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ArribaAbajoSegunda parte

Capítulos de las santas sagradas llagas de San Francisco y de sus consideraciones



ArribaAbajoRúbrica de los códices

En esta parte contemplaremos en devota consideración las gloriosas, sagradas y santas llagas de nuestro padre señor San Francisco, que recibió de Cristo en el santo monte de Auvernia, y cómo las dichas llagas fueron cinco, conforme a las cinco llagas de Nuestro Señor Jesucristo; por lo cual este tratado constará de cinco consideraciones.

Es la primera del modo cómo San Francisco llegó al monte santo de Auvernia.

Es la segunda de la vida y conversación que tuvo con sus compañeros en el dicho santo monte.

Es la tercera de la aparición seráfica e impresión de los cinco estigmas sacratísimos.

Es la cuarta cómo San Francisco bajó al monte de Auvernia, después de haber recibido los cinco estigmas, retornando a Santa María de los Ángeles.

Es la quinta de ciertas apariciones y divinas revelaciones después de la muerte de San Francisco a santos frailes y a otras devotas personas de las dichas sacratísimas llagas.

A loor de Cristo. Amén.



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ArribaAbajo- I -

De la primera consideración de los sagrados santos estigmas


En cuanto a la primera consideración, se ha de saber que San Francisco, teniendo la edad de cuarenta y tres años, corriendo el de 1224, inspirado en Dios se apartó del valle de Spoleto para ir a la Romaña en compañía de fray León; y haciendo camino, pasó a pie por el castillo de Montefeltro, en el cual celebrábase entonces un gran convite y unas justas por la nueva caballería de uno de aquellos Condes de Montefeltro; y sabiendo San Francisco de esta solemnidad que tenía y que allí se habían reunido muchos gentileshombres de diferentes países, dijo a fray León:

-Subamos a esta fiesta, donde, con la ayuda de Dios, haremos algún buen fruto espiritual.

Entre los dichos gentileshombres que habían concurrido al castillo y al cortejo, había un ilustre y rico gentilhombre de Toscana, llamado Meser Orlando da Chiusi da Casentino, quien, por las maravillosas cosas de santidad y de los milagros de San Francisco de que había oído hablar, le tenía en mucha devoción y sentía vivísimos deseos de verle y oírle predicar. Llegó, pues, San Francisco al castillo y entró, penetrando en la plaza, donde se hallaba reunida aquella multitud de gentileshombres, y con fervor de espíritu subiose a una piedra y comenzó a predicar, tomando como tema de su sermón estas palabras de nuestro lenguaje vulgar:


Tanto è il bene ch’io aspetto
che ogni pena mi è diletto...16



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Y sobre este tema, por inspiración del Espíritu Santo, predicó tan devota y profundamente, probando por las diversas penas y martirios de los santos Apóstoles y de los santos Mártires, y por las penitencias de los santos Confesores y por las muchas tribulaciones y tentaciones de las santas Vírgenes y de los otros santos, que toda la gente estaba pendiente de él con los ojos y la mente, escuchándole como si hablase un ángel de Dios. Entre los que le escuchaban hallábase Meser Orlando, tocado del corazón por Dios, por la predicación maravillosa de San Francisco, proponiéndose hablar con el santo para ordenar su alma. Y así, terminado el sermón, Orlando llamó aparte a San Francisco y díjole:

-Padre, yo quisiera ordenar contigo la salud de mi alma.

Contestó San Francisco:

-Pláceme mucho; pero vete ahora y honra a los amigos que te han convidado a esta fiesta y come con ellos; después de comer hablaremos cuanto quieras.

Fuese, pues, Meser Orlando a comer, y después volvió a San Francisco y con él ordenó y dispuso lo que tenía que hacer su alma. Y al final de la conversación dijo a San Francisco:

-Tengo en Toscana un monte devotísimo llamado de Auvernia, muy solitario y muy apto para quien quisiese hacer penitencia; es lugar apartado de la gente y propio para los que quieran hacer vida solitaria; si te gusta, de buen grado te lo daré a ti y a tus compañeros para salud de mi alma.

Oyendo San Francisco tan liberal ofrecimiento de cosas que él deseaba mucho, alabando y dando gracias primero a Dios y luego a Meser Orlando, le dijo:

-Meser Orlando: cuando retornes a tu casa, te enviaré algunos de mis compañeros y les enseñarás el lugar de aquel monte, si les parece apto para la oración y la penitencia, desde ahora doy por bien aceptado vuestro caritativo ofrecimiento.

Y habiendo dicho esto San Francisco, reanudó su viaje, pero volviéndose a Santa María de los Ángeles. Y lo mismo hizo Meser Orlando, después de terminada la solemnidad del cortejo, retornando a su castillo, llamado Chiusi, que se hallaba a una milla de la Auvernia. Llegado San Francisco a Santa María de los Ángeles, envió a dos de sus compañeros a Meser Orlando, los cuales, llegando a su casa, fueron recibidos con gran caridad y alegría. Y queriendo enseñarles el monte de Auvernia, les envió con 50 hombres armados,   —135→   para defenderlos de las fieras salvajes; y así los dos frailes subieron al monte y buscaron diligentemente, y al fin hallaron una parte muy devota y apta para la contemplación, donde había una pequeña llanura, eligiendo aquel lugar para su habitación y la de San Francisco. Y con la ayuda de aquellos hombres hicieron una cabañita con ramaje de los árboles, aceptando así, en nombre de Dios, y tomando posesión del monte de Auvernia y del lugar de los frailes en este monte; y partieron luego, retornando adonde estaba San Francisco. Y llegados que fueron, le contaron lo sucedido y le explicaron el lugar elegido, aptísimo para la oración y la contemplación. Oyendo San Francisco estas noticias, se alegró muchísimo y, alabando y dando gracias a Dios, habló a sus frailes, con alegría en el semblante, del siguiente modo:

-Hijitos míos: nos preparamos para celebrar la cuaresma de San Miguel Arcángel; yo creo firmemente que es voluntad de Dios que celebremos esta cuaresma en el monte Auvernia, que por divina dispensación nos está preparado, para que, a honor y gloria de Dios y de su Madre la gloriosa Virgen María y de sus santos ángeles, nosotros con la penitencia, merezcamos de Cristo el consuelo de consagrar aquel monte bendito.

Y dicho esto, San Francisco tomó consigo a fray Maseo de Marignano de Asís, hombre de gran entendimiento y elocuencia; a fray Ángel Tancredo da Rieti, gentilhombre que había sido caballero en Rieti, y a fray León, hombre de grandísima simplicidad y pureza, por lo cual San Francisco le amaba mucho. Y con estos tres frailes San Francisco se puso en oración y se encomendó a sus compañeros, y todos lo hicieron a las oraciones de los demás frailes, y levantose luego con los tres en nombre de Jesucristo crucificado, emprendiendo la marcha para el monte Auvernia. Y dijo a fray Maseo:

-Tú, fray Maseo, serás nuestro guardián y nuestro prelado en este viaje, mientras caminemos y estemos juntos y observemos nuestras costumbres; rezaremos el Oficio, hablaremos de Dios o estaremos en silencio, y no pensaremos en adelante ni en comer, ni en beber, ni en dormir; pero cuando sea la hora de albergarnos, aceptaremos un poco de pan y permaneceremos y descansaremos en el lugar que Dios nos aparejará.

Entonces los tres compañeros bajaron la cabeza y, haciendo la señal de la cruz, fueron andando; y la primera noche llegaron a un   —136→   lugar de frailes y allí se albergaron; la segunda noche, sea por el mal tiempo o porque iban muy cansados, ni llegaron a lugar alguno de frailes, ni a castillo, ni a villa alguna, y oscureciendo más la noche con el mal tiempo, se acomodaron en una iglesia abandonada y deshabitada, y allí descansaron. Y mientras dormían los compañeros, San Francisco se puso en oración; y he aquí que, a la primera vigilia de la noche, llegó una multitud ingente de demonios ferocísimos, con rumor y estrépito grandísimo, que comenzaron a darle batalla y trabajo: el uno lo estiraba de una parte; el otro de la otra; el uno lo tiraba al suelo; el otro, hacia arriba; el uno le amenazaba; el otro le echaba en cara algo; y así, de mil diversos modos querían estorbarle en su oración; pero no podían, porque Dios se hallaba con él. Y así, cuando San Francisco hubo sostenido mucho tiempo estas batallas, comenzó a gritar:

-¡Oh, espíritus condenados! Nada podéis sino lo que Dios os permite, y yo lo sostendré todo porque no tengo más enemigo que mi propio cuerpo; y así, de parte de Dios omnipotente haced de mi cuerpo lo que Dios os permita, pues como es mi enemigo, dando trabajo a mi cuerpo me hacéis un buen servicio.

Entonces los demonios, con gran ímpetu y furia, lo arrastraron por la iglesia, molestándole más que antes. Y San Francisco comenzó entonces a gritar y a decir:

-¡Señor mío, Jesucristo! Te doy gracias por tanto honor y caridad como muestras hacia mí, lo cual es signo de grande amor, porque el Señor castiga bien a su siervo por todos sus defectos en este mundo, para que no sea castigado en el otro. Y yo me siento aparejado a sostener con alegría cualquiera pena y cuanta adversidad que Tú, Dios mío, quieras mandarme por mis pecados.

Entonces los demonios, confundidos y vencidos por su constancia y paciencia, fuéronse, y San Francisco, con fervor de espíritu, salió de la iglesia y entró en un bosque cercano y se echó para orar, y con ruegos y lágrimas y golpes de pecho buscaba a Jesucristo, esposo y amado de su alma. Y finalmente, hallándole en el secreto de su alma, ora le hablaba reverente, como a Señor; ora le contestaba como a su Juez; ora le rogaba como a Padre; ora razonaba como con un amigo. En aquella noche y en aquel bosque, sus compañeros, que se habían despertado y estaban fijos escuchando lo que hacía, le vieron y oyeron sus llantos y sus voces, rogando devotamente a la Misericordia por los pobres pecadores. Entonces fue visto y oído   —137→   que se condolía en alta voz de la Pasión de Cristo, como si la viese corporalmente. Esta misma noche le vieron orar con los brazos en cruz y por espacio de mucho tiempo levantado y suspendido sobre la tierra y envuelto en una nube esplendorosa. Y en estos santos ejercicios pasaron toda la noche sin dormir, y como viesen a la mañana siguiente que San Francisco se hallaba muy débil de cuerpo y que difícilmente podía tenerse en pie, fueron a un pobre campesino de aquellos contornos y le pidieron, por amor de Dios, su asnillo para San Francisco, su padre, el cual no podía ir a pie. Oyendo el campesino el nombre de fray Francisco, les preguntó:

-¿Por ventura sois vosotros los frailes de Asís de que tanto bien se cuenta?

