Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
IndiceSiguiente


Abajo

Las estaciones

Cuentos para niños y niñas

Julia de Asensi



portada

imagen

imagen




ArribaAbajoPrólogo

La variedad de aspectos que ofrece a nuestra contemplación la naturaleza en esos períodos del año solar, que denominamos estaciones, excitan poderosamente nuestra atención y nuestra fantasía, y nos hacen sentir las más diversas y opuestas impresiones y sensaciones. Nada más oportuno, pues, que tomar pretexto de esas impresiones y sensaciones que tan vivamente nos afectan, para recrear a los niños sabiamente con pintorescos relatos que tanto agradan a su soñadora fantasía infantil, y a la vez inculcarles sanas y provechosas enseñanzas.

La primavera... con su temperatura deliciosa, con sus flores y gorjeos, con sus auras perfumadas, con sus irisados matices y sonriente luz, despierta en nuestra mente poéticas ideas, y se presta como ninguna otra a fantasear sobre cuanto se ofrece a nuestro alrededor.

...Y esta es la estación que ha elegido la ilustre escritora doña Julia de Asensi para abrir o empezar su meritoria tarea de instruir y deleitar a la candorosa niñez con la presente colección de variados y escogidos cuentos, que titula Las Estaciones. Bajo la fábula de que un anciano, rico y culto, visita periódicamente una posesión donde crecen y se instruyen dos niños a quienes ama apasionadamente, la señora de Asensi halla ocasión de hilvanar entretenidas y morales narraciones, que describen la naturaleza física en mencionados períodos del año, (primavera, estío, otoño e invierno); y con la exquisita delicadeza peculiar al sexo bello, sabe acoplar detalles y zurcir consejos educativos que hacen más útil e interesante la lectura de los aludidos presentes Cuentos.

En cualquiera de ellos que nos fijáramos, encontraríamos, a más de la amenidad, de la fábula, la parte útil y moral que de los mismos se deduce: la niña voluntariosa, (por ejemplo), que sin tomar en cuenta la apurada situación pecuniaria en que se encuentran sus padres se empeña en hacer trabajar a su bondadosa madre confeccionando un vestido para ella asistir a un baile donde no encontrará sino emulaciones mortificantes a su amor propio, ofrece lindo contraste con la humildad de su hermanita, que se resigna a disfrutar de los atractivos que para los niños tiene siempre un carnaval, encerrada en un piso interior que la familia habitaba; mas, por una coincidencia de esas tan frecuentes en la vida, unas niñas vecinas la invitan, la ruegan que las acompañe al baile, para sustituir gallardamente a otra que no las puede acompañar y cuyo elegante traje ponen a disposición de nuestra niña... y, hete aquí a las dos hermanitas en el baile; la voluntariosa Eugenia, haciendo el ridículo con su trajecito de guardarropía, y la candorosa Paz, deslumbrando con los atavíos preparados para la amiguita ausente, y obteniendo el codiciado infantil premio ofrecido a la niña de más airoso continente y caprichoso disfraz: lección que aprovechó Eugenia para nunca más ser exigente.

Felicitamos a la señora de Asensi por sus ingeniosas Estaciones, y a la casa editorial Bastinos que las saca a la publicidad en su incansable empeño de llevar la luz a las tiernas inteligencias de los niños, y despertar generosos sentimientos en sus ingenuos corazones.

EMILIO GANTE






ArribaAbajoLa primavera

imagen

Todos los años, a poco de empezar la primavera, hacía su primera visita al pueblo que le vio nacer y en el que tenía hermosas fincas y extensas tierras de labranza don Mario Peñalver, al que retenían numerosas ocupaciones en la capital de España que abandonaba únicamente para cobrar cada tres meses las rentas que le debían sus colonos, introducir algunas mejoras en sus posesiones y descansar, aunque fuera por breve tiempo, de la agitada vida madrileña. Tenía en el lugar como administrador a un sobrino suyo, hombre probo y sencillo que, nacido y criado en el campo, podía y sabía ocuparse con más acierto que su propio dueño de aquellas vastas tierras, secundado por numerosos jornaleros.

Era casado y padre de dos preciosos niños ambos ahijados de don Mario y que llevaban en memoria de antepasados de éste, los nombres de Mercedes y Rafael. Vivían en una bonita casa de campo rodeada de un gran jardín y a ella iba a parar el anciano tío cuando se detenía en el pueblo, ocupando sus principales habitaciones.

Siempre era un día de fiesta para la familia aquel en que llegaba el querido padrino de los niños, y en aquella estación la naturaleza se unía a ellos para festejarle. Estaban las calles de lilas llenas de aromáticas flores, en flor también los almendros, los otros árboles luciendo sus hojas de esmeralda y ostentando las acacias sus blancos racimos. Las rosas de diversas clases y diferentes matices, perfumaban el ambiente, cantaban los pájaros, revoloteaban las mariposas y zumbaban los insectos. El sol iluminaba con sus rayos de oro la escena, el cielo estaba azul y despejado y una brisa suave mecía las plantas en sus tallos.

Un coche tirado por mulas se detuvo a la puerta de la posesión y de él bajó don Mario, al que había ido a esperar a la estación, algo lejana, su sobrino. La mujer de éste abrazó cariñosamente al anciano que cubrió después de besos las sonrosadas mejillas de sus dos ahijados.

La alegría se turbó un tanto al saber que el padrino no permanecería allí más que tres o cuatro días.

Quisieron que entrase en la casa, pero el recién llegado que era fuerte y estaba ágil a pesar de sus años, deseó pasear un poco por sus tierras disfrutando de aquella deliciosa mañana de primavera. Cogió con su mano derecha la izquierda de la niña y con la otra a Rafael.

-¿Qué habéis hecho por aquí desde que no os veo? Les preguntó cariñoso.

-Padrino, le contestó Mercedes, hemos aprendido bien nuestras lecciones para darte gusto, y desde que ha llegado el buen tiempo paseamos mucho y cuidamos cada uno una pequeña parte del jardín. Ya las verás y creo que quedarás contento.

-Además, añadió el niño, tenemos muchos gusanos de seda a los que alimentamos con hojas de morera. Ya empiezan a salir de ellos algunas mariposas que son muy bonitas, pero que mueren apenas han nacido.

-No importa, le respondió don Mario, ellas dejan gérmenes de vida para muchos gusanos. Es esa una distracción que me agrada y que no debéis abandonar. Las mariposas son pasajeras como las ilusiones; la realidad está en el trabajo de los que fabrican la seda, esos gusanillos que cuidáis y que tanto producen... Otros años habéis cogido orugas y recuerdo que de sus crisálidas han salido mariposas bellísimas que habéis soltado al instante en el jardín otorgándoles uno de los bienes más hermosos que hay en el mundo: la libertad.

-Mira, padrino, exclamó de pronto Mercedes, este es mi jardín.

-Es muy bonito, respondió el anciano, y está cuidado con bastante esmero.

-Y este el mío, dijo poco después Rafael.

-También me agrada, profirió don Mario, pero observa una cosa; ese arbolito crece torcido y aún sería tiempo de enderezarlo.

-¿Y qué más da? Preguntó el muchacho.

-¿Qué, qué más da? Repitió el padrino; oye una fábula para que lo sepas y saques de ella una útil enseñanza:


    «Un campesino ocioso
a sus hijos ejemplo provechoso
de laboriosidad nunca les daba,
porque todo del tiempo lo esperaba.
Mil veces se reía
de un honrado vecino que tenía,
viendo sin complacencia
que aquel hombre pasaba la existencia
observando si el árbol que plantaba
erguido desde luego no se alzaba,
y apenas se torcía, disgustado,
le prodigaba todo su cuidado
no quedando tranquilo y satisfecho
hasta verlo derecho.
    Los hijos del ocioso campesino,
que también se burlaban del vecino,
sus caprichos hacían
y sin pesares ni temor vivían,
porque no conocían la influencia
del cariño filial y la obediencia.
Faltos de esos afanes que prolijos
tiene todo buen padre por sus hijos
no hallaron más placer desde su infancia
que el engaño, el pillaje y la vagancia.
El padre, de severo haciendo alarde,
quiso enmendar los yerros, mas fue tarde.
Los hijos le escucharon distraídos
sin quedar de su culpa arrepentidos,
y el anciano no halló en su edad postrera
quien su cariño y protección le diera.
En tanto que el vecino, rico, honrado,
e vio por todo el mundo respetado.
    Nunca el árbol torcido
dará sabroso fruto ni buen leño,
mientras el propietario inadvertido
no sepa enderezarlo de pequeño

Los niños son como los árboles, si sacan malas inclinaciones, si se tuercen, el deber de los padres y maestros es ponerlos derechos, que las almas infantiles y los árboles pequeños se corrigen al principio, pero luego no hay fuerza humana que los pueda enmendar. ¿Me has comprendido, Rafael?

