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Las heroínas catalanas

Concepción Gimeno de Flaquer





¡Gerona!

Tu nombre no necesita grabarse en lápidas de oro con letras de brillantes, pues ilumina con sus resplandores las páginas de nuestra historia; su fulgidez es tanta, que irradiará inextinguible luz sobre venideros siglos y futuras generaciones.

¡Gerona! ¡La heroica Gerona! ¡La sin par Gerona!

Gerona ha dado a España un primer puesto entre los pueblos heroicos, un lugar preferente en los anales de las glorias de Europa.

Gerona es el nobiliario de las familias catalanas. Gerona es un escudo del cual podemos vanagloriarnos los españoles.

Gerona es nuestro más brillante timbre, nuestro mejor blasón, la más rica palma, la más hermosa corona, el más bello laurel, el más glorioso trofeo, la mayor victoria.

Nada tan sorprendente, nada tan admirable como la brillante defensa de Gerona en la guerra de la Independencia.

Los gerundenses, con escasa guarnición en la plaza, con pocos medios de defensa, sin más baluarte que unos ruinosos muros, lucharon bravamente contra los invasores, contra aquellos formidables ejércitos del Gran Conquistador, contra aquellas tremendas legiones, que paseaban sus triunfos por el mundo contando entre sus victorias la derrota de austriacos, rusos y prusianos.

Las tropas del vencedor de Austerlitz, recibieron claras muestras de que el decantado valor celta no era extraño a los hijos de Gerona.

Es muy natural que los gerundenses se batieran por defender su independencia, pues el amor a la patria es uno de los primeros deberes del hombre; lo verdaderamente asombroso es que las mujeres se convirtiesen en guerreros semejantes a las amazonas de la antigüedad, a aquellas extraordinarias mujeres que subyugaron a los etíopes y a los númidas.

La pelea que era en los hombres un deber, fue en las mujeres gran abnegación.

Gran abnegación, porque las mujeres por su constitución física, carecen de fuerza, y por su delicada contextura y temperamento nervioso, parece tendrían que desmayarse al primer estampido de un cañón.

Y no solo hubo hijas del pueblo entre las valerosas; damas aristocráticas que vivían siempre enervadas entre los perfumes del tocador, trocaron finísimas esencias, por el desagradable olor de la pólvora, abandonaron sus blandos lechos por la dura y fría piedra del campo de batalla.

Si el héroe es digno de aplauso, ¡con cuánta más razón debe serlo la heroína!

Los instintos de la mujer revelados desde la infancia, son muy diferentes a los del hombre. La mujer ama el hogar, la tranquilidad, la vida dulce, apacible y sedentaria; el hombre, más impetuoso y más inquieto siempre, ama la vida activa, los viajes, la equitación, la caza. El hombre anhelante de fuertes emociones, desea aventuras; el hombre se lanza muchas veces al campo de batalla aguijoneado por la ambición.

La mayor parte de los hombres sienten impulsos bélicos, la generalidad de las mujeres aman la paz.

¡Qué contraste!

Mas a pesar de este contraste, cuando llegan los momentos supremos, la mujer faltando a sus instintos, a sus costumbres, y a su naturaleza, se hace viril y soporta los más rudos trabajos ajenos a su sensible contextura.

Esto hicieron las mujeres de Gerona, al igualarse a los héroes.

Y los héroes contaban con el premio: para ellos había charreteras, bandas, fajas, condecoraciones; para ellos había historiadores y vates, que con cien trompetas proclamarían sus hazañas y sus nombres inmortalizándolos, mientras que la mujer si perecía en la lucha, había de quedar sepultada entre las ruinas, olvidada y desconocida, y si se salvaba milagrosamente de las balas enemigas, se retiraría a su hogar donde no la buscaría ningún cronista para pedirle datos y presentarla ante el mundo como actriz de la cruenta tragedia, como heroína de la espantosa catástrofe.

