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ArribaAbajoA todos


ArribaAbajoAl Excmo. Sr. D. Salustiano Olozaga

No es al frente de un escrito de tan poco mérito como este donde yo había pensado poner su nombre de Ud., amigo mío, en prueba de lo mucho que le aprecio, y en recuerdo de lo mucho que le debo. No le dedico a Ud., pues, este opúsculo, sino que le pongo bajo su protección, a ver si con ella puede lo que no podría solo, contribuir algo a que se dé el primer paso en las reformas de las prisiones.

Concepción Arenal




ArribaAbajoAl lector

Si no te pido perdón, quiero darte al menos excusa por haber puesto a estas páginas un título detrás del cual no está lo que probablemente esperas.

Cuando digo todos supondrás que son monárquicos y republicanos, isabelinos, alfonsinos, carlistas, unitarios y federales, y piensas bien, por vida mía; pero en lo que te equivocas es si crees que voy a hablarles de forma de gobierno, ni de libertad, ni de orden.

Voy a dirigirte algunas palabras, no muchas como verás, sobre las reformas de los establecimientos penales, es decir, sobre la cuestión de disminuir las probabilidades de que te roben o te asesinen. Me parece que el asunto vale la pena de que te ocupes de él; tú no debes ser de la misma opinión, a juzgar por la indiferencia con que le miras. Préstame un rato de atención, y así nunca te prive nadie de tu hacienda ni de tu honra, y vivas muchos años, y mueras en tu cama de muerte natural.




ArribaAbajoCapítulo I

Estado de nuestras prisiones


Ha dicho un gran pensador que el Diccionario de la Lengua era el primer libro de una nación; es decir, que daba idea de su cultura. No sabemos hasta qué punto será exacto este dato; pero lo que con el Diccionario tal vez pudiera parecer dudoso en algunos casos, con la prisión creemos que es cierto siempre: dado el estado de una prisión, puede calcularse el del pueblo cuyos criminales encierra. Error en las ideas, injusticia en las leyes, corrupción en las costumbres, dureza en el carácter, atraso en la instrucción; todo tiene allí sus terribles comprobantes, todo ha encarnado en seres que han hecho mal y sufren.

Si esto es cierto, y para nosotros es evidente, ¿cuál es el estado de España juzgado por sus prisiones? Bien triste. La clase de delitos prueba la rudeza de nuestras costumbres, nuestra ignorancia, y causa dolor; el régimen de los establecimientos penales prueba el olvido de nuestro interés, de nuestros deberes, y da vergüenza. Pero este régimen, ¿está en perfecta consonancia con nuestro estado social? ¿Los demás ramos de la Administración están a tan bajo nivel y en el mismo culpable abandono? No. Todo ha mejorado, todo ha progresado más o menos; con mejor o peor criterio, en todo hemos procurado imitar lo que se hace en países más adelantados; sólo nuestros establecimientos penales son lo que eran: antros cavernosos de maldad, propios para matar los buenos sentimientos y dar vida a monstruos.

Nos hemos propuesto ser muy breves, y sería necesario entrar en largas consideraciones para investigar las causas de tan culpable o insensato abandono; los efectos están a la vista de todos.

No queremos entrar en detalles sobre los abusos que en las prisiones se han cometido, de los horrores que allí han pasado, ni de esa mezcla de licencia y crueldad simbolizada en la vara del cabo. Podríamos decir con verdad más de lo que pudiéramos probar, y en la conciencia de los que saben algo de estas cosas está todo lo que callamos. Vamos, no obstante, a citar algunos párrafos de un escritor que ha estado en presidio por delitos de imprenta. Don Bernardo Sacanella y Vidal, en una Memoria sobre el sistema penitenciario de España, dirigida al señor Ministro de la Gobernación, dice:

«Otra de las causas que más influyen en el estado deplorable en que hoy se hallan nuestros Establecimientos penales, y que hace poco menos que inútil la reforma, es el personal, para el que deberían exigirse rigurosas pruebas de aptitud y moralidad, porque la posibilidad de regenerar a los criminales depende de la elección del personal. ¿Y qué corrección puede exigirse del penado que continuamente observa en varios de sus jefes actos mil veces más punibles que los que a él le tienen allí? El más asqueroso comercio, la más baja o indigna venalidad, son los constantes ejemplos de virtud que se presentan a la vista de los desgraciados que gimen en los presidios bajo el yugo de hombres que se han señalado tanto por su barbarie como por su inmoralidad. Buitres que, a semejanza de aquel que nos cuenta la Mitología, devoran las entrañas de los que yacen encadenados, y a quienes no es permitido exhalar un lamento. Estas son las cualidades que adornan la generalidad de los empleados de presidios.

»Pregúntese a esos hombres qué estudios han hecho sobre los medios de corrección, para devolver útil a la sociedad al hombre que está apartado de su seno; los medios de persuasión que emplean, el tratamiento moral que observan; y os contestarán de seguro que todo eso son zarandajas que ellos no están obligados a estudiar; que no necesitan otra corrección que la vara y los hierros, y que están dispuestos a hacerse matar en una de esas reyertas que por su causa se suceden con demasiada frecuencia».

No necesita comentarse esto; si lo necesitara, pueden servirle de comentario las palabras del Sr. Ministro de Gracia y Justicia, declarando en el Parlamento que en nuestros presidios los criminales se hacen peores, y se escapan:

La falta de enseñanza religiosa, literaria e industrial, y el escaso producto de nuestros presidios:

El estudio de las disposiciones que a ellos se refieren:

Las sublevaciones frecuentes, en que la guardia tiene que hacer fuego sobre los confinados, causando muchos heridos y muertos:

Las reyertas que tienen entre sí los presidiarios, y en las que se matan o se hieren:

Los robos dentro de la prisión completan el cuadro, y dan idea del estado de nuestros establecimientos penales.

Un pueblo que prescindiera de la conciencia y de la honra, siendo las condenas perpetuas, se concibe que arrojase sin piedad a sus hijos extraviados, como otros tantos miembros podridos, encerrándolos eternamente en esas horribles mansiones donde el extravío no tiene enmienda, el crimen arrepentimiento, ni la virtud esperanza. Pero cuando las condenas son temporales; cuando muchas son de corto plazo, abreviado con frecuencia por rebajas e indultos; cuando todos los días vuelven a la sociedad esos hijos que han aprendido en la prisión el modo de herir mejor a su madre, no se comprende que, siquiera por egoísmo, esa sociedad no se ocupe un poco más de lo que la interesa tanto. Nueva prueba de que es más fácil que el hombre llegue a la utilidad por la justicia, que a la justicia por la utilidad.

