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Las fábulas de Félix María de Samaniego: Fabulario, bestiario, fisiognomía y lección moral

Emilio Palacios Fernández


Universidad Complutense. Madrid



1. El primer tomo de las Fábulas de Félix María de Samaniego (1745-1801) apareció en la imprenta del renombrado librero valenciano Benito Monfort en 1781. Casi nadie conocía al autor como creador literario fuera del contexto euskaldún hasta la publicación de este libro, por más que ya hubiera realizado algunas incursiones en el campo de la poesía y del teatro, y dejado constancia de su pensamiento social y político en diversos ensayos, escritos perdidos en su mayor parte. El éxito y la resonancia pública que alcanzó la breve colección de apólogos le animaron a continuar la empresa, que culminó con una segunda entrega que editó, tres años después, la prestigiosa oficina de Joaquín Ibarra en Madrid1.

No ocultó el prócer riojano el ámbito cultural en el cual habían nacido y crecido estas graciosas composiciones. Llevaba varios años trabajando en el Real Seminario de Vergara, feliz iniciativa en la que la Real Sociedad Bascongada intentaba poner en práctica sus nuevos programas educativos, y cuya dirección ejerció Samaniego con notable acierto en varias ocasiones2. Su dedicación a la escritura de fábulas está documentada al menos desde 1775, fecha en la que presentó a las Juntas de la Sociedad, celebradas dicho año en la ciudad de Bilbao, una selección de 36 composiciones. Los Extractos recuerdan puntualmente esta grata experiencia:

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«Reflexionando cuán pocos son los que, entre tanto número de poetas clásicos como ha habido en España, se han dedicado a disponer fábulas en idioma nacional; y considerando también cuántas utilidades acarrea este género de escrito para entretener y divertir a la juventud, infundiéndola al mismo tiempo máximas prudentes y juiciosas, un individuo de esta comisión [de letras] ha determinado proporcionar a los alumnos este útil y ameno estudio»3.



A los escolares del Seminario de Vergara dedicó Samaniego su colección, dejando patentes sus intenciones en el poema que sirve de pórtico al libro:


«Que en estos versos trato
de daros un asunto
que instruya deleitando».





2. Si las fábulas del escritor vasco resultaban novedosas en cuanto relato en verso escrito en castellano, los temas que frecuenta tenían, sin embargo, una larga andadura. Muchos de ellos provenían de los viejos repertorios de la literatura clásica: el griego Esopo los expresó en prosa y el latino Fedro los trasmitió versificados4. La cultura árabe de la España medieval añadió a este corpus primitivo abundantes motivos argumentales al actualizar la herencia cuentística hindú. Las letras de la Edad Media mostraron un gran aprecio por estas divertidas historias que permitían el adoctrinamiento, acorde con su vocación didáctica. Los clérigos hicieron acopio de las mismas en colecciones escritas en latín (Pero Alfonso, Juan de Capua...), destinadas a ser fuente de exempla para sus predicaciones. Seguían de este modo la sabia recomendación de San Ambrosio: «Los ejemplos persuaden más que las palabras». El cuento en prosa halló temprano acomodo en las lenguas vulgares, dejando como testimonio algunos de los textos literarios más antiguos en idioma romance. En castellano existe una rica tradición que fructifica5, entre otros, en libros como el Calila e Dimna, el Sendebar, o el Libro de los gatos. Con todo, la obra maestra del cuento medieval es El Conde Lucanor, una recopilación completa y original de «enxiemplos» nacida de la pluma inspirada de Don Juan Manuel en la   —81→   segunda mitad del XIV6. El relato en verso (fábula) atrajo en menor medida la atención de los poetas y su cultivo casi queda circunscrito a los ejemplos que incluye el genial Arcipreste de Hita en el Libro de buen amor.

Los cuentos de animales, y otros relatos nacidos en el mismo contexto, configuraron a lo largo de la Edad Media un entramado de asuntos narrativos que se transmitieron tanto por medio de fuentes escritas como por procedimientos orales, sometidos éstos a las reglas de la tradicionalidad. Constituyen un mundo peculiar que refleja la mentalidad colectiva. Estas historias de animales, sin que exista una distinción clara entre los imaginarios y los reales, y el valor moral que la tradición atribuía a los mismos acabaron codificados en textos que denominamos bestiarios. San Isidoro de Sevilla (a caballo entre los siglos VI-VII) recogió tempranamente en sus Etimologías el repertorio básico. Pero son dignos de especial mención, entre otras muchas, las recapitulaciones de Philippe de Thaon (h. 1121), Richard de Fournival o Brunetto Latini. Raimon Llull reflejaba en el Llibre de les bèsties, relato utópico con protagonistas animales, la realidad política, social y religiosa de su época7. «Formica es una pequeña cosa e es de muy grant provission, ca en verano cata e aliega lo que ha mester en ynvierno», leemos en una de las versiones castellanas del Tesoro del francés Latini8, rememorando el tema esópico luego retomado por La Fontaine y Samaniego. Los literatos y los artistas acudieron a estos códigos para certificar su discurso moral.

Esta tradición del bestiario continuó en la época moderna. El investigador siente necesidad de acudir a él para interpretar con fidelidad referencias culturales que perviven en el poema o en el cuadro de pintura. También conservamos obras a la antigua usanza como el publicado en 1613 por el valenciano Jerónimo Cortés intitulado Libro y tratado de los animales   —82→   terrestres y volátiles9. Más detallado que los medievales en el análisis fisiológico de las bestias, no olvida, sin embargo, las fuentes antiguas. Ofrece una estructura compleja en la que incluye el estudio minucioso de las cualidades morales de los animales, y relatos («historias») y episodios curiosos («De un perro medio carnero») que amenizan el discurso. También anota las propiedades curativas de cada uno de los animales: Esculapio indicaba que la piel del león sanaba las almorranas y «Plinio escribe que el coraçón del leon secado y hecho polvos y bevidos con vino quitan las quartanas y tercianas»10. La descripción de cada animal se completa con un pequeño grabado ilustrativo.

