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Las ideas modernas acerca de los niños


Alfredo Binet






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Capítulo I

Objeto de este libro


Este libro es un balance y fue escrito para expresar con toda la sinceridad posible lo que treinta años de indagaciones experimentales, proseguidas principalmente en América y en Alemania y algo también en Francia, me han enseñado sobre las cosas de educación. Se encontrará aquí, pues, los resúmenes y las conclusiones de estos estudios, que han sido designados, algunas veces con entusiasmo, algunas otras también con desdén, añadiendo a la palabra de pedagogía los calificativos de científica, moderna, experimental, fisiológica, psicológica, y aun forjando además la expresión nueva de pedología. Pretendo juzgar en esta obra cuáles son, entre tantos trabajos publicados, los que merecen ser introducidos en la práctica de la enseñanza, y en qué medida los métodos nuevos deben hacer progresar la pedagogía. Esta es una de las cuestiones más importantes que se debaten en nuestro tiempo. Por eso trato de examinarla realizando un gran esfuerzo de imparcialidad.

Por desgracia, ha resultado imposible encerrar en el cuadro estrecho de este libro el dominio demasiado vasto de la educación, viéndome obligado a restringir el asunto para exponerlo con precisión y detalle, habiendo tomado de él aquello que me ha parecido ofrecer interés más vivo y más apremiante. Luego debe entenderse bien desde ahora, entre mis lectores y yo, que este libro no podrá responder a todas las cuestiones que se pudieran plantear cuando se considera, ya como padre, ya como maestro o sociólogo, la educación de los niños y de los jóvenes. Estas cuestiones resultan muy numerosas; pero quedan reducidas a tres principalmente:

1.º Los programas.

2.º Los métodos.

3.º Las aptitudes de los niños.

Diremos algunas palabras de estas tres grandes divisiones, a fin de orientarnos.

1.º Se llama programa la lista detallada de las enseñanzas dadas en la escuela. Los programas son los que preocupan especialmente la opinión; resultan obra de los poderes públicos, y en ellos es donde se fija constantemente la atención, siempre que por razones políticas, económicas, o de otro orden, se declara en nuestro país lo que se llama con frase tendenciosa una crisis en la enseñanza; en el acto el propio pensamiento asalta a todos, y no se vislumbra más que un recurso, un remedio: ¡cambiar los programas!

Esta preocupación no debe ser criticada más que en la proporción de que es exclusiva; porque evidentemente es forzoso reconocer que el contenido de lo que se enseña ejerce siempre una influencia enorme sobre la educación de las inteligencias y sobre la utilidad de la instrucción. El espíritu en el cual los programas han sido concebidos -al menos en los casos en que expresan un espíritu cualquiera- nos revela parcialmente cuál es el objeto, el ideal que se persigue, y a este propósito es donde se plantean muy graves problemas sobre el valor de aquel ideal, su valor absoluto y, sobre todo, su valor relativo al tiempo, a la raza. Se puede preguntar, por ejemplo: ¿Conviene desarrollar en los niños la instrucción, especialmente, o bien la inteligencia, la inteligencia sobre todo, o bien la voluntad, la voluntad especialmente, o bien la fuerza física además? ¿Se debe, en otros términos, tomar como modelo el tipo del intelectual reflexivo y sedentario, que se desarrolla por la cultura de las humanidades y que tiende sin cesar a llegar a ser un funcionario y más tarde un retirado? ¿O bien el tipo del hombre de acción, del comerciante, del industrial, del agrónomo y hasta del colono, el hombre lleno de iniciativa, que sólo cuenta con sus fuerzas y que piensa en los resultados materiales de su actividad antes de preocuparse de su cultura intelectual?

Otra cuestión que entra en la misma categoría porque pone también a discusión un ideal educativo: ¿se debe pretender desarrollar, especialmente en el niño, las aptitudes sociales, como el hábito de la disciplina, la afición al agrupamiento, la solidaridad, la abnegación hacia intereses generales y otra infinidad de cualidades excelentes que resultan del mismo género, que son altamente sociales, o bien se debe, por el contrario, favorecer todo lo que desarrolle al individuo, a su personalidad, a su vida interior, es decir, el juicio personal, el sentido crítico, el espíritu de independencia?