La revolución, ¿pasará como han pasado hasta ahora todos los Gobiernos de todos los partidos, sin plantear, sin iniciar siquiera la reforma de los establecimientos penales? ¿No hará nada para lavar esa gran culpa y esa gran vergüenza, para secar ese manantial de delitos y de crímenes, para cegar ese abismo y, en fin, para que tengamos derecho a llamarnos un pueblo civilizado y cristiano?

La revolución tiene el deber más imperioso de plantear un sistema penitenciario; lo primero, porque los principios obligan, y cuando no se obra en consecuencia con ellos, son como cuerpos extraños, que causan enfermedad en vez de dar fuerza. Lo segundo, porque de hecho está abolida la pena de muerte. Lo tercero, porque de la excitación de las pasiones y de las luchas a mano armada por cuestiones políticas van muchos hombres a presidio que, sin ser inocentes, no son tampoco criminales, y lo serán confundiéndoles con los ladrones y asesinos, o sin confundirlos; basta encerrar muchos hombres y sujetarlos al régimen de nuestros establecimientos penales para que se depraven.

La pena de muerte en estos últimos tiempos no se aplica por el simple homicidio; es preciso que medien circunstancias tales, que hacen del reo un gran malvado, casi siempre un monstruo. Hemos visto ya indultados varios asesinos que habían matado por robar. Reflexionemos un momento la gravedad que esto tiene. Hay móviles impulsadores hacia el crimen, que no suelen presentarse dos veces en la vida, y que, por consiguiente, no hacen probable la reincidencia; pero el robo es una tentación perenne para el hombre holgazán y vicioso, cuya propensión a apoderarse de lo ajeno es tan fuerte, que, combinada con su crueldad y demás perversos instintos, le ha llevado a ser el horror del mundo, el oprobio de la humanidad: el ladrón asesino. La reincidencia es probable, es casi segura.

Se nos dirá: al indultarlos de la pena capital se los deja condenados a cadena perpetua y secuestrados para siempre de la sociedad. Responderemos que los confinados se escapan de las prisiones, y, sin escaparse, de indulto en indulto salen de ellas, en un país que parece ignorar que el derecho de gracia no puede ser más que una forma de la justicia. Responderemos que, aunque no se escapen ni reciban nueva gracia los indultados de la pena de muerte, que, lo repetimos, no son simples criminales, sino fieras, por regla general, están confundidos en la prisión con los que han de volver a la sociedad, a veces con hombres honrados, llevados allí por las pasiones políticas, por el arrebato de un momento, o por uno de esos delitos, obra de la ley, que se llaman delitos de contrabando. Los indultados de la pena de muerte entran en la categoría de cadena perpetua; hay siempre muchos en la Península (las mujeres todas), y, aunque vayan a África, allí darán lecciones a los que de África vuelven, porque extinguen su condena o porque se escapan.

Si todos los Gobiernos han faltado a su deber dejando las prisiones en el estado en que están, ¿el Gobierno de la revolución no faltará doblemente cuando de hecho ha abolido la pena de muerte, cuando dice que no la deja en el Código sino como una amenaza? ¡Una amenaza! Mucho se engaña el que crea que ha de ser eficaz. Las penas, para que sean temidas, han de ser infalibles; la pasión propende siempre a aumentar las probabilidades de la impunidad.

Las prisiones en que los criminales se hacen peores, y de donde se escapan, no contienen al criminal que no las teme. Hay allí esperanza de libertad y seguridad de desorden. Se fuma, se habla, se blasfema, y se come y se bebe bien, si hay dinero. Aunque haya dureza en el trato, el criminal es duro también, no se asusta; lo que le asustaría sería el orden y la disciplina severa; las otras mortificaciones son para él tanto más tolerables, cuanto él sea peor.

Es decir: que no tenemos ni pena de muerte, ni sistema penitenciario; nada que intimide, que corrija, ni que reprima. En cambio tenemos costumbres duras e instintos feroces. No se puede leer un periódico sin ver la noticia de alguna muerte violenta. En una Audiencia sola hubo el año pasado TRESCIENTAS causas de homicidio; y en tal situación se dan continuamente indultos, se conceden rebajas, y no se piensa en reformar las prisiones.

Tengámoslo muy presente: nada bueno puede haber en el orden social, que no esté conforme con la justicia. De justicia vive la sociedad, y donde no haya justicia, habrá venganza. Y la hay y ha de haberla más si seguimos almacenando criminales de modo que se perviertan, y soltando fieras para que claven su garra en criaturas inocentes.

Cuando no se castigan los criminales, se cazan. Podríamos citar muchos ejemplos de ello, algunos muy recientes. Y de esto nadie se asusta, y contra esto nadie clama; prueba de que nuestras costumbres son rudas, y que el respeto a la vida del hombre está más en nuestros labios que en nuestro corazón.

Empecemos a respetarla de veras, y no sólo la vida material, sino la del alma que matamos, al matar en nuestros presidios la moralidad la conciencia. Estudiemos, siquiera sea muy brevemente, los diferentes medios que podemos emplear para corregir al culpable, y cuál sistema penitenciario nos convendría mejor.




ArribaAbajoCapítulo II

Sistema de clasificación


No es posible detenerse un momento a reflexionar lo que debe ser una prisión, sin convencerse de que, al comunicar los criminales entre sí, se pervierten, se amaestran en sus malas artes, y tienen tendencia a ponerse al nivel del peor, que es quien goza de mayor autoridad.

Se ha pensado, pues, en clasificarlos para que los peores no se reúnan con los que son menos malos, y, como si dijéramos, para fijar un máximum, el más bajo posible, a la perversidad de cada clase.

En la clasificación se atiende a la edad, género de delito, reincidencia, etc., teniéndose por más perfecta la que forma más grupos.

La clasificación no es posible, y, si lo fuese, sería inútil. Puede contribuir al orden material de la prisión; mas para el orden moral es impotente.

La clasificación busca identidades o, cuando menos, grandes semejanzas, y dice: los de la misma edad, los del mismo delito, los reincidentes, deben parecerse; pero la experiencia no confirma esta suposición. Hay jóvenes de tal manera depravados, que pueden dar lecciones de maldad a los veteranos del vicio y aun del crimen. La misma condena por el mismo delito recae a veces sobre individuos esencialmente diferentes, ya por falta de prueba que hizo inevitable disminución de pena en un delito grave, ya por las circunstancias en que se halló el delincuente, legalmente tan culpable como otro, moralmente mucho mejor. La reincidencia es unas veces efecto de maldad, otras de la situación en que se halla el licenciado de presidio, con tan pocos medios de ganar su subsistencia honradamente, en una sociedad que no cree en su honradez.

