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Capítulo VII

Las aptitudes



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- I -

Correlación de las facultades intelectuales


Estudiar las aptitudes individuales de los niños es abordar uno de los problemas que nos interesan a todos, a causa de su alcance práctico, no solamente para la enseñanza de la escuela, sino también para el porvenir de cada niño; porque la elección de su carrera no debería hacerse sin que se examinara antes cuáles son sus aptitudes. Si se adoptase esta precaución, disminuiría ciertamente el número de los inútiles, de los descontentos; se aumentaría el rendimiento económico de todos poniendo a cada cual en su lugar, y ello constituiría probablemente uno de los medios más simples, más naturales, los mejores en cierto modo, para resolver, por lo menos en parte, algunas de esas irritantes cuestiones sociales que inquietan a tantos espíritus y que amenazan el porvenir de la sociedad actual.

¿Qué es lo que se sabe acerca de las aptitudes individuales de los niños? En la práctica habría medio, no de resolver el problema, pero al menos de formar una idea de él. Y este medio consistiría en interrogar a los niños, haciéndoles hablar un poco sobre lo que los guste más o menos en sus estudios, y después de haber anotado sus apreciaciones indagar si concuerdan con sus aptitudes reales; otro medio consistiría también en dejarles la elección entre muchos trabajos diferentes para ver cuál de ellos es el que prefieren constantemente. Pero ¿este estudio se ha realizado? ¿Se han definido semejantes aptitudes? ¿Se ha buscado la posibilidad de utilizarlas? ¿Se ha hecho una aproximación entre las aptitudes mentales de los niños y los oficios y profesiones para que los hacen capaces tales aptitudes? Desgraciadamente, no. Todo lo que se sabe es que el problema existe; algunos se preocuparon de él y hasta se han fundado expresamente sociedades para estudiarle; pero nada, o casi nada, se ha hecho en definitiva.

Abro el más reciente tratado de pedagogía; ha aparecido en Diciembre de 1908, y leo en él las siguientes líneas:

«...Los niños de igual edad no poseen todas las facultades mentales en el mismo grado; aquí reside la grave cuestión de las aptitudes particulares, que sólo una larga y delicada observación puede revelar a los maestros. Hay en cada clase tipos intelectuales diferentes, según la predominancia en los alumnos de tales y cuales facultades». He aquí planteada la cuestión; pero esto es todo. Los autores no añaden una palabra, ni ofrecen un solo ejemplo de estas aptitudes particulares; con seguridad absoluta no saben nada más.

Otros, por lo menos, comprenden que hay en ello una cuestión grave y la tratan como pueden, sin ocultar lo que ignoran. Uno de éstos publicaba últimamente en un periódico de pedagogía una serie de artículos sobre el tema seductor de la escuela a la medida. Hombre de talento, conducía su demostración con brío, comenzando por recordar que otras veces había existido el uso de confundir todos los niños, cualesquiera que ellos fuesen, en la misma clase. Todo el mundo advirtió de pronto que algunos no aprovechaban la enseñanza porque no veían y otros porque no oían. Se hizo entonces una separación, organizándose escuelas especiales para los ciegos y los sordomudos. Después se notó que ciertos niños no pueden seguir las lecciones porque les falta la atención o porque son débiles de inteligencia; se acaba también por separarlos de resto de los alumnos, y en este momento se ocupan muchos en crear para ellos clases especiales, llamadas clases de anormales. El autor anuncia que este mismo trabajo de selección debería continuarse eliminando de las clases ordinarias a los débiles de cuerpo, para los cuales se organizarían escuelas al aire libre. Esto no es todo, y el autor, llevado por el impulso que él mismo se ha dado, acaba de declarar que los normales deben, a su vez, ser divididos en cierto número de categorías, según sus aptitudes, reconocidas por maestros o especialistas, y que a cada una de estas categorías será preciso dar una enseñanza diferente, diferente sobre todo desde el punto de vista profesional. Después el autor se detiene aquí. Toda su buena voluntad no le permite ir más lejos que a esta conclusión, un poco vaga.

Yo estoy convencido de que, no obstante su reserva final, el autor no ha dejado de cometer un gran error, y es el de haber acogido la idea de que es posible dividir los normales en grupos tan precisos como los sordos, los ciegos y los anormales. Si existen en la humanidad aptitudes diversas, estamos bien seguros que el normal, es decir, el individuo medio, las posee todas en cierto grado, y que ello es precisamente lo que hace que resulte un tipo indiferente, bien equilibrado y sin marcas propias. Sea dicho esto sin considerar siquiera los inconvenientes grandísimos que habría en especializar demasiado temprano los niños para darlos una enseñanza adaptada a aptitudes que pueden no tener, que pueden cambiar con la edad, o cuya utilización puede cambiar también en un medio tan instable como el de nuestras modernas sociedades. No vemos lo que la libertad individual ganaría con la reconstitución de estos veedores y maestros de gremio de los antiguos tiempos que aprisionaban los obreros en oficios cerrados.

Como se adivina por estos pocos detalles, la cuestión que ahora abordamos es enteramente nueva; no constituye en la actualidad parte del dominio de la pedagogía, pues consiste sobre todo en trabajos de laboratorio, en indagaciones muy especiales debidas a psicólogos, como Stern, en Alemania, para citar sólo el nombre del más autorizado de todos. Vamos a inspirarnos en estos estudios, al propio tiempo que en los nuestros, que ya son muy antiguos; pero los expondremos desde un punto de vista más nuevo, más claramente moderno; en vez de tratarlos como curiosidades de psicología, buscaremos su utilización práctica, y a consecuencia de cada comprobación, repetiremos, como si fuese un estribillo, la interrogación siguiente: ¿Para qué sirve esta observación?

Vamos, pues, a hablar en todo lo que sigue de aptitudes parciales, particulares. ¿Qué es preciso entender exactamente por esta especialidad, esta particularidad de ciertas aptitudes? Pues es preciso entender que no están en correlación con el resto de los estudios. Supongamos que se trata de la materia de enseñanza a. Cuando decimos que esta materia supone aptitudes particulares, queremos expresar que los alumnos que sobresalen en a pueden ser mediocres para el conjunto de los otros estudios y que a la inversa los alumnos que resultan mediocres en a pueden sobresalir en los demás estudios. Luego es necesario, para formarse una noción de la independencia de ciertas aptitudes, estudiar las correlaciones que pueden existir entre los éxitos y fracasos en ciertas ramas y los éxitos y fracasos en otras ramas; este análisis de las correlaciones es muy complicado, porque exige que se opere sobre gran número de alumnos, a fin de eliminar la parte del azar. Los métodos que se emplean a este efecto son numerosos y algunos de ellos exigen la intervención de las matemáticas superiores. No tenemos en modo alguno la intención de entrar en estos detalles; pero parece justo, por lo menos, dar una idea del método más simple que puede ser empleado. Hay el método del rango que hemos imaginado, nosotros mismos con el auxilio de V. Henri48; hay también el método de Pearson y los cálculos de Spearmann49, y por fin, un último método, el más sencillo de todos, el de las medias, que ha sido empleado recientemente por Ivanoff50; éste exige documentos numerosos, pero en compensación, los cálculos son cortos. Digamos en qué consiste. Se trata de saber si la aptitud en dibujo, por ejemplo, va a la par con la aptitud para la escritura. En el conjunto de los diversos alumnos hay 20 por 100 que resultan fuertes en escritura; en el grupo de los buenos dibujantes, esta proporción sube a 28 por 100. La diferencia, 28 por 100 - 20 por 100, es igual a 8 por 100. Esta desviación de los tanto por ciento, referido al tanto por ciento de la aptitud media para la escritura, da 8/20=40 por 100. Tenemos aquí un coeficiente que, corregido como conviene, da la medida de la correlación buscada: si la correlación dibujo-escritura es de 40 por 100 y la correlación dibujo-cálculo sea de 13 por 100, claro es que esta segunda correlación será mucho más débil que la precedente.

Nunca hubo cuestión más controvertida que la del valor de las correlaciones. Dos opiniones absolutamente contradictorias se encuentran en presencia y ambas se atribuyen la fuerza de las pruebas. Según una de ellas, que fue sostenida con ardor por el americano Thorndike51, el espíritu no resultaría más que una colección absolutamente heteróclita de facultades que están como yuxtapuestas, pero que permanecen rigurosamente independientes. La opinión inversa, mantenida por el americano Spearmann52con gran lujo de aparato matemático, es que la inteligencia resulta una, que existe en cada uno de nosotros una facultad que merece el nombre de inteligencia general y que se descubre una correspondencia entre el grado de todas nuestras actividades, aun las más alejadas; habría una, por ejemplo, entre la habilidad para percibir sensaciones y la habilidad para resolver un asunto importante de la vida. Ya se ve que esta opinión es inversa a la de Thorndike. En resumidas cuentas, ambas constituyen tesis extremas y la verdad se encuentra en el justo medio. Si se examina especialmente el caso de los escolares y las aptitudes que presentan para las diversas materias que se los enseña, cabe formular a este respecto diversas observaciones que resultan justas y demostradas, sea cualquiera la tesis extrema en que uno se coloque. Por de pronto, es cosa establecida que no se encuentra nunca una correlación débil, es decir, una independencia casi absoluta, entre tal materia de enseñanza y el conjunto de las otras materias. El sistema de correlación que se llega a desprender es mucho más complicado. Fijémonos en el dibujo, toda vez que acaba de ser bien estudiado por Ivanoff. Pasa por constituir el dibujo, y con razón según nuestro parecer, una de las aptitudes más independientes, pues el dibujo no goza de la misma dependencia enfrente de todas las materias; si la correlación con las lenguas, por ejemplo, y con el cálculo resulta débil, la correlación es bastante fuerte con los trabajos manuales, la redacción, la geografía. Otra observación: no existen en modo alguno correlaciones inversas; ser fuerte en una rama no implica ser débil para otra; si algunos alumnos no brillan en una materia más que por descuidar otras, éstas son circunstancias fortuitas, que podrían no verificarse, y de ninguna manera resultados inherentes a la naturaleza de las cosas; las aptitudes no se excluyen: he aquí el hecho importante que precisa retener, y siempre se pueden encontrar espíritus completos que las reúnan. Última observación, la más importante de todas. Existe una facultad que obra en sentido inverso de las aptitudes, y ésta es la aplicación general al trabajo. Mientras que las aptitudes dan éxitos parciales, la aplicación general al trabajo ejerce una acción niveladora y asegura el éxito en todas las materias, resultando de ello que el efecto de las aptitudes se ve menos, bien cuando hay que habérselas con un grupo de alumnos muy estudiosos. Tales alumnos reemplazan la vocación por el esfuerzo, y los cálculos que realizan los teóricos en la indagación de las correlaciones se encuentran obscurecidos.




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- II -

Observaciones sobre ciertas aptitudes escolares


Existen muchas maneras de estudiar las aptitudes de los niños: una de ellas consiste en tomar, una tras otra, las diversas ramas de la enseñanza y en indagar cuáles son aquéllas que presentan entre sí más correlación y también aquellas que presentan menos; el otro estudio es más ambicioso, porque se eleva por encima de los ejercicios escolares y trata de adivinar cuáles resultan los caracteres mentales típicos, cuyas consecuencias son las aptitudes diversas.

Vamos a decir algunas palabras de estos dos estudios diferentes.

Primera aptitud particular, la musical; todo el mundo sabe que la música es un arte que produce a muchas gentes intensas emociones, mientras que otras resultan refractarias a ellas. Unos, y éstos constituyen la mayoría, el 90 por 100 casi, tienen la voz y el oído justos: los demás tienen la voz y el oído falsos; tal diferencia establece entre ellos un verdadero abismo. Es inútil añadir que las aptitudes musicales faltan con mucha frecuencia en naturalezas que resultan muy inteligentes por otra parte.

Podría escribirse amplias consideraciones sobre la sensibilidad musical, su medida, sobre las indicaciones y contraindicaciones pedagógicas de la música; pero no podemos hacerlo, porque el tema nos parece un poco especial y el espacio nos falta.

El dibujo se puede citar también entre las aptitudes particulares, porque casi es un don de nacimiento. Toda persona aplicada puede llegar a copiar regularmente un modelo; pero el dibujo de memoria o de imaginación resulta negado a gran número de individuos. Como sucede con la música, es ésta una laguna que se encuentra en personas muy inteligentes. Yo me acuerdo de un sabio que un día se sintió incapaz de representar con el dibujo un perro sentado porque no veía lo que el animal podía hacer de las patas traseras. Hasta hay pintores que dibujan mal y son sobre todo coloristas; testigo de ello Rembrandt, a quien es interesante comparar desde este punto de vista con Holbein. La cuestión de saber sobre cuál facultad reposa el don del dibujo es obscura, porque el dibujo al volverse habitual pierde muchos de sus elementos conscientes. Sucede con el dibujo como con la palabra: el que habla con abundancia y facilidad no sabe por qué lo hace; no tiene una representación clara de la frase antes de pronunciarla; sólo conoce vagamente las palabras que va a emplear; posee más bien el sentimiento abstracto de lo que quiere decir, y su palabra se conforma a este plan. De igual modo un dibujante muy diestro ve el dibujo salir de su lápiz; sabe bien lo que quiere hacer, pero le cuesta trabajo explicar cómo se representa su dibujo antes de ejecutarlo. Lo que resulta evidente es que en cierta manera es preciso tener en sí una noción de la forma para poder expresarla. Esta noción constituye una representación visual. ¿Y diremos que un dibujante ha de poseer el don excepcional de evocar imágenes visuales de las cosas? Quizá, y de todos modos preferimos esta explicación a aquella otra que pretende hacer del dibujo un arte enteramente motor, porque la memoria motriz no puede dar un conjunto de relaciones especiales. Pero lo que importa más no es la potencia natural de visualización; es el ejercicio, el saber y el gusto adquiridos visualizando; gracias al saber, a la experiencia adquirida, tiene uno en sí planes, esquemas de dibujos, sabe cómo se presenta la anatomía de una persona en tal actitud, y ello facilita enormemente la ejecución de un dibujo que se quiere hacer de memoria o de imaginación y facilita la crítica de los dibujos ajenos. Es indudable que una visualización mediocre con mucho saber hace más servicio para dibujar que la visualización de aquel que nada sabe y que nunca ha estudiado ni analizado un objeto desde el punto de vista de la reproducción de su forma.

Sobre la enseñanza del dibujo habría necesidad de formular también extensas consideraciones. El principio de ello está inscrito al final de nuestro capítulo sobre la inteligencia. Allí hemos mostrado nuestra preferencia por el método activo, comprendido en su sentido completo. Una larga experiencia ha demostrado que resulta nefasto imponer al niño que comienza a dibujar la reproducción de figuras geométricas, por la razón mal interpretada de que son más simples que la figura humana y los objetos usuales. Esta enseñanza desanima a los niños; todos dibujan antes de entrar en la escuela y la escuela los aparta del dibujo. Es preciso dejarles hacer dibujo libre porque tal es su inclinación natural; se intervendrá después para guiar y corregir este dibujo libre: así se utiliza una fuerza natural que está en ellos, en vez de destruirla. Hace ya mucho tiempo que las escuelas americanas nos han dado el ejemplo de la utilidad del dibujo libre.

A propósito de esto recuerdo siempre el error que yo había cometido otras veces con mis hijos pequeños. A los cinco o seis años practicaban por instinto el dibujo libre con mucha afición y demostrando en tal tarea un placer extremado; algunas veces miraban los objetos, pero sólo para encontrar en ellos detalles que transportaban en el acto a sus dibujos; nunca les asaltaba la idea del copiar del natural. Yo creía que éste era un método deplorable, puesto que mi respeto por la observación se veía frustrado; entonces me parecía que el arte no progresa más que por la imitación directa, fiel, respetuosa de la Naturaleza. Por fortuna no intervine, y mis hijos continuaron dibujando según su instinto. Más tarde todos ellos volvieron nuevamente y por su propio impulso al estudio de la Naturaleza.

La ortografía natural es una aptitud escolar cuya existencia ha sido señalada hace ya mucho tiempo por los maestros. Hay niños que saben la ortografía no por instinto, sin haberla aprendido, porque esto sería desconocer todo lo que existe de artificial en la ortografía, pero al menos imponiéndose mucho menos trabajo que otros escolares que no llegan nunca a poseer una ortografía tan correcta. Especialmente en la ortografía de uso es donde se acusa la superioridad de los primeros. ¿A qué obedece tal predisposición? Nada se sabe de esto. Sólo es posible formular conjeturas. He aquí la muestra:

Todos aprendemos la ortografía a la vez por la audición y por la vista, pero especialmente por esta última; dos demostraciones de ello nos han sido facilitadas; la primera por los experimentos de Belot53, quien ha probado que si se compara la ortografía de dos grupos de alumnos, los primeros de los cuales la han aprendido por presentación visual y los segundos escuchando el deletreo del maestro, se comprueba que los primeros recuerdan mejor la ortografía: éstos cometen 65 por 100 de errores donde los segundos incurren en 72 por 100. El segundo argumento nos lo facilitan los ciegos; aunque mucho más inteligentes que los sordo-mudos, los ciegos aprenden peor la ortografía. ¿Por qué? pues porque no pueden estudiarla con la vista.

Luego se inclinará uno a concluir que los escolares que saben mejor la ortografía tienen, en igualdad de circunstancias, por otra parte, mejor memoria visual que la media; solamente que con la memoria visual no basta, es preciso aún emplearla, tener el gusto de la lectura y leer mucho, de manera que se pueda almacenar la ortografía de un gran número de palabras; hasta se adquiere así el hábito de las reglas de concordancia, porque la lectura repetida nos enseña todo esto; nos enseña asimismo las reglas de la gramática; estas reglas, hasta en el caso de que resulte uno incapaz de formularlas o razonarlas, puede llegar a aplicarlas. Así es como podemos explicarnos el motivo de que se encuentre un alumno muy ducho en ortografía y muy débil, por el contrario, en dibujo, o que presente la combinación opuesta; en ambos casos puede tener memoria visual; pero habiéndola empleado diferentemente, recibe de ella servicios distintos.

La aptitud para el cálculo mental y para las matemáticas pertenece aún al número de las aptitudes especiales. El cálculo mental puede ser desarrollado por el ejercicio en alumnos muy jóvenes, pues los calculadores célebres siempre han comenzado muy niños, algunos de ellos a los tres años. Esta es una facultad que descansa esencialmente sobre la memoria, porque es preciso, para llevar a buen fin el problema, conservar el recuerdo del enunciado, y luego, cuando se ha concluido una operación parcial, recordar esta solución, no confundirla con la del enunciado, hacer lo propio para otra operación parcial, retenerlo todo sin confundir nada, hasta llegar, por fin, a la solución.

Así, yo quiero multiplicar mentalmente 122 por 122; escojo a propósito esta operación muy sencilla, tan sencilla que ni siquiera exige que se sepa la tabla de multiplicación, porque todo el mundo puede multiplicar por 2; la dificultad de la operación no consiste en el cálculo, sino únicamente en la memoria. Comenzaré, por ejemplo, por multiplicar 122 por 100, y llego a 12.200; es preciso que haga un gran esfuerzo para retener este primer producto parcial; en el acto, multiplico 122 por 22; esto no es fácil para mí; advierto entonces que puedo multiplicar 122 por 10 y luego doblar; 122 multiplicado por 10 da 1.200; doblada la cantidad da 2.400; multiplico, por último, 122 por 2, que hace 244. Pero la gran dificultad estriba en que mientras encuentro 244, no debo olvidar 2.400; de igual modo, mientras encuentro 2.400, no debo olvidar 12.000. Entonces me veo obligado sin cesar a volver atrás, repitiéndome los productos parciales ya adquiridos, a fin de vivificarlos en la memoria; y aún, de vez en cuando, los pierdo, siendo necesario que vuelva a comenzar toda la operación que me los ha hecho encontrar. Es indudable, según este análisis, que el cálculo mental exige una memoria muy segura que permita disponer a voluntad de todas las cifras necesarias.

Hay que hacer otra observación muy interesante, y ésta es relativa a la cualidad de memoria que se necesita para el cálculo mental.

Se creía en otro tiempo que tal cualidad era esencialmente visual. Se suponía que el buen calculador mental calculaba de cabeza como sobre el papel, y que mentalmente veía el papel; pero después se ha sabido que si hay calculadores visuales los hay también auditivos, o mejor motores, y que estos últimos no ven las cifras, pero las oyen o se las dicen, y que diciéndoselas calculan tan bien como si las viesen. El procedimiento sólo es un poco diferente, porque de ordinario, mientras que el visual hace la operación como sobre el papel, el motor la descompone. Por eso, si se trata de multiplicar 125 por 142, el visual operará comenzando por la derecha y multiplicará 125 por 2, luego por 4, luego por 1, y hará la adición de los productos parciales; por el contrario, el motor va a multiplicar ante todo 125 por 100, y en seguida por 42. Hemos visto la realidad de estos dos tipos tan curiosos de calculadores visuales y motores, estudiando del natural, en nuestro laboratorio de la Sorbona, dos calculadores célebres, Diamandi e Inaudi.

Es útil añadir que la mayor parte del tiempo se sirve uno a la vez de imágenes visuales y motrices. La repetición verbal sirve para vivificar la imagen visual: ésta hace su servicio indicando la posición de ciertos números, porque ella sola abarca una visión en el espacio; por otra parte, hay operaciones que se hacen de una manera puramente auditiva y motriz; multiplicaciones, por ejemplo, que no son más que asociaciones de palabras; en fin, como la inteligencia nunca pierde sus derechos, se hace, durante el trabajo, una multitud de observaciones sobre la naturaleza de las cifras, sus relaciones, sus contrastes, y estas observaciones ayudan a retenerlas; así, la serie 3, 5, 7 impresiona por la igualdad de los intervalos, 3, 5, 8 por el hecho de que 8 es la suma de 3 y 5; y así sucesivamente. Son éstos pequeños medios que favorecen la memoria y que dependen menos de su fuerza que de la ingeniosidad de espíritu.

La inteligencia de las matemáticas supone una facultad completamente especial y que sería muy útil analizar, porque es una de las diferencias, quizá más acentuada, que se encuentra entre los escolares. Todos los profesores de liceo que se consultaran sobre ello serían de esta opinión. Hasta se puede añadir que este sentido de las matemáticas es tan importante, que el porvenir de muchos alumnos depende de él. En la actualidad, las carreras científicas e industriales son las que atraen mayor número de alumnos, porque resultan las más lucrativas. Solamente que de hecho muchos de ellos, después de haber ensayado durante algún tiempo los estudios científicos, se ven obligados a abandonarlos, porque se sienten incapaces de llegar a su terminación; otros hasta juzgan inútil hacer este ensayo, porque reconocen de antemano su incapacidad en matemáticas. Unos y otros experimentan gran contrariedad; rechazados por las ciencias, van a las letras, y consecuentemente resulta hoy día de tal estado de cosas que el auditorio de la clase de filosofía se recluta entre los alumnos peor dotados para las ciencias. Esta ausencia de aptitud para las matemáticas y para las ciencias en general se observa también, en la edad adulta, en muchos individuos, hasta muy ilustrados, hasta de inteligencia superior; que reconocen sin falsa vergüenza su incapacidad, y algunas veces se jactan de ella. Por lo demás, esta incapacidad, tomada en cierto sentido, es común a todos; porque, a medida que las matemáticas se elevan, el número de los que las comprenden decrece con una rapidez vertiginosa. Se hacía notar últimamente, celebrando la potencia matemática de Poincaré, que no existía quizá en el mundo entero una decena de personas que pudieran seguirle.