Estos hermosos problemas, que tantas veces han preocupado la pública opinión, sólo constituyen parte de nuestro programa; pero aludiremos a ellos muchas veces, pudiendo decir desde luego esto sobre el particular: si se quiere que tales problemas no permanezcan en el estado de fórmulas vagas y vulgares con que suelen rodearse las disertaciones literarias y las homilías, hay necesidad de realizar dos condiciones. Ante todo es preciso juzgar el valor relativo de estas perspectivas ideales de educación, examinando el medio, el tiempo, la raza, las necesidades y las aspiraciones de la sociedad cuya educación se quiere hacer. Lo que resulta bueno para los anglo-sajones puede ser detestable para los latinos; lo que es oportuno para tal grupo, tal clase, tal niño, puede no convenir a otros. Hay aquí materia para una larga discusión, discusión de psicología, de pedagogía y, especialmente, de sociología.

Es forzoso, en segundo lugar, preocuparse de saber cómo debe ser concebida una educación para satisfacer plenamente el ideal educativo que se habrá elegido, y este ajuste no es en modo alguno cosa fácil. No basta con hacer una declaración de principio. No basta con dar direcciones morales. No basta con llamamientos elocuentes a la buena voluntad de todos: es preciso que la obra de enseñanza resulte organizada de tal manera que la idea educatica influya mecánicamente sobre los procedimientos de educación.

2.º Después de los programas, los métodos. Empleamos el término de métodos en el sentido más amplio posible, de manera que entren en él todos los actos, todos los procedimientos, todas las organizaciones que contribuyen de lejos, como de cerca, a hacer obra de enseñanza. En este sentido, la elección de los maestros, su educación previa, su modo de reclutamiento entran ya en el asunto de los métodos; más directamente quizá forman parte de ellos las reglamentaciones de la duración de los estudios y de la distribución de las lecciones; para la duración se estudiará los números de horas de clase y de días de vacaciones, la fecha y la extensión de las vacaciones, que constituyen, sin duda, un reposo, pero que pueden llegar a constituir, prolongándose demasiado, una pérdida de entusiasmo. Se examinará cómo es necesario repartir las lecciones según su dificultad y la aridez que presenten, si, por ejemplo, lo que hay de más abstracto en el programa debe ser enseñado en las primeras horas del día, cuando el espíritu está vivificado por el reposo de la noche; se velará también por la alternación, tan útil cuando resulta bien comprendida, del trabajo intelectual y del trabajo físico, buscando la renovación de interés que produce esta alternación, evitando en ella los peligros del desparramamiento y evitando aún más el error que consiste en descansar de una fatiga por un ejercicio de otro género, prolongado hasta el punto de resultar una segunda fatiga añadiéndose a la primera; nada es peor, en efecto, que tratar de corregir un exceso de trabajo intelectual por un exceso de trabajo muscular. Todas estas cuestiones resultan dominadas por la consideración tan importante de la fatiga intelectual de los escolares y de su cansancio, y sobre este punto tiene uno la felicidad de pensar que la psicología experimental ha obtenido ya resultados apreciables.

Si se ignora todavía el medio de diagnosticar la fatiga incipiente de un alumno considerado en particular, si aún no se hace más que presentir las reglas tan graves de la higiene del trabajo intelectual, por lo menos desde hoy se poseen los medios de estudiar, de registrar la fatiga de toda una clase; y, por consecuencia, cuando se quiere hacerlo, se podrá reglar por lo que se sabe una repartición racional de las horas de clase, según la edad de los niños y el grado de los estudios.