Así, pues, la clasificación viene a ser material, de moral que debía ser; y si para alcanzar la perfección vamos subdividiendo, aumentando el número de grupos y disminuyendo el de individuos que los componen, llegaremos a la unidad, si no hemos de incluir en la misma categoría moralidades muy diferentes.

Aunque la clasificación fuera posible, sería inútil. Cuando los hombres se reúnen en un limitado recinto, el aire se vicia, es preciso renovarle para que no perjudique a la salud. Con la atmósfera moral sucede lo propio. La acumulación produce pestilencia; hay que sanear aquel recinto, introduciendo el trabajo y alguna idea grande, noble, santa, que levante los espíritus, y los haga comunicarse por la parte que tienen sublime, y no ponga en contacto sus propensiones viles y bajas. ¿Puede ésta hacerse en una prisión? Imposible; apenas es hacedero en una reunión de hombres formada a impulsos de una grande idea, y sostenida por la fe religiosa o el entusiasmo de la ciencia o el amor a la humanidad.

Cuando no hay fe muy viva en las comunidades religiosas, los hombres se hacen peores; en los colegios se corrompen los niños; ¿la reunión de los criminales no había de depravarlos?

Supongamos lo imposible: una clasificación perfecta, en que están reunidas las moralidades idénticas. Los ladrones con los ladrones, los asesinos con los asesinos, culpables todos en igual grado. Comunicando libremente, el tema de las conversaciones será aquello a que se sientan más inclinados, y los lascivos hablarán de cosas deshonestas, los ladrones de robos y los asesinos de muertes. Se contarán historias propias o extrañas análogas a las propensiones de cada grupo; cada uno llevará su experiencia en el crimen al fondo común, donde se sumará con las otras, porque los sumandos son de la misma especie, y, lejos de repugnar aquella maldad, halla eco en maldades análogas.

Aunque sea contra todas las ideas admitidas, creemos que tendría menos inconvenientes agrupar los criminales de crímenes diferentes, que de uno mismo.

Es frecuente que el ladrón inspire desprecio al que ha vertido sangre, y éste horror al que ha robado sin violencia. No hay tantas afinidades, tantas simpatías, armonía tan acorde entre criminales culpables de diferente crimen; y la suma inevitable de unas maldades con otras es más difícil de hacer cuando los sumandos no son de la misma especie.

Resulta, pues, que toda clasificación que no sea material es imposible, porque lo es saber cuáles son las moralidades idénticas para agruparlas, y que, aunque no lo fuese, no serviría nada para evitar las consecuencias de la comunicación entre los criminales.

Hay que renunciar, pues, al sistema de clasificación.




ArribaAbajoCapítulo III

Colonias penales


Las colonias penales no son un sistema penitenciario, sino un expediente, y la prueba es que, desde el primer momento de la existencia de la colonia, hay que levantar en ella una prisión y adoptar un sistema para castigar a los que delinquen de nuevo, y procurar su enmienda; y la prueba es que, si la colonia prospera, no tardará en rechazar las remesas de criminales que le haga la metrópoli.

En caso de que se recurriese al expediente de colonias penales, es necesario estudiar si hay lugar apropiado, y si, dado los defectos de nuestra Administración y los ejemplos de lo que es en las provincias ultramarinas, se podrá establecer justicia y orden en una colonia penal, donde hay que dejar tanto a la arbitrariedad, y donde los más escandalosos abusos y las más horribles crueldades son tan difíciles de probar y pueden tan fácilmente recibir el nombre de necesidad.

Aunque se establecieran colonias penales, hay que pensar en el sistema penitenciario que debe adoptarse, porque, como hemos dicho, la prisión es uno de los primeros edificios que hay que levantar en las colonias. Además, sólo pueden ser deportados los culpables de delitos graves que tienen largas condenas, y de éstos deben excluirse los ancianos, los enfermos, los valetudinarios, los débiles todos, si no se quiere incurrir en el error de la Administración inglesa, faltando a la humanidad, comprometiendo la existencia de la colonia y haciendo gastos inútiles.

Debiendo levantarse una prisión en la colonia penal; no pudiendo deportarse más que los sentenciados a largas condenas, y de éstos a los que tengan robustez, resulta que, aun estableciendo colonias penales, es preciso plantear un sistema penitenciario.




ArribaAbajoCapítulo IV

Sistema de Filadelfia


El sistema celular de aislamiento absoluto, con trabajo, tiene muchos y muy ilustrados admiradores, y gran número de no menos ilustres adversarios. Unos y otros citan ejemplos en apoyo de su opinión y amontonan cifras, siendo difícil, al que busca sinceramente el acierto, saber cómo le alcanzará. La estadística es un arsenal donde fácilmente hallan todos armas, y se necesitan condiciones muy difíciles de llenar para interrogarla de modo que pueda responder la verdad en esta materia. La gran prueba del sistema penitenciario son las reincidencias, en que influyen tantas y tan diversas causas enteramente extrañas a él. Tomaremos, pues, de la experiencia lo que puede darnos, recurriendo después al raciocinio, guía menos falaz que los hechos mal observados.

Parece demostrado suficientemente que son infundados los temores que en un principio inspiró el sistema celular; que los casos de demencia y suicidio son raros, siempre que el recluso tenga ocupación, y que la salud es mejor, y menor la mortandad, que en las antiguas prisiones; es decir, que la soledad hace menos daño que el desorden y el vicio.

Creemos que habrá pocas personas que, al estudiar por primera vez la teoría de los sistemas penitenciarios, no se sientan inclinadas al celular. La facilidad y la perfección de la disciplina; el orden perfecto; lo raro de tener que recurrir a castigos, y la evidencia de que los reclusos no se depravan ni corrompen mutuamente, ventajas son de tanto bulto, que imponen y casi arrastran a la opinión de que aquel sistema es el mejor, el único perfecto. Pero la experiencia y la reflexión no tardan en calificar este juicio de equivocado.

El sistema celular, que, al parecer, no necesita violencia, emplea tanta, que priva al recluso de la acción de la voluntad, aniquilando o debilitando todo resorte moral. No falta, porque no puede faltar; no comete ninguna de las malas acciones que le es imposible cometer, y la pared y el cerrojo se sustituyen a la voluntad. Además de privar al preso de la libertad física, se anula en él la libertad moral, porque no puede elegir entre el bien y el mal, y en su sumisión a la regla hay necesidad, no virtud.