¿Sobre cuál cualidad mental misteriosa está, pues, fundada la facultad matemática? Nosotros lo ignoramos; y aunque Poincaré haya acometido la tarea de explicárnoslo últimamente54, no tenemos la seguridad de haber comprendido por completo su explicación. La psicología del acto de comprender permanece muy obscura; parece que se verifica toda entera en lo inconsciente. Cuando nos apoderamos del sentido de una proposición verbal, es forzoso que cada palabra desempeñe un papel en el sentido total, puesto que el sentido total depende de cada una de ellas; pero es por razonamiento como suponemos esta percepción del sentido de cada palabra, así como por la aproximación de todos los sentidos particulares para formar una síntesis, porque nos apoderamos de la frase en su conjunto; en una palabra, no asimos más que el resultado sintético. Este hecho es el que nos cuesta trabajo comprender cómo se comprende. Es muy lamentable; si fuese posible saber en qué consiste con exactitud la inteligencia de las matemáticas, podríamos aplicarnos a desarrollarla.

No diremos nada más sobre las ramas de la enseñanza escolar; y elevándonos a mayor altura, vamos ya a tratar de definir algunos tipos especiales de inteligencia.




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- III -

Observaciones sobre algunos tipos de inteligencia


Indagaciones hechas en diferentes sitios, ya en las escuelas, ya en las familias, ya entre personajes célebres, nos han conducido a admitir, por supuesto provisionalmente y hasta más amplio informe, tres tipos especiales de caracteres intelectuales, con tres tipos de sentido contrario que responden a cada uno de los primeros. Coloquemos sobre cada uno de ellos su etiqueta, que desgraciadamente no es muy justa pero que servirá para reconocerlos. Vamos, pues, a describirlos:

1.º El consciente, opuesto al inconsciente.

2.º El objetivo, opuesto al subjetivo.

3.º El práctico, opuesto al literario.

Debe entenderse, por de pronto, que todos éstos resultan tipos extremos y consecuentemente excepcionales; que tales tipos no están en oposición los unos con los otros, sino más bien en independencia, porque no es raro encontrar seres completos que combinan lo consciente con lo inconsciente, lo subjetivo con lo objetivo y lo práctico con lo literario.


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El Consciente y el Inconsciente

Vamos a exponer algunas observaciones sobre los métodos de trabajo intelectual: es ésta una cuestión importante para la pedagogía, aunque la pedagogía clásica permanece extraña a ella, pues continúa viviendo sobre una descripción del trabajo intelectual que ciertamente no es falsa, pero que no resulta verdadera para todas los individuos. Se presenta el trabajo intelectual como una manifestación de actividad intelectual que sería a la vez consciente, voluntaria, razonada y personal. Este es un error. Hay otros métodos de trabajo que son tan eficaces. Al método de la reflexión es forzoso añadir y aun oponer el método de la inspiración55. Según los temperamentos, ya es un método u otro el que tiene más eficacia. Es preciso conocerse, ensayar los dos métodos, compararlos, ver aquel que triunfa mejor, buscar especialmente las condiciones particulares en que uno debe ser preferido, porque la preferencia es sobre todo una cuestión de oportunidad.

El método de reflexión consiste en tomar como punto de partida una idea precisa, una idea que pueda formular, una idea hallada por la reflexión, y cuya génesis se podría explicar toda entera, con todos los antecedentes y toda la continuidad; la idea resulta, pues, plenamente consciente. Sobre ella se ejecuta un trabajo que se ha emprendido porque uno quiere; se le comienza cuando uno lo desea, se le interrumpe, se le reanuda y se le termina de la manera que se juzga más conveniente; el trabajo está, por tanto, completamente a nuestras órdenes. Mientras que se prosigue, ejerce uno su atención, su memoria, su sentido crítico; se examina una idea; la aceptamos o bien la rechazamos, y siempre sabemos por cuál razón se ha hecho esto mejor que aquello: el trabajo resulta, pues, enteramente razonado. Lo que hay algunas veces de penoso y aun de doloroso procede de la necesidad de no pensar más que en su asunto, y de acantonarse en él, de concentrarse en él, no permitiéndose digresión alguna. El esfuerzo necesario para desarrollar la idea que nos ocupa nos hace conscientes de nuestro papel de creadores; tenemos el sentimiento muy claro de ser los autores de la obra, y asumimos en ella toda la responsabilidad; hablamos aquí, no de responsabilidad en el sentido jurídico o moral, sino en el sentido intelectual. En suma, tratada de esta manera concienzuda, la idea recorre una fase completa de evolución mental; la idea es por de pronto un germen abstracto, una noción vaga, un esquema; se desarrolla lentamente, crece, se amplifica, y sobre todo se detalla, es decir, que la idea se enriquece con elementos concretos, precisos, sensoriales, vivientes; y tenemos un exacto conocimiento de tal evolución a medida que la idea se desarrolla, puesto que somos nosotros quien, por propia intervención, la hacemos desarrollarse; puesto que la idea hasta evoluciona con frecuencia, según un escenario que hemos elegido.

Si el trabajo intelectual fuese siempre de la naturaleza que acabamos de describir, la moral de la historia resultaría bien sencilla; cuantas veces hay que trabajar, no existe más que quererlo; cuanto más se trabaja, mejor se realiza la tarea, y para decirlo todo, no se tiene más que recordar a los alumnos la famosa recomendación de Newton, que desde nuestra infancia se nos ha enseñado a admirar: «El genio no es más que paciencia», y se encuentra la solución de los problemas «pensando siempre en ellos». Esta es una concepción a la que no falta amplitud; exalta el libre albedrío y la personalidad. Corresponde semejante noción a una época en la cual cierta psicología simplicista reducía cada uno de nosotros a no ser más que un conjunto de facultades pasivas puestas al servicio de una voluntad libre siempre.

Pero las observaciones que se han hecho en diferentes sitios y en circunstancias muy diversas sobre los poetas, los filósofos, los hombres de ciencia y hasta sobre seres especiales, espiritistas, mediums, histéricos y otros enfermos han probado que el trabajo intelectual de naturaleza razonada y reflexiva que acabamos de describir no constituye en modo alguno una regla general. De vez en cuando se trabaja de distinta manera. Este es asunto de circunstancias, de materia de estudio y de temperamento. Sobre todo, si se hace funcionar la imaginación es cuando se tiene una manera particular de trabajar; el ilustre matemático H. Poincaré56 acaba de dar una notable exposición del problema, describiendo cómo realiza él la mayor parte de sus invenciones. El relato resulta conmovedor, casi dramático.

He aquí aproximadamente cuál es la serie más ordinaria de las operaciones. Poincaré comienza por un periodo de trabajo voluntario, y sentado en su mesa de estudio examina la cuestión, razona, calcula, tiende todos los resortes de su atención, verifica, en suma, una labor consciente. Con frecuencia se da cuenta de la dificultad que le detiene, pero no por eso deja de detenerse y, fatigado o desanimado, la abandona.

Segundo período: pasan algunos días o algunos meses. El matemático ya no está delante de su mesa de trabajo, ni siquiera piensa en trabajar; se pasea por el río, recorre el boulevard o sube al ómnibus; poco importan estas circunstancias vulgares si no es para demostrar que su espíritu no se encuentra preparado para hacer un esfuerzo. De pronto se produce en él una especie de iluminación; una idea se le aparece; mejor que una idea es una realidad; entonces advierte que tal función matemática tiene cuales propiedades o que debe relacionarse con tal otra. La solución buscada anteriormente se presenta, pues, en el momento en que no piensa en ella. Y cuando se presenta, va acompañada de la convicción profunda de hallarse en posesión de la verdad. No siente entonces la necesidad de hacer demostraciones ulteriores; el matemático las hará sin duda, pero por el momento cree en la certidumbre.

Tercer período: es éste un período de trabajo consciente que transcurre delante de la mesa de trabajo. Se examina de nuevo la idea que ha surgido súbitamente, se analiza su contenido, se verifican los cálculos necesarios y se escribe la memoria que da la exposición del problema.

Poincaré ha insistido largamente sobre la naturaleza, el nacimiento de esta idea y sobre los antecedentes que la han preparado. La idea sigue un período de trabajo consciente, y quizá no se habría producido nunca si no hubiese principiado por meditar voluntariamente sobre el problema. Es ésta una idea que tiene un contenido vago y pleno a la vez; es precisa porque indica la vía que hay que seguir, los cálculos que es preciso hacer y el objeto al cual se va a llegar; es una verdadera ideamadre, como le ha llamado Beaunis; pero la idea resulta vaga en el sentido de que no realiza por sí misma ningún cálculo, y Poincaré dice bien al hacer esta observación tan juiciosa y tan importante: que nunca se encuentra por lo inconsciente el producto de una multiplicación sin que en otro período se haya pensado en los dos factores.

Este modo de trabajo es, pues, un modo inconsciente, y en efecto, resultaría fácil oponerlo al método de reflexión; el trabajo no está a nuestras órdenes, la idea no se encuentra determinada por un esfuerzo consciente y penoso de indagación; se desconoce la idea; cuando surge, sorprende por su brusquedad, su falta de causalidad psíquica; parece obra de una actividad que nos resulta extraña, que se desarrolla fuera de nosotros; somos, cuanto a nuestra personalidad, pasivos; dejamos hacer; y esta ausencia de esfuerzos nos es tanto más agradable, cuanto que estamos convencidos de que esta idea, que nada nos cuesta, va a ser fecunda en resultados.

Pero la descripción de Poincaré no se aplica apenas más que al surgimiento de la idea; se refiere, pues, a un caso en que lo inconsciente desempeña un papel limitado, que se acaba pronto. Para completar tal descripción voy a relacionarla con otro caso que sólo es diferente en apariencia.

Quiero hablar del autor dramático Francisco de Curel y de la manera como compone sus obras. El propio Curel ha descrito, con admirable finura de psicólogo, todas las etapas de su trabajo de creación57. Como Poincaré, comienza nuestro autor por un período de trabajo voluntario. Tiene en su cerebro la idea de su obra, y entonces construye su escenario, hace hablar a sus personajes poniéndose en su lugar, introduciéndose en su piel, como se enseña en los cursos de retórica, y haciéndoles decir lo que él mismo diría en circunstancias análogas. Este es el método de reflexión, que resulta muy penoso para Curel, porque cuanto más se sumerge en el trabajo, peor lo encuentra. En cierto momento se da cuenta de que haría mejor en rehacer toda la obra desde el principio. Y entonces, sobre su segundo manuscrito, comienza un trabajo inconsciente, que se asemeja un poco a la invención matemática de Poincaré. Solamente que Curel no tiene la visita repentina de una nueva idea directriz, de una idea-madre que encerraría toda su obra. Pero es durante la ejecución cuando se manifiesta el carácter inconsciente del trabajo. El autor cesa de sentirse el creador de la obra, de sus personajes y, sobre todo, del diálogo; ya no crea, pero asiste a la representación de la comedia. Los personajes hablan en escena por sí mismos, y le parece a él que espontáneamente, por su propia cuenta, ya no tiene el autor que hacer esfuerzo alguno para encontrar lo que deben decir. Sus ideas, como las palabras que emplean para expresarlas, el autor las aprende, en cierto modo, escuchándolas. Curel está casi pasivo, en la actitud de un taquígrafo que tomase notas de una sesión de controversia. La división de la conciencia resulta, pues, llevada bastante lejos; pero no lo bastante, por supuesto, para producir la incoherencia. El autor permanece muy atento y capaz de intervenir útilmente, primero, para exigir que sus personajes obedezcan en el escenario, para dirigirlos en seguida, apuntarles ciertas réplicas, y hasta de vez en cuando para ocupar su puesto e intercalar en el diálogo palabras que proceden de él, que son verdaderas frases de autor. El sentimiento de esta división de conciencia es en Curel talmente claro, que puede con facilidad, releyendo sus obras, distinguir las réplicas que le pertenecen y las que pertenecen a sus muñecos.

Esta observación tiene la ventaja de precisar, y sobre puntos importantes, de completar, me parece a mí, la de Poincaré, porque muestra bajo otro aspecto cómo trabaja lo inconsciente. En el matemático, este inconsciente no hace más que una brusca aparición en la vida consciente; aporta una idea como un diablo que sale de una trampa; después desaparece. En Curel se produce un desarrollo más lento, más sistemático de lo inconsciente; éste permanece en plena luz, vive lado a lado con lo consciente, y llega a ser para él un colaborador verdadero, como un segundo autor que tuviese derecho a firmar la obra y a percibir los derechos. Pero es innegable que, a pesar de las diferencias, los caracteres psicológicos fundamentales se encuentran en los dos casos; bajo una forma u otra, ello resulta una invasión del yo consciente por cierta cosa que es extraña a él; se había llamado esto en otro tiempo un estado de inspiración y sobre esta acción, fuera de sí, los poetas habían construido una encantadora mitología: una joven hermosa, la musa, estaba encargada de visitar al inspirado; esta musa no es más que la personificación de lo inconsciente.

No debiéramos contentarnos con dos observaciones que, en resumidas cuentas, resultan un poco excepcionales para establecer una teoría general del método de inspiración. Creo que todos, o casi todos, tenemos inspiraciones, pero son menos dramáticas que las de Poincaré, menos dominadoras que las de Curel. Tenemos, sobre todo, el sentimiento de que ciertas ideas se forman en nosotros por sí mismas, que se organizan sin nuestro concurso y que obran sin el auxilio de la voluntad. Con frecuencia, refiere Sourian, es en este estado de ensueño cuando tales ideas se forman; estamos entonces en un aflojamiento de la atención que resulta favorable para la inconsciencia. Otras veces, el único carácter propio de la inspiración es el carácter involuntario de la ideación. Cuanto a la cualidad del trabajo producido con este método, no pensamos que sea inferior o superior a la del trabajo de reflexión: hasta suponemos que resultaría imposible determinar, en presencia de una obra, cómo ha sido trabajada. Si autor alguno ha realizado una obra cuya sistematización ha sido llevada hasta la severidad, este autor fue Spencer; nunca se habría pensado que el filósofo inglés hubiese empleado constantemente el método de inspiración, si no lo hubiera confesado el propio Spencer.

Henos aquí bien lejos de las cuestiones de educación, al menos así parece. La escuela no es el medio donde se encuentran y donde se pueden estudiar estos fenómenos tan sutiles de división de conciencia, o mejor dicho, no conocemos aún suficientemente tales fenómenos, para poder reconocerlos en los niños. No hubiésemos pensado, pues, en hablar de ellos aquí, en este libro, de carácter esencialmente escolar, si los pedagogos no hubieran sacado de estos hechos algunas conclusiones interesantes para la higiene del trabajo intelectual; es preciso absolutamente decir algo de semejantes conclusiones, que son muy justas, muy útiles, a condición, sin embargo, de que no se exagere su alcance.

Con un cierto espíritu de rebelión se ha querido buscar el sentido opuesto del consejo memorable de Newton. «Hay que pensar siempre», decía el sabio inglés. No, se replica ahora; no hay necesidad de pensar siempre; esto es confiar demasiado en el trabajo voluntario y reflexivo, es dejar muy poca libertad a lo inconsciente. Es forzoso, por el contrario, arreglar las condiciones para que lo inconsciente colabore con nuestro esfuerzo. Se aconseja, pues, empujar voluntariamente el estudio de una cuestión difícil hasta que se haya visto en ella lo importante, comprendido y medido todas las dificultades; en este momento es necesario detener el trabajo, bruscamente, en plena actividad; entonces reposara uno, pensará en otra cosa y aguardará. Ahora corresponde la tarea a lo inconsciente; él es quien debe darnos la solución del problema.

Este consejo es excelente, pero tiene un pequeño defecto: supone que todos los hombres están construidos sobre el mismo tipo, y que ocultan en sí un inconsciente de gran inteligencia. Aquí está el error. Hay toda una clase de individuos que no deben casi nada a su inconsciente; su inconsciente es estúpido y limitado; el trabajo que ellos facilitan no es debido más que a sus esfuerzos personales y por completo conscientes; y cuando lo reanudan, después de haberlo abandonado, lo encuentran en el punto donde le habían dejado; nada ha progresado durante la noche, ni durante las distracciones del día. Mientras que los inspirados tienen, así puede decirse, más talento que inteligencia, los reflexivos poseen mayor inteligencia que talento. El autor dramático Pablo Hervieu sospecho que pertenece a este tipo voluntario y reflexivo; hasta es un modelo admirable de él. La pedagogía que reposa sobre la eficacia de lo inconsciente no puede, por tanto, aplicarse a todos, sino a algunos.

Únicamente hay para todos cierta cosa que aceptar en los consejos de los teóricos de lo inconsciente; estos consejos resultarán eficaces por razones un poco diferentes de aquellas en las cuales se ha pensado. Es oportuno no llevar un trabajo voluntario más allá de ciertos límites y saber detenerse; se evita de este modo la fatiga intelectual que produce la esterilidad del esfuerzo. Cuando una dificultad nos parece insoluble, resulta inoportuno encarnizarse en ella; nuestra atención y la acuidad de nuestra inteligencia se embotan, y acumulamos una fatiga que no hará más que retardar la hora de la solución. Saber imponerse un buen reposo en el momento preciso vale infinitamente más. Algún tiempo después, si se pone uno al trabajo, se poseen ideas más claras, el espíritu más dispuesto, y en ocasiones se encuentra pronto lo que se había buscado inútilmente antes. ¿Es porque lo inconsciente se ha mezclado en nuestros asuntos? ¿No es, más bien, porque estamos en un estado de frescura mental que duplica nuestras fuerzas? Según los casos, ya resulta justa una de estas explicaciones, ya la otra. Pero poco nos importa de ello. Lo esencial es haber empleado un método que nos ha sido favorable.

Cada cual puede sacar de las observaciones que preceden muy útiles indicaciones para la mejor manera de dirigir el trabajo de su espíritu. Y cuando se hace trabajar a los niños, sobre todo cuando se les encarga de redactar alguna cosa que exige una parte de imaginación, es bueno recordar que algunos de ellos no encuentran las ideas a voluntad. M. Belot, a consecuencia de sus experimentos sobre la redacción con o sin descanso, acaba de dar un consejo muy útil: el de dictar el tema imaginativo algún tiempo antes de hacer comenzar el trabajo de composición. De esta manera, las ideas de los niños tienen tiempo para germinar.




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Algunos retratos intelectuales

Hemos mostrado en la sección precedente que existen muchos métodos de trabajo, que son muy diferentes. Esta no es la única manifestación en la cual los espíritus expresan sus diferencias: las diferencias de mentalidad se traducen también por su diferencia de contenido. Se advierte esto si se hace desempeñar a los niños cierta clase de deberes donde se ven obligados a dar un poco de sí mismos en vez de reproducir simplemente, como ecos fieles, la substancia de aquello que se les ha enseñado. La redacción constituye uno de los mejores medios de conocer el fondo de un espíritu, con la condición, por supuesto, de que se sepa cómo es preciso interpretarla.

Yo propongo a los maestros que se complacen en estos estudios de dar temas de redacciones que tengan por objeto el relato de un acontecimiento real, por ejemplo, el extracto de un paseo, de una comida, de un viaje, de una fiesta de familia; se darán también redacciones teniendo por propósito describir un objeto presente, un cuerpo material, por ejemplo, una flor, un mango de pluma, una moneda o bien toda una escena, por ejemplo, un grabado interesante y sin explicación. Se darán también redacciones destinadas a sorprender el trabajo de invención, se les hará imaginar una historia en torno de un tema dictado, por ejemplo, la muerte de un perro, y, por último, se podrá concluir toda esta suerte de pruebas haciendo desarrollar un pensamiento moral, una regla de conducta, por ejemplo, esta verdad abstracta: ¿Por qué no debe uno encolerizarse? O bien un problema de moral puesto en forma de anécdota: Un niño ha cometido tal acto reprensible. Si fuese usted su padre, ¿qué haría usted?

Si se tiene paciencia de dictar estos deberes de redacción a una treintena de niños, y sobre todo si se tiene la paciencia de analizar todas las copias, se asombrará uno de la variedad que se manifiesta en ellas. Por de pronto, variedad en las escrituras, luego en la forma: aquí el desarrollo tiene cuatro líneas; allá el alumno llena cuatro páginas. El vocabulario también es diferente: aquí dominan los sustantivos; en otra parte hay más adjetivos o más verbos; las palabras de una copia resultan de un estilo familiar y grosero; otras de raza más noble, de más sentido abstracto. Después del vocabulario, la sintaxis: ciertas frases son cortas, reducidas a proposiciones simples, uniéndose con conjunciones o locuciones elementales, como y luego, y después, y entonces; en otra parte aparecen los por qué, los pues, los cuando, los puesto que, que muestran que las relaciones de ideas llegan a ser más complejas.

Y al propio tiempo se encuentran proposiciones subordinadas que se añaden a la proposición principal, que la complican. Toda esta diferenciación de gramática y de vocabulario está en relación estrecha con la evolución mental de los niños, y se podría adivinar su edad por la sintaxis que emplean. Pero aun entre los niños de igual edad se hallan diferencias que son debidas a diversas causas: al grado de inteligencia del niño, al medio que frecuenta y también a su tipo mental.

Pero llevemos más lejos nuestro análisis, y después de haber examinado lo que constituye el continente de la redacción, veamos el contenido. ¡Cuántas variedades aún! ¡Cuántas distinciones! Resulta ésta una ocasión admirable para adquirir el sentimiento de que cada niño posee ya su individualidad. He aquí un escolar que en el relato de una feria no sabe hacer más que la enumeración de los objetos que ha visto en ella, anotándolos sin orden, sin ningún género de descripción: «He visto esto y aquello... caballos, coches, clowns, animales, etc.». Otro niño se coloca en un punto de vista bien distinto: cuenta lo que ha hecho; ofrece una serie de acciones personales siguiendo casi el orden cronológico; siempre habla de su persona, diciendo: «He visto, fui, comí, bebí, monté sobre un caballo del tiovivo; después hice esto y aquello», etc. Parece que él es el centro del Universo. Otro comienza por describir los objetos exteriores; le sorprenden en primer término sus colores y sus formas; los pinta, los compara; emplea metáforas que prueban con cuánto interés los ha mirado: «Los perros estaban de tal manera; las cotorras tenían tales colores», las comparaciones y las calificaciones abundan. Un cuarto niño hace gala de su erudición: une a su tarea descriptiva nociones aprendidas en clase; explica, da una verdadera lección. Otro busca un sentido a la escena de que ha sido testigo, esforzándose por adivinar lo que ha pasado en el alma de los personajes; dice por qué fue a tal lugar, lo que buscaba en él, o bien establece una relación, una lógica entre los diversos hechos que ha percibido. Otro, por fin, adopta cierta actitud especial, una actitud menos objetiva que las precedentes: juzga, aprecia, expresa su sentimiento; encuentra la fiesta alegre o triste; admira los caballos y los coches; si se trata de un grabado, deplora la desgracia de un personaje; se muestra penetrado de emoción; todo esto resulta encantador, pero es preciso desconfiar un poco de la sinceridad de tales relatos; los que más se conmueven en la redacción no siempre son los niños que tienen mejor corazón; ya desde la escuela se puede decir «que aquello no es otra cosa más que literatura».