Pero todo esto no es más que accesorio, comparativamente a otro problema que constituye el nudo vital de los métodos de enseñanza; quiero hablar de la forma misma de esta enseñanza. Hay muchas maneras de hacer penetrar una idea o forjar un hábito; se puede impresionar los órganos de los sentidos, la vista, el oído, el tacto, o bien se puede hacer la enseñanza oral. Ciertos métodos resultan buenos, otros son detestables.

Hace ya mucho tiempo se reprocha a nuestra Universidad por su abuso del método oral, que consiste en dirigirse únicamente a la función verbal, la cual transforma toda lección en ejercicios de lenguaje, que pone como fin a toda enseñanza una lección bien aprendida y que puede ser recitada.

Es evidente que aquí se ha cometido un error capital: la enseñanza tiene por objeto formar maneras de obrar y de pensar y fortificar estas maneras en hábitos a fin de realizar mejor adaptación del individuo a su medio; la escuela sólo tiene valor como preparación para la vida; toda enseñanza que permanece verbal resulta vana, porque el verbalismo no es más que simbolismo y la vida no es una palabra.

Otro defecto de la enseñanza universitaria es el de dejar pasivo al sujeto, de hacer de él un receptor, algo así como una urna en la cual se vierte la instrucción: es preciso que el escolar resulte activo, que la enseñanza sea un excitante al cual responda el alumno con actos que serán una modificación, un perfeccionamiento de su conducta y que atestiguarán que se ha desarrollado como inteligencia y carácter.

Y por encima de todo, la última, la más grave de las cuestiones que promueve el examen de los métodos, consiste en balancear el número de horas, de días, de años que un niño pasa en la escuela sentado sobre un banco, con el provecho que retira de ello; es preciso preguntarse si el negocio es bueno para él y si la cantidad de instrucción y de educación que el niño ha adquirido compensa el tiempo y el trabajo gastados. Evidentemente, sobre esto habría mucho que decir y que criticar.

Con pena nos vemos obligados a dejar este dominio, porque no es el nuestro. El presente libro no trata de ningún modo de los métodos de enseñanza, al menos en general; pero de vez en cuando nos veremos obligados, por consecuencia de nuestro asunto, a hacer incursiones en el análisis de los métodos, porque es difícil establecer fronteras entre cuestiones que resultan solidarias las unas de las otras.

3.º Hablemos, por fin, después de todas estas distinciones y limitaciones, del tema que hemos elegido. Dijimos que la última de estas tres cuestiones, entre las cuales se divide la pedagogía, lleva el título siguiente: Las aptitudes de los niños.

Porque, en efecto, teóricamente una exposición completa de la enseñanza comprende tres subdivisiones: lo que se enseña -es decir, los programas; cómo se enseña -es decir, los métodos; qué se enseña -esto se refiere a los niños.

Examinaremos, pues, la pedagogía en sus relaciones inmediatas con los niños -y particularmente con los muchachos, escolares de seis a catorce años;- indagaremos para saber lo que son, en qué consiste el arte de conocerlos; mostraremos que este arte de conocerlos no tiene por objeto proporcionarnos el placer de penetrar en su alma, de entretenernos con sus ideas y sus emociones, sino que se trata de descubrir sus aptitudes reales con el propósito de cortar a su medida la enseñanza que reciben. Esta es una de las partes más descuidadas de la educación, y no vacilo en decir que muchos pedagogos se sorprenderán mucho al saber que existe.

En el centenar de libros de educación que se publica anualmente, con frecuencia no se encuentra una sola página en que el autor se haya preocupado de las diferentes aptitudes de los niños. Para estos pedagogos poco perspicaces el niño es una cantidad despreciable. Parecen admitir a priori que el niño no es otra cosa que un hombre en miniatura, homúnculo, con atenuaciones en grado de todas las facultades del adulto; creen aún que existe un niño tipo, al cual todos se asemejan más o menos, y desconocen así todas las diferencias que existen, no solamente entre sus caracteres, sus maneras de sentir, sino también entre sus maneras de pensar y sus aptitudes intelectuales. Muchos maestros están en este error; tienen delante de sí una clase compuesta de 40 ó 60 alumnos y algunas veces más; en el momento en que propagan la enseñanza sobre esta multitud infantil fijan su atención sobre el valor de la enseñanza en sí misma, considerada in abstracto, en lo absoluto, y no sobre las cualidades de receptividad de los niños, sobre sus caracteres y sus aptitudes y sobre la necesidad de adaptarse a sus exigencias y a sus capacidades.

