Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice


Abajo

Las figuras del estilo según la concepción de Alberto Lista

María del Carmen García Tejera






Alberto Lista, profesor y crítico literario en Cádiz

El nombre de Alberto Lista (1775-1848) se asocia inmediatamente con la escuela sevillana de poesía (ss. XVIII-XIX), de la que fue sin duda uno de sus representantes más destacados. Cometeríamos, sin embargo, un grave error considerándolo sólo como poeta: la actividad de Alberto Lista abarca otros muchos campos: fue también pensador, crítico literario y profesor o, mejor extraordinario pedagogo.

Dos razones fundamentales nos mueven a ocuparnos de este autor: a) su condición -prácticamente desconocida- de crítico literario, reflejada en numerosos escritos y artículos -publicados casi todos en revistas y periódicos de difícil acceso, y sin recopilar en la mayoría de los casos- b) su vinculación a Cádiz, en donde fundó y regentó -en calidad de jefe de estudios- el Colegio de San Felipe Neri, desde 1838 a 1843. Ambas circunstancias, que a primera vista pudieran parecer inconexas, se hallan, sin embargo, perfectamente relacionadas en cuanto profundizamos un poco en los motivos por los que nuestro autor, ya en los últimos años de su vida, acude a Cádiz. En realidad, fue llamado por un grupo de gaditanos -entre los que se encontraban Antonio Ruiz Tagle, rico comerciante, y José Vicente Durana, director del periódico moderado El Tiempo- empeñados en la fundación de un colegio de primera y segunda enseñanza para la alta clase media -todavía pujante en Cádiz- que, de este modo, evitaba tener que enviar a sus hijos al extranjero1. Hans Juretschke, biógrafo de Lista, nos da cuenta de la intensa actividad que desplegó durante los años en que dirigió el colegio:

«A poco de llegar se convirtió Lista en el alma del nuevo establecimiento. Él escribe los anuncios, organiza los actos festivos y da cuenta de las actividades y logros del colegio, además de atraer a las clases pudientes. [...] Él defiende al colegio contra ataques de la prensa, aparte de dar varias clases de matemáticas y los cursos de Humanidades y de Historia. A los dos años contaba el colegio más de 220 alumnos internos y tenía instalados gabinetes de física y de historia natural, adelantos entonces aún poco corrientes»2.



Entre las personas interesadas en la fundación del centro y en la venida de Lista hemos citado a José Vicente Durana, director del periódico El Tiempo. Pues bien: este emprendedor gaditano logró también que Lista colaborara en su periódico y, además, llevara la sección literaria -no se olvide que nuestro autor había publicado la mayor parte de su obra en periódicos y revistas3. Lista escribió para El Tiempo una serie de artículos que aparecieron entre 1838 y 1840 y que fueron impresos nuevamente en La Gaceta de Madrid entre 1939 y 1840. Estos artículos -sobre el debate en torno al teatro español, el romanticismo, cuestiones de estética, etc.- debieron alcanzar un gran éxito, puesto que muchos de ellos fueron reproducidos en varios periódicos (El Semanario Pintoresco Español, El Correo Nacional...) e incluso algunos se publicaron en libros, tal el primer volumen de la edición de La Palma, Artículos críticos y literarios (1840) o los más conocidos, Ensayos literarios y críticos (1844) que -probablemente inspirados en la anterior- publicó en Sevilla José Joaquín de Mora, su sucesor en el colegio gaditano. Precisamente de algunos artículos recogidos en estos Ensayos... trataremos en el presente trabajo4. Pero antes debemos ocuparnos, aunque someramente, de su casi desconocida actividad crítica y de perfilar sus ideas estéticas.




La crítica de Alberto Lista.- Su actitud ecléctica entre clasicismo y romanticismo

Sobre la actividad crítica de Alberto Lista prometía Menéndez Pelayo un examen en otro volumen de su Historia de las ideas estéticas en España que, como es sabido, no llegó a publicar. Tenemos, pues, que conformarnos con las pocas líneas5 que le dedica al tratar de la llamada «Escuela sevillana», cuyos rasgos -según Menéndez Pelayo- sólo son aplicables a la actividad crítica de Lista anterior a 1820. Menéndez Pelayo recoge la valoración -nada parcial, según cree- de Alcalá Galiano sobre la crítica de dicha escuela, a la que considera «de lo mejor para su época; no exenta ciertamente de preocupaciones..., pero, en general, sana, clásica, según se entendía a la sazón lo clásico, y apoyada en buena y bastante extensa erudición; crítica, en suma, parecida a la de La Harpe o a la de Blair». Menéndez Pelayo sólo acepta esta caracterización con tal que en ella no sé incluyan -como decíamos antes- los trabajos de Lista posteriores a 1820, «todos los cuales, sin excepción -apunta Menéndez Pelayo-, pertenecen a un nuevo modo o sistema de crítica»6. Hace referencia a las dos obras críticas impresas de Lista que pertenecen a su juventud: la adaptación o refundición del poema satírico de Pope, The Dunciad (El Imperio de la Estupidez, leído en 1798, que apareció por primera vez en el tomo III de Poetas líricos del siglo XVIII) y al año siguiente, un Examen del Bernardo de Balbuena (publicado en la Revista de Ciencias, Literatura y Artes de Sevilla, t. III, pp. 133 y ss.)7. Menéndez Pelayo la comenta positivamente: ya la primera -dice- muestra «una madurez de estilo que anuncia ya al futuro maestro y legislador del gusto». En la segunda aprecia cierto desvío del rigorismo de la escuela sevillana, muchos de cuyos integrantes pecaban de pobreza de espíritu e intolerancia al ignorar o despreciar a grandes poetas españoles de los Siglos de Oro. Según Menéndez Pelayo, Lista se libró de tal estrechez de mente, aunque no del todo: el autor de la Historia de las ideas estéticas... lo acusa de no haber llegado a comprender ni a estimar en lo que merecían a grandes poetas españoles. El caso más significativo es, quizá, el de Lope de Vega «a quien tan pobremente juzgó en sus Lecciones de literatura dramática, y cuyos versos le parecían malos, malísimos por la mayor parte, al mismo tiempo que ponía en las nubes los de Balbuena, que tienen las mismas cualidades y los mismos defectos que los de Lope, pero en grado inferior»8.

El grupo de escritos posteriores a 1820 del que prometía ocuparse Menéndez Pelayo y que, según este crítico, se apartan decisivamente de la línea característica que seguía la escuela sevillana, esta formado por las Lecciones del Ateneo (1822), los artículos literarios y las reseñas del Censor y la antología «de los mejores hablistas castellanos» (1821). Pero ni Cossío, en su examen de los artículos del Censor, ni Juretschke, en la biografía de Lista, están de acuerdo con la apreciación de Menéndez Pelayo. Juretschke comenta que este grupo de artículos, el más numeroso, «refleja la inquietud que el romanticismo produce al autor, con el que casi llega a identificarse; pero forma cuerpo, en su conjunto, con la doctrina del crítico y poeta clasicista»9.