Durante los Siglos de Oro, el apólogo moral queda acogido a los ámbitos literarios más diversos (comedias, misceláneas, colecciones de cuentos, libros ascéticos...), pero no existe un interés especial por las colecciones de fábulas en verso. Entre los relatos en prosa cabe destacar el Fabulario (Valencia, 1613) de Sebatián Mey en el que incluye apólogos de la época clásica. Los humanistas siguieron editando a Esopo y Fedro en su idioma primitivo, en la mayor parte de los casos con motivaciones lingüísticas o escolares.

Mayor preocupación mostraron los eruditos del siglo XVIII por los fabulistas clásicos que fueron profusamente reeditados, en especial el poeta romano. Para Esopo siguió utilizándose la versión bilingüe (latín-castellano) del humanista Simón Abril, cuya primera edición había visto la luz en Zaragoza en 1575. El mismo modelo vuelve a imprimirse, para uso escolar, en Sevilla, Madrid (1737), Valencia (1760, con un atinado prólogo del erudito local Gregorio Mayans y Siscar), Granada (1778), Madrid (1788). También hallamos nuevas versiones como la realizada por Juan de Lama en Madrid en el año de 1792.

Mención especial merece la cuidada edición de bolsillo que publicó en 1755 la madrileña imprenta de Joaquín de Ibarra con «elegantissimus iconibus in gratiam studiosae juventutis illustratae» que consiguió varias reimpresiones a lo largo del siglo. Siete pequeños grabados iluminan la biografía inicial del escritor frigio, y el texto aparece ornado por 80 ilustraciones, de distintas autorías, excesivamente lineales y simples, pero que lo convierten en un bello objeto artístico-literario. Continúa la tradición emblemática iniciada en la temprana fecha de 1489 con La vida de Isopet con sus fábulas historiadas en la imprenta de Juan Hurus de Zaragoza11.

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Del latino Fedro encontramos numerosas ediciones. Unas se hacen en riguroso latín, incluidas las notas explicativas que acompañan al texto, como la publicada en Madrid por el impresor Ibarra en 1775. Predominan, con todo, las colecciones bilingües: la preparada por Juan de Serres (Madrid, 1733) con unas breves consideraciones sobre «las fábulas apológicas»; en Burgos, 1775, con traducción del jesuita Francisco Javier Idiáquez; en Barcelona, 1785, en versión de José Carrasco; la censurada de 1788 del impresor J. Doblado; en Madrid, 1789, traducida por A. Gómez Zapata; la de Alcalá de Henares de 1792; la de Madrid del año siguiente en versión de Rodrigo de Oviedo; Madrid, 1799, trasladada por Francisco de Cepeda, entre otras. La mayor parte de estas ediciones están pensadas para ayudar a los estudiantes que tenían que aprender la lengua de Virgilio, y pensaban los editores que además de cumplir con la obligación escolar ayudaban a formar el corazón de los adolescentes con sus principios morales. Ninguno de los traductores, hasta donde yo conozco, intentó hacer una traslación en verso.

La frecuente reedición de los autores clásicos puso de actualidad la fábula en el siglo XVIII, contando además con el apoyo de los pensadores reformadores que defendían la función utilitaria y ética de la poesía. Acabó convirtiéndose en uno de sus géneros poéticos preferidos. Thomas Noel ha puesto de relieve el interés de los escritores europeos por esta composición12, ya restaurada en el siglo anterior en las naciones que iniciaron este movimiento ilustrado. Las referencias obligadas para todos los fabulistas modernos fueron las Fables choisies del vate francés Jean de La Fontaine (1621-1695), cuya primera entrega se publicó en París en 1668. El éxito clamoroso de esta colección le impulsó a posteriores ampliaciones, siempre recibidas con agrado por la crítica y los lectores13. Siguió imprimiéndose durante mucho tiempo, a veces en ediciones muy cuidadas. Es digna de mención la publicada en París en 1769, dos tomos, «ornée de figures en taille douce». Acompaña a cada fábula un hermoso grabado de gran calidad, expresivo y naturalista, con resonancias de los gustos neo-clásicos que recuerda la vieja relación de la fábula con el mundo de los emblemas. La Fontaine fue autor leído con pasión en toda Europa, también en España14, en su idioma original.

No existe, sin embargo, una versión íntegra en castellano de la obra del fabulista galo hasta fechas posteriores a las que Samaniego popularizara   —84→   su figura en las letras hispanas. La versión fue realizada por Bernardo María de la Calzada y publicada, en dos volúmenes, por la Imprenta Real en 1787. Este curioso personaje, traductor profesional de comedias y novelas y autor él mismo de relatos y piezas teatrales, era capitán de caballería y socio de mérito de las Reales Sociedades Bascongada y Aragonesa. Antecede al texto un interesante prólogo en el que ofrece unas medidas reflexiones sobre la fábula, y sobre el arte del «inimitable» La Fontaine. El Correo de Madrid hizo una reseña harto elogiosa del libro, destacando también sus cualidades materiales: «Se ha puesto el mayor cuidado en su corrección, acompañando a esta circunstancia el buen formato, y lo terso y blanco del papel»15. Con todo, la traducción resulta en exceso profesional y fría, lejana de la interpretación literaria del fabulista de Laguardia.

Samaniego aclimató en España la fábula, siguiendo los pasos del maestro francés, pero, sobre todo, dejándose conducir por su propio ingenio creador. Declara al respecto en el Prólogo de su libro:

«Después de haber repasado los preceptos de la fábula, formé mi pequeña librería de fabulistas; examiné, comparé y elegí para mis modelos, entre todos ellos, después de Esopo, a Fedro y Lafontaine. No tardé en hallar mi desengaño [...]

Con las dificultades que toqué al seguir en la formación de mi obrita a estos dos fabulistas, y con el ejemplo que hallé en el último, me resolví a escribir, tomando en cerro los argumentos de Esopo, entresacando tal cual de algún moderno, y entregándome con libertad a mi genio, no sólo en el estilo y gusto de la narración, sino aun en el variar rara vez algún tanto, ya del argumento, ya de la aplicación de la moralidad; quitando, añadiendo o mudando alguna cosa, que, sin tocar al cuerpo principal, contribuya a darle cierto aire de novedad y gracia»16.