-Sí, padrino, contestó el muchacho, y te prometo que no encontrarás cuando vuelvas ningún árbol torcido en mi jardín.

Después del paseo entraron en la casa y allí examinó don Mario a los dos niños de cuanto habían aprendido, viendo con satisfacción que estaban bastante adelantados en sus estudios.

Ellos le guardaban sus planas para que las viera, leían en voz alta y respondían a las preguntas que les hacía de catecismo, gramática, aritmética y geografía. Hasta entonces no habían tenido más maestros que sus padres porque en su tierna edad no habían necesitado dedicarse a estudios más profundos. La madre enseñaba también a hacer primorosas labores a Mercedes y eran ya innumerables los pañuelos que la niña había cosido y bordado para su padrino que los recibía con agrado y los premiaba con regalos espléndidos que llevaba igualmente para Rafael, sin que esto influyese en lo más mínimo en el ánimo de aquellas criaturas que querían al anciano con tanta ternura como desinterés.

Se pasó el resto del día entre la conversación amena e instructiva, las alegres comidas, la siesta y otro paseo, y se acostaron a las diez de la noche durmiendo gozosos y tranquilos.

A la mañana siguiente se levantaron temprano haciendo poco más o menos la misma vida. Los niños llevaron a su tío a ver muchos nidos que las golondrinas y otros pájaros habían hecho bajo los aleros de los tejados de la casa que habitaban y en edificios más distantes que había en la posesión, ocupados por los colonos los unos, la vaquería, el gallinero, el palomar y las grandes cuadras y cocheras sobre las que estaba el inmenso desván en el que se encerraba el grano. Las avecillas revoloteaban alrededor de los nidos fabricados por ellas y que eran respetados por todos los habitantes de la finca. Hasta entonces nadie les había hecho el menor daño. Las golondrinas, alejadas de allí desde hacía muchos meses, habían regresado poco antes del país cálido al que habían emigrado a fin de pasar en él los rigores del frío, para buscar sus antiguos nidos y depositar allí los huevos. Las simpáticas avecillas no faltaban ninguna primavera.

Como recordase el padrino que en otras ocasiones había observado que nada agradaba tanto a Mercedes y a Rafael como los cuentos, cuando allá en Madrid en la soledad de su casa preparaba el viaje a su querido pueblo, procuraba grabar en su imaginación aquellas narraciones que aprendió en su infancia o aquellos hechos que escuchó más tarde y que pudieran servir de provechosa enseñanza a los niños para referírselos después de la siesta y que fuesen adecuados a la estación en que se hallaban a fin de que se penetrasen mejor de ellos.

En las tres tardes que permaneció en su casa de campo, Mercedes y Rafael, apenas se enteraban de que el tío Mario se había levantado de la siesta, le esperaban en la salita del piso bajo, que tenía dos ventanas que daban al jardín por las que trepaban rosales y campanillas azules y allí aspirando el aroma de las flores, y embelesados con el gorjeo de los pájaros, se entretenían poco después agradablemente oyendo de los labios del anciano los siguientes cuentos que él les refirió uno cada día hasta emprender su viaje de vuelta a la corte y que escucharon los dos niños con atención profunda, sin pestañear, sintiendo únicamente que el tiempo pasara con tanta rapidez y les privase de aprender más narraciones relatadas por su buen padrino.


ArribaAbajoAbril

El campo de Daniel


imagen

Aquel día, 24 de abril del año de gracia de 1896, volvió a su pueblo de Castilla la Vieja, después de muchos años de ausencia, el señor don Pedro de Zúñiga acompañado de su esposa, de su hijo y de su hija. La última vez que estuvo allí era casi un niño y apenas se acordaba de la hermosa casa solariega, de las extensas tierras que para él se cultivaban y de las viñas que producían un excelente vino.

Pedro Zúñiga era muy bueno, muy inteligente y había encontrado en la que eligió para esposa una compañera digna de compartir su suerte. En cuanto a los niños eran modelos de perfección.

Apenas había llegado el caballero, recibió una nota del alcalde para que asistiese al siguiente día a la ceremonia de la bendición de los campos. En consideración a su elevada alcurnia y a la de ser el primer contribuyente no se atrevió el representante de la autoridad a añadir que tendría que pagar multa si faltaba. Este requisito no se olvidaba nunca, así es que el pueblo en masa acudía a la sagrada fiesta.

Don Pedro salió por la tarde del 24 a recorrer el lugar en compañía de su administrador. Supo por éste que la bendición se hacía en tres días saliendo los sacerdotes por diferentes sitios. Sólo dejaban el lado de poniente aunque había por allí mucho campo. Quiso el señor verlo y al llegar a él admiró lo extenso que era y lo bien situado que estaba, pero lo que más le sorprendió fue que no había nada sembrado, ni la tierra estaba labrada siquiera.

En una piedra vio sentado a un niño de unos doce años en actitud triste y pensativa, y se acercó a él. Al verle se levantó el muchacho, saludando con humildad y respeto.

-¿De quién es este campo? Le preguntó.

-Este, que llaman el campo de Daniel, respondió el niño, es de un servidor de usted

-¿Y cómo lo tienes así, sin que produzca nada?

-Porque no quiere el alcalde que se haga otra cosa.

-A ver, explicame eso, prosiguió el señor de Zúñiga. Siéntate aquí conmigo y habla claro, sin faltar en nada a la verdad.

-Mi padre, empezó el niño, era un hombre muy bueno y muy cristiano, pero el alcalde dio en decir que era judío porque se llamaba Daniel, y todo el mundo lo creyó. Nadie le daba trabajo, nadie compraba el producto de sus tierras, y un día murió más de pena que de enfermedad. Ya no tenía yo madre y me quedé solo, pues el único pariente que me resta, que es un tío carnal, es tan pobre que en cuatro años no ha podido reunir el dinero para venirse aquí conmigo o para llevarme con él.

-¿Y de qué vives? Preguntó con interés el caballero.

-Las monjas del convento de la Trinidad me dan la comida en recompensa de pequeños servicios que les hago y el alcalde me paga un real diario por el arriendo de las tierras que lindan con las suyas. Las demás, como yo no las sé trabajar, ni me las bendicen ni me producen nada. El alcalde me ha ofrecido que me las comprará cuando yo sea mayor porque no quiere meterse en líos adquiriendo bienes de menores. Pero entre tanto...

-¿Vives mal, no es cierto? Interrumpió don Pedro.

-Sí señor, muy mal.

El caballero se volvió hacia el administrador que estaba de pie a corta distancia, y le preguntó:

-¿Quién es el alcalde?

-El cacique del pueblo, contestó el interpelado, un hombre malo y ambicioso que quiere quedarse por nada con estas tierras que valen y le convienen porque están junto a las suyas.

-¿Y por qué no se bendicen estos campos?

-El alcalde es el que dispone por dónde han de ir los curas; éstos no hacen más que lo que él ordena. Está el párroco aquí desde hace poco y los tenientes no intervienen en nada, como no sea en las cosas de dentro de la iglesia.

Zúñiga se levantó, dio una moneda de plata al chico, que enrojeció al recibirla sin atreverse a rehusarla, y después de despedirse de él siguió su camino acompañado por el administrador.

Apenas estuvo solo el niño, que se llamaba Daniel como su padre, se dirigió hacia una choza algo distante en la que vivía una anciana aún más pobre y desamparada que él, que le recibía siempre con cariño.

-Señá Dorotea, le dijo, vengo a saber si ha reunido usted ya el dinero para el pañuelo qué se quería comprar.

-No, hijito, contestó la vieja, no recojo más que centimillos cuando voy a pedir de puerta en puerta los sábados, y con eso no hay más que para mal comer.

-Pues aquí le traigo yo esta moneda de plata para su hucha. Me la ha dado un caballero y la he guardado para usted.

-Dios premie tu buen corazón y te dé ahora la fortuna en la tierra y después la gloria en el cielo. Mañana me compraré el pañuelo para ir con él a la cabeza a la bendición de los campos y a la iglesia después.

Al día siguiente desde muy temprano se veía a casi todos los hombres del pueblo, viejos, mozos y niños, bien ataviados, limpios, con semblante regocijado, reunidos en la plaza, esperando a que los tres curas ya revestidos saliesen de la iglesia. Algunos de ellos y no pocas mujeres habían entrado en el templo. En él se hallaba también don Pedro de Zúñiga con su administrador y los principales trabajadores de sus campos. Y allí estaba el cacique del pueblo, el insustituible alcalde, porque no había quien se atreviese a privarle de aquel cargo.

