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Las continuaciones heterodoxas (el «Florisando» [1510] de Páez de Ribera y el «Lisuarte de Grecia» [1526] de Juan Díaz) y ortodoxas (el «Lisuarte de Grecia» [1514] y el «Amadís de Grecia» [1530] de Feliciano de Silva) del «Amadís de Gaula»

Emilio José Sales Dasí





El siglo XVI español es una época donde tiene gran predicamento el fenómeno de la literatura cíclica. Tres de las obras más destacadas de la historia literaria castellana, La Celestina, el Amadís de Gaula y el Lazarillo de Tormes, gozan de tal difusión que algunos se atreven a ejercitar su imaginación partiendo de un modelo previo. Tales continuaciones adoptan los motivos y fórmulas típicas de la tradición en que se insertan y, cuanto menos, algunas de ellas aspiran a dejar el sello personal de su autor. Las distintas familias caballerescas que se publican evidencian esta tensión. Por un lado, los escritores pretenden autorizar su trabajo estableciendo un vínculo de dependencia con un texto o unos textos precedentes. Por otro, se ensayan algunas nuevas propuestas narrativas, más o menos acertadas, según la visión del mundo de cada uno de los autores. De este modo, el libro de caballerías evoluciona progresivamente, a pesar de las apreciaciones que algún crítico decimonónico como Menéndez Pelayo que únicamente veía en estas crónicas su talante a veces repetitivo1. Bastará repasar las cuatro continuaciones de la saga amadisiana posteriores a Rodríguez de Montalvo para desmentir esa observación demasiado generalista que identifica a la mayoría de las obras del género. Mientras el Florisando y el Lisuarte de Grecia de Juan Díaz representan una tendencia ideológicamente conservadora, el Lisuarte y el Amadís de Grecia de Feliciano de Silva aportan diversas novedades a una literatura que cada vez estará más abierta a otras manifestaciones literarias de la época.

Pero vayamos por partes. Cronológicamente el Florisando, texto publicado en 1510, es el primer libro que reclama nuestra atención. Su autor, Ruy Páez de Ribera, es un hombre de iglesia y en su caso nunca estaría mejor empleada la célebre frase que don Quijote le dirigía a su escudero: «Sancho, con la Iglesia hemos topado». El talante clerical del escritor determina completamente el rumbo de una historia que continúa el argumento de las Sergas, pero que temáticamente se desmarca en muchos aspectos de los libros anteriores de la saga. Con esto no nos referimos a las aventuras que protagoniza el caballero Florisando, sobrino de Amadís, y que tienen en común con las de Esplandián un carácter predominante colectivo y oponen dos bandos religiosos a través de varios conflictos surgidos, con frecuencia, a raíz del deseo de los paganos de vengar afrentas pasadas. En este sentido, Páez de Ribera sigue los pasos de Montalvo con la idea de la cruzada contra el infiel, e incluso supera a su predecesor a la hora de describir unos caballeros y unas contiendas militares que se aproximan más a los usos de su tiempo, y confieren al relato un cierto tono realista2. Donde se observa el claro distanciamiento ideológico de Ribera es en su peculiar actitud hacia temas característicos del género como la magia, el amor y, hacia el final de la obra, el propio ejercicio caballeresco.

En lo referente al elemento mágico y maravilloso, la postura del autor es tajante. Si los capítulos finales de las Sergas relataban el encantamiento de los principales personajes en los palacios de la ínsula Firme merced a las dotes mágicas de Urganda la Desconocida, desde la dedicatoria del Florisando este episodio es objeto de una severa y reiterada condena. Los primeros capítulos de la obra están sin numerar y tienen como único objetivo refutar lo dicho por Montalvo. Para ello Ribera enlaza unas argumentaciones sumamente prolijas, recurriendo a las opiniones de las autoridades de la Iglesia. En general, sus razonamientos se centran en dos frentes. El más importante es el que alude al error que cometen aquellos que depositan su confianza en los magos y no cumplen, por tanto, con el primer mandamiento de la ley divina:

En otras muchas partes de aquella istoria dize de los efetos que Urganda hazía por encantamientos, y reprobándolo todo en general, digo que los verdaderos y católicos cristianos en un Dios en essencia y trino en personas creemos, el cual sólo es de adorar y onrar ansí como la iglesia católica nuestra lo enseña y los santos doctores nos traen y dizen. Que ay encantaciones que toviessen fuerça, como aquella istoria cuenta en el capítulo penúltimo de las Sergas, diziendo que Urganda dixera y prometiera aquellos reyes y emperador que por sus artes de encantamientos les haría quedar fuera de toda la natural orden de vida, para después de muchos años bolver en floresciente edad a este presente siglo, e que por esto los escusaría del trago de la dolorosa muerte que, según naturaleza, se les acercava, es esto muy mal mirado, porque aún no es para dezir, cuanto más para escribir, porque repugna al primero mandamiento de nuestra santa fe católica, en el cual nos amonesta Dios, Nuestro Señor, que no avemos de tener, ni adorar dioses agenos [...] Los nigrománticos y sortílegos y cualesquier que usan de arte mágica quitan la honra y la fe a Dios y atribúyenla a las criaturas, assí como hizo el rey Amadís, y los otros, en la respuesta que dio a Urganda, como lo pone en el mismo capítulo, por lo cual los tales incurrieron en pecado de infidelidad y de idolatría. E así digo que con mucha vigilancia debe considerar el buen pastor y diligentemente adquirir, instruyendo el pueblo como no aya las tales vanidades, y castigar los tales divinadores y encantadores, inquiriendo aquéllos que buscan las artes mágicas para los castigar, porque no incurran en tan abominable pecado mortal contra el primero mandamiento de Dios.


(«Capítulo en que se repruevan los encantamientos» [fol. II])                


El segundo aspecto de la crítica a los encantamientos es el que se realiza en aras de una supuesta verosimilitud, pero, sobre todo, pretende demostrar el carácter demoníaco de unas prácticas que, de ser factibles, alterarían el orden establecido por la divinidad. Precisamente por ello, porque nadie puede cuestionar la omnipotencia del Creador, el episodio de las Sergas pasará a reinterpretarse en un contexto distinto. Amadís, Esplandián y todos los reyes y reinas que viven en un limbo atemporal, han llegado a dicha situación como consecuencia de un castigo divino. Lo que era resultado de la magia se convierte ahora en la penitencia que tienen que soportar unas criaturas que han comprometido su fe, al creer en las habilidades de Urganda. La recantación literaria se desarrolla con un perfecto orden silogístico. Los personajes sólo vuelven a la vida después de que la devoción cristiana, materializada en misas, procesiones y oraciones, incline a Dios a levantar el castigo3. Entonces se produce el milagro. Los monarcas recuperan la conciencia y el monje Anselmo les explica el significado de la lección que se les ha querido dar:

Cuanto más maravillosa es la obra, en más es tenido el hazedor d'ella. Assí como éste haya sido uno de los grandes milagros que la soberana prudencia ha tenido por bien de manifestar ante los ojos de las criaturas, assí somos obligados no solamente con autos de admiración, mas con sospiros de verdadero arrepentimiento, con propósito de entera satisfación, con gemidos de dolor, con lágrimas de verdadera contrición, con entera fe y perseverancia a darle[s] muchas e infinitas gracias nosotros, porque nos dexó ver cosa tan deseada. E vosotros señores, por la misericordia que de vuestros cuerpos ovo, no consintiendo que más fuessen subjetos a las operaciones diabólicas, so cuyo poder tantos años ha que por su permissión estáis puestos encantados, hechos piedras, sin razón y sentido, assí como vuestros corporales ojos lo han visto, [...] no pudo ser esto a lo que nuestros humanos sentidos pueden juzgar, sino por grande ira y enojo que Nuestro Señor tuvo de vosotros, que haviendo's constituido, según dize por la boca de Geremías profeta: Constituite sobre las gentes rey para que dissipes vicios y plantes virtudes; no haziendo cualquier cosa d'estas, para cuyo exercicio tenés el real nombre y el poderoso cetro, erráis y excedés aquello para que fuestes por su divina clemencia nascidos y criados y puestos en la imperial cumbre.


(CL, CLIXr)                


Al decir que estos encantamientos fueron obrados y permitidos por Dios y que sólo han desaparecido gracias a su bondad, el autor reinterpreta un texto precedente rechazando de un plumazo la magia. A su vez, elabora un mensaje aleccionador que insiste en la superioridad del plan divino y propone una reforma de las conductas acorde con el ascetismo cristiano. Quien siga este camino gozará de los favores de Dios. Este último aviso es, al fin y al cabo, el que preside las numerosas intervenciones en la obra de diversos personajes religiosos. El ermitaño que crió y educó a Florisando se dedica a convertir al cristianismo a algunos paganos. Para convencerlos de los beneficios que les reportará la conversión, se extiende en largas explicaciones con las que desmenuza el significado de algunos de los dogmas más importantes del cristianismo. Pero esta voluntad catequizadora no sólo tiene a los infieles como destinatarios. El propio Amadís también es ilustrado por el monje Anselmo, el cual le instruye en las virtudes que debe mostrar un buen gobernante. Una vez más, el libro sexto del Amadís evidencia la importancia del didactismo, de una moralización que aunque remita a cuestiones terrenales, siempre está traspasada por la necesidad de enfatizar la preeminencia de la religión4. Fijémonos, por ejemplo, en la primera recomendación de Anselmo al rey Amadís:

Pues en auto y exercicio de servir a Dios os fallo ocupados, dixo el santo monje [A]nselmo, que es entendiendo en las cosas de justicia por donde Dios se sirve y el mundo se govierna, quiero deziros para que esta justicia, [...] más a su servicio podáis administrar en todas las cosas derechamente, qué tal havéis de ser vos como su administrador. Lo primero havéis de tener conoscimiento de Dios, que es la cosa primera que toda criatura debe de haver, mayormente los emperadores y reyes que han de governar las tierras y gentes con entendimiento de razón y con derecho de justicia; y porque estas cosas no se podrían sin Dios alcançar, conviene que le conoscan, y conosciéndole, que le amen, y amándole, que le teman y le sepan servir y loar.