Si la defensa de Gerona merecía un Homero por narrador, las heroínas catalanas merecen un Plutarco que relate sus ilustres hechos.

El sitio de Gerona es una epopeya digna del célebre cantor de las glorias lusitanas.

Muchos de nuestros poetas épicos se han inspirado con éxito en tan grandioso asunto, gran número de historiadores han aumentado las páginas de nuestra historia consignando los nombres de los ínclitos defensores de Gerona, mas nadie se ha ocupado detalladamente de las heroínas catalanas.

Hemos leído varias historias de la guerra de la Independencia, escritas unas en castellano y en catalán otras, mas en ninguna se ha consagrado una página a las famosas mujeres del sitio de Gerona. A excepción de Adolfo Blanch, que les dedica un bello artículo, los demás historiadores han guardado un silencio muy censurable acerca de las valientes mujeres de aquella época.

¿Cómo se explica la omisión de los nombres de aquellas heroínas? Si es olvido casual lo lamentamos muy de veras, pero si es silencio voluntario, silencio calculado que obedece a un plan preconcebido, lo creemos indigno de perdón.

¿Acaso los narradores de la guerra de la Independencia, opinan como Tucídides «que de la mujer no debe hablarse bien ni mal»?

Si todos los hombres fuesen sectarios de esta idea, nada tendríamos que oponer, pues interpretaríamos ese silencio como testimonio de respeto, como consideración a un ser que por juzgarlo tan superior se temía profanar; mas como no sucede así, como hoy el más imberbe mozalbete se convierte en impugnador de la mujer, nos parece muy justo que los hombres serios refieran nuestros nobles hechos para que alguna vez se hable bien de nosotras, ya que tantas veces se habla mal.

A las acciones dignas de loa conviene darles gran propaganda: de este modo pueden tener imitadores.

Hoy los rasgos sublimes, las grandes abnegaciones, que a cada paso pueden admirarse en la mujer, pasan inadvertidas, porque no tenemos apologistas sino detractores.

El último de los estudiantes se permite hablar de la mujer con menosprecio y censurarla severamente imputándole mil defectos morales que no tiene. Hacen esto los modernos pisaverdes por alardear de hombres experimentados y observadores, por ganarse entre su estúpido auditorio el codiciado título de hombres de mundo.

Sería más provechoso que en vez de anatematizar a la mujer rutinariamente, se ocuparan sus impugnadores en perfeccionarse; así la podrían comprender mejor, porque se hallarían menos distantes de ella.

Meditad lo que hacéis: al impugnar a la mujer, impugnáis a vuestra madre.

La mujer debiera ser para vosotros un culto, un ser sagrado. La mujer, después de daros la vida física, os da la vida moral; de la mujer recibís las primeras nociones sobre todas las cosas; la mujer esparce en vuestro cerebro la semilla de las buenas ideas; ella es vuestra primera maestra, vuestro primer mentor, vuestra égida, vuestra visible Providencia.

La mujer es la primera influencia del hombre y al influir en él influye en el hogar, en la familia, en la sociedad y en la patria.

Un esclarecido talento, un gran observador, el eminentísimo Castelar, ha dicho: «La educación por medio de la mujer, se perpetúa en el hombre toda la vida».

Siendo la mujer la gran influencia civil y doméstica, no podéis rebajarla sin arrojar sobre vosotros un padrón de ignominia.

Los caballeros de la Edad Media, que tanto culto rendían a la mujer, aquellos caballeros que sabían morir por su Dios, por su patria, y por su dama, exclamaban enérgicamente:


Mueran en malas batallas
los puercos sacos de menguas
que en mujeres ponen lenguas
debiendo en antes cortallas.



Inútil es que intenten nuestros detractores oscurecer a la mujer y empequeñecerla: ella se alzará siempre a gran altura, brillando por sus méritos y virtudes.

No, no hay en la mujer la inferioridad que se quiere suponer; nada obtendrán los que trabajen para doblegarla ante la idea de su incompetencia y por sumirla en la atonía y el marasmo intelectual.