No puedo actualmente tratar en su conjunto este vasto tema de la clasificación de los tipos mentales. La cuestión es aún demasiado nueva, y está poco estudiada; pero voy a fijar un momento la atención del lector sobre dos tipos de ideación que se encuentran constantemente, si uno se toma el trabajo de buscarlos, en cualquiera clase de niños. Hablaré de estos dos tipos particulares, porque creo conocerlos bien; pero debe entenderse que no son los únicos que existen y que no pueden servir de base para una clasificación general. Cabe designar ambos tipos con nombres diversos, que no son nunca completamente exactos; se puede llamar al uno objetivo y subjetivo al otro; pero estas expresiones resultan un poco vagas. El primero merece también el nombre de observador y el segundo el de interpretador o imaginativo. Se puede calificar al primero de realista, positivo, y al segundo de soñador, contemplativo. Todas estas diferencias se relacionan con una distinción fundamental de que es preciso tener conciencia exacta.

Nos encontramos, por nuestra propia naturaleza, a horcajadas en cierto modo entre dos mundos; el mundo exterior, compuesto de objetos materiales y de acontecimientos físicos, y el mundo interior, formado de pensamientos y sentimientos. Según los momentos y las necesidades, realizamos de una manera más exclusiva, ya la introspección, ya la extrospección. Unas veces tenemos necesidad de saber lo que se produce en torno nuestro y otras veces tratamos de replegarnos en nosotros mismos para reflexionar. Miren ustedes atentamente cómo vive un individuo, y le verán pasar de cuando en cuando de la actitud de observador exterior a la de soñador. Pero no todos tenemos los mismos hábitos, los mismos gustos, ni sobre todo el propio temperamento. Algunos se sienten inclinados hacia el mundo exterior, otros hacia el mundo interno. Esto es lo que separa en las ciencias, por ejemplo, las dos grandes familias de observadores y de teóricos; familias enemigas, que nunca se hacen justicia mutuamente: para los teóricos, el observador exclusivo se dedica a recoger hechos exactos, pero sin interés, lo que es verdad en parte; para los observadores, los teóricos pierden su tiempo en inventar interpretaciones interesantes, aunque inexactas, y ello también es en parte verdadero. Resulta indudable que estas dos tendencias de espíritu son incompletas, fragmentarias; habría necesidad, no solamente de hacerlas coexistir y ser a la vez observador e interpretador, sino soldarlas también, ser interpretador de lo que se ha observado, u observador en el sentido de aquello que se interpreta. Para poner una imagen material, el ideal de un sabio completo no es tener a la vez un tornillo y una tuerca, sino una tuerca adaptada al tornillo.

No es difícil notar en los jóvenes disposiciones nacientes hacia la observación externa o hacia la introspección; pero tales análisis no se realizan cómodamente en las escuelas; los escolares resultan en ellas poco conocidos individualmente; las comprobaciones hechas sobre un temperamento son muy superficiales. Es preciso haber practicado en otra parte la psicología de los tipos intelectuales para hallarse en situación de analizarla en los niños. El azar hizo que en mi propia familia encontrase años ha dos muchachas que ofrecían, en oposición interesante, el tipo de la observación y el de la interpretación. Estas dos niñas eran casi de la propia edad, tenían once y doce años y medio en aquella época, recibiendo ambas integralmente la instrucción en familia, y estaban también sometidas a influencias análogas; consecuentemente, las diferencias mentales que las separaban eran debidas a su propia naturaleza sin ningún género de duda. Añadiré que pude estudiarlas durante muchos años todos los días y realizar con ambas un número inmenso de experimentos, que resultaban comprobados por observaciones directas de sus padres y mías; entonces fue cuando me convencí por primera vez de que el método de los tests, para analizar los espíritus, es un método notable; cierto que pude emplearlo a fondo y que nunca me satisfice con una respuesta dudosa o con un resultado equívoco.

Fue ante todo en las descripciones de objetos donde Margarita, la mayor de las dos muchachas, demostró su cualidad de observadora. Se ruega a las dos que describan -no se emplea otra expresión- un pequeño objeto que se les enseña; se dice que la descripción debe ser hecha por escrito, y constantemente se obtiene de Margarita una descripción del género siguiente:

DESCRIPCIÓN DE UNA HOJA DE CASTAÑO DE INDIAS POR MARGARITA

(Duración: 11 minutos 15 segundos.)

«La hoja que tengo bajo mi vista es una hoja de castaño recogida en otoño, porque los foliolos están casi amarillos por completo, exceptuando dos, uno de los cuales conserva aún algunos tonos verdes.

»Esta hoja está compuesta de siete foliolos, uniéndose en un centro que termina por un tallo llamado peciolo, que sostiene la hoja sobre el árbol.

»Los foliolos no son todos del mismo tamaño; de los siete que componen la hoja, cuatro resultan más pequeños que los tres restantes.

»El castaño pertenece a la clase de las dicotiledóneas, pudiendo convencerse de ello mirando la hoja, que tiene nervaduras ramificadas.

»En muchos sitios la hoja está manchada de puntos de color de orín; uno de sus foliolos tiene un agujerito.

»Nada más se me ocurre decir sobre esta hoja de castaño».

Descripción exacta, meticulosa, seca, abundante, con huellas de erudición.

He aquí la descripción de Armanda, la menor, hecha el mismo día y con la misma hoja:

DESCRIPCIÓN DE UNA HOJA DE CASTAÑO DE INDIAS POR ARMANDA

(Duración: 8 minutos.)

«Ésta es una hoja de castaño que acaba de caer lánguidamente a impulso del viento del otoño.

»La hoja está amarillenta, pero aún se mantiene erguida y recta. ¡Quizá hay un resto de vigor en esta pobre moribunda!

»Algunas huellas de su color verde de otro tiempo están aún impresas sobre las hojas, pero el amarillo domina; un reborde oscuro y rojizo adorna el contorno.

»Las siete hojas resultan muy lindas todavía; el tallo verdusco no se ha destacado de ellas.

»¡Pobre hoja, destinada ahora a revolotear sobre los caminos y después a pudrirse, amontonada sobre tantas otras! Murió hoy... ¡y ayer vivía! Ayer, suspendida en la rama, aguardaba el embate del viento que debía llevársela, como una persona moribunda espera el fin de su agonía.

»Pero la hoja no sentía el peligro, descendiendo suavemente sobre el suelo».

Armanda, la hermana menor, ha escrito con mayor rapidez que su hermana, inspirándose menos en el objeto; da menos detalles materiales que Margarita y los que anota están subordinados a una impresión general de emoción, producida por la idea de que la hoja va a morir.

Decenas de descripciones de objetos hechas por las dos hermanas contienen siempre las mismas diferencias: detalles, precisión, observación en Margarita, vaguedad y poesía en Armanda. Me parece inútil añadir -y lo decimos de una vez para siempre- que cada una de estas muchachas desconocía la descripción de su hermana; ambas prometían no hablar de ello entre sí, y yo sé que se puede fiar en su palabra.

La descripción de un objeto ausente da lugar a las mismas diferencias de lenguaje. En esta época vivíamos en Meudon, y cerca de nuestra casa existía otra deshabitada, que solíamos visitar con frecuencia. Yo pedí a las dos niñas que la describiesen.

La narración de Margarita comienza así:

«LA CASA LAR...

»El otro día me paseaba por la calle del Depart, cuando un gran anuncio colocado en la verja de un jardín atrajo mi atención. Hacía muy poco tiempo que vivía en Meudon y era la primera vez que veía este anuncio; me aproximé, pues, y vi escrito en letras gordas: 'Se alquila o vende esta casa; dirigirse: 1.º, a M. P..., notario en Meudon; 2.º, a M. M..., 23, calle de Rennes, París'. Como soy curiosa, me dije: si llamo se verán obligados a abrir, y si el portero es amable entraré a ver la casa.

»Llamo, pues, y al cabo de un instante la puerta se abrió, aunque nadie vino a hacerlo; la puerta se abría desde la cocina (esto lo supe más tarde). Entré en una hermosa calle de arena, sombreada por árboles espesos y limitada por pequeñas rocas, donde crecían retamas. A cada lado de la puerta, sobre una pequeña altura, se encentraban dos terrazas; la calle de árboles estaba a la derecha; al final se veía una grande y ancha escalera y por encima de ella una marquesina y luego otra terraza, donde daban los balcones: ésta era la casa. Apenas hube entrado, un perrillo negro se acercó ladrando alegremente. En el mismo instante un jardinero, con los cabellos grises, se presentó ante mis ojos; le expuse mi deseo de visitar la casa y accedió cortésmente. Empezamos por visitar el jardín, que era muy hermoso, dos lindas praderas, etc.».

La redacción proseguía extensamente, con una exactitud asombrosa de descripción; este relato sólo contenía la ligerísima ficción de una visita. Ningún detalle había sido inventado. He aquí la redacción de Armanda:

«CASA DESIERTA

»Imagínense ustedes una espaciosa y soberbia casa deshabitada, que el paseante admira cuando la ve en el fondo de una calle de árboles macizos embalsamados con el perfume de las flores. El jardín es grande y desierto; cuando el viejo Enero viene a visitarlo, siempre encuentra los árboles revestidos de nieve blanquísima, los caminos cubiertos de armiño; todo esto resulta lúgubre, triste; en el fondo de aquel jardín solitario tiemblan los restos de un antiguo pórtico, sobre el cual graznan los cuervos. Es siniestro vivir en esta casa, con las ventanas cerradas, con las persianas corridas; los polvorientos pianos duermen en los salones, reposando sus cuerdas antiguas; las ventanas no se abren ya; todo está usado, mohoso por el tiempo y, sobre todo, por la inacción; todo exhala el olor acre de las habitaciones que no se airean. Los viejos sillones se miran tristemente como antiguos camaradas habituados a vivir juntos; se miran con sus dorados apagados, y las grandes estatuas se quejan amargamente de su soledad; hace frío en el exterior, y como no se calienta la casa, las sillas echan de menos el calor de la chimenea antes atestada de leña.

»Pero cuando llega la primavera los árboles recobran su verdura, las lilas florecen, así como los espinos; el sol madura los frutos; los pájaros gorjean; la vida renace en el jardín, que suspira con el céfiro que acaricia los ramos embalsamados de las lilas».

¡Siempre la misma diferencia! Aquí, más concisión, más vaguedad, más emoción, más poesía. Si se ruega a las dos hermanas que hagan por escrito el relato de un paseo, Margarita ofrece un relato copioso, lleno de detalles exactos, bien observados y sin grandes comentarios. Por el contrario, la descripción de Armanda resulta mucho más incompleta, más graciosa, más emotiva y más interpretada. Nos parece indudable que Armanda concede menos importancia al mundo exterior que a sus emociones personales.

He tratado de multiplicar las pruebas para ver bajo todas sus fases estas dos actitudes mentales tan curiosamente opuestas. Hice escribir a las dos hermanas palabras sueltas, y en seguida les pregunté cuál era la significación de estas palabras; el experimento ha sido repetido durante mucho tiempo sobre centenares de palabras; se nota en la lista de Margarita una gran abundancia de nombres de objetos presentes o de palabras designando su persona y también un gran número relativas a recuerdos de hechos, muy pocas con sentido abstracto, muy pocas escritas sin pensar en el sentido y, por último, ninguna palabra anotando una imagen de invención. En Armanda existe la proporción inversa: las palabras anotando objetos presentes y traduciendo observaciones son menos numerosas, también son menos numerosos los recuerdos; en cambio, las palabras abstractas, las palabras de imaginación, las palabras medio inconscientes abundan. Todo esto nos prueba que Margarita, muy consciente, con poca abstracción y ensueño, no pierde en modo alguno el contacto con el mundo exterior, mientras que Armanda prefiere las palabras abstractas, las palabras con ideas vagas, y además posee un vocabulario más fino, lo que atestigua ya que su tipo subjetivo exige un mayor desenvolvimiento de lenguaje.

Démosles la orden de escribirnos frases cualesquiera, y se verá aún mejor aparecer su mentalidad. También esto ha sido repetido centenares de veces. Las frases de Margarita son afirmaciones de hechos reales, arrancados a su vida privada, y consecuentemente, difíciles de comprender sin un largo comentario explicativo. Escribirá, por ejemplo: «El otro día fuimos a buscar rodillos nuevos a casa de Pathé...-Gip ha ladrado mucho por la noche y estamos casi seguras de que hará un excelente guardián de la casa.-¡Cómo debe de aburrirse la pobre Armanda aguardándome para ir a paseo!».

Al contrario, Armanda, por un contraste divertido, no hace ninguna alusión a su vida real; pinta un cuadro poético, imagina un hecho absolutamente falso: «Un coche se para bruscamente delante de la iglesia...-Paseando por el bosque vi un pájaro caído del nido.-Ya es de noche; algunas estrellas brillan discretamente entre la bruma; la luna trémula se oculta bajo una nube.-El entierro desfila en silencio, deslizándose a lo largo de las calles humedecidas por la lluvia».

Ante una sugestión de cambiar su género de frases, Margarita las hace imaginativas; su imaginación crea pequeños acontecimientos precisos y verosímiles:

«Un niño que se paseaba con su perro, experimentó el dolor de verlo aplastado bajo las ruedas de un carro.-En la calle del Bac, dos coches chocaron con tal fuerza que una mujer que se encontraba en uno de ellos se rompió la cabeza sobre la acera».

Armanda se inclina hacia un dominio completamente distinto, el de los pensamientos abstractos, donde vuelve a su género favorito.

«La cólera es un defecto que nos domina con frecuencia.-Los muros de una casa vieja rezuman cuando llueve».

¿Conseguirá uno que se asemejen rogandoles completar una frase cuyo comienzo se los da? Tampoco. Margarita completa con precisión hechos pequeños, Armanda con una idea vaga y poética. Se les da: He entrado en... Armanda escribe... el campo por un sendero cubierto. Margarita escribe... una tienda de ultramarinos y he comprado una onza de chocolate. Este ejercicio ha sido realizado sobre centenares de frases y con resultados tan precisos que casi todas las veces era fácil reconocer al autor de ellas. Las redacciones de pura imaginación nos muestran siempre los propios hechos, y pienso entonces que es inútil insistir sobre las manifestaciones de estas dos mentalidades. Lo que me parece más interesante es tratar de ver en qué se diferencian, sobre todo. Resulta indudable para nosotros que Margarita tiene una facultad imaginativa más abundante, más intensa, más precisa que la de su hermana; se representa mejor lo que se le sugiere y afirma, en efecto, que cuando se representa algo conocido, la representación es tan fuerte que se imagina verlo. En esto resulta muy superior a Armanda, que dice que todas sus imágenes son vagas, borrosas y especialmente inadecuadas a su pensamiento. En cambio, Armanda muestra mayor desarrollo del lenguaje; escribe palabras más complicadas, más escogidas; en las indagaciones sobre las asociaciones de ideas se ve que resulta más influida por el sonido de la palabra, realiza mayor número de asociaciones verbales. Después de la época a que me refiero, Armanda ha adquirido el talento de la forma, escribe versos, y en la conversación cultiva con éxito el retruécano. Pero el desarrollo del lenguaje, ya lo he dicho, marca en ella un espíritu inclinado hacia la vida interior, y efectivamente pude comprobar con frecuencia que si Margarita, que es inteligente, puede hacer con utilidad un trabajo de introspección, lo realiza menos brillantemente que Armanda; ésta se analiza con predilección; se comprende que aquí se encuentra en su verdadero dominio. Otro rasgo que pone el sello en el paralelo que acabamos de bosquejar: el mundo exterior expresa sobre todo el espacio, las relaciones de posición entre los objetos, mientras que el mundo interior no contiene ningún espacio, ninguna distancia, ninguna forma, porque se sirve solamente de la ley del tiempo. Pues, hecho sorprendente, yo he visto muchas veces que Margarita, que es la observadora, el tipo objetivo, sabe orientarse perfectamente en los paseos y excursiones por medio de un lugar desconocido: Margarita conoce la dirección del Norte o de un punto de origen. Por el contrario, Armanda jamas se preocupa de orientarse, pierde muy pronto la noción de las direcciones principales y encuentra con dificultad su camino. En cambio, Margarita no se preocupa de la hora, del tiempo que pasa, mientras que Armanda concede a las horas la mayor importancia; la hora es una de sus principales preocupaciones: siempre sabe la hora que es, y si no puede consultar un reloj, logra conjeturar con exactitud la hora real.

Lo que importa sobre todo advertir, para terminar, son las conclusiones pedagógicas que hay que sacar de tales análisis. Desde que hice estos estudios, muchos años han pasado, las muchachas son ya mujeres, y he podido seguir atentamente todo su desarrollo ulterior día tras día. Nunca ningún hecho nuevo vino a desmentir la exactitud de mis análisis precedentes y toda la psicología individual que yo había sacado de ellos. Sin embargo, se ha producido un ligero acontecimiento, que por de pronto me asombró singularmente y que sólo pude comprender poco a poco. Armanda, la menor, se entusiasmó con la pintura hacia los catorce años, y después de esta época no ha cesado de considerar la pintura como el centro de sus preocupaciones. Creí, al principio, que había en esto algo así como un mentís de todo lo que yo observara, puesto que Armanda no tiene una aptitud marcada para la observación; y a mí me parecía que la pintura es un arte de los ojos, un arte exterior. ¿Cómo esta muchacha subjetiva podía entusiasmarse con aquello que más objetivo resulta? ¿No debía antes mostrar afición a escribir, a hacer versos o análisis íntimos? Armanda los hizo, cierto es; pero su gusto dominante sigue siendo la pintura, y puesto que este amor no se extingue en ella con el tiempo, hay que creer que su pasión dominante es ésta. Había aquí para nosotros un problema difícil de resolver. No obstante, llega a comprenderse un poco, interrogando a Armanda largamente, pacientemente y, sobre todo, observándola. Lo que le costó mayor trabajo en pintura fue el dibujo, fue esta reproducción exacta, realista, del tipo del modelo, que reclama no solamente observación, sino el espíritu agudo del observador; si Armanda se dejase arrastrar por sus gustos, iría hacia una pintura de imaginación, representando lo que ella prefiere y lo que sueña más bien que lo que ella ve, y como Armanda no quiere ceder demasiado a esta tendencia subjetiva, se ve obligada a realizar esfuerzos sobre sí misma, a combatir su temperamento. Por otra parte, si se restringe voluntariamente a no hacer más que observación y a reproducir la naturaleza sin modificar nada en ella, realiza un trabajo penoso, donde su verbo se hiela y donde su pensamiento se desanima. Hay, pues, en Armanda una lucha perpetua y muy interesante entre tendencias opuestas. Pero lo que posee por su tipo mental son dos cualidades preciosas; por de pronto, una gran lucidez de análisis y de crítica, que proviene en parte de su lenguaje interior, muy desarrollado, y en segundo lugar, una predominancia de los estados de alma que la dirigirá acaso el mejor día hacia una clase de pintura psíquica; entiendo por ello una pintura de lo que se experimenta, mejor que una representación de lo que se ve.

Después de reflexionar me consideré dichoso de que el destino ulterior de una de mis muchachas pareciese desmentir mis análisis. Ello constituyó para mí una lección provechosa. Mis análisis permanecen intactos, estoy plenamente convencido de esto; pero la conclusión pedagógica que hay que sacar puede ser controvertida. De una manera general, cuando un niño tiene gusto por la observación, debe dirigírsele hacia las profesiones en contacto con la naturaleza, y dándoles estos consejos y direcciones se les hace el mayor servicio. Pero en tales reglas hay excepciones que muestran que las reglas pedagógicas no resultan inflexibles y fatales. Hay en el espíritu humano una fecundidad y una ductilidad siempre superiores a lo que se ha supuesto. No debemos dar consecuentemente más que consejos, siempre sujetos a revisión, y no imponer nada a viva fuerza.

El práctico y el literario.

Llegamos a la última división de los espíritus; ésta es ya muy conocida en América, donde el desenvolvimiento de las escuelas profesionales y técnicas es tan floreciente, y donde también desde la escuela primaria se ha dado tanto margen a los trabajos manuales; pero en Francia aún nos hallamos bien retrasados, y las ideas populares hoy en día, clásicas del otro lado del Atlántico, resultan aún nuevas entre nosotros; la importancia de las artes manuales no es apreciada en modo alguno en su verdadero valor; esta idea todavía tiene que luchar con muchos prejuicios.

¿Quién es el que no ha observado en la vida de los hombres que son muy inteligentes, que tienen ideas generales sobre todas las cosas, que las expresan bien, con claridad, con gran sentido, y hasta con profundidad, que se muestran en ocasiones oradores elocuentes, y que, sin embargo, por un contraste saliente, son extremadamente torpes de mano, tan torpes que el menos hábil de los obreros se burlaría de ellos? Se me citaba últimamente un ejemplo muy preciso de estas aptitudes parciales: el de un jefe de dirección en una de las administraciones del Estado, quien ha alcanzado gran autoridad por su don de palabra y su espíritu claro, ordenado, metódico; este individuo podía improvisar, sobre cualquier tema, un informe lleno de buen sentido, pero resultaba incapaz de clavar una escarpia; no podía decir si un cuadro colgado en la pared de su cuarto estaba torcido o derecho; siendo ciclista, era de aquellos que nada comprenden de su máquina, que resultan incapaces de reparar un neumático que salta; nuestro individuo ni siquiera hubiera sabido afirmar una tuerca. Yo he conocido personalmente un antiguo alumno de la Escuela Normal que presentaba las mismas cualidades y los propios defectos. No encontré nunca mejor orador: era imposible hallar en su discurso un giro defectuoso. Presidente de una pequeña Sociedad científica, hablaba con gusto y corrección extraordinarios de las cuestiones que menos conocía; su palabra resultaba una verdadera música. Tenía el sentido de las réplicas y el espíritu oportuno para las discusiones; poseía además un talento real de organización. Quizá le faltaba originalidad: los que no lo conocían mucho exageraban su mérito, a causa de su facilidad de palabra; cuando, por el contrario, se le trataba con intimidad, advertía uno que, a pesar de su real inteligencia y de una gran aptitud para manejar las ideas generales, su pensamiento era inferior a su palabra, pues producía incontestablemente, como todos aquellos que son esencialmente verbales, una impresión de vacío. Este literario era pesado, de aspecto macizo y muy torpe de manos; habría hecho un mal obrero: le disgustaban todos los sports y se vengaba de su torpeza despreciándolos cordialmente. Ambos casos resultan dos ejemplos muy claros de espíritus literarios, o por mejor decir, de espíritus verbales, a quienes las aptitudes manuales faltan en absoluto.