El sacristán llevaba la manga de la parroquia, otros hombres sacaban los estandartes de las hermandades de las hijas de María, de Santiago y de San Sebastián y varios mozos, en modestas andas, el Cristo llamado del Amparo y una hermosa imagen de la Virgen de las Mercedes. Detrás iban los sacerdotes, el alcalde, que ofreció el sitio preferente a don Pedro, los principales personajes de la localidad, los labradores, los jornaleros y por último algunas mujeres y no escaso número de niños de ambos sexos. Llegados a un montecillo, el párroco bendijo los campos mientras todos los concurrentes a la sagrada ceremonia permanecían inmóviles y con el mayor recogimiento.

Repitiose esta escena en los dos siguientes días yendo la comitiva por sitios diferentes, por todos lados excepto por el campo de Daniel, y este niño no faltó nunca, al lado de la vieja Dorotea que cubría sus escasos cabellos con un vistoso pañuelo comprado para la fiesta y que excitó la curiosidad de todas las comadres de aquel pueblo.

Don Pedro Zúñiga había escrito al lugar donde vivía el tío de Daniel pidiendo informes suyos. Se había dirigido al párroco, al que no conocía, y no tardó en recibir una larga carta en la que el sacerdote le daba las mejores noticias respecto a la honradez y laboriosidad de aquel hombre que era el maestro de escuela del pueblo. Cobraba un sueldo tan corto que apenas bastaba para cubrir sus necesidades.

El caballero, que era persona influyente, logró que le aumentasen la paga y, una vez realizado esto, llamó a Daniel y le dijo:

-Tu tío puede tenerte ya a su lado, márchate con él hasta que yo logre su traslado a este lugar, para lo que necesitaré algún tiempo. Cuando residáis aquí os ocuparéis de tu campo que es bueno y producirá una regular renta. Con la escuela y lo que dan las tierras viviréis con holgura. El viaje te lo pagarán mis hijos que se interesan por ti; creo que no rehusarás este pequeño servicio de unos niños, compañeros tuyos por la edad y por las inclinaciones.

-Cómo agradecer bastante... empezó Daniel con acento conmovido.

-Siendo siempre honrado y trabajador, le interrumpió don Pedro.

El muchacho se alejó del lugar, durando su ausencia cerca de un año. Alguna vez escribía a su bienhechor que le contestaba siempre con afecto.

A mediados de abril recibió el tío el traslado para la otra escuela y apenas llegó el maestro que había de sustituirle, el buen hombre y su sobrino se dirigieron hacia el pueblo donde el niño habla conocido a Zúñiga.

Llegaron de noche y buscaron alojamiento en la posada hasta la mañana siguiente, que era la del 25 de abril. Este día se dirigieron a la iglesia para asistir con la comitiva a la bendición de los campos. Oyeron decir a algunos hombres que el alcalde del año anterior había sido destituido reemplazándole don Pedro por voluntad de todo el vecindario, y que el antiguo cacique no pudiendo sufrir su derrota, había vendido cuanto poseía, marchándose a vivir al pueblo de su mujer donde nadie le hacía caso. Que allí devoraba su impotente rabia sin que se compadecieran de él.

Grande fue la sorpresa de Daniel cuando vio que los tres sacerdotes seguidos de casi todos los habitantes del lugar se dirigían hacia el lado de poniente y que allí el primer campo que bendecían era el suyo. Y aún creció más su asombro al hallar sus tierras sembradas y restaurada su casita, que antes estaba ruinosa; todo aquello estaba cuidado con esmero prometiendo una abundantísima cosecha.

Daniel condujo a su tío al lado de don Pedro a cuyos pies quiso arrojarse, lo que el caballero impidió abrazándole con cariño.

-Lo que he hecho por ti ha sido mi primer acto de justicia, le dijo Zúñiga; he remediado el mal que te causó mi antecesor, el alcalde indigno. He proporcionado con el arreglo de tus campos trabajo a no pocos obreros que carecían de él. Conserva a los que necesites a tu servicio, y trabaja tú también, trabaja con ahínco y si tienes más dinero del que necesites dalo a los pobres como nos manda Dios y Él te bendecirá y protegerá siempre.

Daniel así lo hizo, auxiliando en primer lugar a la vieja Dorotea. Su campo fue el más hermoso de aquel pueblo sin que jamás se perdiese una cosecha ni tuviese que sufrir ninguna de las innumerables plagas que arruinan a tantos desgraciados labradores, premiando así el Señor al pobre muchacho tan perseguido durante su infancia por las desdichas que sobre él llovieron sin merecer ninguna.




ArribaAbajoMayo

Las flores


imagen

A mis sobrinas Matilde y Margarita Esteban Valdés.

El día de la Ascensión habían comulgado por primera vez ocho niñas del colegio de Santa Teresa, y con ellas habían tomado también la comunión muchas de sus condiscípulas mayores y no pocas hermanas. No habían asistido a la solemne misa más que los parientes de las educandas, a los que se habían dado papeletas, y la presidenta del colegio, una ilustre dama, buena y caritativa, que poseía una cuantiosa fortuna.

De aquellas ocho niñas, siete eran de familias acomodadas, únicamente Pilar era hija de una pobre mujer que podía tener a la criatura en tan elegante colegio porque se lo pagaba una prima suya muy rica. Pero como sólo recibía este favor, la niña no hubiese podido hacer la primera comunión con igual traje que sus compañeras, si una vecina que lo tenía desde hacía dos años, por haberlo llevado una hija suya, no se lo hubiera prestado. Pilar había, pues, recibido la sagrada hostia vestida de blanco, con el largo y vaporoso velo y la corona de flores. La misma vecina le había regalado una vela rizada y su madre un devocionario con tapas de marfil que tenía de cuando ella era pequeña.

El capellán había pronunciado una breve y sencilla plática y luego las niñas se habían arrodillado de dos en dos en las gradas cubiertas de alfombra. La ceremonia había durado una hora escasa.

Pero la fiesta del día no terminaba allí. Todas las tardes se hacían las Flores de María y cantaban en el coro las hermanas y las colegialas que sabían música. Se había dispuesto que las niñas que habían hecho la primera comunión ofreciesen ramos a la Virgen recitando poesías alusivas. Según fuese el ramo así serían los versos; los había para toda clase de flores y Pilar había aprendido unos cortos, teniendo en cuenta la monja que se los había enseñado su carácter tímido. Debía la niña depositar unas rosas a los pies de la sagrada imagen.

Los ramos fueron llevados a las colegialas desde sus casas y eran casi todos preciosos, más o menos grandes, pero de buen gusto y de valor. Sólo Pilar no tenía flores y no se había atrevido a pedir a su madre que hiciese el sacrificio de gastar ese dinero por ella.

-La Virgen sabe, pensaba, que yo le daría las plantas más bellas si de mi voluntad dependiese; pero las personas que vean que no llevo mi ofrenda como mis condiscípulas, pensarán que soy menos buena que ellas, menos creyente.

Y la pobre niña lloraba con verdadero desconsuelo.

Sor Juana de la Cruz, la monja que daba las lecciones de labores y de catecismo, no había dejado de observar a la colegiala y no tardó en comprender lo que pasaba en su interior. Sabía la mala posición de la madre de Pilar, y, deseando remediar aquella pena, buscó por el jardín algunas rosas, pero no había quedado ni una, todas se habían cortado para adornar los altares de la iglesia, especialmente el mayor donde estaba colocada la Virgen del Amor Hermoso. La religiosa no quería quitar ni una flor de allí, ya no eran suyas ni de sus compañeras, pertenecían a aquella Madre representada por una escultura preciosa. Sor Juana de la Cruz bajó a la iglesia para acabar de arreglarla y Pilar la siguió.

-¿Me da usted permiso para rezar y meditar un rato? Dijo la niña.

-Sí, hija mía, respondió la hermana.

La colegiala se arrodilló en un reclinatorio, cubrió el rostro con sus manos para no distraerse y permaneció así mucho tiempo.

Sor Juana iba y venía de un lado para otro. Pilar oyó a una criada que la llamaba, notó que la hermana salía del templo, que estaba fuera algunos minutos, que volvía a entrar, que continuaba su faena. Tan pronto pasaba rozando el traje de la niña como estaba al otro extremo de la iglesia. Luego todo quedó en silencio, la monja se marchó dejando sola a su discípula.

Ésta rezaba y meditaba siempre. Pedía a la Virgen que hiciese un milagro para ella, que le enviase siquiera una flor para devolvérsela enseguida. Su bello ideal era tener una de aquellas rosas que había visto en el jardín de la presidenta un día en que fue a paseo con sus compañeras y Sor Juana. Eran muy grandes, con muchísimos pétalos y a través de la verja había aspirado su delicado aroma al mismo tiempo que admiraba sus bellos matices.

Aquello era un sueño, ¿cómo había de tener la niña pobre y desamparada una flor semejante?