La mujer pagana, se conformó con su esclavitud, porque no tenía idea de su propio valer, porque acostumbrada a verse estimar en poco, ella se desestimaba también; mas la mujer cristiana, al escuchar la voz del Salvador, conoció que la hora de su redención había sonado, que había llegado el momento de romper las cadenas de un servilismo que repugnaba a su dignidad.

La mujer del cristianismo se creó su individualidad, y dejó de ser cosa como lo era en la infancia de las sociedades.

La mujer del cristianismo se reveló contra la idea de servir de instrumento de placer.

La mujer del cristianismo dejó de ser la hembra del serrallo, la hembra mecánica, la hembra violada o robada, la sierva que tenía un puesto entre las concubinas de su señor.

La mujer del cristianismo trató de imponerse, aboliendo la poligamia, y creándose en el hogar un primer puesto, para el que tiene todos los títulos y todos los derechos, la esposa, digna compañera, inseparable compañera del hombre, con el cual comparte las alegrías y pesares de la vida, suavizándole las amarguras y centuplicándole las felicidades.

La mujer ha ocupado dignamente, en todas épocas y en todas las esferas sociales, el sitio de honor que supo conquistar en la familia, y por eso es la salvaguardia de ella.

La mujer, hermana, esposa o madre, es la trinidad bendita de la religión del hogar.

Recogida en el hogar cual en un templo, ella forma el corazón de los niños, nutriéndolo de nobles sentimientos; ella forma el criterio de sus hijos inspirándoles las ideas del honor y, cuando alguna vez sale del hogar, es para prestar importantes servicios a la humanidad.

Así lo hicieron las mujeres de Gerona, curando a los heridos, alimentando a los enfermos, y dando sepultura a los muertos, sin retroceder ante el horroroso cuadro que presentaba la ciudad.

¡Terrible cuadro cuyo más ligero esbozo hace palidecer!

Figuraos una ciudad convertida en ruinas después de un prolongado y no interrumpido bombardeo; sobre la que caía granizada de diferentes proyectiles, como cayó sobre las ciudades nefandas el fuego de que nos habla la Sagrada Escritura. Las calles se hallaban trasformadas en hecatombes de valientes, sacrificados en aras de la patria. Todo era luto y desolación; el clamor de los combatientes, los ayes de los moribundos, los gritos desgarradores de los heridos que ya no cabían en los hospitales, los lamentos de los ancianos y el llanto de los niños devorados por el hambre, formaban un concierto lúgubre, aterrador.

Agregad a esto el hedor nauseabundo de los pútridos miasmas que producían los cadáveres insepultos, en estado de descomposición, y os formaréis exacta idea de aquella atmósfera compacta e irrespirable, que envenenaba la sangre produciendo contagiosas epidemias.

Los gerundenses tenían muchos enemigos que combatir; no solo eran diezmados por los sitiadores, sino por el hambre y la peste, que hacían más víctimas que los invasores.

El valor de los gerundenses fue tan heroico que, hasta los extranjeros, poco afectos a celebrarnos, hablan con entusiasmo de los catalanes, cual de los hijos de la augusta Zaragoza.

El general Foy celebra con frases muy levantadas el valor de los españoles.

El gobernador de la plaza, el esforzado defensor de Gerona, Álvarez de Castro, tan digno de figurar entre los héroes de Plutarco, se hallaba muy enfermo a causa de las fiebres malignas que durante el sitio había contraído, y sin embargo de hallarse sin víveres, sin ejército y sin salud, se indignaba al oír hablar de capitulación.

¡Independencia o muerte!

¡Morir o vencer!

¡Antes la vida que rendirse!

Estos eran los lemas de su bandera, y al grito de «¡Independencia o muerte!», sacerdotes, mujeres, ancianos y niños se arrojaban a la calle henchidos de furor bélico.