Entre tradición y modernidad, el fabulista vasco otorga un nuevo aire a unos temas mostrencos, cuyo argumento no podía modificar por completo sin contrariar a los lectores, depositarios públicos de las historias, pero en los que quiere dejar muestras palpables de su personalidad en el estilo y en el mensaje moral. El vate alavés se convierte en un eslabón privilegiado en la cadena de la tradición literaria de la fábula. Los argumentos prestados por Esopo, Fedro17, La Fontaine18, Gay19, o cualquier   —85→   otro escritor moderno, pasan por las alquitaras renovadoras de su genio poético20

El ejemplo de Samaniego y el éxito contrastado de su colección, reeditada en vida del autor en diversas ocasiones21, abrió el camino a toda una pléyade de fabulistas españoles que se ejercitaron en la moda del apólogo moral, ampliando el género a otros temas y estilos. Siguió sus pasos el escritor canario, aunque de origen vasco, Tomás de Iriarte, en cuyas Fábulas literarias (Madrid, Imprenta Real, 1782) ofrece las claves de la estética neoclásica, a la vez que pone en solfa los vicios comunes de los literatos de la época. Parece ser que se indispuso con Samaniego por celos profesionales22. Amigo y discípulo del alavés, ligado igualmente a la Bascongada y eminente pensador sobre temas sociales, fue el lequeitiano José Agustín Ibáñez de la Rentería quien escribió dos tomos de Fábulas, publicados en 1789 y 1797 respectivamente23. La nómina podría ser completada con nombres de poetas menos renombrados en el Parnaso español: Gregorio de Salas24, Juan Pisón y Vargas, Cristóbal de Beña, Ramón de Pisón...25 La novedad tuvo fiel reflejo en la prensa, donde poetas consagrados o simples aficionados publicaron numerosas composiciones, convirtiéndose en la fórmula más generosamente representada en las dos décadas que cierran el siglo26. Esta plaga literaria provocó las iras de algunos críticos. Un supuesto Sancho Azpeitia comentaba con sorna en el Correo de Madrid:

«No parece sino que la joroba de Esopo ha esperado a reventar en nuestra nación y en nuestro siglo, y que de ella ha salido una camada de Esopillos,   —86→   para llenarnos de apólogos y no dejar que corra sentencia moral, política ni literaria que no tenga su fábula al canto»27.



Parecida opinión manifestaba en 1796 el vate madrileño Juan Bautista Arriaza, afirmando con fino humor: «Reina en la corte una plaga de fábulas, como la pudiera haber de terciaras»28. Podemos considerar a Samaniego «culpable» de esta moda fabuladora a partir de la publicación de su espléndida colección de relatos morales.



3. Menor incidencia tuvo en este renacimiento de la fábula la ciencia de la fisiognomía. Aunque estemos ante un arte nacido en la Antigüedad clásica, gracias a las observaciones de médicos y filósofos, sus doctrinas no triunfaron en España, debido a las prevenciones de los clérigos medievales primero y al celo vigilante de la Inquisición, después. Julio Caro Baroja, de feliz memoria, ha historiado los datos fundamentales de esta disciplina en el espacio europeo y español29. El mundo árabe interpretó la tradición griega, añadiendo al discurso clásico elementos del arte adivinatoria y de la astrología. El pensamiento cristiano observó con recelo estas creencias en las que resultaba harto difícil separar lo popular, con la incidencia de supersticiones y hechicerías, de la tradición culta de ascendencia pagana. De las distintas materias a las que se aplicó esta ciencia, interesa destacar de manera especial lo que el citado investigador vasco ha dado en denominar «la escuela zoológica». En ella observamos dos curiosos procesos que resultan complementarios: la atribución de rasgos animales a los hombres o la tendencia a humanizar a los animales. Ambos recursos tienen una relación evidente con el bestiario tradicional y con el mundo de la fábula. El arte y la literatura medieval hacen un uso frecuente de estos tópicos fisiognómicos.

Durante la época moderna aparecieron diversos estudios de divulgación de la fisiognomía en los países europeos. Hemos de recordar los tratados de nombres ilustres como los de Bartolomé de la Roca (1504), Juan de Indagine (1522), los tres libros de De occulta Philosophia (1531) de Agripa de Nettesheim, el del extravagante Jerónimo Cardan (1611), el texto fundamental del napolitano Juan Bautista Porta De humana physiognomonia (1586), ilustrado con curiosos grabados, sistematizado en fechas posteriores por Francisco Stelluti (1637). En el ámbito francés destacan los estudios de Honorato Nicquet (1648) y de Claudio de la Belliére (1664). Algunos   —87→   de estos libros fueron profusamente reeditados y traducidos a otros idiomas, sin que fuera obstáculo su inclusión en el Índice inquisitoria Leonardo da Vinci, al igual que otros pintores de la época, nos legaron curiosas reflexiones fisiognómicas que resultan imprescindibles para interpretar correctamente algunos lienzos.

La nómina de pensadores españoles interesados por el arte fisiognómico es más reducida, tal vez porque se entendió como una ciencia marginal con problemas de ortodoxia. Con todo, podemos reseñar varias obras memorables: el Libro de Fisiognomía (Sevilla, 1517) de Silvestre Velasco la Fisonomía y varios secretos de la naturaleza (Córdoba, 1601) de Jerónimo Cortés; El sol solo y para todos (Barcelona, 1637) de Esteban Pujasol30.

El valenciano Cortés, pintoresco personaje especializado en temas de naturaleza, matemáticas y astrología, relaciona la fisiognomía con la filosofía y la medicina, para definirla en los siguientes términos: «Fisonomía no es otra cosa que una ciencia ingeniosa y artificiosa de naturaleza, por la qual se conoce la buena o mala complexión, la virtud y vicio del hombre por la parte que es anima»31. La apariencia externa del individuo y la complexión física de su cuerpo sirven de base para determinar sus valores morales. Valga de modelo esta reflexión, que tantas referencias culturales concita, por su reflejo en la literatura y en el arte: «Los que tienen los cabellos rojos, naturalmente son envidiosos, soberbios, maldicientes y engañosos»32. El libro de Cortés fue un manual profusamente reeditado hasta   —88→   el siglo XIX.