(CLXXX, CLXXVIIr)                


En esta tesitura netamente cristiana y ortodoxa, no sorprende que el motivo amoroso tenga una mínima importancia en el relato. Con el único objetivo de establecer comparaciones con otros textos posteriores, nos detendremos ahora en un episodio de la relación sentimental que une al protagonista con Teodora. Durante su estancia en Roma Florisando queda encandilado con esta princesa y, sin el menor asomo de timidez, le pide que acepte su servicio caballeresco. Tal solicitud no parece implicar ningún tipo de agresión para la integridad moral de la dama. Por el contrario, es uno los gestos utilizados por tantos y tantos caballeros que ofrecen su esfuerzo como tributo a la mujer amada. Mientras a la dama se le otorga una categoría superior, de acuerdo con la tradición cortés, el amor actúa en el caballero, cuyo servicio ha sido aceptado, como una fuerza que le permitirá afrontar con ciertas garantías las más diversas pruebas. Sin embargo, Teodora no lo entiende así. La petición del caballero la confunde. Teme que su honra esté en juego y, por eso, busca el consejo de su ama a la que expone sus dudas:

Sabed, amiga mía, que este cavallero Florisando, hablando [yo] comigo, me ha dicho algunas cosas, manifestándome en fin de sus razones y mostrando con muy fuertes sospiros que quería ser cavallero de mi servicio, y que estava muy apassionado con un enamorado pensamiento. Y en verlo a él con tanta fatiga y a mí tan fuera de tal cuidado, ha trastornado mi juizio, que no sé a qué me atribuya su pensamiento, o si fue movido por algún aparejo de liviandad que en mí halló, o si por mi hermosura, o si la liviandad mía dio causa a su atrevimiento; esso ligera cosa hallo yo de emendar, porque si por inadvertencia yo hize o dixe alguna cosa menos buena para mi honra, donde se toma tal prenda que le dio tal ocasión, velando y recelando de aquí adelante, assí en los hechos como en los dichos, aunque enteramente no quede satisfecha de lo passado, a lo menos en lo por venir se manifestará mi sana y limpia intención. Si la hermosura mía le causó tanta passión y la passión tanta osadía, digo que malaventurado fue mi nacimiento, y maldita sea la hermosura y gentileza que nace para afear y desfazer la honra y la bondad, cosa a que tan obligada es la semejante que yo y generalmente las de menos y mayor estado, pues por la gentileza se da ocasión a que sean puestas en tal trance como yo agora.


(CXXI, CXXXIVr)                


Mientras la princesa lamenta la posibilidad de que su propia hermosura haya sido la desencadenante de la pasión del caballero, condenando la cualidad física que los autores del género más habitualmente destacan en las mujeres, hasta límites insospechados, su confesión provoca que el ama de Teodora, además de confidente, se encargue de investigar cuáles son las verdaderas pretensiones de Florisando. La preocupación por la honra es tal que no hay lugar para liviandades. Páez de Ribera quiere que sus mujeres sean ejemplares, de ahí que varias de las damas que aparecen en el relato reaccionen igual: rechazan en primera instancia la iniciativa de los hombres, y tiene que ser un tercero el que facilite con su actuación el acercamiento de unos y otros. En este contexto, la pasión amorosa está controlada y mediatizada por las normas sociales y religiosas. Dicho afecto es únicamente aceptable cuando conduce al matrimonio, estado civil que en la obra se describe desde una perspectiva pragmática o, con otras palabras, el narrador hace más hincapié en la seguridad, la honra y la posición que alcanzan los cónyuges que en la satisfacción de sus sentimientos más íntimos.

Por si fuera poco, junto al propósito de limpiar la ficción de cualquier conducta pecaminosa, los avisos del monje Anselmo hacia el final del relato para huir del pecado de la fornicación están inspirados en un sentir misógino, característico de la tradición judeocristiana, que la Iglesia ha mantenido vigente durante varios siglos:

Cosa es, dixo el monje, en que Nuestro Señor mucho es deservido este detestable pecado de fornicación, el cual siempre vemos que proviene de una continuación que sin causa y necessidad se faze entre las personas sospechosas. La cual conversación deuría ser muy apartada, porque havemos visto y leído muchos daños que de las tales frecuentaciones se hayan fecho y causado, [...] porque es una muy cierta y verdadera regla, que assí como la ponçoña es muerte o se mata el cuerpo, assí se mata el coraçón con la conversación de las mugeres. Porque de la tal conversación nascen muchas cosas que provocan a pecado, y por esto es de evitar y apartar la vista d'ellas, que de verlas viene la cobdicia d'ellas. [...] Ansí mesmo los atavíos de las mugeres y aquellos afeites con que por diversas colores mudan la propia faz induzen y atrahen los hombres a pecar. Otrosí la habla de la muger da causa al adulterio [...]. La habla y los convites dan causa a fornicación, porque es muy peligrosa la conversación del hombre con la muger [...]. Hay assí mismo otra cosa que da causa a este pecado, y ésta es la ociosidad, que es arma del antiguo enemigo para cautivar las míseras ánimas.[...] Tu retraimiento pocas vezes o ninguna sea hollado con los pies de las mugeres, porque no puede de todo coraçón habitar con Dios el que a las mugeres se allega. Nunca de las faciones ni hermosura de las mugeres platiquéis.


(CCX, CCI-CCIIv)                


La consideración de que la mujer es el «anzuelo del pecado», o la invitación a rehuir el trato con ella dejan poco resquicio para el idealismo amoroso. Por un instante retrocedemos en el tiempo para responsabilizar a Eva de las penurias que al hombre le ha tocado vivir. La ortodoxia religiosa se impone en cada página del libro y está a punto de comprometer la propia supervivencia de la ficción caballeresca.

A lo largo de la historia el autor rechaza la afición de los caballeros a combatirse por cuestiones gratuitas o arbitrarias: sólo debería ser permisible la lucha contra los infieles. Pero conforme avanza el discurso las críticas hacia costumbres que los caballeros habían seguido durante mucho tiempo se intensifican. Para el narrador los pasos de armas deben ser reprobados, y los juicios de Dios son litigios donde se involucra peligrosamente al Creador, sin que contribuyan a reestablecer la justicia, porque «es natural cosa y notoria que el más mañoso vencerá al menos mañoso, y el más fuerte al más flaco» (CLXXXVII, CLXXXVIr). Desde nuestro punto de vista, la lógica del monje Anselmo es en esta ocasión aplastante. Sin embargo, a efectos de la fórmula literaria caballeresca, la iniciativa de este personaje, al que suponemos portavoz de Ribera, resulta sumamente arriesgada. A modo de conclusión, Anselmo reúne a los principales monarcas de la obra y, sobre los Evangelios, les hace jurar lo siguiente:

En lo por venir es necessario que [...] cada uno en su reino quite esta mala y perversa costumbre d'estos cavalleros que andan en estas aventuras y demandas, y, ésta quitada, cessarán los daños que de aquí se han seguido y muertes e injurias, y vivirán nuestros cavalleros en paz; y donde hay paz está aquella gloriosa y preciosa prenda que Nuestro Redentor nos dexó cuando por su boca dixo a sus apóstoles: Mi paz os dexo. [...] Conviene assí mismo que se pierda otra costumbre que hay de andar las donzellas y dueñas solas por los caminos, porque de aquí se siguen las conquistas de los cavalleros, las injustas demandas, muchos homecidas e injurias y deservicios públicos que se fazen a Nuestro Señor, y aún otros secretos deshonestos, que por la torpedad y fealdad d'ellos quiero callar ante tantos y tan reales merecimientos como aquí están. Quitadas y apartadas estas perversas costumbres, cumple que todas las malas artes de encantaciones y supersticiones sean desraigadas, no sólo de vuestros coraçones, pero aún de vuestros reinos y señoríos, de manera que en ellos no se usen más ni exerciten, y para esto han de ser quemados los libros que se fallaren, assí de Urganda como de la infanta Melía y de Arcaláus y de todos aquellos que esta mala y péssima arte usaron.


(CCXXVIII, CCXVII)                


Después de lo leído, que se quemen los libros de los magos y encantadores no sorprende al lector, así como tampoco puede asombrar que se prohíban las doncellas andantes. No ocurre lo mismo cuando se ordena el abandono de la caballería andante y se apuesta por que los caballeros «vivan en paz». El movimiento y la acción son rasgos consustanciales a la existencia del caballero literario, del mismo modo que la aventura es el núcleo fundamental de cualquier libro de esta especie. ¿Qué gestas contarán entonces los ficticios cronistas?5. Ante esta pregunta sólo caben dos posibilidades: o la reiteración de más y más guerras contra el paganismo, o la desaparición de un género que deslumbra a su público a través de actos de heroísmo.

Éste y no otro es el problema que se le plantea a Juan Díaz, autor del octavo libro de la serie, más aún si tenemos en cuenta que, en los primeros capítulos de su Lisuarte, ya se anuncia la intención de los paganos de atacar el imperio griego, la Gran Bretaña y los reinos cristianos comarcanos6. Ante tal situación se hace necesario que el propio Papa levante la prohibición que impide la práctica de la caballería andante. Durante algunos años el estamento no se ha regenerado con la incorporación de nuevos miembros, mientras los viejos caballeros casi han olvidado el ejercicio de las armas. Para resistir la ofensiva infiel sin atentar contra un juramento de orden divino, Amadís de Gaula y su hijo Esplandián solicitan que el mismo ermitaño que educó a Florisando transmita en Roma su petición. La embajada del religioso significará una nueva recantación literaria hacia un texto anterior, porque para que la caballería vuelva a ser permitida el ermitaño elogiará este oficio a partir del recuerdo de las hazañas pasadas de Amadís, Esplandián y Florisando, y el recurso al tópico del laudatio temporis actio mediante el cual quedan realzados los beneficios que a la sociedad le reportó la caballería:

Pues sepa agora, Vuestra Santidad, en qué se exercitavan los cavalleros andantes de Bretaña y su fortaleza: en defender las donzellas, amparar las biudas, ayudar a los pobres y espunar los tiranos, desfazer los tuertos y agravios que los malos hombres hazían, dar a cada uno lo que suyo era; no robavan, no tomavan parte de despojo y, si algunos malos lo contrario fazían, nunca carecían de emienda y, si los matavan, justo era que muriessen pues mal vivían porque los otros viviessen en paz, porque aquél que mata los malos por su maldad ministro es de Dios [...]; y no eran ende homicidas, porque en las armas lo que se reprehende es la codicia de señorear los robos, la poca piedad de los coraçones, lo que muy pocas vezes se hallava en los tiempos passados en los otros cavalleros, mas antes dexar los señoríos y riquezas por seguir las armas y sobir a la virtud perdonando a los vencidos, derribando y apremiando a los sobervios.


(XII, XXv)                


Finalmente los argumentos del religioso convencen al Sumo Pontífice. Es posible volver otra vez a la acción. A partir de este momento, el Lisuarte se desarrollará siguiendo la tendencia didáctico-moral del Florisando, pero con algunas notorias diferencias que definen a su autor como un cristiano menos dogmático que Páez de Ribera. Para empezar, Díaz no está tan preocupado como Montalvo o Ribera por el motivo novelesco de la cruzada contra el infiel. Quizás, porque durante los años en que se redacta la obra, publicada en 1526, esta idea no tiene en la sociedad castellana el mismo arraigo que pudo tener durante el reinado de los Reyes Católicos y la posterior regencia del rey Fernando. Así las cosas, el relato sólo describe una batalla de grandes dimensiones entre cristianos y paganos en las inmediaciones de la villa de Fenusa. La mayor parte del discurso se dedica a narrar un amplio número de aventuras que tienen un carácter individual o que, a pesar de plantear un conflicto entre varios reinos, se resuelven a través de un enfrentamiento entre unos pocos caballeros de cada bando. Y es que la originalidad de este libro no estriba en la novedad del estilo caballeresco que plasman los diferentes episodios. A mi modo de entender, Díaz no es un autor demasiado imaginativo y su inventiva se ve con frecuencia condicionada por la herencia precedente7. Su actitud ante el tema amoroso no es muy uniforme, si bien se puede definir la suya como una postura conservadora. Por un lado, el narrador aprovecha la conducta de los personajes para realizar alguna intromisión autorial en la que acusa a las mujeres de su época de falta de lealtad (XXVIII), o subraya la volubilidad del sentimiento amoroso que dicen tener criaturas como el rey Rolando (XV). Por otra parte, el caballero protagonista cabalga acompañado, a veces, por alguna doncella y se burla de Orsil el Casto por huir del sexo femenino. Díaz puede llegar a desmarcarse de la opinión manifiesta en el Florisando de que la mujer aparta al varón del camino hacia Dios. El propio ermitaño que actúa como embajador ante el Papa sostiene que quienes caen en el pecado lo hacen por no utilizar correctamente de su libre albedrío:

Si assí fuesse como dize Vuestra Sanctidad, dixo el ermitaño, que las ocasiones son causas suficientes del pecado, con razón d'él nos podríamos escusar, ca diríamos que si Dios no pusiera en el Paraíso el Árbol del Saber no pecara nuestro padre Adán, y que si en el mundo no oviesse mugeres no las codiciaríamos, pues ni por ellas ser ocasión de las codiciar no nos esemimos d'el pacado, ca por ello nos dio Dios libre albedrío para fuir nós lo malo y seguir nós lo bueno, dexar los vicios y abraçar las virtudes, ca en verdad si en el mundo no oviera mal, no oviéramos galardón del bien.