Uno de los generales franceses decía en un parte dirigido al emperador: «Todos son héroes».

El mismo Thiers califica de «noble delirio» la defensa de los gerundenses.

Aquel «inimitable vecindario», como fue apellidado con razón sobrada por Álvarez de Castro, sobrepujó en heroísmo a Cartago, Numancia y Sagunto.

El vencedor del imposible, el invicto capitán del siglo, grande en sus conquistas, cual otro Aníbal, Alejandro, César o Sesostris, sufría frecuentes desalientos y temblaba a cada paso por sus proyectos, ante aquel pueblo de gigantes.

Las mujeres, unas convertían los frágiles muros de las pocas casas que quedaban en fortalezas inexpugnables, mientras otras ocupaban las brechas.

Podemos consignar muchos nombres de mujeres que dispararon un cañón, nombres que ningún cronista menciona, pero que sabemos nosotros, debido a la feliz casualidad de hallarse en nuestro poder cartas particulares, que no han visto la luz pública y que fueron escritas después del sitio por una heroína gerundense, dirigidas a una amiga ausente.

Ninguna memoria, ninguna historia del sitio de Gerona, ha trasmitido el nombre de doña Rosa Colominas de Fraisse, hermosa señora, blanca, delicada y rubia como una Ofelia.

Aquella dama sensible a la más leve brisa, aquella dama que en otros tiempos no hubiera penetrado en un hospital sin su frasquito de sales, pasaba con ánimo resuelto por lagos de sangre, tropezaba con miembros del cuerpo humano, respiraba atmósferas fétidas y sufría todos los vendábales de la desgracia desencadenados sobre aquella fúnebre ciudad. Doña Rosa Colominas de Fraisse no solo brilló por el valor sino por la fidelidad conyugal y otras virtudes. Dicha señora fue premiada con el grado de alférez y recibió durante su vida la paga perteneciente a ese grado.

Mucho se ha encomiado el patriotismo de la madre de los Gracos y el valor de las atenienses, que impulsaban a sus hijos a la batalla, prefiriéndolos muertos antes que cobardes; mucha más gloria debe alcanzar esta delicada mujer que trocó las melodías musicales por el fragor del combate, las comodidades de su casa por las privaciones del campamento, su carácter afeminado por el carácter viril, sus elegantes maneras de salón por rudas maneras de soldado; sacrificando su timidez al presentarse entre los combatientes, y haciendo frente al enemigo con un cañón, que ella disparó sin que su mano temblara.

El hombre valiente merece el título de héroe, pero la mujer valerosa, es dos veces heroína.

En Francia se levanta un pedestal a todo artista o literato distinguido, y en España aún no se ha erigido un monumento consagrado a las heroínas catalanas de la guerra de la Independencia.

De propósito hemos titulado este artículo «Las heroínas catalanas», pues no solo fueron gerundenses las que tomaron activa parte en la defensa de la patria. Catalanas de otras provincias prestaron grandes servicios, ya llevando de un lado a otro municiones de guerra y boca, ya convirtiéndose en soldados.

Al ser rechazados los invasores en el Bruch y regresar a su cuartel general de Barcelona, cruzando por Esparraguera, fueron recibidos con una lluvia de proyectiles disparados desde las ventanas por individuos de los dos sexos. Cuando no encontraban las mujeres armas ofensivas, arrojaban ollas de agua hirviendo. A las diez de la noche empezó a pasar por allí la división francesa y a las once aún no había terminado el terrible trayecto, donde dejó muchos compatriotas muertos o agonizantes.

Mas de un grito femenil se oyó en Martorell, destacándose entre la gritería general, tratando de alentar a los combatientes.

Grandes fueron las infamias que cometieron en el pueblo de Arbós los desalmados sitiadores: a las frases lúbricas de aquellos malvados, se mezclaban las súplicas de las inocentes víctimas, pidiendo ser respetadas en su pudor.