El racionalismo y el experimentalismo científico de la Ilustración no fueron suficientes para impedir la docena de impresiones que se hicieron de este libro a lo largo del Setecientos, aunque la mayor parte de ellas fueran editadas en la primera mitad de la centuria33.

Ninguno de estos textos pone en relación las características físicas y morales de hombres y animales, aquello que antes hemos denominado la fisiognomía zoológica, aspecto que nos interesa en particular desde el punto de vista del mantenimiento de la cultura fabulística. La obra de Cortés Libro y tratado de los animales, ya comentada anteriormente, solventa esta laguna. Esta curiosa ciencia atrajo también la atención de algunos teóricos de la pintura que echan mano de estas observaciones en sus tratados. Caro Baroja trae a colación referencias de Vicente Carducho, Jusepe Martínez y Antonio Palomino, quienes describen los rasgos físicos que conviene atribuir a las figuras para representar ciertos vicios o virtudes.

La fisiognomía recoge, pues, todo un mundo de doctrinas tradicionales, escasamente certificadas por la experimentación, que seguía teniendo plena vigencia en el Siglo de las Luces. El P. Feijoo, azote de tantas falsas creencias populares, fue uno de sus principales impugnadores. En el tomo V del Teatro crítico universal (1733) incluyó un discurso, el segundo, sobre la «Physiognomia». «Pareceme a mí, anota el sabio benedictino, que los que de la consideración de las facciones quieren inferir el conocimiento de las almas, invierten el orden de la naturaleza, porque fían a los ojos un oficio, que toca principalmente a los oídos. Hizo la naturaleza los ojos para registrar los cuerpos; los oídos para examinar las almas»34. Hace un análisis crítico de las propuestas de esta doctrina, demostrando una lectura exacta del tratado del jesuita francés P. Niquet, a quien tiene por el autor más acreditado. En lo referente a la fisiognomía zoológica expresa numerosas reservas:

«por más que se parezca un hombre al león en la figura, mucho más se parecerá a otro hombre, que es tímido»35.



Ni los datos que le proporciona la historia, ni la observación experimental aducen razones suficentes para confirmar el discurso del arte fisiognómico, que emplaza en el mismo ámbito marginal de la astrología.

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Los principios fisiognómicos se mantuvieron vivos, pese al celo feijoniano, tanto en ambientes cultos como populares. Los ilustrados mostraron sus recelos racionalistas, mientras la sociedad menos instruida conservaba estos viejos «errores comunes». A estas convenciones culturales codificadas podían acudir, indistintamente, el literato (la descripción del dómine Cabra puede entenderse como modélica) o el pintor. El refranero tradicional acogió esta sabiduría popular en algunos proverbios crecidos a la sombra del dicho universal de que «la cara es el espejo del alma».

Bestiario y fisiognomía son dos caras de la misma realidad: el primero humaniza a los animales, otorgándoles un valor simbólico; mientras que la segunda animaliza a los humanos, estableciendo entre ellos un curioso haz de relaciones. Ambas dos sustentan la fábula moderna y la integran en una compleja tradición que sobrevive a lo largo de los tiempos. Las fábulas del siglo XVIII son hijas de esta herencia en la que se combinan temas narrativos y moralidad. Samaniego abre el camino al apólogo moderno en castellano, haciendo de puente entre los viejos motivos y el presente, siguiendo los pasos de La Fontaine.



4. El cultivo de la fábula en el Setecientos sirvió de acicate para que los teóricos de la literatura se acercaran a este género intentando delimitar sus caracteres básicos, apenas rememorados en las poéticas del XVII. Este interés crecería después de que Samaniego las pusiera de moda. No hay referencia alguna en la erudita Poética del aragonés Ignacio de Luzán, publicada en 1737, ni en el cuidado Compendio de arte poética (1757) de Antonio Burriel que tanto influjo ejerció entre los literatos reformadores, ya que fue libro de texto en el acreditado Seminario de Nobles de Madrid. Este olvido queda subsanado por las reflexiones, a veces muy sustantivas, que sobre la misma encontramos en los prólogos que preceden a algunas de las ediciones escolares de los fabulistas clásicos. Por contra, las poéticas aparecidas durante las dos últimas décadas de siglo casi todas describen las principales señas de identidad de este género renacido.

La denominación no aparece fijada de manera definitiva. Varía entre la nomenclatura tradicional de apólogo, en uso desde la Edad Media, y la de fábula, nombre que se va asentando al amparo de la experiencia moderna, hasta convertirse en término prioritario. Samaniego emplea en el «Prólogo», indistintamente, ambas palabras, que hace alternar con «cuentecillo». El estudio de esta fórmula suele quedar acogida en las poéticas en el apartado de los «géneros menores». Las Instituciones Poéticas (1793) del reputado Santos Díez González, profesor de retórica en los Reales Estudios de San Isidro y censor nacional de teatro, es uno de los tratados teóricos donde se estudia la fábula con mayor detenimiento, atento siempre a las novedades literarias. Define el apólogo de la siguiente manera:

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«Fábula moral que refiere los hechos de los brutos y expresa sus caracteres para instruir a los hombres en buenas costumbres»36.



Estamos ante una narración de una historia protagonizada por animales con una finalidad moralizadora. Díez González, exacto siempre en sus apreciaciones, completa la definición añadiendo que puede aplicarse a otras realidades: «criaturas insensibles, como algún árbol o planta, el martillo, el yunque, la piedra de afilar y otras cosas semejantes».

Esta diversidad de sujetos del relato provoca la primera clasificación tipológica de la que dejan constancia la mayor parte de los teóricos coetáneos. Así, el escolapio Juan Cayetano Losada aclara con precisión escolar:

«Si en ella solo se introducen los animales y cosas inanimadas como arboles y plantas, se llama fábula moral; si solo hombres, racional; y mixta, si se introducen racionales e irracionales»37.