Todo sistema penitenciario debe ser una educación buena, con que se enmiende la mala educación recibida por el culpable. ¿Y qué hace la buena educación? Procurar la armonía de nuestras facultades y tener a raya los malos instintos. Pero se dirá tal vez: «Esos impulsos naturales, ¿no son naturalmente armónicos?» Responderemos que los instintos están encargados de la conservación del individuo y de la especie; nacen educados, y, por un misterio impenetrable de la Providencia, su impulso necesario, enérgico, pasa fácilmente el límite debido, y se convierte en crimen o pasión perturbadora así que le pasa. Los instintos son indispensables a nuestra vida material, y la vida del alma es una guerra contra los instintos, que, exceptuando uno sólo, el amor maternal, tienden a desbordarse, y son fatales cuando se desbordan.

Observemos al culpable, y veremos que lo es por los excesos de algún instinto. El de adquirir exagerado le hizo ladrón; el de la defensa le hizo acometer y dar la muerte; el de la propagación lo hizo raptor o adúltero. La voluntad lucha siempre más o menos antes de ceder al mal, cuando éste no se ha convertido en hábito; en los culpables ha sido vencida: es necesario fortificarla para que en las nuevas tentaciones no sucumba de nuevo. ¿Y se fortifica la voluntad con la inacción, que sirve para debilitar todas nuestras facultades? ¿Qué gimnasia tiene esta voluntad, que era necesario ejercitar tanto en un hombre que está materialmente imposibilitado de faltar a la regla que se le impone?

El remordimiento es otro de los elementos con que se cuenta para corregir al recluso; dudamos que este terrible compañero le acompañe en la mayor parte de los casos, porque le hemos visto con más frecuencia en los libros que en las prisiones. El remordimiento, esa voz de la conciencia que acusa de haber hecho mal por horror al mal, y prescindiendo de sus consecuencias, creemos que es la excepción, que no debe tomarse como un elemento para procurar la enmienda del culpable, y, en todo caso, que, cuando exista, puede existir fuera del sistema celular.

No se puede castigar al hombre sin infringir alguna ley natural. Él la holló para el delito; preciso es hollarla también para el castigo. Contra naturaleza es que viva encarcelado y sujeto a una disciplina severa; pero tanto se le puede apartar de sus naturales condiciones, que se halle moralmente fuera de la ley de la humanidad, y que la educación que le ha de corregir se dificulte o se haga imposible. Es posible que así sea, aislando del todo a un ser esencialmente sociable; hay un grado de violencia, más propio para desesperar o para abrumar, que para corregir.

Si hay riesgo en que esto suceda en todas partes, con más razón en un país meridional, poco ilustrado y muy amante de la independencia, como el nuestro. El recluso norteamericano está en su celda con su trabajo y su Biblia; tal vez medite y se enmiende. El recluso español no suele saber un oficio, no sabe leer y menos meditar; ¿qué hará aislado? La soledad absoluta puede hacer reflexionar al que tenga alguna instrucción; pero embrutece al hombre rudo.

El sentimiento religioso, que tanto contribuye a la regeneración del delincuente, es muy difícil de excitar en el aislamiento absoluto. Las visitas del director espiritual no pueden ser muy frecuentes ni muy largas, y el culto atisbado (permítaseme la expresión) por un ventanillo o una puerta entreabierta es muy poco a propósito para mover el corazón. Los grandes sentimientos se expresan a coro, se sienten en común; aislados, se aniquilan o se debilitan.

A pesar de los ingeniosos métodos que se han inventado, el sistema celular dificulta la enseñanza literaria, y la industrial mucho más.

Aunque se enumeren más de ochenta oficios, que pueden ejercerse en una celda aislada, es lo cierto que la organización del trabajo ofrece mayores dificultades en las prisiones establecidas conforme al sistema celular.

Por último, aunque se supusiera, con M. Lelut, que una prisión con celdas para dormir y talleres es más cara que si el aislamiento es absoluto, lo cual nos parece bastante dudoso, para este último sistema hay que hacerlo todo nuevo, sin que sea posible aprovechar construcción alguna que se haya hecho con otro objeto; lo cual, dado el estado del Tesoro, dificultaría la reforma hasta el punto de hacerla imposible.

Por todas estas razones, creemos que no es aceptable el sistema de Filadelfia para la prisión penitenciaria. Podría plantearse para la preventiva, modificado. Para esto era necesario un Código de procedimientos en materia criminal que abreviase las causas, y que no se redujera a prisión a los acusados sino en los casos precisos, que son pocos. En esto ganarían mucho la justicia, la moral y los fondos públicos.




ArribaAbajoCapítulo V

Sistema francés


Con este nombre han querido decorar las modificaciones de los sistemas americanos y ciertas combinaciones, más o menos ingeniosas, y algunas veces ridículas. La pretensión a la originalidad, cuando no es posible tenerla, es muy ocasionada a dar en la extravagancia.




ArribaAbajoCapítulo VI

Sistema antiguo


Por conformarnos con la costumbre, más que por razón, llamamos sistema a la antigua rutina, que consiste en almacenar los criminales, dejarlos que comuniquen, que canten y blasfemen, y, si tienen dinero, fumen, coman y beban a voluntad.

Aunque esta práctica tenga defensores ilustres (por más que parezca imposible, los ha tenido), no es dado defender con razones un sistema en que entraban los antiguos presidios franceses (bagnes), donde los dormitorios estaban enfilados por cañones cargados a metralla; las casas centrales, donde había dentro cantina a disposición de todo recluso que tuviera dinero, y, en fin, los presidios españoles tales como hoy existen.

El sentido común hace justicia a esta idolatría de lo pasado. Puede haber pueblo bastante olvidado de su conveniencia para no reformar las prisiones; pero no hay ninguno tan insensato que sostenga que están bien como estaban.




ArribaAbajoCapítulo VII

Sistema de Auburn


El sistema de dormitorios aislados y trabajo en talleres comunes, bajo la regla del silencio, es el que se llama de Auburn, y muy preferible, en nuestro concepto, al celular o de Filadelfia.

El recluso duerme y come en su celda, trabaja con sus compañeros, y con ellos también recibe la enseñanza religiosa y literaria, y asiste al templo, con lo cual se obtienen las principales ventajas del sistema celular, sin tocar en sus inconvenientes.

El silencio aísla a los reclusos, no permitiéndoles comunicar, ni referirse sus aventuras, ni amaestrarse para otras nuevas, ni corromperse, en fin. Pero aquí no es la pared la que le separa de su compañero; no es la imposibilidad absoluta la que le sujeta a la disciplina, es su voluntad. Si se comunica, incurrirá en un castigo, pero puede comunicarse; hay libertad y, por consiguiente, hay moralidad en sus acciones.