Los enemigos de la patria penetraron en casa de don Pablo Miquel y arrojaron en una hoguera a la mayor parte de la familia; la esposa de don Pablo se hallaba arrodillada haciendo oración, teniendo un niño en los brazos: la divisó el capitán, quedó sorprendido por la belleza de la dama y ordenó a los soldados que no la maltratasen. Se acercó a ella, permitiéndose hacerle proposiciones muy cínicas; mas al verse la señora, ultrajada ante el cadáver de su marido, temió por su honor, pero no desfalleció, antes por el contrario, levantándose súbitamente le dijo al capitán:

-Aparta, malvado, que no has de mancharme con tu ponzoñoso aliento.

-Si vienes conmigo, yo te protegeré, ninguno de mis soldados tocará uno de tus cabellos.

-Ni tú, ni nadie, bárbaros asesinos de mi esposo.

-Tú cederás.

-¡Nunca!

-Conozco la debilidad maternal, y te castigaré en tu hijo.

-Perecerá conmigo.

-Podrías salvarlo.

-¡Antes muerto que francés!

-Acuérdate que eres madre.

-Sabré serlo sepultándole conmigo.

-Me fatiga el insistir, y he de obtener por la fuerza lo que de grado no he obtenido.

Pronunciando estas palabras el capitán se acercó a la señora, mas al percibir ella su aliento, con heroísmo digno de los mártires del cristianismo, se arrojó con su hijo en los brazos por una ventana desvencijada, y cayó en la hoguera que ardía frente a la casa.

Este rasgo supera a todos los grandes hechos que nos refiere la historia de las madres espartanas.

A muchas mujeres de Sant Boi se las llevaron los franceses como prisioneras de guerra, ostentándolas cual trofeos porque se habían batido denodadamente.

El sexo apellidado débil, aterraba a los imperialistas; sabiendo el general Duhesme que no había soldados en Martorell, y solo mujeres y ancianos, les envió una orden diciéndoles que, si le hostilizaban a su paso por allí, mandaría arrasar la población.

Todas las catalanas estaban exaltadas por el amor a la patria, todas decían a sus hijos: «Buscad en la trinchera la gloria». «El honor os manda morir antes que rendiros».

Las mujeres enfermas que no tenían fuerzas para batirse, prestaban servicios de otro género. Muchas vendían sus joyas para facilitar dinero a los más necesitados, se despojaban de sus trajes, invirtiéndolos en tacos para los cañones, y los finísimos lienzos en hilas y trapos para los hospitales.

La mujer, tan increpada siempre por su afición al lujo, por su frivolidad, sabe desprenderse de las galas, sabe prescindir de las joyas en beneficio del menesteroso.

Las heroínas catalanas de la guerra de la Independencia se despojaron de los adornos que tanto realzan la belleza femenina y que parecen adheridos a la mujer.

No hubo rasgo noble, generoso, heroico, que no partiese del corazón de aquellas mujeres.

No hubo abnegación que no brillara en el alma de los ardientes paladines femeninos, para defender la patria.

Al siniestro fulgor del incendio se veían bellos semblantes embriagados por bélica expresión.

No había sexo débil; los dos sexos se hicieron fuertes.

Mujeres, sacerdotes, niños; todos eran soldados.

En Gerona se formó una compañía de mujeres, llamada compañía de Santa Bárbara, que se dividió en cuatro secciones, cada sección constaba de treinta soldados femeninos y una capitana elegida por las mismas que formaban la sección.

Lucía Jonamas y Fitzgerald, defendió el baluarte de San Pedro y la muralla de Santa Lucía.

María Ángela Bivern, defendió una barricada en la plaza de San Narciso.

Ramira Nouvilas ocupó la plaza del Vino y baluarte de la Merced.

Carmen Custi atacó desde la plaza del Hospicio y baluartes del Mercadal.

Las ancianas y enfermas se dedicaron a construir cartuchos.