Las morales reciben en otros autores el nombre de esópicas, ya que se ajustan al modelo básico del autor griego. Aún será posible dar cabida en la misma a otros protagonistas, como nos demostrará la experiencia posterior. Bernardo María de la Calzada, el citado traductor de La Fontaine, advirtió que en ocasiones «son actores las Pasiones, Virtudes y Vicios y otras imaginarias personas de la misma naturaleza»38, ampliándola hacia otros personajes alegóricos en consonancia con ciertas fórmulas teatrales (auto sacramental, loa).

Bestias, vegetales, seres inanimados y simbólicos que hablan. Parece evidente que la literatura, con su capacidad de invención, puede solventar estos problemas de irrealidad. Sin embargo, para algunos escritores neoclásicos suponía un grave atentado contra la sacrosanta verosimilitud. Por razones muy parecidas se dirimieron en la época acaloradas polémicas literarias. La sombra de la falta de verdad acechó a géneros tan clásicos como la bucólica, poniendo en entredicho las églogas y el drama pastoral, pues reflejaban, en opinión de algunos reformadores intransigentes, un ámbito utópico e irreal. El mismo inconveniente descubrieron otros en el teatro musical, ópera y zarzuela, crecido al margen de las normas neoclásicas. Muchos de los textos teóricos consultados plantean este problema, que solucionan de manera poco convincente. Ya en 1760 Gregorio Mayans y Siscar, al analizar las fábulas de Esopo, cree encontrar una respuesta válida para este recelo:

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«Las fabulas de Isopo no engañan, porque [...] su ficcion carece de verisimilitud. Pero esta misma ficcion es decorosa: porque los animales, introducidos en ella, representan las inclinaciones, las virtudes i los vicios, segun su naturaleza»39.



La verosimilitud se reduce, pues, a la adecuación de los personajes a los supuestos valores morales que se les atribuye, entendidos éstos como cualidades naturales. Este subterfugio interpretativo fue dado por bueno por la mayor parte de los teóricos posteriores. Díez González cree que no empaña la veracidad el hecho de que las bestias o las cosas hablen, siempre que el discurso y el comportamiento coincidan con su peculiar idiosincrasia. Y añade: «Por lo qual la verisimilitud del Apólogo se funda en que el lenguage y la pintura de los hechos se conformen con la idea respectiva que se tiene de la índole de los brutos, los quales en la hipóthesi dicha hablarian y obrarian segun aquel caracter que los distingue mutuamente»40. Nadie cuestiona la autenticidad de estas cualidades que se dan como propias en los animales, y que ha transmitido la tradición popular. Lo que importa, como señala Losada, es que responda «a la naturaleza e ideas que todos tienen» de los mismos41. Excelente campo éste para la indagación crítica del P. Feijoo, empeñado en sus ensayos en contrariar la convicción general de que la opinión mayoritaria del vulgo sea garantía de verdad.

La descripción de la estructura externa de la fábula no plantea para los teóricos ninguna duda. «El Apólogo se compone de dos partes, que se pueden llamar alma y cuerpo; el cuerpo es la Fábula, y el alma la moralidad», señala Nassarre42. La palabra fábula adopta aquí su sentido tradicional de historia o ficción, que Samaniego denomina sin ambages «cuentecillo» y Díez González «cuento fabuloso». La moralidad, «dicho sentencioso» o «máximas morales» en el lenguaje del fabulista alavés (no encuentro utilizado todavía el término moderno de moraleja), constituye la parte esencial de la composición ya que la narración tiene una función utilitaria y educadora. Desde la experiencia poética de Fedro, la máxima podía situarse, de manera indistinta, al frente de la narración, con lo que la historia desempeñaba una misión ejemplificadora, o, con más frecuencia, detrás de la misma, adquiriendo de este modo un valor deductivo.

Curiosamente estas mismas denominaciones fueron utilizadas por los teóricos de la emblemática, desde Alciato: el cuerpo designa en este caso al «texto figurativo» (dibujo/grabado) que describe gráficamente la historia   —92→   mientras que el alma hace referencia al «texto escrito», generalmente en verso, en el que el autor resume la reflexión moral. Iconografía y fábula han aparecido desde antiguo hermanadas en las colecciones. Estamos ante una doble lectura complementaria: la historia narrativa del apólogo queda reflejada y resumida en la imagen gráfica, y la moraleja lo es indistintamente del emblema y de la fábula43. La pintura refuerza el discurso narrativo de la fábula. Arte y literatura andan de la mano recordando el viejo principio del preceptista barroco López Pinciano: «Pintores y poetas siempre andan hermanados, como artífices que tienen un mismo arte»44. Las Fábulas de Samaniego carecían de grabados en los dos volúmenes que, por separado, las llevaron ante el lector en 1781 y 1784. La primera edición completa que publicó la Imprenta Real en 1787 iba lujosamente embellecida por una serie de hermosas estampas de corte neoclásico, diseñadas por distintas manos, que luego fueron reutilizadas en algunas reimpresiones posteriores.

El análisis de las poéticas se adentra a veces en complejas precisiones al intentar describir la estructura alegórica de las narraciones, que justifica la lección moral. Acaso el razonamiento más preciso sea el de Mayans y Siscar, para quien la historia llega a ser «figura de la verdad», que explica de la siguiente manera:

«Porque, como la Verdad es como el Sol; para verla, observarla, i contemplarla mejor, conviene templar sus luces con algun ingenioso artificio, que impida el deslumbramiento, i facilite su inteligencia. I para esto ningun medio mas a proposito que el de la ficcion inocente. I assi los Egipcios enseñaron las verdades, que tenian por misteriosas, valiendose de geroglificos, los Poetas, de Fabulas; los Filosofos, tal vez de Enigmas; los Profetas, de Alegorias; la Divina Sabiduria, de Parabolas. Los Oradores para persuadir mejor han hermoseado sus pensamientos con figuras de ficion. Todos los hombres para hablar mas eficazmente suelen usar de Metaforas, que tambien son ficciones»45.



En la misma dirección, Díez González relaciona el apólogo con la parábola, evocando el compartido valor metafórico. Para el anónimo traductor de Fedro en 1788 «las personas fingidas que en ellas se introducen son como unos espejos, en que se ve lo malo para huirlo y lo bueno para abrazarlo»46. El espejo de la fábula refleja una realidad imaginaria, de ficción, en la que los humanos pueden mirarse para escarmentar en cabeza ajena.

