Las continuaciones heterodoxas (el «Florisando» [1510] de Páez de Ribera y el «Lisuarte de Grecia» [1526] de Juan Díaz) y ortodoxas (el «Lisuarte de Grecia» [1514] y el «Amadís de Grecia» [1530] de Feliciano de Silva) del «Amadís de Gaula»
Emilio José Sales Dasí
El siglo XVI español es una época donde tiene gran predicamento el fenómeno de la literatura cíclica. Tres de las obras más destacadas de la historia literaria castellana, La Celestina, el Amadís de Gaula y el Lazarillo de Tormes, gozan de tal difusión que algunos se atreven a ejercitar su imaginación partiendo de un modelo previo. Tales continuaciones adoptan los motivos y fórmulas típicas de la tradición en que se insertan y, cuanto menos, algunas de ellas aspiran a dejar el sello personal de su autor. Las distintas familias caballerescas que se publican evidencian esta tensión. Por un lado, los escritores pretenden autorizar su trabajo estableciendo un vínculo de dependencia con un texto o unos textos precedentes. Por otro, se ensayan algunas nuevas propuestas narrativas, más o menos acertadas, según la visión del mundo de cada uno de los autores. De este modo, el libro de caballerías evoluciona progresivamente, a pesar de las apreciaciones que algún crítico decimonónico como Menéndez Pelayo que únicamente veía en estas crónicas su talante a veces repetitivo1. Bastará repasar las cuatro continuaciones de la saga amadisiana posteriores a Rodríguez de Montalvo para desmentir esa observación demasiado generalista que identifica a la mayoría de las obras del género. Mientras el Florisando y el Lisuarte de Grecia de Juan Díaz representan una tendencia ideológicamente conservadora, el Lisuarte y el Amadís de Grecia de Feliciano de Silva aportan diversas novedades a una literatura que cada vez estará más abierta a otras manifestaciones literarias de la época.
Pero vayamos por partes. Cronológicamente el Florisando, texto publicado en 1510, es el primer libro que reclama nuestra atención. Su autor, Ruy Páez de Ribera, es un hombre de iglesia y en su caso nunca estaría mejor empleada la célebre frase que don Quijote le dirigía a su escudero: «Sancho, con la Iglesia hemos topado». El talante clerical del escritor determina completamente el rumbo de una historia que continúa el argumento de las Sergas, pero que temáticamente se desmarca en muchos aspectos de los libros anteriores de la saga. Con esto no nos referimos a las aventuras que protagoniza el caballero Florisando, sobrino de Amadís, y que tienen en común con las de Esplandián un carácter predominante colectivo y oponen dos bandos religiosos a través de varios conflictos surgidos, con frecuencia, a raíz del deseo de los paganos de vengar afrentas pasadas. En este sentido, Páez de Ribera sigue los pasos de Montalvo con la idea de la cruzada contra el infiel, e incluso supera a su predecesor a la hora de describir unos caballeros y unas contiendas militares que se aproximan más a los usos de su tiempo, y confieren al relato un cierto tono realista2. Donde se observa el claro distanciamiento ideológico de Ribera es en su peculiar actitud hacia temas característicos del género como la magia, el amor y, hacia el final de la obra, el propio ejercicio caballeresco.
En lo referente al elemento mágico y maravilloso, la postura del autor es tajante. Si los capítulos finales de las Sergas relataban el encantamiento de los principales personajes en los palacios de la ínsula Firme merced a las dotes mágicas de Urganda la Desconocida, desde la dedicatoria del Florisando este episodio es objeto de una severa y reiterada condena. Los primeros capítulos de la obra están sin numerar y tienen como único objetivo refutar lo dicho por Montalvo. Para ello Ribera enlaza unas argumentaciones sumamente prolijas, recurriendo a las opiniones de las autoridades de la Iglesia. En general, sus razonamientos se centran en dos frentes. El más importante es el que alude al error que cometen aquellos que depositan su confianza en los magos y no cumplen, por tanto, con el primer mandamiento de la ley divina:
(«Capítulo en que se repruevan los encantamientos» [fol. II]) |
El segundo aspecto de la crítica a los encantamientos es el que se realiza en aras de una supuesta verosimilitud, pero, sobre todo, pretende demostrar el carácter demoníaco de unas prácticas que, de ser factibles, alterarían el orden establecido por la divinidad. Precisamente por ello, porque nadie puede cuestionar la omnipotencia del Creador, el episodio de las Sergas pasará a reinterpretarse en un contexto distinto. Amadís, Esplandián y todos los reyes y reinas que viven en un limbo atemporal, han llegado a dicha situación como consecuencia de un castigo divino. Lo que era resultado de la magia se convierte ahora en la penitencia que tienen que soportar unas criaturas que han comprometido su fe, al creer en las habilidades de Urganda. La recantación literaria se desarrolla con un perfecto orden silogístico. Los personajes sólo vuelven a la vida después de que la devoción cristiana, materializada en misas, procesiones y oraciones, incline a Dios a levantar el castigo3. Entonces se produce el milagro. Los monarcas recuperan la conciencia y el monje Anselmo les explica el significado de la lección que se les ha querido dar:
(CL, CLIXr) |
Al decir que estos encantamientos fueron obrados y permitidos por Dios y que sólo han desaparecido gracias a su bondad, el autor reinterpreta un texto precedente rechazando de un plumazo la magia. A su vez, elabora un mensaje aleccionador que insiste en la superioridad del plan divino y propone una reforma de las conductas acorde con el ascetismo cristiano. Quien siga este camino gozará de los favores de Dios. Este último aviso es, al fin y al cabo, el que preside las numerosas intervenciones en la obra de diversos personajes religiosos. El ermitaño que crió y educó a Florisando se dedica a convertir al cristianismo a algunos paganos. Para convencerlos de los beneficios que les reportará la conversión, se extiende en largas explicaciones con las que desmenuza el significado de algunos de los dogmas más importantes del cristianismo. Pero esta voluntad catequizadora no sólo tiene a los infieles como destinatarios. El propio Amadís también es ilustrado por el monje Anselmo, el cual le instruye en las virtudes que debe mostrar un buen gobernante. Una vez más, el libro sexto del Amadís evidencia la importancia del didactismo, de una moralización que aunque remita a cuestiones terrenales, siempre está traspasada por la necesidad de enfatizar la preeminencia de la religión4. Fijémonos, por ejemplo, en la primera recomendación de Anselmo al rey Amadís:
(CLXXX, CLXXVIIr) |
En esta tesitura netamente cristiana y ortodoxa, no sorprende que el motivo amoroso tenga una mínima importancia en el relato. Con el único objetivo de establecer comparaciones con otros textos posteriores, nos detendremos ahora en un episodio de la relación sentimental que une al protagonista con Teodora. Durante su estancia en Roma Florisando queda encandilado con esta princesa y, sin el menor asomo de timidez, le pide que acepte su servicio caballeresco. Tal solicitud no parece implicar ningún tipo de agresión para la integridad moral de la dama. Por el contrario, es uno los gestos utilizados por tantos y tantos caballeros que ofrecen su esfuerzo como tributo a la mujer amada. Mientras a la dama se le otorga una categoría superior, de acuerdo con la tradición cortés, el amor actúa en el caballero, cuyo servicio ha sido aceptado, como una fuerza que le permitirá afrontar con ciertas garantías las más diversas pruebas. Sin embargo, Teodora no lo entiende así. La petición del caballero la confunde. Teme que su honra esté en juego y, por eso, busca el consejo de su ama a la que expone sus dudas:
(CXXI, CXXXIVr) |
Mientras la princesa lamenta la posibilidad de que su propia hermosura haya sido la desencadenante de la pasión del caballero, condenando la cualidad física que los autores del género más habitualmente destacan en las mujeres, hasta límites insospechados, su confesión provoca que el ama de Teodora, además de confidente, se encargue de investigar cuáles son las verdaderas pretensiones de Florisando. La preocupación por la honra es tal que no hay lugar para liviandades. Páez de Ribera quiere que sus mujeres sean ejemplares, de ahí que varias de las damas que aparecen en el relato reaccionen igual: rechazan en primera instancia la iniciativa de los hombres, y tiene que ser un tercero el que facilite con su actuación el acercamiento de unos y otros. En este contexto, la pasión amorosa está controlada y mediatizada por las normas sociales y religiosas. Dicho afecto es únicamente aceptable cuando conduce al matrimonio, estado civil que en la obra se describe desde una perspectiva pragmática o, con otras palabras, el narrador hace más hincapié en la seguridad, la honra y la posición que alcanzan los cónyuges que en la satisfacción de sus sentimientos más íntimos.