Contestaron los frailes que sí, y que por él pedían el burrillo. Entonces el buen hombre, con gran devoción y solicitud, aparejó el asnillo, llevolo a San Francisco y con gran reverencia le hizo montar en él: y así anduvieron adelante, y el campesino iba con ellos, detrás del asnillo. Y después de haber caminado un trecho, dijo el villano a San Francisco.

-Dime: ¿eres tú fray Francisco de Asís?

Contestó el santo que sí.

-Ingéniate, pues -díjole el villano-, de ser tan bueno como eres tenido por la gente, la cual en ti tiene mucha fe, y yo te amonesto que no seas otra cosa de lo que la gente espera de ti.

Oyendo estas palabras San Francisco, no se indignó, y no dijo para consigo mismo: «¡Qué bestia es éste que me amonesta!», como dirían muchos soberbios que usan la capa; sino que se echó enseguida al suelo y, arrodillándose delante del campesino, le besó los pies y le dio gracias por haberse dignado advertirle tan caritativamente. Entonces el villano y los frailes, con gran devoción, le levantaron del suelo y lo subieron de nuevo al asnillo y caminaron un trecho más; y llegados que fueron a la mitad de la subida del monte, y haciendo un calor sofocante, el villano, que sentía mucha sed, comenzó a gritar: «¡Ay de mí, que me muero de sed y moriré enseguida!». Por lo cual San Francisco, bajando del asnillo, púsose en oración y estuvo con los brazos levantados hasta que entendió haber sido escuchado por Dios. Entonces dijo San Francisco al villano:

-Corre, ve hacia aquella peña, y hallarás el agua que Jesucristo ahora, por su misericordia, ha hecho salir de aquella piedra.

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Corrió el villano hacia el lugar indicado y encontró una bella fuente brotando de la dura piedra por la oración de San Francisco, y bebió copiosamente y fue confortado. Y bien pareció que aquella fuente fuese producida por Dios milagrosamente, por los ruegos de San Francisco, porque ni antes ni después viose jamás fuente de agua viva en aquel lugar ni en gran espacio. Después de esto, San Francisco, sus frailes y el villano dieron gracias a Dios por el milagro, y siguieron andando. Y llegando al propio pie del monte Auvernia, plugo a San Francisco descansar a la sombra de una encina que se hallaba y está todavía en el camino, y en esta postura, San Francisco comenzó a considerar las disposiciones del lugar y del país; y estando en esta consideración, he aquí que vino hacia él una multitud de pajarillos, trinando y batiendo las alitas, demostrando mucha fiesta y alegría, y rodeando a San Francisco de tal modo, que algunos se pusieron sobre su cabeza, otros sobre sus espaldas, otros alrededor de sus pies y otros en su falda. Viendo esto sus compañeros y el villano, y maravillándose San francisco, con alegría de su espíritu, dijo:

-Yo creo, carísimos hermanitos, que place a Nuestro Señor Jesucristo que habitemos en este monte solitario, puesto que tanta alegría demuestran nuestros hermanitos los pájaros y las avecillas.

Y dichas estas palabras, se levantaron y anduvieron más, y finalmente llegaron al lugar que sus compañeros habían elegido.

Y esto en cuanto a la primera consideración, esto es, de cómo San Francisco llegó al monte santo de Auvernia.

En loor de Cristo. Amén.




ArribaAbajo- II -

De la segunda consideración de los sagrados santos estigmas


La segunda consideración es de la conversación de San Francisco con sus compañeros en el monte de la Auvernia. Y en cuanto a ésta, es de saber: que habiendo oído Meser Orlando que San Francisco y sus tres compañeros habían subido al monte, sintió grandísima alegría, y al día siguiente subió con muchos de su castillo y vinieron para visitar a San Francisco, presentándole pan y vino y las cosas necesarias para su vida y la de sus compañeros. Y llegando   —139→   arriba, los halló estando en oración y, acercándose, los saludó. Entonces San Francisco se levantó y con grandísima caridad y alegría recibió a Meser Orlando y a los que con él iban; y hecho esto, se pusieron a hablar, y después que San Francisco le hubo dado las gracias por el monte devoto y por su visita, rogándole que le hiciese una celdita pobre al pie de un árbol corpulento que se hallaba como a tiro de piedra del lugar donde se hallaban los frailes, porque aquel sitio era muy apto para la oración. Y Meser Orlando la mandó construir enseguida; y hecho esto y como se acercaba la tarde y era tiempo de partir, San Francisco les predicó un poco y, después de haberles predicado, dio su bendición a Meser Orlando y a los demás; y después, Meser Orlando llamó aparte a San Francisco y a sus compañeros, y les dijo:

-Frailes míos carísimos, es mi intención que en este monte salvaje no carezcáis de nada ni tengáis necesidad alguna corporal, a fin de que os podáis dedicar mejor a la oración y a las cosas espirituales; y os digo ahora para siempre, que podéis enviar a mi casa cuanto tengáis necesidad, y sentiría mucho que no lo hicierais.

Y dicho esto, se tornó con su compañía, retornando al castillo.

Entonces San Francisco mandó a sus compañeros que se sentasen y los amaestró del modo y de la vida que debían llevar los que quieren vivir en santo ermitaje. Y entre otras cosas, impuso la observancia de la santa pobreza, diciendo:

-No aceptéis demasiado la caridad de Meser Orlando, no sea que ofendáis a nuestra señora Madona Pobreza santa. Tened por cierto que cuanto más rechacemos la pobreza, tanto más nos rechazará el mundo y padeceremos más necesidad; pero si abrazamos estrechamente la santa Pobreza, el mundo nos vendrá detrás y nos proveerá abundantemente. Dios nos ha llamado a esta santa religión para salud del mundo, y ha puesto un pacto entre el mundo y nosotros: que nosotros demos al mundo buen ejemplo y el mundo nos provea en nuestras necesidades. Perseveremos luego en la santa Pobreza, porque la pobreza es camino de perfección y ara y prenda de las eternas riquezas.

Y después de otras muchas bellas y devotas palabras y amonestaciones sobre esta materia, terminó diciendo:

-Éste es el modo de vivir que me impongo a mí y os impongo a vosotros. Y viéndome ya cercano a la muerte, deseo estar solo y recogerme con Dios y llorar en su presencia mis pecados; y fray   —140→   León, cuando lo crea oportuno, me traerá un poco de pan y un poco de agua, y por ninguna razón dejaréis que se acerque a mí ningún seglar, sino que vosotros contestaréis por mí.

Y dichas estas palabras, dioles su bendición y fuese a la celdita del árbol; y los compañeros quedáronse en el lugar dicho, proponiéndose firmemente observar lo que San Francisco había ordenado. De allí a pocos días, estando San Francisco junto a la celda consideraron la disposición del monte y maravillándose de las grandes grietas y derrumbos de piedras enormes, se puso en oración, y entonces le fue revelado por Dios que habían sido hechas aquellas cosas maravillosamente, en la hora de la Pasión de Cristo, cuando, según dice el Evangelista, las piedras se rompieron. Y quiso Dios que esto sucediese especialmente en el monte de Auvernia, porque en él se había de renovar la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo: en su alma, por amor y compasión, y en su cuerpo, por la impresión de las santas sagradas llagas. Habida que hubo San Francisco esta revelación, se encerró en su celda y se dispuso a entender el misterio de aquella revelación. Y desde aquella hora comenzó San Francisco a deleitarse en las dulzuras de la divina contemplación; por lo cual fue visto con frecuencia, por sus compañeros, elevado del suelo y arrobado fuera de sí. En estos raptos contemplativos, Dios le revelaba cosas presentes y futuras, y aun los secretos pensamientos y apetitos de los frailes, como tuvo ocasión de comprobarlo fray León, su compañero de aquel día. Pues sosteniendo fray León una grandísima tentación del demonio, no carnal, sino espiritual, deseó tener alguna frase devota escrita por la propia mano de San Francisco, pensando que si la tuviese en su mano, la tentación desaparecería en todo o en parte; y teniendo este deseo, por vergüenza o por reverencia no osaba comunicarla a San Francisco, y pensaba que su tentación desaparecería con el escrito de San Francisco, en todo o en parte; pero si no se lo dijo fray León, se lo reveló el Espíritu Santo, y así San Francisco le llamó junto a sí y, habiendo buscado pluma, tintero y papel, escribió con su mano una lauda a Cristo, según el deseo del fraile, haciendo al final el signo de Thau (la cruz), y dióselo diciendo:

-Toma, carísimo hermano, esta lauda, y guárdala diligentemente hasta la muerte. Que Dios te bendiga y te guarde contra toda tentación. No te apures por tentaciones que tengas; porque si es así, he de reputarte amigo muy siervo de Dios, y más te amaré   —141→   cuanto más combatido seas. Verdaderamente te digo que ninguno puede reputarse perfecto amigo de Dios, si no ha pasado por muchas tentaciones y tribulaciones.