Los brillantes ejércitos del coloso coronado por la victoria, los vencedores de Jena, fueron apedreados en España por las mujeres.

España es la patria de Jimena, la ilustre viuda del Cid, que defendió a Valencia por espacio de dos años contra los ataques de los almorávides.

España es la patria de Berenguela, célebre defensora de Toledo; la patria de Catalina Erauso, de Juana Juárez, de María Estrada, de María Pita y de Mariana Pineda.

Mariana Pineda subió al cadalso por no revelar los nombres de los que debían enarbolar la bandera de la libertad.

Recuerden esto nuestros detractores, cuando dicen que la mujer no sabe guardar un secreto.

¡Indiscreta la mujer! Esta y otras injustas acusaciones pesan sobre nosotras, pero los hechos se encargan de demostrar la verdad, con la cual quedamos muy bien paradas.

El mejor panegírico que puede hacerse de la mujer es recordar los nombres de las heroínas españolas de la primera década del siglo.

Mujeres hubo en aquella época que, por no ser deshonradas, se arrojaron a un pozo, otras a un río; a una de ellas le llenaron la boca de cartuchos y después le prendieron fuego.

No contaba el mariscal Saint-Cyr con almas de ese temple cuando atacó a Gerona.

Álvarez de Castro colmó de distinciones por su esforzado denuedo a Isabel Pi, a Esperanza Llorens de Cadaqués, a María Plajas de Calonge, a Francisca Artigas y a María Pilar de Carlos.

Entre otras ínclitas matronas brilló Susana Clanetona, que manejaba el trabuco con gran soltura, siendo mortíferos todos sus disparos.

Tan intrépida fue Juliana Palomera en la acción de Cardona, que luchó sin descanso, con el pecho acribillado a balazos, como las dos valerosas jóvenes que en la noche del ocho de julio se batieron en la estacada de la cabeza del puente, en Tortosa, quedando muy mal heridas, por cuyos méritos fueron recompensadas, con medalla de honor y una pensión anual de cien libras catalanas.

En Tarragona, las mujeres igualaron a los héroes, cual en Lérida, Tortosa, Figueras, Manresa, Mataró, Arenys, Calella, Pineda, Malgrat y otros muchos pueblos.

Interminable sería la nomenclatura de las mujeres que se distinguieron por sus proezas.

Dignas hijas de las valerosas mujeres de la guerra de la Independencia son las catalanas de nuestros días.

El carácter de las catalanas es firme y enérgico; en las luchas morales no desfallecen nunca, y saben soportar la adversidad con resignación cristiana.

Las catalanas son muy amantes del hogar, rinden gran culto a la familia: toda festividad, todo fausto suceso, todo grato acontecimiento, se celebra en familia. Las catalanas prefieren las fiestas del hogar a las fiestas del gran mundo.

En Cataluña es donde menos ha penetrado el lujo, esa carcoma social que mina las bases de las fortunas mejor cimentadas.

Las extranjeras han intentado alterar las modestas costumbres de las catalanas, mas estas se defienden con entereza. Mientras en otros países alimentan las mujeres su vanidad pueril derrochando cuanto poseen, las catalanas solo gastan un cincuenta por ciento de sus rentas.

Las catalanas son previsoras, juiciosas y ahorrativas: pueden dar lecciones de economía doméstica a todas las mujeres del mundo.

La educación que reciben las catalanas es más útil que brillante; algunas tal vez no sepan convertirse en reinas de un salón y encantarlo con la amenidad de su trato, pero todas saben administrar perfectamente la fortuna que les está confiada.

Son mujeres que dan poca importancia a las apariencias, y muy escasa a las exigencias impuestas por las fórmulas sociales, mujeres que no seducen por el arte de la causerie como las parisienses, las madrileñas y andaluzas, pero que poseen gran talento práctico.