Pilar estaba muy cansada y comprendió que sus rodillas no podían sostenerla ya más. ¿Acaso no le permitiría la Virgen sentarse para continuar orando?

Sabía que la gracia implorada en tal día se la había de conceder. Su sola aspiración era aprender muchas cosas para cuando saliera del colegio dar lecciones llevando con el producto de ellas el bienestar y el descanso a su madre. Las monjas la protegerían, como habían hecho con otras niñas que tuvieron igual idea. Su madre no trabajaría más, todo lo haría ella con la ayuda del cielo y de sus buenas profesoras...

Pilar se sentó y cerró los ojos para no distraerse con las luces, las flores y alguna persona de la casa que entraba de vez en cuando en la iglesia.

A las cinco en punto se abrieron las puertas del templo. La niña, suponiendo que ya no podría rezar más hasta que lo hiciese con sus compañeras, abrió los ojos. Arregló maquinalmente los pliegues de su velo y al dejar caer las manos sobre la falda sus dedos tropezaron con un objeto fresco y húmedo. Miró y vio atadas con una cinta de seda blanca seis rosas de tamaño excepcional, quizás aun mayores que las del jardín de la presidenta del colegio. El perfume que exhalaban era embriagador, pero Pilar no lo había advertido por el fuerte olor a flores que había en la iglesia.

¿Cómo pintar su asombro y su entusiasmo al tener en sus manos aquel ramo prodigioso que miraba como un obsequio de la Virgen? ¡Qué feliz era la niña y con cuánta emoción dio las gracias a la Madre del Amor Hermoso!

Nadie le preguntó de dónde le habían traído tan bellas flores. Algunas de las condiscípulas de Pilar las miraron con envidia o con sorpresa.

Pasó la función religiosa en medio del mayor recogimiento y al final fueron las niñas que habían hecho la primera comunión por la mañana a depositar sus ramos de flores a los pies de la Virgen recitando al propio tiempo las poesías que les habían enseñado. La última fue Pilar, siendo grande el asombro de todos los que la escucharon cuando dijo los versos con tanto fervor religioso y tanta entereza como nadie la hubiese creído capaz dado su carácter apocado.


    Virgen del Amor Hermoso,
¡deja que madre te llame!
No hay un corazón piadoso
que más que el mío te ame.
    Mis plegarias fervorosas
lleguen hasta ti, María,
y acepta estas bellas rosas
a la vez que el alma mía.

Todos se conmovieron al oír a la niña recitar estos ocho renglones.

Recibió la felicitación de sus profesoras y de la presidenta que, al regalar a las colegialas recordatorios de la solemne fiesta de aquella mañana, dio a Pilar el más bonito.

Sólo a su madre y a sor Juana de la Cruz contó la niña lo que ella llamaba el milagro de las rosas. La monja sonrió dulcemente al oír aquel relato y luego, abrazando a su discípula, le dijo:

-Ama mucho a la Virgen y siempre te protegerá. En cualquier contrariedad que tengas en la vida, acuérdate del día de tu primera comunión y encontrarás alivio a tus penas y consuelo en tus dolores.

imagen




ArribaAbajoJunio

La noche de San Juan


imagen

Poco antes de dar las doce el reloj del Ayuntamiento, las veinticuatro como decimos hoy, se hallaban reunidos casi todos los habitantes de Aldeachica en una gran plazoleta en la que se elevaban gigantescos árboles y en cuyo centro había una hermosa fuente.

La noche era clara y serena, una noche de estío en la que se respiraba con delicia el aroma de las flores del campo y de las plantas que crecían en los montes. La tierra estaba cubierta de hierba y entre ella lucían sus galas algunas margaritas y amapolas.

A corta distancia se divisaba el pueblo que no tendría más de cincuenta casas y una iglesia pequeña. Había varias huertas a la entrada y a la salida del bosque y en éste la plazoleta donde se hallaban los aldeanos al terminar el 23 de junio y dar principio el 24. Más lejos se elevaban las obscuras montañas con grandes manchas verdes que eran pinos en unas, zarza y retama en otros.

Un grupo de jóvenes de ambos sexos que se había internado en el bosque se acercaba entonando la conocida canción:


      ... El trébol, el trébol,
a coger el trébol la noche de San Juan.



Al dar las doce, los jóvenes y los niños metieron sus cabezas en el pilón de la fuente entre grandes risas de las mozas y de las niñas que por no descomponer sus peinados renunciaban gustosas a aquella parte del programa con que se inauguraban los festejos. Luego empezaban las disputas sobre quién se había zambullido el primero, disputas que por milagro de Dios no acabaron como otras veces a garrotazos.

Los habitantes de Aldeachica se entregaron después a la inocente ocupación de buscar entre la hierba el trébol para ver quién hallaba el de cuatro hojas que es el que proporciona la felicidad. Era difícil la tarea por ser el trébol muy pequeño, y apenas encontraban uno, aunque fuese de tres hojas, lanzaban gritos de alegría, que repetía el eco como si quisiera asociarse al contento de aquellos buenos campesinos.

Al fin una niña de diez a once años, rubia, pálida y revelando en su semblante privaciones y sufrimientos, dijo mostrando la pequeña planta que había buscado con tanto afán:

-¡Aquí está, aquí está el trébol de cuatro hojas!

Todos los aldeanos la rodearon felicitándola.

Aquella pobre criatura era hija de una viuda que tenía cuatro niños más, tres menores que ella, uno un poco mayor. Aunque la madre trabajaba mucho, no reunía lo suficiente para sostener a tan numerosa familia. Pasaban hambre, apenas tenían ropas con que cubrir sus cuerpos y vivían en una de las más miserables casas del lugar. Había allí muy pocos medios de ganar dinero y ninguno para hacérselo ganar a los demás.

La niña se llamaba Margarita y su hermano mayor Mauricio. La primera puso el trébol entre sus cabellos sujetándolo con una horquilla.

Luego empezó el baile que duró hasta la madrugada. Un mozo del pueblo, el hijo del juez, se acercó a Margarita y le dijo:

-Si me das el trébol que te has encontrado pago por él una peseta.

La niña se lo quitó de su cabeza, dirigió a aquellas cuatro hojitas una triste mirada, se las dio al que todos llamaban en la aldea el señorito y recibió una moneda de plata que representaba para ella la comida de aquel día, esto es, un poco de descanso, para su infeliz madre.

Luego Margarita y su hermano se fueron a su casa para dormir un poco y levantarse para ir a las diez a la función de iglesia en la que diría el sermón un cura que iba de la ciudad expresamente para eso.

El señorito se retiró del bosque cuando era ya de día, pero habiendo querido presenciar todas las fiestas, hasta por la noche no se encontró a solas en su cuarto. Ya en él se dijo:

-Cuenta la tradición que el poseedor del trébol de cuatro hojas recibe por cada una de ellas un beneficio. Uno de estos será seguramente la fortuna y si la obtengo me marcharé de este villorrio para llevarme una gran vida en la capital. Adiós entonces todo lo que aquí me aburre, las amonestaciones de mi madre, las rancias ideas de mi padre, el inevitable trato con estos rústicos, los apuros de dinero y tantas molestias como me agobian. ¡Qué feliz voy a ser y qué buena vida me he de dar!

Arrancó una de las hojas, luego otra y otra y al fin la cuarta. Las hojitas en vez de caer al suelo flotaron un momento por el aire y después impulsadas por una suave brisa, salieron por la ventana no deteniéndose hasta la casa de Margarita donde entraron y fueron a posarse a los pies de la niña. Ésta vio con asombro que su humilde habitación mal alumbrada por un cabo de vela, se cubría de una espesa niebla, luego se iluminaba con una luz rosada y a su resplandor divisó a cuatro mujeres de sin igual belleza, vestidas de blanco y llevando en sus manos diferentes objetos. Se adelantó una y dijo a Margarita:

-Yo soy la riqueza que nunca acaba.

-Yo, añadió otra de las jóvenes, soy la felicidad eterna.

-Yo, murmuró otra, soy la hermosura que no se marchita.

-Yo, terminó la cuarta, soy la virtud que no muere.

La primera entregó a la niña una caja llena de oro, que ella puso sobre una mesa; la segunda un talismán; la tercera una joya, que Margarita dejó igualmente; la última una flor de plata que conservó en su mano dándole preferencia sobre los otros dones, por ser el emblema de la virtud; pero las cuatro mujeres le dijeron:

-Todo es para ti, cada una de las hojas del trébol te concede una gracia y serás rica, feliz, bella y virtuosa. Compartirás tu fortuna con tu familia porque el oro de esa caja no tendrá fin...

-Pero, interrumpió la niña, eso no será mío, porque yo he vendido el trébol a un hombre.