Por si fuera poco, junto al propósito de limpiar la ficción de cualquier conducta pecaminosa, los avisos del monje Anselmo hacia el final del relato para huir del pecado de la fornicación están inspirados en un sentir misógino, característico de la tradición judeocristiana, que la Iglesia ha mantenido vigente durante varios siglos:
(CCX, CCI-CCIIv) |
La consideración de que la mujer es el «anzuelo del pecado», o la invitación a rehuir el trato con ella dejan poco resquicio para el idealismo amoroso. Por un instante retrocedemos en el tiempo para responsabilizar a Eva de las penurias que al hombre le ha tocado vivir. La ortodoxia religiosa se impone en cada página del libro y está a punto de comprometer la propia supervivencia de la ficción caballeresca.
A lo largo de la historia el autor rechaza la afición de los caballeros a combatirse por cuestiones gratuitas o arbitrarias: sólo debería ser permisible la lucha contra los infieles. Pero conforme avanza el discurso las críticas hacia costumbres que los caballeros habían seguido durante mucho tiempo se intensifican. Para el narrador los pasos de armas deben ser reprobados, y los juicios de Dios son litigios donde se involucra peligrosamente al Creador, sin que contribuyan a reestablecer la justicia, porque «es natural cosa y notoria que el más mañoso vencerá al menos mañoso, y el más fuerte al más flaco»
(CLXXXVII, CLXXXVIr). Desde nuestro punto de vista, la lógica del monje Anselmo es en esta ocasión aplastante. Sin embargo, a efectos de la fórmula literaria caballeresca, la iniciativa de este personaje, al que suponemos portavoz de Ribera, resulta sumamente arriesgada. A modo de conclusión, Anselmo reúne a los principales monarcas de la obra y, sobre los Evangelios, les hace jurar lo siguiente:
(CCXXVIII, CCXVII) |
Después de lo leído, que se quemen los libros de los magos y encantadores no sorprende al lector, así como tampoco puede asombrar que se prohíban las doncellas andantes. No ocurre lo mismo cuando se ordena el abandono de la caballería andante y se apuesta por que los caballeros «vivan en paz». El movimiento y la acción son rasgos consustanciales a la existencia del caballero literario, del mismo modo que la aventura es el núcleo fundamental de cualquier libro de esta especie. ¿Qué gestas contarán entonces los ficticios cronistas?5. Ante esta pregunta sólo caben dos posibilidades: o la reiteración de más y más guerras contra el paganismo, o la desaparición de un género que deslumbra a su público a través de actos de heroísmo.
Éste y no otro es el problema que se le plantea a Juan Díaz, autor del octavo libro de la serie, más aún si tenemos en cuenta que, en los primeros capítulos de su Lisuarte, ya se anuncia la intención de los paganos de atacar el imperio griego, la Gran Bretaña y los reinos cristianos comarcanos6. Ante tal situación se hace necesario que el propio Papa levante la prohibición que impide la práctica de la caballería andante. Durante algunos años el estamento no se ha regenerado con la incorporación de nuevos miembros, mientras los viejos caballeros casi han olvidado el ejercicio de las armas. Para resistir la ofensiva infiel sin atentar contra un juramento de orden divino, Amadís de Gaula y su hijo Esplandián solicitan que el mismo ermitaño que educó a Florisando transmita en Roma su petición. La embajada del religioso significará una nueva recantación literaria hacia un texto anterior, porque para que la caballería vuelva a ser permitida el ermitaño elogiará este oficio a partir del recuerdo de las hazañas pasadas de Amadís, Esplandián y Florisando, y el recurso al tópico del laudatio temporis actio mediante el cual quedan realzados los beneficios que a la sociedad le reportó la caballería:
(XII, XXv) |
Finalmente los argumentos del religioso convencen al Sumo Pontífice. Es posible volver otra vez a la acción. A partir de este momento, el Lisuarte se desarrollará siguiendo la tendencia didáctico-moral del Florisando, pero con algunas notorias diferencias que definen a su autor como un cristiano menos dogmático que Páez de Ribera. Para empezar, Díaz no está tan preocupado como Montalvo o Ribera por el motivo novelesco de la cruzada contra el infiel. Quizás, porque durante los años en que se redacta la obra, publicada en 1526, esta idea no tiene en la sociedad castellana el mismo arraigo que pudo tener durante el reinado de los Reyes Católicos y la posterior regencia del rey Fernando. Así las cosas, el relato sólo describe una batalla de grandes dimensiones entre cristianos y paganos en las inmediaciones de la villa de Fenusa. La mayor parte del discurso se dedica a narrar un amplio número de aventuras que tienen un carácter individual o que, a pesar de plantear un conflicto entre varios reinos, se resuelven a través de un enfrentamiento entre unos pocos caballeros de cada bando. Y es que la originalidad de este libro no estriba en la novedad del estilo caballeresco que plasman los diferentes episodios. A mi modo de entender, Díaz no es un autor demasiado imaginativo y su inventiva se ve con frecuencia condicionada por la herencia precedente7. Su actitud ante el tema amoroso no es muy uniforme, si bien se puede definir la suya como una postura conservadora. Por un lado, el narrador aprovecha la conducta de los personajes para realizar alguna intromisión autorial en la que acusa a las mujeres de su época de falta de lealtad (XXVIII), o subraya la volubilidad del sentimiento amoroso que dicen tener criaturas como el rey Rolando (XV). Por otra parte, el caballero protagonista cabalga acompañado, a veces, por alguna doncella y se burla de Orsil el Casto por huir del sexo femenino. Díaz puede llegar a desmarcarse de la opinión manifiesta en el Florisando de que la mujer aparta al varón del camino hacia Dios. El propio ermitaño que actúa como embajador ante el Papa sostiene que quienes caen en el pecado lo hacen por no utilizar correctamente de su libre albedrío:
(XII, XXv) |
Sin embargo, a pesar de su talante, en teoría, más transigente a la hora de enfocar las relaciones entre hombres y mujeres, Díaz sigue de cerca a su antecesor para desarrollar los amores de Lisuarte con la infanta Elena de Macedonia. Al igual que Teodora, Elena no sabe cómo responder al deseo del caballero de ofrecerle su servicio. Como aquélla, la infanta macedonia recurre a su criada Petronia para que averigüe cuáles son las intenciones de su pretendiente (LI). La eficaz participación de un tercero facilitará el acercamiento del protagonista a su dama, aproximación que nunca atentará contra su honra y buena reputación. Y si hablamos de conductas ejemplares, el autor resalta la talla de Lisuarte cuando se resiste a la invitación amorosa de Leonela, la hija de la Duquesa de Suecia, de la cual se apodera una ardiente pasión tras contemplar la hermosura del caballero. El comportamiento de la joven y de su doncella, la cual se ofrece a satisfacer los apetitos de su señora convertida en su tercera, es objeto de crítica por parte de un narrador que no duda en ilustrar a sus lectores con el ejemplo convirtiéndose en defensor de la moral establecida:
(XXXVI, LIIv) |
La dimensión ética aludida influye asimismo en el tratamiento de la magia. El Lisuarte no renuncia a este motivo, pero su aportación es mínima. Las intervenciones de Urganda, de la Sabia Doncella o de los hijos de Arcaláus el Encantador apenas contribuyen a crear una atmósfera maravillosa convincente. Más aún, el autor se aprovecha de tales figuras para evidenciar su perspectiva ideológica. Así vemos que la funcionalidad narrativa de Urganda es muy pobre. La vieja maga se limita a actuar como ayudante del héroe, al cual le entrega unas armas para ser investido o le envía a una de sus doncellas para dirigirlo hacia donde se precisa de su auxilio. Pero más que por su comportamiento, el personaje revela su papel en la obra cuando aparece por vez primera retirada en su ínsula no Hallada. La Desconocida ya no puede abandonar su morada porque se ha quedado ciega. En principio la causa de su enfermedad cabría atribuirla a su avanzada edad. Sin embargo, el narrador dejará bien claro que la maga ha llegado a tal estado por «permisión» o voluntad de Dios. Ahora, los conocimientos de Urganda sirven de bien poco y ni tan siquiera se insiste en esas pócimas milagrosamente rejuvenecedoras que tan habituales son en los libros de Feliciano de Silva. La ceguera de la maga es la confirmación de la omnipotencia divina y de la existencia de un plan providencial que determina la vida de cualquier personaje de la ficción:
(VII, XIIv) |