(XII, XXv)                


Sin embargo, a pesar de su talante, en teoría, más transigente a la hora de enfocar las relaciones entre hombres y mujeres, Díaz sigue de cerca a su antecesor para desarrollar los amores de Lisuarte con la infanta Elena de Macedonia. Al igual que Teodora, Elena no sabe cómo responder al deseo del caballero de ofrecerle su servicio. Como aquélla, la infanta macedonia recurre a su criada Petronia para que averigüe cuáles son las intenciones de su pretendiente (LI). La eficaz participación de un tercero facilitará el acercamiento del protagonista a su dama, aproximación que nunca atentará contra su honra y buena reputación. Y si hablamos de conductas ejemplares, el autor resalta la talla de Lisuarte cuando se resiste a la invitación amorosa de Leonela, la hija de la Duquesa de Suecia, de la cual se apodera una ardiente pasión tras contemplar la hermosura del caballero. El comportamiento de la joven y de su doncella, la cual se ofrece a satisfacer los apetitos de su señora convertida en su tercera, es objeto de crítica por parte de un narrador que no duda en ilustrar a sus lectores con el ejemplo convirtiéndose en defensor de la moral establecida:

Mucho quedó consolada [Leonela] con lo que su donzella le avía dicho, mas muy mejor consuelo fuera para su honra reprehender mucho el loco y sandío amor que la aquexava, estrañándole agramente querer dar su amor al cavallero, aunque de gran bondad era, y en abiltamiento y menoscabo de su linage, y no provocándola al amor abivándole con palabras el vivo fuego que sus entrañas abrasava. Mas como loar la passión al apassionado es doblarle su sentimiento, assí aconteció a esta fermosa Leonela, que muy más aquexada fue del amor después que a su donzella lo descubrió, no siendo d'ella reprehendida mas loada, que de antes lo era en escondido. Por tanto, todos los que tienen hijas deven tener muy grande aviso en las mugeres que las sirven y aguardan, saber en sus condiciones cuándo son conformes a la virtud, porque si d'ellas si son al contrario, no suelen aconsejar a sus señoras salvo a sus condiciones semejantes y costumbres, porque no ay cosa que más vença ni quebrante la preciada castidad que la compañía y contratación de aquéllas que no la aman, que, por tener en semejantes de su yerro, todos sus consejos son fundados sobre cimiento de desonestidad y deleites. Lo que, aunque no fiziesse por esta vía, la donzella de Leonela fue queriendo antes con lisonjas loarle su devaneo por le complazer, que diciendo la verdad ser d'ella despagada o arrepentida. Mas mejor le fuera, según dixo el sabio: por la verdad padescer pena, que por la mentira aver dones ni mercedes.


(XXXVI, LIIv)                


La dimensión ética aludida influye asimismo en el tratamiento de la magia. El Lisuarte no renuncia a este motivo, pero su aportación es mínima. Las intervenciones de Urganda, de la Sabia Doncella o de los hijos de Arcaláus el Encantador apenas contribuyen a crear una atmósfera maravillosa convincente. Más aún, el autor se aprovecha de tales figuras para evidenciar su perspectiva ideológica. Así vemos que la funcionalidad narrativa de Urganda es muy pobre. La vieja maga se limita a actuar como ayudante del héroe, al cual le entrega unas armas para ser investido o le envía a una de sus doncellas para dirigirlo hacia donde se precisa de su auxilio. Pero más que por su comportamiento, el personaje revela su papel en la obra cuando aparece por vez primera retirada en su ínsula no Hallada. La Desconocida ya no puede abandonar su morada porque se ha quedado ciega. En principio la causa de su enfermedad cabría atribuirla a su avanzada edad. Sin embargo, el narrador dejará bien claro que la maga ha llegado a tal estado por «permisión» o voluntad de Dios. Ahora, los conocimientos de Urganda sirven de bien poco y ni tan siquiera se insiste en esas pócimas milagrosamente rejuvenecedoras que tan habituales son en los libros de Feliciano de Silva. La ceguera de la maga es la confirmación de la omnipotencia divina y de la existencia de un plan providencial que determina la vida de cualquier personaje de la ficción:

Mas agora vos quiere el autor dar la razón por que ha tantos tiempos que la historia no ha fecho mención d'esta sabia Urganda y agora la buelve a fazer. Devéis de saber que, después que por Urganda fue encantado el rey Amadís y sus hermanos y el emperador Esplandián, como avéis oído, ella se fue a esta su Isla no Hallada passando buena y viciosa vida con este cavallero su amigo, y acontesció que no por la edad ser mucha como por la permissión de Dios vino a perder la vista poco a poco, de guisa que de todo quedó ciega. Porque como todas las cosas estén sujetas a Dios que las crió, que por más sabidores en todas las artes [que] los hombres sean en este mundo no pueden huir los límites que Dios puso en sus vidas ni los casos de sus muertes, assí como por esta Urganda se demuestra, que siendo tan gran sabidora como la avía en el mundo en su tiempo, como avéis oído, no pudo con su saber evitar esta ceguedad que por la permissión de Dios le vino, ni menos pudo fuir el amargoso trago de la muerte cuando la hora le fue llegada, y assí que por esta causa estuvo Urganda tanto tiempo en silencio.


(VII, XIIv)                


Paralelamente a la evolución que experimenta Urganda, alcanza cierto relieve la presencia episódica de la Sabia Doncella. Esta mujer, natural de Egipto y por tanto pagana, ha instaurado en su torre unos hechizos obedeciendo los dictados de un ídolo que le aconsejó tener un hijo con un monarca o príncipe pagano para alcanzar un gran poder. No obstante, Lisuarte no le permite llevar a buen puerto sus propósitos. Penetra en su recinto fadado y, protegido por la vaina de su espada, supera los obstáculos con que su adversaria intenta prenderlo. Tras liberar a los caballeros que la dama tiene encantados en una cámara, está a punto de ser despeñado desde lo alto de la torre. Al final, sale indemne de la agresión y su rival se suicida. A partir de entonces el narrador quiere subrayar el carácter diabólico de las prácticas de la Sabia Doncella. Para ello refiere cómo «una legión de diablos llevavan su alma por los aires». A continuación, asistiremos a la destrucción de los libros que la maga guardaba en su biblioteca:

Luego el Cavallero de los Cisnes y los otros cavalleros ovieron consejo que los libros de la Donzella fuessen todos quemados, porque d'ellos Dios no fuesse más desservido, y mandaron luego a los escuderos que los abaxassen de la librería. Lo que fue luego cumplido. Y el cavallero les mandó poner fuego en la pequeña plaça fuera de la torre y los libros començaron a arder muy fuertemente, y los cavalleros, parando mientes al fuego, vieron un libro pequeño cubierto de piel negra de alimanía levantarse de entre los otros y sobir por el aire bolando como torvellino y bolvió a caer otra vez en el fuego, y oyeron una boz que dixo:

-Agora es perdido el gran saber de las mugeres en encantamientos. E la tal ciencia no la alcançará muger en estas partes que algo valga salvo en el tiempo del buen rey Artur, que la enseñará el grande sabio Merlín, y la grande sabidora Urganda la Desconocida, que es la flor en este mundo en estas artes, vivirá muy poco tiempo.

Y luego cessó la boz. Los cavalleros fueron espantados, y faziendo la señal de la cruz en las frentes se santiguaron muchas vezes, y los libros fueron todos quemados muy en breve con las raíces de las yervas que otrosí tenía la donzella, y el agua encantada de las pilas fue derramada.


(LXII, LXXVIIIv)                


Al igual que en el Florisando, los libros de magia y nigromancia son víctimas del fuego purificador8. Pero además se anuncian dos sucesos harto significativos. En primer lugar, la desaparición de las mujeres encantadoras, hecho que entronca con la consideración pecaminosa que durante la Edad Media se atribuyó a la magia femenina9. En segundo lugar, se anuncia la próxima defunción de Urganda, un ser que había gozado de un enorme prestigio en los cinco primeros libros de la saga amadisiana. Curiosamente, cuando muere la Desconocida el narrador no se detiene a detallar este acontecimiento (CLV), sino que lo convierte en uno de los dolorosos golpes de fortuna que acosan al rey Amadís10. El paso del tiempo también hace mella en el héroe por excelencia del género caballeresco castellano. Puesto que «los días de balde no se passan», el viejo monarca enferma y poco a poco realiza las disposiciones oportunas para dejar sus reinos en el estado de grandeza en que él los mantuvo. Pero Amadís no sólo se interesa por asuntos terrenales. Presumiendo la inminencia de su muerte, se dedica a poner su alma en paz con Dios. La suya es una aceptación consciente y ejemplar de una realidad de la que nadie puede escapar. Como buen cristiano, el autor se ocupa en la descripción minuciosa de todos aquellos gestos con los que el de Gaula se prepara para alcanzar la salvación eterna. El ermitaño que educó a Florisando no le abandona por un instante y escucha sus confesiones o le ofrece sus sabios consejos. La serenidad y las virtudes mostradas por el enfermo son tantas que la propia divinidad le recompensa a través de una aparición sobrenatural que le comunica la fecha precisa de su muerte. Del caballero heroico y enamorado cortés de los primeros libros de la serie hemos pasado a un hombre profundamente cristiano al que la Providencia ha distinguido del resto de los mortales.

Viendo ya el rey Amadís cumplido el término de su vida que aquel alto Dios le avía limitado, no olvidando su gran virtud y nobleza, le quiso revelar el día de su muerte. Y assí fue, que por voluntad de Dios, estando el rey Amadís en su lecho encomendándose a él muy devotamente, oyó una boz que le dixo:

-Apercíbete, rey, que antes de tercero día has de ser delante del Alto Juez.