Nos parece un tanto exagerada la afirmación de Juretschke sobre la pretendida identificación de Alberto Lista con el romanticismo, por la misma razón que no podemos estar de acuerdo con E. Allison Peers cuando en su conocida obra Historia del movimiento romántico español califica a Lista de «antirromántico violento»10. Resulta además curioso que, más adelante, Peers considere que nuestro crítico adopta una postura intermedia -que podría denominarse «de compromiso» entre clasicismo y romanticismo e incluso lo caracterice como representante de lo que él mismo denomina «escuela ecléctica» -a partir de ambas tendencias-, opinión que sí compartimos11. Como veremos más adelante -según puede deducirse de los artículos que aparecen en El Tiempo a partir de 1839, incluso de los que se refieren al teatro- Lista se mantiene fundamentalmente en una línea clásica -o mejor, clasicista- pero mitigada por un sincero intento de comprender y aceptar lo más auténtico del romanticismo y, especialmente, su reivindicación del teatro de nuestro Siglo de Oro.




Las ideas estéticas de Alberto Lista

Esta postura ecléctica es patente en lo que podríamos denominar sus ideas estéticas y, especialmente, en su concepción de la literatura (tanto en su vertiente creativa como en la crítica). En realidad, su actitud racionalista impide que se le pueda encasillar en una u otra corriente de pensamiento. Juretschke afirma que «no fue filósofo profesional ni tampoco un pensador riguroso. En última instancia tanto el poeta como el crítico revelan tener una feliz despreocupación por los sistemas, dejándose llevar por su instinto, que no se contentaba con las reglas solamente»12.

Repasemos brevemente esta última cuestión. Como veremos más adelante en los artículos que analizamos, es cierto que Lista se muestra partidario de las reglas e incluso afirma que «las reglas no dan el genio; pero el genio puede despeñarse sin las reglas»13. Sin embargo, denuncia los abusos que se cometen en su nombre -sobre todo en el campo de la enseñanza- y aconseja que se deje al alumno componer siguiendo su libre inspiración14.

Su interés por el estudio de la literatura y su consideración de la retórica van más allá de lo que era común entre muchos clasicistas de su época: Lista no creía conveniente limitar el estudio de la literatura a la antigüedad clásica (sobre todo a la literatura latina) y prefiere que los estudios literarios alcancen también a las literaturas modernas, incluidas -junto con la historia, la geografía, etc.- en el grupo de lo que él denominaba «humanidades».

Juretschke aporta un dato curioso y significativo: Lista apenas menciona en sus lecciones y en sus escritos el término «retórica», pese a ser titular de dicha cátedra en la Universidad Hispalense15. Influido sobre todo por el sensualismo de Condillac y frente a la retórica tradicional de corte aristotélico, objeto de sus críticas -como veremos más adelante- se muestra a favor de la «filosofía de la literatura» o «ciencia de las bellas letras» que, según Lista, estaba representada en el siglo XVIII, entre otros, por Voltaire, Condillac, Marmontel, Laharpe, Batteux... en Francia, y por Pope, Blair... en Inglaterra16. De todos ellos, parece que sus preferencias se inclinan por Batteux, Condillac y Blair, cuya obra califica como «la obra más profunda que hay sobre humanidades»17. Se inspira en su índice de materias para elaborar el curso de humanidades que impartió en la Sociedad Patriótica de Sevilla. El plan de este curso constaba de tres partes: 1) Principios generales de humanidades, 2) Elocuencia e historia, y 3) Poesía. Todo ello con aplicación preferente a la historia, poesía y elocuencia españolas18.

Sin embargo, parece que la influencia más decisiva procede de la filosofía sensualista de Condillac19, cuyo cientifismo estético llevó a Lista a considerar como ciencia las bellas letras, las cuales nacen de un sentimiento, como la ética, la psicología, la física, etc.20. Recoge además la crítica que hace Condillac de la filosofía de Aristóteles y la aplica también a su teoría de la literatura: Lista considera inútil -tanto en la Poética como en la Retórica- toda la enumeración de reglas minuciosas sobre tropos y figuras, la división y subdivisión de los géneros... Todo ello -afirma Lista- anula el principio general de imitación «que bastaría por sí solo para crear toda la ciencia de las bellas letras», pero, con tales divisiones y enumeraciones -a su juicio innecesarias- «se pierde de vista el hilo de las consecuencias y se desconoce la unidad de principio, que es el carácter propio de las teorías científicas»21.

Además de Aristóteles, Lista ataca a sus seguidores: Cicerón, Quintiliano y Horacio en la Antigüedad; Boileau, Juvencio y Luzán en su época. Todos ellos, representantes de la retórica y, por tanto, de un formalismo excesivo, habían impedido -señala Lista- que las humanidades se hubieran constituido en ciencia. De ahí su fervor por los que, ya en el siglo XVIII (Blair, Condillac, Batteux, los enciclopedistas...) liberaban a la retórica de innumerables reglas y se sentían más interesados en reflexionar sobre los principios, rasgos generales y finalidad de las bellas letras22.




Algunos escritos de Alberto Lista sobre figuras retóricas

«Los Editores de esta obra creen hacer un servicio importante a la literatura española, reuniendo en ella los fragmentos con que ha favorecido a un periódico de Cádiz, uno de los más distinguidos escritores de la época presente. Su nombre, respetable por tantos títulos, no hubiera quizás bastado a preservar del olvido, estas excelentes producciones, confiadas a las efímeras páginas de un diario. Estaba pues indicada la necesidad de colectarlas, y de transmitirlas a la posteridad, que tan eminente lugar reserva a cuanto ha salido de la misma pluma»23.



De esta manera comienza la introducción de José Joaquín de Mora a su recopilación de Ensayos literarios y críticos elaborados por Alberto Lista, a la que nos hemos referido antes, y que se nutre fundamentalmente de los artículos que le publicó el periódico gaditano El Tiempo entre 1838 y 1840. De ellos hemos seleccionado para nuestro estudio los que tratan: «De las figuras del estilo», «De las figuras de raciocinio», «De las figuras de la expresión», «De las figuras de las palabras» y «De las figuras de pasión»24. Pese al loable propósito que animó a Mora para recoger estos artículos en libro, lo cierto es que la obra crítica de Lista -exceptuando quizá su contribución a la polémica sobre el teatro español- continúa siendo prácticamente desconocida. Examinemos, pues, en estos artículos el enfoque, desde su perspectiva «antirretoricista» y científica -sensualista- que ofrece sobre las tradicionales figuras del estilo.




