano y artista quedan violentamente mezclados, como expresión del desengaño y del pesimismo mironiano.

En la obra de Miró puede percibirse reiteradamente cuánta preocupación y amargura producen al autor las carreteras, los automóviles ruidosos, los modernos chalets de veraneo, porque ensucian y quiebran la belleza del paisaje, su intimidad, su dulzura, su silencio. Es decir, son los propios hombres los enemigos de todo ese mundo delicado -ternura de las hierbas, de los árboles, de los manantiales-, cantado por Miró. Son los propios pastores los encargados de destruir ante el hombre de la ciudad la imagen bucólica que en éste suscitaban un paisaje, unos sonidos, un tono de vida.

Miró tiene para el paisaje de su tierra, sus cosas y sus hombres, una mirada atentísima en la que amor y dolor se entrecruzan. Es un caso semejante al de Antonio Machado cuando canta los campos de Castilla. Para la tierra desnuda, enjuta, humilde, tiene su amor y su queja. Para el hombre de esa tierra, su mirada amarga y crítica:


Abunda el hombre malo del campo y de la aldea,
capaz de insanos vicios y crímenes bestiales,
que bajo el pardo sayo esconde un alma fea,
esclava de los siete pecados capitales.


Este hombre alienta también en las páginas de Miró, y deja en ellas junto a toda la gracia, la belleza de un mundo, de un paisaje paradisíaco, un signo doliente cuya raíz más próxima podría buscarse en la generación del 98.

En definitiva, el texto comentado de Las cerezas del cementerio parece configurarse como un buen ejemplo para perseguir una serie de asociaciones literarias. Desde la referencia quijotesca cabe llegar a una temática casi relacionable con determinadas preocupaciones del 98, pasando por unos motivos de entronque naturalista, en lo que atañe a la nueva imagen del vivir campesino. Ya se consideren sus implicaciones temáticas, ya sus aspectos formales, el texto comentado de Miró resulta suficientemente revelador de hasta qué punto es rica en plenitud, en henchimiento literario, la obra de uno de nuestros más grandes prosistas contemporáneos.





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