Como contraste con los precedentes, señalaré dos tipos de prácticos. Uno de ellos desciende, por verdadera singularidad, de una familia muy literaria: su padre, antiguo diputado, es en la actualidad uno de nuestros oradores más notables; sus hermanos se han distinguido en las ciencias y en las letras; cuanto a él, pasó durante largo tiempo, hasta en su familia, por un atrasado de inteligencia, especialmente a causa de su inferioridad verbal, que es evidente; cierto que en Francia es costumbre calificar de poco inteligentes a los que no hablan bien. Este joven, cuando yo lo conocí, hablaba poco y mal; le vi tratar de hacer ensayos de descripción verdaderamente lamentables; sus frases resultaban tan incorrectas y tan torpes, que apenas se comprendía su pensamiento; la mayor parte de las veces, como si hubiera tenido conciencia de su defecto de lenguaje, permanecía silencioso o contestaba con monosílabos. Sus cartas, de una escritura infantil, eran tan lacónicas como su palabra. Y ¡qué gramática! ¡Cuál ortografía! A los veinte años, después de haber recibido las lecciones literarias de los mejores maestros, redactaba párrafos dignos de un niño de ocho a nueve años. En cambio era un muchacho hábil y diestro; muy dúctil de cuerpo, sobresalía en los ejercicios físicos; tenía mucho ingenio para arreglar relojes descompuestos, y ejecutaba con gusto pequeños trabajos manuales. Frecuentemente me sorprendí con su espíritu de observación; gustaba del campo y había hecho observaciones muy justas sobre los hábitos de los animales y las plantas; en este punto aventajaba a sus hermanos. Sus padres no se engañaron acerca de sus aptitudes; hicieron de él un agrónomo. En la escuela de agricultura ocupó los primeros puestos, y habría alcanzado el primero si no hubiera habido en el examen una prueba literaria que deslució su trabajo.

Otro ejemplo. Tuve en mi laboratorio de psicología un alumno que desde el primer momento me produjo verdadero asombro. Era joven y no sabía casi nada; pero tenía ansia de aprender. A instancias suyas, le mostré el f uncionamiento de algunos aparatos delicados, cronómetros, cilindros registradores; me escuchaba con profunda atención; tocaba discretamente y con un movimiento lento los órganos que yo ponía en actividad delante de él. Algunos días después, tenía que hacer una demostración delante de muchos alumnos; encontré los aparatos completamente preparados, las pilas con los hilos puestos, los cilindros admirablemente bruñidos, los tambores en buen estado, y todo ello ajustado de la manera más inteligente, como si un experto ayudante hubiese pasado por allí. Mi nuevo alumno lo había hecho todo. Durante mi demostración, se ocupó en hacer funcionar los aparatos; tomaba los trazados más difíciles, y siempre en el momento oportuno, para que la demostración no llegase ni demasiado tarde ni demasiado pronto. Cuando mi auditorio hubo de abandonarme, me volví hacia él y le pregunté con asombro quién le había enseñado el método gráfico, y el alumno me respondió con un tono de sorpresa igual al mío: «Pues usted, caballero; usted mismo». Ello quiere decir que aquel joven en un cuarto de hora aprendió más que un alumno cualquiera en diez sesiones de manipulaciones. Este alumno extraordinario de habilidad manual ha llegado a ser más tarde uno de mis más diestros colaboradores; no diré su nombre por no ofender su modestia; pero estoy obligado a hacer constar su ingeniosidad para elegir dispositivos de experimentación, su aptitud para precisar y corregir el método experimental y sus cualidades sobresalientes de crítica; es el espíritu más ponderado, el más fino y penetrante que haya visto nunca; hay que añadir a esto una gran vivacidad de espíritu, que le daba la cualidad de adivinar el pensamiento de cualquiera a la primera palabra de una frase. Después de todos estos elogios, me veo obligado a decir que no resulta un espíritu completo. Mi alumno es demasiado buen psicólogo para no haberse percatado de ello. Lo que es muy débil en él es el verbo. No escribe con la misma profundidad con que piensa; en su correspondencia, las frases se siguen, unas y otras, enlazadas por la elemental conjunción, y hay en sus escritos pocas frases subordinadas, pocos matices. Sus artículos son también de una lengua elemental, y esto es muy sensible. Su palabra tampoco tiene brillantez, pero es tan clara y tan precisa que hace olvidar la forma. Yo lo he oído dar lecciones en clase; indudablemente, no resulta un orador, no tiene movimientos de elocuencia, cambios oportunos de tono, ni frases salientes, ni nada de lo que constituye la aureola del pensamiento; habla con sobriedad, con la abundancia de un abogado de asuntos civiles, y sólo a fuerza de método, de orden en la exposición, de ingeniosidad en los puntos de vista y aun de profundidad en el pensamiento, consigue ganar a su auditorio; pero nada debe al verbo.

¡Cuántos ejemplos se podrían citar de estos dos tipos de espíritu que son tan diferentes! Yo he visto filósofos ilustres que eran incapaces de servirse de sus ojos y de sus manos para el menor ejercicio de observación, y ésta debía ser la causa de la repugnancia que sentían hacia la experimentación y les impulsaba a hablar tal mal de ella. Yo he visto un profesor de ciencias en la Sorbona que resultaba tan poco literario, que nunca pudo aprender la ortografía; su curso, extremadamente científico, pero obscuro y desordenado, era tiempo perdido para la juventud que asistía a sus lecciones. Todo el mundo, recogiendo sus recuerdos, podrá realizar retrospectivamente observaciones análogas. La distinción que acabamos de proponer se demuestra fácilmente; parece llena de exactitud, evidente por sí misma; pero no parece tal más que cuando ya se la conoce. Por mi parte, hace ya tiempo que he notado estos hechos; pero es solamente de ayer cuando comprendo su importancia; he aquí con cuál motivo se han abierto mis ojos.

Me ocurrió esto en el curso de indagaciones sobre la inteligencia. Estas indagaciones, como recordarán los lectores, se verifican por medio de numerosos tests; hay más de sesenta. Entre estos tests, los unos recaen sobre la comparación de sensaciones, el juicio de sensaciones, la memoria de sensaciones, la clasificación de sensaciones o la ejecución rápida y cuidada de movimientos y actos complicados.

Consisten otros tests en definir palabras, en retener cifras, en poner palabras en orden, en comprender pasajes abstractos, en criticar pensamientos absurdos. El contraste entre estos dos grupos de pruebas resultó evidente: las primeras pueden llamarse pruebas de inteligencia sensorial y las segundas pruebas de inteligencia verbal. Yo ignoraba que la diferencia de estos dos grupos fuese muy importante, y hasta debo confesar que preparando todos estos tests con el doctor Simon, no habíamos procedido con la idea directriz de separar la inteligencia sensorial de la inteligencia verbal. Fueron los hechos, los resultados de los experimentos quienes nos obligaron a establecer tal separación.

En efecto, al principio de los experimentos nos asombramos al ver que para todo lo concerniente a la inteligencia sensorial un niño resulta tan hábil como un adulto. Muestren ustedes a un niño de siete años, por ejemplo, dos cajas, cuyos pesos apenas difieran, una que pese 14 gramos y la otra 15, o bien, muéstrenle dos líneas, de 10 centímetros una de ellas y la otra con 5 milimetros más. Pídanle ustedes que designe la línea más larga, la caja más pesada y repitan la prueba veinte veces con líneas y cajas diferentes, a fin de evitar los errores del azar; procuren ustedes, y esto es lo esencial, fijar bien la atención del niño, porque por regla general es más distraído que un adulto. Si ustedes consiguen conjurar todos estos errores, se maravillarán al comprobar, haciendo el cálculo de las buenas y malas respuestas, que la facultad de percepción y de comparacion en este niño no resulta inferior a la del adulto. Esto no es más que un ejemplo que podría diversificar hasta el infinito, porque basta que el experimento recaiga sobre sensaciones y no necesite de una elaboración intelectual, para que el niño iguale al adulto. Hay más: no es sólo un niño normal quien muestra esta habilidad verdaderamente extraordinaria de percepción sensorial, sino el débil y hasta el imbécil del hospicio. Hace pocos días veía yo en las salas del doctor Simon imbéciles de treinta años, a los cuales no había podido enseñárseles a leer y escribir, porque no resultan bastante inteligentes para ello; pues estos imbéciles llegaban, sin embargo, a comparar pesos y líneas con la misma seguridad, la misma exactitud que el doctor Simon y que yo. La inteligencia sensorial forma, por tanto, una inteligencia aparte, próxima a la del animal, y que no se desarrolla paralelamente con la inteligencia verbal.

De los atrasados del hospicio pasemos a los atrasados de escuela, que son también deficientes de inteligencia, aunque atacados de deficiencia más ligera; haremos sobre ellos comprobaciones análogas. Estos niños resultan inferiores a sus camaradas normales, toda vez que se les admite en las clases especiales cuando tienen un atraso de tres años en lectura, ortografía y cálculo, pues en los trabajos manuales distan mucho de presentar la misma inferioridad; tienen un golpe de vista certero, su mano es hábil, y cuando se les da una obra material para que la ejecuten, lo hacen con apresuramiento y el resultado no es nunca malo. Si sus dibujos libres, que están inspirados por la imaginación, pueden revelar cierta debilidad de concepción, en cambio sus dibujos de ornamentación no dejan de tener gusto. Hemos visto muchachas anormales coser y bordar de una manera satisfactoria y hacer con gracia lindísimas flores artificiales de papel. Cuanto a nuestros muchachos anormales, hay necesidad de verlos en el establecimiento. Yo recuerdo que en una escuela el profesor de trabajo manual se había negado al principio a aceptarlos por alumnos. «Estos niños, decía el aludido profesor, deben ser turbulentos y viciosos; si les hago manipular con la garlopa o con la sierra van a herirse... yo seré el responsable de tales accidentes». Pero habiendo insistido mucho el inspector M. Belot, el maestro obrero consintió en hacer un ensayo; después de algunos meses había cambiado de parecer. Claro que el maestro adoptó al principio, algunas precauciones, empezando por hacer que cada anormal fuese acompañado de un alumno normal muy práctico que le servía de guía al otro, ejecutando antes el trabajo y vigilando las manipulaciones de la herramienta. Durante un año de ensayos no hubo que lamentar el menor accidente. Hay más: desde el punto de vista de la atención, del gusto y de las capacidades de trabajo, los anormales han dado resultados increíbles; clasificados con normales de la propia edad, no son ni los primeros ni los últimos, ocupan el término medio. En las notas relativas a cada uno de ellos se lee casi constantemente: tiene una mano diestra, es atrevido en las manipulaciones, es cuidadoso, tiene gusto. Luego si estos anormales son inferiores en cálculo, en ortografía, en lectura, es decir, para la inteligencia verbal, no presentan, ni mucho menos, la misma inferioridad para la inteligencia sensorial. De casi todos sus alumnos anormales, el profesor ha podido escribir: hará un buen obrero.

A la luz de estas observaciones, el niño anormal se nos aparece como un ser que se ha detenido en una fase anterior de su desenvolvimiento intelectual; todo el mundo lo sabía sin duda, pero se ignoraba en qué consistía con exactitud esta detención de desarrollo intelectual. Se comprende mejor cuando se sabe que la inteligencia del niño es por de pronto sensorial, que se sirve sobre todo de imágenes sensibles, de experiencias concretas, y que es más tarde cuando aparece la inteligencia verbal, que, gracias a la palabra, permite el desenvolvimiento de las ideas abstractas y generales.

Entre los niños que son normales, pero alcanzan mal éxito en sus estudios, el tipo del práctico está también muy extendido. Citaré algunos de los ejemplos que he recogido. Hacía últimamente una información con el inspector Lacabe y M. Bocquillon sobre los niños perezosos y las causas que sirven para explicar los fracasos escolares; habíamos pedido a muchos maestros que nos ilustraran sobre la psicología de los alumnos formando, en una clasificación de mérito, la última parte de su clase. Muchos de tales maestros, creyendo dar una explicación suficiente, emplearon esta respuesta demasiado sumaria que consiste en decir que al alumno le falta inteligencia o voluntad. Pero algunos, mejor inspirados y sobre todo más atentos, llevaron el análisis más lejos, buscando desde cuál punto de vista había que incriminar la inteligencia de ciertos perezosos, y los maestros comprobaron, que una buena parte de aquellos que no resultaban inteligentes para la enseñanza de la clase lo eran para los trabajos manuales.

Se nos ha citado más de un niño que permanece enteramente pasivo en clase. Mientras que aparenta escuchar al maestro, su mirada se fija en el pupitre, en su goma, en su lápiz; un objeto cualquiera ofrece para él una atracción fascinadora, su pensamiento acompaña a sus dedos, que palpan el objeto, estudian sus contornos, sus aristas, las propiedades físicas de la madera y del caucho. Tal alumno ocupa el primer puesto en el taller; su trabajo está hecho a la perfección; si se trata de plegar, de recortar cartones, de hacer croquis, la tarea resulta irreprochable. Con frecuencia es el primero en dibujo; su carácter de letra es perfecto; su cuaderno, repleto de faltas de ortografía y de problemas inexactos, constituye un modelo de forma; los mapas y las ilustraciones también son admirables.

«La muchacha del propio tipo tiene marcadas disposiciones para la costura, para el ajuar, para la cocina. Se ocupa algunas veces materialmente de las niñas chiquitas; resulta torpe para la ortografía; pero excede a las demás en inteligencia cuando se trata de aderezar un plato».

El maestro que ha indicado estas observaciones importantes añade con razón: «No hay que creer que tengamos que habérnoslas aquí con tipos despojados de toda facultad intelectual. Es preciso reunir muchas cualidades de observación, de reflexión, para ajustar dos piezas de hierro, para ejecutar bien una entalladura, para reproducir con exactitud sobre el papel un modelo en relieve».

Estas comprobaciones me han impresionado a tal punto que no pude menos de preguntarme si en realidad existen niños por completo ininteligentes, es decir, desprovistos de toda especie de aptitud intelectual; estoy más bien dispuesto a creer que los juzgamos con demasiada frecuencia desde un solo punto de vista, que desdeñamos demasiado sus aptitudes manuales, aunque en ellas la inteligencia pueda manifestarse lo mismo que en la palabra. Habría necesidad de hacer una comprobación en gran escala; estoy persuadido que mostraría en Francia, como acaba de mostrar en América, cuán extendida está la vocación por el arte manual. Aguardando tal comprobación yo me permito indicar los resultados siguientes, que ya son animadores. En tres clases distintas estudié los alumnos que están en los últimos puestos para todas las materias, interrogándome sobre sus facultades para el trabajo manual; estas facultades son medias y completamente independientes de su rango en las diversas materias.

Apoyemos esto con una cifra que nos hará salir de las consideraciones vagas. La mitad de los quince escolares citados están en la primera mitad de la clase para el trabajo manual; luego, si se tiene en cuenta que entre estos quince escolares habrá de existir un cierto número que deban sus malos puestos a la pereza, y que son probablemente perezosos también para el trabajo manual, se llega a concluir que sus puestos en trabajo manual son debidos a que poseen en este arte aptitudes, no sólo medias, sino hasta superiores a la media; hay en ellos una especie de compensación, y esto es lo que habrá necesidad de aclarar. Esta es una conclusión que ofrece el mayor interés desde el punto de vista práctico. Nuestros holgazanes, es decir, los alumnos que peor aprovechan la enseñanza literaria o científica, son sencillamente, lo menos en la mitad, y quizá en las dos terceras partes, niños cuyas aptitudes se desconoce y que han nacido para el trabajo manual.

Cuando la importancia de la distinción que acabamos de indicar entre el verbal y el práctico sea reconocida por todos, constituirá un gran progreso, un gran beneficio social; entonces se comprenderá que la elección de una carrera no debe ser entregada al azar, sino que es un asunto en extremo serio, para el cual es preciso regular las aptitudes de todo el mundo. No se pondrá, pues, un práctico en un cargo literario, y tampoco se confiará a un verbal una tarea material. Ya, sin tener necesidad de hacer sobre tales cuestiones un análisis profundo, se comprende, se adivina cómo es posible ordenar desde este punto de vista diversas profesiones. Nada más verbal que el abogado, y también, desgraciadamente, nada más verbal que el hombre político; el profesor, el conferenciante, el predicador, el actor deben ser verbales; un médico no puede ser tan extraño al arte manual; el cirujano debe ser principalmente un práctico. En el comercio hay sitio también para aptitudes muy diferentes: el vendedor debe ser un verbal; el comisionista, el corredor también deben ser verbales; por el contrario, el comprador, el mecánico y tantos otros que trabajan especialmente con la inteligencia sensorial tienen necesidad de ser prácticos.

Guardémonos sobre todo de imaginar que cabe establecer una jerarquía, una distinción de clase entre la inteligencia verbal y la sensorial. Abandonemos estos prejuicios del antiguo mundo, que ya están abolidos del otro lado del Atlántico. Si la vocación manual se encuentra con tanta frecuencia en la clase obrera, en cambio, ¿no es necesaria al sabio, al experimentador especialmente? Y además, la inteligencia sensorial no consiste sólo en la habilidad y la destreza; es sobre todo una inteligencia de imágenes y de sensaciones; si fuese preciso realzar su nobleza, recordaremos que tal inteligencia es la del músico y también la del pintor. La pintura, una de las más grandes maravillas, uno de los mayores misterios de la actividad humana, es el arte sin palabras, que vive con sensaciones, imágenes y sentimientos. ¿Se objetará que la inteligencia sensorial pertenece en particular a los niños, mientras que la inteligencia verbal marca la aparición del pensamiento abstracto, de la ciencia, y corresponde a una civilización avanzada? Quizá; la observación es justa; pero ¿en qué representa una depreciación de la inteligencia sensorial? Si los orígenes de la inteligencia sensorial son más lejanos, más primitivos, nada se debe concluir de ello sobre la altura a que puede elevarse; no debemos juzgar de las cosas más que por su resultado, su destino, y no por su origen.

La novela, y sobre todo la poesía, ¿no suponen la sobrevivencia parcial en el poeta de un alma de niño, con su impresionabilidad, su curiosidad, su gusto por el misterio y su imaginación concreta? No se imprime sombra alguna sobre la poesía recordando sus orígenes. Luego resulta una vana y pueril preocupación clasificar, por orden de mérito, las aptitudes humanas; lo esencial es que sigan siendo numerosas y de una infinita variación, porque el buen funcionamiento de una sociedad lo exige; decimos también que es necesario que sean reconocidas para que cada cual se consagre a la tarea que le convenga mejor.

En la escuela, en el liceo, ¿resulta posible determinarlas ya? No sólo es posible, sino que hasta es fácil. Para conseguirlo no hay más que mirar a los niños, observarlos, interrogarlos. Aquel que sólo lee libros de ciencia, de mecánica, no es en modo alguno un literario. Aquel que pasa los domingos en dibujar, nada tiene tampoco de literario. Por otra parte, los lugares en composición están allí, indicando claramente las aptitudes de los niños a todos los que quieran tomarse el trabajo de estudiarlas de cerca. Se sospechará que es verbal aquel alumno que resulta fuerte en gramática, en cálculo, sobre todo en redacción, y se pensará lo mismo de cualquier niño que dé respuestas vivas, que hable con abundancia y se exprese fácilmente.

Queremos mostrar de pasada que es posible emplear tesis especiales para reconocer cuáles son las facultades que resultan más interesadas por el tipo verbal y por el tipo sensorial; pero estos experimentos, que ofrecen un interés muy grande para la psicología, deben interpretarse con la mayor prudencia. Vamos a probarlo discutiendo algunos casos particulares.

Un día me enviaron, de una escuela primaria, a mi laboratorio tres muchachos que presentaban particularidades interesantes. Eran estos muchachos de trece a catorce años y pertenecían al curso superior de la escuela. Los llamaremos, para no confundirnos, Ernesto, Luis, Antonio. Todos tres son buenos alumnos: conducta irreprochable, aplicación excelente; pero distan mucho de obtener iguales éxitos escolares. Ernesto y Luis resultan los últimos en sus cursos; Antonio, inteligencia brillante y viva, está clasificado siempre el primero. En cambio, se nos dice que Ernesto y Luis sobresalen en el trabajo manual; ambos dibujan con mucho gusto y se preparan para una escuela de artes y oficios. El diagnóstico de las aptitudes estaba hecho, pues, por los maestros; pero yo quería indagar, además, de cuál aptitud mental dependían aptitudes tan diferentes. Realicé en estos tres muchachos varias pruebas; algunas dieron resultados poco significativos, y las pasaré en silencio; otras alcanzaron todo el valor de una demostración.

Advertí en el acto que Antonio brillaba especialmente en las pruebas que suponen la facultad verbal, mientras que sus camaradas permanecían en ellas detrás de él. Por eso, busqué ante todo cuál era el número máximo de palabras que cada uno podía encontrar en tres minutos: Antonio citó 78, mientras que Ernesto sólo hallaba 67 y Luis 49. Se les hizo explicar el sentido de las palabras abstractas, entre las cuales había varias muy difíciles. Antonio explicó 16, Ernesto 11 y Luis 10. Se les obligó a realizar asociaciones con una palabra que se les daba. Antonio encontraba su asociación con bastante viveza, en 4'',8, Ernesto en 5",50 y Luis, mucho más lento, en 7'',60. Por último, leí a todos tres el pasaje siguiente, que resulta un poco difícil de aprender (es una paráfrasis de un pensamiento de Pablo Hervieu), y les rogué que le reprodujesen después de memoria:

«Se han emitido juicios bien distintos sobre el valor de la vida. Unos la proclaman buena, otros la proclaman mala. Resultaría más justo decir que la vida es mediocre, porque, de una parte, nos aporta siempre una dicha inferior a la que hemos deseado, y por otra parte, las desgracias que nos ocasiona son siempre inferiores a las que otros nos habían deseado. Esta mediocridad de la vida es la que la hace equitativa, o mejor quien la impide ser radicalmente injusta».

Ernesto y Luis comprendieron mal y reprodujeron peor, sin tener siquiera el auxilio de la memoria verbal.

He aquí lo que Luis escribía:

«Nuestra vida es mediocre nos aporta lo que no esperamos y si se piensa en alguna cosa nos aporta otra pudiéndose decir que nuestra vida es una lucha contra el azar».

No hay aquí faltas de ortografía, pero todo el texto está desprovisto de puntuación; la idea no ha sido comprendida; tampoco se observa en la redacción memoria verbal ni reproducción textual de las palabras.

Compárese lo que precede con la redacción de Antonio:

«Unos dicen que la vida es buena, otros afirman que es mala. Digamos mejor que la vida es mediocre, porque nos aporta siempre una dicha inferior a la que hemos deseado y una desgracia inferior también a la que los otros nos desean».