«De las figuras del estilo»

Lista se nos muestra desde un principio «moderadamente» partidario de las reglas: no está en absoluto de acuerdo con sus detractores pero reconoce que, en gran medida, su rechazo ha sido provocado por los excesos que han cometido los autores de tratados elementales de oratoria y poética «que han querido reducir a reglas arquitectónicas los adornos de la dicción, creyendo, según las apariencias, que dichas reglas bastaban para escribir bien»25. Este error cometido por ciertos preceptistas tiene, en consecuencia, repercusiones funestas en la enseñanza. Lista nos explica cómo se introdujo en las aulas de humanidades las costumbres de los progimnasmas: «... discurso que se obligaba a los alumnos a componer, variando la idea principal según las diferentes figuras que se les habían asignado». Como bien indica Lista, este método sólo podía producir pedantes y, desde luego, era el más indicado para lograr un resultado opuesto a lo que se pretendía: «es muy a propósito para ahogar en los jóvenes el germen precioso del ingenio, si por ventura lo tienen». Quizás como poeta, pero sobre todo por su condición de pedagogo, advierte: «En una clase de humanidades no debe mandarse a los alumnos los trabajos que han de hacer: no hay cosa más indócil e inobediente que las musas». Defiende, por tanto, la libertad creadora del alumno: «Conviene dejar a su arbitrio los asuntos sobre los que han de escribir, y corregir después sus producciones» (p. 57).

Pero, eliminados los abusos que él mismo denuncia, nuestro autor se muestra partidario de seguir las reglas en las bellas artes y, en concreto, las que se refieren a las figuras del estilo. Frente a los enemigos de estas reglas declara que:

«... su lógica nos parece tan fuerte y sólida como la del que motejase y ridiculizase, tratándose de pintura, las leyes del dibujo y del colorido, o en música la teoría de los tonos y semitonos».


(p. 57)                


Las reglas cumplen además una misión fundamental en todas las artes: equilibrar o encarrilar las expresiones artísticas:

«El hombre exagera muchas veces el valor de las facultades o inspiraciones que ha recibido de aquella madre común [la Naturaleza]; las falsea, las desnaturaliza, produce monstruos en lugar de bellezas, y maldades en lugar de virtudes. Así como la moral recuerda incesantemente al hombre el verdadero uso que debe hacer de sus facultades para producir virtud, así los preceptos de las artes tienen por objeto traer al hombre, extraviado por la imaginación o por el capricho, al carril de la naturaleza, fuera de la cual no hay beldad» 26 .


(p. 58)                


Pero existe, según él, una razón todavía más importante para defender la aceptación de las reglas: el hecho de que su fundamento se halle en la misma naturaleza y, concretamente, en la naturaleza humana. Llega, incluso, a afirmar que la base de la expresión literaria reside en la expresión que podríamos llamar habitual27 :

«La observación más común basta para que nos convenzamos del origen que tienen en la naturaleza las figuras del estilo. Basta seguir en sus razonamientos al hombre más ignorante y vulgar, y se notarán los diversos giros que en su lenguaje inculto y mal construido toman las ideas en las diferentes situaciones de su alma; se le verá algunas veces elevarse hasta la vehemencia fogosa del orador; otras buscar adornos de imaginación con que engalanar su discurso; otras, en fin, expresarse tranquila y sosegadamente. Existe, pues, en la naturaleza el fundamento de estos diferentes giros de expresión».


(p. 157)                


De aquí se deduce para Lista la conveniencia de que el hombre estudie la naturaleza y los comportamientos humanos: de esta manera comprenderá por qué prorrumpe a veces en expresiones absurdas, pero verdaderas, porque revelan un estado de ánimo:

«Esta ideología de la imaginación y del sentimiento (que no es otra cosa la ciencia de las humanidades) es un estudio tan digno del hombre como el de la generación y deducción de las ideas. No dudemos, pues, empeñarnos en una investigación, que además de ser sabia y filosófica, es útil a las bellas artes que tienen por instrumento el lenguaje».


(p. 58)                


Esta concepción del ser humano -y, especialmente, de su expresión lingüística- informa, pues, la teoría de las figuras del estilo en Alberto Lista, partidario -como ya hemos advertido- del sensualismo. De los comportamientos del hombre deduce, según veremos inmediatamente,

  1. la definición de figura;
  2. una clasificación de las mismas.



Las figuras y su clasificación

Según Alberto Lista, «entiéndese generalmente por figura la forma particular que recibe la expresión debida al estado en que se encuentra el ánimo del que habla». Si la figura -añade- depende de un determinado estado dé ánimo, se deduce inmediatamente que su número debe ser infinito; por eso no merece la pena enumerarlas:

«... siendo tan varias las relaciones de los objetos con los sentidos, el entendimiento, la imaginación y los afectos del hombre, han de ser forzosamente casi infinito el número de figuras del estilo, diversas entre sí, y ha sido vano el trabajo que han emprendido muchos autores de retórica, empeñados en enumerarlas».


(p. 58)                


Sí resulta factible -y es, incluso, más útil- su clasificación, «porque de ésta -dice- es el principio fecundo de donde han de deducirse las reglas». Como hemos dicho, tal clasificación está basada en los comportamientos del hombre: «está ya patente la regla general en el uso de las figuras: corresponden éstas a la situación de ánimo del que habla» (p. 58); pues, según dice Horacio, «Post effert animi motus interprete lingua» (Descubre tus afectos, y la lengua fiel intérprete sea). Como él mismo advierte, los diferentes estados de ánimo son innumerables, pero considera que pueden reducirse a tres fundamentales:

«Tres son en general las diversas situaciones en que puede hallarse el hombre cuando dirige la palabra a sus semejantes de viva voz o por escrito: o raciocina para demostrar alguna verdad importante, o hallándose exaltada su fantasía, quiere representar los objetos que la hieren, o en fin, sintiéndose agitado de alguna pasión, trata de expresarla o transmitirla a sus oyentes».


(p. 58)                


El razonamiento, la imaginación y la pasión son, en líneas generales, los tres estados de ánimo que condicionan la expresión -habitual y sobre todo literaria- del hombre. Así...

«... Deben reconocerse, pues, tres diferentes clases de figuras: las de raciocinio, que suponen tranquilo el corazón; las de adorno, hijas de la fantasía; y las de pasión, que proceden de un ánimo fuertemente agitado».


(p. 58)                


Aún establece una subdivisión triple dentro de las figuras de adorno, según la imaginación recaiga «sobre la forma y giro de los pensamientos, sobre las expresiones que usamos, o sobre las voces mismas». Según esto, tendremos figuras de pensamiento, de expresión y de palabras. Incluso efectúa una nueva clasificación de las figuras atendiendo a su repercusión: a) meramente gramatical (de palabras), y b) sobre el pensamiento (de raciocinio, de adorno -pensamiento y expresión- y de pasión). Podemos ver estas clasificaciones -junto con las figuras incluidas en cada grupo en el siguiente esquema:

  1. Según el estado de ánimo del que proceden:
    1. de raciocinio: símil, antítesis, interrogación, polisíndeton, asíndeton, suspensión, gradación, etc.;
    2. de adorno:
      • de pensamiento;
      • de expresión:
        • -imagen;
        • -armonía (onomatopeya);
        • -tropos: metonimia, sinécdoque, metáfora, hipérbole, ironía, metalepsis, etc.
      • de palabras: hipérbaton, arcaísmo, elipsis, sinalefa, aféresis, síncopa, apócope...
    3. de pasión:
      • exclamación, interrogación, hipérbole, apostrofe...;
      • personificación, visión...
  2. Según afecten:
    1. a la construcción gramatical: de palabras;
    2. al pensamiento:
      • de raciocinio
        • -de pensamiento
      • de adorno
        • -de expresión
      • de pasión.