Aquella gimnasia de la voluntad, tan necesaria a los que se han dejado arrastrar por las vías del mal, existe en este sistema, en que el recluso, venciéndose continuamente, aprende a vencerse. Como el castigo sigue inmediatamente a la falta, tiene fuertes motivos para no faltar, que es lo que necesitan las voluntades débiles. Hay tentación, es verdad, pero hay poderosas razones para resistirla, ¿cómo, si con el hábito no aprende a vencerla, dejará de caer en las que un día habrá de ofrecerle el mundo? Sin la posibilidad de hacer mal, ni en la prisión ni fuera de ella tiene mérito el bien, ni hay en las acciones libertad, moralidad, virtud. El sistema de Auburn no despoja al hombre de ninguna de sus facultades esenciales, ni hace imposible la nueva educación, que debe corregir la mala educación del culpable.

La oración, y todas las prácticas piadosas en común, son mucho más propios para levantar el corazón a Dios y avivar la fe, que la plegaria aislada del que reza sólo. Repetiremos aquí lo que hemos dicho en otra parte, porque viene bien a nuestro propósito:

«El espectáculo de muchas criaturas que elevan en común sus oraciones al Criador es también muy propio para impresionar el ánimo. Todo lo que sienten y expresan a un mismo tiempo un gran número de personas reunidas, sea para el bien o para el mal, adquiere una energía que parece traspasar los límites de la débil naturaleza humana, y una fuerza magnética aun para el espectador indiferente. Si observamos en casa de cada ciudadano su predilección por tal forma de Gobierno, antipatía o simpatía por tal institución o persona, no podremos comprender que sean los elementos de ese ardor febril que se llama entusiasmo de un pueblo, ni de ese monstruo conocido con el nombre de furor popular.

»Una diferencia análoga se advierte en el efecto que produce el espectáculo de la oración individual y colectiva. No es la razón, no es el ejemplo: es alguna cosa que se siente y no se explica; que impresiona, que conmueve, que arrastra, que hace entreabrir maquinalmente los labios que ya no saben orar, que arranca lágrimas de los ojos que no se vuelven a Dios, que, conmueve profundamente el corazón que no tiembla por temor de los castigos de otra vida ni se consuela con la esperanza del cielo. En ese coro de voces que se elevan al Señor ofreciéndole cuanto bueno hay en el hombre, pidiéndole perdón por cuanto el hombre tiene de miserable; en ese coro, cuyas armónicas notas significan la nada de la vida, el temor de la muerte, la certidumbre de nuestra debilidad, la confesión de nuestra flaqueza, la humillación de nuestra inteligencia, el sentimiento de nuestra miseria, las aspiraciones de nuestra grandeza; en ese coro en que se confunden la niñez y la decrepitud, la ignorancia y la sabiduría, el poder y la debilidad, la riqueza y la miseria, la inocencia y el arrepentimiento; en esas palabras que todos pronuncian, en esos ojos que se elevan al cielo, en esos corazones que sienten a Dios, en ese cuadro heterogéneo y armónico, donde una mano invisible ha escrito con fuego y con lágrimas, culpa, dolor, esperanza: en todo esto se ofrece un espectáculo tierno, patético, grave, sublime, propio para conmover al impío».12

Nos hemos extendido sobre el gran poder de la oración colectiva, porque damos gran importancia al sentimiento religioso para corrección de los culpables, sobre todo si son mujeres; y uno de los graves inconvenientes del sistema de Filadelfia es que oren aislados.

La enseñanza religiosa, literaria o industrial se facilita mucho cuando puede darse por grupos y no individualmente; y hay menos dificultad para plantear industrias en talleres, que en celdas aisladas.

Ya hemos dicho que, para el sistema celular de aislamiento absoluto, era necesario levantar los edificios de nueva planta, con los enormes gastos que esto supone; para el sistema de trabajo en común y en silencio, y celdas para dormir, pueden aprovecharse edificios ya existentes, modificando y añadiendo lo que sea necesario. No quedarán tan perfectos como si se hicieran de nuevo con este objeto; pero podrán llenar las condiciones esenciales sin hacer grandes desembolsos, si se prescinde del lujo y de la belleza, que, hasta por evitar un doloroso contraste, debe suprimirse en estos edificios.

Por todas estas razones creemos que el sistema de Auburn es el que debía plantearse en España. Hagámonos cargo ahora de los argumentos con que se le ha combatido.

El principal, casi el único, es la imposibilidad, de mantener en todo su rigor la regla del silencio, que, infringida, permite que los criminales se corrompan mutuamente, y la frecuencia con que hay que recurrir al castigo. Alguno ha dicho: -El castigo es la regla; el silencio la excepción.-Los hechos han desmentido la frase, a pesar de que se han observado en las prisiones inglesas y norteamericanas, donde se usan castigos brutales, que degradan, y cuya ineficacia no será nunca un argumento concluyente. Con un buen sistema de premios y castigos creemos que la regla del silencio podría establecerse.

Pero aun suponiendo que tenga numerosos contraventores, algunas palabras dichas furtivamente ¿pueden tener la influencia fatal que se les atribuye, ni compararse a las largas conversaciones que hacen callar la conciencia o la depravan, en que los buenos sentimientos se sofocan o se escarmientan, el crimen se aplaude, el pudor se escarnece y la virtud se intimida? Algunas palabras dichas furtivamente con temor de incurrir en un castigo que muchas veces se recibirá, ¿pueden compararse a esos coros infernales en que lleva la voz el más perverso? En una prisión bajo la regla del silencio ¿es posible establecer esa coacción moral, que obliga a ser cínico para no ser ridículo? Los dormitorios aislados, ¿no evitan los vicios repugnantes que desmoralizan y muchas veces ensangrientan las prisiones?

No se comprende cómo el espíritu de sistema ha podido cegar hasta el punto de suponer que, porque la regla del silencio se quebrante, sus infracciones han de poner la penitenciaría en que se establece al nivel de los presidios en que los confinados, comunicándose, se depravan mutuamente.

La ley del silencio, se dice, es dura, y contrario a la naturaleza que los hombres reunidos no se comuniquen.

No es posible castigar sin mortificación, ni escarmentar blandamente; ya hemos dicho que todo castigo es contrario a alguna ley natural, porque toda culpa lo es también. Es fuerte el impulso que sienten de comunicarse los que están reunidos; pero cuando no pueden ceder a él sin daño propio, razón hay para detenerlos, como la habría para sujetar al sediento que quiera beber la muerte en aguas pestilentes.

