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Las hijas de la Malinche

Margo Glantz





No, no es la solución / tirarse bajo un tren como la Ana de Tolstoi / ni apurar el arsénico de Madame Bovary... / Ni concluir las leyes geométricas, contando / las vigas de la celda de castigo / como lo hizo Sor Juana... No es la solución / escribir, mientras llegan las visitas, / en la sala de estar de la familia Austen / ...Debe haber otro modo que no se llame Safo / ni Mesalina ni María Egipciaca / ni Magdalena ni Clemencia Isaura / ...Otro modo de ser humano y libre / Otro modo de ser1.




¿Desmitificar o mitificar?

En el ensayo que lleva justamente ese título, Antígonas, Georges Steiner2 indaga acerca de la vigencia «eterna» de algunos mitos griegos, y, en especial, el de la Antígona de Sófocles. Por su parte (en el epígrafe), Castellanos se rebela y busca cancelar las referencias mitológicas: democratizar a la mujer y permitirle su entrada a la historia sin estridencias; anular actuaciones semejantes a las que Josefina Ludmer llamó, refiriéndose a Sor Juana Inés de la Cruz, las «tretas del débil»3.

Pareciera sin embargo que aún tenemos que mitificar. No acudiré a las Antígonas, tampoco a Mesalina, ni a Santa Teresa o la Bovary, ni siquiera a Virginia Woolf. Revisaré de nuevo a la Malinche4, mito surgido durante la Conquista y de nuevo muy frecuentado con asiduidad. Voy a ocuparme de algunos aspectos esenciales de esa tradición:




La Malinche

En la historia de México ocupa un lugar primordial la figura de Malintzin, mejor conocida como la Malinche. De ella dice Octavio Paz:

Por contraposición a Guadalupe, que es la Madre virgen, la Chingada es la Madre violada... la pasividad [de la Chingada] es aún más abyecta: no ofrece resistencia a la violencia, es un montón inerte de sangre, huesos y polvo. Su mancha es constitucional y reside, según se ha dicho más arriba, en su sexo. Esta pasividad abierta al exterior la lleva a perder su identidad: es la Chingada. Pierde su nombre, no es nadie ya, se confunde con la nada, es la Nada. Y sin embargo, es la atroz encarnación de la condición femenina.

Si la Chingada es una representación de la madre violada, no me parece forzoso asociarla a la Conquista, que fue también una violación, no solamente en el sentido histórico, sino en la carne misma de las indias. El símbolo de la entrega es doña Malinche, la amante de Cortés. Es verdad que ella se da voluntariamente al Conquistador, pero éste, apenas deja de serle útil, la olvida. Doña Marina se ha convertido en una figura que representa a las indias, fascinadas, violadas o seducidas por los españoles. Y del mismo modo que el niño no perdona a su madre que lo abandone para ir en busca de su padre, el pueblo mexicano no perdona su traición a la Malinche5.



Si uno estudia la Figura de la Malinche, tal y como aparece en los textos de los cronistas, encuentra semejanzas y discrepancias con Paz. La Malinche no fue, de ningún modo, una mujer pasiva como podríamos deducir de la descripción que acabo de citar. Es cierto que fue entregada a los conquistadores como parte de un tributo, junto con algunas gallinas, maíz, joyas, oro y otros objetos. Cuando se descubrió que conocía las lenguas maya y náhuatl se convirtió en la principal «lengua» de Hernán Cortés: suplantó paulatinamente a Jerónimo de Aguilar, el español náufrago, prisionero de los indígenas, rescatado en Yucatán en 1519 y conocedor sólo del maya. Los «lenguas» eran los intérpretes: Malinche no fue sólo eso, fue «faraute y [su] secretaria» de Cortés como dice, atinado, López de Gómara y «[...] gran principio para nuestra Conquista» aclara Bernal, es decir la intérprete, la «lengua», la aliada, la consejera, la amante, en suma una especie de embajadora sin cartera, representada en varios de los códices como cuerpo interpuesto entre Cortés y los indios y, para completar el cuadro, recordemos que a Cortés los indígenas lo llamaban, por extensión, Malinche. Más aún en la desventurada expedición de Cortés a las Hibueras, acompaña a don Herrando, después de cumplida la conquista de Tenochtitlan, como uno de los miembros más importantes de su séquito, aunque en ese viaje precisamente Cortés se desembaraza de ella y la entrega en matrimonio a uno de sus lugartenientes6. Podríamos sin embargo afirmar que el término malinchismo, popular en el periodismo de izquierda de la década de los cuarenta, durante la presidencia del licenciado Alemán, hace su aparición después de la Revolución y se aplica a la burguesía desnacionalizada surgida en ese periodo: para la izquierda era entonces el signo del antipatriotismo. Paz no utiliza la palabra malinchismo, analiza a la Malinche como mito, la yuxtapone o más bien la integra a la figura de la Chingada, y la transforma en el concepto genérico -porque lo generaliza y por su género- de la traición en México, encarnado en una mujer histórica y a la vez mítica.