La fábula funciona mentalmente como un ejemplo o símil de una situación que sirve para hacer comprensibles los principios abstractos. Un   —93→   fabulario acaba siendo, por otra parte, un manual de principios morales, cómodo de comprender gracias a lo ameno y divertido de la historia. La moraleja resulta fácil de retener al quedar atrapado el lector en la musicalidad de los versos.

Recuerdo en este sentido el viejo libro de Juan Pérez de Moya Comparaciones o símiles para los vicios y virtudes (1581). Se trata de un breviario práctico para que predicadores, oradores, poetas o pintores pudieran extraer con comodidad ejemplos con los que embellecer su discurso47. Se divide en 69 capítulos en los que el autor agrupa, ordenadamente, diversos símiles sobre virtudes y vicios, tipos sociales, situaciones de la vida... Demuestra una laboriosa tarea de acarreo de materiales que proceden de fuentes muy variadas. Cada capítulo va precedido de una reflexión general sobre el tema mismo, de carácter filosófico y moral. A continuación recoge los símiles, ejemplos extraídos de los libros o de la observación de la naturaleza. La mayor parte de las veces las comparaciones acaban transformándose en una historieta más o menos larga que adquiere un valor simbólico, tanto más útil cuanto aclara principios abstractos48. Algunos de ellos tienen relación con el mundo animal, reflejando parecido código que el bestiario tradicional. Obsérvese este símil que aplica al vicio de la avaricia:

«Assi como el Aguila, con ser la que mas usa de rapiña de todas las aves, no muere de enfermedad ni de vejez, sino de hambre: assi el avaro, mientras mas se llega a la senectud mas es atormentado de allegar, quando menos que de usar de lo adquirido»49.



El libro de Pérez de Moya, varias veces reeditado, fue una codificación de gran interés para los intelectuales de su tiempo. La inclusión de los temas fabulísticos adquieren aquí la misma función ancilar (ejemplo   —94→   que sirve como recurso de persuasión) que otorgara Aristóteles a la fábula en su Retórica (11, 20).

Hemos descrito hasta ahora los rasgos más significativos de la fábula como género histórico desde la perspectiva de los estudiosos setecentistas, con el propósito de comprender mejor el contexto en el que aparecieron las fábulas de Samaniego y el punto de vista de los receptores. Quedan por detallar, sin embargo, otras actitudes importantes sobre aspectos for males (estilo, métrica...) que encontramos en las poéticas coetáneas y que posibilitarían una visión completa sobre este género de poesía narrativa, con frecuencia mal interpretado. No tengo en cuenta los modernos estudios sobre la fábula para respetar su lectura histórica50.



5. La lección moral justifica la naturaleza de la fábula. Existen relatos sin moraleja explícita, aunque de la historia ejemplar podamos deducir en cualquier caso alguna enseñanza. El apólogo carecería de sentido sin la máxima didáctica que es, como dijimos, el alma de la composición. Desde esta perspectiva la fábula aparece adscrita a lo que las poéticas denominan «literatura didáctica». No extraña que fuera uno de los géneros preferidos por los literatos ilustrados, preocupados por conferir una función educadora a la literatura, entendida como una herramienta para la transformación de la sociedad. Tempranamente Luzán sobrevalora esta finalidad, en especial en los casos en los que el poema estaba ligado de manera natural al entretenimiento: «pues sólo del feliz maridaje de la utilidad con el deleite nacen [...] los maravillosos efectos que, en las costumbres y en los ánimos, produce la perfecta poesía»51.

La fábula ocupaba en este proyecto ilustrado un lugar de privilegio. La enseñanza nacía naturalmente de una historia sencilla, fácil de comprender por los destinatarios, en especial los niños y los jóvenes. «Assi estas fábulas son un retrato, en el qual cada uno de nosotros se encuentra pintado al vivo», afirmaba el académico Nassarre52. Bernardo María de la Calzada, el ilustre traductor del fabulista francés; describía, casi con precisión de psicólogo, el mecanismo por el cual la moralidad impregna insensiblemente las almas infantiles:

«Nada recibimos con mayor repugnancia que los consejos. Parece que miramos a quien nos los da como persuadido de nuestra poca experiencia o corta capacidad, figurando que nos trata como a niños o idiotas. Consideramos a la   —95→   instrucción como una censura implicita; y el zelo por nuestro bien como un acto de orgullosa presuncion»53.



Desde esta perspectiva, suponía que la fábula era «menos chocante al amor propio». La lección moral puede parecernos reflexiones del autor, o conclusiones que el lector deduce lógicamente del apólogo: aprende en cabeza ajena a defenderse contra el mal y los vicios.

Mientras Samaniego, que escribió las fábulas para los seminaristas de Vergara, creía que sus versos podían tener «igual acogida que en los niños, en los mayores, y aún, si es posible, entre los doctos», la mayor parte de los eruditos las destinaban a un público eminentemente infantil. Parece apoyarse esta opinión en una idea que hallamos reiterada entre los historiadores de la fábula de que éste había sido uno de los géneros más primitivos en la historia cultural del hombre. El niño, como el hombre primitivo, necesitaba estas orientaciones morales para poderse guiar en la vorágine de la vida en la cual acababa de inscribirse. No convenía dejarles solos ante los peligros de la sociedad. Esopo, piensa Mayans y Siscar, «enseñó la Filosofia Moral, la Economica, i la Politica; viniendo assi a suceder, que sus fábulas son la Filosofia de los niños»54.

No pretendemos realizar en estas humildes páginas un análisis sistemático de la moralidad que Samaniego nos quiere transmitir en estos cuentos. Estamos ante un asunto complejo al que la crítica ha dedicado ya páginas sustantivas55. Voy a hacer, sin embargo, algunas reflexiones complementarias, añadiendo ciertos datos curiosos sobre la recepción de estos versos en su tiempo.