Se trata, con todo, de una clasificación flexible: permite -en caso necesario- el intercambio de figuras y admite la integración de cualquiera de ellas en diferentes apartados. Es lo que ocurre, por ejemplo, con la interrogación: según se emplee, puede pertenecer a las figuras de raciocinio -si la pregunta sirve para insistir en algo que ya se conoce-, o a las de pasión -si con ella se expresa, por ejemplo, un deseo vehemente.

Por otra parte, la distinción entre estos tres grupos de figuras -raciocinio, adorno y pasión- no es tajante: no hay estados de ánimos «puros» ni las facultades humanas actúan cada una por separado, con absoluta independencia entre sí: la imaginación -el adorno- ayuda a menudo a la razón. Es el caso -como se verá más adelante- del símil.

El uso de una figura está también en función del género al que pertenezca el texto, de tal modo que Lista aprueba el empleo de determinadas figuras en un género pero lo desaconseja para otros: así, dentro de las figuras de expresión: «la armonía imitativa, que siempre es una belleza en poesía cuando puede lograrse, sería muy continuada una afectación reprensible en la oratoria» (p. 54).


«De las figuras de raciocinio»

Lista incluye dentro de este grupo «aquellas formas particulares que se dan al pensamiento, cuando el ánimo, libre de pasiones, quiere demostrar una verdad y exponerla con toda la claridad y la energía posibles» (p. 48). Pero en ningún momento tiende nuestro autor a identificar la expresión literaria con la expresión del pensamiento, como podría deducirse de la definición anterior, pues a ella añade que su finalidad es «dar vigor y elegancia al razonamiento». Todas las figuras de raciocinio (de las que hemos enumerado algunas en el esquema) poseen en común, según Lista, la siguiente propiedad: «alteran poco o mucho el pensamiento» (p. 52).

A continuación va caracterizando las figuras raciocinio más importantes, según el orden siguiente:

  • fundamento y definición de cada figura;
  • finalidad o utilidad que persiguen;
  • reglas que deben observarse en su uso;
  • ejemplos, extraídos en la mayor parte de los casos de los clásicos griegos y latinos: Virgilio, Juliano, Ausonio, y de escritores españoles de los Siglos de Oro: Garcilaso, Rioja, etc.

El símil o comparación (que puede ser también figura de imaginación) «se funda en la semejanza de dos objetos». Lo define de forma negativa, y en tal definición se incluye también su finalidad:

«el símil no se emplea en demostrar, sino en dar luz y esplendidez al pensamiento, haciendo que intervenga la imaginación».


(p. 48)                


Por lo tanto, su objeto puede ser doble: uno, ilustrar, clarificar el pensamiento; otro, embellecer el estilo (en este segundo caso -dice Lista- ya no es figura de raciocinio, sino de adorno o fantasía).

Toda comparación -como figura de raciocinio- ha de estar limitada por ciertas reglas: «Los límites de la comparación -señala Lista- [...] son precisamente los que indique la necesidad». Ello le lleva a observar en su uso las normas siguientes:

«... es necesario, pues, que contribuya a ilustrar el pensamiento, y a darle el aspecto bajo el cual quiera presentarle el escritor: que no se alargue demasiado ni se extienda a otras circunstancias más que las que quieren expresarse (precepto a que se falta en poesía, porque en ella la comparación es figura de adorno y no de raciocinio), que no se repitan demasiado ni se hagan sin necesidad las comparaciones, porque cuando se raciocina no se trata de mostrar ingenio, sino de esclarecer el asunto; que no se tomen los símiles de los objetos más elevados o más bajos que el que se compara, ni muy semejantes y obvios, ni muy separados, por tanto difíciles de entender, con respecto al asunto, ni en fin de objetos obscenos o nauseabundos que ofendan la decencia o el estómago».


(pp. 48-49)                


Si la comparación se funda en la semejanza de dos objetos, la antítesis -dice Lista- nace de la oposición entre ellos. Ahora bien: establece una distinción entre:

  • contraste, como uso habitual de una lengua, que no constituye figura de estilo. Lista aduce como ejemplo la expresión de Séneca: «Res est sacra miser» (el infeliz es una cosa sagrada);
  • antítesis, como figura de raciocinio, basada no sólo en la contraposición de ideas, sino que además posee una determinada disposición gramatical y fónica (o gráfica):

«... se necesita además que las frases en que se expresan las dos ideas contrapuestas se pongan juntas y sean iguales o casi iguales en tamaño»


(p. 49).                


Habría antítesis -tomando como punto de partida el contraste anterior-, según Lista, en la frase siguiente: «todos desprecian al infeliz, pero todos deberían reverenciarle».

Aunque afirma que «los ejemplos de la antítesis son muy frecuentes en los buenos escritores», Lista previene contra su uso:

«Esta figura tiene el artificio muy a las claras y por tanto no conviene prodigarla. Su regla esencial es que la oposición en que se funda ocurra naturalmente y no sea buscada con afectación» (p. 50). Además, hay que tener en cuenta que la antítesis es una figura de raciocinio, opuesta al simple contraste, no sólo por la disposición formal, sino porque este último suele ser expresión de algún tipo de afecto:

«... la antítesis es por sí misma una forma excesivamente brillante y las más veces afectada del discurso, y por tanto incompatible con la pasión cuando los afectos, señaladamente los tiernos y melancólicos, nunca se expresan mejor que por los contrastes».


(p. 49)                


Más adelante vuelve a insistir en la distinción formal entre la antítesis y el contraste, que obedece a su origen: la razón en el primer caso; el sentimiento en el segundo. La razón propende a ordenar los elementos dentro de la frase; la pasión hace que el hombre se exprese de modo más impulsivo:

«El contraste, pues, de las ideas, cuando no se las contrapone simétricamente, es propio del lenguaje apasionado; pero apenas aparece esta simetría, apenas se presenta la antítesis dejamos de creer en la pasión, porque ninguno que esté fuertemente conmovido se entretiene en simetrizar frases, ni en contraponer palabras a palabras».


(p. 49)                


Parecida diferencia nota en la interrogación. «La interrogación -comienza diciendo- no es figura, sino modo común de hablar cuando se pregunta lo que se ignora». Ahora bien: se convierte en figura de raciocinio justamente en el caso opuesto:

«... lo es de raciocinio, y muy enérgica, cuando se pregunta lo que se sabe: mucho más si la pregunta se hace al que es de contraria opinión. Adquiere el argumento mayor fuerza por dos razones: la una porque parece que se pone en manos del adversario la decisión del asunto; la otra, porque supone en el que habla una profunda convicción de la verdad o de la justicia de su causa».