Recibiendo fray León aquel escrito con mucha devoción y fe, súbitamente desapareció la tentación, y volviéndose al lugar, contó a sus compañeros con mucha alegría la gracia que Dios le había concedido por el escrito de San Francisco; y plegándolo y conservándolo diligentemente, con él han hecho los frailes muchos milagros. Y desde entonces en adelante, el dicho fray León, con mucha pureza y recta intención, comenzó a estudiar y considerar la vida de San Francisco, y por su pureza mereció ver muchas veces a San Francisco raptado por Dios, levantado del suelo alguna vez más de tres brazadas y alguna de cuatro, y aun a la altura del árbol; y una vez le vio tan alto y envuelto en resplandor, que apenas podía verlo. ¿Y qué hacía este simple fraile cuando San Francisco se elevaba algo del suelo? Iba suavemente hacia él, le abrazaba y besaba los pies, y con lágrimas decía: «Dios mío, ten misericordia de mí, pecador, y por los méritos de este santo hombre haz que halle tu gracia». Y una vez, entre otras, cuando se había elevado tanto del suelo que no le podía alcanzar, vio que bajaba del Cielo una cédula escrita con letras de oro que decía: «Aquí está la gracia de Dios», la cual poníase sobre la cabeza de San Francisco, y después la volvió a ver cómo retornaba al Cielo. Por el don de esta gracia de Dios que estaba en él, San Francisco no solamente era raptado por Dios en la contemplación extática, sino aun confortado con la vista angélica. Pues estando un día San Francisco pensando en su muerte y en el estado de su religión después de su vida, y diciendo: «Señor, ¿qué será después de mi muerte de tu pobrecita familia, que por tu benignidad has encomendado a mí, pecador? ¿Quién la confortará? ¿Quién rogará por ellos? ¿Quién los corregirá?...», y otras semejantes palabras, le apareció un ángel enviado por Dios, el cual, confortándole, le dijo:

-Dígote, de parte de Dios, que la profesión de tu Orden no faltará en el mundo hasta el día del Juicio; ni existirá pecador alguno, por grande que sea, que amando a tu Orden se condene, porque hallará la misericordia de Dios; ni nadie que maliciosamente persiga la Orden vivirá mucho tiempo; y quien sea muy reo en tu Orden y no corrija su vida, no perseverará en tu Orden. Pero no te entristezcas si ves en tu Orden algunos frailes menos buenos que no observan   —142→   la Regla como es preciso, ni pienses que la religión venga a menos; porque siempre habrá muchos, y muchos serán los que sigan perfectamente la vida del Evangelio de Cristo y la pureza de la Regla; y estos tales irán a la vida eterna inmediatamente después de su muerte, sin pasar por el purgatorio; y algunos la observarán, pero no perfectamente; éstos irán al Paraíso, pero pasarán por el purgatorio, y el tiempo de su purgación te será encomendado por Dios. Pero de aquéllos que no observan nada de la Regla no te cuides, dice Dios, porque tampoco se cuidará Él de ellos.

Y dichas estas palabras, partiose el ángel y San Francisco quedó confortado y consolado. Acercándose la fiesta de la Asunción de Nuestra Señora, busca San Francisco la oportunidad de un lugar más solitario aún para hacer la cuaresma de San Miguel, que comienza el día de la Asunción. Y por esto llama a fray León y le dice:

-Vete y ponte a la puerta del oratorio de los frailes, y cuando y yo te llame, vendrás.

Fuese fray León y púsose junto a la puerta, y San Francisco caminó un trecho y llamó fuerte. Habiéndole oído fray León, acudió, y San Francisco le dijo:

-Hijito, busquemos un lugar más secreto desde el cual no puedas oírme cuando te llame; y buscando, llegó a la parte del mediodía a un lugar muy secreto y apto para su fin; pero no se podía ir, porque entre aquella parte y donde estaba se abría un abismo de enormes escarpas; pero pusieron un leño a modo de puente y pasaron. Entonces San Francisco mandó por los demás frailes y les dijo:

-Como quiero hacer la cuaresma de San Miguel en aquel lugar solitario, os ruego que me construyáis una celdilla, de modo que aunque grite en ella, no pueda ser oído.

Y hecha que fue, dijo San Francisco:

-Ahora retornad a vuestro lugar y dejadme solo, porque quiero celebrar esta cuaresma sin ruido ni turbación de mente; que ninguno de vosotros venga, ni tampoco ningún seglar. Mas solamente tú, fray León, vendrás una vez al día con un poco de pan y de agua, y una vez a la noche, a hora de Maitines; y te llegarás a mí silenciosamente, y cuando llegues al principio del puente, me dirás: Domine labia me aperies, y yo te contestaré: «Ven y pasa a la celda»; y rezaremos juntos los Maitines; y si no te contesto vuélvete enseguida.

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Y decía esto San Francisco porque alguna vez estaba en éxtasis con Dios, de modo que ni veía ni oía; y dicho esto, San Francisco les bendijo y ellos se volvieron a su lugar. Llegando la fiesta de la Asunción, San Francisco comenzó la cuaresma santa con gran fervor, abstinencia y aspereza, macerando su cuerpo y confortando su espíritu con fervientes oraciones, vigilias y disciplinas; y en estas oraciones crecía siempre de virtud en virtud y disponía su alma para recibir los divinos misterios y los divinos esplendores, y al cuerpo para sostener las batallas crueles de los demonios, con los cuales a veces combatía sensiblemente, y, entre otras, cierta vez, durante aquella cuaresma, saliendo San Francisco de la celda con fervor de espíritu y estando en oración en una piedra gruesa y como una tumba, al pie de la cual se abría un espantoso abismo, súbitamente vino el demonio con estrépito de tempestad y en forma terrible y con fuerza quería precipitarlo. San Francisco, no pudiendo huir, se apretó con las manos y la cara y todo el cuerpo a la roca, encomendándose a Dios y buscando con las manos dónde poder cogerse; mas como place a Dios que sus siervos no sean tentados más de lo que pueden soportar, la piedra se hundió por milagro, según la forma del cuerpo de San Francisco, recibiéndole como si fuera cera líquida; y así, ayudado de Dios, pudo más que el demonio. Y lo que el diablo no pudo hacer con San Francisco, esto es, precipitarlo, hízolo con otro fraile querido y devoto, después de la muerte del santo; quien, reuniendo en aquel lugar varios leños para que pudiese ir sin peligro, por devoción al santo y por el milagro hecho, un día el demonio lo empujó, llevando en la cabeza un grueso leño, y lo precipitó con el leño en la cabeza; pero Dios, que había ayudado y preservado a San Francisco, por sus méritos, preservó también al fraile, su devoto; y así cayendo, se encomendó con grandísima devoción, y en alta voz se recomendó a San Francisco, y súbitamente se le apareció éste y, tomándolo en sus brazos, lo depositó sobre las piedras del abismo sin sufrir daño alguno ni lesión. Y habiendo oído sus gritos los demás frailes cuando caía y creyéndolo muerto y despedazado en los riscos salientes, tomaron un fanalillo y con mucho dolor iban por aquella parte buscando los pedazos del precipitado, con el fin de enterrarlos. Y habiendo bajado del monte, le hallaron sin ningún daño, cantando el Tedeum laudamus en voz alta, y contoles lo que le había sucedido. Y maravilláronse mucho los frailes, y llegando todos al lugar, cantaron devotísimamente   —144→   juntos el predicho Tedeum laudamus, alabando y dando gracias a Dios con San Francisco por el milagro obrado en su fraile.

Prosiguiendo San Francisco la dicha cuaresma, aun sosteniendo muchos combates con el demonio, recibía, no obstante, muchas consolaciones de Dios, no solamente con las visitas angélicas, sino también con las de las avecillas salvajes; porque, durante todo el tiempo de la cuaresma, un halcón que tenía su nido cerca de la celda, cada noche, un poco antes de la hora de Maitines, bajaba y batía las alas y cantaba hasta que el santo comenzaba el rezo; y cuando San Francisco sentía lasitud por debilidad o enfermedad, el halcón entonces le despertaba más tarde. Y San Francisco tomaba mucho consuelo de esta ave, porque su solicitud ahuyentaba de él la pereza y le inducía a orar, y aun algunas veces se ponía domésticamente a estar con él.

Finalmente, en lo que toca a esta consideración segunda, estando San Francisco muy debilitado de cuerpo por la gran abstinencia, comenzó a pensar en la gloria desmesurada de los bienaventurados en la vida eterna; y con esto pidió a Dios le dejase gustar algo de esta gloria. Y estando en este pensamiento, le apareció un ángel envuelto en resplandores, el cual tenía un violín en su mano siniestra y el arco en la derecha; y ante la admiración de San Francisco, el ángel pulsó el arco sobre el violín, y sintió el santo tanta suavidad de melodía, que suavizose su alma, quedando suspendida; de modo que manifestó después que parecía que el ángel le había sacado el alma del cuerpo.

Esto por lo que toca a la segunda consideración.

En loor de Cristo. Amén.




ArribaAbajo- III -

De la tercera consideración de los sagrados santos estigmas


Llegando a la tercera consideración, esto es, a la aparición seráfica e impresión de las sagradas santas llagas, es de considerar que, acercándose la fiesta de la Santísima Cruz del mes de septiembre, fuese una noche fray León a la hora acostumbrada al lugar, para rezar los Maitines con San Francisco; y diciendo desde el principio del puente: Domine labia me aperies, como San Francisco no contestase,   —145→   no volvió sobre sus pasos, como San Francisco le tenía ordenado, sino que, con buena intención, pasó el puente y dirigiose a la celda, y no hallándole, creyó que se hallaría fuera en algún lugar, orando, y así, a la luz de la luna, fue buscándole; y finalmente oyó la voz de San Francisco, y acercándose, le vio de rodillas en oración, con la cara y las manos levantadas hacia el Cielo, diciendo con fervor de espíritu: «¿Quién eres tú, dulcísimo Dios mío? ¿Quién soy, vilísimo gusano y siervo tuyo inútil?». Y repetía estas palabras y no decía otra cosa, de lo cual maravillábase mucho fray León; y así, levantó sus ojos al Cielo y vio bajar como una nubecilla radiante, bellísima y esplendísima que púsose sobre la cabeza de San Francisco, y oyó una voz que salía de la nubecilla, dirigiéndose a San Francisco; pero fray León no entendía las palabras. Oyendo y viendo estas cosas y considerándose indigno de hallarse en aquel lugar donde se realizaba la aparición, y temiendo aún ofender a San Francisco y perturbarlo en su consideración, echose suavemente atrás y miraba desde lejos, esperando el fin de todo aquello, y, finalmente, vio a San Francisco poniendo tres veces las manos en aquel fuego, y después de gran espacio de tiempo vio que la nube subía al Cielo. Y así fuese ya más seguro y contento de su visión a su celda. Pero San Francisco le oyó las pisadas sobre la hierba y le mandó que no huyese, sino que lo esperase. Entonces, obedeciendo, permaneció allí fray León, esperándolo con mucho miedo, tanto que después dijo a sus compañeros que hubiese preferido que la tierra lo tragase, antes que tener que esperar a San Francisco, al cual pensaba encontrar disgustado con él, pues con suma diligencia procuraba no ofender a su Paternidad, porque siempre temía que, por su culpa, San Francisco no le privase de su compañía. Pero llegando junto a él, preguntole San Francisco:

-¿Quién eres tú?

Y temblando, contestó fray León:

-Yo soy fray León, padre mío.