En una reciente compilación de textos intitulada México en la obra de Octavio Paz, el poeta selecciona para su primer tomo El peregrino en su patria varios capítulos de El laberinto de la soledad, los cuales fechados y por tanto dotados de historicidad, como se señala en el prólogo, mantienen sin embargo su vigencia, según palabras textuales del autor:

Todo se comunica en este libro, las reflexiones sobre la familia y la figura del Padre se enlazan con naturalidad a los comentarios en torno a la demografía, la crítica del centralismo contemporáneo nos lleva a Tula y a Teotihuacán, el tradicionalismo guadalupano y el prestigio de la imagen de la Madre en la sensibilidad popular se iluminan cuando se piensa en las diosas precolombinas...7.



Es significativo entonces que en estas páginas se siga leyendo:

Las mujeres son seres inferiores porque, al entregarse, se abren. Su inferioridad es constitucional y radica en su sexo, en su «rajada», «herida que jamás cicatriza». De esa misma «fatalidad anatómica» que configura una ontología, participa la Malinche, el paradigma de la mujer mexicana, en definitiva, la Chingada.



La mujer es, como el campesino, un ser excéntrico, «al margen de la Historia universal», «alejado del centro de la sociedad», «encarna lo oculto, lo escondido»... «Mejor dicho, es el Enigma»8. El primer límite de la mujer según este análisis es su marginación, su anonimato, su excentricidad. Sí, pero, ¿respecto a qué? Frente a la Historia Universal: desde la Conquista, América existe sólo en su relación con Europa: se está al margen de la Historia si se está al margen de Europa pues sólo en ese continente y en el llamado Primer Mundo puede hablarse de historicidad9. «Estar en el centro» es estar en la conciencia europea. Algunos mexicanos lo están; los campesinos y las mexicanas, no.

La segunda marginación se relaciona con el pronombre de primera persona del plural, usado a menudo por Paz en este mismo capítulo intitulado «Los hijos de la Malinche»: «Cifra viviente de la extrañeza del universo y de su radical heterogeneidad, la mujer ¿esconde la muerte o la vida?, ¿piensa acaso?, ¿siente de veras?, ¿es igual a nosotros?»10.

«Ser igual a nosotros» presupone de inmediato el complemento «los hombres», y la fijación del otro límite: la mujer. Ella cae en la misma categoría de irracionalidad que los indios, llamados eufemísticamente por Paz «los campesinos», los llamados naturales a partir del descubrimiento o invención de América, objeto de encomiendas y repartimientos. Ser hijos de la Malinche supone una exclusión muy grave, no seguir el cauce de la Historia, guardar una situación periférica -la esclavitud de jure o de facto-, carecer de nombre o aceptar el de la Chingada que, concluye Paz, «No quiere decir nada. Es la Nada» (p. 74). Ser mexicano sería, si tomamos al pie de la letra las palabras ya canónicas de Paz, un desclasamiento definitivo, caer de bruces en el No Ser: la existencia se define por una esencia negativa que en el caso del mexicano es un camino hacia la Nada: la nacionalidad mexicana no sólo implica una doble marginalidad, también la desaparición.




Malinche y sus hijas

Si todos somos los hijos de la Malinche, hasta las mujeres, ¿cómo pueden ellas (podemos nosotras) compartir o discernir su (nuestra) porción de culpa y hasta de cuerpo? Llevar el nombre genérico de la Chingada como mujeres es mil veces peor, es carecer de rostro, o tener uno impuesto: para verse hay que descubrir la verdadera imagen, cruzar el espejo, lavar la «mancha», Rosario Castellanos sintetiza en un fragmento de poema esta idea: «No es posible vivir / con este rostro / que es el mío verdadero / y que aún no conozco»11. Si el hombre mexicano es un no ser, ¿qué es entonces la mujer mexicana, o simplemente, en este caso, la mujer? ¿Cómo se enfrenta ella a esta esencia negativa?

En la década del cincuenta hacen su aparición en la literatura mexicana varios libros escritos por mujeres: María Lombardo de Caso (Muñecos, 1953, Una luz en la otra orilla, 1959); Guadalupe Dueñas (Las ratas y otros cuentos, 1954 y Tiene la noche un árbol); Josefina Vicens (El libro vacío, 195); Amparo Dávila (Tiempo destrozado, 1959); Luisa Josefina Hernández (El lugar donde crece la hierba, 1959); Emma Dolujanoff (Cuentos del desierto, 1959); y muchos más, pero de especial interés para el tema de este texto, Balún Canán de Rosario Castellanos en 195712. En esta novela convergen los dos personajes sin rostro de la historia mexicana, los desterrados de la Historia universal: los indios y las mujeres13 y, entre ellos, se inserta la Madre Malinche como un demonio en un lugar privilegiado: el de la infancia.