Paralelamente a la evolución que experimenta Urganda, alcanza cierto relieve la presencia episódica de la Sabia Doncella. Esta mujer, natural de Egipto y por tanto pagana, ha instaurado en su torre unos hechizos obedeciendo los dictados de un ídolo que le aconsejó tener un hijo con un monarca o príncipe pagano para alcanzar un gran poder. No obstante, Lisuarte no le permite llevar a buen puerto sus propósitos. Penetra en su recinto fadado y, protegido por la vaina de su espada, supera los obstáculos con que su adversaria intenta prenderlo. Tras liberar a los caballeros que la dama tiene encantados en una cámara, está a punto de ser despeñado desde lo alto de la torre. Al final, sale indemne de la agresión y su rival se suicida. A partir de entonces el narrador quiere subrayar el carácter diabólico de las prácticas de la Sabia Doncella. Para ello refiere cómo «una legión de diablos llevavan su alma por los aires». A continuación, asistiremos a la destrucción de los libros que la maga guardaba en su biblioteca:
(LXII, LXXVIIIv) |
Al igual que en el Florisando, los libros de magia y nigromancia son víctimas del fuego purificador8. Pero además se anuncian dos sucesos harto significativos. En primer lugar, la desaparición de las mujeres encantadoras, hecho que entronca con la consideración pecaminosa que durante la Edad Media se atribuyó a la magia femenina9. En segundo lugar, se anuncia la próxima defunción de Urganda, un ser que había gozado de un enorme prestigio en los cinco primeros libros de la saga amadisiana. Curiosamente, cuando muere la Desconocida el narrador no se detiene a detallar este acontecimiento (CLV), sino que lo convierte en uno de los dolorosos golpes de fortuna que acosan al rey Amadís10. El paso del tiempo también hace mella en el héroe por excelencia del género caballeresco castellano. Puesto que «los días de balde no se passan», el viejo monarca enferma y poco a poco realiza las disposiciones oportunas para dejar sus reinos en el estado de grandeza en que él los mantuvo. Pero Amadís no sólo se interesa por asuntos terrenales. Presumiendo la inminencia de su muerte, se dedica a poner su alma en paz con Dios. La suya es una aceptación consciente y ejemplar de una realidad de la que nadie puede escapar. Como buen cristiano, el autor se ocupa en la descripción minuciosa de todos aquellos gestos con los que el de Gaula se prepara para alcanzar la salvación eterna. El ermitaño que educó a Florisando no le abandona por un instante y escucha sus confesiones o le ofrece sus sabios consejos. La serenidad y las virtudes mostradas por el enfermo son tantas que la propia divinidad le recompensa a través de una aparición sobrenatural que le comunica la fecha precisa de su muerte. Del caballero heroico y enamorado cortés de los primeros libros de la serie hemos pasado a un hombre profundamente cristiano al que la Providencia ha distinguido del resto de los mortales.
(CLIV, CXCIVv) |
Al producirse el fatal desenlace, la desesperación se extiende por la corte de la Gran Bretaña. Resulta difícil asimilar un hecho de estas dimensiones. El padre de la caballería abandona las páginas de la ficción y los personajes se sienten huérfanos. Sus muestras de dolor resultan lógicas, sin embargo, si Amadís aceptó su destino, también sus descendientes y amigos tendrán que asumir la nueva situación dejando testimonio de su confianza en la palabra divina. Eso es lo que nos dirá el autor algunos capítulos después. De acuerdo con la opinión de Díaz, expresada por boca del ermitaño, la muerte es sólo el tránsito hacia una vida mejor. Esta lección tan medieval, tan al estilo de las Coplas de Manrique, debe calar en los personajes y, por extensión, en los lectores. De ahí que, durante las exequias en memoria del difunto, el ermitaño se dirija a sus fieles recriminándoles la fuerza con que lo terrenal les ha confundido, al tiempo que les invita a creer en el dogma de la resurrección:
(CLVI, CXCVIIr) |
Sin duda alguna, los autores del Florisando y del Lisuarte de Grecia son portavoces de las doctrinas del cristianismo. Mientras Páez de Ribera catequizaba con prolijas explicaciones de diversas verdades de la religión católica, Díaz ejemplifica su orientación ascética a partir de la propia ficción11. Uno y otro culminan la tendencia moralizante que inició Rodríguez de Montalvo al refundir las versiones medievales del Amadís. A diferencia de aquél, estos autores han subordinado a su vocación cristianizante los aspectos constitutivos de la fórmula caballeresca, tal y como ésta se manifestaba en el Amadís de Gaula. Más o menos dogmáticos, Ribera y Díaz representan dentro de la familia amadisiana la tendencia heterodoxa en tanto que la ficción está al servicio de una ideología concreta que deja poco margen a la imaginación. Feliciano de Silva se dio cuenta de que las preferencias del público de aquel entonces no iban en esta dirección y quiso que sus continuaciones recobraran la atmósfera de libertad, incorporando esas quimeras que tanto encandilaban a los lectores del seiscientos español.
El Lisuarte de Grecia de Silva se distancia de los libros analizados porque intenta presentar un universo fabuloso, con sus propias leyes y con un grado de autosuficiencia casi total con respecto a cualquier propósito docente o moralista. Es una obra de juventud enormemente influida por el Amadís de Gaula y las Sergas. El Lisuarte no sólo retoma el argumento del Esplandián, sino que depende de él en la caracterización de algunos personajes y el desarrollo de diversas aventuras12. Así por ejemplo, Silva se inspira en la reina amazona Calafia para introducir a la valiente Pintiquinestra13. Una y otra viajan hasta el imperio griego con la intención de colaborar con los ejércitos infieles y acaban convirtiéndose al cristianismo y contrayendo matrimonio con algún relevante caballero de occidente. Del mismo modo, la fiel Carmela de las Sergas, una doncella cuya devoción hacia Esplandián la anima a seguirlo o a transmitir diversas embajadas suyas a la princesa Leonorina, tiene su correlato en la figura de Alquifa, doncella que contribuirá con su iniciativa a juntar a Lisuarte y a Perión con sus respectivas amadas. En ambos casos, las dos jóvenes ofrecen desinteresadamente su ayuda al héroe y se convierten en confidentes y eficaces intermediarias. Estos paralelismos se extienden al planteamiento de una nueva confrontación entre griegos y paganos, una guerra de grandes dimensiones que, si bien parece surgir por razones de índole religiosa, tiene como meta principal la demostración del heroísmo de los caballeros protagonistas: Lisuarte de Grecia y Perión de Gaula. Después de que los cristianos se deshacen felizmente del asedio infiel, el relato abandona el talante colectivo de unas batallas donde la idea de cruzada está muy desdibujada. Los siguientes episodios rescatarán el estilo artúrico que predominó en los primeros libros del Amadís y fue relegado a un segundo plano en las Sergas y el Florisando. El viaje del caballero vuelve a ser azaroso, apareciendo disputas que surgen por las mismas razones banales que ya condenaba el monje Anselmo. Estas aventuras son posibles ahora porque el cuadro de valores del caballero ha vuelto a cambiar. Lisuarte de Grecia intenta ser un claro remedo de su abuelo Amadís en tanto que caballero enamorado. Por eso, porque el amor es una fuerza de la que depende su éxito bélico, este personaje se impone la constante exaltación de su amada Onoloria y no puede aceptar que nadie discuta la superioridad de su hermosura. Así ocurre cuando una noche se detiene a descansar cerca de una fuente. Allí llega, sin advertir su presencia, un caballero que también está herido por la flecha de Cupido. Si éste elogia a su dama entre suspiros: «¡Ó, amor, cuán alto me pusiste, faziéndome tan bienaventurado que ame a la que en el mundo par no tiene, y pues me posiste en tal gloria, no me dexes caer d'ella, y vós, mi señora, acordadvos de mí!», Lisuarte, por aquel entonces nombrado el Caballero Solitario, entiende tales expresiones como una afrenta a Onoloria: «¡Por Dios!, que no sufra yo ante mí tal blasfemia, que nadie diga cosa con que quiera igualar a su señora con la mía, y por ventura quiçá será más mal, que podrá ser que este cavallero ame [a] aquélla que yo amo, assí que en cualquiera manera soy obligado a castigar su locura». Como cada uno de los caballeros está convencido de la verdad de su postura, las discusiones pronto desembocan en una singular pelea: «E comiénçanse a dar tantos y tan terribles golpes, solamente a la luz que las estrellas de sí echavan, que parecía batalla de veinte cavalleros»
(LXII, LXXIIIr).