En este segundo texto existe puntuación, una comprensión exacta y mucha memoria verbal. Es indudable que la superioridad de Antonio resulta aplastante. Lo propio sucede con todos los experinientos que se podrían realizar sobre la facultad verbal.

Miremos ya el reverso de la medalla; busquemos otras pruebas que no afecten a la facultad verbal, pero que interesen al conjunto de la inteligencia sensorial. Sometamos nuestros tres jóvenes a un ejercicio que no exija en modo alguno inteligencia, sino memoria visual esencialmente. Hagámosles reproducir una línea caprichosa; esto es, una línea quebrada, compuesta de líneas rectas y curvas; se la contempla diez segundos y después se la reproduce de memoria. Según un sistema de anotación que resulta inútil describir aquí, podemos cifrar la exactitud de la reproducción: la de Luis vale 7, la de Ernesto 6; cuanto a Antonio, el literario, no se eleva más que 3,5. La prueba de que este alumno resulta inferior en memoria sensorial no admite duda.

Pero ¿concluiríamos de tales análisis psicológicos que Antonio es un verbal y que los otros dos alumnos son prácticos, si no tuviésemos ya la prueba de sus aptitudes por su trabajo cotidiano? Seguramente no. Hemos dicho y volvemos a repetirlo: la determinación de las aptitudes no se establece con tests mentales, o mejor, cabe demostrarla con tests de resultados nunca con tests de análisis. Recordemos la distinción hecha ya a este propósito en nuestro capítulo sobre la visión; recordemos las observaciones realizadas sobre Armanda, la muchacha que, después de un millar de análisis, pertenece a un tipo subjetivo y que, no obstante, se dedica con éxito a la pintura. Si necesitásemos un experimento más para mostrar la oportunidad de la prudencia, añadiríamos la lección que nos ha sido facilitada por indagaciones muy recientes sobre los pintores. Hemos hecho estudios sobre un pintor ya célebre, aunque no ha cumplido más que veinte años; el joven Tade Styka tiene una admirable habilidad de dibujante, y se podría deducir de esto que su memoria visual resultaría excelente. Lo hicimos copiar de memoria nuestros modelos de líneas, los mismos que empleamos en las escuelas para comprobar la memoria visual, y experimentamos verdadera sorpresa: Tade Styka no resulta más hábil para hacer una reproducción exacta que un niño de ocho años que no sabe dibujar. ¿Le negaremos talento porque haya fracasado en nuestros tests? Si ahora tuviese ocho años, diríamos a su padre: «No le haga usted dibujante; no tiene aptitudes». Evidentemente, no. La aptitud para el dibujo se demuestra por el dibujo, la aptitud para el canto por el canto, y así sucesivamente; no hay otro medio y no existe otro método de demostración.






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- IV -

Aptitud particular y cultura en general


Al terminar la exposición de lo que se sabe actualmente sobre las aptitudes de los niños, juzgo útil examinar con rapidez una cuestión de interés general que hemos olvidado en nuestra exposición y que, sin embargo, la domina. Me refiero a la cuestión de la utilización que es preciso hacer de las aptitudes particulares en un niño. Dos opiniones en absoluto diferentes pueden ser mantenidas, y ya lo han sido de hecho. Según una de ellas, hay necesidad de dar siempre a cualquier niño una cultura general, de conformidad con este principio ya antiguo que exige que un hombre honrado, tenga luces de todo. Si un niño posee memoria, especialmente visual, no se dejará por ello de cultivar su memoria auditiva. Si ha nacido práctico, no se le dispensará de ejercicios literarios. En apoyo de tal sistema de educación integral se invoca dos argumentos, práctico el uno, teórico el otro. Prácticamente, se nos dice, se haría un mal servicio al niño haciendo de él un ser incompleto, un especializado antes de tiempo; porque si, para llevar las cosas al extremo, no resulta ya capaz más que de desempeñar un oficio, por ejemplo, ¿qué podrá hacer para ganarse la vida el día en que las condiciones económicas cambien y le falte este oficio? El segundo argumento descansa sobre la idea de que una enseñanza hasta inútil no es nunca perdida, porque sirve de gimnasia al espíritu, extendiendo nuestras facultades. Se puede citar a propósito de esto el excelente ejemplo que nos facilita la enseñanza de la filosofía. Es dudoso que esta enseñanza encuentre aplicaciones prácticas indudables en la vida de aquellos que no habrán de ser más tarde filósofos de profesión. Las discusiones sobre el materialismo y el kantismo no sirven ni en la industria ni en el comercio. Y, no obstante, muchos alumnos reconocen que han sacado de la filosofía un beneficio moral, pues habiéndose ensanchado sus ideas, tuvieron la revelación de problemas que ni siquiera se daban cuenta. Así adquirieron dos cualidades que por sí solas bastarían para legitimar el tiempo pasado en una clase de filosofía. Estas dos cualidades son un poco más espíritu crítico y un poco más espíritu de tolerancia.

Creemos muy justas tales ideas con la condición expresa de que no se exageren. En la respuesta que vamos a dar hay por de pronto una consideración vulgar, sobre la cual pasaremos rápidamente, porque pienso que éste es un punto donde todo el mundo está de acuerdo. De una parte, diremos es bueno intentar hacer espíritus completos, a fin de dar a cada individuo la mayor potencia de adaptación; el medio actual es instable, los oficios y las necesidades a las cuales corresponden cambian todos los días; la máquina-utensilio hace progresos a la vez bienhechores para la colectividad y peligrosos para ciertos intereses individuales. Luego es útil que cada alumno no sea confinado de antemano en un oficio preciso, del cual no pudiera salir. Pero, por otra parte, es innegable que no se puede descuidar las aptitudes de los niños, toda vez que la aptitud es un medio formidable para economizar el esfuerzo, constituye un instrumento natural de progreso, porque la aptitud permite hacer más con menos trabajo. Hay, pues, lugar de conceder una parte a la cultura general, si por lo menos el alumno cuenta con una naturaleza tal que resulte capaz de aprovecharse de ella, y hay lugar también de emplear la aptitud particular, cuando es bien característica, como la palanca de la instrucción. Si algún individuo ha nacido dibujante, no sólo es ridículo dejar de hacerle dibujar mucho, sino que hay necesidad aun de servirse del dibujo para interesarle en la historia, en la geografía y hasta en las ciencias, y, acaso también en la literatura; trazando mapas, dibujando escenas históricas, aparatos de física, llegará el alumno de este modo por la vía indirecta de su aptitud especial a obtener una cultura extensa. Todo esto me parece vulgar, conocido, demostrado, definitivamente adquirido, y considero ocioso insistir en ello por más tiempo.

Lo que resulta más importante es decir con mucha franqueza lo que pensamos de los estudios, que son por sí mismos completamente inútiles y anticuados, pero que se conservan celosamente, porque se los considera como constituyendo una gimnasia intelectual. Por esta razón es por la que se quiere imponer el latín a todos los estudiantes. La idea, a primera vista, parece muy seductora. Todo el mundo reconocerá que vale más formar un espíritu que llenarlo; vale más adquirir un buen juicio que haber aprendido de memoria los rudimentos de una ciencia particular; el escolar no ha perdido el tiempo en el liceo si ha adquirido en él el hábito de trabajar; el estudiante no debe lamentar el haber seguido cursos de derecho romano, si tales cursos, bien inútiles para la práctica del derecho, han formado en él cierto espíritu jurídico.

Pero démonos cuenta de los abusos a que puede dar origen un buen principio. No existe materia, por inútil, por ingrata, por fútil que sea, de la cual no se pueda decir que servirá de cultura al espíritu. El argumento resulta extremadamente arriesgado porque es tendencioso y está exento de toda comprobación precisa. ¿Dónde está la prueba de que tal enseñanza, a pesar de su reconocida inutilidad, ha fortificado mi espíritu? Semejante prueba no se da nunca y costaría mucho trabajo darla.

Citemos un ejemplo en apoyo de ello.

Acabo de terminar una información con el doctor Simon sobre esos desgraciados sordo-mudos a quienes, por consecuencia de un método actualmente en boga, se trata de enseñar la palabra y la lectura sobre los labios. Son precisos ocho o diez años de estudios extremadamente fatigosos, desmoralizadores para el sujeto, y dicho sea de pasada, muy costosos, para conseguir que un ser que es completamente sordo, y sordo de nacimiento, pronuncie sonidos articulados que no oye, o para adivinar por los movimientos de los labios de su interlocutor algunas de las palabras que éste pronuncia. Cuando se visita una escuela de sordo-mudos, los profesores del colegio presentan con apresuramiento niños sordo-mudos que pronuncian con voz ronca algunas palabras casi ininteligibles, y pueden leer sobre ciertos labios, los de su profesor, preguntas elementales y siempre idénticas, que giran sobre su nombre y su edad. Pero hay motivo para sospechar que estos alumnos que sirven para la demostración y para la exhibición no son más que semi-sordos, o niños que han oído en otro tiempo; porque en estas condiciones lo que se llama «demutización» es muy fácil.

Nosotros quisimos saber si algunos años después de haber abandonado la escuela, los sordo-mudos, escogidos con cuidado entre aquellos que la administración misma considera como más aprovechados en la enseñanza oral, pueden hablar oralmente con personas extrañas. En otros términos, el problema que habíamos planteado era el siguiente: Esta enseñanza oral, tan penosa de adquirir, tan costosa de dar, ¿ofrece alguna utilidad social? Después de haber ido a examinar, en su domicilio particular, a una cuarentena de sordo-mudos, hemos llegado a adquirir esta convicción: No hay medio de que un extraño mantenga una conversación seria, útil, con uno de tales sordo-mudos; en cuanto se sale de las vulgaridades sobre el nombre, la edad, en cuanto se quiere tener un dato preciso, un nombre propio, unas señas, una cifra, una palabra técnica, es preciso escribir. Nuestra conclusión ha sido, pues, la siguiente: tratar de «demutizar» al sordo-mudo completo y congénito es dar una enseñanza de lujo, que puede procurar a estos desgraciados y a sus padres una satisfacción moral; pero prácticamente no les sirve de nada para elegir un oficio, ni para ejercerlo, porque puestos en presencia de personas extrañas, resultan impotentes para comprenderlas y para hacerse comprender de ellas.

¿Cuál conclusión se debía sacar de nuestra información? ¿Que la enseñanza oral de los sordo-mudos debe suprimirse? Sin duda, ésta es la primera idea que nos asalta.

Pero para salvar la «demutización» se ha objetado que tomándolo todo en cuenta, y a pesar de la pobreza de sus resultados prácticos, tal sistema tiene una virtud educativa. Aquí está el error, y sin querer tomar demasiado en serio semejante argumentación, que no es más que una defensa personal por tradiciones amenazadas, diremos simplemente esto. Es inexacto e imprudente sostener que toda enseñanza, cualquiera que ella sea, puede servir para la cultura del espíritu. Es preciso, por lo menos, que esta enseñanza llene una condición fundamental, la de estar adaptada a las aptitudes del individuo. Emplear ocho años para aprender la palabra y no llegar a adquirirla, no puede ser una buena gimnasia. Este es aún uno de aquellos errores de pedagogía que han producido más daño; parece, no obstante, que con un poco de buen sentido se hubiera podido evitar.






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Capítulo VIII

La pereza y la educación moral



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- I -

La pereza


Cuando un maestro comprueba que un alumno no trabaja tanto como sus camaradas, se lo explica. generalmente de este modo: «Este alumno es un perezoso; podría hacer mucho más si quisiera, pero no quiere. Su falta de voluntad tiene la culpa de todo». He oído dar esta explicación demasiado simple, no sólo por modestos maestros, sino por profesores eminentes. Un catedrático del Colegio de Francia, a quien yo hablaba un día de las diferencias mentales existentes entre los escolares y del interés que había en estudiarlas, me afirmó, con un tono que no admitía réplica, que cuando se practica la enseñanza se persuade uno de que sólo existen dos categorías de estudiantes: los trabajadores y los perezosos. Intentó demostrarlo que el problema era menos sencillo, que la voluntad no es más que una resultante, y que había necesidad de analizar cada caso con cuidado, saber por cuál razón un alumno no trabaja... Pero me atajaba constantemente, cubriendo mi voz: «Trabajadores y perezosos; no hay más que eso». Tal opinión pudo tener en otro tiempo cierta autoridad, porque estaba en armonía con la psicología tradicional; para el espiritualismo, hay en nosotros dos partes distintas: una pasiva, y ésta en la inteligencia y la sensibilidad; la otra, activa, esencialmente activa, ésta es la voluntad. La voluntad sola determina los actos y la conducta; y en sus manifestaciones es aún liberada de la influencia que podrían ejercer sobre ella las partes pasivas de nuestro ser, nuestros pensamientos y nuestros sentimientos, porque la voluntad es una fuerza libre; hay más, la voluntad representa una cierta energía, que es distribuida a todos en cantidad indefinida; y si cada uno de nosotros no utiliza esta voluntad que tiene a su disposición, resulta responsable de ello y se le debe tratar como culpable. Pero en la actualidad estas ideas de metafísica parecen bien abandonadas; lejos de admitir que la voluntad existe en cada uno de nosotros como una especie de Deus ex machina, que interviene de la manera que le place, para hacer todo lo que le place, estamos convencidos de que todas nuestras acciones resultan determinadas por un gran número de influencias corporales y mentales, de hábitos, de pensamientos, de maneras de sentir, de las disposiciones inconscientes, de los antecedentes hereditarios, etc.; de todas estas causas grandes y pequeñas, conscientes y ocultas, es de donde resulta hecha nuestra conducta. Por consecuencia, si se quiere comprender la psicología de un escolar, si se quiere corregir su pereza o darle buenos hábitos de trabajo, no debe uno satisfacerse con acusar cándidamente su voluntad; es preciso llevar el análisis más lejos, observarle, estudiarle, a fin de llegar en cierta medida a explicársela.

Hemos visto ya en los capítulos precedentes que los desfallecimientos del trabajo intelectual pueden obedecer a muchas causas que son extrañas a la voluntad del alumno; una tras otra, hemos sondado la parte de la debilidad, de las enfermedades, de las alteraciones sensoriales, de la falta de inteligencia, de la falta de memoria y, por último, de una especialización de aptitudes, que hace inepto al niño para el trabajo de la clase. Cuando una u otra de estas causas pueden ser incriminadas, no se debe acusar al niño de mala voluntad; no puede aplicársele el epíteto de perezoso, que si yo lo entiendo bien, corresponde a una debilidad de voluntad de que el niño resultaría responsable.

Vamos a ocuparnos un poco, en todas las páginas que siguen, del niño perezoso. En clase, este niño se señala por una inatención que presenta dos formas principales: una actividad desparramada y ruidosa, o bien la inercia. Algunas veces hay que añadir también algo de insubordinación.

Pero si no se tiene en cuenta la actitud del escolar en clase, o la manera como realiza sus deberes, si, en otros términos, se quiere absolutamente imaginar algún experimento, algún test demostrando directamente el estado de pereza de un niño, se encuentra uno muy embarazado, porque es muy difícil hacer buenos experimentos sobre el carácter.

Con mucha frecuencia, un director de escuela ha señalado a nuestra atención algún niño cuyo carácter le parecía indomable; yo me acuerdo de una niña de diez años que constituía la desgracia de su escuela; esta muchacha llevaba la perturbación a todas las clases donde iba, y por aplicación de una idea de justicia distributiva, la directora la hacía pasar sucesivamente por todas las clases para que cada profesora tuviese su parte de martirio. Me mostraron esta interesante niña, reprochándole su conducta delante de mí; la niña bajaba la cabeza, manteniendo una actitud muy respetuosa, Permanecí solo con ella; la muchacha seguía muy prudente, muy compuesta, nada denotaba su carácter instable, y si esta instabilidad no hubiese sido señalada por muchas maestras diferentes, hasta se habría podido creer que se trataba simplemente de una niña poco simpática, a quien se hubiera tomado antipatía. Añado que esta niña no tenía ningún estigma físico, que su desarrollo era normal y que su inteligencia estaba en la media. Cierto es que ofrecía un gran atraso de instrucción, pero ello se comprendía, toda vez que en clase no escuchaba nunca, pasando la mayor parte de sus días en un corredor.

El único medio, en mi opinión, de adivinar el carácter de un niño es ponerle por artificio en el medio donde vive habitualmente, y vigilar lo que hace, sin que advierta semejante vigilancia. Propongo el procedimiento siguiente, que he empleado con éxito: consiste en hacer realizar a un niño un trabajo cuya cantidad es mensurable, y que sólo exija atención, por ejemplo, borrar ciertas letras de un texto, todas las a, todas las i, todas las r, etc. Cojamos cinco niños de la misma clase, hagámosles sentarse en torno de una misma mesa, démosles la consigna de tachar letras durante cinco minutos y permanezcamos allí vigilándolos; después, cuando hayan pasado los cinco minutos, hagamos una pequeña señal sobre su hoja para saber cuál es la cantidad de trabajo producida; luego los dejamos entregados a sí propios, después de haberles recomendado que continúen su trabajo como si estuviésemos presentes. En el acto algunos de los alumnos, los más fáciles de distraerse, aprovechan nuestra ausencia para hablar, molestar o burlarse de sus vecinos.

Una vez pasados los cinco minutos, no tenemos más que mirar el trabajo hecho para darnos cuenta de lo que ha pasado. A fin de llegar a una apreciación exacta, se compara al alumno a sí mismo; se indaga si su trabajo no vigilado resulta igual o inferior a su trabajo vigilado; en el último caso, cabe sospechar distracciones. Con frecuencia tuvimos la prueba de ello; nosotros trazábamos así, empleando tal procedimiento, la lista de los niños que nos parecían más distraídos; en seguida pedíamos a los maestros que hiciesen, por sus propios medios, una lista análoga; las dos listas resultaban casi idénticas58.

Según la opinión generalmente extendida, los perezosos constituyen una verdadera legión. La mayor parte de los alumnos, de dar crédito a las quejas de los maestros, están atacados de pereza. Pues una información muy cuidada, a la cual he aludido ya, acaba de ser llevada a efecto a instancias mías, bajo la dirección del inspector M. Lacabe, con el objeto de conocer el número de los perezosos. Se trata, entiéndase bien, de pereza grave, influyendo en los estudios, y no de esos estados pasajeros de amortiguamiento en la faena escolar que resultan muy frecuentes. Se ha examinado con detenimiento el caso de los alumnos que en la clasificación general ocupan la última quinta parte de la clase; se esperaba encontrar aquí abundantemente el tipo del perezoso y en efecto, ¿dónde encontrarle sino en las colas de la clase? Haciendo este análisis se ha visto uno obligado a eliminar todos aquellos en los cuales el fracaso escolar se explica por una debilidad física, por un defecto de inteligencia o de memoria. Hechas tales eliminaciones, el residuo representa al perezoso por carácter, aquel cuya pereza se explica por causas morales. Pues este residuo es de una pequeñez asombrosa. No es más que de 2 por 100 del contingente total. ¿Qué vale esta cifra? No tiene, entiéndase bien, más que un valor completamente aproximativo. Variará según los medios; resultará más débil en tal escuela más grande en cual otra; variará también según la apreciación de los maestros, porque la cantidad de esfuerzos exigidos a un alumno no es una cantidad fija, invariable, predeterminada. Lo que uno de los maestros encontrará suficiente, a otro le parecerá poco. Las cuestiones de apreciación y de valor son las que complican más la comprobación de los fenómenos morales; se las aprecia más bien que se las comprueba. Pero, en fin, la idea a la cual llegamos aquí no es puramente arbitraria, no corresponde en modo alguno a la respuesta de un maestro a quien se le preguntará: «¿Cuántos perezosos tiene usted en su clase? o ¿Cuántos perezosos ha encontrado usted en su carrera?». Se ha tomado la precaución de definir bien el objeto que se estudia; se ha dejado a un lado todos los casos de pereza ligera, transitoria, accidental, que no tiene un efecto serio sobre los estudios. Se ha considerado únicamente los alumnos cuyo fracaso escolar resalta notable.

Esto nos muestra, sobre todo, que la cuestión o la pereza de causa moral tiene menor alcance de lo que la gente se imagina.

He leído con curiosidad las noticias individuales que maestros excelentes han escrito sobre los alumnos perezosos, buscando en ellas una definición de la pereza, o mejor, detalles precisos que me hicieran comprender en qué consiste la pereza. Tengo que declarar que sufrí una decepción. Muchos de los análisis que se nos da resultan superficiales; se nos habla frecuentemente de niños que se resisten al esfuerzo. Trabajar no es siempre un asunto alegre, en efecto, sobre todo para el niño; hay problemas, lecciones de gramática que nada tienen de recreativos; para fijar la atención en ellos es forzoso realizar un esfuerzo. Algunos perezosos se nos dice que son incapaces de hacerlo; si se sienten vigilados, leen maquinalmente con los ojos, pero con el espíritu ausente de la lectura, o bien hacen ademán de escuchar. ¿En qué consiste que se nieguen al esfuerzo, cuando la mayoría de sus camaradas lo ejecutan? Se pretende explicárnoslo por el influjo de pequeñas causas secundarias. Un niño ha tenido vacaciones demasiado largas, perdiendo el hábito del trabajo; otro no ha adquirido este hábito porque se hace ayudar constantemente por su familia: es la familia quien desempeña los deberes y trabaja por él; un tercero copia sin cesar los cuadernos de sus camaradas y se dispensa así de todo trabajo personal. Todas estas influencias pueden explicar un debilitamiento de la disposición para el esfuerzo, pero las mismas influencias obran verosímilmente sobre otros muchos alumnos y no bastan para hacerlos perezosos; por tanto, la explicación no me parece completa. En otros casos, el maestro invoca un estado de desanimación. Un niño que advierte todos los días que a pesar de su trabajo obtiene siempre malas notas, llega a desanimarse y hasta a disgustarse del estudio, especialmente si no encuentra cerca de sus padres un reconfortante moral. Se nos cita ejemplos tópicos. La familia de este niño es indiferente; cuando entra en su casa no encuentra a nadie con quien podría darse el placer, tan grande en un niño, de hablar de lo que pasa en la escuela. Por otra parte, el padre y la madre le dan el ejemplo de la pereza y de la incuria. Además aún, se burlan abiertamente delante de él de la escuela, ponen en ridículo al maestro, o ya, y esto es más frecuente todavía, se le enseña a considerar al maestro como un enemigo y los castigos como pruebas de su maldad. Yo me pregunto si, cuando el caso presenta una forma tan acentuada, tenemos más bien que habérnoslas con una contraeducación que con la pereza.

Por fin, los maestros nos citan una última causa de pereza; es ésta la insensibilidad a los excitantes habituales: el alumno, nos dicen, es indiferente a todo, sin energía, o bien se añade la observación de que no es accesible a la emulación; observación muy grave, porque la emulación constituye el principal resorte del escolar. Toda esta explicación es algo seca, bastante superficial, y tampoco da cuenta de lo que forma el fondo del niño perezoso.