Las catalanas son apasionadas sin exaltada vehemencia y muy sinceras; para conquistar un corazón, no se valen de ardides más o menos ingeniosos ni se cuidan de afectar las gracias que no tienen. Quieren ser amadas con sus cualidades y defectos, prefieren inspirar un amor suave y tranquilo a fascinar valiéndose de artimañas estudiadas.

La catalana (cosa rara en nuestro sexo) no es coqueta; ignora completamente los refinamientos del pérfido coquetismo, apenas tiene nociones de coquetería; nunca la veréis recoger donosamente los pliegues de su falda para mostrar un rico encaje o una bota elegante. La catalana no se balancea al andar cual gallarda palmera, ni se desliza como un arroyo; la catalana no se mece, anda.

La catalana no es hurí, ni sílfide, ni ondina, ni náyade, es mujer.

La catalana no es soñadora, sentimental, poética, caprichosa o romántica; la catalana es seria.

Ella no sabe suspirar lánguidamente, ni abrasar con la mirada, ni arrebatar con la gracia, ni embelesar con su fraseología, ni fascinar con las modulaciones de su voz, ni hechizar con sus maneras, pero sabe atraer con sus virtudes.

Se tarda más tiempo en amar a una catalana que a otras mujeres, pero cuando se la ama, es de veras y para siempre.

La mujer catalana es muy veraz: aborrece instintivamente la farsa. Es tan sencilla y natural que prefiere en su toilette el desaliño a la afectación. Para ella no se han inventado las pinturas y los postizos; si se pintase creería injuriar a la naturaleza.

Nunca prodiga dulces sonrisas por adquirir simpatías, no vierte lágrimas por hacerse interesante; cuando ríe, es porque está contenta, y cuando llora porque no puede reprimir la pena; en sus ojos, en la expresión de su semblante se leen todas las impresiones que agitan su alma.

Jamás en sus coloquios amorosos remontará vuestra imaginación a espacios ideales, porque no se aparta de la vida real: no fijará vuestra atención con descripciones maravillosas; para expresaros su afecto, os dirá de un modo inarmónico: ¡T'estimo! Pero en esa frase vulgar y desnuda de atavíos retóricos, habrá más verdad que en las atildadas y pomposas palabras de las mujeres acostumbradas a hacer frases de efecto.

La mujer catalana es constante en sus amores y, sobre todo, en el amor conyugal.

Al salir de Barcelona y recorrer los pintorescos pueblos de la costa de Levante, deseando conocer sus costumbres, nos detuvimos en Masnou, precioso pueblo de marinos y pescadores. Allí pudimos descubrir en el corazón de las catalanas sentimientos muy hermosos. Mientras los maridos cruzan los mares para hacer su comercio, las mujeres no usan adornos, ni asisten a los bailes, ni se compran trajes, ni se ponen los vestidos de lujo que lucían en presencia del marido. Se condenan a perpetua reclusión, llevando luto por los adorados ausentes. Pasan la vida entre llantos y oraciones; inquietas, agitadas siempre, anhelando y temiendo el correo, que les ha de trasmitir dulces esperanzas o tristes relatos de naufragios; viven muriendo de enyorança, con los ojos fijos en el cielo y en el mar, sumergido el pensamiento entre esos dos infinitos.

¡Pobres mujeres! Se privan de todas las comodidades que a muchas les permite su desahogada posición, para reservarlas al marido. Hacen primorosas labores, mas al terminar una colcha, una alfombra o un almohadón, exclaman alborozadas: ¡Esto para él! ¡Les parecería un crimen reclinarse en un almohadón, que él no ha estrenado!

¡Benditas costumbres! ¡Quiera Dios que no las destruya la demoledora piqueta del tiempo!

El honrado pueblo catalán se distingue por su amor a la familia y a la patria.

Por amor a la patria lucharon valerosamente las mujeres de la primera década del siglo, nivelándose con Juana de Arco, Ana Fernández, Juana de Monford, María la Valiente y Sancha de Valenzuela.

¡Gloria inmortal a las heroínas catalanas de la guerra de la Independencia!





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