(p. 50)                


La interrogación ha de estar sometida a dos reglas:

«... la primera es que no se repita demasiado, porque no parezca amanerado el estilo, observación que debe tenerse presente en todos los giros y formas de la sentencia; la segunda y más principal es que cuando se cometa la interrogación sea con la certidumbre de dejar a su adversario sin respuesta».


(p. 50)                


Finalmente hace referencia a otro uso de la interrogación: como figura de pasión que -según explica en el capítulo dedicado a ellas- va dirigida a uno mismo o a seres inanimados.

El polisíndeton y el asíndeton -«la acumulación o supresión de las conjunciones»-, como se puede deducir de esta misma definición, repercuten en la construcción de la frase y son expresión del interés del escritor, bien por «llamar la atención sobre cada uno de los objetos que presenta» -en el caso del polisíndeton28 -, bien por «explicar la rapidez con que pasan los objetos o se aglomeran los sucesos»: en este caso -el asíndeton- «la pluma del escritor, arrebatada por las ideas, deja olvidadas las partículas, que por su naturaleza son menos esenciales en el lenguaje» (p. 51).

Apenas dedica unas breves líneas a otras figuras de raciocinio, como la gradación, la suspensión, la preterición, la corrección y la concesión, cuyo empleo está sometido a las reglas generales expuestas anteriormente: «1.ª: que no sean estudiadas; 2.ª: que no se repita una sola con demasiada predilección; 3.a que nazcan de la misma materia natural y oportunamente. Estas reglas -continúa- pudieran reducirse a una sola: solicítese la energía del pensamiento y de la frase antes que la elegancia. Ésta vendrá después» (p. 51).

Finalmente, añade a la lista de figuras de raciocinio algunas de las llamadas figuras lógicas: Entimema, Sorites, Dilema y ocasionalmente el Silogismo. Pero él mismo duda de esta inclusión, exceptuando al Dilema, del que, según sus palabras, ofrece Virgilio hermosísimos ejemplos. Las demás -especialmente el silogismo- son excesivamente artificiosas y por lo general, no prestan elegancia a un escrito, que es uno de los fines de toda figura de raciocinio.




«Las figuras de adorno»

Como ya hemos visto, Alberto Lista, considera a las figuras de adorno como producto de la fantasía exaltada del ser humano. A su vez -y según que este ornamento recaiga sobre la forma de los pensamientos, las expresiones y las voces (los sonidos)- las subdivide en figuras de pensamiento, de expresión y de palabras.

a) Figuras de pensamiento:

Las figuras de adorno de pensamiento van incluidas en las de raciocinio: no se trata, como ya veíamos al estudiar éstas, de figuras diferentes, sino que la clasificación se realiza atendiendo al uso que se le dé a una misma figura: el símil, p. e., es figura de raciocinio cuando se utiliza para ilustrar al pensamiento, pero es figura de adorno cuando se emplea para embellecer el estilo.

b) Figuras de expresión:

Si las figuras de raciocinio eran fundamentalmente intelectivas -en cuanto que afectan al pensamiento- las de expresión poseen un carácter sensitivo, puesto que afectan primordialmente a los sentidos. La tendencia sensualista de Alberto Lista queda bien patente en la explicación que ofrece de estas figuras, de las que dice que «merecen, pues, particular estudio y atención, porque a su buen uso se debe principalmente lo que se llama la magia de la elocución, esto es, el arte de interesar y de conmover» (p. 52).

Tales logros se alcanzan -según Lista- gracias a la facultad que tiene el lenguaje -y que configura al poeta- de convertir en materia sensible todo aquello que no lo es o de trasvasar aspectos que corresponden a un sentido, al campo de otro. En concreto, alude al viejo tópico horaciano «ut pictura poiesis» cuando dice que «la perfección del estilo consiste en la facultad que tiene el lenguaje de pintar» (p. 52), y lo basa en la concepción mimética que, a partir de Aristóteles, cobra vigor en la teoría literaria: «Esta facultad es la que constituye al poeta, porque en ella se cifra la imitación. Así vemos que los escritores más apreciados de todos los siglos son aquellos que han poseído el don de presentar los pensamientos bajo la forma de imágenes, con tanta verdad que un pintor podría copiar con colores el cuadro formado con palabras» (p. 52).

¿Por qué prefiere el poeta utilizar este tipo de recursos? Lista responde a esta cuestión con una razón pedagógica: la del «deleitar enseñando»:

«Nunca se graban más profundamente los pensamientos en el ánimo que cuando revestidos de la forma de imágenes, afectan nuestra imaginación y por ella nuestros sentidos, de modo que parece que los vemos, oímos o tocamos. Entonces la idea más abstracta se convierte en una sensación, y la vaguedad del pensamiento se fija por un tipo sensible que lo representa. No es extraño, pues, que se perciba con más claridad, con más energía y, por consiguiente, con más placer».


(p. 52)                


Veíamos cómo Lista apuntaba, al tratar de las imágenes de raciocinio, que su misión fundamental era, en este orden, «dar vigor y elegancia al razonamiento» (p. 52). En el caso de las figuras de expresión el orden está invertido: aportan al estilo belleza y claridad:

«De aquí se infiere que el colorido que presta la imaginación al estilo no sirve sólo para su ornato y embellecimiento: añade también muchos grados a la claridad y al vigor, de modo que las figuras de imaginación, esto es, las formas que damos a las ideas para expresarlas de un modo más sensible, nos agradan más por cuanto son más bellas y por cuanto las presentan más claras y más perceptibles a nuestro entendimiento».


(p. 52)                


La primera de estas figuras de expresión es la Imagen a la que define como «simulacro que se forma con palabras de un objeto, de modo que se entretalle, por decirlo así, tome cuerpo y movimiento, y se presenta a la fantasía y a los sentidos». Destaca así, por una parte, su carácter vicario o sustitutivo y, por otra, su dimensión sensitiva.

El uso de la imagen está regulado en los diferentes géneros literarios:

«... es muy común en los poetas, como quiera que a ellos principalmente les pertenece de derecho conmover la imaginación. Al orador le es permitido, mas no siempre, a no ser que el grado de exaltación lo disculpe. Igualmente el historiador las emplea cuando quiera dar viveza a un cuadro interesante».


(p. 52)                


Con todo insiste en que son los poetas quienes mayor uso hacen de la imagen, dado el objetivo de la poesía que, según él, «es sólo agradar, y no enseñar, convencer ni persuadir, y han llenado completamente su obligación [los poetas] cuando han presentado el pensamiento de la manera más perceptible, esto es, más sensible» (p. 53).

Siguiendo a Muratori -según él mismo declara- clasifica las imágenes atendiendo a su extensión:

«... unas en que el objeto se describe según todas sus circunstancias, o a lo menos, según las más principales, y otras en que sólo se pinta con un solo rasgo o como si dijéramos, con una brochada».