Y tanto que el rey oyó la boz, se tornó más devotamente a encomendar a Dios, pidiendo misericordia de sus pecados, esparziendo muchas lágrimas de verdadera contrición. E otro día fizo llamar al padre hermitaño y tornóse a confessar, diziéndole lo que la boz le avía dicho, de lo que el santo hombre fue espantado y confirmolo más en la fe. Y después que lo oyó de confessión, dixo missa y diole el verdadero cuerpo de nuestro señor Jesucristo, el cual él recibió con tanta devoción, esparziendo tantas lágrimas, que no estava ende tal que no desseasse ser el rey Amadís a aquella sazón por estar en el estado de salvación según el gran arrepentimiento de sus pecados mostrava.


(CLIV, CXCIVv)                


Al producirse el fatal desenlace, la desesperación se extiende por la corte de la Gran Bretaña. Resulta difícil asimilar un hecho de estas dimensiones. El padre de la caballería abandona las páginas de la ficción y los personajes se sienten huérfanos. Sus muestras de dolor resultan lógicas, sin embargo, si Amadís aceptó su destino, también sus descendientes y amigos tendrán que asumir la nueva situación dejando testimonio de su confianza en la palabra divina. Eso es lo que nos dirá el autor algunos capítulos después. De acuerdo con la opinión de Díaz, expresada por boca del ermitaño, la muerte es sólo el tránsito hacia una vida mejor. Esta lección tan medieval, tan al estilo de las Coplas de Manrique, debe calar en los personajes y, por extensión, en los lectores. De ahí que, durante las exequias en memoria del difunto, el ermitaño se dirija a sus fieles recriminándoles la fuerza con que lo terrenal les ha confundido, al tiempo que les invita a creer en el dogma de la resurrección:

Pues como todos seamos deudores de la muerte sin tiempo y con tal condición entramos en la vida, no nos devemos entristecer por los que mueren ni alegrar por los que biven, porque los unos han cumplido la natural deuda que devían, los otros sin duda la han de pagar, y la vida que les queda es tan incierta y cargada de angustias, que más nos devemos alegrar con los muertos que passaron ya aquel amargoso tormento que esperavan, que con los bivos pues lo tienen de passar. ¡O ceguedad mundana!, ¿no vedes que es cosa desigual e injusta el siervo no fazer de coraçón la voluntad de su señor, cuando Dios nos llama que d'esta vida passemos a la muerte? ¿por qué nos entristecemos? ¿por qué lo no cumplimos y como contumazes sirvientes con tristeza ir a la presencia del Señor? ¿cómo esperamos d'él ser bien recebidos, al cual con mala voluntad nos presentamos?. ¿No sabéis que aquél que por llamamiento de nuestro señor Jesucristo se passa d'esta vida, que el tal con salmos, preces y oraciones debe ser llevado al sepulcro, teniendo esperanca en la resurreción de los muertos, y no con llantos, lágrimas, ni sospiros, que parece no aver confianca en la misericordia de Dios, ni en la resurreción de los defuntos?


(CLVI, CXCVIIr)                


Sin duda alguna, los autores del Florisando y del Lisuarte de Grecia son portavoces de las doctrinas del cristianismo. Mientras Páez de Ribera catequizaba con prolijas explicaciones de diversas verdades de la religión católica, Díaz ejemplifica su orientación ascética a partir de la propia ficción11. Uno y otro culminan la tendencia moralizante que inició Rodríguez de Montalvo al refundir las versiones medievales del Amadís. A diferencia de aquél, estos autores han subordinado a su vocación cristianizante los aspectos constitutivos de la fórmula caballeresca, tal y como ésta se manifestaba en el Amadís de Gaula. Más o menos dogmáticos, Ribera y Díaz representan dentro de la familia amadisiana la tendencia heterodoxa en tanto que la ficción está al servicio de una ideología concreta que deja poco margen a la imaginación. Feliciano de Silva se dio cuenta de que las preferencias del público de aquel entonces no iban en esta dirección y quiso que sus continuaciones recobraran la atmósfera de libertad, incorporando esas quimeras que tanto encandilaban a los lectores del seiscientos español.

El Lisuarte de Grecia de Silva se distancia de los libros analizados porque intenta presentar un universo fabuloso, con sus propias leyes y con un grado de autosuficiencia casi total con respecto a cualquier propósito docente o moralista. Es una obra de juventud enormemente influida por el Amadís de Gaula y las Sergas. El Lisuarte no sólo retoma el argumento del Esplandián, sino que depende de él en la caracterización de algunos personajes y el desarrollo de diversas aventuras12. Así por ejemplo, Silva se inspira en la reina amazona Calafia para introducir a la valiente Pintiquinestra13. Una y otra viajan hasta el imperio griego con la intención de colaborar con los ejércitos infieles y acaban convirtiéndose al cristianismo y contrayendo matrimonio con algún relevante caballero de occidente. Del mismo modo, la fiel Carmela de las Sergas, una doncella cuya devoción hacia Esplandián la anima a seguirlo o a transmitir diversas embajadas suyas a la princesa Leonorina, tiene su correlato en la figura de Alquifa, doncella que contribuirá con su iniciativa a juntar a Lisuarte y a Perión con sus respectivas amadas. En ambos casos, las dos jóvenes ofrecen desinteresadamente su ayuda al héroe y se convierten en confidentes y eficaces intermediarias. Estos paralelismos se extienden al planteamiento de una nueva confrontación entre griegos y paganos, una guerra de grandes dimensiones que, si bien parece surgir por razones de índole religiosa, tiene como meta principal la demostración del heroísmo de los caballeros protagonistas: Lisuarte de Grecia y Perión de Gaula. Después de que los cristianos se deshacen felizmente del asedio infiel, el relato abandona el talante colectivo de unas batallas donde la idea de cruzada está muy desdibujada. Los siguientes episodios rescatarán el estilo artúrico que predominó en los primeros libros del Amadís y fue relegado a un segundo plano en las Sergas y el Florisando. El viaje del caballero vuelve a ser azaroso, apareciendo disputas que surgen por las mismas razones banales que ya condenaba el monje Anselmo. Estas aventuras son posibles ahora porque el cuadro de valores del caballero ha vuelto a cambiar. Lisuarte de Grecia intenta ser un claro remedo de su abuelo Amadís en tanto que caballero enamorado. Por eso, porque el amor es una fuerza de la que depende su éxito bélico, este personaje se impone la constante exaltación de su amada Onoloria y no puede aceptar que nadie discuta la superioridad de su hermosura. Así ocurre cuando una noche se detiene a descansar cerca de una fuente. Allí llega, sin advertir su presencia, un caballero que también está herido por la flecha de Cupido. Si éste elogia a su dama entre suspiros: «¡Ó, amor, cuán alto me pusiste, faziéndome tan bienaventurado que ame a la que en el mundo par no tiene, y pues me posiste en tal gloria, no me dexes caer d'ella, y vós, mi señora, acordadvos de mí!», Lisuarte, por aquel entonces nombrado el Caballero Solitario, entiende tales expresiones como una afrenta a Onoloria: «¡Por Dios!, que no sufra yo ante mí tal blasfemia, que nadie diga cosa con que quiera igualar a su señora con la mía, y por ventura quiçá será más mal, que podrá ser que este cavallero ame [a] aquélla que yo amo, assí que en cualquiera manera soy obligado a castigar su locura». Como cada uno de los caballeros está convencido de la verdad de su postura, las discusiones pronto desembocan en una singular pelea: «E comiénçanse a dar tantos y tan terribles golpes, solamente a la luz que las estrellas de sí echavan, que parecía batalla de veinte cavalleros» (LXII, LXXIIIr).

El episodio recoge dos motivos típicos del género caballeresco: el empeño del caballero por sobrepujar la condición de su dama y el enfrentamiento entre parientes, en este caso Lisuarte y su tío Perión, que luchan entre sí sin haberse reconocido. Pero el hecho más interesante es que las caballerías y el amor se revelan ahora como elementos casi indisociables. Por tanto, el narrador dedicará muchas más páginas a la descripción del afecto sentimental. Aunque no muy frecuentes en la obra, las epístolas amorosas son, por ejemplo, un medio idóneo para exteriorizar abiertamente la pasión. Perión ama a Gricileria, hermana de Onoloria. En la misiva que el caballero le dirige a la princesa observamos cómo el autor reproduce una serie de tópicos que la tradición cortés difundió durante varios siglos. Mientras la dama es objeto de una continua exaltación, el enamorado se muestra humilde, no se cree digno de alcanzar sus favores. Para hacerse acreedor de ellos deberá realizar numerosas hazañas, teniendo siempre en cuenta que la amada es la inspiradora de sus actos:

¿Con qué podría yo pagaros, mi señora, la merced que me hezistes en rescebirme por vuestro? Ca de tan alta infanta el mejor cavallero del mundo no tuviera merescimiento de ser suyo, e yo que, a la sazón mudo y sin aver hecho cosa alguna, alcance tan gran merced, que me ha puesto en trabajo de punar de ser tal que, cuando en vuestra presencia sea, tenga atrevimiento para llamarme vuestro. E si algún esfuerço para meterme en esto mi coraçón tiene, no es de maravillar pues está puesto en tan alto lugar, que sin temor de ser vencido aunque yo muera, en cualquiera afruenta pueda entrar. Pero lo que más me fatiga es lo que le da mayor esfuerço, que es sostenerse hasta saber de vos qué mandáis hazer d'él, o cómo estáis con éste que cosa propria suya no tiene desd'el día que mis ojos vieron la alteza de la vuestra gran hermosura, que tan presos fueron, que en las cadenas de vuestra presencia continuamente están puestos, y éste es el su mayor descanso, que en otra guisa, faltándoles el resplandor de vuestro hermoso gesto, no serían tan desleales que ellos y yo no muriéssemos.


(XVII, XXVv)                


La retórica empleada por Perión resucita la atmósfera amorosa de los primeros libros del Amadís. Pero esta vinculación temática se hace más consistente en el momento en que Onoloria malinterpreta los sentimientos de Lisuarte con respecto a Gradafilea. Al igual que un malentendido despertó los celos de Oriana y provocó el retiro de Amadís a la Peña Pobre, lugar donde tomó el sobrenombre de Beltenebros, la princesa de Trapisonda reacciona airadamente contra Lisuarte. El protagonista no discute en ningún instante el veredicto de su señora y, resignado, abandona la corte. Aunque ya no posea la confianza de su amada, aunque su rechazo le lleve a la postración más absoluta, el leal enamorado acata la penitencia que le impone aquélla de la que se confiesa su vasallo. No busca tan siquiera el consuelo de sus más allegados y, refugiándose en la oscuridad de la noche, parte con rumbo incierto hacia donde su caballo le quiera llevar. Así lo dice la historia:

la noche que Lisuarte de Constantinopla salió [...], essa noche anduvo tanto que se alongó mucho de la ciudad. Él se apartava cuanto podía de los caminos, iva tan pensativo y tan desacordado que no iva sino donde el cavallo levar lo quería. Assí anduvo essa noche y otro día sin quitar el yelmo de la cabeça, y sin comer él ni su cavallo, mas como vino la noche al pie de una gran sierra, quitando el freno a su cavallo, lo dexó pacer y él se echó entre los grandes árboles, y començó a cuidar muy fuertemente pensando qué haría de sí. No hazía sino muy fuertemente llorar. Y estando en muchos pensamientos, acordó de dexar las armas y meterse en una hermita y servir a Dios fasta que muriesse, porque no sentía el esfuerço en sí para sin favor de su señora poder andar en el mundo.