El episodio recoge dos motivos típicos del género caballeresco: el empeño del caballero por sobrepujar la condición de su dama y el enfrentamiento entre parientes, en este caso Lisuarte y su tío Perión, que luchan entre sí sin haberse reconocido. Pero el hecho más interesante es que las caballerías y el amor se revelan ahora como elementos casi indisociables. Por tanto, el narrador dedicará muchas más páginas a la descripción del afecto sentimental. Aunque no muy frecuentes en la obra, las epístolas amorosas son, por ejemplo, un medio idóneo para exteriorizar abiertamente la pasión. Perión ama a Gricileria, hermana de Onoloria. En la misiva que el caballero le dirige a la princesa observamos cómo el autor reproduce una serie de tópicos que la tradición cortés difundió durante varios siglos. Mientras la dama es objeto de una continua exaltación, el enamorado se muestra humilde, no se cree digno de alcanzar sus favores. Para hacerse acreedor de ellos deberá realizar numerosas hazañas, teniendo siempre en cuenta que la amada es la inspiradora de sus actos:
(XVII, XXVv) |
La retórica empleada por Perión resucita la atmósfera amorosa de los primeros libros del Amadís. Pero esta vinculación temática se hace más consistente en el momento en que Onoloria malinterpreta los sentimientos de Lisuarte con respecto a Gradafilea. Al igual que un malentendido despertó los celos de Oriana y provocó el retiro de Amadís a la Peña Pobre, lugar donde tomó el sobrenombre de Beltenebros, la princesa de Trapisonda reacciona airadamente contra Lisuarte. El protagonista no discute en ningún instante el veredicto de su señora y, resignado, abandona la corte. Aunque ya no posea la confianza de su amada, aunque su rechazo le lleve a la postración más absoluta, el leal enamorado acata la penitencia que le impone aquélla de la que se confiesa su vasallo. No busca tan siquiera el consuelo de sus más allegados y, refugiándose en la oscuridad de la noche, parte con rumbo incierto hacia donde su caballo le quiera llevar. Así lo dice la historia:
(LIII, LVIIr) |
Tras desmoronarse los cimientos sobre los que descansaban sus expectativas vitales, el caballero cabalga al azar y el narrador subraya su lamentable situación anímica. Sus lloros, sus pocas ganas de seguir viviendo, el hecho de que las fuerzas parecen haberle abandonado, son el reflejo del dolor de quien ha perdido el norte de su existencia. Sin embargo, a pesar de su desánimo, el héroe no renunciará nunca a la devoción que siente hacia Onoloria. Lejos de culparla por su ofensa, se mantiene en sus trece. A las pocas horas de dejar atrás la corte de Trapisonda, un caballero desconocido lo encuentra en medio de su desolación. Según él, Lisuarte debe ser algún loco enamorado: «Vós, cavallero, algún loco devéis ser, que assí os mostráis subjeto de amor. [...] Esperad, don cavallero ciego de amor, que primero quiero saber de vuestra locura. [...] Quiérolo saber por ver quién puede ser un hombre tan loco como vós, que de tan cativa gente y falsa y mala como son dueñas y donzellas está sujeto». Como víctima que es de la pasión, el héroe podría coincidir con su interlocutor. Pero no, no culpa a su dama y, puesto que su sumisión no es exclusivista, defiende a ultranza al sexo femenino cuando alguien pone en duda sus virtudes: «Si fuéssedes tan cortés como sois maldiziente, no me detendríades. Si en otro tiempo me tomárades, yo os hiziera comprar caramente vuestra demanda, por poner lengua en las que vós no merecéis servir aún a la menor d'ellas, porque por ser muger tiene más merecimiento que todos los hombres del mundo»
(LIII, LVIIIv). La suya es una actitud totalmente contraria al sentir misógino que demuestra el monje Anselmo en el Florisando. Ahora, en lugar de condenar a la mujer por considerarla como el instrumento de que se sirve el demonio para apartar al hombre del camino hacia Dios, las féminas ocupan una posición privilegiada que las sitúa incluso por encima del varón. De acuerdo con ello, quienes viven en un error son los que entienden que los que sufren por amor son víctimas de la locura.
En continuaciones posteriores el propio Feliciano de Silva cuestionará comportamientos tan idealizados como el de Lisuarte a través de la burla; al mismo tiempo, el caballero Rogel de Grecia pasará por encima de lealtades amorosas sin ningún escrúpulo y el motivo de la locura en amores provocará en algunos casos la risa. De momento, el séptimo libro de la saga sigue apegado a los códigos sentimentales imperantes en los primeros libros del Amadís de Gaula. Si allí eran las andanzas carnales de Galaor las que ponían de relieve, por contraste, la fidelidad de Amadís, aquí puede tener una funcionalidad similar la trayectoria amorosa de Perión. El tío del protagonista, recordémoslo, está enamorado de Gricileria. En principio sus inclinaciones afectivas están claras, pero algo ocurre cuando se presenta en la corte la Duquesa de Austria solicitando su ayuda, para defenderla de unos tíos suyos que intentan arrebatarle sus territorios. Lo más habitual suele ser que, después de que el caballero haya cumplido con éxito su misión, la dama le quiera recompensar otorgándole su mano en matrimonio. En este caso, los esquemas se invierten. Durante la singladura marítima que conduce a tierras alemanas, la dama no puede dominar la pasión que la embarga. De ahí que se decida a exponerle a Perión, conocido como el Caballero de la Espera, sus pensamientos:
En vez de rechazar el ofrecimiento de la doncella, en aras a la obediencia que le debe a su señora, Perión mantiene relaciones carnales con ella, considerando el suyo como un gesto de piedad:
El cavallero, que assí se vido, no pudo tener tanta lealtad a su señora que más piedad no oviesse de la duquesa, y besándola en la boca, tomándola entre sus braços, la llevó sobre un lecho que en la cámara estava14, donde haziendo dueña aquélla que fasta allí donzella era, con gran solaz passaron gran parte de la noche. |
A pesar de su supuesta generosidad, Perión disfruta tanto del sexo como la doncella. Las palabras del narrador sobre la reiteración de los encuentros carnales no ofrece lugar a dudas:
Y con aquel vicio que avéis oído passaron quinze días, teniendo el de la Espera cada noche a la duquesa a su voluntad. |
(LXI, LXXI) |
Leído así, el episodio podría carecer de importancia. Pero si lo situamos en el contexto de la evolución temática de la narrativa de Silva, puede interpretarse como el primer paso hacia una nueva atmósfera amorosa en la que las fronteras entre los sexos son mínimas, y tanto mujeres como caballeros buscan el placer sin otras consideraciones morales ni tipificadas. Por un lado, la iniciativa de la duquesa dista bastante de la temerosa actitud de las damas del Florisando por su honra, y abre las puertas a esas mujeres que se atreverán a satisfacer por cualquier medio sus impulsos carnales, sobre todo en la tercera y cuarta parte del Florisel de Niquea. Por otra parte, la figura de Perión sigue los pasos de la de Galaor, pero establece un vínculo de unión con caballeros posteriores ajenos a cualquier regla amorosa que condicione la satisfacción de sus apetitos. Ese ambiente de mayor libertad sexual será más notoria en otras continuaciones. Por eso no insistiremos ahora en este tema.