(p. 53)                


Los objetos que la imagen describe -dice- pueden ser sensibles o abstractos: en el primer caso es más fácil, «pero es menester cuidar de elegir bien las circunstancias, porque no deben describirse sino aquellas que presenten el objeto bajo el aspecto que solicite el poeta».

Otra de las imágenes que podríamos denominar como «sensitiva» es la armonía29: si la imagen, por lo que tiene de pintura, afecta a la vista, la armonía -por basarse en un juego de sonidos- afecta al oído. En realidad no es una «figura retórica» propiamente dicha sino «una belleza común en las lenguas bien formadas, que abundan de palabras a propósito para expresar los sonidos de la naturaleza, los movimientos y las agitaciones del ánimo». Se trata de una relación natural entre determinados sentimientos y los sonidos con que se expresan: «Cuando queremos describir ideas halagüeñas, afectos de ternura, movimientos agradables y tranquilos, se ofrecen naturalmente a la imaginación y a la lengua las voces y frases más suaves del idioma; las más llenas y sonorosas, si el sentimiento es de admiración y de sublimidad; las más duras y desordenadas, si las pasiones son impetuosas y terribles. Sólo las lenguas pobres y mal formadas faltarán en este caso a la inspiración del poeta». Conviene, pues, un equilibrio entre lo que se dice (contenido) y los sonidos que se utilizan para expresarlo. Por eso (y aun reconociendo que muchos se han burlado de la armonía porque tiene el nombre griego de onomatopeya = «armonía imitativa») indica que «mucha lástima tendríamos al que cantase el amor en versos duros, o la indignación y la venganza en los tonos de Meléndez» (p. 54).

Por último señala el uso que debe hacerse de esta figura en los diferentes géneros literarios: indica que, si bien su empleo está permitido en prosa, incluso en la oratoria (y aduce el ejemplo de Cicerón), debe manejarse con sobriedad: «Más bien conviene a ésta [la oratoria] y a los demás géneros prosaicos la armonía general; esto es, el buen sonido de la frase con desinencias variadas, y si puede ser acomodando los tonos al espíritu y carácter de los pensamientos, mas sobre todo, sin sacrificar al sonido la propiedad de la sentencia ni la exactitud de las ideas» (p. 54).

Entre las figuras de expresión -señala Lista- ocupan el primer lugar los tropos, «llamados así porque en ellos se convierte una palabra de su verdadera y propia significación a otra. Por la misma razón se le da también el nombre de traslaciones» (p. 54). Igualmente, puede observarse que, en este caso, cumplen una función sustitutiva.

A pesar de ser las figuras quizás más conocidas, indica Lista que su origen no es propiamente literario: no nacieron del deseo de adornar la expresión. Basándose en las observaciones de algunos filósofos interesados por el lenguaje más primitivo de los pueblos, Lista declara que son más frecuentes las traslaciones en este tipo de lenguaje que en el de las sociedades más evolucionadas30. Así pues, el origen de los tropos hay que buscarlo en «dos principios independientes del estado actual del arte: el primero fue la fantasía más viva y móvil en los pueblos selváticos que debió naturalmente inclinarlos a expresar sus ideas con las voces más gráficas y pintorescas; segundo, la pobreza misma del idioma en sus principios, porque faltándole las voces que indicaban las ideas abstractas, fue necesario suplirlas por analogía con voces que significasen objetos sensibles, y que ya existían» (p. 54). Para ilustrar sus palabras aduce una serie de ejemplos con tropos extraídos del habla coloquial: el llamar al vaso vino, del caballo que corre velozmente decir que es más ligero que el viento, etc. Y ocurre todo este proceso porque, como señala Lista, «casi toda la inteligencia del hombre no civilizado está en su imaginación. Discurre poco, pero pinta mucho y apenas puede expresar las ideas abstractas que llega a comprender sino por medio de símbolos sensibles» (p. 54).

Así pues, la finalidad de los tropos (entre los que cita Lista a la metonimia, sinécdoque, metáfora, hipérbole, ironía, metalepsis, etc.) es hacer que la idea acceda más fácilmente a la imaginación y a los sentidos.

La evolución de una lengua lleva consigo su enriquecimiento, dice Lista, pero no por ello renunciaron los hablantes a utilizar las traslaciones; es más: su empleo en literatura se basa en que «dan no sólo más belleza, sino también más vigor y claridad a la idea, porque acercándola en cuanto sea posible a la fantasía, la dejan mejor grabada y más fácil de percibir» (p. 55).

De los tropos destaca Lista por su importancia y su continuo empleo a las metáforas, «los tropos que tienen por fundamento la comparación», e igualmente sitúa su origen en la necesidad que tenía todo lenguaje primitivo de representar de forma concreta facultades y operaciones del alma. Tales traslaciones -metáforas en sus inicios- han quedado posteriormente -empleando una terminología actual- «lexicalizadas»:

«La mayor parte de las voces que representan facultades y operaciones del alma, y que en el día no son ya metáforas, sino voces propias, fueron en su origen trasladadas por las comparaciones de las operaciones físicas y sensibles de los cuerpos».


(p. 55)                


También el empleo de la metáfora en la expresión literaria tiene como finalidad hacer más perceptible el objeto. Pero es que, además de la claridad que presta la metáfora a la percepción, le aporta una especial belleza que nace de lo que podríamos llamar, según el razonamiento de Lista, su cualidad de síntesis. Afirma que:

«... siempre que el entendimiento percibe dos o más ideas a un mismo tiempo, sin confusión ni desorden, y ligadas por su naturaleza y por los accidentes que recuerda al pensamiento principal, recibe un gran placer, como quiera que entonces percibe la variedad reducida a la unidad, que hace la metáfora. En vez de una sola idea nos presenta tres: la principal, la del objeto con quien se compara, y la semejanza que existe entre las dos».


(p. 55)                


Como ejemplo, toma una metáfora de Rioja, quien llama a un poderoso «el ídolo a quien haces sacrificios». En esta expresión se nos representa al mismo tiempo -dice Lista-: 1) la orgullosa gravedad del magnate; 2) la insensibilidad de un ídolo; y, 3) la necedad de los sacrificios.

Para que la metáfora logre los fines ya señalados, deberá cumplir ciertas condiciones, según Lista: «Es claro que para que la metáfora produzca el efecto debido, además de la semejanza obvia y perceptible, no debe ser tomada ni de un objeto demasiado cercano, ni demasiado lejano, ni indigno del principal, ni que recuerde ideas asociadas impertinentes al asunto». Y más adelante aconseja: «Exige la claridad y la belleza de la metáfora, que no se aglomeren muchas sobre un mismo objeto, que no se mezcle el lenguaje propio con el metafórico, y que no se continúe demasiado hasta el fin de la semejanza» (p. 55)31. Se trata, como puede observarse, de una llamada al justo término medio, al equilibrio en el uso de la metáfora que redundará en beneficio de la expresión. Como ejemplo de errores que no se deben cometer en la elaboración de metáforas (y especialmente en lo que se refiere al último punto de su normativa) señala a «casi todos nuestros poetas del siglo XVII por la manía de ostentar su genio, mostrando muchos más puntos de semejanza que los que eran necesarios entre los objetos comparados».