-Los bienes que produce el trébol son para el que lo halla, no para el que lo compra. Al arrancar las hojas el que te lo ha pagado nos ha hecho presentarnos aquí. Adiós afortunada niña, nosotras te protegeremos y te amaremos siempre.

-Adiós, respondió Margarita, que estaba atónita, adiós y gracias. Yo nunca os olvidaré.

Se desvaneció la visión, se disipó la niebla, pero allí quedaron los objetos con que la niña había sido obsequiada.

Un grupo de muchachos pasaba por la calle cantando:


A coger el trébol la noche de San Juan.

Pero ninguno encontró el de cuatro hojas que crece entre la hierba.

Y mientras el señorito continuaba aburriéndose en el pueblo, la modesta familia de Margarita vivía rica, feliz, en aquella casita en que había nacido, agrandada y restaurada, habiendo comprado tierras en las que trabajaba Mauricio, pudiendo recibir los niños esmerada educación, siendo todos por su excelente comportamiento y su ventura, la envidia de los malos y la alegría de los buenos.

imagen






ArribaAbajoEl estío

imagen

Cuando en el verano volvió don Mario Peñalver al pueblo con el objeto de permanecer allí breves días como de costumbre, Mercedes y Rafael, que le esperaban impacientes, fueron en el coche con su padre a recibirle a la estación.

El anciano les llevaba libros y juguetes comprados en Madrid, que los niños le agradecieron mucho.

El padrino vio en su posesión los árboles cargados de frutos, el trigo segado, y se regocijó cuando supo que sus ahijados se habían entretenido por las tardes trillando en las eras. Estaban fuertes y robustos y aquella vida campesina les probaba muy bien.

Quiso don Mario al día siguiente de su llegada hacer una visita a sus colonos y a ella le acompañaron su sobrino, la esposa de éste y Mercedes y Rafael.

Enterados los labradores del proyecto del amo, habían levantado arcos de ramaje por donde tenía que pasar y al acercarse el interesante grupo lanzaron al aire un sin fin de cohetes de los que a causa de ser de día sólo se vio un poco de humo oyéndose en cambio un ruido atronador. Las mozas y los mozos se habían puesto sus trajes de gala, llevando ellas en sus cabellos flores silvestres. Los niños y las niñas cantaron un himno dando al señor la bienvenida, y todos, sin distinción de sexo ni edad, vitorearon a su señor con entusiasmo sincero y verdadero júbilo. El anciano estaba profundamente conmovido.

Rafael, que conocía a cuantos chicos vivían por allí, observó que faltaban jacinto y León, dos hijos de otros tantos guardas de aquellas tierras. ¿Estarían enfermos? Vio a sus madres que iban juntas y que eran algo parientas e íntimas amigas.

-¿Y los niños? Les preguntó el hermano de Mercedes.

-Se han quedado en casa castigados, contestó una de las mujeres.

-Y atados, contestó la otra, porque si no se escaparían.

-¿Pues qué han hecho? Interrogó don Mario que iba cerca y se había enterado de la conversación.

-Son muy malos, señor, murmuró una de las madres. Matan a los pajaritos en sus nidos, destruyen o echan agua en los hormigueros, estropean las plantas con piedras o palos y no hay quien haga carrera de ellos.

-¿Los reñís por todo eso, verdad?

-Sí, señor, les reñimos, les pegamos, les dejamos sin comer, les encerramos...

-¿Y no habéis probado hablarles con dulzura?

-¿Para qué? Replicó una de ellas; no habían de hacernos caso.

-¡Quién sabe! Habría que intentarlo. ¿Están cerca de aquí?

-Sí, señor, en aquella casa que se ve a la derecha, les hemos dejado juntos, pero están sujetos a las sillas y no pueden marcharse.

Quiso don Mario ver a los muchachos y entró con las madres de éstos, sus sobrinos y los niños en una gran sala del piso bajo de una de las viviendas que daba de balde a sus guardas.

Los culpables estaban allí a bastante distancia el uno del otro, atados y sufriendo su castigo de muy distinto modo. León, lleno de rabia, lloraba a gritos, lanzando imprecaciones por aquella boca que sólo frases hermosas y sencillas debiera pronunciar.

Jacinto estaba avergonzado, con la cabeza inclinada sobre el pecho, inundadas de lágrimas las mejillas y sin pronunciar una sola palabra.

A él se acercó primero don Mario y le preguntó con cariño:

-¿Porqué matas a los pajaritos de Dios? ¿Porqué deshaces los hormigueros? ¿Te hacen daño las aves o las hormigas? ¿Te molestan en algo?

-No, señor, murmuró el niño.

-Los pájaros, prosiguió el anciano, nos alegran con sus cantos, destruyen en los campos mil insectos dañinos para nuestras cosechas y las hormigas son trabajadoras e inofensivas. Infatigables, durante el verano, llevando a veces pesos muy superiores a sus fuerzas, guardan para el invierno lo que encuentran ahora en su camino sin que nada las arredre y dando ejemplo a muchos hombres de laboriosidad. ¿Has pensado tú, alguna vez en esto?

-No, señor, repitió el niño, no lo sabía siquiera.

-¿Lo haces porque te lo manda tu compañero?

Jacinto guardó silencio no queriendo acusar a su amigo.

El anciano se aproximó después a León, que no cesaba de gritar.

-¿Y tú, le preguntó don Mario, por qué maltratas a los animales? ¿Por qué tienes tan mal corazón?

-Porque me son antipáticos, respondió el muchacho, y porque puedo destruirlos siempre que se me antoje; son menos fuertes que yo, no me hacen frente.

-Ya os conozco a los dos, repuso el caballero, y si vuestros padres me hacen caso, cual espero, separaré la cizaña del trigo, como hacen los labradores. Que Jacinto no vea más a León, que su madre le aconseje bien, y no tardará en modificar lo que más que malos instintos es influencia perjudicial de su amigo. En cuanto a León, le encerraremos en un colegio, que casi, sea un correccional, donde cambien rígidos maestros su natural perverso. ¿Aceptan ustedes?

-Y muy reconocidas, dijo la madre del niño malo.

-Cuando yo vuelva para el otoño ya me informaré de si en estas criaturas se ha operado el cambio que espero y deseo.

Siguieron paseando después y don Mario preguntó a sus ahijados su opinión respecto a lo que había de hacerse con las aves y las hormigas.

-A nosotros, dijo Mercedes, nos gustan mucho los pájaros y no consentimos que nadie se acerque a los nidos. Cerca de los hormigueros echamos granos de trigo o de arroz y miguitas de pan y nos entretenemos viendo cómo las hormigas se lo llevan, desapareciendo todo en un momento porque salen muchas a trabajar, aun las más pequeñas que apenas pueden con su carga.

Habían llegado a un extenso maizal en el que crecían altivos y gallardos algunos girasoles.

-¡Qué flor tan grande! Exclamó Rafael.

-¡Lástima que no huela! Añadió Mercedes.

-Sé a propósito de ella una fábula, dijo el padrino.

-¿Nos la quieres recitar?

-Con mucho gusto.

Y el anciano empezó de esta manera:


    Dice más de un ser grave
que igual la fuente que la flor y el ave
saben hablar desconocido idioma
que es en la fuente su rumor suave
y en la planta quizás es el aroma.
Esto es sin duda un hecho, aunque asombroso,
pues yo sé que una tarde placentera
un girasol soberbio y jactancioso
enojado exclamó de esta manera:
-Orden da de cortar todos los días
menudas flores, de este parque el amo,
cuando con sólo cuatro de las mías
puede formarse un elegante ramo.
¡Cómo el alma se engaña, cuál se ofusca!
Mis pétalos de oro nunca observa
y a la violeta busca
que se esconde medrosa entre la hierba.
No admira mi arrogancia, mis colores,
al pasar a mi lado,
¡yo, que debiera ser entre las flores
lo que el Sol a otros astros comparado!
Y esto escuchando, replicó una fuente
que era a aquella cuestión indiferente:
-Te quejas sin razón, pues ten en cuenta
que una lección te ofrece el mundo, donde
se desprecia al que méritos ostenta
premiando en cambio a aquel que los esconde.
Es la modestia un don, puro, precioso,
que halla para lucir propio destello;
comprende, vanidoso,
que no siempre lo grande y lo vistoso
suele ser lo más útil y más bello.

imagen

-Esto es verdad, padrino, dijo la niña cuando acabó de recitar la fábula el anciano. Yo sé que todas las plantas sirven para algo, tú me lo has dicho y papá también me lo ha explicado muchas veces, pero no son igualmente bellas. Un ramo de girasoles no me gustaría, no sería bonito, ni elegante, ni tendría buen olor. La fuente le dio una lección diciéndoselo y no hay duda de que la aprovecharía.