Y San Francisco le dijo:

-¿Por qué has venido tú aquí, fray Ovejuela? ¿No te había dicho que no me observases? Dime, por la santa obediencia, si viste u oíste algo.

Contestó fray León:

-Padre, oí que decías muchas veces: «¿Quién eres tú, Dios mío, y quién soy yo, gusano vilísimo e inútil siervo tuyo?».

  —146→  

Y luego, arrodillándose fray León ante San Francisco, se culpó de la desobediencia y le pidió con muchas lágrimas que le perdonase. Y después le rogó devotamente que le expusiera aquellas palabras que había oído y le dijese lo que no había entendido. Viendo San Francisco que Dios había revelado o permitido a fray León oír aquellas cosas por su mucha simplicidad y pureza, le quiso contestar como pedía. Y le dijo:

-Sepas, fray Ovejuela de Dios, que cuando yo hablaba lo que oíste, me eran manifestadas dos luces: la del propio conocimiento y la del conocimiento del Creador. Cuando yo decía: «¿Quién eres tú, dulcísimo Dios mío?», en la luz de la contemplación veía el abismo de la infinita bondad y sabiduría y potencia de Dios, y cuando decía: «¿Qué soy, yo?», etc., era en la luz de la contemplación con la cual veía el profundo valle lacrimoso de vileza y miseria, y por esto añadía: «¿Quién eres tú, Señor de infinita bondad y sabiduría, para dignarte venir a visitarme a mí, que soy vil gusanillo abominable?» Y en aquella llama hallábase Dios hablándome como antiguamente habló a Moisés. Y las otras cosas que me dijo, fueron que le hiciese tres dones, a lo cual respondía: «Señor mío, bien sabes que soy todo tuyo y que no tengo más que la túnica, la cuerda y las calzas, y aun estas tres cosas son tuyas. ¿Qué puedo, pues, ofrecer a tu Majestad?». Y entonces Dios me dijo: «Busca en el seno y ofréceme lo que halles». Busqué y hallé una bola de oro, y tres veces lo hice y cada vez hallé lo mismo, y lo fui ofreciendo a Dios; y me arrodillé y le di gracias a Dios por haberme concedido algo que ofrecerle. E inmediatamente me fue dado ver y entender que las tres ofertas significaban los tres votos de la santa obediencia, la altísima pobreza y la esplendísima castidad; los cuales dones había ofrecido a Dios, y por su gracia nada me reprende la conciencia que haya hecho nada contra éstos. Y así, cuando me viste con las manos en la falda y levantarlas tres veces, era que ofrecía tres veces las bolas de oro. Esto es lo que viste y oíste. Guárdate, hermano Ovejuela, de observarme, y retorna a tu celda con la bendición de Dios y cuida solícitamente de mí; porque de aquí a pocos días hará Dios tan grandes y maravillosas cosas en esta montaña, que todo el mundo se maravillará; y hará cosas nuevas que no hizo nunca con criatura alguna en este mundo.

Y dichas estas palabras, le hizo buscar los Evangelios, porque Dios le había puesto en el ánimo que por ellos le manifestaría su   —147→   voluntad. Y traído el libro, San Francisco se puso en oración, y terminada ésta, hizo abrir tres veces el libro por mano de fray León, en nombre de la Santísima Trinidad, y plugo a la disposición divina que las tres veces señalase la Pasión de Cristo. Por lo cual entendió que así como había seguido a Cristo en los actos de su vida, así debía conformarse a Él en los dolores, aflicciones y Pasión, antes de pasar a la otra vida. Y desde aquel momento en adelante, San Francisco comenzó a gustar y a sentir más abundantemente la dulzura de la divina contemplación y de las visitas divinas. Entre las cuales tuvo una inmediata como preparación a la impresión de las cinco santas llagas, en esta forma. Estando San Francisco, la víspera de la fiesta de la Santísima Cruz del mes de septiembre, secretamente en oración en su celda, le apareció el Ángel de Dios y le dijo de parte de Dios: «Te conforto y amonesto a que te prepares y dispongas humildemente con toda paciencia para recibir lo que Dios quiere darte y ha de hacer en ti». Contestó San Francisco: «Estoy aparejado a sostener pacientemente todo lo que quiera mi Señor»; y después de esto, el ángel partió. Al día siguiente, esto es, el de la Santísima Cruz, San Francisco, de madrugada antes del alba, se puso en oración delante de la celda, con la cara vuelta a levante, y oró en esta forma: «¡Oh, Señor mío Jesucristo!, dos gracias te ruego que me hagas antes de morir: la primera, que sienta en mi alma y en mi cuerpo, en cuanto es posible, los dolores de tu acerbísima Pasión; la segunda, que sienta en mi corazón, en cuanto es posible, el amor excesivo que tú sentiste, Hijo de Dios, sosteniendo de buen grado la Pasión por nosotros los pecadores». Y orando largo tiempo con este ruego, entendió que Dios le oiría y, en cuanto es posible a una pura criatura, le serían concedidas aquellas cosas. San Francisco, con esta promesa, comenzó a contemplar devotísimamente la Pasión de Cristo y su infinita caridad, y crecía tanto en él el fervor de la devoción, que todo se transformaba en Jesús por amor y por compasión. Y estando inflamándose de esta suerte en la contemplación, aquella misma mañana vio bajar del Cielo un serafín con seis alas resplandecientes, purpúreas y encendidas, el cual serafín velozmente llegó tan cerca de San Francisco, que éste pudo ver claramente que tenía la forma del Crucificado. Y sus alas estaban dispuestas de este modo: dos se extendían sobre su cabeza, dos batían el aire como para volar, y las otras dos cubrían el cuerpo. Viéndolo San Francisco, quedó sobrecogido; pero enseguida   —148→   sintió gran alegría y al mismo tiempo gran dolor: tenía grandísima alegría viendo el gracioso semblante de Cristo, que tan mansamente se ofrecía y le miraba; y viéndole crucificado, sentía grandísimo dolor de compasión. Y maravillábase mucho sabiendo que la enfermedad de la pasión no era compatible con la inmortalidad del espíritu seráfico. Y estando admirándose de esta suerte, le fue revelado en la visión que la Divina Providencia quería que lo entendiese bien; que no por martirio corporal, sino por incendio mental, debía ser él transformado hasta tomar la semejanza de Jesús crucificado en una visión admirable.

Entonces parecía que todo el monte de Auvernia se inflamaba espléndidamente, iluminando con su fulgor los montes y los valles del contorno, como si fuese la luz del primer sol.

Los pastores que velaban por allí detrás de sus rebaños, sintieron gran miedo, como después contaron los frailes, como también dijeron que la llama duró por espacio de una hora sobre el monte de Auvernia, y aun más de una hora. De la misma manera, unos arrieros que dormían en unos establos cercanos despertáronse viendo entrar la luz por las ventanas, y creyendo que ya salía el sol, y debiendo ir a la Romaña, levantáronse y pusieron los arreos a sus caballerías y las cargaron; y caminando, vieron que la luz terminaba y que salía después el sol verdadero.

En esta aparición seráfica, Jesucristo, que era en ella, manifestó a San Francisco cosas muy secretas y muy elevadas, que San Francisco nunca quiso manifestar durante su vida; pero, como se verá más adelante, las reveló después de su muerte.

Las palabras que dijo San Francisco sobre la revelación, fueron éstas:

Dijo Cristo:

-¿Sabes lo que hice contigo? Tienes las llagas, que son las señales de mi pasión, para que en adelante seas mi portaestandarte. Y así como bajé al Limbo el día de mi muerte sacando las almas en virtud de estas mis llagas, así también te concedo que todos los años, el día de tu muerte, vayas al purgatorio y libres, en virtud de estas tus llagas, las almas que halles de las tus tres Órdenes y aun las de aquéllos que fueron tus devotos, y las lleves al Cielo; así me serás semejante en la muerte como lo eres viviendo.

Después de mucho tiempo de secreta conversación desapareció la visión admirable, dejando en el corazón de San Francisco un excesivo   —149→   ardor divino de amor, y en su carne la huella indeleble de sus clavos en sus manos y sus pies, como él las había visto en el cuerpo de Jesús crucificado aparecido en forma de serafín; de modo que aparecían las manos y los pies taladrados como de clavos cuyas cabezas se hallaban en las palmas de las manos y en las plantas de los pies, fuera de la carne, y las puntas retorcidas se veían en el dorso de las manos y de los pies, y remachados de modo que por el agujero del remache se podía introducir fácilmente el dedo como en un anillo; las cabezas de los clavos eran redondas y negras. También en el costado derecho aparecían los bordes de una herida de lanza, roja, sin cicatrizar, sanguinolenta, por la que muchas veces salía sangre del pecho de San Francisco, bañando su camisa y sus calzas, de manera que llegaron a advertirlo sus compañeros; porque viendo que no descubría las manos ni los pies, que no podía fijar en el suelo, y como, además, hallábanse ensangrentadas la túnica y las calzas cuando se los lavaban, comprendieron claramente que tenía impresa la imagen y semejanza de Cristo crucificado. Y por más que él intentaba esconder y ocultar aquellas gloriosas llagas tan evidentemente impresas en su carne, y viendo, por otra parte, que difícilmente podía encubrirlas a sus compañeros más inmediatos, y temiendo a la vez publicar los secretos de Dios, estuvo dudando mucho si debía revelar o no la visión seráfica y la impresión de las llagas. Por fin, estimulado por la conciencia, llamó a algunos frailes de su mayor confianza y les propuso la duda en términos generales, sin indicar el hecho, pidiéndoles consejo sobre lo que le tocaba hacer. Uno de ellos, de gran santidad, llamado fray Iluminado, comprendiendo que San Francisco debía haber visto cosas maravillosas, contestó:

-Has de saber, fray Francisco, que Dios te muestra sus secretos no solamente para ti, sino también para los otros; por esto es razonable que temas hacerte digno de reprensión, si tienes oculto lo que Dios te mostró para utilidad de los demás.

Estas palabras movieron a San Francisco, y refirió con grandísimo temor en su modo y forma la dicha visión, añadiendo que Cristo le había dicho ciertas cosas que jamás manifestaría mientras viviese. Aun cuando aquellas santísimas llagas, por ser impresas por Cristo, le causaban gran alegría de corazón, no obstante eran de dolor intolerable para los sentidos corporales. Y así, obligado por la necesidad, escogió a fray León, por más puro y sencillo, y habiéndole   —150→   revelado todo el hecho, le dejaba ver, tocar y vendar aquellas santas llagas y aplicarles algunos lienzos para mitigar el dolor y recoger la sangre que fluía de ellas; y cuando estaba enfermo, permitía que le mudase los dichos lienzos con más frecuencia y aun diariamente, exceptuando desde el jueves por la mañana hasta el sábado por la mañana, porque no quería que por ningún remedio o medicina se aliviase en nada el dolor de la Pasión de Cristo, que llevaba en su cuerpo, en atención a que en este tiempo Nuestro Señor y Salvador fue preso, crucificado, muerto y sepultado por nosotros.