En la década siguiente empieza a multiplicarse el número de novelas y cuentos escritos por mujeres: Elena Garro, Julieta Campos, Inés Arredondo, Elena Poniatowska para citar a algunas; a partir de la década del setenta, y con un aumento prodigioso en la del ochenta, la producción femenina adquiere carta de ciudadanía en las letras mexicanas. No puedo, obviamente, seguir más que una línea de persecución, la anunciada, la de las escritoras que asumen el papel de hijas de la Malinche.




Los rostros de las hijas

El personaje mítico, el estereotipo interiorizado, definido y poetizado por Paz, aparece en esta narrativa femenina que analizaré: constituye, ficcionalizado y profundamente transformado, una materia genealógica. El característico sentimiento de traición, inseparable del malinchismo, surge en la infancia, época durante la cual las escritoras analizadas fueron educadas por sus nanas indígenas, transmisoras de una tradición que choca con la de las madres biológicas. Esbozo brevemente esa simbiosis:




Rosario Castellanos: ¿indigenismo?

En su novela Balún Canán14, la infancia constituye el revés de la trama: sus hilos se bordan en la primera y la tercera partes del texto, narrado en primera persona por una niña de siete años. Es durante la infancia que se inscribe la marca de la traición:

Este hecho -confiesa Rosario- trajo dificultades casi insuperables. Una niña de esos años es incapaz de observar muchas cosas y sobre todo es incapaz de expresarlas. Sin embargo el mundo en que se mueve es lo suficientemente fantástico como para que en él funcionen. Ese mundo infantil es muy semejante al mundo de los indígenas, en el cual se sitúa la acción de la novela (las mentalidades de la niña y de los indígenas poseen en común varios rasgos que las aproximan). Así en estas dos partes la niña y los indios se ceden la palabra y las diferencias de tono no son mayúsculas15.



Y las diferencias de tono no son mayúsculas porque entre la niña y su nana india existe la complicidad de los que no son tratados con justicia («La rabia me sofoca. Una vez más ha caído sobre mí el peso de la injusticia», p. 17). Advertirla es a la vez percibir que existe una ruptura social, «una llaga», «que nosotros le habremos enconado» (p. 17) y reiterada por Castellanos al dejar en la infancia perpetua a los indios y permitir que los niños criollos salgan de ella, al situarse luego en otra perspectiva para escribir la novela16. El nosotros de Castellanos es muy diferente al de Paz, en este nosotros va implícito un reconocimiento: la niña se incluye entre los otros, los patrones; advierte que la aparente normalidad de un mundo donde hay servidores y señores propicia una zona borrosa que exige una aclaración. El nosotros de la niña denota su perplejidad, la percepción de un espacio nebuloso conectado con el lenguaje y con la tradición. «Conversan entre ellas, en su curioso idioma, acezante como ciervo perseguido» (pp. 11-12). Los indios no saben español, se comunican con el patrón en dialecto maya, «[...] con unas palabras que únicamente comprendieron mi padre y la nana» (pp. 31-32). El indio asesinado por sus compañeros («Lo mataron porque era de la confianza de tu padre», p. 32), la nana alcanzada por un maleficio que la marca («Porque he sido crianza de tu casa. Porque quiero a tus padres y a Mario y a ti», p. 16) y el desclasado blanco, el tío David, son sospechosos: no delimitan claramente su posición, son traidores, confunden, intensifican la zona intermedia, limítrofe; conectan jirones, retazos de una memoria secular que produce un espacio de tensión. El sentido queda oscilando; es la indefinición clásica de la infancia, agravada por el sexo de quien narra y por el cambio social: la reforma agraria que empieza a alcanzar a Chiapas a finales de la década de los treinta, durante la presidencia del general Cárdenas. Lo histórico, «la tempestad» (como la definen los hacendados, herederos de los encomenderos) precipita la comprensión. Verifica un hecho, recuperado en tiempos de la escritura del libro: «que la memoria (entre los chamulas) -y yo agrego, siguiendo la línea de Castellanos, y entre los niños- trabaja en forma diferente: es mucho menos constante y mucho más caprichosa. De ese modo pierden el sentido del propósito que persiguen»17. Probablemente, siglos de enajenación les impiden concentrarse, por ello han olvidado su propósito, o, quizá, su forma de simbolizar es totalmente diferente, incomprensible para los «otros» y, por tanto, es vista como inferior y se desprecia.