(LIII, LVIIr)                


Tras desmoronarse los cimientos sobre los que descansaban sus expectativas vitales, el caballero cabalga al azar y el narrador subraya su lamentable situación anímica. Sus lloros, sus pocas ganas de seguir viviendo, el hecho de que las fuerzas parecen haberle abandonado, son el reflejo del dolor de quien ha perdido el norte de su existencia. Sin embargo, a pesar de su desánimo, el héroe no renunciará nunca a la devoción que siente hacia Onoloria. Lejos de culparla por su ofensa, se mantiene en sus trece. A las pocas horas de dejar atrás la corte de Trapisonda, un caballero desconocido lo encuentra en medio de su desolación. Según él, Lisuarte debe ser algún loco enamorado: «Vós, cavallero, algún loco devéis ser, que assí os mostráis subjeto de amor. [...] Esperad, don cavallero ciego de amor, que primero quiero saber de vuestra locura. [...] Quiérolo saber por ver quién puede ser un hombre tan loco como vós, que de tan cativa gente y falsa y mala como son dueñas y donzellas está sujeto». Como víctima que es de la pasión, el héroe podría coincidir con su interlocutor. Pero no, no culpa a su dama y, puesto que su sumisión no es exclusivista, defiende a ultranza al sexo femenino cuando alguien pone en duda sus virtudes: «Si fuéssedes tan cortés como sois maldiziente, no me detendríades. Si en otro tiempo me tomárades, yo os hiziera comprar caramente vuestra demanda, por poner lengua en las que vós no merecéis servir aún a la menor d'ellas, porque por ser muger tiene más merecimiento que todos los hombres del mundo» (LIII, LVIIIv). La suya es una actitud totalmente contraria al sentir misógino que demuestra el monje Anselmo en el Florisando. Ahora, en lugar de condenar a la mujer por considerarla como el instrumento de que se sirve el demonio para apartar al hombre del camino hacia Dios, las féminas ocupan una posición privilegiada que las sitúa incluso por encima del varón. De acuerdo con ello, quienes viven en un error son los que entienden que los que sufren por amor son víctimas de la locura.

En continuaciones posteriores el propio Feliciano de Silva cuestionará comportamientos tan idealizados como el de Lisuarte a través de la burla; al mismo tiempo, el caballero Rogel de Grecia pasará por encima de lealtades amorosas sin ningún escrúpulo y el motivo de la locura en amores provocará en algunos casos la risa. De momento, el séptimo libro de la saga sigue apegado a los códigos sentimentales imperantes en los primeros libros del Amadís de Gaula. Si allí eran las andanzas carnales de Galaor las que ponían de relieve, por contraste, la fidelidad de Amadís, aquí puede tener una funcionalidad similar la trayectoria amorosa de Perión. El tío del protagonista, recordémoslo, está enamorado de Gricileria. En principio sus inclinaciones afectivas están claras, pero algo ocurre cuando se presenta en la corte la Duquesa de Austria solicitando su ayuda, para defenderla de unos tíos suyos que intentan arrebatarle sus territorios. Lo más habitual suele ser que, después de que el caballero haya cumplido con éxito su misión, la dama le quiera recompensar otorgándole su mano en matrimonio. En este caso, los esquemas se invierten. Durante la singladura marítima que conduce a tierras alemanas, la dama no puede dominar la pasión que la embarga. De ahí que se decida a exponerle a Perión, conocido como el Caballero de la Espera, sus pensamientos:

La duquesa iva tan vencida en el su amor que nunca dormía pensando en él, y él assimesmo le parecía muy bien ella, pero no para que tuviesse pensamiento de dezirle cosa. Ella le sacava muchas vezes con algunas palabras por provarle, mas de que vio que a nada le salía, estava tan cuitada que se quería morir de pensamiento. Una noche después de cenar, ella y el Cavallero de la Espera se sentaron a jugar [a]l axedrez, y tanto se enbevieron en jugar que dos donzellas que en la cámara estavan se dormieron. La duquesa que lo vio, viendo que el cavallero nada le dezía, propuso de descubrirle su pensamiento, que tan ciega estava que perdiendo el velo de la vergüença que las mugeres deven tener, [...] le dixo sospirando:

-¡Ay, cavallero, malo fue el día que os vi, pues por ganar mi tierra he perdido a mí! ¡Por Dios!, pues me vais a restituir en lo mío, que me restituyáis en mi libertad; pues venistes a aprovecharme, no me queráis dañar, que vuestra hermosura mis entrañas ha penetrado y rasgó mi coraçón.

Y diziendo esto, echándole los braços al pescueço, añudándole las manos atrás, le llegó su rostro con el suyo.


En vez de rechazar el ofrecimiento de la doncella, en aras a la obediencia que le debe a su señora, Perión mantiene relaciones carnales con ella, considerando el suyo como un gesto de piedad:

El cavallero, que assí se vido, no pudo tener tanta lealtad a su señora que más piedad no oviesse de la duquesa, y besándola en la boca, tomándola entre sus braços, la llevó sobre un lecho que en la cámara estava14, donde haziendo dueña aquélla que fasta allí donzella era, con gran solaz passaron gran parte de la noche.


A pesar de su supuesta generosidad, Perión disfruta tanto del sexo como la doncella. Las palabras del narrador sobre la reiteración de los encuentros carnales no ofrece lugar a dudas:

Y con aquel vicio que avéis oído passaron quinze días, teniendo el de la Espera cada noche a la duquesa a su voluntad.


(LXI, LXXI)                


Leído así, el episodio podría carecer de importancia. Pero si lo situamos en el contexto de la evolución temática de la narrativa de Silva, puede interpretarse como el primer paso hacia una nueva atmósfera amorosa en la que las fronteras entre los sexos son mínimas, y tanto mujeres como caballeros buscan el placer sin otras consideraciones morales ni tipificadas. Por un lado, la iniciativa de la duquesa dista bastante de la temerosa actitud de las damas del Florisando por su honra, y abre las puertas a esas mujeres que se atreverán a satisfacer por cualquier medio sus impulsos carnales, sobre todo en la tercera y cuarta parte del Florisel de Niquea. Por otra parte, la figura de Perión sigue los pasos de la de Galaor, pero establece un vínculo de unión con caballeros posteriores ajenos a cualquier regla amorosa que condicione la satisfacción de sus apetitos. Ese ambiente de mayor libertad sexual será más notoria en otras continuaciones. Por eso no insistiremos ahora en este tema.

El Lisuarte de Grecia es un relato apegado a libros precedentes, pero esta dependencia no impide que determinados motivos preludien futuros hallazgos. Esta dualidad se percibe en el aspecto maravilloso de la obra. Silva le concede una gran importancia a los elementos mágicos, por eso regresa a la obra una variada nómina de encantadores para sustituir definitivamente a los clérigos del Florisando. Melía es una vieja infanta que procede de las Sergas y que aquí tiene un papel más o menos episódico. Ella es la instigadora del arriba citado conflicto entre griegos y paganos. Habiendo convencido a su sobrino, el rey Armato, para volver a atacar Constantinopla, amenaza al emperador Esplandián con un prodigioso encantamiento. En lugar de enviar un embajador para transmitir el desafío, la maga decide revelar sus dotes ilusionísticas y recurre a efectos sensoriales u objetos con una connotación simbólica como una espada ardiente. Así leemos que en la corte griega,

entró un relámpago por la sala con tanto hedor y fuego, que todos cuidaron que eran muertos. Quedó tanto fumo en la sala, que por gran pieça no podían ver cosa alguna. Quitado el fumo, ellos, que muy espantados estavan, vieron en el suelo de la sala una espada desnuda muy sangrienta, y d'ella salían muchas llamas de fuego. Y cabe ella esta va una carta de pargamino con unas letras griegas. Tomada por los que en la sala estavan fue leída, y dezía assí:

Yo, la infanta Melía, destruidora de la fe cristiana, acrescentadora de la ley de mis dioses, te hago saber a ti, el emperador, que tú y todos los que te ayudaren, por mi causa avéis de ser muertos y destruidos. Esto por los enojos que el noble rey Armato de ti ha recebido, y porque en tu presencia verás degollar y quemar la cosa del mundo que tú más precias. En señal que será verdad te embío essa espada que de vista d'essa gran ciudad no se partirá hasta que salga en vano una profecía y obra de Apolidón. Y esto porque veas que nadie al mi gran saber se iguala.

Acabada de leer la carta, la espada se levantó en el aire y se subió tan alta a vista de todos los de la ciudad que pareció llegar al cielo. Y como tan alta fue, estuvo segura y fixa como una cometa, que muy claramente de todos era vista. El emperador y todos los de la sala estavan tan espantados que no sabían qué dezir.


(XII, XXI)                


Esta demostración de poder podría infundir temor en los cristianos. El componente maravilloso sirve para crear una tensión dramática que suscite el interés por la lectura y contribuye a magnificar el enfrentamiento armado. Si los infieles cuentan con una aliada poderosa como Melía y sus ejércitos no pueden cuantificarse, el emperador tendrá que hacer lo imposible para equiparar sus fuerzas a las del enemigo. Los imperativos de la guerra determinan que acceda a la caballería el protagonista en los prolegómenos de la gran batalla. Su investidura se describe como un suceso en el que, junto a Melía, interviene desde el pasado el sabio Apolidón. Cuando el novel va a recibir la espada de su bisabuelo y homónimo, el difunto rey Lisuarte, un rayo impacta sobre una escultura realizada por el mago. De ella sale un león con una espada clavada en su pecho y cae un cofre con una carta de Apolidón que indica que la aventura está reservada a Lisuarte. Mientras éste se dispone a sacar la espada, aparece por arte de magia un temible vestiglo que siembra el temor en los presentes. No obstante, el caballero logra arrancar la espada del león y, entonces, el vestiglo muere cobrando la forma de Melía. La prueba subraya el carácter excepcional del protagonista, pero su repercusión va más allá. Según explica el narrador en el siguiente capítulo, en el mismo instante en que el caballero se apoderó de la espada que estaba destinada a él cesaron todos los encantamientos y, de este modo, volvieron a la vida los personajes de las Sergas que Urganda hechizó en la ínsula Firme. Gracias a los conocimientos de Apolidón, merced al auxilio de la magia, se reinterpreta otra vez una aventura que había sido puesta en tela de juicio en el Florisando. Y es que la inventiva de Silva discurre por unas sendas distintas a las expuestas por Páez de Ribera.

La Aventura de los Príncipes Encantados tiene a otra figura legendaria como artífice, la maga Medea. Sabiendo de la superioridad en amores del príncipe Alpatracio y la princesa Miraminia, este personaje clásico los convirtió en estatuas de mármol hasta que el caballero más valiente y la dama más hermosa superen una prueba y tenga lugar el tan esperado desencantamiento (LXXIX). Se trata, en líneas generales, de una ordalía cualificadora que tiene como objetivo sobrepujar los rasgos distintivos de la pareja protagonista, del mismo modo que Amadís y Oriana dejaron constancia de su condición excepcional en episodios similares, basta recordar la prueba del Arco de los Leales Amadores. En lo que aquí debemos fijarnos no es tanto en la originalidad de la aventura, sino en el simple hecho de que Silva recupera este motivo y, a partir de ahora, lo convertirá en elemento recurrente de sus crónicas. En el Amadís de Grecia tales ordalías seguirán siendo como una especie de tributo a los héroes, pero, asimismo, reflejarán la insólita capacidad de los magos para urdir unas empresas donde se pierde completamente el sentido de la realidad más inmediata: edificios arquitectónicamente deslumbrantes, horrendas bestias, peligros inesperados, estatuas que reviven la tradición de los autómatas, son sólo algunos de los ingredientes de un universo que los personajes asumen como un aspecto más de su existencia singular.