Tanto como yo puedo juzgar del problema, supongo que la pereza es producida por mecanismos bien diferentes, y en todo caso habrá de proponer la admisión de dos tipos:

1.º La pereza de ocasión. Es ésta una pereza poco estable; constituye el resultado de un acontecimiento que habría podido faltar. Un niño está desanimado por una mala nota, o por un fracaso en un examen, o por los malos consejos de un camarada; la actividad para el trabajo que se había formado en él y que hubiese continuado produciéndose sin esta pequeña causa externa, se encuentra impedida, inhibida.

2.º El perezoso de nacimiento. Existe en él falta inicial en la actividad para el trabajo. El niño se muestra flojo, indolente, indeciso, poco activo; hay más, no gusta el placer que acompaña al trabajo o que resulta inspirado por la perspectiva del objeto que se persigue, y por último, el niño no encuentra en sí la voluntad suficiente para dominarse, para hacer el esfuerzo.

Yo conozco una muchacha que de vez en cuando, por accesos, cae en un estado muy característico de pereza; entonces deja todos los objetos en desorden: permanece todo un día sentada en su butaca, y emplea el tiempo en leer una novela insípida, sin realizar ningún esfuerzo físico. Afortunadamente para ella, este estado es transitorio, pues otros días muestra una actividad verdaderamente normal, hallando placer en trabajar y aun en hacer esfuerzos considerables. Su pereza es en realidad de naturaleza interna e íntima, sin motivos exteriores; hasta es una pereza de aplicación enciclopédica, porque aquellos días se siente indiferente casi para todo, nada lo hace salir de su apatía; es también una pereza producida por una síntesis de causas, puesto que hay en ella desfallecimiento de la sensibilidad, de la actividad y de la voluntad al propio tiempo. Y esto resulta interesante como mecanismo. Yo creo que se comete un error al reducir la pereza a un desfallecimiento de la voluntad sola, toda vez que la voluntad es sobre todo un efecto, un resultado. Pero esta interpretación, si no es sostenible psicológicamente, tiene un verdadero valor pedagógico, como vamos a mostrar en el acto.




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- II -

La educación moral


Hemos dicho que los maestros, cuando creen tener que habérselas con un perezoso, lo acusan de mala voluntad o de insuficiencia de voluntad y pretenden hacerle responsable de esta insuficiencia. Pero hay que preguntarse si esta manera de ver resulta justa. Por de pronto, ¿está de acuerdo con las opiniones hoy en boga sobre el determinismo? Si no se admite la existencia, ni siquiera la posibilidad metafísica del libre albedrío, ¿no se inclinará uno a creer que el niño perezoso es irresponsable, puesto que es víctima de antecedentes fisiológicos, de los cuales nada sabe y que, por otra parte, el niño no ha creado? Y también, yendo más lejos, se dirá: como estos antecedentes fisiológicos que explican la debilidad del querer son con frecuencia patológicos, ¿no habrá de considerarse la impotencia de la voluntad como una alteración de la voluntad y mirar en el perezoso un enfermo que tiene sobre todo necesidad del médico? Los médicos consultados sobre esto no tienen en modo alguno el hábito de declararse incompetentes, bien al contrario, revelan una tendencia completamente profesional a aceptar la teoría patológica de la pereza, puesto que encuentran con gran frecuencia en el organismo de los niños perezosos que se les lleva a examinar debilidades constitucionales o enfermedades caracterizadas de los pulmones, del corazón y sobre todo del estómago y del sistema nervioso. En seguida se hablará también de anemia y de neurastenia.

Siempre hemos tratado en este libro no mostrarnos exclusivistas y de confiar al mayor número posible de colaboradores la gran obra de la educación. Luego nos consideramos muy felices al ver que los médicos son frecuentemente consultados en casos de pereza moral, y hay siempre ocasión de indagar si esta pereza moral no se explica por perturbaciones fisiológicas accesibles a un tratamiento médico; que suceda muchas veces así, es probable; que sea siempre así, es dudoso. De todos modos, no podemos aprobar al médico que por parti pris declare enfermo a todo perezoso, y que, lo que aún es peor, se disponga siempre a demostrar su diagnóstico a priori por una comprobación incomprobable. No queremos que el moralista se obscurezca siempre delante del médico. No creemos útil que al niño perezoso se considere como un enfermo; no admitimos tampoco que el maestro mismo considere el niño como un enfermo cuyas desviaciones se miran con serenidad; sobre todo, no admitiremos nunca que se suprima en los medios escolares la idea tan fecunda y tan justa de la responsabilidad moral. Dejemos aquí las discusiones: la metafísica es una cosa y la enseñanza es otra. Desde el punto de vista metafísico, se tiene el derecho de ser determinista, porque la idea del libre albedrío se confunde con la concepción ininteligible del azar, y porque aquella idea no explica en modo alguno la responsabilidad. Pero en la práctica, y especialmente en la escuela, estoy por que el alumno tenga el sentimiento de que es responsable de sus acciones, de su trabajo, y que cuando resulte castigado por su pereza, es castigado con justicia. En este punto de vista también es donde debe colocarse el maestro, si quiere ejercer una acción eficaz sobre sus alumnos; es contra un responsable solamente donde cabe indignarse; la indignación generosa, cuando está inspirada por el interés mismo del alumno, cuando se mantiene en su justa medida, cuando especialmente está limpia de todo sentimiento de venganza, es una de las más poderosas palancas de la educación.

Pero entonces, se dirá, ¿usted admite que la educación consiste, como la acción de los tribunales, en hacer reinar la justicia entre los niños, y que se propone castigarlos cuando cometen la menor transgresión de una ley justa? Las ideas de responsabilidad moral, de pena y de justicia son, en efecto, ideas que se corresponden. Pero yo no creo que la educación tenga por objeto administrar justicia a los pequeños; basta con que dé satisfacción a nuestro sentimiento de lo justo y que no pugne con él. Hay muchos casos en que los medios educativos se emplean fuera de toda consideración de lo justo y de lo injusto. No puedo citar de ello mejor prueba que el ejemplo siguiente, que es bien trivial. Un niño tiene la mala costumbre de hacer sus necesidades durante el sueño; francamente, y dicho sea entre nosotros, no es el niño el responsable: es su médula espinal; no obstante, si un castigo severo puede resultar eficaz para corregir este hábito, no se vacilará en aplicárselo. Tal castigo nos parecerá legítimo, aunque injusto, porque será infligido por el interés bien entendido del niño.

Este es, en efecto, el fin de la educación, e insistimos sobre ello, porque nos parece que en la práctica tal fin se desconoce con frecuencia. Los maestros algunas veces, y sobre todo los padres, que morigeran y castigan a los niños, parecen colocarse en puntos de vista que nada tienen de educativo. Hay muchos castigos que se les inflige por un puro sontimiento de egoísmo.

Un niño grita y se le pega; un perro ladra fuerte y se le da un puntapié. Esto es una especie de acto reflejo, un medio de defensa, un alivio para el disgusto que se experimenta. De igual modo, si se obliga a un niño a callarse o a permanecer inmóvil, es para proteger su tranquilidad de padres, y sin reflexionar cuán malsana puede resultar la inmovilidad para este pequeño ser. El gran defecto de todos estos medios es que aquel que los emplea permanece en su punto de vista, resultando de ello que el castigo se mide por el estado de cólera de quien se le impone; y entonces el castigo llega a ser una verdadera venganza, porque cuando uno está encolerizado necesita pegar fuerte para sentir algún alivio.

Un segundo móvil, que es algo más disculpable que el precedente, pero que aún no merece el epíteto de educativo, consiste en castigar al niño «para que no lo vuelva a hacer». Esto todavía no merece el nombre de educación; es un sistema de preservación análogo a aquel que ha organizado la sociedad contra los malhechores; en este caso, la sociedad no piensa en el interés del delincuente, sino en su propio interés; la sociedad se defiende.

Para un verdadero educador, una represión no se justifica más que cuando tiene por objeto mejorar el individuo, colocarle en mejor situación, permitirle una adaptación más exacta a su medio. Es para conducirle al dominio personal por lo que se le castiga; es para asegurar su libertad ulterior por lo que se restringe su libertad actual. He aquí la única excusa de la presión que la educación ejerce sobre él.

Después de haber definido el ideal de la educación moral, examinemos el resultado práctico que se propone obtener; este resultado es una modificación de la conducta. La educación moral no consiste solamente en sugerir ideas justas, amplias y humanas; no consiste sólo en hacer brotar, por medio de palabras apropiadas, sentimientos laudables. Ni las ideas ni los sentimientos bastan; es preciso que la acción los siga. Un ser bien educado moralmente resulta aquel que obra de una manera moral. Un ser franco no es aquel que cree en la franqueza, que la encomia y que la aprecia en el fondo de su corazón, sino aquel que la practica. Un profesor de moral, a pesar de toda su ciencia, no es un ser moral mientras que su conducta no lo sea. Es preciso, pues, y éste es el objeto de toda educación, conducir a los niños a obrar de cierta manera, y aun no es esto todo. La acción aislada no basta. La acción sostenida del ejemplo y del consejo tampoco basta. Es necesario que la acción se repita, que se organice, que llegue a ser una manera de obrar, que no exiga esfuerzo alguno, que se realice naturalmente. El resultado no se alcanza hasta tanto que se ha creado el hábito.

Según esto, ¿cómo es posible modificar la conducta de un niño, hacerle abandonar hábitos malos y obligarle a aceptar hábitos buenos? ¿Cómo decidirle a fijar su atención en alguna cosa tan aburrida como un ejercicio de gramática? William James, el psicólogo americano, es uno de aquellos que han comprendido mejor este punto delicado, mostrando que nada se puede construir de nuevo en un alma de niño sin tener en cuenta lo que ya existe en ella. Un niño tiene tendencias, tiene curiosidades, intereses, es sensible a ciertos excitantes. Luego es forzoso sacar partido de estas tendencias, poner en obra los excitantes a los cuales es sensible, a fin de incorporar a todo esto los hábitos de acciones que se le quieren dar. Por consecuencia es preciso, ante todo, conocer al niño.

Pero ¿hasta qué grado hay necesidad de conocerle? ¿Y estamos obligados a hacer un estudio muy atento de su naturaleza para aprender a dirigirle? Esto no es indispensable, y resulta una felicidad que no lo sea; sin ello nunca se hubiera hecho la educación de nadie. Es posible dirigir la educación de un niño, basándose, sobre todo, en tendencias que son comunes a todos los niños, y aun a todos los hombres y hasta a todos los animales. Todos buscamos el placer y huimos del dolor; esta observación tan simple es la base del adiestramiento; con un látigo y algunas zanahorias se hace de un mono lo que se quiere. Reemplacemos estos móviles groseros por móviles más elevados y tendremos lo esencial de una educación moral aplicada a un ser humano.

Toda obra de educación está suspendida de la persona del maestro; la educación vale lo que él vale. La educación supone un inferior y un superior; está hecha de influencia, de ascendiente y, para decirlo todo, de sugestión, de autoridad. Pero ¿de dónde proviene la autoridad? ¿Cuál es su origen?

¿Reside en la persona física? Sí, en parte; una buena presencia, una estatura elevada, una fuerza muscular muy grande, una mirada enérgica constituyen grandes ventajas; los profesores de pequeña talla lo saben a expensas suyas. Hasta el mismo traje tiene importancia. Pero yo creo que todos los dones físicos no reúnen más que un valor prestado; impresionan porque son el signo habitual de una gran energía y de una voluntad fuerte. No sirven casi de nada cuando se observa que faltan las cualidades de carácter. Yo he visto colosos de quien se burlaban sus discípulos.

De los dones intelectuales se puede decir otro tanto: poner la vida en la enseñanza, tener constantemente despierta la atención de los alumnos es hacer la disciplina fácil. Hay más: los maestros que por su inteligencia han adquirido cierta reputación, casi la gloria, poseen muchos títulos a la confianza de sus alumnos; éstos se muestran orgullosos de sus profesores; recuerdo muchos ejemplos de ello. Y, por último, cuanto más inteligencia se posee, mayores medios hay de emplear con finura la autoridad que se adquiere; pero tal autoridad la inteligencia no la crea.

Todo el mundo ha conocido maestros ilustres que resultaban impotentes para conducir una clase. Por la misma razón se encuentran matrimonios donde es el cónyuge más inteligente quien obedece al otro.

Igual observación se puede hacer para la bondad la benevolencia que muestran ciertos maestros hacia sus niños; alaunos saben darles esta impresión tan profunda y tan bella de que se los trata con justicia. Pero las cualidades del corazón resultan todavía, me da pena decirlo, cualidades accesorias; no sirven para nada si no están apoyadas por una autoridad fuerte. De poco le sirve a un maestro ser bueno, si no tiene el poder de hacerse respetar; su dulzura parece debilidad. Y, por otra parte, se encuentran maestros que resultan secos, fríos, indiferentes hasta la malevolencia, pero que saben obrar sobre su rebaño.

La autoridad procede únicamente del carácter. Si se quiere aún otra palabra, pongamos la voluntad. Todavía decimos: fuerza, poder, coordinación. Lo que es necesario a un maestro es una voluntad que no resulte impulsiva, ni débil; una voluntad tranquila que reflexiona, que no se arrebata, que no se contradice, que no amenaza nunca en vano. Los padres sin ascendiente son aquellos que se ocupan poco en la educación de sus hijos, que están siempre prontos a incomodarse, que castigan con exceso, pero borran luego el castigo; que imprimen direcciones contradictorias, primero una orden después una contraorden; que amenazan sobre todo al niño culpable, pero no cumplen su amenaza, y son los primeros en reírse con sus gracias y su salidas. Que semejantes padres no se asombren si les falta autoridad, porque ello obedece a la ausencia de carácter. Si ustedes quieren tener ascendiente, comiencen por educarse a sí mismos, traten ustedes de adquirir un carácter, y el resto vendrá de añadidura.

Los niños son maliciosos; juzgan a un hombre en muy poco tiempo. En vano un maestro trata de simular el carácter que no tiene: yo he conocido varios que gritaban como energúmenos, que golpeaban furiosamente sobre la mesa, haciendo llover castigos sobre la clase; estos maestros nos aturdían durante algún tiempo, pero bien pronto la falsedad simulada de su autoridad era advertida por nosotros. Entonces dejábamos de temerles y nos burlábamos de sus castigos. Yo los compararía a esos médicos que, a pesar del abuso de las recetas, no logran adquirir imperio sobre sus enfermos. Muy distinto de ellos resulta aquel educador que posee un carácter firme; este maestro no levanta la voz, parece que no se ocupa nunca de la disciplina;pero cuando está en clase todo el mundo guarda compostura, y cuando habla, reina el más absoluto silencio. Si la ocasión se presenta, este profesor ríe, bromea; pronto llega a ser amigo de sus discípulos, cuyas quejas escucha, concediéndoles, además, la libertad de discutir con él; nada altera su prestigio. Signo particular: casi no castiga nunca. Nadie habrá dejado de notarlo, la autoridad del maestro se mide por el corto número de castigos que tiene necesidad de imponer para alcanzar una disciplina perfecta59.

Los medios educativos de que disponemos para obrar sobre el organismo del niño son principalmente tres; la mayor parte de las veces suelen combinarse, pero, para la descripción, es forzoso distinguirlos. Estos medios son:

1.º La abstención.

2.º Los medios represivos.

3.º Los medios excitadores.

1.º La abstención es casi una aplicación del principio que se designa en economía política bajo el nombre de dejad pasar, dejad hacer. Se trata aquí de una abstención benevolente y reflexiva, que por supuesto tiene un límite.

Cuando un niño realiza una acción que es mala, sea para él, sea para los otros, se ha aconsejado dejarlo en plena libertad y aguardar que sufra la consecuencia natural de su acción.

Legouvé nos cuenta que un día en que viajaba por ferrocarril con una de sus hijas pequeñas, un vendedor se acercó al vagón a ofrecer fresas. La niña quería comerlas. Legouvé, que desconfiaba del estómago de la chiquilla, le dijo: «Cómelas si quieres, pero no te quejes si te pones mala». La niña no pudo resistir a la tentación, comió las fresas y se puso mala. Esta era la sanción natural de su imprudencia, y una indigestión resulta evidentemente una lección oportuna. De igual modo a un niño que quiera jugar con las tijeras, con un cuchillo o encender una cerilla, se le advertirá del peligro; después se le dejará herirse o quemarse un poco: «eso le enseñará».

El espíritu timorato de los padres franceses, que se han preocupado de la salud de sus hijos más bien que de la educación de su carácter, no practica nunca el abstencionismo, aunque Rousseau lo haya aconsejado.

Los ingleses se inclinan a él de buen grado, y ciertamente Spencer60 expresa una opinión bien británica, cuando enseña que no se deben sustraer los niños a las consecuencias de sus actos. Cuanto más naturales son estas consecuencias, tanto más instructivas resultan. Spencer prefiere las sanciones de la Naturaleza a las sanciones artificiales que nosotros prendemos con alfileres, en cierto modo, a ciertos actos, sometiendo nuestros hijos al castigo. Consecuentemente, si un niño rompe un juguete o rasga su traje, Spencer no es de opinión de que se le prive del postre, puesto que al día siguiente, se le compra otro juguete u otro vestido. Su opinión es que el niño ahorre, por la obligación en que habrá de verse para pagar él mismo otro juguete, y si no llega a reunir dinero, que se pase sin juguete y se ponga el vestido destrozado. Esto no es solamente un método educativo: es una enseñanza filosófica, porque nada da mejor al niño el sentido de la vida, el sentimiento de su responsabilidad y, sobre todo, la noción de que las cosas no son buenas ni malas más que por sus resultados saludables o perjudiciales. El niño se irritará contra castigos artificiales que el capricho de un maestro quiera imponerle y, por consecuencia, detestará al maestro o llegará a ser enemigo de sus padres; pero las sanciones de la existencia las comprende mejor, siente más su lógica imperiosa y todo el mundo se somete a ella de mejor gana.

Hay mucha verdad en este sistema de educación; de hecho, en todos los países, los niños están sometidos a él parcialmente porque, por vigilados y protegidos que resulten por padres timoratos, nunca están sustraídos completamente a las consecuencias de sus errores; una falta de atención produce con frecuencia un paso en falso y una caída. Por otra parte, la mayoría de los niños vive en sociodad con otros niños de igual edad; sus personalidades se encuentran, se chocan, se hieren, aprenden a dominarse y a someterse a la voluntad del mayor número; el niño advierte entonces que sus actos reciben no sólo una sanción natural, sino también una sanción social; esta coeducación resulta todavía una excelente educación; y los niños educados solitariamente reconocen más tarde que esta primera lección de la vida les ha faltado, experimentando mayor trabajo en adaptarse al gran medio social cuando no han hecho el aprendizaje en un colegio.

Admitido esto, nos vemos obligados a añadir que el principio de la abstención no puede constituir un sistema completo de educación. Por de pronto, las consecuencias de él serían demasiado brutales; hay acciones peligrosas que nunca se permitirá ejecutar a un niño. Si se aproxima demasiado a un precipicio, durante una excursión por la montaña, se le tirará del brazo; si entra en nuestro gabinete de fotografía y quiere beber una solución de cianuro de potasio, no se lo permitirá que lo haga, bajo pretexto de que «eso lo enseñaría». Es forzoso, pues, intervenir de vez en cuando para suavizar algunas de las sanciones demasiado rigurosas de la Naturaleza. El conjunto de las otras sanciones ¿resulta suficiente para formar un carácter y, sobre todo, una moralidad? Cabe discutirlo. Los que lo admiten deben suponer implícitamente que la vida puede llegar a ser una escuela de prudencia y de bondad; nosotros creemos mejor que si da lecciones bastante precisas para hacernos utilitarlos, en cambio la bondad y la moralidad dependen de un ideal que las sobrepasa. De todos modos, es indiscutible que cuando se tiene por deber educar un niño, instruirle, o cuando se tiene una clase que regir, resulta radicalmente imposible aguardar que la Naturaleza haya intervenido para mostrar a los niños las consecuencias de sus actos; es necesario intervenir por uno mismo y sin perder tiempo. Yo recuerdo, a propósito de esto, una observación que me han referido; esta observación parece inspirarse en el sistema de Spencer, pero lo está de un modo implacable. Un muchacho había sido puesto en pensión en una escuela regida por frailes; era muy poco religioso y se entretenía no sólo en perturbar la clase, sino en emplear bromas de mal género contra la religión. Los frailes hubiesen debido despedir a tal muchacho; pero decidieron castigarlo de otro modo y de una manera bien despiadada. No se ocuparon de él, no le corrigieron una sola vez, ni le hicieron nunca recitar una lección. A los diez y ocho años, cuando salió del colegio, era de una ignorancia integral. Este fue un castigo terrible, cuyas consecuencias ha sufrido toda su vida.

Lo que es preciso tomar al sistema abstencionista es todo lo que sirve para desarrollar la responsabilidad de los niños. La fórmula no resulta, pues, exactamente la de dejad hacer, sino más bien de reglar las circunstancias de tal manera que el niño experimente con la mayor frecuencia posible las consecuencias de sus actos. Por tanto, aun en la escuela, este espíritu nuevo podría ser introducido; habría necesidad de ablandar las reglas inflexibles, no hacer de los niños simples autómatas, dejarles más espontaneidad y más responsabilidad también; en vez de imponer constantemente cierta cantidad de trabajo y el mismo modo de trabajo a los alumnos, se les dejaría más latitud en ello, porque lo que se exigiría solamente sería el resultado. Así no habría estudio de duración determinada e igual para todos; cada cual resultaría libre de tomar el tiempo que le conviniese. Por una reforma análoga es por lo que no se debería exigir a los empleados un tiempo de presencia, durante el cual permanecerán voluntariamente ociosos, sino una cantidad de trabajo; por las mismas razones, nosotros quisiéramos que el tiempo de servicio militar fuese proporcionado a los resultados de la educación militar. Todas estas reformas no son fáciles de realizar, y en la aplicación de ellas quizá se presentasen muchas dificultades. Pero es preciso ensayarlas, porque desarrollan en grado eminente la iniciativa y la responsabilidad.