El Lisuarte de Grecia es un relato apegado a libros precedentes, pero esta dependencia no impide que determinados motivos preludien futuros hallazgos. Esta dualidad se percibe en el aspecto maravilloso de la obra. Silva le concede una gran importancia a los elementos mágicos, por eso regresa a la obra una variada nómina de encantadores para sustituir definitivamente a los clérigos del Florisando. Melía es una vieja infanta que procede de las Sergas y que aquí tiene un papel más o menos episódico. Ella es la instigadora del arriba citado conflicto entre griegos y paganos. Habiendo convencido a su sobrino, el rey Armato, para volver a atacar Constantinopla, amenaza al emperador Esplandián con un prodigioso encantamiento. En lugar de enviar un embajador para transmitir el desafío, la maga decide revelar sus dotes ilusionísticas y recurre a efectos sensoriales u objetos con una connotación simbólica como una espada ardiente. Así leemos que en la corte griega,
(XII, XXI) |
Esta demostración de poder podría infundir temor en los cristianos. El componente maravilloso sirve para crear una tensión dramática que suscite el interés por la lectura y contribuye a magnificar el enfrentamiento armado. Si los infieles cuentan con una aliada poderosa como Melía y sus ejércitos no pueden cuantificarse, el emperador tendrá que hacer lo imposible para equiparar sus fuerzas a las del enemigo. Los imperativos de la guerra determinan que acceda a la caballería el protagonista en los prolegómenos de la gran batalla. Su investidura se describe como un suceso en el que, junto a Melía, interviene desde el pasado el sabio Apolidón. Cuando el novel va a recibir la espada de su bisabuelo y homónimo, el difunto rey Lisuarte, un rayo impacta sobre una escultura realizada por el mago. De ella sale un león con una espada clavada en su pecho y cae un cofre con una carta de Apolidón que indica que la aventura está reservada a Lisuarte. Mientras éste se dispone a sacar la espada, aparece por arte de magia un temible vestiglo que siembra el temor en los presentes. No obstante, el caballero logra arrancar la espada del león y, entonces, el vestiglo muere cobrando la forma de Melía. La prueba subraya el carácter excepcional del protagonista, pero su repercusión va más allá. Según explica el narrador en el siguiente capítulo, en el mismo instante en que el caballero se apoderó de la espada que estaba destinada a él cesaron todos los encantamientos y, de este modo, volvieron a la vida los personajes de las Sergas que Urganda hechizó en la ínsula Firme. Gracias a los conocimientos de Apolidón, merced al auxilio de la magia, se reinterpreta otra vez una aventura que había sido puesta en tela de juicio en el Florisando. Y es que la inventiva de Silva discurre por unas sendas distintas a las expuestas por Páez de Ribera.
La Aventura de los Príncipes Encantados tiene a otra figura legendaria como artífice, la maga Medea. Sabiendo de la superioridad en amores del príncipe Alpatracio y la princesa Miraminia, este personaje clásico los convirtió en estatuas de mármol hasta que el caballero más valiente y la dama más hermosa superen una prueba y tenga lugar el tan esperado desencantamiento (LXXIX). Se trata, en líneas generales, de una ordalía cualificadora que tiene como objetivo sobrepujar los rasgos distintivos de la pareja protagonista, del mismo modo que Amadís y Oriana dejaron constancia de su condición excepcional en episodios similares, basta recordar la prueba del Arco de los Leales Amadores. En lo que aquí debemos fijarnos no es tanto en la originalidad de la aventura, sino en el simple hecho de que Silva recupera este motivo y, a partir de ahora, lo convertirá en elemento recurrente de sus crónicas. En el Amadís de Grecia tales ordalías seguirán siendo como una especie de tributo a los héroes, pero, asimismo, reflejarán la insólita capacidad de los magos para urdir unas empresas donde se pierde completamente el sentido de la realidad más inmediata: edificios arquitectónicamente deslumbrantes, horrendas bestias, peligros inesperados, estatuas que reviven la tradición de los autómatas, son sólo algunos de los ingredientes de un universo que los personajes asumen como un aspecto más de su existencia singular.
Dentro de esta atmósfera irreal tampoco podía faltar el concurso de Urganda, convertida en el relato en esposa de Alquife, mago extraordinario y también cronista ficticio de la historia. Esta pareja sorprenderá a personajes y lectores con sus increíbles apariciones o con la creación de una realidad ilusoria propia de todo buen prestidigitador. Su aportación más notable es, sin embargo, su afán por regocijar a los demás mediante sus invenciones. Esto es, la magia adquiere un valor lúdico y teatral coincidiendo con el talante cada vez más cortesano de la ficción caballeresca.
Según vamos viendo, desde su primer libro Silva hace acopio de los asuntos que más se avienen con un sentido de la literatura donde la diversión y la fantasía son requisitos fundamentales. Una vez se ha apartado del camino de su predecesor y del Florisando, se plantea ir adelante con sus historias. En el último capítulo de la obra, abre nuevas expectativas argumentales procediendo de igual manera que Montalvo al final del cuarto libro del Amadís y al final de las Sergas. Lisuarte y Perión son secuestrados y sus amadas dan a luz a dos hermosos niños. A lo mejor, cuando introducía nuevos personajes en la saga no tenía muy claro que volvería a reencontrarse con ellos más adelante, y de hecho tuvieron que transcurrir unos dieciséis años hasta que se publicara su Amadís de Grecia (Cuenca, 1530). Sin embargo, algo tenía en mente al dejar que el primogénito de Lisuarte, poco después de nacer, cayera en manos de unos corsarios paganos:
(C, CXII) |
Si Esplandián vino a parar a las fauces de una leona, por el miedo de la doncella que lo llevaba a criar, a Amadís de Grecia le ocurre otro tanto por el temor de Garinta. Eso sí, mientras el primero va a ser educado por un ermitaño, el segundo lo será en una corte infiel de la India. Aunque los autores del género no se extienden demasiado en la prehistoria de sus héroes, las enseñanzas que estos reciben son un factor determinante del carácter futuro del personaje. Silva sabía esto y seguramente desearía imprimir su originalidad a sus nuevas criaturas15.
Con el Amadís de Grecia se confirma la gran distancia que separa a todos los niveles la narrativa de Silva de la línea heterodoxa de la saga, representada por el Florisando y el Lisuarte de Díaz. Argumentalmente, el noveno continúa directamente el séptimo de la serie. No podía ser de otro modo, ya que el escritor de Ciudad Rodrigo clama indignado porque Juan Díaz se le ha adelantado al redactar una crónica que, según él, «daña» la continuidad de la ficticia historia del linaje amadisiano. Pero si Feliciano retoma el argumento de su libro anterior, ahora se muestra menos dependiente de la tradición inaugurada por Rodríguez de Montalvo y emprende un camino más personal que sitúa a su Amadís de Grecia en una posición intermedia dentro del conjunto de su propia novelística. De hecho, muchos de los elementos que posteriormente llevará hasta la exageración en sus Floriseles ya se encuentran presentes aquí. Aunque en la obra predomina la narración, el autor cede con más frecuencia la palabra a sus personajes y ciertos parlamentos ya dejan entrever el estilo retórico y conceptuoso que abundará en libros posteriores. La multiplicación de los personajes favorece la proliferación de aventuras, de manera que resulta imposible hablar de uniformidad estructural. Mientras el discurso se atomiza en innumerables aventuras independientes entre sí, Silva complica la trama haciendo que los intereses de los personajes choquen entre sí, hasta el punto de que las relaciones amorosas de caballeros y damas constituyen un complejo entramado sentimental. El mirobrigense no sólo se conforma con forzar los motivos heredados, busca nuevas alternativas en otras tradiciones literarias paralelas. Muy probablemente la lectura del Primaleón le anima a que sus caballeros recurran al disfraz para conseguir acercarse a su amada. Entonces vemos que Amadís de Grecia se convierte temporalmente en la doncella Nereida (2ª, LXXXVII) hasta que logra disfrutar de los amores de la hermosa princesa Niquea. Pero Feliciano también introduce elementos que con la consolidación de la estética renacentista darán lugar a otros géneros narrativos. En los capítulos finales de la segunda parte de la obra aparece el pastor Darinel, uno de los personajes que en los libros siguientes será el portavoz de un estilo amoroso platónico y espiritual. A pesar de su condición social, la pureza de sus sentimientos hacia la princesa Silvia idealizan su conducta y lo transforman en un ser superior.