Su clase es un rebaño cuyas unidades no disciernen. Dan, pues, la misma enseñanza a todos, los tratan a todos de igual manera, a los que poseen memoria y a los que no la tienen, cuidándose tan poco de todas aquellas existencias individuales que con frecuencia me he visto sorprendido al comprobar que tales maestros ignoran la edad de sus alumnos o que no se preocupan de ella. Si sobre el mismo banco el azar ha aproximado a un niño de nueve años con otro de doce, los maestros pedirán a estos dos escolares el mismo esfuerzo y los castigarán con la propia pena por idéntica falta, lo que resulta una aplicación verdaderamente injusta de la regla que exige que la justicia sea igual para todos.

A propósito de esto, recuerdo el hecho siguiente, que me ha quedado en la memoria, porque me probó que un maestro que es un excelente profesor puede no resultar más que un observador mediocre. Pedí en cierta ocasión a este maestro que me designara el niño más inteligente de su clase; el maestro me señaló un alumno de doce años. En su clase, la edad media y normal de los niños era de diez años; el muchacho que me designaba no debería, por tanto, estar en esta clase si hubiera sido regular en su desenvolvimiento intelectual, ni permanecer en ella; había debido ir a otra superior; luego existía en él un retardo de instrucción, y probablemente de inteligencia que era igual a dos años. ¡Qué extraño error no tener en cuenta su edad y presentar a tal atrasado -porque lo era- como el más inteligente de los 40 niños!

Citaré otro ejemplo de la tendencia de los maestros a no tomar en cuenta las facultades de sus alumnos; es éste un ejemplo muy sencillo, muy fácil de comprender, y alguno se asombrará quizá que semejante error pueda ser cometido. Muchos escolares tienen una debilidad de la vista y de la audición, y por eso sacan poco provecho de la enseñanza que no perciben, como es natural. Yo hice con el doctor Simón una encuesta en las escuelas de París, desde el punto de vista de la visión, encontrando muchos niños, más del 5 por 100, que poseían una visión defectuosa. ¿Se creerá? En la mayor parte de los casos los maestros no observaban nada; el niño estaba colocado demasiado lejos de la mesa del profesor o del encerado para ver y para oír; pero como de ordinario los niños no se quejan, el maestro no había pensado ni un solo instante en aproximarlos a él y al encerado. Pude intervenir en ello útilmente, y gracias al benévolo apoyo de M. Liard, logré obtener de los maestros primarios en toda la academia de París que hagan anualmente un examen pedagógico de la visión.

Terminaré con otro ejemplo relativo a la psicología de lo que suele llamarse la cola de las clases. Hay en toda clase numerosa un cierto número de holgazanes que son invariablemente los últimos en las composiciones y que no aprovechan nunca la enseñanza dada en clase; permanecen en la escuela tan extraños a la ciencia como los mendigos que van en invierno a calentarse en el Museo de Louvre se muestran indiferentes ante los cuadros de Rembrantd. Nada es más interesante que conocer la psicología de tales niños; es preciso examinarlos uno tras otro, saber por cuál razón ocupan este rango inferior, si es por falta de inteligencia o de carácter, y si su estado puede enmendarse. Este es uno de los problemas que encierran gran importancia social, y hay que preocuparse constantemente de disminuir el número de estos holgazanes para que no lleguen a serlo toda su vida. Pero yo pregunto: ¿cuántos maestros existen que hayan realizado un estudio atento de estas criaturas, que hayan tratado de auxiliarlas y que se hayan dicho: «Si tales alumnos se portan tan mal en sus estudios, ¿no es fácil que tenga yo tanta culpa como ellos?».