El primer asunto que nos inquieta tiene que ver con el mensaje ilustrado de las fábulas del vate alavés. Está fuera de toda duda que Samaniego fue un personaje destacado del movimiento reformador, como lo demuestran tanto sus ideas progresistas como las empresas sociales en las que participó en el contexto de la Real Sociedad Bascongada. Sin embargo, la simple utilización literaria de las fábulas no era garantía suficiente de modernidad. Temas y moral venían prestados de otras épocas históricas en las que habían predominado las razones de la Iglesia. Los valores éticos   —95→   quedaron fijados en los bestiarios, nacidos en la época medieval, o en el fabulario tradicional. Incluso los estudiosos dieciochescos del género, como dijimos, hacían coincidir la verosimilitud con el respeto a los códigos morales heredados. El valenciano Mayans y Siscar los sistematizaba en el estudio que antecede a su disertación sobre la fábula esópica:

«El leon unas veces representa la soberania sobre los demas animales; otras, la generosidad; otras, la tirania; el cordero, la mansedumbre; la oveja, la inocencia; el perro, la fidelidad; la zorra, la astucia; la liebre, i el ciervo, la medrosidad; la mona, el demasiado amor de las cosas propias; el asno, el sufrimiento, i la trabajosidad; el lobo, la crueldad; la hormiga, la providencia; la culebra, la ocultacion de los designios; el topo, la ceguera de animo; el cangrejo, los pensamientos torcidos; el aguila, la ferocidad; el gavilan, i el cuervo, la rapacidad; la corneja, la parleria; la cigarra, la pereza; el pavon, la ufania; la paloma, la sencillez; el ruiseñor, el canto importuno; el gallo, la vigilancia; la abeja, la industria»56.



Pero, ¿qué fundamentos científicos (fisiológicos o naturales) garantizan estas afirmaciones? (Algunos osados pensaban ingenuamente que las fábulas eran un vehículo excelente para aprender las ciencias naturales). Y, sobre todo, ¿qué razones sirven para justificar el sistema axiológico (virtudes / vicios) que proponen los cuentos? Luchar contra la norma establecida resultaba una empresa arriesgada, si tenemos en cuenta que nos hallamos ante un código colectivo aprendido por tradición. La tarea de un fabulista, sin embargo, no podía limitarse a ser un repetidor mimético de la lección aprendida, sobre todo, cuando estos valores no coincidían con su propia mentalidad.

El autor vasco realiza la primera evaluación moral de la tradición fabulística cuando selecciona los temas. No todos los motivos narrativos, ni los personajes-valor moral le interesaban por igual al poeta. Desconocemos los detalles del procedimiento de trabajo de Samaniego a la hora de escribir sus fábulas. Parece obvio que existían asuntos con gran atractivo argumental que fueron despreciados por el fabulista. Desde esta perspectiva debemos destacar el interés ideológico de las composiciones cuya historia fue inventada por Samaniego, aun siguiendo las técnicas conocidas, porque en ellas pudo expresar su pensamiento sin ninguna mediatización.

Samaniego retoma la tradición de las fábulas de una manera crítica y personal. Si los temas pasaron por el tamiz de su ingenio, mayores razones le asistían para controlar las moralejas. Según dejamos constancia en páginas anteriores, el vate alavés escribía variando «ya del argumento, ya de la aplicación de la moralidad». El análisis ideológico-moral de sus fábulas exige un cuidadoso estudio contrastivo de las fuentes, en especial   —97→   cuando éstas no proceden de La Fontaine, ya marcado por el espíritu ilustrado. Dejo para ocasión más oportuna el estudio de estas máximas morales.

Los contemporáneos recibieron con agrado la prédica del fabulista riojano. Comprendían el esfuerzo de regeneración ética, sobre todo porque su discurso venía apoyado en un relato entretenido, y no en un sesudo ensayo, que lo hacía especialmente adecuado para los niños y jóvenes. Dos pequeños episodios coetáneos me sirven para atestiguar esta recepción positiva.

Una carta publicada en julio de 1787 en el periódico el Correo de Madrid avala la primera confirmación. La prensa se había convertido en un vehículo privilegiado de transmisión ideológica. En este caso el supuesto corresponsal, M. T., envió una misiva en la que, en el marco de la celebración festiva de una comida campestre, hace una serena reflexión sobre el estado actual de la educación de las jóvenes. Sabemos que la enseñanza femenina era todavía una asignatura pendiente en los planes de la política reformista. Aunque se habían hecho avances significativos en el ámbito educativo, todavía resultaban insuficientes en el campo de la formación de la mujer. El mismo fabulista conocía el problema por experiencia familiar. Su hermana Isabel había estudiado en el convento de monjas de Tudela, siguiendo la costumbre de los hidalgos de la zona. Su padre reconocería la ineficacia del sistema en una carta dirigida a su primo de Torrecilla: «Reflexiona sobre el destino de mi hija menor, que raya los quince años sin saber leer, ni cosa que no sea de niña, después de ocho años de clausura»57. Por este motivo la Sociedad Bascongada había intentado promover un centro de educación femenina en Vergara, similar al Seminario masculino, en las fechas de 1774-75 que no llegó a buen puerto. Samaniego en persona gestionó en Madrid (1783-85), en nombre de la Sociedad, el nuevo intento de organizar un «Seminario o casa de educación para señoritas» que debería radicar en la ciudad de Vitoria, y que tampoco llegó a erigirse.

Volvamos a la carta, después de esta necesaria digresión. En la tertulia que organizan tras la comida hablan sobre la educación de las hijas. Cada uno cuenta su experiencia y parecer acerca de lo que creen conveniente en este campo. La mayoría de los padres muestra una grata satisfacción por que sus vástagos han aprendido, tras largo esfuerzo de ensayos con la ayuda de sus maestros, destrezas mil en el arte de la música y la danza. Unas bailan a la perfección el minué, el pasapié y el baile español; otras cantan con habilidad tonadillas y tiranas; e incluso hay quienes se ufanan de la destreza de sus retoños «tanto en imitar con propiedad el modo de hablar y de accionar de los sujetos con quienes trataban, como el presentarse con   —98→   aquel aire marcial, que caracteriza por sí solo una grande alma, y hace ver la notable distinción y diferencia que hay de una persona nacida en ilustre cuna, a la que jamás ha salido de entre toscos pañales»58. Baile, canto y marcialidad parecen las únicas exigencias formativas para una muchacha de buena familia.