En nuestro concepto, el sistema que debe plantearse en España, lo repetimos, es el de celdas para dormir y trabajo en común bajo la regla del silencio.




ArribaAbajoCapítulo VIII

Las leyes, las ordenanzas, los reglamentos y las circulares


Asombra y aflige ver cómo entre nosotros un reglamento, a veces una circular, modifica una ley o se sobrepone a ella, sin que cause escándalo, y sin que nadie reclame.

Si esto es deplorable en todos los ramos, lo es mucho más en el de presidios, porque, a pesar de las distinciones del Código penal, todas las penas son aflictivas, puesto que todas afligen, y el grado de aflicción que producen depende mucho de la disciplina de la prisión. Al formar el Código penal vigente, ¿qué sistema penitenciario estaría en la mente del legislador? Por inverosímil que parezca, se siente el lector inclinado a creer que no pensó en sistema alguno, dejando la facultad de que se estableciera el que mejor pareciese, por la Real orden de un Ministro de la Gobernación, o por la circular de un Director de Establecimientos penales. Y, no obstante, no se puede separar en razón y en justicia la ley penal del sistema penitenciario, ni dejar a la arbitrariedad, a la ignorancia, ni aun a la compasión de un hombre, que agrave o alivie, a su voluntad, la suerte de los que ha condenado la ley. ¿Es lo mismo cumplir uno o muchos años de condena saliendo a cultivar los jardines de tal autoridad, a llevar agua a tales o cuales personas, entrándose un rato por la taberna o por casa de alguna amiga con autoridad de cabo, fumando, comiendo y bebiendo hasta donde lo permita su bolsillo, etc., etc.? ¿Es lo mismo extinguir la condena de este modo, que estar igual tiempo encerrado en una celda sin comunicar con nadie? Esos doce y esos veinte años de cadena, ¿podrían indistintamente ser doce o veinte años de celda? Sin prescindir de la justicia, no se puede dejar de fijar el sistema y la disciplina de la prisión a que se condena a un culpable. Decíamos que el Ministro y el Director de Establecimientos penales modificaban la ley penal con decretos y circulares; debemos añadir que los comandantes de los presidios, según su carácter o ideas, alivian o agravan la suerte del preso, y hasta el último cabo de vara puede hacerla más penosa o más llevadera. Donde la inmutable fijeza de la ley era más necesaria, se deja más ancho campo a los caprichos de la arbitrariedad.

El Código penal es materialmente impracticable. ¿Existen, pueden existir, ni habría conveniencia de que existiesen, aunque sobrara dinero, los 579 establecimientos penales que supone el Código, aun interpretado del modo más favorable al buen sentido? Y cuando por necesidad se entra en el mal camino de prescindir de la ley, ¿a dónde se para? Dios lo sabe.

Desapercibida puede decirse que pasó hace años una circular de la Dirección de Establecimientos penales, en oposición con los reglamentos, ordenanzas y leyes penales.

Por Reales órdenes se reglamenta, y en realidad puede decirse que se legisla, sin que a veces lo note nadie; y causa dolorosa impresión, al estudiar la Colección legislativa de presidios y casas de corrección de mujeres, ver la repetición de las órdenes, prueba evidente de que no se han cumplido; el continuo anular y restablecer lo mandado; las frecuentes invasiones del Poder ejecutivo, convertido en legislador; la falta de fijeza y de plan y de conocimiento de la materia, y tanto vacilar y tanta confusión de ideas.

Nos hemos propuesto ser muy breves para tener alguna mayor probabilidad de ser leídos; pero no queremos dejar de citar, como prueba de lo que vamos diciendo, una Real orden de 29 de Mayo de 1861, permitiendo que en CIERTOS CASOS se autorice la construcción de las prisiones de provincia según el sistema celular, con las condiciones y modificaciones que se expresan.

Los casos son cuando «los arquitectos encargados de este servicio hubiesen formado un proyecto de prisión de provincia basado en la separación individual, cuyo presupuesto no fuera excesivo, etc., etc. «De lo cual resulta que en la provincia donde, por mayor talento del arquitecto, o por otro motivo, el presupuesto de una prisión no suba mucho, o donde no parezca excesivo, porque la palabra es muy vaga, los condenados sufrirán la reclusión celular; mientras que en otra provincia estarán privados de sus ventajas, o libres de sus rigores; y si la gravedad del delito no varía según la localidad, podrá variar la de la pena. Así se respetan los fueros de la justicia.

Las condiciones y modificaciones aplicadas al sistema celular son, entre otras: «Derecho de recibir todos ellos (los reclusos), no estando incomunicados, las visitas autorizadas de sus parientes y amigos en los locutorios, y, solamente los pendientes de causa, las de sus defensores en sus mismas celdas, etc., etc». Aquí tenemos un sistema celular donde los reclusos salen al locutorio para conversar con sus parientes y amigos, lo mismo los detenidos y pendientes de causa, que los condenados. ¿Puede darse mayor ignorancia ni mayor confusión de ideas? Si la risa pudiera asomar a los labios en cosas que recuerdan tantas lágrimas, tanta sangre, tantos dolores, esta Real orden, como otras muchas disposiciones de la Colección legislativa, se prestaban muy bien a comentarios burlescos.

Podríamos comentar la ley de prisiones y la Real Orden de 6 de Febrero de 1860, y otras muchas disposiciones; resumiremos todos los comentarios en esta exclamación: ¡Qué falta de conocimiento de la materia y qué falta de justicia!




ArribaAbajoCapítulo IX

¿Qué conviene hacer?


Es preciso estudiar la cuestión; ver qué sistema penitenciario debe adoptarse para España, y formularlo en una ley bien meditada, completa, y que no deje nada esencial a merced de reglamentos.

Si no se pueden aplicar grandes sumas a la construcción o modificación de las prisiones que se empleen sumas pequeñas; pero que se empiece a trabajar conforme a un plan razonable y uniforme, como lo exige la justicia y nuestro propio interés. Emprendamos el buen camino, y andando, aunque sea despacio, llegaremos algún día a donde debemos ir.

Si se adopta el sistema de Auburn, pueden utilizarse muchos edificios que hoy existen, y que, modificados y aumentados, podrían dar con las condiciones esenciales para una buena prisión, sin necesidad de hacer gastos superiores a nuestras fuerzas.

Siendo la disciplina de las prisiones severa, el Código necesariamente se modificará, las condenas no serán tan largas, ni, por consiguiente, tanto el número de reclusos.