Resumo: en Balún Canán la niña aprende a hablar y a vivir gracias a su nana india; participa, desde fuera, de una tradición ajena, el saber antiguo maya, sus leyendas. El mundo de los padres es hostil, hierático; divide a los hijos según su sexo y determina que el varón es superior a la mujer siguiendo, como debe de ser, la tradición colonial, firmemente enraizada y sobre todo en Chiapas que ha mantenido su estructura feudal hasta muy avanzado el siglo XX; los indios, por su parte, representan un elemento secreto y despreciable de la sociedad, pero sobre ellos recae el peso de la misma: ni siquiera tienen el derecho de hablar el castellano y cuando se les habla en ese idioma se utiliza una arcaica forma pronominal. La conciencia o, al principio, la intuición de la injusticia (su inferioridad en el seno de la familia por no ser hijo varón), acerca a la niña a los indios. Los indios y los blancos están en sitios separados, remotos, altamente jerarquizados y a la vez en indisoluble ligazón: los niños, a cargo de las nanas indias, esas mujeres entrañables, en verdad maternales, mucho más que las madres verdaderas, las criollas de la clase dominante, están insertas en otra tradición que sólo es aceptada durante la infancia. La niña protagonista de la primera y la tercera partes de la novela pierde a su nana, expulsada por la madre; un día cree reencontrarla por la calle: «Dejo caer los brazos desalentada. Nunca, aunque yo la encuentre, podré reconocer a mi nana. Hace tiempo que nos separaron. Además, todos los indios tienen la misma cara» (p. 268). El fin de la pubertad cristaliza el sentimiento ambivalente y concientiza la idea de traición: el estar siempre en deuda con alguien y sobre todo no pertenecer nunca por entero a ninguna de las partes en contienda racial: no se puede ser indio sólo porque una nana india nos haya criado («-Quiero tomar café. Como tú. Como todos». «-Te vas a volver india [afirma la nana]. Su amenaza me sobrecoge», p. 10). Y, viceversa, no se es totalmente de la clase dominante justo porque uno fue criado por una nana india, si uno es mujer. Hay una añoranza: regresar al paraíso de la infancia, época en que la diferenciación aún no se produce y la traición no se ha consumado todavía o, mejor, no se ha concientizado, no se ha hecho necesario tomar partido, decidir de qué lado se encuentra uno. Una de las soluciones para Rosario Castellanos fue escribir poesía y también novelas con tema indigenista; integrar la autobiografía a la ficción como un arma para desintegrar el mito de la traición.




Elena Garro: La semana de colores

Corren rumores de que Elena Garro había escrito varios de sus textos fundamentales en la década de los cincuenta18. De ser así, sería contemporánea exacta (en su quehacer narrativo) de Rosario Castellanos. La realidad es que sus relatos más conocidos Los recuerdos del porvenir y La semana de colores fueron publicados en la década siguiente, en 1963 y 1964, respectivamente. Ambos textos se tocan, están estrechamente vinculados a una materia esponjosa y volátil de la que estaban hechas las visiones de las monjas de la Colonia y que con un andamiaje adecuado puede producir un efecto parecido al de los relatos fantásticos o «real maravillosos (mágicos)» que tan en boga se mantienen y sorprenden a los europeos por su riqueza imaginativa. Releer la literatura monacal explica y sobrepasa la imaginación de García Márquez y corrobora un dato puntual: el mundo femenino atesora un arsenal infinito de narraciones que a la menor provocación dispara los relatos: La mujer como Sharazade...

En uno de sus textos autobiográficos, se lee:

Mi gran amigo y compañero era [mi primo] Boni Garro, nos parecíamos mucho, sólo que él tenía los ojos azules. En una de nuestras correrías por el monte un arriero me preguntó: -¿Cuál de los dos ancianitos es tu papá, niña? -¿Ancianitos? -pregunté humillada. -Si, tú también naciste ya ancianita, con el pelo blanco. Sus palabras nos preocuparon. En efecto en todos los corridos y las canciones las mujeres tenían el pelo negro y «brilloso». Boni y nosotros quisimos quejarnos de la triste suerte de ser güeros... pero en la casa nadie escuchó. No nos permitían lamentaciones, era falta de pudor19.



Ser «güero» equivale entonces a estar «desteñido». Recuérdese que Moctezuma encerraba en su zoológico a los albinos, considerados como monstruos o fenómenos porque su piel blanca contrastaba con el colorido de la gente de su pueblo. Los albinos son seres decolorados y lo decolorado es lo que alguna vez fue oscuro y se ha desteñido, en suma, lo que no da color, lo amorfo, lo indefinido. Lo blanco es simplemente lo que permite los contrastes, el no color.

En «La semana de colores» (pp. 81-89), el cuento que da nombre al libro, conviven hermanados los días aunque pasen como pasa el tiempo y aunque las sensaciones cambien la tonalidad; los listones de las trenzas brillosas y renegridas de las lavanderas contrastan con las faldas moradas y naranjas de las cocineras de la casa solariega donde transcurre la infancia de las niñas Eva y Leli, idénticas, indiferenciadas, habitantes perfectas de un paraíso que existe sin fisuras, anterior al que evoca la niña que fuera Elena Garro al narrar el episodio recién citado. El ser designadas por los otros como las «güeritas», las «rubitas», el «par de canarios» no produce al principio desazón; sí una engañosa sensación de «formar parte» de un mundo donde uno es parte del cosmos, donde lo diferenciado y lo indiferenciado se amalgaman y el espacio y el tiempo son míticos: un jardín de Las mil y una noches, el espacio de Sherazade: «El jardín era el lugar donde a mí me gustaba vivir. Tal vez porque ése era el juguete que me regalaron mis padres y allí había de todo: ríos, pueblos, selvas, animales feroces y aventuras infinitas. Mis padres estaban muy ocupados con ellos mismos y a nosotros nos pusieron en el jardín y nos dejaron crecer como plantas» (Carballo, op. cit., p. 500).