Sucedió alguna vez que cuando fray León le cambiaba la venda de la llaga del costado, San Francisco, por el mucho dolor que sentía, puso la mano sobre el pobre fray León, y con su contacto sentía éste tanta devoción y dulzura de corazón, que estaba a punto de desmayarse.

Finalmente, por lo que a esta consideración toca, habiendo terminado la cuaresma de San Miguel, dispuso, por revelación divina, el retorno a Santa María de los Ángeles. Por lo cual llamó a fray Maseo y a fray Ángel, y después de muchas palabras y santas instrucciones, les recomendó cuán eficazmente pudo aquel santo monte, diciéndole cómo él y fray León debían volver a Santa María de los Ángeles. Después se despidió de ellos, bendiciéndoles en nombre de Jesús crucificado, y a sus vehementes súplicas, extendió sus santísimas manos, adornadas con aquellas gloriosas llagas, permitiendo que las viesen, tocasen y besasen, dejándolos muy consolados. Y se separó de ellos, bajando de aquel santo monte. A loor de Cristo. Amén.




ArribaAbajo- IV -

De cómo Meser Jerónimo vio y tocó las llagas de San Francisco, antes de creer en ellas. San Francisco se despide de Asís


Por lo que toca a la cuarta consideración de las sagradas santas llagas, es de saber: que después que el verdadero amor de Cristo transformó perfectamente a San Francisco en imagen real del Crucificado, unido a Dios y habiendo cumplido la cuaresma de cuarenta días en honor de San Miguel Arcángel sobre el santo monte   —151→   de Auvernia; después de la solemnidad de San Miguel, bajó del monte el angélico hombre San Francisco con fray León y con un devoto villano, en cuyo asnillo cabalgaba por razón de los clavos de los pies y no poder caminar bien. Así que, habiendo bajado del monte, era ya divulgada por el país, por los pastores que habían visto inflamado el monte de Auvernia, teniendo a esto como un milagro obrado por Dios en San Francisco; por esto, al oír la gente que el santo pasaba, todos acudían a verlo, hombres, mujeres y niños, grandes y pequeños, y todos con viva devoción se industriaban para tocarle o besarle las manos; y no pudiendo él negarse a la devoción del pueblo, las ocultaba con las mangas y sólo daba a besar las puntas de los dedos. Mas por mucho que él quería ocultar el secreto de las llagas, especialmente en el viaje desde Auvernia hasta Santa María de los Ángeles, quiso Dios manifestar su gloria con muchos milagros, y aún después del dicho viaje, ya en vida del santo, ya después de su muerte gloriosa, descubriendo al mundo, con señales evidentes, la oculta y maravillosa virtud de las llagas, de los cuales expondremos algunos. Al acercarse San Francisco a un pueblo situado en los confines del condado de Arezzo, una mujer se le plantó delante con el hijito en sus brazos; el cual, teniendo ocho años, cuatro hacía que se hallaba hidrópico, con un vientre tan atrozmente hinchado, que estando derecho no le podían sostener sus pies. La mujer se lo presentó, rogándole que le encomendase a Dios. San Francisco se puso en oración, terminada la cual puso sus santas manos sobre el vientre del niño, y súbitamente desapareció la hinchazón, entregándole después a su madre, la cual, recibiéndole con gran alegría y llevándoselo a su casa, dio gracias a Dios y a San Francisco, enseñando de buen grado el niño a cuantos de aquellos contornos acudían para verlo.

El mismo día pasó San Francisco por el burgo del Santo Sepulcro, y antes de llegar al castillo, le salieron al encuentro las turbas de éste y de la villa cercana, y muchos de ellos iban delante de él con ramos de olivo en la mano, gritando fuerte: «¡He aquí el santo!»; y por la devoción y deseos que las gentes sentían de tocarlo, todos se aglomeraban junto a él; pero él iba tan abstraído y con la mente tan elevada en Dios por la contemplación, como una persona insensible, que era tocado, tenido y empujado, sin que se diese cuenta de ello mientras anduvo por aquellas cercanías; pero habiendo pasado el burgo, cuando ya las turbas habían vuelto a sus   —152→   casas, llegando a una casita de leprosos, situada a una milla del burgo, tornó en sí, como volviendo del otro mundo, preguntando al compañero:

-¿Cuándo llegaremos al burgo?

La experiencia enseñó a sus compañeros con cuánta frecuencia sucedía esto. Aquella tarde llegó San Francisco al lugar de los frailes de monte Casale, donde había un fraile tan cruelmente enfermo y tan horriblemente atormentado por la enfermedad, que su mal, mejor era tormento y tribulación del demonio, que enfermedad natural; porque con frecuencia se echaba al suelo con grandísimo temor echando espuma por la boca, contrayéndose los nervios de su cuerpo, distendíanse, se plegaban o se retorcían; a veces llegábase a la nuca con los talones de los pies y, arrojándose hacia arriba, caía de espaldas. Estando San Francisco en la mesa y oyendo hablar a los demás frailes del pobrecito enfermo sin remedio, tuvo compasión de él, y tomando un poco del pan que comía y bendiciéndole con el signo de la santísima Cruz con sus manos estigmatizadas, lo envió al fraile enfermo, el cual, después que lo hubo comido, se encontró curado, sin que aquella enfermedad se reprodujera más.

A la mañana siguiente, San Francisco envió a dos de aquellos frailes al santo monte de Auvernia, y con ellos el villano que había venido con él detrás del asnillo; y entrando éstos en el condado de Arezzo, creyendo que iba con ellos San Francisco, la gente se alegró muchísimo, habiendo una mujer que se moría después de tres días de parto sin poder parir, y sus familiares pensaban que si San Francisco pusiera sobre ella sus santas manos, curaría. Pero tuvieron gran tristeza viendo que San Francisco no iba con ellos; pero aun cuando faltaba San Francisco, corporalmente, no faltó su virtud, porque tampoco faltó la fe en aquellas gentes, pues pidieron a los frailes si llevaban consigo algo que hubiese tocado el cuerpo de San Francisco; piensan y buscan los frailes con toda diligencia, y al final no hallan sino una cosa tocada por las santísimas manos, y era el cabestro del asno que le había conducido; tomaron las gentes el cabestro con gran reverencia y devoción, y recomendando fervorosamente el asunto a San Francisco, lo pusieron sobre la enferma. ¿Y qué más? La mujer se quitó enseguida el cabestro, súbitamente librada del peligro, y parió felizmente con alegría y salud.

San Francisco detúvose unos días en el referido lugar, marchando luego a la ciudad de Castello, donde, apenas llegara,   —153→   acudieron muchos ciudadanos, presentándole una mujer de largo tiempo endemoniada, y le rogaron humildemente que la remediase, porque alborotaba a toda la comarca, ora con sus aullidos dolorosos, ora con crujidos crueles o con ladridos como de perro. San Francisco se puso en oración, y luego, haciendo sobre ella la señal de la santísima Cruz, mandó al demonio que la dejase, quedando la enferma sana de cuerpo y de mente. Divulgándose este milagro por el pueblo, otra mujer le presentó con mucha fe su niño, enfermo grave de una llaga cruel, rogándole devotamente que lo bendijese con sus manos; entonces San Francisco, aceptando su devoción, tomó al niño y, quitándole la venda a la llaga, lo bendijo haciendo tres veces la señal de la santa Cruz, y después le puso de nuevo la faja, devolviendo el niño a la madre; y como ya era tarde, ésta lo metió en la cama para que durmiera. A la mañana siguiente lo halló sin la faja, viendo que estaba perfectamente sano, como si nunca hubiese tenido mal alguno. En el sitio de la llaga le había crecido la carne, formando una rosa encarnada, más como testimonio del milagro que como señal de la úlcera, pues le duró toda la vida, y la miraba con frecuencia durante ella, movido por la devoción que sentía hacia San Francisco. Atendiendo a los deseos de las gentes, detúvose allí San Francisco un mes, obrando muchos milagros; después siguió el viaje a Santa María de los Ángeles con fray León y un buen hombre que le prestó su jumento. Sucedió que a causa del mal camino y del mucho frío, después de andar todo el día, no pudieron llegar a lugar de hospedaje, viéndose obligados a pasar la noche y el mal tiempo guarecidos en una covacha de un peñascal, pues la noche y la nieve se les venían encima. Estando así desabrigado y mal cubierto aquel buen hombre que prestaba el jumento, no pudiendo dormir por el mucho frío y no habiendo manera de encender fuego, comenzó a quejarse de sí mismo, con lágrimas en los ojos y casi murmurando de San Francisco que le había traído a aquel lugar. El santo, compadeciéndose de él, extendió la mano y la puso sobre el villano; y, ¡cosa admirable!, lo mismo fue tocarle con aquella mano taladrada por el fuego seráfico, que desaparecer el frío, y tanto calor le entró, que parecía hallarse en un horno; y así, confortado de cuerpo y de alma, se adormeció y durmió toda la noche entre breñas y nieve más profunda y regaladamente que jamás había dormido en su cama. Al día siguiente siguieron el camino hacia Santa María de los Ángeles, y cuando ya se hallaban cerca, fray   —154→   León vio una hermosísima cruz de oro con la imagen del Crucificado que movíase ante San Francisco; era tan resplandeciente, que iluminaba no sólo a San Francisco, sino su alrededor; y San Francisco andaba siguiéndola y duró hasta que llegaron a Santa María de los Ángeles. En llegando, fueron recibidos por los frailes con grandísima alegría y caridad, y desde entonces San Francisco moró allí la mayor parte del tiempo restante de vida. Y continuamente se extendía la fama de su santidad y milagros, a pesar de que con humildad profundísima ocultaba cuanto podía los dones y favores de Dios, llamándose gran pecador. Maravillándose de esto fray León, con suma simpleza pensaba consigo mismo: «Éste se llamaba en público gran pecador, siendo grande en la Orden y tan honrado de Dios; pero en secreto nunca se confiesa del pecado carnal, ¿será virgen?». Y comenzó a sentir grandísimo deseo de saberlo; pero no se atrevía a preguntárselo a San Francisco, y así recurrió a Dios con incesantes súplicas, llegando a alcanzar la verdad con la siguiente revelación: Vio a San Francisco en un lugar elevado y excelente al que nadie podía ir ni llegar, y fuele revelado que aquel encumbramiento significaba la excelencia de la castidad virginal del santo, que razonablemente convenía a la carne que había de ser adornada con las sagradas llagas de Cristo. Viendo San Francisco que a causa de estas llagas le iban faltando las fuerzas corporales y no podía regir la Orden, aceleró la celebración del Capítulo general y cuando lo tuvo reunido, se excusó humildísimamente, alegando la impotencia en que se hallaba de regir la Orden, y como no podía renunciar al generalato, ya que siendo impuesto por el Papa no podía dejarlo sin su expresa licencia, nombró vicario suyo a fray Cataneo, y a él y a los provinciales recomendó con mucho afecto la Orden, con cuanta eficacia pudo. Después, confortado su espíritu, levantó sus brazos al Cielo y los ojos, diciendo:

-A ti, Señor mío, encomiendo tu familia, que hasta el presente me has tenido encargada, y que ahora, por mis enfermedades, que conoces, dulcísimo Señor mío, ya no puedo cuidar más. La recomiendo también a los ministros provinciales; ellos tendrán que darte cuenta el día del Juicio, si algún fraile se pierde por su descuido o mal ejemplo o demasiada áspera corrección.