Hacemos un abuso desdichado de la prisión preventiva. ¿Por qué se ha de privar de libertad al supuesto reo de un delito leve? ¿Qué derecho hay para imponer una pena dura por mera presunción? Cuando la sociedad le dice a un preso: -Vete a la calle; me he equivocado; estás inocente; -¿con qué le indemniza del borrón de haber estado en la cárcel y de las amarguras que allí pasó? Visitando las casas de locos, ¿no suele verse alguno que lo está por haberse visto confundido en la cárcel con los ladrones y asesinos; él, que era inocente y caballero, pero pobre para comprar el triste consuelo de estar solo? Cuando se trata de un delito grave; cuando el acusado tiene grande interés en escaparse, bien está que todos, por la justicia y el interés de todos, nos convengamos en correr el riesgo de que nos priven de nuestra libertad siendo inocentes, para asegurar el castigo de los que importa mucho que no queden impunes. Pero por sospecha de delitos no graves, algunos muy leves, como la mayor parte de los que se imputan a los presos en nuestras cárceles, ¿por qué había de ir nadie a ellas? ¿Por qué no había de hacerse extensivo el beneficio de la fianza a muchos más casos, y sin necesidad de ella dejar libre al acusado en la mayor parte? Se escaparía, dicen: no se escaparía cuando viese que de escaparse se le seguía un gran perjuicio. Es lamentable la facilidad con que entre nosotros se encarcela, sin que nadie lo vitupere ni aun lo extrañe. ¡A la cárcel! gritamos a la menor sospecha de que un ratero o un hombre honrado ha cometido un hurto. ¡A la cárcel! si un picador ha puesto una vara más baja o más alta de lo que exige el arte de torear.

No ha echado muy hondas raíces la libertad política en un país en que la libertad individual, la libertad material, se ataca tan fácilmente y se defiende tan poco. Reduciendo la prisión preventiva, según la justicia manda, a los acusados de delitos graves, se reduciría en la misma proporción el número de los que allí van a depravarse, y los gastos que ocasionan los presos, que, siendo pocos, podrían recluirse sin grandes dispendios, con la separación debida. Refórmese la ley que encarcela sin razón, y la reforma de las cárceles es cosa fácil.

Y entre tanto que se adopta un sistema penitenciario, y se construyen o se reforman los edificios conforme a él, ¿nada puede ni debe hacerse? Pueden y deben hacerse muchas cosas.

No es posible sistema penitenciario, bueno ni tolerable siquiera, con la organización actual de empleados y dependientes. Un comandante nos decía, con el orgullo de la necedad y de la ignorancia, que nuestros presidios eran la admiración de los extranjeros, que se asombraban de ver a los presos contenidos por los presos mismos; porque, añadía, el presidio está realmente sujeto por los cabos de vara. No hemos hablado con ningún extranjero de nuestras prisiones, nos daría vergüenza; pero sustituyendo la palabra escándalo a la de admiración, creemos que podrá haber exactitud en las del referido jefe.

Los cabos de vara son, lo primero, una infracción de la ley penal, igual para todos. Ellos tienen un pequeño sueldo, grande autoridad, y están exentos de faenas y trabajos penosos. Repugna e irrita verlos salir con una sección de confinados cargados con cubas u otro peso, y ellos, con su gruesa vara, hablando con el soldado que los custodia, pervirtiéndole probablemente, llevando su divisa de color encarnado, no sabemos si para insultar las de nuestros honrados valientes, o para recordar la sangre que derramaron sus manos, porque los cabos de vara suelen tener las manos manchadas de sangre. Los cabos primeros (de vara), dice la Ordenanza, serán considerados como cabos primeros del ejército. ¡Qué vergüenza! Se necesita que sean hombres de pelo en pecho, de formalidad y energía, cualidades que, al menos en apariencia, suelen tener los más desalmados. Los que necesitaban estar sujetos a dura disciplina son los encargados de mantenerla; ellos pueden favorecer o perjudicar a sus compañeros que han venido a ser sus inferiores; ellos explotarlos o vengarse si no los explotan, o por otro motivo.

«Celarán continuamente, dice la Ordenanza, las acciones y conversaciones de los presidiarios para conocer sus vicios y las medidas que deben tomarse para la seguridad del presidio». Ellos, los grandes malvados, tienen la misión de conocer y juzgar los vicios de los otros y de ser los consejeros de lo que conviene hacer para la seguridad del presidio. La seguridad, siempre la seguridad. Que no se subleven ni se escapen los reclusos: esta es la gran cuestión. ¿Quién ha de pensar en moralizarlos con semejantes elementos?

«Mandarán con firmeza y con tesón; procurarán ser moderados en el uso que se les permite de la vara, etc». ¿No parece una burla horrible decir a malvados crueles que procuren ser moderados al usar el palo, cuando se les permite apalear? Con decir que el confinado los amenazó, y lo dicen cuando quieren, están autorizados por la Ordenanza para proceder con decisión y todo rigor; es decir, para matarle a palos. Estos criminales, por lo común impíos y blasfemos, son los maestros de la escuela cuando la hay, y los encargados de llevar el rosario; entre ellos se han de elegir, para la sección de jóvenes, sujetos de conducta ejemplar, moralidad, más sanos y mejores principios, a fin de que infundan en los jóvenes ideas que los conduzcan a su futuro bien. ¿No parece esto una burla? ¿Es posible que haya leído el reglamento de que están copiadas las últimas palabras subrayadas el Ministro que le firmó? No sólo la seguridad del presidio pende principalmente de los cabos de vara, sino que se les confía también la moralidad; y ciertamente que la han puesto a su altura.

Desconociendo absolutamente los medios de modificar y corregir a los criminales, se ha buscado la fuerza bruta para contenerlos, remedando cuanto se ha podido el régimen militar. El presidio se llama cuartel, los presidiarios fuerza, hay cabos y escuadras, y ayudantes y mayores, y comandantes y plana mayor, y es muy común elegir militares para empleados; todo precisamente al revés de lo que debía de suceder. Un establecimiento penal debe ser una casa de educación; de educación lenta, difícil, que necesita conocimientos que los militares no tienen, y paciencia y calma, que no suelen tener.

Para ser empleado en presidios no se necesita título académico ni conocimiento alguno, ni para ser separado más motivo que la voluntad del Director. Con la falta de instrucción y de seguridad, y con tener en lugar de un honroso espíritu de cuerpo una fama poco envidiable, se deja comprender lo que serán los establecimientos penales. Cabos de vara por abajo, y tales empleados por arriba cumplimentando disposiciones poco razonables, que a veces no tienen gana, y otras no tienen tiempo de aprender; tales son los elementos de regeneración para el culpable.