El paseo se prolongó hasta el anochecer. Ya el sol se había ocultado detrás de las montañas; volvían del campo las carretas tiradas por bueyes cargadas de heno formando una masa enorme; los trabajadores regresaban a sus hogares felices y tranquilos; algunos entonaban dulces o alegres canciones que el eco repetía. Los pájaros se recogían en sus nidos y no se oía el canto del gallo ni el arrullo de las palomas.

La campana de una aldea poco distante, compuesta de dos docenas de casas y una iglesia, lanzó los nueve tañidos de la Oración y don Mario y sus acompañantes se detuvieron quitándose los sombreros el anciano, su sobrino y Rafael.

-El Ángel del Señor anunció a María... empezó el padrino.

Y después que rezaron el Angelus se dirigieron hacia su casa en la que entraron ya de noche.

-¿Recordarás para mañana algún cuento? Preguntó Mercedes al dueño de aquellas vastas tierras.

-Sí, contestó él, traigo preparados los que corresponden a los tres meses del estío.

-Los oiremos con mucho gusto, dijo Rafael.

-Y los aprenderemos para repetirlos después a otros niños, añadió Mercedes.

Cumpliendo lo ofrecido, don Mario narró con voz clara y facilidad de palabra los tres siguientes cuentos:


ArribaAbajoJulio

El sueño del segador


imagen

imagen

Florencio era un galleguito que había abandonado su poética aldea para ir a una tierra distante con una cuadrilla de segadores. Era la primera vez que se había separado de su madre, una buena mujer que, según probaba su fe de bautismo, era todavía bastante joven, pero que por su aspecto parecía una vieja. Él la veía con los ojos del alma con el hermoso cabello negro cuajado de hilos de plata, la mirada triste, las manos encallecidas por el trabajo, los pies desnudos, mal vestida con miserables ropas. Florencio no tenía padre, había muerto en un naufragio, y el resto de su familia lo componían dos rapazuelas rubias y sonrosadas, demasiado niñas aún para ayudar a la madre en sus faenas. Tenían allá en el pueblo una casita y una tierra rodeada de altos maizales. Una parra que daba en el otoño grandes racimos de uvas negras y algunas hortalizas constituían toda la fortuna de aquella pobre gente.

El bello ideal de la buena mujer era tener una vaca, pero, a pesar de la increíble economía con que vivía, aunque hacía puntillas primorosas para venderlas por los pueblos cercanos, era muy poco lo que había logrado reunir en varios años de trabajo incesante. Para llevar algún dinero a su madre, había partido Florencio de su aldea.

-Si yo tuviese veinte duros más de lo que puedo ganar segando, se decía, mi madre comprar a una vaca de aquellas rojas y pequeñas de mi pueblo que dan tan buena leche y que nos proporcionaría alimento a nosotros y dejaría bastante para vender.

Mi madre trabajaría en sus puntillas como ahora, pero no labraría la tierra, que esto lo haría yo; y mis hermanitas llevarían la leche a algunas casas donde nos han dicho que la comprarían si tuviéramos una vaca. ¡Si me atreviese a jugar a la lotería! Pero... ¿y si no me cae y pierdo el dinero?

Fija esta idea en su mente, le dijo a un segador de la cuadrilla en que trabajaba si quería jugar con él, éste aceptó y convinieron en que Florencio tomaría un décimo de tres pesetas, dando la mitad del dinero cada uno. El décimo lo guardó el hombre que entregó en un papel el número al muchacho, mal escrito, pero bastante claro para que se pudiera leer.

imagen

Pasaron unos días, llegó el sorteo, se publicó la lista, y el segador dijo a Florencio:

-Mala suerte hemos tenido, no nos ha tocado nada; puedes romper el papel que te di con el número.

Pero el galleguito no lo rompió aunque dijo al otro que lo había hecho.

Tocaban a su término las faenas que a aquel campo les llevaron. La siega estaba hecha, no sin trabajo porque el sol abrasaba. A la hora de la siesta se echaba toda la cuadrilla a dormir en el campo, buscando la poca sombra que había, ya junto a una tapia, ya al pie de un árbol. Aquel mes de julio había sido de un calor excepcional y los pobres segadores, sudorosos, jadeantes, deseaban ardientemente volver a sus pueblos de Galicia a aspirar el aroma de sus campos, a disfrutar sus suaves brisas, a admirar sus altivas montañas, a comer los sabrosos frutos de sus árboles o de sus viñas. Mal vestidos, peor alimentados, cubiertas las cabezas con grandes sombreros de paja que apenas les preservaban de los rigores de la estación, contaban los días que les quedaban de aquel penoso trabajo que ya felizmente iba a terminar.

Una tarde, la penúltima que habían de permanecer allí, Florencio dormía tranquilamente en lo más lejano de aquel campo extenso, con el sombrero echado sobre su cara para evitar los rayos del sol. Soñó que un niño de rostro preciosísimo se había acercado a él poniendo en su mano un billete de banco de cien pesetas, diciéndole:

-Toma, este es el dinero que necesita tu madre para comprar la vaca pequeña y roja que ha de llevar la holgura a tu casa.

imagen

Antes de que él le diera las gracias, el niño había abierto unas alas como de paloma y había remontado el vuelo, subiendo tanto, tanto, que no había tardado en perderle de vista. Cuando Florencio se despertó aún faltaba media hora para que se reanudasen los trabajos. Tenía deseos de andar un poco antes de emprender la faena y se paseó entre los haces de trigo que alfombraban el campo. De repente se detuvo porque sus pies habían tropezado con un objeto. Era una cartera de piel bastante grande y muy abultada. El niño se sentó en el suelo, la abrió y quedó deslumbrado. Estaba llena de billetes de banco y de monedas de oro. Aquello representaba una fortuna, había dinero para comprar muchas vacas, para proporcionar la alegría y la riqueza a su buena madre y a sus hermanitas, las rapazuelas de cabellos rubios. Se guardó la cartera en el bolsillo de su blusa y continuó meditabundo su paseo. Aquel dinero no era suyo, aquel dinero podía ser de alguno que lo necesitase... ¿tendría derecho a quedarse con él?... ¡Si no lo reclamase nadie! Su conciencia de niño bueno y honrado le decía que era preciso restituir lo que la casualidad le había hecho encontrar.

Vio de lejos al amo que buscaba algo entre los haces de trigo; parecía contrariado y de mal humor. Sin duda había él perdido la cartera.

¡Bah! El amo era rico y aquel puñado de billetes no representaría gran cosa ni haría mella en su fortuna. Florencio estaba casi decidido a no devolver la cartera; miró al cielo como para consultarle y fe pareció que allí arriba, muy alto, casi junto al sol se alejaba el angelito con el que soñara, agitando las alas y llorando por la maldad de los hombres.

Florencio se dirigió al sitio donde estaba el amo y le preguntó con voz trémula:

-Señor, ¿se le ha perdido a usted alguna cosa?

El amo contestó un tanto alterado:

-Sí, una cartera grande con dinero que necesitaba para un pago que tenía que hacer hoy.

-Aquí está, murmuró el niño entregando el objeto encontrado.

El hombre abrió la cartera, contó lo que contenía, vio que nada faltaba, miró con sorpresa al muchacho y guardando el dinero, dijo:

-Está bien, has cumplido con tu deber, serás siempre un hombre honrado.

Y se alejó sin darle nada.

Florencio emprendió su trabajo feliz al saber que era digno de aquellas palabras. Había tenido la fortuna en su mano, pero no ignoraba que por ese medio su madre la hubiera rehusado. Ya no había vaca, por aquel año al menos.

El galleguito que había pasado la tarde ayudando a encerrar el trigo en el granero, notó la ausencia del hombre que había jugado a la lotería con él; lo participó a sus compañeros de trabajo; ninguno le había visto. Ya casi de noche, unos segadores le hallaron en medio del campo, tendido en el suelo; había muerto de una insolación. Avisaron al amo, que le hizo trasladar a su casa dando parte al juez de lo ocurrido.

Grande fue el asombro de todos al encontrar cosida al chaleco de aquel miserable una bolsa que contenía cerca de dos mil duros en billetes. ¿De dónde podía proceder aquel dinero?

Un viejo alto y seco, al que llamaban el tío Camillas, paisano del difunto y de Florencio, un hombre que era todo bondad, todo corazón, llamó aparte al amo y le dijo:

-El segador que ha muerto había jugado un décimo a la lotería con ese chiquito que traje este año a la cuadrilla recomendado por su madre; él dijo que no había caído nada, pero ¿quién sabe si engañó al muchacho y se guardó el dinero ganado?

El amo interrogó a Florencio, éste le enseñó el papel con el número y poco se tardó en saber que el décimo había sido uno de los agraciados con el premio mayor.

De aquel dinero hizo el dueño de aquellos campos dos partes, una que destinó al afortunado niño, otra que dio al tío Camillas para la viuda y los hijos del muerto. Recomendó al viejo que no se separase del muchacho hasta entregársele a su madre.