Y hablando de esta manera, plugo a Dios que todos los frailes del Capítulo entendiesen que se refería a las llagas, al excusarse con las enfermedades, y todos lloraron de devoción. Desde entonces dejó   —155→   todo su cuidado y gobierno de la Orden a su vicario y ministros provinciales, y decía:

-Ahora que por mi enfermedad he dejado el cargo de la Orden, ya no estoy obligado más que a rogar a Dios por ella y dar buen ejemplo a los frailes, y sé bien de cierto que aun cuando la enfermedad me lo impidiera, la mayor ayuda que puedo dar a la religión es pedir siempre a Dios que la gobierne, defienda y conserve.

Como se ha dicho, San Francisco se industriaba para ocultar sus llagas santísimas, andando siempre con los pies calzados y las manos vendadas; pero no pudo evitar que muchos de los frailes y de diferentes maneras se diesen cuenta de ellas, y especialmente de la del costado, que con mayor diligencia quería encubrir. Un fraile, una vez le indujo a propósito a que se quitase la túnica para sacudirle el polvo, y al quitársela, vio el referido fraile la llaga del costado, y metiendo apresuradamente la mano, le tocó con los tres dedos y conoció su extensión y su profundidad, y de este mismo modo la vio su vicario. Pero quien se aseguró más fue fray Rufino, certificando a los otros de las llagas, y en especial de la del costado. Pues debiendo lavar las calzas de San Francisco, que eran tan grandes que llegaban a cubrir la llaga del costado, siempre las hallaba ensangrentadas, reconociendo que la sangre bajaba de la llaga. Cuando miraba la sangre, San Francisco le reprendía. Frotando una parte del cuerpo de San Francisco, intencionadamente deslizó su mano y metió los dedos en la llaga del corazón, causándole tanto dolor, que hubo de gritar San Francisco:

-Dios te perdone, fray Rufino. ¿Por qué has hecho esto?

El tercero fue que cierta vez pidió insistentemente a San Francisco, con grandísimo fervor, que le diese por caridad el hábito que llevaba y recibiese, en cambio, el suyo; condescendiente siempre el caritativo padre, se quitó el hábito y se lo dio, vistiéndose el de fray Rufino; y al quitárselo vio fray Rufino claramente la llaga. Vieron también las llagas de San Francisco, fray León y otros muchos frailes, y aunque por su santidad eran hombres dignos de fe, para que no quedase lugar a duda, juraron sobre los libros santos que las habían visto claramente. Viéronlas, además, algunos cardenales que tenían familiaridad con el santo, y en reverencia de las llagas compusieron hermosos himnos, antífonas y prosas. El papa Alejandro, predicando al pueblo en presencia de muchos cardenales, uno de los cuales era fray Buenaventura, afirmó haber visto las llagas sagradas   —156→   viviendo aún San Francisco. Jacoba de Sietesolios, distinguida dama de Roma, se las vio y besó muchas veces con suma reverencia después de muerto; pues, movida de divina revelación, vino desde Roma a la ciudad de Asís para hallarse a la muerte de San Francisco, y sucedió del siguiente modo: San Francisco días antes de morir, estuvo enfermo en el palacio del obispo de Asís y tenía consigo algunos frailes, y a pesar de su enfermedad, cantaba alabanzas a Cristo. Un día le dijo uno de sus compañeros:

-Padre: sabes que esta gente tiene gran fe en ti y te reputan santo, y pueden imaginarse que si tú fueras lo que ellos creen, deberías en esta enfermedad pensar en la muerte y más bien llorar que cantar, pues estás enfermo de gravedad. Mira que tu canto y lo que nos haces cantar lo oyen muchos dentro y fuera del palacio, el cual, por causa tuya, está bien custodiado por muchos hombres de armas,17 y tal vez podían recibir mal ejemplo. Por eso creo que harías bien en marcharte de aquí y volvernos todos a Santa María de los Ángeles, porque aquí, entre seglares, no nos hallamos bien.

Contestó el santo:

-Hermano mío carísimo: sabes que hace dos años, cuando estábamos en Foligno, nos reveló el Señor a los dos el término de mi vida, que ha de acabar esta enfermedad de aquí a pocos días; en aquella revelación, el Señor me dio la certeza del perdón de mis pecados, quedando tan colmado de alegría que no puedo llorar más; y por esto canto y cantaré a Dios que me ha concedido el bien de su gracia y me ha dado la certeza de la gloria del Paraíso. En cuanto a marchar de aquí, consiento y me agrada; y así, buscad algún medio de llevarme, porque con esta enfermedad no puedo andar.

Luego los frailes le tomaron en brazos y lo llevaron en compañía de muchos ciudadanos. Al llegar a un hospital que se hallaba en el camino, dijo el santo a los que le llevaban:

-Ponedme en tierra, vuelto a la ciudad.

Y cuando le pusieron mirando a Asís, la colmó de bendiciones, diciendo:

-¡BENDITA SEAS DE DIOS, CIUDAD SANTA, PORQUE POR TI SE SALVARÁN MUCHAS ALMAS, Y EN TI HABITARÁN MUCHOS SIERVOS   —157→   DE DIOS, Y MUCHOS DE TUS HIJOS SERÁN ELEGIDOS PARA EL REINO DE LA VIDA ETERNA!

Dicho esto, se hizo conducir a Santa María de los Ángeles, y llegados que fueron, lo llevaron a la enfermería y lo dejaron descansar. Entonces San Francisco llamó junto a sí a uno de sus compañeros y le dijo:

-Carísimo fraile, Dios me ha revelado que de esta enfermedad saldré por tal día; bien ves que si Jacoba de Sietesolios, devota carísima de nuestra Orden, supiese mi muerte sin haber estado presente, lo sentiría demasiado; y por esto hazle entender que si me quiere ver con vida, venga inmediatamente.

Contestó el fraile:

-Está bien, padre mío; cierto es que teniéndote ella tan gran devoción, estaría mal que no se hallase a tu muerte.

Dijo San Francisco:

-Trae, pues, con que escribas lo que te he de dictar.

Y cuando lo hubo traído, dictó el santo:

A la señora Jacoba, sierva de Dios, fray Francisco, pobrecito de Cristo, salud y compañía del Espíritu Santo en Jesucristo, Señor nuestro.

Carísima: Sabrás que Cristo bendito me ha revelado, por gracia suya, que el fin de mi vida se halla presto. Por tanto, si quieres hallarme vivo, en viendo esta carta ven a Santa María de los Ángeles, porque si no llegas antes de tal día, no podrás encontrarme con vida; y trae paño de cilicio con que envolver mi cuerpo y la cera necesaria para el entierro. Te ruego que traigas también de aquellas cosas de comer que solías darme cuando me hallaba enfermo en Roma.

Mientras escribía esta carta que le había dictado, le reveló Dios que ya se había puesto en camino la dama Jacoba y que traía cuanto le pedía y que ya se hallaba cerca del convento, por lo cual dijo al fraile que no escribiese más, puesto que no era necesario, y que guardase la carta; los frailes se admiraron mucho de que no quisiese terminar la carta y no la enviaron. Poco después se oyeron unos fuertes aldabonazos en el convento; San Francisco envió al portero para que abriera y al hacerlo, se halló con la nobilísima dama de Roma señora Jacoba y dos hijos suyos senadores romanos,   —158→   con gran acompañamiento de hombres a caballo. Entró la dama y se fue derecho a la enfermería hasta llegar adonde estaba San Francisco, el cual, con su venida, recibió gran alegría y consuelo, y lo mismo ella viéndole con vida y hablándole. Ella le refirió que estando en oración, Dios le había revelado que él moriría en breve y que la había de llamar y pedirle aquellas cosas; por esto las había traído consigo y se las hizo presentar y le dio de comer. Cuando el santo hubo comido y se sintió confortado, se le arrodilló a sus plantas aquella dama ilustre, y tomando aquellos pies santísimos, sellados y adornados con las llagas de Cristo, los besó y bañó de lágrimas, de modo que parecía a los frailes que allí se hallaba una Magdalena a los pies de Jesucristo, y de ningún modo la podían separar de allí. Por fin, después de mucho tiempo, la llevaron aparte y la preguntaron cómo había venido provista de todas aquellas cosas que eran necesarias al santo en vida y para después de muerto; y ella contestó que, orando una noche en Roma, oyó una voz del Cielo que le dijo: «Si quieres hallar con vida a San Francisco, vete a Asís sin tardanza y lleva contigo las cosas que solías dar cuando estaba enfermo y las que necesita para su entierro». Y yo -dijo ella- lo hice así. Estuvo así esta ilustre señora hasta que San Francisco salió de esta vida y fue sepultado, y en los funerales le tributó grandísimos honores con su seguimiento y costeó todos los gastos necesarios. Luego volviose a Roma, donde poco después murió santamente. Por devoción a San Francisco, eligió sepultura en Santa María de los Ángeles y quiso que la llevasen y enterrasen allí, como se hizo.