Dentro de esta atmósfera irreal tampoco podía faltar el concurso de Urganda, convertida en el relato en esposa de Alquife, mago extraordinario y también cronista ficticio de la historia. Esta pareja sorprenderá a personajes y lectores con sus increíbles apariciones o con la creación de una realidad ilusoria propia de todo buen prestidigitador. Su aportación más notable es, sin embargo, su afán por regocijar a los demás mediante sus invenciones. Esto es, la magia adquiere un valor lúdico y teatral coincidiendo con el talante cada vez más cortesano de la ficción caballeresca.

Según vamos viendo, desde su primer libro Silva hace acopio de los asuntos que más se avienen con un sentido de la literatura donde la diversión y la fantasía son requisitos fundamentales. Una vez se ha apartado del camino de su predecesor y del Florisando, se plantea ir adelante con sus historias. En el último capítulo de la obra, abre nuevas expectativas argumentales procediendo de igual manera que Montalvo al final del cuarto libro del Amadís y al final de las Sergas. Lisuarte y Perión son secuestrados y sus amadas dan a luz a dos hermosos niños. A lo mejor, cuando introducía nuevos personajes en la saga no tenía muy claro que volvería a reencontrarse con ellos más adelante, y de hecho tuvieron que transcurrir unos dieciséis años hasta que se publicara su Amadís de Grecia (Cuenca, 1530). Sin embargo, algo tenía en mente al dejar que el primogénito de Lisuarte, poco después de nacer, cayera en manos de unos corsarios paganos:

[Garinda], levando el niño en sus braços, se fue por la costa de la mar. Assí anduvo una pieça. El niño iva muy desmayado, tanto que ella pensó que se quería morir. Tomando agua de la mar, haziendo la señal de la cruz en ella, ge la echó por cima de la cabeça llamándolo Amadís de Grecia como su madre mandara. Esto hizo ella con temor que se muriesse y no fuesse cristiano. Ella que acabava de baptizarlo, sintió venir gran ruido por las matas, y con el temor, dexando el infante, començó a fuir por donde avía venido escondiéndose. El ruido que venía eran diez negros cossarios que de una galea avían salido, que cerca de allí tenían. E como llegaron donde el infante estava, mucho fueron espantados. Como le vieron embuelto en ricos paños, creyeron ser hijo de algún gran hombre. Tomáronlo y, desembolviéndole, le vieron una estraña maravilla que tenía, y era una espada tan bermeja como brasa. Su nascimiento era desde la rodilla izquierda fasta irle a dar en derecho del coraçón la punta. En ella parecían unas letras blancas muy bien talladas, mas no las supieron leer. Ellos, muy spantados de tan estraña cosa, lo llevaron a la galea do traían sus mugeres. Entre ellas venía una parida llamada Esquicia, que dieron cargo que criasse al infante. E por la estraña maravilla de la espada le pusieron nombre el Donzel de la Ardiente Espada. Assí se fueron con él los cossarios. Garinda salió de do se avía escondido, y como fue donde dexara el donzel y no lo halló, pensando ser comido de bestias, no se podría dezir el llanto que por él hizo.


(C, CXII)                


Si Esplandián vino a parar a las fauces de una leona, por el miedo de la doncella que lo llevaba a criar, a Amadís de Grecia le ocurre otro tanto por el temor de Garinta. Eso sí, mientras el primero va a ser educado por un ermitaño, el segundo lo será en una corte infiel de la India. Aunque los autores del género no se extienden demasiado en la prehistoria de sus héroes, las enseñanzas que estos reciben son un factor determinante del carácter futuro del personaje. Silva sabía esto y seguramente desearía imprimir su originalidad a sus nuevas criaturas15.

Con el Amadís de Grecia se confirma la gran distancia que separa a todos los niveles la narrativa de Silva de la línea heterodoxa de la saga, representada por el Florisando y el Lisuarte de Díaz. Argumentalmente, el noveno continúa directamente el séptimo de la serie. No podía ser de otro modo, ya que el escritor de Ciudad Rodrigo clama indignado porque Juan Díaz se le ha adelantado al redactar una crónica que, según él, «daña» la continuidad de la ficticia historia del linaje amadisiano. Pero si Feliciano retoma el argumento de su libro anterior, ahora se muestra menos dependiente de la tradición inaugurada por Rodríguez de Montalvo y emprende un camino más personal que sitúa a su Amadís de Grecia en una posición intermedia dentro del conjunto de su propia novelística. De hecho, muchos de los elementos que posteriormente llevará hasta la exageración en sus Floriseles ya se encuentran presentes aquí. Aunque en la obra predomina la narración, el autor cede con más frecuencia la palabra a sus personajes y ciertos parlamentos ya dejan entrever el estilo retórico y conceptuoso que abundará en libros posteriores. La multiplicación de los personajes favorece la proliferación de aventuras, de manera que resulta imposible hablar de uniformidad estructural. Mientras el discurso se atomiza en innumerables aventuras independientes entre sí, Silva complica la trama haciendo que los intereses de los personajes choquen entre sí, hasta el punto de que las relaciones amorosas de caballeros y damas constituyen un complejo entramado sentimental. El mirobrigense no sólo se conforma con forzar los motivos heredados, busca nuevas alternativas en otras tradiciones literarias paralelas. Muy probablemente la lectura del Primaleón le anima a que sus caballeros recurran al disfraz para conseguir acercarse a su amada. Entonces vemos que Amadís de Grecia se convierte temporalmente en la doncella Nereida (2ª, LXXXVII) hasta que logra disfrutar de los amores de la hermosa princesa Niquea. Pero Feliciano también introduce elementos que con la consolidación de la estética renacentista darán lugar a otros géneros narrativos. En los capítulos finales de la segunda parte de la obra aparece el pastor Darinel, uno de los personajes que en los libros siguientes será el portavoz de un estilo amoroso platónico y espiritual. A pesar de su condición social, la pureza de sus sentimientos hacia la princesa Silvia idealizan su conducta y lo transforman en un ser superior.

La irrupción del elemento bucólico en el Amadís de Grecia ha sido quizás el aspecto más reiterado por la crítica literaria y el que le ha valido al autor el apelativo de precursor de la ficción pastoril16. Ahora bien, la riqueza del texto no reside únicamente en este tema. En principio, podemos decir que el noveno de la saga es todo lo contrario del Florisando y, en muchos sentidos, también se diferencia de las propuestas literarias e ideológicas de Montalvo, el inaugurador de la familia amadisiana. Amadís de Grecia nunca llega a ser un caballero cruzado al estilo de Esplandián y Florisando, una de cuyas metas, sino la única, es la destrucción del infiel. Y no es un caballero cruzado por dos razones evidentes. En primer lugar, como ya se ha dicho, Amadís se educa en una corte de la India bajo la tutela del rey Magadén. Si a través de la formación que ha recibido conoce los dogmas de la religión de los infieles, tampoco se plantea imponerla a la fuerza. Su visión del mundo es menos dogmática y maniquea. Por el contrario, sus palabras abren una nueva alternativa más tolerante y que supera las barreras religiosas. Después de liberar a su mentor, el Caballero de la Ardiente Espada cabalga herido por el reino de Tarso. Al encontrarse con un viejo, que luego resultará ser el mago Alquife, le pide que le informe de algún lugar donde curar sus llagas. Cuando el anciano le dice: «Si vos fuéssedes cristiano como yo, yo os diría lo que pedís», el protagonista responde: «Amigo, aunque no lo sea, lo devéis de hazer, porque la virtud no se pierde doquier que se haga, pues haziéndose no puede dexar de ser virtud, assí que si en vos la ay ruégoos que me digáis lo que os pregunto, pues haziéndola en vos queda y no comigo; y pues sois más obligado a vos que a nadie, no dexéis de hazer bien pudiéndolo hazer, que los dioses no son estimados sino por el bien que d'ellos se espera y en ellos ay, assí que aunque no seáis de su ley, no dexáis de semejalles en lo bueno, que otro tanto haré yo de lo que bien me pareciere de vuestro dios aunque soy pagano, que la virtud doquiera que esté parece bien, pues por ella los hombres vemos ser estimados» (1ª, VIII, VIIv).

Por encima de argumentos teológicos, el personaje defiende una postura ética que ensalza las conductas virtuosas e incita a hacer el bien. Desde este punto vista, según dice el libro más adelante, lo que tiene que hacer el hombre, sea cual sea su religión, es usar correctamente de su libre albedrío. Para Marie Cort Daniel esta actitud del personaje nos remitiría al pensamiento más transigente del autor, un individuo que tuvo que soportar los prejuicios de su época por la supuesta condición conversa de su esposa, Gracia Fe17. Sin embargo, en ningún caso deberemos dudar de la ortodoxia de Silva, aspecto éste en el que volveremos a incidir posteriormente.