En ese jardín viven también los niños Moncada, los protagonistas de Los recuerdos del porvenir, la novela cuya genealogía pareciera trazarse en el libro de cuentos que analizo. La infancia empieza a ser trágica cuando se adquiere conciencia de la identidad, cuando el cuerpo infantil se separa de un todo («todos éramos uno») que liquida la fusión y marca los contrastes; define los contornos, lacera. En la infancia todo era posible, hasta los extremos más violentos, las diferencias más flagrantes, las de la historia y la leyenda, las de la imaginación y la realidad, las de los criados y los patrones; el paraíso se cancela cuando sobreviene la adolescencia y se distorsiona lo que en la infancia era íntegro, total, primigenio, para dividirse brutalmente.

Eva y yo nos mirábamos las manos, los pies, los cabellos, tan encerrados en ellos mismos, tan lejos de nosotros. Era increíble que mi mano fuera yo, se movía como si fuera ella misma. Y también queríamos a nuestras manos como a otras personas tan extrañas como nosotras o tan irreales como los árboles, los patios, la cocina. Perdíamos cuerpo y el mundo había perdido cuerpo. Por eso nos amábamos, con el amor desesperado de los fantasmas.



La ruptura coincide en este cuento llamado «Antes de la guerra de Troya», justo después de que las niñas terminan la lectura de la Ilíada. Y en Los recuerdos del porvenir se empalma con una crisis histórica: el triunfo de una de las facciones en pugna después de la Revolución mexicana y el estallido de la guerra cristera -el enfrentamiento de los campesinos católicos contra el gobierno- al final de la década de los veinte. Esa época es vivida por Elena Garro con gran intensidad, porque en ese periodo capta la disparidad, el dramatismo de su sexualidad, al tiempo que concientiza el esquema de la traición, configurado por el mito de la Malinche, que en ella es de signo contrario, de otro color, de otra forma: su Malinche es de pelo rubio, de cuerpo esbelto, de ojos amarillos, piernas largas, como algunas protagonistas de sus cuentos, extrañamente parecidas a la propia narradora. De la Malinche conserva la función, no la figura. ¿Por qué esa trasmutación? Hija del español y mexicana, su infancia transcurre en la provincia, en estrecho contacto con el mundo indígena: «Yo era muy amiga de las criadas de mi casa. Me gustaban sus trenzas negras, sus vestidos color violeta, sus joyas brillantes y las cosas que sabían». Una cultura diferente que contiene su propia estética, donde lo colorido determina las categorías y una sensualidad: uno es el mundo indígena, intenso, fascinante y colorido, y otro el europeo, un mundo de cuerpos esbeltos pero desvaídos, sin poesía. De su íntima relación nace una conciencia culposa, de extrañeza, la sensación de estar del otro lado, del de los invasores, los españoles, y convertirse así en el revés del personaje mítico.

Pueden percibirse netamente en el libro de cuentos varios ejes biográficos antagónicos20: la infancia feliz es, cuando se recuerda, una infancia trágica, pero también el paraíso: o quizá la infancia empiece a ser trágica cuando se adquiere conciencia de la identidad, cuando el cuerpo infantil se separa de un todo («todos éramos uno») que liquida el mundo de la infancia, produce la desilusión, marca la herida; distorsiona lo que en la infancia era íntegro, total, primigenio, para dividirlo brutalmente. Por ello, se construye un personaje que subvierte las categorías tradicionales. Para descubrir el mecanismo de esa inversión es útil analizar un cuento de La semana de colores, «La culpa es de los tlaxcaltecas» (pp. 11-29). El texto se inicia en la cocina. ¿Y qué mejor sitio para la intimidad que este espacio donde se preparan los alimentos, se condimentan los rumores y se propician las confidencias? «La cocina -dice Garro- estaba separada del mundo por un muro invisible de tristeza, por un compás de espera». Allí entra Laura, la patrona, buscando la complicidad con la cocinera; al hacerlo, se transforma, como por un golpe de magia, de nuevo en una niña protegida por su nana. El otro espacio de la casa es la recámara, allí duerme la señora Laurita con el señor, su marido, y su limpieza corre a cuenta de Josefina, la recamarera. Un tercero es el comedor donde conviven criados y padres e hijos, suegras y nueras. Cocina, comedor y recámara son, pues, los espacios de la casa, los espacios de la mujer, los espacios íntimos, los que carecen de historia. En su Utopía e historia de México, Georges Baudot explica que en el campo de sus múltiples maniobras Cortés lleva a cabo una acción que «lo lleva a codearse y a relacionarse íntimamente con un mundo indígena que lo alimenta, le aloja y que por mediación de las mujeres que pone a su servicio le desvela la intimidad de sus costumbres» (p. 20). Cortés lo sabía: es en la intimidad, sobre todo en la intimidad vivida con las mujeres, que se descubre la verdadera naturaleza de una cultura. También lo sabe Elena Garro: es en la mesa y en la cama donde se inician todas las cosas. ¿No fue la Malinche una de las mujeres ofrecidas a Cortés como tributo para que les diesen a los españoles de comer y les sirviesen en todos los menesteres incluyendo los de la reproducción?