A la muerte de San Francisco no sólo la ilustre señora Jacoba y sus hijos y séquito vieron y besaron las gloriosas llagas, sino también muchos ciudadanos de Asís; entre ellos, un caballero muy famoso llamado Meser Jerónimo, el cual dudaba mucho y se abstenía de creer, tal como el apóstol Santo Tomás respecto a las llagas de Cristo; y para asegurarse de ellas y cerciorar a los otros, atrevidamente movía los clavos de las manos y de los pies delante de los frailes y seglares, y pasaba los dedos por la llaga del costado a la vista de todos. Por lo cual fue abonado testigo de las llagas y juró sobre el libro santo que eran verdaderas y que él las había visto y tocado.

Vieron además y besaron las gloriosas llagas Santa Clara y sus monjas, que estuvieron presentes al entierro.

  —159→  

El glorioso confesor de Cristo, San Francisco pasó de esta vida el año del Señor 1226, a cuatro de octubre, en día de sábado, y fue sepultado el domingo en el vigésimo de su conversión, o sea desde que comenzó a hacer penitencia; y era el segundo después de la impresión de las llagas; y era a los cuarenta y cinco de su nacimiento. Después fue canonizado, en 1228, por el papa Gregorio IX, el cual vino en persona a la ciudad de Asís para canonizarlo. En alabanza de Cristo. Amén.

Y baste por lo que toca a la cuarta consideración.




ArribaAbajo- V -

Última consideración de las sagradas santas llagas


La quinta y última consideración de las sagradas santas llagas es de ciertas apariciones, revelaciones y milagros, obrados por Dios después de la muerte de San Francisco, en confirmación de sus llagas y para conocimiento del día y hora en que Cristo se las imprimió. Por lo que a esto toca, es de saber que en 1282, día 3 de octubre, fray Felipe, ministro de Toscana, por orden del ministro general fray Buenagracia, requirió por santa obediencia a fray Mateo de Castiglione Aretino, hombre de gran devoción y santidad, para que declarase lo que supiese acerca del día y la hora en que Cristo imprimió las sagradas llagas en el cuerpo de San Francisco, por tener entendido que le había sido revelado al dicho fray Mateo; obligado éste, en virtud de la santa obediencia, dijo:

-Morando de familia en el monte Auvernia el año pasado, por el mes de mayo, me puse un día en oración en la celda en que se cree tuvo lugar la aparición seráfica, y pedía yo devotísimamente al Señor que se dignase revelar a alguna persona, el día, hora y lugar en que las llagas fueron impresas en el cuerpo de San Francisco. Y continuando en estas súplicas más de lo que dura el primer sueño, se me apareció San Francisco con grandísimo resplandor y me dijo:

-Hijo, ¿qué es lo que pides a Dios?

Y añadió:

-Yo soy tu padre Francisco. ¿Me conoces bien?

-Sí, padre -contesté.

  —160→  

Y entonces me mostró las llagas de las manos, pies y costado, diciendo:

-Ha llegado el tiempo en que Dios quiere que se manifieste, para gloria suya, lo que los frailes no se cuidaron de saber en el pasado; sabe, pues, que el que se me apareció no fue un ángel, sino el mismo Jesucristo, en forma de serafín y con sus propias manos imprimió en mi cuerpo estas cinco llagas, como él las había recibido en el suyo en la Cruz; y sucedió de esta manera. La víspera de la Exaltación de la Santa Cruz vino a decirme un ángel de parte de Dios que me preparase con paciencia para recibir lo que Dios quisiese mandarme. Contesté que me hallaba dispuesto a recibir cuanto fuese de su agrado. La mañana siguiente, o sea de la Santísima Cruz que aquel año era viernes, salí de la celda de madrugada con grandísimo fervor de espíritu y fui a ponerme en oración en ese lugar que ocupas, donde muchas veces solía orar. Mientras oraba bajó por el aire, desde el Cielo, con grandísimo ímpetu, un joven crucificado en forma de serafín, a cuyo maravilloso aspecto yo caí de rodillas humildemente y comencé a contemplar devotamente el amor sin medida de Cristo Crucificado y el desmesurado dolor de su Pasión; y aquella visión engendró en mí tanta compasión, que me parecía sentir en mi propio cuerpo aquella Pasión, y a su presencia todo este monte resplandecía como el sol; y así, descendiendo, vino hacia mí. Y estando delante de mí, me dijo ciertas palabras secretas que yo aún no he revelado a nadie; pero ya se acerca el tiempo en que se revelarán. Después de algún tiempo, Cristo se partió retornando al Cielo, y yo me hallé señalado con estas llagas. Vete, pues -dijo San Francisco-, y manifiesta estas cosas al ministro con toda seguridad, porque ésta fue obra de Dios y no de los hombres.

Y dichas que fueron estas palabras, San Francisco me bendijo y retornó al Cielo con multitud de jóvenes esplendísimos.

El dicho fray Mateo dijo todas estas cosas que había visto y oído, no estando durmiendo, sino en vela. Y así lo juró personalmente al dicho ministro en su celda de Florencia, cuando para esto le requirió en virtud de la santa obediencia.



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ArribaAbajoDe cómo un santo fraile, leyendo la Leyenda de San Francisco en el Capítulo de las sagradas santas llagas, en la parte en que se refiere las palabras secretas que dijo el Serafín a San Francisco, en la aparición, rogó tanto a Dios que San Francisco se las reveló

Otra vez, un fraile devoto y santo, leyendo en la Leyenda de San Francisco el capítulo de las sagradas santas llagas, comenzó con gran ansiedad de espíritu a pensar qué palabras pudieron ser aquéllas tan secretas que San Francisco dijo que no revelaría a nadie mientras viviese, las cuales le había dicho el serafín cuando le apareció. Y decía este santo fraile consigo mismo: «Estas palabras no las quiso decir San Francisco a nadie mientras vivió; pero después de su muerte corporal, quizá las dirá, si es rogado devotamente».

Y desde entonces comenzó el devoto fraile a rogar a Dios y a San Francisco que les pluguiese manifestar aquellas palabras, perseverando en estas súplicas durante ocho años, siendo oído en el octavo de la siguiente manera: Un día, después de comer y de dar gracias en la iglesia, estando en esta oración rogando a Dios y a San Francisco cuan devotamente podía y con muchas lágrimas, fue llamado por otro fraile, de parte del guardián, para que lo acompañase a la ciudad para utilidad del convento. Por lo cual, no dudando que la obediencia es más meritoria que la oración, dejó la oración con toda humildad después de oír el mandato del guardián y fuese con el fraile que le había llamado. Y como agradó a Dios este acto de pronta obediencia, obtuvo más mérito que si hubiese orado largo rato. Y así caminando se encontraron en el camino con dos frailes forasteros que, al parecer, venían de lejano país; uno de ellos era joven y el otro viejo y delgado, y por causa del mal tiempo hallábanse mojados y llenos de barro; por lo cual, movido a compasión, dijo aquel fraile a su compañero:

-¡Oh, hermano mío carísimo! Si el objeto de nuestro viaje puede dilatarse un poquito, yo te ruego que lo hagas, porque esos dos frailes forasteros tienen mucha necesidad de ser recibidos caritativamente; y así, lavar los pies al fraile anciano que tiene mayor necesidad, y tú podrías lavarlos al más joven, y después iremos con el encargo del convento.

Condescendiente su compañero a la caridad de aquel fraile, volvieron adentro, recibieron con mucha caridad a los forasteros y los llevaron a la cocina para que se secasen y calentasen junto a la   —162→   lumbre, donde también estaban calentándose ocho frailes. Poco después los llevaron aparte para lavarles los pies, como habían convenido, lavando el fraile devoto y obediente los pies del anciano, y al quitarle el mucho lodo que los cubría, vio en ellos las llagas, y de repente, abrazándose a ellos estrechamente, lleno de alegría y asombro, exclamó: «O eres Cristo o San Francisco». A estas palabras se levantaron los ocho frailes que se hallaban junto a la lumbre y acudieron, con mucho temor y reverencia, para ver aquellas llagas gloriosas. El anciano fraile, atendiendo a los ruegos, las dejó ver claramente y tocarlas y besarlas. Y estando ellos admirados y gozosos, les dijo:

-No dudéis ni temáis, hermanos míos carísimos e hijos míos: yo soy vuestro padre fray Francisco, que por voluntad de Dios fundé tres Órdenes. Ocho años hace que este hermano que me lava los pies me está rogando, y hoy con más fervor que nunca, que le revele las palabras secretas que me dijo el serafín cuando me imprimió las llagas y que yo no quise nunca manifestar en mi vida. Hoy, por la pronta obediencia con que dejó la dulzura de la contemplación, vengo por mandato de Dios a revelárselas delante de vosotros.

Y volviéndose entonces hacia aquel fraile, le dijo así:

-Has de saber, hermano carísimo, que cuando yo sobre el monte de Auvernia estaba todo absorto en la memoria de la Pasión de Cristo, durante la aparición seráfica fui por Él así llagado en mi cuerpo, y entonces me dijo: ¿Sabes tú lo que te hice? Te he dado las señales de mi Pasión para que seas mi portaestandarte. Y como yo el día de mi muerte bajé al Limbo y en virtud de estas mis llagas libré todas las almas que en él estaban llevándolas al Paraíso, así te concedo desde ahora, para que me seas semejante en la muerte como lo eres en la vida, que todos los años, por el día de tu muerte, vayas al purgatorio y, en virtud de las llagas que te he impreso, saques de allí las almas de tus tres Órdenes de menores, monjas y terciarios, y aun las de tus devotos, y las conduzcas al Paraíso.

Dicho esto, San Francisco y su compañero desaparecieron repentinamente.

Después, muchos otros frailes lo oyeran de labios de aquellos ocho que se hallaron presentes a la aparición y a las palabras de San Francisco.

En loor de Cristo. Amén.



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ArribaAbajoDe cómo San Francisco, habiendo ya muerto, apareció a fray Juan estando en oración

Cierta vez, estando en oración en el monte Auvernia fray Juan del mismo nombre, que era varón de gran santidad, se le apareció San Francisco y se detuvo y habló con él largo rato, y cuando quiso partir, le dijo:

-Pídeme lo que quieras.

Dijo fray Juan:

-Padre: yo te ruego que me digas una cosa que deseo saber desde hace mucho tiempo; dime qué hacías y dónde estabas cuando te apareció el serafín.