Si seguimos los pasos del protagonista vemos que, en lugar de ser el líder o capitán de un ejército que se mueve por razones religiosas, este caballero dirige sus esfuerzos hacia la defensa de ese código ético ancestral que justifica el uso de las armas. De acuerdo con él, muchas aventuras de la primera parte de la obra tienen como común denominador el empeño de Amadís de Grecia o de sus parientes por castigar a quienes abusan de los demás o cometen cualquier traición. Por eso, a pesar de no compartir el credo cristiano, el de la Ardiente Espada no duda en auxiliar al viejo Amadís de Gaula en el contencioso que lo enfrenta al Duque de Bullón por haber muerto a Arquisil, emperador de Roma, y haberle usurpado el trono. Cuando una discordia no afecta a la estabilidad del reino, muy frecuentemente el caballero revela su talante cortés y obedece a las doncellas que reclaman su intervención. Una de estas féminas le solicita al de Grecia un don. Sin dudarlo un instante, el caballero responde: «yo os otorgo el don, que, aunque no sea de vuestra ley, no dexaré de serviros si de mí tenéis necessidad por algún tuerto que se os haga, que para esto rescebí la orden de cavallería, que en otra guisa mal empleada sería en mí y en todos los que armas traen si consintiessen contra justicia hazerse enojo a dueña ni a donzella» (1ª, XVIII, XXIr). Esta vocación altruista puede conducir a que el héroe se equivoque al confiar en la palabra de una desconocida. Algo de esto va a ocurrirle cuando tome partido por la princesa Abra. Esta dama viajó con su hermano Zaír hasta la corte de Trapisonda para obtener, respectivamente, la mano de Lisuarte y de Onoloria, cuyo matrimonio secreto desconocen. Los dos hermanos se empeñan en conseguir su objetivo por cualquier medio: piensan en convertirse al cristianismo, desatan la enemistad del Emperador de Trapisonda con Lisuarte y llegan a secuestrar a la familia imperial para llevarla a su reino. En alta mar, una flota comandada por Amadís de Gaula, Esplandián y el propio Lisuarte impide a los babilonios perpetrar su traición. En la batalla naval muere Zaír y, desde entonces, Abra pretende vengarse de Lisuarte. Recurre a Zahara para satisfacer su sed de venganza, pero como la reina amazona no puede deshacerse de Lisuarte, su última opción es Amadís de Grecia. El duelo entre el padre y el hijo se presenta como un juicio de Dios, una de las prácticas caballerescas que condenaba Anselmo en el Florisando. Amadís desafía a Lisuarte y los argumentos de este último le animan a abandonar el duelo. Sin embargo, no puede excusarse de la palabra que dio a Abra. Por tanto, prosigue con su demanda dirigiéndose a su desconocido padre en estos términos: «Soberano príncipe, las palabras de vuestra parte adquiridas en vuestra justicia y las de la princesa Abra en la suya, mal se pueden averiguar sino por juez, y como entre tan altas personas a los dioses sea el tal oficio otorgado, y éste no se pueda averiguar sino con vencimiento del uno de nos, escusado sería hablar más en ello» (2ª, LVIII, CLv). La resolución de la disputa se remite a los dioses, los cuales se encargarán de favorecer al caballero que defienda la verdad. No obstante, el rumbo de los acontecimientos dictará otro resultado. A través de un encarnizado combate Silva resuelve dos hilos argumentales. Por un lado, cuando Amadís se queda sin espada, echa mano del acero que atraviesa el pecho de Urganda, que está encantada desde hace un tiempo frente a los palacios imperiales. En segundo lugar, tras recuperar la conciencia la misma sabidora detiene el combate desvelando la verdadera identidad del protagonista. La lógica narrativa conduce el relato hacia la anagnórisis final de Amadís de Grecia, sin que los dioses hayan dictado sentencia sobre quién tenía la verdad de su parte en la empresa acometida.

Una y otra vez Silva maneja motivos habituales en el género como pueden ser la promesa de un don, el enfrentamiento de parientes sin reconocerse o los juicios de Dios, pero la impronta personal del autor de Ciudad Rodrigo siempre está presente. A lo largo del continuo deambular de los caballeros se evidencia una notable familiaridad entre los sexos, de forma que las doncellas recobran la libertad que se les negó en el Florisando para viajar por la arbitraria geografía de la fábula. Cerca de una fuente, Amadís de Grecia se encuentra con una doncella que alaba su atractivo físico. Al saber que el caballero se dirige a la corte de Londres, la fémina se decide rápidamente a acompañarle: «La donzella le dixo: "No me ayude Dios, señor cavallero, si yo no voy a ver si sois tan esforçado en armas como estremado en hermosura, que yo os prometo que iremos por tierra que presto se podrá conocer". Y cavalgando en su palafrén se fue con el cavallero. Él holgó mucho de su compañía por poder hablar con ella» (2.ª, XXV, CXVIr). Aparte del deseo de la doncella por conocer las hazañas que pueda llevar a cabo el caballero, la actitud de la joven se enmarca en un contexto en el que se cotiza, y mucho, el trato cortés y galante y los sexos están muy próximos. En tal tesitura es un pecado que los caballeros desconozcan qué es el amor o se hayan dejado llevar por la deslealtad. La maga Zirfea instauró la mágica aventura de la Gloria de Niquea, una de las típicas ordalías amorosas destinadas a los más ilustres enamorados. Mientras unos llegan a gozar de la contemplación de la hermosa princesa, otros pagan caro su atrevimiento. Delante del protagonista, un caballero aguerrido se adentra en el recinto fadado y dice: «"Apartaos, cavalleros, y veréis cómo los encantamentos todos paresce que son algo y no son nada. Veamos si por ser yo desleal en amor me han de espantar sus vanidades". Diziendo esto a todo correr se lançó por el fuego. Aún no fue bien acabado de lançar, cuando él e su cavallo, convertido todo en carbones, el fuego lo echó de sí mostrando tanta braveza y tronidos que a todos puso en grande espanto» (2ª, L, CXLIIv).

Frente al sexto y octavo libro de la saga, y en la misma línea del séptimo, ahora se subraya la importancia del motivo sentimental, énfasis al que contribuye la magia como elemento que sirve tanto para conmemorar la grandeza de los amantes como, en ocasiones, se utiliza para despertar o fortalecer la pasión afectiva. En este sentido, debemos recordar que una de las habilidades de la maga Zirfea es su destreza para representar pictóricamente los rasgos físicos de damas y caballeros, hasta el extremo de que la calidad de las imágenes adquiere un carácter altamente realista. Estas maravillosas dotes artísticas de la reina contribuirán a turbar el ánimo de Niquea. Dicho personaje desconoce a Amadís de Grecia, pero las noticias que le llegan de sus hazañas la complacen en extremo. El narrador nos dice que ella «nunca lo apartava de su pensamiento». Esta afición se va a confirmar cuando Zirfea intervenga con sus pinturas:

[La] reina de Argenes embió a su hermano el Soldán pintado en un pergamino sacado al natural todo lo passado en el Castillo de las Siete Guardas, con todos los hechos que el Caballero de la Espada allí hizo cuando fue desencantado el Emperador e Lisuarte. El soldán holgó mucho con aquella historia, porque con su saber la reina lo hizo tan al natural como si propiamente ellos fueran. E por dar plazer a su fija embiole la historia para que la viesse. La princesa, como viesse pintado aquél de quien ella tantas nuevas avía oído, súbitamente sintió en su coraçón ser rasgado de la dulce flecha de amor, tanto que sin ninguna color quedó en el rostro.


(2ª, XXIII, CXIVr)                


Silva es un escritor habituado a someter a cualquier motivo de la tradición caballeresca a un proceso de complicación o exageración, es un maestro en el arte de las situaciones intrincadas y del efectismo. En la cita anterior ha mezclado dos ideas que ya habían utilizado otros autores para describir el nacimiento del amor18. De un lado, la distancia entre los protagonistas propicia el enamoramiento de oídas. Por otra parte, por si esto no es suficiente, el autor subraya la importancia de la visión del otro para despertar un amor a primera vista, pero a través de un elemento como la pintura que actúa como elemento sustitutivo del ser deseado. Puesto que la representación artística del caballero es tan fiel, la imaginación de la princesa debe esforzarse muy poco para calibrar su extraordinario atractivo. De una forma u otra, Silva pone el acento nuevamente en uno de esos aspectos que eran rechazados por Ribera. Mientras el autor del Florisando amonesta a sus lectores para que huyan de la belleza femenina, el escritor mirobrigense introduce a unos personajes sumamente idílicos cuya perfección física deslumbra e incluso puede llegar a matar a quienes la contemplan. Lejos de ser instrumento para el aviso ascético o la condena misógina, la exaltación de la hermosura deviene un elemento capital en la creación de un universo discursivo que difiere muy poco de los cuentos de hadas.

La descomunal belleza es un atributo que influye decisivamente en la biografía de Niquea. Poco después de nacer,

la reina de Árgenes escrivió a su hermano una carta embiándole aconsejar que pusiesse a Niquea en parte donde, hasta que se casase, de nadie que varón fuesse pudiesse ser vista, porque su hermosura sería tanta, que tenía pensado que ninguno la podría ver que no muriesse o enloqueciesse, y que según la honra que ella por sus artes hallava que avía de ser por esta doncella puesto su linaje, que creía que el dios Júpiter avía de abaxar del cielo a casar con ella, pues no fallavan que hombre mortal la pudiesse merecer. El soldán, su padre, como vio la carta de su hermana, puso a su hija en una torre con amas que la criassen, con pena de muerte a cualquiera que la viesse.


(2ª, XXIII, CXIIIr-CXIVv)                


Los rasgos físicos de la doncella adquieren una dimensión hiperbólica. Ella está muy por encima de los mortales, pero, en lugar de disfrutar de su carácter casi celestial, tendrá que verse obligada a vivir aislada del mundo y de los hombres. Como la misma Niquea escribe en una carta (2ª, XXIII, CXIIIr), su hermosura tiene los mismos efectos que la mirada del legendario basilisco. De ahí la singularidad de su destino, una condición que la emparenta con otras criaturas de Silva que en libros posteriores van a correr idéntica suerte, pensemos en la Diana de la Tercera Parte del Florisel de Niquea recluida por la reina Sidonia en una torre o la Archisidea de la Cuarta Parte del Florisel que tuvo que retirarse al bucólico Valle de Lumberque. Las características de estos insólitos personajes femeninos sólo pueden parangonarse con las excelencias físicas y bélicas del héroe protagonista. Según estas pautas, resulta normal que Amadís de Grecia acabe junto a Niquea, una mujer que en ocasiones recibe la categoría de diosa. No es tan frecuente en los libros precedentes que para llegar a ella el caballero haya tenido que dejar de lado esa gran fuerza amorosa que también lo impulsa hacia la princesa Luscela. Y es que, volvemos a repetirlo, a Silva le gusta forzar las situaciones sentimentales. En esta obra el amor no respeta barreras de ningún tipo y así podremos encontrarnos con que Anastarax está herido por la hermosura de su hermana Niquea, del mismo modo que Florisel de Niquea quedará subyugado al final del relato por el atractivo de su tía Silvia19.

Amor y encanto físico son dos temas complementarios en la narrativa de Feliciano de Silva. Por si fuera poco, cuando la naturaleza no ha colmado con suficientes gracias a los personajes, estos se apresuran a realzar su belleza, majestad y talante original con lujosos vestidos, joyas y otros aditamentos. Tales ornatos son el reflejo del elitismo aristocrático de estas ficciones, al mismo tiempo que contribuyen a dibujar la imagen ideal de un mundo suntuoso y perfecto. Aunque en obras sucesivas el de Ciudad Rodrigo se muestra más prolijo y reitera con más asiduidad las descripciones de aquellos personajes que llegan a una corte determinada, el siguiente fragmento, alusivo a la presentación de la reina amazona Zahara en Trapisonda con todo su séquito, ilustra claramente lo dicho:

Venían delante d'ella y todas sus mugeres veinte y cuatro donzellas con instrumentos tan estraños y dulces que estraña cosa era el ruido que hazían con su dulce melodía. Estas veinte y cuatro venían de chamete indio bordadas sus ropas de oro, eran tan largas que por todas partes de las bestias en que venían arrastravan. [...]. Luego, tras estas mugeres, venían dozientas mugeres con arcos muy fuertes, [...] con ropas encima de chamete verde, bordadas de oro e con muchas perlas, ceñidas con cordones indios doblados todos de flechas; las testas doradas, todas eran muy fermosas, e las cabeças desarmadas, fechos encima de sus mismos cabellos muy ruvios unos rollos cogidos por cima de las orejas con unas redes de plata, pobladas de mucha argentería, con çarcillos de oro colgando de las orejas de tanto valor que no tenían precio. [...] Tras ellas venía la fermosa reina Zahara armada toda de unas armas que no tenían precio, porque todas venían sembradas de perlas y piedras de gran valor. Traía sobre ella una ropa de madexas de oro, pobladas de mucho aljófar, tan larg[a] que hasta los pies del gran unicornio en que venía arrastrava, el cual traía una guarnición a manera de paramentos de la misma suerte. El cuerno del unicornio venía todo sembrado de perlas y piedras muy resplandescientes. Ella traía los sus muy hermosos cabellos sueltos, con una corona encima de tanta pedrería que a todos quitava la vista.