En la intimidad de la cocina se confiesa la culpa, se verbaliza la traición. Laura ha abandonado a los suyos como los tlaxcaltecas abandonaron a su raza para aliarse con los españoles: peor aún, Laura ha obrado como la Malinche, es la Malinche, se ha hecho cuerpo con ella, pero una Malinche «que ha comprendido la magnitud de su traición», el tamaño de su culpa, por eso «tuve miedo y quise huir», agrega. Y ese tamaño lo cuantifica el hecho de que, siglos más tarde, sea una mujer de la clase dominante la que se conciba a sí misma como traidora, como Malinche: una Malinche rubia que como la indígena traiciona a los suyos pero reforzando el revés de la misma trama porque al traicionar no aumenta las filas de los conquistadores sino las de los conquistados, las de los vencidos: ha asumido su visión. La conciencia de culpabilidad está naturalmente ligada al sexo, aun sexo entrevisto en la infancia con fascinación y temor, con miedo: un sexo ligado a la muerte, un sexo violentado, un sexo culpable, el sexo de los otros, los de pelo oscuro y brillante. En este tramado inextricable que son los cuentos de Elena Garro se deslizan sin ruptura varios niveles de relato: En «La culpa es de los tlaxcaltecas» hay un núcleo muy sencillo: puede leerse como la simple historia de una violación, una historia de nota roja: dos mujeres de la clase alta, blancas, suegra y nuera, van por una carretera, cerca del lago de Cuitzeo. Una avería del coche obliga a la suegra, Margarita, a buscar a un mecánico. Laura se queda sola. Aparece «un siniestro individuo, de aspecto indígena», como se lee en un anuncio de periódico inserto en el texto: la violación se cristaliza en un estereotipo: «¡Estos indios salvajes!... ¡no se puede dejar sola a una señora!». Pero la acusación aunque se insinúa nunca se materializa: el traje roto, las manchas de sangre, las quemaduras, son de inmediato, sin transición, el producto de un abrazo, del abrazo de un hombre que está herido.

La Laura del cuento de los tlaxcaltecas vive un amor maravilloso con su príncipe azteca, personaje que aparece y desaparece como en los cuentos de hadas o en las novelas de caballerías: busca a su amada igual que en las novelas de amor, pero como en un cantar de gesta continúa la lucha en el campo de batalla, contra los tlaxcaltecas y los españoles, aunque sepa de antemano que no hay escapatoria. Perpetúa al reincorporarse (en su sentido literal) al siglo XX ese perfil de infancia presente en la novela más conocida de Garro, Los recuerdos del porvenir, donde la joven Julia prisionera en el castillo del ogro es liberada por un príncipe montado en su caballo blanco. La infancia con su fuerza redime la mezquina realidad, la necesidad de ser adulto y el tiempo infantil revivido sanciona la alianza con las mujeres de rostro moreno, trenzas negras y brillantes, y configura una temporalidad absoluta en donde los juegos infantiles constituyen la única realidad.

Las niñas del cuento de «Antes de la guerra de Troya» leen la historia de la guerra de Troya: la situación se repite en «La culpa es de los tlaxcaltecas», la señora Laura lee La verdadera historia de la conquista de la Nueva España de Bernal Díaz del Castillo; el mecanismo es el mismo, una lectura dispara la irrealidad, la entrada a la leyenda, al cuento de hadas, pero la leyenda y la historia se transforman en la trama particular, cotidiana, de la protagonista, quien en el curso de la lectura descubre que está casada con dos maridos, el verdadero, el indio de Cuitzeo -¿el violador?, ¿el príncipe azteca vencido?- y con Pablo, el marido que no habla «con palabras sino con letras», el hombre de «la boca gruesa y la boca muerta», el que carece de memoria y «no sabe más que las cosas de cada día», en suma, el que no da color, el albino mental, el desmemoriado, el que carece de densidad y desconoce su propia historia. En el primer cuento mencionado, la lectura precipita la conciencia de la individualidad del adolescente, su ruptura con el estado indiferenciado de la infancia. En el segundo cuento, la traición es la bigamia, pero también enamorarse del violador y para colmo de «un siniestro individuo, de aspecto indígena, [...] un indio asqueroso», trasmutado en la textualidad, como por arte de magia, en un príncipe de cuento de hadas y al mismo tiempo en personaje de crónica de la Conquista.