Finalmente describe a la alegoría como «una metáfora continuada», por lo cual tiene su mismo origen -la comparación- y está sometida a sus mismas leyes. Sin embargo, y por tratarse de una figura «harto brillante e ingeniosa» no debe prodigarse en exceso; además «no es figura a propósito para los géneros en prosa» (p. 56).

c) Figuras de palabras

Lista define a las figuras de palabras como «variaciones que se hacen en la frase sin producir alteración alguna en los pensamientos» (p. 45). Las caracteriza por oposición a los tropos o figuras de expresión: mientras en estas últimas se produce una alteración total -es decir, que afecta no sólo al contenido, sino también a la expresión-, en el caso de las de palabras -o gramaticales- «nada añaden ni quitan a las ideas, y sólo mudan a las voces».

Resultan curiosas algunas consideraciones que efectúa Lista sobre estas figuras, puesto que nos manifiestan una vez más su tendencia sensista. Piensa que, si bien estas figuras no interesan al ideólogo, sí deben ser estudiadas y tenidas en cuenta por el humanista, pues la armonía de la frase depende en gran medida de su acertada combinación y disposición de voces y acentos dentro de las palabras: estos recursos son fundamentales para configurar el lenguaje de la poesía -como veremos después, alude a las llamadas «licencias poéticas o métricas»- y distinguirlo del de la prosa:

«... el lenguaje propio y exclusivo de la poesía se complace en las transposiciones atrevidas, en la supresión o repetición de voces, en construcciones desusadas que no se atrevería a emplear el prosista, en fin, en el uso de palabras ya anticuadas, que dan a la frase cierto sabor de venerable sencillez».


(p. 45)                


Y para reafirmar la importancia que él concede a la participación de los sentidos reproduce un juicio del retórico y pedagogo latino Quintiliano: «Judicium aurium superbum» (el juicio del oído es muy delicado). Considera como insufrible pedantería la de aquellos que se burlan del cuidado con que los buenos escritores «han procurado en todas las naciones sobornar al juez de primera instancia en todas las composiciones: esto es, al oído» (p. 46).

Tras esta introducción, se detiene en el hipérbaton o trasposición que, como es sabido, afecta a la disposición de las palabras en la oración. En este sentido, Lista distingue entre un orden regular o lógico, hijo del juicio, del raciocinio, tal como el lenguaje de las matemáticas, y otro orden, hijo de la fantasía, que provoca la alteración de las palabras en la frase. Cuando la razón deja paso a la fantasía, «deja de ser natural la filiación de las ideas, y lo que verdaderamente exigen la pasión o la imaginación, esto es, la naturaleza del hombre, es que se coloquen los objetos y las voces que los representan, no según su dependencia ideológica, sino según el grado de interés que excitan en el que habla» (p. 46). Impulsado, pues, por la imaginación o por el afecto, nace este tipo de «orden» que se denomina hipérbaton o trasposición.

Como ya hemos podido comprobar en la descripción de otras figuras, Lista considera decisivo el papel de la imaginación en las lenguas primitivas. En este sentido, advierte que los humanistas han observado que en los estadios más primitivos de las lenguas era más frecuente el uso del hipérbaton. Además, señala Lista que no todas las lenguas tienen igual libertad ni disponen de idénticos recursos para alterar el orden lógico de la frase: así, las lenguas carentes de artículos, preposiciones y verbos auxiliares -o al menos las que no tengan muchos de estos elementos- se prestan menos al hipérbaton. En este sentido afirma Lista que el castellano -pese a la empresa llevada a cabo por Fray Luis de León- nunca podrá competir con la lengua latina. Con todo, piensa Lista que «no hay idioma alguno, por esclavo que sea de las leyes de su gramática, que no haya concedido el permiso más o menos lato de trasponer, a sus poetas» (p. 46). Lista habla de poetas porque piensa que se trata de un recurso característico de la poesía, no de la prosa, argumentando que «si esta figura se opone a la lógica de las ideas, es muy conforme a la de las pasiones, y el lenguaje poético es el lenguaje de la pasión o, por lo menos, de la fantasía exaltada» (p. 46).

A continuación alude al arcaísmo o «uso de voces anticuadas». Su empleo no debe ser ni mucho menos arbitrario, dado que su finalidad es dignificar el lenguaje. La dificultad estriba en saberlo aplicar correctamente.

No obstante, Lista es partidario, en principio, de que, a partir del estudio de nuestra lengua, se rehabiliten palabras y expresiones ya desaparecidas que no han llegado a ser sustituidas por otras. En cuanto a su utilización en la expresión literaria indica que, aun perteneciendo al dominio de los poetas, el arcaísmo puede ser empleado en otros géneros en prosa e incluso por los oradores. Como regla general -y puesto que el uso del arcaísmo se produce por sustitución- declara que «serán felices los arcaísmos siempre que representen con una voz o frase de buena formación y sonido lo que según el estado actual de la lengua requeriría un giro, o vulgar, o prosaico, o que destruyese la armonía» (p. 47).

La elipsis o supresión tiene su origen, según Lista, «en la propensión natural al hombre de evitar el trabajo inútil»: no se puede decir que se emplee con el único y exclusivo fin de proporcionar elegancia a la expresión, puesto que «usamos de ella aún en los raciocinios más abstractos, aún en el lenguaje de las ciencias. Apenas pronunciamos cuatro voces seguidas, aun en el uso común de la vida, sin omitir algunas voces, que, aunque necesarias para el completo sentido, las suple fácilmente el que las oye» (p. 47). Con todo, aporta ejemplos de Virgilio y de Rioja en los que muestra la oportunidad y la elegancia de tal recurso.

Por último, Lista hace referencia a un grupo de figuras que «tienen por único objeto la armonía». Se trata de las llamadas licencias poéticas o métricas (sinalefa, aféresis, síncopa y apócope, en su enumeración), que sólo afectan a la prosa «en los casos que ha permitido el uso: del, por de el, hidalgo por hijodealgo, etc.».

Excepto la sinalefa -cuyo objeto, como es sabido, es evitar el hiato entre dos vocales seguidas dentro de un verso-, las otras licencias métricas tienen una propiedad: no son de libre creación por parte del poeta: «se necesitan ejemplos o modelos autorizados». Incluso podría decirse que constituyen una lista cerrada de elementos, puesto que Alberto Lista está convencido de «que el dialecto poético de la lengua castellana está ya fijado, y que es imposible hacer en él innovaciones de que no encontremos modelo o ejemplo en los poetas del siglo XVI. Las lenguas no tienen una perfectibilidad indefinida. Cuando llegan a cierto punto no es lícito alterarlas» (p. 48).