La falta de especialidad es síntoma seguro de la falta de civilización y de orden. Donde todos sirven para todo, nadie sirve para nada. Si no ocurre que un abogado haga un puente, ¿por qué ha de ocurrir que un militar dirija un establecimiento penal? El puente se caería; ¿y no cae también el buen orden en el presidio? Para que un hecho sea evidente, ¿es necesario que sea tangible? La reforma de un culpable, ¿exige menos ciencia y menos especialidad que la apertura de un camino?

Es preciso que desaparezcan los cabos de vara; que los empleados en presidios sean de dos clases, pero que entrambas constituyan una carrera donde se entre por oposición, y de donde no se pueda ser separado sino por formación de causa. En la clase inferior podrían entrar los maestros con título; en la superior, licenciados en leyes o en Administración, que tuviesen conocimientos de fisiología, de los diferentes sistemas penitenciarios, de las leyes penales y de las disposiciones vigentes sobre el ramo de presidios. Como hemos dicho la entrada debía ser por oposición, y los ascensos por rigurosa antigüedad.

Los capellanes, que hoy tienen ocho reales diarios, deberían ser dotados decorosamente para que las plazas pudieran darse por oposición a sacerdotes ilustrados.

El personal de las casas de corrección de mujeres no está menos necesitado de reforma y seguridad. Inspectora hemos conocido que, entre otras buenas circunstancias, tenía la de no saber leer ni escribir. Las plazas de empleadas en las casas de corrección de mujeres deberían darse por oposición entre maestras con título, siendo los ascensos por rigurosa antigüedad, y las separaciones sólo en virtud de formación de causa.

Mientras los empleados entren sin los conocimientos necesarios, y salgan a voluntad de un nuevo jefe; mientras no tengan ni aptitud ni seguridad, sólo por excepción rara podrán ser un elemento moralizador, y no es posible reforma que no empiece por la suya.

Hay otra para la que no se necesitan grandes gastos: la de establecer coches celulares para la conducción de presos y rematados. En las líneas de ferrocarriles esto es fácil y poco dispendioso, y en todas partes es indispensable, si ha de haber respeto a la inocencia, y dejar a la culpa aptitud para el arrepentimiento.

La dignidad del hombre es el principal elemento de su regeneración, y debe respetarse y custodiarse piadosamente como una chispa de fuego sagrado que puede purificarle algún día. Es muy raro que no tenga vestigio de esta dignidad el culpable a quien se prende por primera vez. Pero ¿qué será de ella después del largo vía crucis en que recorre tal vez la mitad de España, sirviendo continuamente de blanco a las miradas curiosas y malévolas? Empieza por bajar la suya, y concluye por levantarla, prefiriendo el cinismo del criminal a la humillación del débil.

¿Y los inocentes que caminan a aquel horrible calvario, donde se crucifica su honra? ¿Y las mujeres cuyo pudor sufre aquella ignominiosa carrera de baquetas?

Una persona inocente o culpable tan sólo de un leve delito, débil, y tal vez enferma, va a pie, recibiendo la lluvia, la nieve o los rayos de un sol canicular. Tiene, para proveer a todas sus necesidades, doce cuartos diarios. Se aloja en las cárceles del tránsito, lóbregas, hediondas, donde acaso no es posible la separación de sexos, y donde, si reúne a la mala condición del local la del carcelero, carga de hierro al pobre preso, motivando esta dureza con la inseguridad del edificio.

Con el modo actual de conducción de presos, cuando tienen que andar largas distancias, tardan semanas, y aun meses, en llegar a su destino; y no es raro que una causa criminal se eterniza por este motivo, con perjuicios incalculables. La declaración del que viene lentamente de cárcel en cárcel, tal vez pondría en libertad los inocentes sobre quienes han recaído sospechas.

Urge, pues, adoptar carruajes celulares para la conducción de presos, como hay en todos los países que merecen el nombre de civilizados.

No es menos urgente reunir y publicar las disposiciones vigentes en el ramo de presidios. La Colección legislativa comprende desde 14 de Abril de 1834 hasta 1.º de Enero de 1862. En dos tomos mortales están, en la mayor confusión, disposiciones derogantes y derogadas, y vueltas a restablecer. ¿Qué hace un empleado nuevamente nombrado, y que, como suele acontecer, no sabe nada relativo a establecimientos penales? Pregunta a sus inferiores, que le enseñan un poco de rutina; y si es un modelo de empleados, compra la Colección legislativa y se entra por aquel caos, de donde le será más fácil sacar un dolor de cabeza que la idea de lo que debe hacer. Para averiguar lo mandado desde el año de 1862 hasta el presente, reúne las Gacetas de Madrid de siete años, y día por día va viendo lo dispuesto en su ramo. Posible es que, cuando lo averigüe, no esté ya en él.

No insistimos más sobre esto; evidente nos parece la necesidad de reunir y publicar las disposiciones vigentes en materia de establecimientos penales. Unas se han derogado, otras están en desuso, algunas en contradicción con el nuevo orden de cosas. A este trabajo deberían añadirse nuevos reglamentos para los presidios y casas de corrección de mujeres.

De lo dicho se infiere que en la Dirección de Establecimientos penales, en lugar de economías, hay que hacer desembolsos, que serían reproductivos, haciéndonos el bien infinito de disminuir las probabilidades de ser víctimas de un criminal; reduciendo los gastos de las prisiones por el mayor producto de los trabajos y el menor número de los reclusos, no engrosado por tantos reincidentes y por el poco temor que inspira el presidio tal como hoy está.

La civilización es más cara que la barbarie, pero es productiva en mucha mayor proporción. El presupuesto de la Dirección de Comunicaciones, hoy que hay telégrafos y correo diario para todas partes, ¿no sube más que cuando lentamente se llevaba la correspondencia a lomo una vez a la semana? El presupuesto de la Dirección de Obras públicas, ¿no es mayor que cuando, en vez de ferrocarriles y carreteras, había veredas? Pues ¿por qué, cuando todas las direcciones gastan sumas que hubieran asombrado hace cincuenta años, la de Establecimientos penales no ha de poder hacer ninguna verdadera reforma por falta de fondos?

Se dirá que hoy son necesarios los ferrocarriles, y los telégrafos, y los faros, y los fusiles de aguja, y los barcos acorazados, y que las naciones cubren sus necesidades por el orden en que las sienten. ¡Desdichado pueblo en que la última de las necesidades es la justicia! Ella cobrará en lágrimas y sangre el terrible rédito de las sumas que se lo han negado.