El júbilo de Florencio no tenía límites. ¡Cuántas vacas podría comprar con aquellos billetes!

El amo, que los había guardado en una cartera, se la dio al niño del que se despidió con el mayor afecto. El viejo y su acompañante partieron para su tierra.

En el tren se durmió Florencio y soñó que el angelito que ya se le había presentado otras veces, bello y sonriente, había metido algo dentro de la cartera que le dio el amo; la misma acaso que él encontrara.

Cuando llegó a su pueblo donde le esperaban ansiosas su madre y sus hermanitas, al contarles lo ocurrido, puso sobre una mesa los billetes de banco y vio sorprendido que había además de los mil duros cincuenta más que todos supusieron le había regalado el amo en premio de su honradez; todos a excepción de Florencio, que creyó siempre los había puesto con los otros billetes el angelito de su sueño.

El tío Camillas, que no tenía familia ninguna, se fue con Florencio y la suya y con ellos vivió feliz y tranquilo siendo considerado por la mujer como si fuera su padre y querido por los niños como si hubiese sido su abuelo.

En aquella casa reinaron para siempre la paz y la felicidad.




ArribaAbajoAgosto

La Procesión


imagen

Aquellas dos niñas huérfanas de madre, a las que ésta había llamado siempre Consuelo y Gracia, inspiraban la mayor compasión a todas las vecinas del barrio. El padre, un hombre sin creencias, continuamente metido en las tabernas bebiendo o jugando tenía a las pobres criaturas en el mayor abandono. A poco de casarse se había marchado a América, había estado seis años en Chile y el Perú regresando con algún dinero y con aquellas niñas a las que él sólo nombraba Chilena y Panamá.

imagen

-¡Ni que fueran perras! Exclamaban las buenas mujeres que vivían cerca de aquella familia: esos no son nombres cristianos.

El hombre, que se llamaba Gilberto, había prohibido a su esposa que hablase de religión a las niñas y que les enseñase a rezar, pero la excelente madre cuando el marido se ausentaba, procuraba inculcar en aquellas tiernas almas los bellos sentimientos de que se hallaba adornado su corazón, haciéndoles repetir las oraciones que eran un lenitivo para sus pesares. Por desgracia la buena mujer murió cuando más falta hacía dejando a aquellas niñas solas.

Gilberto era muy malo. Cuando él salía echaba la llave a su puerta y las criaturas se quedaban encerradas. Les daba poco de comer, las dejaba que fuesen cubiertas de harapos, y él gastaba lo que le restaba del dinero que trajo de América en darse la mejor vida posible.

Una señora vecina suya se atrevió a decirle un día:

-Debía usted de llevar las niñas a un colegio; se van a criar como unas salvajes.

-Ya he pensado en ello, respondió él. Van a fundar una escuela protestante y en cuanto el proyecto se realice se pasarán allí muchas horas.

-Los católicos del pueblo, que somos casi todos sus habitantes, impediremos que la escuela se funde.

-Pues si lo logran ustedes, replicó Gilberto, Chilena y Peruana seguirán encerradas como ahora porque así me conviene a mí que soy su padre. Nadie más que yo tiene derecho y autoridad sobre esas niñas que de nada me sirven. Si su madre hubiese vivido más tiempo, dejándolas mayores, me hubiesen sido útiles ayudándome con su trabajo a ganar la vida, pero así tan pequeñas están de sobra para mí.

Las pobres niñas fueron creciendo en el mismo abandono, sin hablar con ninguna persona, no paseando más que por el patio que había a espaldas de su casa y cuyas altas tapias les impedían ver las viviendas de sus vecinos.

Una hermosa tarde del mes de Agosto, el día 15, se hallaban las dos hermanitas jugando cuando oyeron una música lejana.

-¿Qué será eso, Chilena? Preguntó la menor.

-No sé, respondió la otra. Es una cosa muy bonita y daría algo bueno, si lo tuviera, por ver cómo son los instrumentos que tocan.

-¿Quieres, prosiguió la que llamaban Peruana, que probemos a traer la escalera de mano que hay en casa y nos subamos por ella a la tapia?

-Pesará mucho.

-La traeremos arrastrándola cuando nos falten las fuerzas.

Y dicho y hecho. Las dos chicuelas entraron en la casa, cuyas ventanas que daban a la calle estaban cerradas siempre, cogieron la escalera de mano y no sin dificultad ni trabajo la sacaron al patio y la arrimaron al muro. Una vez logrado esto subió primero la pequeña ayudada por la mayor, y se sentó en el borde de la tapia; después hizo lo propio la otra niña.

A su vista apareció un hermoso campo con altos árboles, terrenos sembrados de hortalizas y una larga calle de álamos a lo último de la cual se divisaba una torre con una cruz, la capilla de la Virgen que hacía años no habían visitado, desde mucho antes de morir su madre. Por la alameda venía la procesión para llevar la imagen santísima a la parroquia donde se cantaba una solemne Salve y volvía luego cruzando todo el pueblo, por distinto camino, para quedarse otra vez en la pequeña iglesia.

Tocaban a fiesta las campanas y muchas personas se apiñaban al pie del muro para ver la comitiva.

Abrían la marcha varios hombres con estandartes cuyas cintas llevaban preciosas niñas vestidas de blanco, luego el sacristán con la manga de la parroquia, las personas que formaban la cofradía con velas encendidas, el clero al que seguía la milagrosa imagen sobre doradas andas, la Virgen, una Asunción de talla, con túnica azul y manto encarnado, con los hermosos ojos fijos en el cielo y los pies apoyados en blancas nubes, y por último la banda municipal, compuesta de una docena de hombres y niños con uniforme azul y galones dorados. Al pasar la imagen de la Virgen, la gente se arrodillaba y las mujeres rezaban la Salve en alta voz.

Las dos hijas de Gilberto seguían la procesión con atenta mirada; se despertaban los recuerdos de sus primeros años cuando su madre las llevaba en la procesión y las hacía orar ante aquella imagen bendita. Y sin decirse nada, a riesgo de matarse, se arrodillaron sobre la tapia y siguieron en voz alta los rezos de las personas que había al pie del muro.

-Dios te salve, reina y madre...

¡La reina que su padre había querido que olvidasen, la madre única que ya les quedaba!

En sus ojos brillaban las lágrimas y la muchedumbre las contemplaba conmovida, temerosa de que se cayesen y deseando hacer algo por aquellas pobres almas.

La procesión se fue alejando lentamente y las niñas estuvieron de rodillas hasta que la perdieron de vista. Bajó primero la mayor para sostener la escalera a la pequeña como había hecho a la subida, y cuando ambas se vieron de nuevo en el patio sin horizonte y aislado del resto del pueblo, se abrazaron llorando.

-Desde hoy, dijo Chilena, me llamarás Consuelo y yo te nombraré Gracia. Llevaremos estos preciosos nombres de la Virgen que nos dio nuestra madre, para que la reina del cielo nos ampare y proteja.

Ya no quisieron jugar más aquella tarde, no hablaron sino de la procesión sintiendo que no pasara por allí otra vez para verla de nuevo.

Al siguiente día una mano piadosa les echó por debajo de la puerta varias estampas representando a Dios, la Virgen y diversos santos y muchas hojitas impresas con oraciones que ellas leyeron tan repetidas veces que las aprendieron de memoria.

imagen

Las principales señoras del pueblo ofrecieron a Gilberto encargarse de la educación de sus hijas sin conseguir nada y las pobres criaturas hubiesen seguido en el mismo estado de ignorancia si un día no hubiese sido su padre herido en una reyerta producida por el vino y el juego. Fue llevado al hospital y las niñas quedaron amparadas por una parienta de su madre, viuda, sin hijos, que las condujo a su casa, las vistió y alimento su cuerpo con sanos manjares y su espíritu con hermosas doctrinas, logrando salvar aquellas almas.

Cuando Gilberto se curó le buscaron una colocación en América y, como ya no tenía un cuarto, aceptó decidiendo que se iría solo. Al ver a sus hijas casi no las reconoció. Quería despedirse de ellas antes de partir.

-Aquí tiene usted a Consuelo y Gracia, le dijeron.

Él no se atrevió a darles otros nombres. Las besó, más conmovido de lo que hubiera sido de esperar, y se alejó.

Las desgracias que sufrió en América le hicieron enmendarse y desde allí escribía cariñosas cartas a sus hijas, a las que en muchos años no había de ver de nuevo.