«De las figuras de pasión»

Al igual que con otras figuras, cuando Lista tiene que caracterizar a las de pasión lo hace en relación a los otros tipos ya estudiados:

«La lógica del entendimiento se funda en la deducción de las ideas y de los juicios encarnados en otros; la de la imaginación en acercar los pensamientos cuanto sea posible a los sentidos, de modo que pudieran ser percibidos por su ministerio; la de las pasiones en presentar al hombre los objetos más capaces de excitarlas»32.


(p. 59)                


De ahí deduce la importancia que tiene conocer y estudiar los afectos humanos, cosa que ya recomendaban Aristóteles y Horacio y se practicaba en la Antigüedad clásica, época en la que pertenecían al dominio de la filosofía los estudios de oratoria, poética, música y matemáticas. Posteriormente se fueron diversificando y en la actualidad -señala Lista- «la ciencia de las humanidades no entra en el examen del origen y carácter de los afectos, que pertenece al filósofo moralista, sino lo supone ya hecho, y sólo se emplea en la mejor manera de expresarlos o de excitarlos».

Con todo, Lista insiste en que los afectos humanos se excitan mediante la presentación de aquellos objetos que son capaces de inflamarlos. Por eso define a las figuras de pasión como «aquellas en que naturalmente prorrumpe el hombre cuando se halla dominado de algún afecto, o aquellas que nos sirven para describir más enérgicamente el objeto que lo excita» (p. 60). De tal definición se infiere que hay dos tipos de figuras de pasión, determinados por su origen, por su finalidad y por el predominio de la pasión sobre la imaginación, o viceversa. Las primeras cumplirían -siguiendo la conocida terminología de Bühler- funciones expresiva y/o conativa y, según especifica Lista, «obran inmediatamente sobre el corazón de los oyentes por un movimiento simpático». A esta clase pertenecen «la exclamación, que es el grito del sentimiento: la interrogación, dirigida por el que habla a sí mismo o a los seres inanimados; la hipérbole apasionada; la apostrofe...» (p. 60). En ellas -como indica más adelante- predomina el sentimiento y tienen por objeto transmitirlo a los oyentes: efectivamente se trata, como dice más arriba, de un «movimiento simpático». Dentro del segundo tipo están «la personificación, la visión y otras...». En ellas la imaginación se superpone a la pasión y tienen como objetivo «inspirarles [a los oyentes] una pasión diversa, y a veces contraria, del afecto descrito».

Estas figuras pueden ser utilizadas, indistintamente, por oradores y/o por poetas. Han de cumplir, con todo, una condición indispensable -sobre todo las figuras de simpatía-: «La única regla que debe dictarse, así al orador como al poeta, es que no se crea fácilmente dueño del corazón de sus espectadores, de modo que juzgue suficiente estar él o suponerse apasionado para transmitir el mismo efecto que siente» (p. 60).

Dedica unas líneas aparte a comentar la importancia de la personificación, figura que, según él, supone la pasión más exaltada y consiste en «atribuir acciones, vida, inteligencia y aún la facultad de hablar a los seres inanimados y abstractos» (p. 61). Evidentemente, la propia naturaleza de esta figura lleva a Lista a distinguir grados dentro de la personificación: diríamos en este sentido que la fuerza de la personificación es mayor cuanto más lejano del ser humano está el objeto o la idea al que se atribuyen sus cualidades o acciones. De ahí que no quepan las clasificaciones rígidas y la personificación pueda asimilarse, en un grado ínfimo, a la metáfora («No se necesita una pasión muy vehemente para decir que el prado está risueño...»), y en un grado máximo, a la apóstrofe («porque el universo toma a nuestros ojos el aspecto correspondiente a la pasión que nos domina»). La gradación, como puede observarse, depende en gran medida de la cantidad de imaginación que se sume al sentimiento.

Finalmente, Lista alude a la ilusión, «esto es, a suponer que los seres inanimados nos hablan» (p. 61), como máximo exponente de la pasión. Se trata, por tanto, del recurso opuesto a la apostrofe. Lista califica a esta forma como «la más apasionada de todas» y advierte que «no debe usarse sino cuando la justifique el grado de la pasión y la importancia del asunto» (p. 61).








Consideraciones finales

No nos atrevemos ni siquiera a esbozar unas «conclusiones» por dos razones básicas: 1.°: hemos afirmado desde un principio que la obra crítica de Lista -por las razones ya aducidas- es poco conocida y menos aún está estudiada; y, 2.°: nuestro trabajo se ha centrado en una mínima porción de la misma: somos conscientes de haber prescindido -por los límites de este artículo- de aspectos quizás más conocidos e interesantes de su obra crítica, como su contribución a la polémica sobre el teatro español, sus conceptos de clásico y romántico, etc. Por todo ello consideramos más oportuno apuntar una serie de reflexiones -siempre con carácter provisional e hipotético- a las que nos lleva este primer acercamiento a la actividad crítica de Alberto Lista, a quien insistimos, sólo de manera provisional- clasificaríamos dentro de una línea sensista (considerada en un sentido amplio, que abarcaría desde el sensismo propiamente dicho de Condillac y Destutt-Tracy hasta el sensismo mitigado o sentimentalismo de su discípulo Laromiguière).

Pensamos que tal actividad -al menos en la parcela en que nos hemos movido, su concepción de las figuras del estilo- sólo puede explicarse teniendo en cuenta: a) su «polifacetismo»; y, b) su postura ecléctica entre clasicismo y romanticismo. A su vez, ambos aspectos están perfectamente conectados. Hemos visto que su condición de poeta repercute en su profesión de pedagogo -y, en concreto, de profesor de retórica- cuando defiende, por ejemplo, la libertad creadora del alumno; este mismo interés por el alumno le lleva a desdeñar una defensa a ultranza -típicamente clasicista- de las famosas reglas. Pese a su actitud clasicista y a su rechazo, en ocasiones, de principios básicos del romanticismo, Lista se nos muestra, más que decididamente neoclásico o declarado antirromántico, como un intelectual partidario de todo aquello que -desde una u otra orilla- lo acerque a un conocimiento más profundo y auténtico del ser humano y de sus manifestaciones: recordemos a este respecto sus consideraciones sobre la lengua literaria o su definición y caracterización de las llamadas figuras retóricas. Con nuestro estudio descriptivo de las mismas no hemos pretendido colocar a Alberto Lista en la categoría de los que revolucionan con sus aportaciones determinadas teorías literarias, ni siquiera en la de precursor de éstos -aunque, de paso, diremos que no estaría de más detenernos, por ejemplo, en la gradación que establece entre lengua coloquial y literaria, o en su criterio para definir y clasificar las figuras. Sencillamente hemos querido poner de manifiesto la contribución -casi desconocida- de este polifacético sevillano a la no menos desconocida teoría literaria española.



 
Indice