Estoy persuadido de que muchos maestros excelentes se han preocupado de esta cuestión; pero sé por experiencia que algunos ni siquiera comprenden que hay aquí un problema por estudiar, un deber profesional que cumplir; pues parecen admitir implícitamente que en una clase donde hay primeros debe haber también últimos, que éste es un fenómeno natural inevitable, del cual no puede ocuparse un maestro, como la existencia de ricos y de pobres en una sociedad. ¡Qué error más grande!

Y puesto que es bueno siempre proceder por ejemplos reales, concretos, vivientes, relataré aquí lo que he observado un día en una escuela normal de maestros de provincias, hace ya más de una decena de años. Hacía entonces experimentos con mi querido amigo y colaborador Víctor Henri sobre una promoción de auxiliares. Esta promoción no se componía únicamente de sujetos brillantes; a los primeros no les faltaba finura de espíritu; pero aquellos que el director de la escuela había clasificado entre los últimos eran verdaderamente naturalezas obtusas, que habrían estado en su lugar guiando una carreta mejor que en la silla de profesor. El inspector de la Academia me había explicado la razón deplorable de esta inferioridad; el departamento era rico, poblado de castillos, y los muchachos inteligentes que querían ganar mucho preferían entrar en la alta servidumbre de aquellos castellanos; costaba mucho trabajo reclutar maestros, y por eso se aceptaba a todo el mundo, sin hacer selección alguna. Sobre esta serie, que se componía de diez y seis individuos, fue donde hice una multitud de experimentos durante el invierno; y así es como pude advertir un hecho que constituyó para mí una revelación: la clasificación dada por el director se confirmó por todas mis pruebas, que se asemejaban a ejercicios escolares, que exigían un sentido literario o el manejo de ideas generales; pero ciertas pruebas pedían facultades distintas, una visión en el espacio, por ejemplo, cierta destreza manual, o un discernimiento de pequeñas diferencias de sensación; en suma, en estos últimos ejercicios no se practicaba alta cultura, pues nos aproximábamos un poco a los trabajos manuales y a los actos de la vida práctica. ¡Oh sorpresa! Los últimos de la serie, aquellos espíritus torpes, tan poco inteligentes, triunfaban lo mismo y aun mejor que los primeros en tales trabajos empíricos, que ofrecían, no obstante, grandes dificultades. Entonces comprendí cuál error se cometía al juzgar a aquellos individuos por pruebas que no respondían a la naturaleza de su espíritu, y especialmente dándoles un género de instrucción que resultaba contrario a su tipo intelectual.

Creo haber dicho bastante, no para convencer a mis lectores, pero al menos para darles esta idea, que hay acaso aquí un problema de que no nos preocupamos bastante. Cuanto a mí, después de una experiencia ya larga -hace veintiocho años que realizo indagaciones en las escuelas,- creo que la determinación de las aptitudes de los niños es el más importante asunto de la enseñanza y de la educación, porque según sus aptitudes es como debe instruírselos, y también dirigirlos hacia una profesión. La pedagogía debe tener como preliminar un estudio de psicología individual.

Pero entiéndase bien, si se exagera una idea justa, se la falsea; una enseñanza no debe ser apropiada únicamente a las aptitudes de cada cual, porque no estamos solos en el mundo; vivimos en un tiempo, en un medio, entre individuos y una naturaleza a los cuales nos vemos obligados a adaptarnos; la adaptación resulta la ley soberana de la vida. La instrucción y la educación, que tienen por objeto facilitar esta adaptación, deben necesariamente contar a la vez con estos dos datos: el medio con sus exigencias, el ser humano con sus recursos.