Las niñas eran felices al lado de la señora que las amparara y mientras fueron pequeñas llevaron las cintas del estandarte de la Virgen en la procesión que se celebraba todos los años el 15 de Agosto. Iban vestidas de blanco y coronadas de flores pidiendo con dulces cánticos y bellas oraciones la conversión completa de su padre y el auxilio de la Madre del cielo junto a la que estaría sin duda la que lo fue de ambas en la tierra.

imagen




ArribaAbajoSeptiembre

La cazadora


imagen

Diana cazadora llamaban a la hija del conde de San Felipe, todos los conocidos de éste. Era una hermosa niña que cuando contaba escasamente tres años había quedado huérfana de madre y a la que su padre había dado una educación completamente varonil.

Él hubiera deseado tener un hijo y el cielo no le habla dado más descendiente que aquella criatura que, contrariando todos los gustos e inclinaciones con que la naturaleza la había dotado, montaba a caballo muy bien, cazaba a la perfección, manejaba la bicicleta como un consumado ciclista y no conocía ni las labores ni los juguetes propios de su sexo. El padre era feliz así y Diana parecía estar conforme con su suerte.

Para el primero de Septiembre, día de la apertura de la caza, el conde había convidado a muchos de sus amigos, damas y caballeros, a ir a una gran posesión que tenía en la provincia de Toledo, donde esperaba pasar una semana deliciosa entregado a su distracción favorita. Había regalado un hermoso caballo y una buena escopeta a su hija para la fiesta cinegética. Diana había recibido ambos obsequios con gratitud, pero sin entusiasmo.

Toda la gente del cercano pueblo había salido a la carretera para ver la soberbia cabalgata compuesta de muchas amazonas, entre las que descollaba por su juventud y su belleza la hija del conde, varios caballeros con el traje de cazador, numerosos servidores y muchos perros limpios, bien cuidados, que tan importante papel habían de hacer aquellos días.

Dos niños de seis a ocho años se habían adelantado hasta la señorita, que llevaba el caballo al paso como sus compañeros para no atropellar a aquella multitud que salía a su encuentro, entregando a Diana dos ramos de flores del campo que ella aceptó reconocida.

La niña, que era la mayor, iba vestida con un trajecito blanco, el de los días de fiesta, y el niño con uno gris de pantalón corto y blusita del mismo color. Ambos tenían el cabello castaño, la tez curtida por los rayos del sol, el semblante alegre y risueño y cierta distinción en su porte que contrastaba con la de los otros aldeanos.

Diana se informó de quiénes eran, sabiendo por los criados que el padre de aquellos muchachos era uno de los guardas de la posesión del conde.

Llegados los expedicionarios a ésta, almorzaron opíparamente y luego empezó la cacería ocupando cada cual el puesto que le fue designado.

Aquel día se cobraron muchas piezas y los cazadores, que se habían divertido en grande, se acostaron rendidos después de la cena.

Al lucir el alba ya estaban todos en pie y dispuestos a pasar el día como el anterior. La hija del conde, a la que cansaba pasar tantas horas seguidas en el puesto, propuso a una de sus amigas dar un paseo por la posesión llevando las escopetas por si se presentaban ocasiones de cazar algo. Un criado las seguía a respetuosa distancia y el perro Ton que era el favorito de su ama. Éste se detuvo de pronto en uno de los sitios más bellos del camino.

-Atención, dijo la niña, por aquí debe de haber algún conejo.

Y ya se disponía a apuntar cuando vio salir de detrás de unas matas a dos niños que se arrojaron a sus pies. El perro seguía olfateando.

-¡Qué imprudencia! Exclamó Diana, podíamos haber tirado sin veros y causado una desgracia. Levantaos y responded.

Se fijó bien en las criaturas y reconoció en ellas a las que la víspera le habían dado los ramos de flores.

-¿Qué queréis? Les preguntó.

-Habla tú, Guadalupe, dijo el niño a su hermana.

-Señorita, empezó la niña, perdone usted el atrevimiento, pero en esa madriguera vive Minguín con su mujer y sus hijos, y yo le suplico que no los mate. Desde que nació les conocemos y a todos los queremos mucho. Cuando nos acercamos y les traemos algo de comer salen y no se asustan de nosotros.

-¿Pero hablas de alguna familia de conejos? Preguntó Diana, con interés.

-Sí, señorita, respondió Guadalupe. El padre nació un domingo hace cerca de un año, le llamamos primero Dominguín y luego para hacer más mono el nombre, Minguín. A su padre y a su madre les cazaron cuando él era muy chiquito y nosotros le traíamos el alimento, así es que nos ha querido siempre mucho. Hoy no sale asustado por los tiros, ni su mujer ni sus hijos tampoco; pero el perro los sacará y si ustedes los matan mi hermanito Pablo y yo tendremos un pesar muy grande.

imagen

-Pero, dijo la hija del conde, si se quedan ahí cualquiera los cazará, si no hoy otro día. ¿Por qué no los lleváis a vuestra casa? ¿O no hay allí donde tenerlos?

-Sí, señorita, en nuestra casa hay un gran corral con conejera, pero está vacía porque estos conejos no son nuestros y mi padre no quiere, y con razón, que nos los llevemos.

-Bueno, prosiguió Diana, pues di a tu padre que tiene permiso para cogerlos y encerrarlos allí. El mío, que es muy complaciente y nada me niega, accederá a mi petición aprobando lo que hago. Mañana iré a tu casa y deseo que ya estén los conejos en el corral. ¿Hacia dónde vives?

-Allí, respondió la niña, señalando una casita de un solo piso que se veía entre los árboles a corta distancia.

-Pues hasta mañana, Guadalupe y Pablo.

Besó cariñosamente a los niños, llamó con imperio a Ton, que no quería apartarse de la madriguera, y continuó su camino seguida de su amiga, del criado y del perro.

A la hora de la comida contó a su padre lo que le había ocurrido con los hijos del guarda, y al conde le pareció bien lo hecho por su hija.

Al día siguiente Diana, acompañada de la misma amiga con quien iba la víspera y de un criado que llevaba alguna caza destinada a sus protegidos, se dirigió a la casita a cuya puerta la esperaban Guadalupe, Pablo y su madre, una sencilla aldeana alta y robusta. El guarda, en cumplimiento de su deber, estaba en el monte y no pudo recibir a la hija de su señor.

Diana vio todas las habitaciones, que eran espaciosas y ventiladas, el corral donde había algunas gallinas y un gallo, la conejera en la que estaban instalados Minguín, su mujer y media docena de hijos; todo muy limpio y arreglado. Pero lo que más llamó la atención de Diana fueron las labores de Guadalupe a la que enseñaba a coser y bordar su madre. Tenía además de aquellos primores una almohadilla con muchos alfileres en la que la niña tenía empezado un encaje de bolillos, que parecía una labor de hadas.

-¿Me enseñarás a hacer esto? Preguntó la hija del conde.

-¡Ah! Sí, señorita, con mil amores, respondió Guadalupe.

imagen

Y desde aquel día Diana y su amiga se iban a la casita del guarda, donde dejaban en un rincón las descargadas y ociosas escopetas, y aprendían con ahínco aquellas labores hacia las que se sentían más atraídas que a la caza. Algunas veces almorzaban allí gustándoles más la sabrosa comida de los campesinos que los finísimos platos que condimentaba un cocinero francés.

La cacería que debía de haber durado una semana se prolongó muchos días más. Diana sabía ya hacer el maravilloso encaje y otras labores, cuando Guadalupe le enseñó una muñeca que su madre le había comprado en la feria del pueblo en el mes de Septiembre del año anterior por la Virgen de las Mercedes. No era la tal muñeca ni buena ni bonita, pero estaba vestida con tanta gracia que cautivó desde luego a la hija del conde, y al llegar de nuevo la feria, Diana fue a ella con Pablo, su madre y su hermanita, y como siempre tenía dinero que le daba su padre, compró a los niños del guarda muchos juguetes y adquirió para sí un precioso bebé en cuya canastilla trabajó no poco ayudada y dirigida por sus nuevas amigas.

Grande fue la sorpresa del conde cuando al entrar una mañana en la habitación de su hija halló a ésta meciendo en sus brazos al muñeco, rodeada de telas y prendas de vestir al bebé y en otro lado el encaje de bolillos muy adelantado ya. Como él ignoraba que Diana supiese hacer aquello, se quedó estupefacto.

-Pero, murmuró, ¿te gustan a ti esas cosas?

-Sí, papá, contestó la niña con entereza, más que cazar y que montar a caballo y en bicicleta.

El conde permaneció algunos instantes meditabundo y al fin dijo:

-Quizá tengas razón. Si naciste niña ¿para qué he de obstinarme en que adoptes los gustos y las maneras de un muchacho?

Diana llevó a su padre a la casita del guarda y los dos protegieron siempre mucho a sus habitantes.

Desde entonces la niña compartió el tiempo entre el sport para complacer a su padre y las labores propias de su sexo.

Minguín murió de viejo dejando feliz y numerosa descendencia.





IndiceSiguiente