«La espesura del reproche»: Elena Poniatowska

En Elena Poniatowska el camino es recorrido de manera diferente, quizá de atrás para adelante. Lilus Kikus es un libro autobiográfico, luego vienen los libros de los otros, esos libros donde se pretende dar la voz a quienes no la tienen, Hasta no verte Jesús mío (1969), La noche de Tlatelolco (1969), Querido Diego, te abraza Quiela (1978), etcétera. En La flor de lis (1988)21 Elena usa su propia voz narrativa para dar cuenta de su autobiografía, ficcionalizándola. Podría decirse que la situación de Poniatowska fue similar a la de Castellanos y a la de Garro: su infancia transcurre en el seno de dos ámbitos divididos. Para empezar, su familia es aristócrata: «"La señora duquesa está servida". La señora duquesa es mi abuela, los demás son también duques, o los cuatro hijos: Vladimiro, Estanislao, Miguel, Casimiro, y sus cuatro esposas: la duquesa... etcétera» (p. 13). De origen multinacional -francesa, norteamericana, polaca y, también, mexicana-, en su casa el idioma español es una lengua extranjera: «Mamá avisó que iba a meternos a una escuela inglesa; el español ya lo pescaremos en la calle, es más importante el inglés. El español se aprende solo, ni para qué estudiarlo» (p. 33). Poniatowska lo aprende, como Rosario Castellanos los rudimentos del maya, con su nana. En la novela se narra el intrincado proceso que la hace elegir el español como su propia lengua de escritora, nunca el inglés o el francés, las lenguas de la madre. Y se entiende, el mismo sentimiento de culpa presente en Elena Garro y en Rosario Castellanos la inclina a abrazar «la causa» de los desvalidos, de quienes, como sus criadas, hablan el idioma inferior, el doméstico, y pertenecen a esa vasta capa social que conforma lo que ella llama «la espesura del reproche». Su libro de cuentos De noche vienes (1979) incluye varios relatos, algunos, como su novela La flor de lis, claramente autobiográficos, por ejemplo «El limbo» y «El inventario» donde se establece esa circularidad en la que los extremos se tocan: aristocracia y «bultos enrebozados». Hay que agregar que la infancia mexicana de Poniatowska coincide con el periodo posrevolucionario en que la Revolución empieza a ser «traicionada» y se acuña lingüísticamente esa peculiaridad -«¿ontológica?»-, el malinchismo.

A diferencia de las otras dos autoras, cuyas infancias transcurren en la provincia, la de Poniatowska es urbana. Hay una gran distancia entre vivir en una capital como México o una ciudad metropolitana como París. Las diversas nanas difieren profundamente entre sí. La primera, francesa, Nounou, campesina, es metódica y permisiva. La segunda es europea, quizá internacional, pertenece a esa raza que engendró a las Brontës. La tercera, ya en México, es Magda, con ella entran a la casa las leyendas, los servicios, la segunda lengua: como Malinche, es la que interpreta la realidad, la transforma, le da sentido, la organiza:

Magda, lava, chiquéame, plancha, hazme piojito, barre, hazme bichitos, sacude, acompáñame un rato, trapea, ¿verdad que yo soy tu consentida?, hace jugos de naranja, palomitas, jícamas con limón, nos despierta para ir a la escuela, nos pone nombres... Cuenta con voz misteriosa y baja para que nadie oiga...: «Las que platican puras distancias es porque el pelo se les ha enredado a los sesos hasta que acaban teniendo adentro así como un zacate».


(pp. 54-55)                


Las correspondencias, la relación autobiográfica, los diarios fueron considerados -por su carácter extra o paraliterario- algunas de las posibilidades escriturales de las mujeres, especie de subgénero. La biógrafa funciona durante la Colonia como historia de santidad -hagiografía autobiográfica22. No es fortuito que los textos que he venido trabajando revistan la forma de la autobiografía disfrazada y se inserten sin embargo en géneros canónicos, cuento o novela. Para meterse en la piel de la Malinche, a la manera del dios prehispánico (o los guerreros nahuas) revestido con la piel de un desollado, es necesario un viaje mujer adentro y todo viaje interior pasa por la infancia; espacio vital en el que, en México, se engendra una polarización extrema dentro de las familias de las clases media y alta: los niños -sobre todo las niñas- dividen su lealtad entre sus madres biológicas y sus madres de crianza.

Para Poniatowska este dilema es esencial y en su libro la separación, mejor la escisión, es total, al grado que la imagen de la madre de crianza -la nana- es maciza, densa, aunque su propia corporeidad particular sea frágil («es sabia, hace reír, se fija, nunca ha habido en nuestra casa presencia más benéfica», p. 58). La madre biológica es huidiza, etérea, cinematográfica:

De pronto la miro y ya no está. Vuelvo a mirarla, la define su ausencia. Ha ido a unirse a algo que le da fuerza y no sé lo que es. No puedo seguirla, no entiendo hasta qué espacio invisible se ha dirigido, qué aire inefable la resguarda y la aísla; desde luego ya no está en el mundo y por más que manoteo no me ve, permanece siempre fuera de mi alcance.