Consideremos ya el caso más frecuente, aquel en que el educador está obligado a intervenir con eficacia para modificar la conducta del alumno. El educador va a emplear, hemos dicho, sea procedimientos represivos, sea procedimientos excitadores; ambos son tan pronto físicos, tan pronto morales. Pero hay necesidad de no dejarse engañar con palabras. De igual modo que toda educación es un verdadero sistema de acción moral, todos los procedimientos educativos resultan especialmente procedimientos morales. Aquellos que parecen ser esencialmente físicos, lo son menos de lo que la gente se imagina; lo que tienen de material no vale más que como sugestión, como simulacro, y su acción depende de las ideas que despiertan, del valor que se les atribuye. Un golpe, por ejemplo, dado a un perro o a un niño puede ser eficaz; pero lo es menos como dolor físico que como sugestión de un más allá vago, misterioso, amenazador; y lo que lo prueba bien es que se puede, riendo en el calor del juego, dar fuertes manotazos a un niño o a un perro, y ambos los reciben con agrado, porque estos manotazos no tienen en modo alguno el valor de castigos. Así también las recompensas no son tan eficaces por las sensaciones agradables que procuran, como por la alegría que sigue al premio. Invoco el testimonio de aquellos que han sido recompensados, niños, por alguna golosina o la aparición de un «plato supletorio»; lo que constituía el precio de tales recompensas no era la breve sensación gustativa, tan corta y tan débil, que han experimentado, sino la espera, la sorpresa, la manera de verificarse el regalo y todas las emociones que la acompañan. Luego es útil, me parece a mí, desarrollar especialmente los medios de acción moral de que disponemos; éstos son los más ricos, los más variados, los más eficaces; los medios físicos no deben ser, en mi opinión, más que cebos, simulacros, símbolos.

2.º Los medios represivos.- Estos consisten especialmente en producir en el alumno una impresión desagradable, penosa, deprimente, dolorosa; esta impresión, estando agregada, asociada a otras acciones, aparta al alumno de ellas, impidiéndole obrar; si esta impresión va asociada, por el contrario, a ciertas abstenciones, lo incitan a obrar; pero la depresión es siempre una influencia que hay que evitar porque resulta una gran causa de pérdida de energía para el organismo; y consecuentemente, si no se puede suprimir por completo los medios represivos, es preciso al menos pensar que tales medios constituyen el último recurso y que hay que economizarlos.

Yo no soy partidario del verdadero y completo castigo corporal; no está ya en nuestras costumbres y hiere nuestra sensibilidad. Sin embargo, reconozco que el choque, la sorpresa, producidos por una violencia, o hasta por un simulacro de violencia son algunas veces del mejor efecto. Se me refirió que en cierto colegio se encontraba un niño muy irritable, que de vez en cuando se encolerizaba horrorosamente; una sola persona había adquirido sobre él bastante autoridad para calmarle. Un día, el acceso se declaró mientras estaba ausente esta persona. Un profesor de inglés, que pasaba por allí, sin vacilar, agarró al niño, lo desnudó, le llevó bajo la bomba y le hizo recibir durante unos momentos un chorro de agua fría. Esta pequeña demostración hidráulica tuvo un éxito completo; el niño se corrigió en absoluto; desde esta época, jamás experimentó un acceso de cólera tan violento. Otra observación, y ésta procede de uno de los miembros más eminentes de la enseñanza. Cuando el ilustre catedrático era profesor de liceo, tenía un alumno que adoptaba continuamente con él una actitud sarcástica. Cierto día, en plena clase, el profesor se impacientó, y escalando las gradas se abalanza hacia el alumno, agarrándole cuerpo a cuerpo y sacudiéndole fuertemente. Ante esta manifestación de energía, el alumno permaneció asombrado. Ello no era más que un choque, una sorpresa, no un castigo corporal. Pues bien, desde este día se verifica un cambio completo: el alumno cambia de actitud; se vuelve razonable, sometido, trabajador. En la actualidad es un ingeniero distinguido; recuerda todavía la lección bienhechora que recibió y se muestra reconocido por ella.

El mismo efecto deprimente puede ser obtenido no tomando del procedimiento más que su efecto moral. Una reprimenda hecha con voz severa y solemne, en público, delante de numerosos testigos, humilla profundamente a ciertos niños de mucho amor propio; en una escuela, esta admonición es de uso todos los sábados; los niños llaman a esto «pasar a la parada». También es bueno exigir de los delincuentes que ofrezcan excusas o un esfuerzo para reparar el mal cometido. Pero entiéndase bien que la censura delante de testigos no debe hacerse sin estar seguro de la aquiescencia de éstos, porque en el caso contrario, todo efecto resulta perdido. Un padre tiene poca acción si riñe a su hijo delante de una madre que por sistema da la razón al niño y le sostiene contra el padre.

Hay muchos niños a quienes es preferible tratar después de haberles aislado. Todo el mundo sabe cuál enorme influencia se ejerce sobre un niño llamándole al despacho del director, sobre todo si se le hace aguardar, y si éste le habla después con gravedad, con un tono severo y a solas. El niño está entonces como desarmado, inquieto de lo que se va a hacer con él; su corazón late con fuerza y se encuentra en estado de menor resistencia; éste es el momento de obrar sobre el niño. Especialmente éste es el momento de obtener confidencias o confesiones, interrogándole con habilidad y mezclando para ello la forma afirmativa o la interrogativa; hay en esto todo un arte para provocar las confesiones. Pero no se debe abusar de tal sistema, porque la confesión resulta una práctica peligrosa; la confesión ablanda e impulsa al niño a reconocer faltas que conviene dejar en el olvido, y algunas veces produce a ciertos seres un placer dañoso, el placer de la degustación imaginativa. Otro medio excelente de proceder consiste en invocar los buenos sentimientos de los niños hasta llegar a enternecerlos. Un director de escuela me decía que, habiendo tenido que dirigir la educación de muchachas que hacia los trece o los catorce años se volvían rudas y malas, las moralizaba hablándoles largamente de la pena que causaban a sus padres; algunas de ellas permanecían indiferentes; pero si conseguía hacerles llorar, el pleito estaba ganado.

Estos pocos medios morales, en los cuales se deja margen a la iniciativa personal, me parecen infinitamente preferibles a todo el sistema de los malos puntos, de la prolongación de las horas de clase y de la copia repetida de temas, que ciertos maestros distribuyen con tanto discernimiento como las máquinas automáticas. Hay sin duda casos en que los castigos escolares son indispensables; pues que por lo menos se impongan con discernimiento: que no se castigue igualmente a todos los alumnos, porque poco castigo basta a algunos de ellos, y además un alumno demasiado castigado adquiere el hábito y se endurece. Que se emplee sobre todo, yo lo recomiendo, el excelente sistema que permite al alumno reparar su falta. En cuanto se lo castigue, se le advierte que su castigo está inscrito, y debe saber que si desde entonces hasta el fin de clase procede de una manera ejemplar, redime su falta y su castigo será levantado. Yo he visto este sistema empleado en muchas escuelas, y lo creo excelente. Este ya no es un medio depresivo, es un medio excitador.

3.º Los medios excitadores.- Los medios educativos que llamamos excitantes son aquellos que obran de una manera favorable sobre la actividad física, intelectual y moral, que la aumentan y que al mismo tiempo producen un sistema agradable de bienestar, de satisfacción. Por razones a priori debemos preferir esta manera de proceder, y hasta lamentamos que no se la pueda emplear exclusivamente; sólo esta manera excita la actividad, el buen humor y la simpatía hacia el maestro, y resulta conforme con el espíritu de toda educación, que debe consistir en fomentar la acción, produciendo en ella un estímulo alegre.

Los mejores medios excitadores son los más directos, aquellos que forman parte de la acción misma que se desea hacer ejecutar al niño. Si yo pretendo que un joven escolar realice cierto deber, trataré ante todo de interesarle en él; mi primer cuidado será captar su atención, pues sabiendo aquello que él prefiere, podré aprovechar lo que los americanos llaman «centro de interés»; comenzaré por una observación saliente o aprovecharé alguna cuestión de actualidad que yo sé que el niño conoce: una guerra, un accidente, una ceromonia cualquiera, o bien expresaré por mí mismo todo el interés que pongo en este trabajo, toda la importancia que le concedo; provocaré el estímulo moral, discutiré con el alumno sus ideas, y si encierran el menor valor, subrayaré este valor con tono discreto. En otros casos utilizaré un poco el espíritu de contradicción para afirmar su interés. Procuraré mostrarme optimista, porque la alabanza es la principal palanca de la educación.

Hace ya largo tiempo que pongo en práctica estas ideas en las personas cuya educación me ha sido confiada. Demasiado saben ellas con cuál ardor me dedicaba a seguir sus esfuerzos, a provocarlos, a mantenerlos. Aun en la actualidad, en que mis antiguos alumnos han llegado a ser adultos, parece que tomo parte en todo lo que emprenden; de tal modo me interesa su suerte en el fondo. Este interés no tiene nada de facticio; quizá lo fuera en los comienzos, pero después, poco a poco, me fui apasionando por mis ideas. He puesto verdaderamente todo el corazón en tal tarea, y si obtuve alguna potencia de acción, fue al precio de mi entusiasmo.

Los medios excitadores de que disponemos no son todos tan directos; pueden tener, como los medios represivos, un valor de préstamo; pueden estar sólo prendidos con alfileres. Los dividiremos en tres grupos: las recompensas, los elogios y las misiones de confianza.

Las recompensas consisten especialmente en los regalos y los favores que los padres pueden dispensar a sus hijos: dinero, juguetes, golosinas, funciones de teatro, paseos, viajes y así sucesivamente. Resultan estos medios demasiado costosos para que puedan emplearse en la escuela; y el maestro, en asunto de regalos y de ventajas materiales, se vería obligado a restringirse a los obsequios más modestos, como libros de estampas o mangos de pluma; esto no lleva muy lejos. Una lectura divertida, hecha por el maestro al finalizar la clase, resulta también de un excelente efecto. Pero las verdaderas recompensas escolares son las buenas notas, los lugares en composición, los premios; solamente que este efecto es debido, sobre todo, al valor que se concede ostensiblemente a tales ventajas; éstos son valores de estima. Las medallas que en las bajas clases de las escuelas se distribuye a los niños prudentes entran en esta categoría; tienen sus detractores. Yo he visto pedagogos condecorados que se indignaban contra las cruces otorgadas a los niños de las escuelas; sin duda creían posible formar niños más prudentes y más desinteresados que los adultos. En nuestra opinión, no se debe eliminar ningún medio educativo cuando produce efectos útiles.

Se ha reprochado a las recompensas el hecho de suponer una comparación entre camaradas; aquel que es recompensado o que alcanza el primer puesto en composición no debe su victoria más que a una humillación de sus rivales. Se dice de este sistema que adula los sentimientos egoístas y vanidosos y no inclina a la bondad, al amor del prójimo. Además, en la práctica, el inconveniente está en que son casi siempre los mismos escolares quienes llegan a los buenos puestos y a los premios; los otros alumnos se desaniman, y tienen razón al desanimarse, porque no resultan recompensados por sus esfuerzos. Se ha propuesto no abusar de la comparación entre alumnos diferentes, y no fomentar demasiado la rivalidad, por más que resulte un móvil bien poderoso; es preferible comparar el alumno a sí propio, a su pasado, y tener en cuenta sobre todo la manera como evoluciona y como adelanta. Esta es la idea emitida por nuestro colega y amigo M. Boitel, el director de la escuela Turgot: quiere este maestro que cada alumno dibuje por sí mismo la curva de su trabajo según sus notas de la quincena, porque la ascensión o descenso de la curva encierran más elocuencia que las diferencias aritméticas de las notas. Un padre de familia cuyo hijo estaba sometido a tal sistema me decía: «Cuando mi hijo vuelve de la escuela el sábado, me basta con ver su semblante para decirle: Está bien, ya veo que tu curva aumenta».

Por más que este método de los gráficos individuales no haya sido todavía científicamente comprobado -en pedagogía no se comprueba nada, es costumbre,- merece ser ensayado. Solamente que no hay que ser educadores de espíritu exclusivista, porque con ello nos privaríamos de un gran número de recursos. La emulación es una fuerza, un excitante extraordinario para ciertas naturalezas a quienes devora la ambición. Un maestro inteligente sabrá siempre sacar partido de esta fuerza.

Después de las recompensas, que son como el pago del trabajo y de la buena conducta, citemos el efecto moral producido por la aprobación del maestro. Hay una aprobación tácita del educador que encierra una acción muy grande. Los alumnos bien dotados y jóvenes aún trabajan sobre todo para agradar a su maestro, y ésta es una razón para que el educador no sea con frecuencia reemplazado por otro; un sentimiento vago y general de contentamiento, una breve sonrisa bastan para estimular el celo; y éstos son, creo yo, los móviles de afección que obran la mayor parte de las veces para hacer trabajar a los alumnos; que se añada a ellos la influencia del hábito sobre el trabajo, la influencia de la tradición y de la rutina, y como a la sordina la acción preventiva de ciertos castigos siempre posibles, y esto basta; no es necesario más.

Pero algunas veces es bueno que la aprobación vaga se acentúe, se convierta en elogio, en un cumplimiento, en un testimonio de satisfacción. También aquí es preciso formular ciertas reservas; hay precisión de que el elogio sea discreto y breve, es necesario que sea merecido, que sea proporcionado al trabajo hecho, y que su justicia sea sentida y aprobada por toda la clase; es forzoso que no sea repetido con frecuencia, y que resulte más bien un estimulante para el porvenir que la comprobación de un progreso adquirido. Si es bueno sostener al alumno, demostrar que se está satisfecho de él, que se cuenta con la seguridad de su progreso, en cambio, no olvidemos que el elogio repetido con abuso excita en el niño un sentimiento de amor propio que puede degenerar fácilmente en vanidad.

Y los malos alumnos, se dirá, ¿cómo es posible hacerles aprovechar una acción estimuladora? El maestro resultaría desarmado si tuviese necesidad de aguardar a que sus malos alumnos hubiesen merecido recompensas para dárselas; y castigar siempre nada vale. Por fortuna se puede recurrir a otro método, que en opinión nuestra es infinitamente preferible a todo lo que hemos descrito hasta aquí; este método es la misión de confianza. Método activo por excelencia: el alumno es excitado a obrar de cierta manera; sabe que se tiene confianza en él; se le realza en su propia estima. Por eso el maestro que se ve obligado a abandonar la clase durante diez minutos, hace que la regente un mal alumno, diciéndole: «Vas a indicarme aquel de tus camaradas que guarde más compostura». Es casi seguro que el alumno, orgulloso con la misión que acaba de confiársele, no cometerá ninguna sinrazón. Menos aún: basta con confiarle la distribución de los lápices y de los cuadernos para producirle un gran placer, especialmente si se ha sabido atribuir importancia a tal función. Se ha logrado sacar partido de las peores cabezas dándoles el encargo de proteger a los alumnos más jóvenes. Una verdadera bestia se dulcificó cuidando a una pequeña impedida; el sentimiento de protección, penetrando en ciertos corazones, opera milagros. Yo mismo he visto en una clase de anormales, una muchacha atrasada a quien se había encargado de dar lecciones a otra niña, más joven y más atrasada que ella; esta muchacha desempeñaba concienzudamente su misión, aprendiendo a leer correctamente gracias a su investidura de maestra. De igual modo todavía, en otro orden de ideas, se debe confiar a una muchacha gastadora las llaves de la caja, con responsabilidad de su gestión, y se verá que se vuelve económica. Este método, haciendo obrar al niño de cierta manera, crea en él hábitos que, a fuerza de repetirse, tienen probabilidades de llegar a ser permanentes y de constituir parte integrante de su naturaleza.

En las páginas precedentes no hemos tratado de hacer ninguna distinción entre los niños que el maestro se propone educar. Hemos formulado, para simplificar, la suposición implícita de que todos los niños están cortados sobre el mismo modelo. Muchos educadores se conducen como si tomasen este error por una verdad, porque emplean un sistema de castigos y de recompensas, que aplican sin distinción; luego no saben cuál es el efecto íntimo de los medios educativos que adoptan; no hacen más que mantener un buen orden superficial, como si estuvieran simplemente encargados de una misión de policía. Muchos padres se conducen de igual manera. Ya dijimos, y lo repetimos de nuevo, que una educación no resulta legítima a no ser que esté inspirada por el interés del niño, a no ser que el niño la aproveche y, por consecuencia, para saberlo es preciso transportarse al alma del niño, imaginar lo que piensa y lo que siente. Es necesario, pues, buscar la manera de estudiar su psicología.

De esta necesidad citaré solamente dos o tres ejemplos. Hemos hablado precedentemente de los medios represivos, que comprenden como tipos principales el castigo y la vergüenza. Ningún maestro puede prescindir de ellos; en rigor es posible no castigar nunca, pero no dejar de avergonzar, de amenazar, de intimidar. Sin embargo, el éxito de estos medios represivos depende evidentemente de la resistencia que les opone el niño; es indispensable conocer esta resistencia y tenerla en cuenta, porque hay dos maneras de faltar al objeto. La una consiste en castigar demasiado a un ser débil, produciendo en él una depresión harto considerable. Agobiado por los castigos, aterrorizado por un exceso de severidad, el niño se vuelve tímido, medroso, reservado, triste; pierde toda confianza en sí mismo y pierde también esta hermosa alegría de vivir que constituye el encanto de la infancia. Nada resulta tan doloroso como mirar una fisonomía de niño abatido.

El otro error, de sentido opuesto, consiste en emplear un medio depresivo que no sea bastante poderoso, dada la resistencia para la lucha del sujeto con quien hay que habérselas. En los asilos, cuando un alienado a quien se ha querido calmar por la celda sale del encierro en un estado de excitación, ello es prueba de que no se le ha tenido encerrado bastante tiempo. Pero no es posible dejarle indefinidamente en la celda; consecuentemente, antes de ordenar esta medida, el médico se pregunta si podrá producir el efecto apetecido. De igual modo, todo medio represivo fracasa si deja al niño en estado de insubordinación.

Últimamente, cierto individuo me contaba la historia de un chicuelo, de cinco a seis años, que no quería comer alimentos sólidos. Todos los días, a la hora de la comida, encontraba al lado de su plato unas disciplinas; el niño, que no desconocía lo que aquello significaba, se volvía tranquilamente a su padre diciéndole: «No quiero comer; prefiero mejor que me azoten». Esta palabra demuestra que los medios coercitivos habían fracasado, y que los padres debían buscar otro remedio. La derrota era tanto más enojosa cuanto que aminoraba su autoridad; luego no existe compensación ninguna en apelar a medios cuyo mayor defecto consiste en excitar en los niños sentimientos de rencor y de malevolencia, lo que es verdaderamente lamentable, porque la educación debe ser obra de bondad.

El carácter intelectual y moral de los niños constituye también una preciosa indicación. Quienes los conocen bien, saben hasta qué punto es preciso variar los procedimientos para llegar a un resultado cualquiera. A los pequeños se les puede mandar; pero es necesario razonar más con los mayores y tratar de convencerlos. Yo me acuerdo de dos niños cuyo carácter era tan diferente que, si se les hubiese tratado de la misma manera, nada se habría obtenido ni del uno ni del otro. Uno de ellos era a la vez muy sensible de corazón y muy independiente de carácter. Había necesidad de emplear con él simultáneamente el sentimiento y el razonamiento; se conmovía con ciertas palabras y sobre todo llegaba a convencerse con las explicaciones que se le daban, cuya justicia reconocía; pero una orden seca lo insurreccionaba. El otro, que tenía igual edad, se mostraba diferente en absoluto. Cierto que no era insensible a los argumentos emocionales, puesto que le conmovían profundamente pero constituía una verdadera imprudencia ponerse a razonar con él, porque negaba lo evidente, no confesándose nunca vencido, empleando en la discusión todo su amor propio; el mejor medio para dirigirle consistía en emplear la orden imperativa y sin réplica. Se puede ser, en teoría, adversario del argumento de autoridad; pero, de hecho, existen casos en que se impone este método.

Estoy persuadido de que si se conociese exactamente los diferentes tipos de carácter que existen, se llegaría bastante pronto a clasificar cada niño y a resolver cuál es la educación moral que conviene a su categoría. En vez de andar a tientas y de cometer tantos errores, se procedería a golpe seguro. La principal dificultad procede siempre de los apáticos y de los viciosos. Pero ¿existen apáticos completos, niños insensibles a todos los excitantes y sin ninguna tendencia nativa de la cual se podría sacar provecho? Si tales niños existen, deben constituir una minoría insignificante. Cuanto a los niños viciosos, amorales, a los criminales futuros, a esos que constituyen el espanto de los educadores, supongo que por su psicología no difieren tan profundamente como por su conducta de los demás niños que consideramos normales. Resultan sin duda poco altruistas, poco inclinados a la ternura y a la piedad; les falta con frecuencia hasta esa sensiblería que puede suplir la sensibilidad; recordamos con cuál frialdad escuchan los criminales los lamentos desgarradores de sus víctimas, con cuál indiferencia y algunas veces con cuál embriaguez esos brutos han hecho correr la sangre, aun en situaciones atroces. Pero en estos seres, hasta en los más endurecidos, se encuentran todavía sentimientos rudimentarios que, si hubiesen sido convenientemente cultivados, habrían podido protegerles contra su caída. Casi todos tienen vanidad, una vanidad ridícula y enorme, que se ha desarrollado sobre su fondo de egoísmo. Ved cuál precio conceden esos miserables a la opinión pública, cómo buscan la publicidad de la audiencia, cómo se enorgullecen de ver su nombre impreso en los periódicos. Quizá sin advertir el error, se permite verdaderamente a su vanidad producir los efectos más perniciosos; es su vanidad quien, con la complicidad de la prensa y de la opinión, se transforma en excitante del crimen, cuando mejor orientada quizá debería resultar una profilaxia. Notemos aún cuáles son las relaciones que mantienen con sus cómplices, con aquellos que forman parte de las mismas bandas; la manera como se jactan de su destreza y de su valor, el modo como los camaradas los empujan algunas veces al crimen, diciéndoles, si vacilan: «¿Tienes miedo? ¿Acaso no eres un hombre?». Notemos aún que con frecuencia sostienen una palabra, que no denuncian a un cómplice, que tienen honor a su manera, y que hasta se les ha visto realizar actos de generosidad, por jactancia. Es, por tanto, el amor propio quien les inspira casi constantemente, y si la palabra no parece demasiado fuerte, diremos que estos seres, que pasan por amorales o inmorales, poseen cierta moral; moral muy rara, únicamente egoísta, pero al fin una moral de que podría sacar partido un educador experto, tengo la convicción profunda de ello.

Con naturalezas de tal índole no son los medios represivos, castigos o reprimendas, quienes triunfan, sino los medios excitadores, el elogio, y sobre todo «la misión de confianza». No digo más sobre este punto, pero se adivina el comentario. Es forzoso transformar poco a poco la vanidad en orgullo y sacar de él el respeto de la personalidad.

No hay precisión sólo de tener en cuenta el carácter propio del niño para educarle; hay necesidad aun de no olvidar que tal niño no está aislado, que reside en clase y que la clase forma una sociedad, que tiene muchos de los caracteres de nuestra sociedad de adultos, muchos de sus defectos, sobre todo la confusión de los movimientos, el desorden, la nerviosidad, el sentimiento de su irresponsabilidad y de su fuerza y todo aquello que resulta peligroso en el individuo. Al carácter del niño viene a sumarse la influencia de la multitud. Esto complica el trabajo del maestro, quien no debe olvidar, en efecto, que la sociedad infantil es una unión que se realiza contra él; la prueba está en que los niños detestan la delación; la delación es el gran crimen sociológico del colegio. El maestro debe aplicarse a contener, a dirigir la fuerza de este agrupamiento, con tanta mayor actividad cuanto más numerosos sean los alumnos, porque precisa más autoridad para regir cuarenta discípulos que diez. El maestro recordará la frase de Richelieu: «dividir para reinar»; separará, pues, los rebeldes; impedirá sobre todo que los indisciplinados corrompan a los dóciles; distribuirá los sitios de manera que los activos se encuentren al lado de los indolentes; se esforzará en formar un núcleo de buenos alumnos representantes de una tradición de trabajo y de disciplina, y pensará siempre que el ejemplo y la emulación constituyen grandes fuerzas, procurando tenerlas constantemente a su favor.