La irrupción del elemento bucólico en el Amadís de Grecia ha sido quizás el aspecto más reiterado por la crítica literaria y el que le ha valido al autor el apelativo de precursor de la ficción pastoril16. Ahora bien, la riqueza del texto no reside únicamente en este tema. En principio, podemos decir que el noveno de la saga es todo lo contrario del Florisando y, en muchos sentidos, también se diferencia de las propuestas literarias e ideológicas de Montalvo, el inaugurador de la familia amadisiana. Amadís de Grecia nunca llega a ser un caballero cruzado al estilo de Esplandián y Florisando, una de cuyas metas, sino la única, es la destrucción del infiel. Y no es un caballero cruzado por dos razones evidentes. En primer lugar, como ya se ha dicho, Amadís se educa en una corte de la India bajo la tutela del rey Magadén. Si a través de la formación que ha recibido conoce los dogmas de la religión de los infieles, tampoco se plantea imponerla a la fuerza. Su visión del mundo es menos dogmática y maniquea. Por el contrario, sus palabras abren una nueva alternativa más tolerante y que supera las barreras religiosas. Después de liberar a su mentor, el Caballero de la Ardiente Espada cabalga herido por el reino de Tarso. Al encontrarse con un viejo, que luego resultará ser el mago Alquife, le pide que le informe de algún lugar donde curar sus llagas. Cuando el anciano le dice: «Si vos fuéssedes cristiano como yo, yo os diría lo que pedís», el protagonista responde: «Amigo, aunque no lo sea, lo devéis de hazer, porque la virtud no se pierde doquier que se haga, pues haziéndose no puede dexar de ser virtud, assí que si en vos la ay ruégoos que me digáis lo que os pregunto, pues haziéndola en vos queda y no comigo; y pues sois más obligado a vos que a nadie, no dexéis de hazer bien pudiéndolo hazer, que los dioses no son estimados sino por el bien que d'ellos se espera y en ellos ay, assí que aunque no seáis de su ley, no dexáis de semejalles en lo bueno, que otro tanto haré yo de lo que bien me pareciere de vuestro dios aunque soy pagano, que la virtud doquiera que esté parece bien, pues por ella los hombres vemos ser estimados»
(1ª, VIII, VIIv).
Por encima de argumentos teológicos, el personaje defiende una postura ética que ensalza las conductas virtuosas e incita a hacer el bien. Desde este punto vista, según dice el libro más adelante, lo que tiene que hacer el hombre, sea cual sea su religión, es usar correctamente de su libre albedrío. Para Marie Cort Daniel esta actitud del personaje nos remitiría al pensamiento más transigente del autor, un individuo que tuvo que soportar los prejuicios de su época por la supuesta condición conversa de su esposa, Gracia Fe17. Sin embargo, en ningún caso deberemos dudar de la ortodoxia de Silva, aspecto éste en el que volveremos a incidir posteriormente.
Si seguimos los pasos del protagonista vemos que, en lugar de ser el líder o capitán de un ejército que se mueve por razones religiosas, este caballero dirige sus esfuerzos hacia la defensa de ese código ético ancestral que justifica el uso de las armas. De acuerdo con él, muchas aventuras de la primera parte de la obra tienen como común denominador el empeño de Amadís de Grecia o de sus parientes por castigar a quienes abusan de los demás o cometen cualquier traición. Por eso, a pesar de no compartir el credo cristiano, el de la Ardiente Espada no duda en auxiliar al viejo Amadís de Gaula en el contencioso que lo enfrenta al Duque de Bullón por haber muerto a Arquisil, emperador de Roma, y haberle usurpado el trono. Cuando una discordia no afecta a la estabilidad del reino, muy frecuentemente el caballero revela su talante cortés y obedece a las doncellas que reclaman su intervención. Una de estas féminas le solicita al de Grecia un don. Sin dudarlo un instante, el caballero responde: «yo os otorgo el don, que, aunque no sea de vuestra ley, no dexaré de serviros si de mí tenéis necessidad por algún tuerto que se os haga, que para esto rescebí la orden de cavallería, que en otra guisa mal empleada sería en mí y en todos los que armas traen si consintiessen contra justicia hazerse enojo a dueña ni a donzella»
(1ª, XVIII, XXIr). Esta vocación altruista puede conducir a que el héroe se equivoque al confiar en la palabra de una desconocida. Algo de esto va a ocurrirle cuando tome partido por la princesa Abra. Esta dama viajó con su hermano Zaír hasta la corte de Trapisonda para obtener, respectivamente, la mano de Lisuarte y de Onoloria, cuyo matrimonio secreto desconocen. Los dos hermanos se empeñan en conseguir su objetivo por cualquier medio: piensan en convertirse al cristianismo, desatan la enemistad del Emperador de Trapisonda con Lisuarte y llegan a secuestrar a la familia imperial para llevarla a su reino. En alta mar, una flota comandada por Amadís de Gaula, Esplandián y el propio Lisuarte impide a los babilonios perpetrar su traición. En la batalla naval muere Zaír y, desde entonces, Abra pretende vengarse de Lisuarte. Recurre a Zahara para satisfacer su sed de venganza, pero como la reina amazona no puede deshacerse de Lisuarte, su última opción es Amadís de Grecia. El duelo entre el padre y el hijo se presenta como un juicio de Dios, una de las prácticas caballerescas que condenaba Anselmo en el Florisando. Amadís desafía a Lisuarte y los argumentos de este último le animan a abandonar el duelo. Sin embargo, no puede excusarse de la palabra que dio a Abra. Por tanto, prosigue con su demanda dirigiéndose a su desconocido padre en estos términos: «Soberano príncipe, las palabras de vuestra parte adquiridas en vuestra justicia y las de la princesa Abra en la suya, mal se pueden averiguar sino por juez, y como entre tan altas personas a los dioses sea el tal oficio otorgado, y éste no se pueda averiguar sino con vencimiento del uno de nos, escusado sería hablar más en ello»
(2ª, LVIII, CLv). La resolución de la disputa se remite a los dioses, los cuales se encargarán de favorecer al caballero que defienda la verdad. No obstante, el rumbo de los acontecimientos dictará otro resultado. A través de un encarnizado combate Silva resuelve dos hilos argumentales. Por un lado, cuando Amadís se queda sin espada, echa mano del acero que atraviesa el pecho de Urganda, que está encantada desde hace un tiempo frente a los palacios imperiales. En segundo lugar, tras recuperar la conciencia la misma sabidora detiene el combate desvelando la verdadera identidad del protagonista. La lógica narrativa conduce el relato hacia la anagnórisis final de Amadís de Grecia, sin que los dioses hayan dictado sentencia sobre quién tenía la verdad de su parte en la empresa acometida.