(2ª, LII, CXLIIIv)                


Junto a su procedencia exótica, Zahara tiene su trono en un reino del Cáucaso, tanto ella como sus amazonas van ataviadas con una indumentaria que revela un sumo refinamiento. Seguramente el autor las describía de acuerdo con los usos de su época y, en todo caso, según las pautas que marcaban las gentes más pudientes en celebraciones públicas o fiestas de cuño cortesano. A los lectores les resultaría entonces muy fácil reconocer las características de los vestidos o los peinados de aquellos personajes, por lo que se hacía factible el trasvase entre la ficción y la realidad del seiscientos. De no ser así, lo que se percibe es una acomodación de lo maravilloso exótico a las coordenadas literarias que establece el autor. En este mismo sentido, deberán interpretarse algunas actuaciones de los magos. En páginas precedentes, a propósito del Lisuarte, ya aludíamos a esa tendencia de Silva a convertir las prácticas mágicas en espectáculo lúdico. También en el Amadís de Grecia la pareja Alquife-Urganda asume unas funciones similares, esto es, los magos recurren a sus conocimientos para inventar una escenografía efectista que intenta complacer al resto de los personajes. Con la finalidad de «dar solaz a aquellos señores», el matrimonio Alquife y Urganda se retira al Monasterio de Santa Sofía. Allí los encuentra la reina Zirfea ensayando «ciertos signos e conjuros» (2ª, LXXV, CLXVIIv). Sus prácticas no suponen ningún peligro para la estabilidad del orden social o religioso. La magia se utiliza simplemente para divertir y los personajes aceptan los prodigios que se les proponen con una lógica naturalidad, pues, al fin y al cabo, quienes disfrutan de tales efectos son unos seres tan irreales como la atmósfera en que se desenvuelven. En este contexto no hay que extraer lecciones alegóricas de lo maravilloso. Los hechos insólitos provocarán sorpresa y temor, pero estas reacciones forman parte del juego que se establece entre los magos que actúan y sus espectadores. En los palacios imperiales de Trapisonda se presenta

una serpiente, la más fiera y espantosa que nunca se vio, porque de sus ojos salían dos llamas; al parecer hazía tan gran ruido con sus fuertes silvos y alas, batiéndolas por todas partes, que la gran sala fazía tremer. Todos cuantos en la sala estavan andavan con grande estruendo y temor buscando por do salir. Las infantas y princesas se abraçaron, como sin sentido, de espanto y la emperatriz con el emperador. Lisuarte y Perión, como la serpiente vieron, derrocados los mantos en los braços, por todas partes la fueron acometer, mas ella les dava con su cola a su salvo tales golpes que, sin la poder herir, los derrocava muchas vezes en tierra y no les dava lugar a levantar [...]. Lisuarte, viendo que no podía herilla y que ella no hazía sino derriballo en tierra, con gran saña de sí mismo se juntó tan presto con ella que la sierpe no le pudo dar con la cola y él le fue a dar con su espada por medio d'ambas orejas, las cuales más que de dos adargas tenía, pensándole hazer la cabeça dos partes, mas como la mano alçó, sintióse en ella dar tal golpe como que con palo le diesse, que la espada le saltó de la mano. Y como esto fue hecho, la s[e]rpiente se tornó una dueña vieja, con unos tocados largos y un cordón en la mano, vestida de paños negros [...]. Luego de todos fue conocida que sabed que era Urganda que siempre acostumbrava venir con tales maneras de espanto [...] Todos quedaron con gran risa y plazer de ver el engaño que les avía hecho.


(2ª, IV, CXVIIr)                


Del espanto inicial ante lo inesperado pasamos a la complicidad entre Urganda y sus amigos. A través de su metamorfosis la sabidora ha querido «regozijar tan gran fiesta y alegría». Este episodio se convierte, por tanto, en un entremés festivo sin mayores repercusiones narrativas. Únicamente se buscaba la celebración para entretener a personajes y lectores. Otras aventuras mágicas dejarán bien a las claras el control que tienen los encantadores sobre la ficticia realidad de la fábula. Merced a sus saberes, los magos construyen suntuosos castillos donde damas y caballeros pueden conocer los secretos más recónditos o incluso saber qué les depara el destino. En el capítulo LX de la Segunda parte acude a la corte griega la princesa Luscida. Después de la muerte de sus padres, el rey Felides de la ínsula Trapobana y la reina Aliastra, un duque le ha usurpado el trono a la joven. Por eso ella anda a la busca del caballero que le devuelva la corona que legítimamente le pertenece. Ahora bien, esta misión sólo podrá ser llevada a cabo por aquel individuo que logre superar la Aventura del Castillo de las Poridades. Y es que la princesa se hace acompañar de un castillo portátil donde «un gran sabio en las artes mágicas» quiso dejar memoria de los perfectos amores del rey Felides, curiosamente el mismo nombre con que Silva bautizará al protagonista de su Segunda comedia de Celestina. En un principio, los elementos que integran la prueba son bastante genéricos. La llegada de la princesa a la corte coincide con unas fiestas, por lo cual en los palacios imperiales están reunidos los caballeros más notables. En segundo lugar, la prueba tiene un carácter selectivo, pues tiende a destacar la bondad con las armas del caballero que derrotará al guardián de la entrada al recinto. Luego, cuando Amadís de Grecia consigue llegar hasta las puertas que dan paso a la sala principal del castillo (LXXI), una voz misteriosa lee las letras que se hallan figuradas sobre una gran tabla y la aventura toma otro cariz. El héroe se encuentra asombrado ante un lugar majestuoso. Las puertas se abren y se cierran mientras suenan unos ritmos dulces y suaves. Sobre unas gradas se distribuyen las estatuas de aquellos personajes que sobresalieron por amar lealmente: seres de la tradición caballeresca como el rey Amadís de Gaula, y otros de procedencia clásica como Príamo y Tisbe20. En lo más alto, a los pies del dios Amor, la figura de Felides y Aliastra. Estas últimas representaciones, tan reales que parecen poseer vida propia, llevan descubiertos sus corazones. En ellos el de Grecia va a poder contemplar las imágenes de sus dos amadas, Luscela y Niquea. Más tarde, al quedar libre la entrada al recinto, otros caballeros y damas podrán visualizar en los corazones de las estatuas el rostro de sus amadas o amados, pero, al mismo tiempo, sabrán cuáles son las preferencias sentimentales de aquéllos. Será entonces cuando Luscela se dé cuenta de que su querido Amadís no le es completamente fiel y también está enamorado de Niquea.

A través de este episodio queda patente la omnipotencia de los magos y, a su vez, se advierte cierta evolución en el manejo de esta sabiduría. Las profecías eran uno de los instrumentos que usaban estos individuos para demostrar sus poderes. Así lo veíamos en el Amadís de Gaula con los vaticinios de Urganda. Pero, si los procedimientos adivinatorios creaban expectación en los personajes al abrir una incertidumbre sobre hechos futuros, ahora los magos proceden en otro sentido: hacen alarde de sus conocimientos y los exhiben. Basta con entrar en un castillo fadado para averiguar los sentimientos más recónditos de tu amado. En otras continuaciones habrá esferas que funcionan como satélites y desde ellas los personajes pueden desplazarse sin necesidad de moverse de la silla para ver qué ocurre en lugares remotos. El que los encantadores posean un poder tan ilimitado no implica, por otro lado, una trasgresión del orden providencial. Aparte de la artificiosidad del universo novelesco, Feliciano de Silva elimina cualquier suspicacia en este sentido después de que se unan la reina Zirfea, Urganda y Alquife para construir la colosal Torre o Castillo del Universo. Con el concurso de un «número infinito de artífices de diversos oficios», los magos se ocupan durante una sola noche en la edificación de un edificio singular con ingredientes que, de acuerdo con D. Eisenberg, recuerdan la propia estructura del universo según el modelo de Ptolomeo. La torre consta de siete cuadras o niveles. En cada una están los seres que descollaron en alguna actividad humana: guerreros, enamorados, artistas..., liderados por sus respectivos dioses, según la representación clásica, que expresan su dominio sobre un carro triunfal. Además, los sabios no se olvidan de situar en lo alto del edificio una gran esfera alusiva al globo terráqueo. Sobre ella, los siete cielos con sus planetas y el cielo con los doce signos zodiacales. Esta magna figuración estaría incompleta para todo buen cristiano, de ahí que Alquife lee en un libro para convocar al Todopoderoso, el cual acude en un carro triunfal acompañado por toda su corte celestial.

Al situar en la cima del universo a Dios, los magos reconocen su dependencia de un ser superior a ellos y Silva se protege de cualquier acusación de heterodoxia literaria, puesto que la Divinidad ha permitido que sus encantadores gocen de las atribuciones que su pluma les ha otorgado. A diferencia de Ribera, Silva no tiene ninguna necesidad de apuntalar la coherencia de su fábula mediante disquisiciones teológicas. Si aquél es un religioso que pretende enseñar, éste busca en la ficción caballeresca el divertimento. En las últimas páginas del Florisando se apuntaba la futura desaparición del rey Amadís, sugerencia que fue aprovechada por Juan Díaz para su crónica. Esta osadía debió disgustar a un público cuyos intereses lectores eran diferentes. Al menos en el plano literario, en gran parte del XVI triunfan los géneros narrativos idealistas con un final feliz. Silva no se quiso desviar de esta senda. Así como al prolongar la Tragicomedia de Rojas, sus protagonistas tuvieron un desenlace completamente distinto al de Calisto y Melibea, Amadís de Gaula resucitó en sus libros como el símbolo de un mundo que se niega a desaparecer.

En los postreros capítulos del Amadís de Grecia, el padre de la caballería vuelve a quedar hechizado junto a sus descendientes en la Torre del Universo. Feliciano se prepara para una nueva continuación planteando una aventura para el que será su próximo héroe: Florisel de Niquea. Y es que, después de conocer el éxito editorial de su Lisuarte de Grecia, el de Ciudad Rodrigo se siente respaldado y seguro del acierto de su fórmula narrativa. Poco a poco, se irá desligando de la herencia de los primeros libros de la serie e introducirá numerosas novedades: desde la magnificación del heroísmo bélico y la sublimación platónica del sentimiento amoroso, hasta la burla, el humor y el cuestionamiento de los tópicos habituales. Progresivamente viajará hacia otros terrenos: hacia lo pastoril o lo bizantino, o se atribuirá la potestad de transformarse en versificador. A lo largo de sus continuaciones, su estilo se hará más oscuro y éste será el defecto que, a partir del Quijote, se convertirá en su mayor enemigo. Sin embargo, por muy cruel que fuera Cervantes con la retórica de Silva, suponemos que en su interior también el de Alcalá admiró la capacidad fabuladora de un novelista cuyas múltiples caras y sobrada imaginación le otorgan un lugar fundamental en nuestra historia literaria21. Quede de manifiesto nuestra reivindicación.





 
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