Se ha tenido la idea, en ciertas escuelas de París, de dividir las clases en subgrupos, compuestos de diez a quince alumnos; estas secciones recibieron los nombres de grandes hombres: Turgot, Pasteur, Víctor Hugo; los maestros se esfuerzan en dar, a estas secciones una personalidad empleando para ello diversas maneras. En primer término han procurado excitar la rivalidad entre dos grupos, concediendo recompensas colectivas a cada uno de ellos, todas las veces que alguno de los dos obtiene una media de notas que resulta superior a la media del rival. Cuando se siente bien tal espíritu de solidaridad, se ve a los niños más trabajadores del grupo vigilar a los perezosos y hasta reprocharles por hacer perder puntos a la pequeña sociedad. ¿No resulta ingenioso y muy interesante ver a un escolar emplear con uno de sus camaradas el lenguaje siguiente: «¿Acaso no puedes trabajar más?». El solo inconveniente de estos agrupamientos es su carácter artificial; no reposan sobre un interés positivo, sino sobre una convención; cierto es que con niños cabe dar a una convención mucho valor moral.

Una cuestión final viene al espíritu. Al recorrer todas estas descripciones de medios que están a nuestra disposición para forjar las almas, se observa que estos medios son bien mezquinos, y uno se pregunta con inquietud si es posible hacer salir de ellos una verdadera, una elevada y profunda lección de moral. Esta inquietud la sienten sobre todo aquellos que han sido educados en el respeto de la moral religiosa, porque no comprenden que una moral laica pueda enseñarse, pareciéndoles desprovista de fundamento, de justificación racional y especialmente de sanción. Es indudable que para un espíritu sencillo, el mandamiento de Dios basta para todo y responde a todo. Pero desde el momento en que la enseñanza oficial ha llegado a ser neutra y no arranca ningún argumento a las religiones, ¿cómo se va a enseñar por profesores laicos la moral a los niños? Toda moral se resume en un sistema de sacrificios que se reclaman a nuestro egoísmo. ¿Por cuál argumento se podrá convencer a los niños de la legitimidad de este sacrificio si no se les habla ni de divinidad, ni de vida futura por consecuencia, si se ve uno obligado a prescindir de estos argumentos tradicionales, que resultan tan vigorosos, tan impresionantes, aunque en el fondo sean puramente egoístas y consecuentemente poco morales?

Yo no puedo, por falta de espacio, exponer la cuestión en toda su amplitud; quiero solamente mostrar que una educación moral es posible en principio sin el socorro de una disciplina religiosa.

Las objeciones que se dirigen a la enseñanza laica suponen que la educación se hace por la fuerza del razonamiento y de las ideas. He aquí el ideal con el cual se sueña mucho en la actualidad. Se ha llegado a él indirectamente por reacción contra la enseñanza religiosa, acusada de sojuzgar las almas; se habla constantemente en la actualidad en los periódicos pedagógicos de los derechos que posee la conciencia del niño; se declara que es preciso respetar su razón, no violentar su juicio. Se tiene, sobre todo, la convicción de que se traspasa los derechos del educador cuando se forma en el niño un estado de creencia del cual ya no podrá librarse cuando llegue a la edad de ser hombre. Sin duda estos escrúpulos son muy atendibles, porque muestran que se comprende en la actualidad que la infancia recibe fácilmente huellas indelebles y que el maestro no debe abusar de su poder. Yo me acuerdo a propósito de esto que un padre de familia, que no era ciertamente un creyente, me decía en cierta ocasión hablándome de su hijo, niño de seis años: «Voy a enviarle a un colegio de sacerdotes; de esta manera tendrá sentimientos religiosos que durarán toda su vida». Hay alguna cosa de chocante en este ataque a una personalidad que aún no puede defenderse. Pero no caigamos de un exceso en otro exceso o, mejor, no confundamos los métodos de educación con el fin de la educación. El fin es el de hacer hombres libres, pero el método no puede consistir en tratar a un niño como un hombre libre, ni en invocar su razón cuando aún está en la edad en que no tiene razón. Lo hemos repetido como un leit-motiv en todo este libro: la educación consiste en provocar acciones útiles, hábitos, y consecuentemente en hacer funcionar todas nuestras facultades, la del juicio lo mismo que las demás. La moralidad del niño no se crea con ideas, no resulta de los argumentos que se le dirigen, y las exposiciones de las razones no sirven más que para aclarar, dirigir, fortificar, justificar, racionalizar una tendencia moral cuando ya está formada. Esta tendencia moral es en los niños el resultado de dos móviles principales: por de pronto el respeto que ellos tienen por sus padres y sus maestros constituye el elemento de autoridad, es la idea de obligación, la que resulta necesaria a todo sistema de moral para que sea eficaz, y después los sentimientos de altruismo, la bondad, la caridad, la simpatía, la afección, el desinterés, todos estos móviles cálidos y tiernos que conducen al don de sí y que dan a la moralidad un corazón.

Quiero, al terminar este capítulo, exponer en algunas palabras un experimento de educación moral que acaba de ser hecho en las escuelas primarias de París. Más que de un experimento se trata de ejercicios prácticos de moral. Creo nueva la tentativa, y como ya ha alcanzado un éxito muy halagüeño, pienso que conviene darla a conocer, a fin de que otros la repitan para el mayor bien de los niños. Vamos a hablar una vez más de las clases de anormales, porque fue a propósito de la organización de estas clases como ha sido imaginada esta tentativa. Todo el honor de ella corresponde a mi amigo el inspector M: Belot.

Acabábamos de obtener la autorización para crear en una escuela primaria de París una clase de ensayo para niñas anormales. De esto hace ya cerca de cuatro años. Nos encontrábamos un poco indecisos, casi inquietos; se nos había confiado una misión importante y no queríamos comprometer tan hermosa causa. Los adversarios de las clases de anormales -porque siempre hay adversarios de la novedad- pretendían que era peligroso reunir en una misma escuela niños normales y anormales. Estos últimos, decían nuestros impugnadores, resultaban niños viciosos que iban a corromper al elemento sano. O bien, añadían, que no tardaría en estallar la guerra entre ellos; los normales se burlarían de sus camaradas, poniéndolos en ridículo; los padres se mezclarían en tales querellas, y la escuela sería bien pronto considerada como una escuela de locos, no tardando en desacreditarse. Había necesidad, repetían de todos lados, de establecer entre estas dos poblaciones de alumnos una separación aboluta, organizar recreos en sitios diferentes, poner las entradas y salidas en la escuela en horas distintas; tanto hubiera valido reclamar establecimientos separados. Nosotros estábamos tan impresionados por estos temores, que elegimos para nuestro ensayo una escuela que poseía dos puertas de entrada; decidimos que una de estas puertas sería reservada para las pequeñas anormales. Pero bien pronto se renunció a ello, y de hecho la puerta de entrada especial nunca ha servido. Lo que a primera vista parecía un peligro constituía en realidad una ventaja. Hoy día, por influencia de M. Belot, se han establecido relaciones estrechas entre la clase de las pequeñas anormales y la población de la escuela, y nosotros hemos advertido que estas relaciones no sirven solamente a las pequeñas anormales, sino especialmente a las muchachas mayores anormales, que encuentran allí una ocasión maravillosa de aprender, practicándolas, la solidaridad y la abnegación; es una de las mejores aplicaciones para el curso de moral que se les da en la escuela. Las comidas de cantina, los recreos, las lecciones de gimnasia, de trabajo manual, de arte doméstico, se adquieren en común, es decir, al propio tiempo, en los mismos patios y talleres o en las mismas clases. Este contacto incesante permite a los pequeños anormales vivir con niños mejor educados, mejor vestidos, que les sirven de ejemplo y a quienes imitan en sus maneras y en su lenguaje.

Hay más: las clases superiores facilitan alumnas que llegan a ser las madrecitas de las alumnas anormales. Nos hemos preocupado, con M. Belot, de dar una forma material, administrativa, a esta cooperación, porque todo debe ser reglado en una escuela. No es forzoso que los sentimientos de los niños se manifiesten solamente en las fiestas, en los juegos, en las diversiones en común o durante las visitas oficiales. No hay necesidad tampoco que la asistencia de los grandes para los pequeños se traduzca demasiado frecuentemente por regalos de vestidos o de dinero, porque una vez emprendida esta vía se puede ir demasiado lejos, quitar toda espontaneidad a los normales, imponiéndoles una especie de contribución para los pobres, como se ha hecho en Inglaterra; y por otra parte, los anormales, demasiado atendidos, demasiado mimados, acabarían por creer que estos cuidados y estos regalos les son debidos. Después de muchos tanteos, hemos pensado M. Belot y yo que, sin proscribir las fiestas, las tómbolas, los bailes, las reuniones amistosas, que resultan malas si constituyen lo esencial y son buenas si constituyen la excepción, era necesario que las relaciones de estos niños tuviesen un objeto preciso de instrucción y de educación. Por eso, según nuestro nuevo reglamento, el curso de la costura facilita cada día una pasante que permanece casi todo el día en la clase de anormales, ayuda a las jóvenes, a las menos hábiles a realizar su deber; la misma pasante no volverá a esta clase a no ser un mes después. Todavía hay más: dos veces por semana, entre las cuatro y las cuatro y media, las madrecitas vienen a dar a sus pupilas repeticiones individuales; una de las repeticiones tiene como objeto la instrucción, las otras son lecciones de cosas, explicaciones, consejos. Cada madrecita está de servicio durante una quincena; acabada ésta, redacta un informe de dos o tres páginas sobre todo lo que ha observado en su pupila. La quincena siguiente se la reemplaza por otra muchacha de cierta edad, otra madrecita, a fin de que el celo, vivo pero corto, de estas institutrices, todavía muy jóvenes, no tenga tiempo de agotarse. Todas estas tareas no resultan posibles más que con la colaboración muy atenta de la dirección de la escuela; es preciso poner en ello una voluntad inteligente, un gran deseo de realizar el bien y una vigilancia de todos los instantes. Lo que ha triunfado en una escuela puede triunfar en otras. Yo no he dicho cuán curioso me ha parecido el espectáculo de estas pequeñas anormales, tan alegres cuando llegan las madrecitas, al sonar las cuatro; hay necesidad de haber visto las manifestaciones ruidosas de las pupilas, el aspecto razonable y serio de las mayores; yo no he hablado tampoco de las cartas que se cambian, de estos informes quincenales, donde se encuentra siempre la mejor voluntad, donde se descubre el gran interés que los padres de las normales han tomado por esta obra de educación, los servicios que nos han dispensado para buscar plazas a nuestras pequeñas anormales que ya dejaron la escuela. Todos aquellos que han visto estas cosas, que han penetrado en el detalle, se sintieron profundamente conmovidos; se nos ha dicho, se nos ha repetido en todos los tonos, que había necesidad de hacer tentativas análogas en todas partes, en todas las escuelas ordinarias, para beneficio de los niños normales. En todas partes los grandes deberían aprender a ocuparse de los pequeños. Se habla mucho hoy de enseñar la solidaridad. Enseñarla por lecciones está bien: enseñarla practicándola vale aún más.






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Capítulo IX

Dos palabras de conclusión


Anuncié al comenzar este libro que me proponía examinar si la introducción en pedagogía de indagaciones que son no solamente experimentales, sino rigurosamente científicas, constituiría un beneficio para la pedagogía; si los métodos de enseñanza llegarían a ser mejores, si el arte de conocer las aptitudes de los niños sería perfeccionado.

No estamos ahora en el dominio de la ciencia pura, sino entre los hechos de la vida real; las escuelas existen, están pobladas de niños; las escuelas constituyen todo un organismo que funciona hace ya centenares de años; hay en torno de ellas funcionarios, una jerarquía, posiciones adquiridas, tradiciones, intereses personales y hasta principios casi dogmáticos. Todo este conjunto tiene tendencias a durar, a resistir luchando contra todos los cambios, aun cuando tales cambios resultasen progresivos. Las indagaciones de pedagogía experimental que se prosiguen actualmente deben ser, pues, consideradas, no sólo en sí mismas, sino relativamente a las instituciones que pretenden modificar.

La antigua pedagogía, o para hablar con mayor exactitud, la pedagogía que aún domina en la actualidad la enseñanza, ha tenido un origen empírico sobre todo. Enseñando fue como los maestros hicieron observaciones útiles; después estas observaciones llegaron a ser olvidadas en su mayor parte; olvidadas, repito, porque sólo restan de ellas reglas de conducta, usos, hábitos. Así es como han nacido los métodos y fueron compuestos los programas, siempre con un gran respeto por la tradición. Lo mejor que cabe decir de tales prácticas es que se han formado para resolver cuestiones reales, que siempre estuvieron en contacto con la existencia real, y que, en suma, han hecho grandes servicios; yo las compararía a una vieja calesa, que rechina y que avanza lentamente, pero que, en resumidas cuentas, marcha.

De vez en cuando, bajo el empuje de la necesidad, o bajo la inspiración de un educador inteligente, se producen en la enseñanza reformas, un ligero cambio de orientación, y algunas veces hasta se introducen en ella innovaciones excelentes, como aquellas que nos ha revelado América con sus escuelas profesionales; pero el defecto general de tales tentativas es el resultar empíricas, sin comprobación, toda vez que nunca se ha pensado en estos experimentos de comparaciones testigo61 que resultan indispensables para facilitar una prueba científica. Es este defecto constante de método el que ha inspirado a un psicólogo la observación justa de que en pedagogía todo está dicho y nada probado. Este empirismo general no impide que la pedagogía de que hablamos deje de poseer su teoría, su doctrina; pero tal doctrina es un poco vaga y puramente literaria, consistiendo en una reunión de frases huecas, que es imposible criticar; tan flotante es su pensamiento, que no resulta bastante preciso para ser falso.

Contra semejante pedagogía, con el propósito de destruirla y reemplazarla, se han levantado en estos últimos años muchos innovadores, que están o se consideran inspirados por el espíritu científico. Estos innovadores se encuentran en todas partes, en Francia, en Italia, en Inglaterra, y resultan más numerosos en Alemania y en América. Todos ellos intentan rehacer la pedagogía sobre bases nuevas, sobre bases científicas, realizando muchos trabajos que reposan sobre la observación y la experiencia. Estos trabajos se ejecutan, sea en informaciones con cuestionario, sea en los laboratorios de las facultades, y algunas veces también, aunque más raramente, en colegios, liceos y escuelas. El programa que se intenta realizar resulta extremadamente vasto; se quiere en primer término reformar la organización de la enseñanza, y además poner en lugar preferente la psicología del niño, para deducir de ella con un rigor matemático toda la enseñanza que el alumno debe recibir.

La curiosidad de los educadores se ha despertado con todas estas promesas; pero aquellos que han querido conocer, analizar, comprender los trabajos de la nueva ciencia, siempre han resultado un poco defraudados, porque no encuentran en ella más que trabajos muy técnicos, de aspecto extraño, cuyas conclusiones resultan muy parciales, con frecuencia de escaso interés y de un alcance discutible; no constituyen más que fragmentos esparcidos, aislados, desmembrados. Y los maestros se han sorprendido principalmente al ver que, aun cuando penetrasen el sentido de todos los experimentos, no sacarían de ellos casi ningún provecho, ninguna explicación práctica para modificar la manera de exponer en clase. Los pedologistas, aquellos por lo menos que han advertido la actitud decaída de los educadores, se esforzaron en vano gritándoles: «¡Aguardad! ¡Dadnos crédito!». «¡Todavía no estamos más que en el comienzo!». Ha parecido a muchos que este comienzo ni siquiera iba por buen camino. Comparaba hace poco la antigua pedagogía con una calesa vetusta, pero que aún podía prestar servicio. La pedología tiene el aspecto de una máquina de precisión, de una locomotora misteriosa, brillante, complicada, y que a primera vista sorprende de admiración; pero las piezas parece que no engranan y la máquina tiene un defecto, el de no marchar.

He tratado en este libro, no de conciliar estos dos sistemas tan opuestos, sino de encontrar un camino entre ambos, pareciéndome que a los unos y los otros se les puede hacer un reproche y reconocer una ventaja. La antigua pedagogía es demasiado generalizadora, demasiado vaga, demasiado literaria, demasiado moralizadora, demasiado verbal, demasiado sermoneadora. Yo detesto la homilía y la prédica; las encuentro ineficaces, aburridas, exasperantes. Pero, en fin, por criticables que resulten sus procedimientos, al menos esta antigua pedagogía ha prestado servicios: tuvo la visión directa de los problemas que había necesidad de resolver, se mezcló en la vida de las escuelas y no se engañó insistiendo sobre todo en lo que nos interesa más, en la educación. Guardemos de ella por de pronto su orientación, su gusto por los problemas reales. Por otra parte, los métodos modernos de la pedagogía consisten en tests, en experimentos secos, estrechos, parciales, inútiles con frecuencia, imaginados por gentes de laboratorio, que no tienen el sentido de la escuela y de la vida y que parecen no haber tendido la vista fuera de las paredes de su gabinete de trabajo. Pero estos métodos representan la experimentación, la comprobación, la precisión, la verdad.

Juzgamos fácil conciliar estas dos tendencias reclamando a la antigua pedagogía y a la nueva servicios diferentes. La antigua pedagogía debe darnos los problemas que hay necesidad de estudiar; la pedagogía nueva debe darnos los procedimientos de estudio.

De conformidad con este punto de vista, yo creo que se puede introducir en pedagogía desde ahora un cierto número de reformas útiles.

¿Se quiere saber cuál es la suma de conocimientos de un niño, se quiere medir su grado de inteligencia? ¿Se quiere saber si la enseñanza que un maestro da es tan eficaz como la de otros maestros? ¿Se quiere conocer el valor de algún procedimiento nuevo y sus efectos útiles? ¿Se quiere conciliar las opiniones contrarias de un maestro y de un inspector? Pues se recurrirá al método de medidas que ha organizado M. Vaney.

¿Se quiere conocer el valor físico de un niño? ¿Se supone que muestra un desarrollo corporal inferior al de su edad, una salud más endeble? ¿Hay necesidad de tener en cuenta este dato para las lecciones de gimnasia, para los ejercicios de sport, para los juegos, para la asistencia escolar, para la excusa de disminución de trabajo en clase y, en suma, para pedir una intervención médica? Pues ya hemos visto lo que es preciso hacer, qué marcha hay precisión de seguir, cuáles son las mensuraciones que resultan más significativas.

¿Se trata de exámenes que se deben practicar sobre los órganos de los sentidos? Asunto importante, porque los niños cuyas defectuosidades visuales o auditivas no han sido reconocidas, presentan un retraso perjudicial en sus estudios. Pues ya hemos demostrado al maestro más inclinado a dudar de su competencia cómo es posible dividir estos exámenes sensoriales en dos partes, una de las cuales, por su naturaleza pedagógica, debe ser confiada a sus observaciones.

Para la apreciación de la inteligencia del escolar ya hemos dicho también con cuántas dificultades y circunstancias complicadas hay que luchar para formarse una opinión y cuán necesario resulta un método de medida. Tal método queda expuesto y constituye un instrumento precioso, con la condición, por supuesto, de que sea manejado con mucho tacto y con mucha inteligencia. Y a propósito de esto hemos afirmado que existe una educación de la inteligencia, es decir, un medio de desarrollarla, y que este medio no consiste en lecciones orales, sino en jercicios de estímulo, constituyendo lo que designamos con el nombre de ortopedia mental.

La memoria atrajo después nuestra atención, porque constituye una de las bases de la instrucción y alcanza en el niño un máximum de desenvolvimiento. El maestro debe ocuparse en medir la memoria de cada escolar para no sobrecargarle, y especialmente para no otorgar sin discernimiento recompensas y castigos que no resultarían merecidos. Hemos mostrado que la memoria se mide, en un experimento colectivo, con tanta facilidad como la acuidad visual. Después de unas palabras sobre el estudio y la cura de las ilusiones de la memoria, que resultan en gran parte errores de juicio, dijimos que la distinción de los escolares en visuales, auditivos y motores no presenta, en el estado actual de nuestros conocimientos, ninguna garantía de exactitud y consecuentemente ningún interés. Y hemos terminado trazando un programa de la educación de la memoria, que puede, de igual manera que la inteligencia, ser estimulada por ejercicios metódicos, insistiendo especialmente sobre la necesidad de ejercicios graduados y probando además por algunas observaciones cuáles errores se cometen abandonando este método.

El capítulo de las aptitudes de los niños apenas ha sido bosquejado; el problema de las correlaciones es aún mal conocido; estamos aquí en la ciencia de mañana. Por eso nos limitamos a reclamar para los niños que fracasan en los trabajos literarios el acceso a los trabajos manuales, que ofrecen hoy con justa razón un gran valor educativo. Siempre que un niño se encuentre atrasado en clase, hay necesidad de saber lo que sería capaz de hacer en un taller de madera o de hierro.

Nuestro último capítulo sobre la educación moral y sobre la pereza nos ha permitido demostrar en un cuadro de conjunto la variedad de los procedimientos de que dispone un educador para obrar sobre el niño; la tarea de mañana consistirá en establecer relaciones entre los diferentes caracteres de los niños y los medios más apropiados a cada uno de estos tipos.

Gracias a todos estos ensayos llegamos a hacer más preciso, más práctico, más útil el conocimiento de los niños. Los que se penetren de estos métodos ganarán con ello la ventaja de evitar algún error, de corregir algún prejuicio, de fijar su atención sobre un signo decisivo o de saber precisamente lo que hay necesidad de hacer para llegar a un juicio exacto. Considerada desde este punto de vista, la pedagogía cesa de ser un arte anticuado y profundamente enojoso. La pedagogía así considerada nos permite ver más de cerca el alma de nuestros hijos, y comienza ya a enseñarnos la manera de asegurarles la educación de la memoria, del juicio y de la voluntad: Esta pedagogía no es solamente útil a los niños; sino a nosotros mismos, puesto que haciendo un retorno sobre nuestra personalidad, vemos cuánto ganaríamos con aplicarnos tales métodos. También debiera ser esto la preocupación de todos aquellos que tratan de introducir un poco de inteligencia y de arte en la administración de su existencia, así como debiera constituir especialmente la preocupación de los que representan el poder público, quienes en vez de pensar tanto en la ciencia material, en el bienestar material, en la industria material, deberían pensar también que resulta tan importante, más importante quizá, velar por una buena dirección y organización de la fuerza moral, porque la fuerza moral es la que mueve el mundo.




 
 
FIN
 
 


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