Contestó:

-Oraba donde ahora está la capilla de Simón de Batifolle, y pedía dos gracias a Nuestro Señor Jesucristo. La primera, que me concediese en vida sentir en el cuerpo y en el alma, en cuanto fuese posible, todo aquel dolor que Él había sentido durante su acerbísima Pasión. La segunda, sentir yo en mi corazón aquel excesivo amor que abrasó el suyo en deseos de padecer tanto por nosotros pecadores. Y entonces me infundió Dios la persuasión de que me sería concedido lo uno y lo otro en cuanto es posible a una pura criatura. Y en bien me lo cumplió con la impresión de las llagas.

Preguntole si las palabras secretas que le había dicho el serafín eran como las refería aquel devoto fraile antes mencionado, que decía habérselas oído a San Francisco en presencia de ocho frailes. Y el santo contestó que, efectivamente, así eran en verdad, como aquel fraile decía. Tomando aún fray Juan una mayor confianza en vista de la que el santo se complacía en darle, le dijo:

-Padre: te ruego con el mayor encarecimiento que me dejes ver y besar tus gloriosas llagas, no porque tenga la menor duda, sino únicamente para mi consuelo, porque siempre lo he estado deseando.

Entonces San Francisco se las mostró y presentó liberalmente a fray, y así fray Juan las vio con toda claridad y se las tocó y besó. Por último, le dijo:

Padre: ¡cuánto consuelo sentiría mi alma viendo venir hacia ti a Cristo bendito y darte las señales de su santísima Pasión! Pluguiese a Dios que sintiese algo de aquella suavidad.

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Dijo San Francisco:

-¿Ves estos clavos?

Contestó fray Juan:

-Sí, padre.

-Pues toca otra vez -añadió el santo- este clavo de mi mano.

Fray Juan lo tocó con gran reverencia y mucho temor, y repentinamente salió de él un olor fortísimo con un soplo de humo tenue como de incienso, que le llenó el alma y el cuerpo de suavidad en tanto grado, que permaneció en arrobo en Dios e insensible desde aquella hora, que era la de tercia, hasta la hora de vísperas. Esta visión y conversación familiar con San Francisco nunca la manifestó fray Juan sino solamente a su confesor; pero en la hora de su muerte la reveló a los demás frailes.

En alabanza de Cristo. Amén.




ArribaAbajoDe un santo fraile que tuvo una admirable visión de un compañero difunto

En la provincia de Roma, un fraile muy devoto y santo tuvo esta admirable visión:

Habiendo muerto la noche antes, y enterrado a la mañana siguiente junto a la entrada del Capítulo, un fraile carísimo compañero suyo, el mismo día recogiose en un rincón del Capítulo para pedir devotamente a Dios y a San Francisco por el alma de su difunto compañero; y perseverando con ruegos y lágrimas en la oración, después de mediodía, cuando los demás frailes se habían retirado a dormir, sintió un gran ruido en el claustro. Miró con mucho miedo hacia la sepultura y vio fuego y llamas grandísimas, y en medio de ellas apareció el alma de su compañero difunto. Mirando a los lados, vio a Jesucristo que pasaba alrededor del claustro con muchos ángeles y santos, y observando muy maravillado estas cosas, vio también que cuando Cristo pasaba junto al Capítulo, San Francisco se arrodillaba con todos aquellos frailes y decía:

-Te ruego, Santísimo Padre y Señor, por la caridad sin estimación posible que demostraste al género humano en la encarnación, que tengas misericordia de aquel fraile mío que arde en fuego.

Pero Cristo, sin contestar, pasó adelante.

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Al volver por segunda vez delante de la sala del Capítulo, San Francisco se arrodilló de nuevo con sus frailes, diciendo:

-Te suplico, piadoso Padre y Señor mío, que por la excesiva caridad que mostraste al género humano muriendo en la Cruz, que tengas misericordia de aquel fraile mío.

Y Cristo siguió, del mismo modo, sin oírle. Y dando la tercera vuelta, cuando pasó por delante del Capítulo, San Francisco, como las otras veces, le mostró sus manos, pies y costado, diciendo:

-Te suplico, piadoso Padre y Señor mío, por el gran dolor y consuelo que sentí cuando imprimiste en mi carne estas santas llagas, que tengas misericordia del alma de mi hermano, que se halla en el fuego del purgatorio.

¡Cosa maravillosa! Al rogarle esta tercera vez San Francisco por sus santísimas llagas, inmediatamente detuvo sus pasos, las miró y accediendo a la súplica, le dijo:

-A ti, Francisco, te concedo el alma de tu hermano.

Indudablemente quiso con esto honrar y confirmar las gloriosas llagas de San Francisco, significando y demostrando claramente que las almas de sus frailes con ningún medio son tan fácilmente salvadas del purgatorio y llevadas al Cielo como por virtud de las llagas, conforme a lo que dijo, el mismo Cristo, a San Francisco al imprimírselas. Por esto, en cuanto hubo dicho aquellas palabras desapareció el fuego del claustro, y el fraile difunto se acercó a San Francisco, y con él y en compañía de Cristo y de toda la cohorte de bienaventurados, partió gloriosamente al Cielo. Y viéndole libre de sus penas y llevado al Cielo, sintió el fraile que rogaba por su compañero difunto muy grandísima alegría; y después refirió por orden la dicha visión a los otros frailes, y todos alabaron y dieron gracias a Dios.

En loor de Cristo. Amén.




ArribaAbajoDe cómo un noble caballero devoto de San Francisco fue certificado de la muerte y de las sagradas llagas del santo

Un noble caballero de Masa de San Pedro, que tenía por nombre Meser Landolfo,18 el cual era devotísimo de San Francisco y, finalmente, recibió de sus manos el hábito de la Tercera Orden, fue   —166→   de la siguiente manera certificado de la muerte de San Francisco y de sus santos gloriosos estigmas:

Estando San Francisco cercano a su muerte, el demonio entró en el cuerpo de una mujer del dicho castillo, siendo cruelmente atormentada, y la hacía hablar tan docta y sutilmente, que cuantos hombres sabios y letrados acudían a disputar con ella eran vencidos. Sucedió que salió el demonio, dejándola libre durante dos días; pero al tercero la volvió a atormentar mucho más cruelmente que lo hacía antes. Oyendo contar estas cosas, fuese a verla Meser Landolfo, y preguntó al demonio, que se hallaba en ella, por qué razón había partido, dejándola durante dos días, y después, volviendo, la atormentaba más cruelmente que antes. Contestó el demonio:

-La dejé para reunirme con mis compañeros de estas tierras, afanosos en caer sobre el mendigo Francisco para tentarle en la hora de su muerte; pero tenía su alma rodeada y defendida por mayor número de ángeles que la llevaron al Cielo derechamente, y nosotros nos retiramos confundidos; por esto le hago pagar a esta miserable el descanso que tuvo aquellos dos días.

En vista de lo cual el dicho caballero Meser Landolfo lo conjuró, de parte de Dios, que dijese la verdad acerca de la santidad de San Francisco, que decía haber muerto, y de Santa Clara, que estaba viva.

Contestó el demonio:

-Quiera o no, te he de decir la verdad. Estaba tan irritado el Padre Eterno por los pecados del mundo, que parecía dispuesto a dar en breve tiempo la sentencia definitiva del exterminio de los hombres y de las mujeres, si no se enmendaban. Pero Cristo, su Hijo, intercediendo por los pecadores, prometió renovar en el pobre y mendigo Francisco su vida y Pasión, cuyo ejemplo y doctrina llevaría a muchos y en todas partes al camino de la verdad y la penitencia. Y para mostrar al mundo lo que hizo el santo Francisco, quiso que las llagas de su Pasión, que le había impreso en vida, fuesen ahora en su muerte vistas y tocadas. De la misma manera la Madre de Cristo prometió renovar su humildad y pureza virginal en una mujer, en sor Clara, de suerte que con su ejemplo arrebatase de nuestro poder muchos millares de mujeres. Y aplacado Dios Padre con estas promesas difirió la sentencia definitiva.

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Deseando el caballero Meser Landolfo asegurarse de si el demonio, el cual es padre de la mentira, decía la verdad en todo esto y en especial acerca de la muerte de San Francisco, envió a Asís a un sirviente fiel para que se informase en Santa María de los Ángeles si San Francisco era vivo o había muerto; y en llegando el referido siervo encontró ser cierto lo declarado por el demonio, y volviéndose refirió a su señor que San Francisco, efectivamente, había muerto el día y hora que el demonio afirmaba.

En loor de Cristo. Amén.




ArribaAbajoDe cómo el papa Gregorio IX, dudando sobre las llagas de San Francisco, fue esclarecido

Dejando de parte los milagros de las santas sagradas llagas de San Francisco, los cuales constan en su Leyenda, para conclusión de esta quinta consideración, es cosa de saber que el papa Gregorio IX, dudando algo sobre la existencia de la llaga del costado de San Francisco -como después él mismo contó-, cierta noche le apareció San Francisco, el cual, levantando su brazo derecho, descubrió la herida del costado, pidiéndole una redoma. El Papa la hizo traer, y traída que fue, San Francisco se la mandó poner debajo de la herida del costado, y le pareció al Papa que se llenaba de agua y sangre por completo, que brotaban de la dicha herida. Y desde entonces no dudó más.

Más tarde, con el Consejo de los cardenales, aprobó las llagas gloriosas de San Francisco, y sobre ello dio a los frailes privilegio especial por Bula auténtica expedida en Viterbo el año undécimo de su pontificado.

El mismo Papa, les dio un más copioso privilegio al año siguiente.

También los papas Nicolás III y Alejandro dieron extensos privilegios, en virtud de los cuales se podía proceder contra el que negase las llagas de San Francisco, de la misma manera como contra el que se ha manifestado hereje.

Y sea suficiente cuanto dijimos con respecto a la quinta consideración de las gloriosas llagas del padre San Francisco, cuya vida nos conceda el Señor la gracia de seguir en este mundo para que, por   —168→   virtud de sus santas y gloriosas llagas, merezcamos ser salvos, juntamente con Él, en la gloria del Paraíso.

En alabanza de Cristo bendito. Amén.

AQUÍ TERMINAN LAS FLORECILLAS DE SAN FRANCISCO Y LAS CONSIDERACIONES SOBRE SUS SAGRADAS SANTAS LLAGAS

En alabanza de Cristo y del pobrecillo Francisco. Amén





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