Puede acontecer que estos dos datos se armonicen mal, y que se vea uno comprometido; la cuestión no es tan sencilla. Algunos niños, por ejemplo -éstos son verdaderamente anormales,- les cuesta mucho trabajo aprender a leer; resulta un suplicio para ellos; sus tendencias de espíritu les atraen a otro dominio diferente; y si no se consultase más que su psicología, se les enseñaría mejor a manejar el martillo que el silabario. Con esto quizá se haría buena psicología; pero se practicaría también muy mala sociología. En nuestra sociedad moderna, donde el número de los iletrados llega a ser ínfimo, la lectura y la escritura desempeñan un papel tan importante, sobre todo en las grandes aglomeraciones, que el iletrado se encuentra en ellas en una situación de gran inferioridad; es forzoso, pues, imponer a los atrasados, todas las veces que esto es posible, el esfuerzo del aprendizaje de la lectura, en razón del medio donde deben vivir.

Algunos pedagogos y psicólogos se han preocupado en estos últimos tiempos de la importancia de las aptitudes individuales, y por consecuencia de una reacción violenta contra la rutina actual, algunos de los más celosos han llegado a pedir o a proponer como modelo «la escuela a la medida». Esta es una escuela cuya enseñanza sería individualizada al punto de que se tendría en cuenta la personalidad física, intelectual y moral de cada alumno. Si se pide tanto, no se obtendrá nada. Una enseñanza pública no puede ser más que colectiva, dada por un maestro a muchos alumnos a la vez; colectivo es lo contrario de individual: es el vestido hecho y no el traje a la medida. La enseñanza colectiva no debe ser rechazada completamente; hay en ella numerosas ventajas, de que no es posible prescindir, porque sin tal enseñanza no existe ni imitación, ni emulación, ni espíritu de cuerpo, excitantes todos tan poderosos del progreso. Nosotros preferimos algunas soluciones menos radicales. En las escuelas numerosas, donde la ley impone la organización de clases paralelas, se podría estudiar una repartición de los alumnos en estas clases según sus aptitudes; en algunas de ellas se daría mayor espacio a la literatura, en otras a las ciencias, en otras a la práctica del trabajo manual. No ofrecemos más que ejemplos, pero estos ejemplos, entiéndase bien, deberían ser estudiados profundamente. Todo esto ha sido ya realizado en nuestra enseñanza secundaria por el régimen de los ciclos. Podría ensayarse también en la primaria, velando por que la repartición de los alumnos en las clases no se hiciese al azar, es decir, únicamente según el deseo con frecuencia ciego de las familias de los niños. Sin pretender violentar a nadie, creo que un maestro inteligente resultaría capaz de dar consejos útiles, sobre todo si se tomase la molestia de estudiar de cerca las cualidades de un alumno. En efecto, mi opinión, maduramente meditada, es que no tenemos necesidad de una nueva reglamentación ministerial, pues lo que resulta infinitamente más útil es que los maestros de todas clases no continúen permaneciendo en la ignorancia sistemática de tales problemas de psicología individual, que no desconfíen de ellos, que se interesen en su solución, y especialmente que los practiquen. Hay necesidad de un espíritu nuevo en nuestras escuelas, y este espíritu debe resultar de una aproximación entre el maestro y los alumnos. La administración puede hacer algo por tal aproximación, disminuyendo el número de las clases demasiado numerosas, porque es evidente que si un profesor debe enseñar a 60 niños, no tiene tiempo para conocerlos individualmente y pierde el gusto de penetrar en su psicología. Facilitar el trabajo, no contrariarle, no hacerle imposible, esto es todo lo que se puede pedir a una administración inteligente. Lo demás pertenece a la iniciativa del maestro. Desearía que se estableciese el uso de las pláticas después de clase, quisiera que el maestro asistiese a ciertos recreos, que organizase los juegos, que su carácter inspirase confianza y que los niños se atreviesen a hacerle sus confidencias. Esto se practica en Inglaterra por los sacerdotes y los profesores. Por otra parte, es de desear que el maestro se instruya en los problemas de psicología individual, conozca sus métodos, aprenda el arte de interrogar sin sugestionar a los niños y se imprima en el espíritu los tipos de mentalidad infantil más conocidos, a fin de poder llevar a algunos de ellos, cuando la cosa resulta posible, las mentalidades de sus alumnos, pues por estas clasificaciones se verifican los mejores diagnósticos. Por último, en tercer lugar, lo que es preciso pedir a los maestros es que tomen con decisión la actitud de experimentadores cuando sea necesario; yo les aconsejaría, en los casos de duda, aplicar algunos de estos mental tests1, que precisan una aptitud, una facultad; les indicaremos solamente en el curso de este libro, cuando demos el detalle de los mental tests verdaderamente útiles y prácticos, las numerosas reglas de prudencia de que es preciso partir, sea para experimentar, sea para interpretar después la experimentación.