Una y otra vez Silva maneja motivos habituales en el género como pueden ser la promesa de un don, el enfrentamiento de parientes sin reconocerse o los juicios de Dios, pero la impronta personal del autor de Ciudad Rodrigo siempre está presente. A lo largo del continuo deambular de los caballeros se evidencia una notable familiaridad entre los sexos, de forma que las doncellas recobran la libertad que se les negó en el Florisando para viajar por la arbitraria geografía de la fábula. Cerca de una fuente, Amadís de Grecia se encuentra con una doncella que alaba su atractivo físico. Al saber que el caballero se dirige a la corte de Londres, la fémina se decide rápidamente a acompañarle: «La donzella le dixo: "No me ayude Dios, señor cavallero, si yo no voy a ver si sois tan esforçado en armas como estremado en hermosura, que yo os prometo que iremos por tierra que presto se podrá conocer". Y cavalgando en su palafrén se fue con el cavallero. Él holgó mucho de su compañía por poder hablar con ella»
(2.ª, XXV, CXVIr). Aparte del deseo de la doncella por conocer las hazañas que pueda llevar a cabo el caballero, la actitud de la joven se enmarca en un contexto en el que se cotiza, y mucho, el trato cortés y galante y los sexos están muy próximos. En tal tesitura es un pecado que los caballeros desconozcan qué es el amor o se hayan dejado llevar por la deslealtad. La maga Zirfea instauró la mágica aventura de la Gloria de Niquea, una de las típicas ordalías amorosas destinadas a los más ilustres enamorados. Mientras unos llegan a gozar de la contemplación de la hermosa princesa, otros pagan caro su atrevimiento. Delante del protagonista, un caballero aguerrido se adentra en el recinto fadado y dice: «"Apartaos, cavalleros, y veréis cómo los encantamentos todos paresce que son algo y no son nada. Veamos si por ser yo desleal en amor me han de espantar sus vanidades". Diziendo esto a todo correr se lançó por el fuego. Aún no fue bien acabado de lançar, cuando él e su cavallo, convertido todo en carbones, el fuego lo echó de sí mostrando tanta braveza y tronidos que a todos puso en grande espanto»
(2ª, L, CXLIIv).
Frente al sexto y octavo libro de la saga, y en la misma línea del séptimo, ahora se subraya la importancia del motivo sentimental, énfasis al que contribuye la magia como elemento que sirve tanto para conmemorar la grandeza de los amantes como, en ocasiones, se utiliza para despertar o fortalecer la pasión afectiva. En este sentido, debemos recordar que una de las habilidades de la maga Zirfea es su destreza para representar pictóricamente los rasgos físicos de damas y caballeros, hasta el extremo de que la calidad de las imágenes adquiere un carácter altamente realista. Estas maravillosas dotes artísticas de la reina contribuirán a turbar el ánimo de Niquea. Dicho personaje desconoce a Amadís de Grecia, pero las noticias que le llegan de sus hazañas la complacen en extremo. El narrador nos dice que ella «nunca lo apartava de su pensamiento». Esta afición se va a confirmar cuando Zirfea intervenga con sus pinturas:
(2ª, XXIII, CXIVr) |
Silva es un escritor habituado a someter a cualquier motivo de la tradición caballeresca a un proceso de complicación o exageración, es un maestro en el arte de las situaciones intrincadas y del efectismo. En la cita anterior ha mezclado dos ideas que ya habían utilizado otros autores para describir el nacimiento del amor18. De un lado, la distancia entre los protagonistas propicia el enamoramiento de oídas. Por otra parte, por si esto no es suficiente, el autor subraya la importancia de la visión del otro para despertar un amor a primera vista, pero a través de un elemento como la pintura que actúa como elemento sustitutivo del ser deseado. Puesto que la representación artística del caballero es tan fiel, la imaginación de la princesa debe esforzarse muy poco para calibrar su extraordinario atractivo. De una forma u otra, Silva pone el acento nuevamente en uno de esos aspectos que eran rechazados por Ribera. Mientras el autor del Florisando amonesta a sus lectores para que huyan de la belleza femenina, el escritor mirobrigense introduce a unos personajes sumamente idílicos cuya perfección física deslumbra e incluso puede llegar a matar a quienes la contemplan. Lejos de ser instrumento para el aviso ascético o la condena misógina, la exaltación de la hermosura deviene un elemento capital en la creación de un universo discursivo que difiere muy poco de los cuentos de hadas.
La descomunal belleza es un atributo que influye decisivamente en la biografía de Niquea. Poco después de nacer,
(2ª, XXIII, CXIIIr-CXIVv) |
Los rasgos físicos de la doncella adquieren una dimensión hiperbólica. Ella está muy por encima de los mortales, pero, en lugar de disfrutar de su carácter casi celestial, tendrá que verse obligada a vivir aislada del mundo y de los hombres. Como la misma Niquea escribe en una carta (2ª, XXIII, CXIIIr), su hermosura tiene los mismos efectos que la mirada del legendario basilisco. De ahí la singularidad de su destino, una condición que la emparenta con otras criaturas de Silva que en libros posteriores van a correr idéntica suerte, pensemos en la Diana de la Tercera Parte del Florisel de Niquea recluida por la reina Sidonia en una torre o la Archisidea de la Cuarta Parte del Florisel que tuvo que retirarse al bucólico Valle de Lumberque. Las características de estos insólitos personajes femeninos sólo pueden parangonarse con las excelencias físicas y bélicas del héroe protagonista. Según estas pautas, resulta normal que Amadís de Grecia acabe junto a Niquea, una mujer que en ocasiones recibe la categoría de diosa. No es tan frecuente en los libros precedentes que para llegar a ella el caballero haya tenido que dejar de lado esa gran fuerza amorosa que también lo impulsa hacia la princesa Luscela. Y es que, volvemos a repetirlo, a Silva le gusta forzar las situaciones sentimentales. En esta obra el amor no respeta barreras de ningún tipo y así podremos encontrarnos con que Anastarax está herido por la hermosura de su hermana Niquea, del mismo modo que Florisel de Niquea quedará subyugado al final del relato por el atractivo de su tía Silvia19.