Solamente una señora, «de aspecto majestuoso», manifiesta su contrariedad ante estas ofertas educativas superficiales de que hacen gala los tertulianos, habituales incluso entre nobles y burgueses, para proponer un sistema acorde con los tiempos modernos. Describe, con valentía, lo que a su juicio conviene que estudien las niñas, de acuerdo con la edad. De 4 a 6 años deben aprender a leer, conocer los principios de la religión (aconseja el catecismo de Ripalda) y «aplicándolas a hacer faja, calceta y coser a la española y francesa». Entre 7 y 8 es el tiempo adecuado para dedicar se a la escritura siguiendo las pautas de Palomares (método y libro que este escribano sistematizó por encargo del Seminario de Vergara), aritmética, el Catecismo histórico del abate Fleuri, el Año Cristiano, y la Historia de España del Padre Isla. La dificultad debe crecer en los años siguientes en los que la muchacha debe estudiar la gramática española, aconseja el manual publicado por la Real Academia, y el latín. Retomo la palabra de la madre:

«Luego, como a los 12 años, antes o después según su capacidad, las he puesto en las manos los dos tomos en verso de Fábulas morales trabajadas por Don Félix María de Samaniego, las cuales han ido decorando con mucho gusto, llevadas del atractivo de los apólogos o cuentos tan apetecidos en aquella edad, y cuando lo hallabamos su padre o yo por oportuno, las explicábamos para su instrucción las sentencias con que por lo regular acaban aquéllas, disponiéndolas de esta suerte al amor de la virtud y al aborrecimiento del vicio»59.



Las historias morales del fabulista alavés pueden incluirse en un plan educativo moderno para señoritas, también para los jóvenes, como ciertamente ha ocurrido durante largo tiempo, según certifica el número inacabable de ediciones escolares de las fábulas. Aconseja estudiar igualmente el Catecismo de Pouget. Lo que para el resto de los padres era pretensión fundamental, y única, para ella queda en un plano secundario: «Y no me he desdeñado de hacerles enseñar algo de música, cantar y bailar, no hasta querer salgan sobresalientes, sino aquello que basta para que en cualquiera ocasión que pueda ocurrir, no se diga que ha habido defecto de educación, por ser este el lenguaje con que se prorrumpe de ordinario, al ver que faltan estas cosas superficiales». La madre responsable ha hecho una propuesta educativa de mayor modernidad, cercana a los presupuestos que años después defenderá la zaragozana Josefa Amar y Borbón en su conocido ensayo Discurso sobre la educación física y moral de las mujeres (Madrid, 1790).

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Otro episodio coetáneo nos trae el recuerdo de esta función formativa que otorgaban a sus fábulas. Sobre el espacio de una construcción anterior, levantaron en 1784 en El Pardo, con planos del arquitecto Juan de Villanueva, la Casita del Príncipe a semejanza de otras que ya adornaban los Reales Sitios. Los adornos internos fueron completándose a lo largo de doce años60. Estaba destinada al recreo del Príncipe D. Carlos y de su esposa María Luisa de Parma, casados en 1765. Sencilla en su apariencia externa, disponía de una bella decoración interior con pinturas, estucos, sedas y terciopelos, bronces, y trabajados muebles.

Me interesa detenerme de manera especial en la habitación denomina da «Gabinete de las fábulas». La ornamentación del techo es obra de Vicente Gómez, luego pintor de cámara de Carlos IV, donde representa al temple escenas de aves de corral (gallo, pavo...) y aperos de labranza (azadones, guadañas, hoces...). Llaman la atención los muros recubiertos por tapicerías de tono marfil, bordadas con el sistema de punto de matiz, confeccionados tal vez en el taller de Juan López Robredo. Otros lo atribuyen a Felipe de la Salle. En estos tapices aparecen reproducidos los temas básicos del fabulario tradicional (Esopo y Samaniego, sobre todo): la zorra y las uvas, la zorra y el busto, la zorra y el cordero, la zorra y el gato, la zorra y el jabalí, el león y el ratón, el león y el mosquito, el lobo y el cordero, el ciervo y el manantial, el grajo vanidoso. Cada historia está enmarcada por guirnaldas de flores, hojas y lazos. Una alfombra, creación artesana de Antonio Gasparini, con asuntos de aves, frutas y flores, recubre el suelo de mármol. Los mismos motivos alusivos a la vida campesina adornan el friso inferior, construido en madera. Completan la decoración de la sala consolas y sillas en tono blanco y dorado, diseñadas con sobriedad neoclásica.

La habitación en su conjunto adopta un cierto aire rústico, pacífico, natural y sosegado. Es posible que estuviera destinada al descanso de los hijos de los futuros reyes. De esta forma podrían «leer» en los bordados historias morales convertidas en una especie de manual (gráfico) de educación de príncipes, al igual que lo fuera en la época medieval la colección literaria de Don Juan Manuel. María Luisa Barreno, estudiosa de las mismas, ha señalado que estas representaciones «hacen pensar en una intención pedagógica, muy en consonancia con la mentalidad ilustrada»61.Las fábulas de Samaniego vuelven a convertirse en alimento moral para   —100→   los jóvenes del Setecientos que pueden captar fácilmente el valor simbólico de las historias de los animales.



6. Samaniego fue un hombre entregado al proyecto ilustrado. Empeñó su vida y su obra en este proceso de reformas sociales, en especial desde el observatorio privilegiado de la Sociedad Bascongada. Con su libro de Fabulas puso de moda en castellano un género que tendría un éxito notable. Sus apólogos han sido pasto doctrinal en las escuelas españolas durante más de dos centurias. Su colección ha acabado convirtiéndose en uno de los libros más impresos de la literatura española, aunque necesite todavía una edición crítica recomendable. Abrió igualmente el camino a otros numerosos fabulistas que en su tiempo y durante el Ochocientos enriquecieron el mundo de la fábula con nuevos temas y otros principios morales, sociales y políticos.





 
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