(p. 42)                


Ha adquirido una consistencia de celuloide puro, una bidimensionalidad que la reduce a un peinado, que la estereotipa en un gesto, vemos flotar su pelo dentro de los estrictos cánones estéticos de artificialidad del cine de las vamps. Una imagen de celuloide, inventada por los «otros», los de allá, para atajar el desarraigo de los de acá [«Éramos unas niñas desarraigadas, flotábamos en México, qué cuerdita tan frágil la nuestra, ¡cuántos vientos para mecate tan fino!» (p. 47)]. El recuerdo del soslayo permanente, de la importancia disminuida que juega el niño en la mentalidad del adulto, su mirada perpetua, su calidad de testigo (voyeur) en el espacio de la casa se agiganta. El puente se atraviesa mediante la escritura: el rostro reflejado, el de la Malinche, el de la Chingada, el lugar de encuentro de los estereotipos, ser mexicana -ahistórica- y mujer -la traidora.




La modernidad: ¿Malinche se desvanece?

Uno de los fenómenos más importantes en la literatura mexicana desde 1968 es la aparición de una vasta producción de literatura femenina. Muchos de los textos publicados por mujeres son genealógicos23 y entre ellos debe incluirse el mencionado de Elena Poniatowska, La flor de lis. A los nombres consagrados se añaden muchos nuevos que no menciono para evitar la enumeración, ociosa, si no se hace el intento por aquilatar la nueva producción, un ensayo por aclararla, integrarla en el lugar que le corresponde. Toda genealogía acusa con obviedad la preocupación por conocer el origen, es un intento de filiación individual. Descubrir diversas historias, definir las diferencias individuales contrarresta el efecto de mitificación, absuelve la traición24.

Bárbara Jacobs, hija de emigrantes libaneses, escribe Las hojas muertas (1987)25, un libro en donde predomina la figura del padre. El niño es siempre un testigo privilegiado, en este caso oculto tras un simulado narrador colectivo que se desdobla en un «nosotros» de las mujeres y en un «nosotros» de los varones de la casa, característico de la infancia. Como es habitual en esa época se contempla con curiosidad la actuación de los adultos y hasta meros viajes en coche adquieren una dimensión iniciática. Un padre mítico pero a la vez demasiado familiar «nos» acerca a un mundo heroico, el de la guerra de España, destruido por el exilio, la vejez, la separación, el derrumbe. Los vastos jardines y los encantamientos del pueblo mítico de Elena Garro contrastan con el hotel y la casa donde transcurre la infancia de los personajes de Bárbara Jacobs. Entre ellos o sus ellos-ellas narrativos (los nosotros, aquí simplemente los protagonistas niños) no hay ningún intermediario, ninguna criada, ningún idioma idealizado. En su casa se habla el inglés, y el español es el segundo idioma. No hay grandes espacios y la atmósfera es urbana: su urbanidad es distinta a la de Poniatowska, ceñida ésta a reglas estrictas de decoro, a jerarquías aristocráticas.

Menciono, para terminar, dos novelas cortas de Carmen Boullosa: Mejor desaparece y Antes (1987, 1988)26. Tal vez Boullosa represente una ruptura, tanto en el lenguaje como en la concepción de la novela. En las dos obras el tema central es la muerte de la madre y, también, como en varios de los textos anteriores, la muerte de la niñez, la llegada de esa decrepitud llamada pubertad. Se exploran las zonas devastadas de la infancia donde cualquier experiencia se produce al margen del idioma lógico y la coexistencia de mundos imposibles de reproducir. En esta experiencia la concatenación lógica de las palabras es inoperante: funcionan mejor las palabras-excrecencia, las palabras circunstanciales. En la casa «eso», quizá la muerte de la madre, se vuelve un objeto viscoso, viciado, esencial. Antes, más coherente como texto, persigue visiones extrañas, recorre ámbitos imprecisos, delimita espacios prohibidos y produce actos violentos, inexplicables; por ellos se desliza una ligera sombra, la de Amparo Dávila, quien publicó sus libros de cuentos a finales de la década de los cincuenta. Pareciera como si en Boullosa, preocupada por encontrar una forma de enunciar esas presencias inexplicables, no verbales, que pugnan por encontrar su expresión, el problema de sus antecesoras desapareciera. La lengua, adquirida a trasmano en Castellanos, Garro, Poniatowska, debe ahora aniquilarse, desaparecer, para codificar un lenguaje otro, apenas balbuceado, pero también entrevisto como una traición. En cierto modo, Malinche desaparece, pero esto es sólo una apariencia; las que empiezan a desaparecer son las criadas, esas intermediarias de la infancia de otra historicidad que se nos antoja mítica, la de Garro, Castellanos y Poniatowska; mucho más arraigada en un México aún rural, distinto del de Jacobs y del de Boullosa, pues no en balde han pasado varias décadas: la proliferación de la literatura femenina responde a una proliferación de nuevas formas, de cambios radicales en el país. Las infancias han cambiado: las narradoras que tratan de recrearla quizá debieran enfrentarse a lo desverbal, a lo ingobernable, a lo que se desdibuja y trata de configurar otro diseño, cuya lectura sería importante descifrar...27.





 
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