Amor y encanto físico son dos temas complementarios en la narrativa de Feliciano de Silva. Por si fuera poco, cuando la naturaleza no ha colmado con suficientes gracias a los personajes, estos se apresuran a realzar su belleza, majestad y talante original con lujosos vestidos, joyas y otros aditamentos. Tales ornatos son el reflejo del elitismo aristocrático de estas ficciones, al mismo tiempo que contribuyen a dibujar la imagen ideal de un mundo suntuoso y perfecto. Aunque en obras sucesivas el de Ciudad Rodrigo se muestra más prolijo y reitera con más asiduidad las descripciones de aquellos personajes que llegan a una corte determinada, el siguiente fragmento, alusivo a la presentación de la reina amazona Zahara en Trapisonda con todo su séquito, ilustra claramente lo dicho:
(2ª, LII, CXLIIIv) |
Junto a su procedencia exótica, Zahara tiene su trono en un reino del Cáucaso, tanto ella como sus amazonas van ataviadas con una indumentaria que revela un sumo refinamiento. Seguramente el autor las describía de acuerdo con los usos de su época y, en todo caso, según las pautas que marcaban las gentes más pudientes en celebraciones públicas o fiestas de cuño cortesano. A los lectores les resultaría entonces muy fácil reconocer las características de los vestidos o los peinados de aquellos personajes, por lo que se hacía factible el trasvase entre la ficción y la realidad del seiscientos. De no ser así, lo que se percibe es una acomodación de lo maravilloso exótico a las coordenadas literarias que establece el autor. En este mismo sentido, deberán interpretarse algunas actuaciones de los magos. En páginas precedentes, a propósito del Lisuarte, ya aludíamos a esa tendencia de Silva a convertir las prácticas mágicas en espectáculo lúdico. También en el Amadís de Grecia la pareja Alquife-Urganda asume unas funciones similares, esto es, los magos recurren a sus conocimientos para inventar una escenografía efectista que intenta complacer al resto de los personajes. Con la finalidad de «dar solaz a aquellos señores», el matrimonio Alquife y Urganda se retira al Monasterio de Santa Sofía. Allí los encuentra la reina Zirfea ensayando «ciertos signos e conjuros»
(2ª, LXXV, CLXVIIv). Sus prácticas no suponen ningún peligro para la estabilidad del orden social o religioso. La magia se utiliza simplemente para divertir y los personajes aceptan los prodigios que se les proponen con una lógica naturalidad, pues, al fin y al cabo, quienes disfrutan de tales efectos son unos seres tan irreales como la atmósfera en que se desenvuelven. En este contexto no hay que extraer lecciones alegóricas de lo maravilloso. Los hechos insólitos provocarán sorpresa y temor, pero estas reacciones forman parte del juego que se establece entre los magos que actúan y sus espectadores. En los palacios imperiales de Trapisonda se presenta
(2ª, IV, CXVIIr) |
Del espanto inicial ante lo inesperado pasamos a la complicidad entre Urganda y sus amigos. A través de su metamorfosis la sabidora ha querido «regozijar tan gran fiesta y alegría». Este episodio se convierte, por tanto, en un entremés festivo sin mayores repercusiones narrativas. Únicamente se buscaba la celebración para entretener a personajes y lectores. Otras aventuras mágicas dejarán bien a las claras el control que tienen los encantadores sobre la ficticia realidad de la fábula. Merced a sus saberes, los magos construyen suntuosos castillos donde damas y caballeros pueden conocer los secretos más recónditos o incluso saber qué les depara el destino. En el capítulo LX de la Segunda parte acude a la corte griega la princesa Luscida. Después de la muerte de sus padres, el rey Felides de la ínsula Trapobana y la reina Aliastra, un duque le ha usurpado el trono a la joven. Por eso ella anda a la busca del caballero que le devuelva la corona que legítimamente le pertenece. Ahora bien, esta misión sólo podrá ser llevada a cabo por aquel individuo que logre superar la Aventura del Castillo de las Poridades. Y es que la princesa se hace acompañar de un castillo portátil donde «un gran sabio en las artes mágicas» quiso dejar memoria de los perfectos amores del rey Felides, curiosamente el mismo nombre con que Silva bautizará al protagonista de su Segunda comedia de Celestina. En un principio, los elementos que integran la prueba son bastante genéricos. La llegada de la princesa a la corte coincide con unas fiestas, por lo cual en los palacios imperiales están reunidos los caballeros más notables. En segundo lugar, la prueba tiene un carácter selectivo, pues tiende a destacar la bondad con las armas del caballero que derrotará al guardián de la entrada al recinto. Luego, cuando Amadís de Grecia consigue llegar hasta las puertas que dan paso a la sala principal del castillo (LXXI), una voz misteriosa lee las letras que se hallan figuradas sobre una gran tabla y la aventura toma otro cariz. El héroe se encuentra asombrado ante un lugar majestuoso. Las puertas se abren y se cierran mientras suenan unos ritmos dulces y suaves. Sobre unas gradas se distribuyen las estatuas de aquellos personajes que sobresalieron por amar lealmente: seres de la tradición caballeresca como el rey Amadís de Gaula, y otros de procedencia clásica como Príamo y Tisbe20. En lo más alto, a los pies del dios Amor, la figura de Felides y Aliastra. Estas últimas representaciones, tan reales que parecen poseer vida propia, llevan descubiertos sus corazones. En ellos el de Grecia va a poder contemplar las imágenes de sus dos amadas, Luscela y Niquea. Más tarde, al quedar libre la entrada al recinto, otros caballeros y damas podrán visualizar en los corazones de las estatuas el rostro de sus amadas o amados, pero, al mismo tiempo, sabrán cuáles son las preferencias sentimentales de aquéllos. Será entonces cuando Luscela se dé cuenta de que su querido Amadís no le es completamente fiel y también está enamorado de Niquea.
A través de este episodio queda patente la omnipotencia de los magos y, a su vez, se advierte cierta evolución en el manejo de esta sabiduría. Las profecías eran uno de los instrumentos que usaban estos individuos para demostrar sus poderes. Así lo veíamos en el Amadís de Gaula con los vaticinios de Urganda. Pero, si los procedimientos adivinatorios creaban expectación en los personajes al abrir una incertidumbre sobre hechos futuros, ahora los magos proceden en otro sentido: hacen alarde de sus conocimientos y los exhiben. Basta con entrar en un castillo fadado para averiguar los sentimientos más recónditos de tu amado. En otras continuaciones habrá esferas que funcionan como satélites y desde ellas los personajes pueden desplazarse sin necesidad de moverse de la silla para ver qué ocurre en lugares remotos. El que los encantadores posean un poder tan ilimitado no implica, por otro lado, una trasgresión del orden providencial. Aparte de la artificiosidad del universo novelesco, Feliciano de Silva elimina cualquier suspicacia en este sentido después de que se unan la reina Zirfea, Urganda y Alquife para construir la colosal Torre o Castillo del Universo. Con el concurso de un «número infinito de artífices de diversos oficios», los magos se ocupan durante una sola noche en la edificación de un edificio singular con ingredientes que, de acuerdo con D. Eisenberg, recuerdan la propia estructura del universo según el modelo de Ptolomeo. La torre consta de siete cuadras o niveles. En cada una están los seres que descollaron en alguna actividad humana: guerreros, enamorados, artistas..., liderados por sus respectivos dioses, según la representación clásica, que expresan su dominio sobre un carro triunfal. Además, los sabios no se olvidan de situar en lo alto del edificio una gran esfera alusiva al globo terráqueo. Sobre ella, los siete cielos con sus planetas y el cielo con los doce signos zodiacales. Esta magna figuración estaría incompleta para todo buen cristiano, de ahí que Alquife lee en un libro para convocar al Todopoderoso, el cual acude en un carro triunfal acompañado por toda su corte celestial.
Al situar en la cima del universo a Dios, los magos reconocen su dependencia de un ser superior a ellos y Silva se protege de cualquier acusación de heterodoxia literaria, puesto que la Divinidad ha permitido que sus encantadores gocen de las atribuciones que su pluma les ha otorgado. A diferencia de Ribera, Silva no tiene ninguna necesidad de apuntalar la coherencia de su fábula mediante disquisiciones teológicas. Si aquél es un religioso que pretende enseñar, éste busca en la ficción caballeresca el divertimento. En las últimas páginas del Florisando se apuntaba la futura desaparición del rey Amadís, sugerencia que fue aprovechada por Juan Díaz para su crónica. Esta osadía debió disgustar a un público cuyos intereses lectores eran diferentes. Al menos en el plano literario, en gran parte del XVI triunfan los géneros narrativos idealistas con un final feliz. Silva no se quiso desviar de esta senda. Así como al prolongar la Tragicomedia de Rojas, sus protagonistas tuvieron un desenlace completamente distinto al de Calisto y Melibea, Amadís de Gaula resucitó en sus libros como el símbolo de un mundo que se niega a desaparecer.
En los postreros capítulos del Amadís de Grecia, el padre de la caballería vuelve a quedar hechizado junto a sus descendientes en la Torre del Universo. Feliciano se prepara para una nueva continuación planteando una aventura para el que será su próximo héroe: Florisel de Niquea. Y es que, después de conocer el éxito editorial de su Lisuarte de Grecia, el de Ciudad Rodrigo se siente respaldado y seguro del acierto de su fórmula narrativa. Poco a poco, se irá desligando de la herencia de los primeros libros de la serie e introducirá numerosas novedades: desde la magnificación del heroísmo bélico y la sublimación platónica del sentimiento amoroso, hasta la burla, el humor y el cuestionamiento de los tópicos habituales. Progresivamente viajará hacia otros terrenos: hacia lo pastoril o lo bizantino, o se atribuirá la potestad de transformarse en versificador. A lo largo de sus continuaciones, su estilo se hará más oscuro y éste será el defecto que, a partir del Quijote, se convertirá en su mayor enemigo. Sin embargo, por muy cruel que fuera Cervantes con la retórica de Silva, suponemos que en su interior también el de Alcalá admiró la capacidad fabuladora de un novelista cuyas múltiples caras y sobrada imaginación le otorgan un lugar fundamental en nuestra historia literaria21. Quede de manifiesto nuestra reivindicación.