Hay aquí, se comprende desde luego, toda una formación de espíritu nuevo, tendiendo a hacer del profesor lo que es raras veces; en la actualidad resulta un instructor y debe ser un observador. Son estas dos aptitudes muy distintas, y la experiencia me ha enseñado hasta qué punto resultan independientes. He encontrado maestros maravillosos, que sin cesar imaginan nuevos métodos de enseñanza, y dirigen bien su clase; los progresos de instrucción, de educación y hasta de inteligencia que hacían realizar a sus alumnos eran indudables. Pero estos instructores no eran en modo alguno observadores; no podían enseñarnos casi nada sobre la historia, las aptitudes, los caracteres de sus alumnos, y por consecuencia, lo que ellos sabían permanecía siendo su propiedad personal o incomunicable. Seguin, el célebre profesor de anormales, era un maestro de esta especie; ha escrito libros, donde no hay nada de lo indicado. Yo he visto otros, hombres de talento también, que asistían a mis indagaciones de observación, pero las interrumpían constantemente con su intervención intempestiva, probándome que no habían comprendido la diferencia entre la enseñanza y la observación; cuando únicamente se trataba de ver, de observar, de juzgar, tenían la obsesión de enderezar, corregir, enseñar; se asemejaban a esos examinadores que en vez de contentarse con hacer preguntas quieren dar lecciones al alumno.

La formación de espíritu que es necesaria a un observador resulta, pues, completamente distinta de la de un profesor; añadimos que esta educación no se improvisa; y decimos además que esta educación no puede adquirirse únicamente escuchando los cursos.

Confieso, en voz baja, que las conferencias pedagógicas, con frecuencia excelentes, que se celebran hoy día en todas partes para realzar el brillo de la pedagogía en el espíritu de la infinidad de gentes que la desdeñan me parece que ofrecen un grave inconveniente: el de sacrificar la lección aprendida al desarrollo del lenguaje, lo que constituye la llaga de nuestra enseñanza. Valdría mucho más, en opinión nuestra, dar lecciones de las cosas, de los trabajos prácticos de pedagogía o de psicología individual, donde se pondría a los maestros enfrente de ciertas dificultades, haciéndoles indagar la característica mental de un niño y los métodos para aplicársela. A estos trabajos prácticos de pedagogía yo añadiría otro auxilio, las consultas pedagógicas, dadas por especialistas como ejemplos para instruir; estas consultas me han parecido tan importantes que he publicado algunas de ellas en este volumen2. En este orden de ideas creo que queda mucho por hacer; pero todo se hará, seguramente. El interés de los niños lo exige. El interés de la sociedad lo exige también. No escribo este libro más que para coadyuvar al desarrollo de este movimiento.




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Capítulo II

El niño en la escuela



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- I -

El criterio de una buena enseñanza


No hay nunca que perder de vista, cuando se habla de la educación, de la instrucción y de la formación de los espíritus, que toda actividad individual está sometida a una ley soberana: la adaptación del individuo a su medio; y que la enseñanza que se da a los jóvenes, teniendo por objeto aumentar el valor de tal adaptación, no debe ser juzgada más que por la respuesta a esta pregunta capital: ¿la adaptación ha sido mejorada? He aquí nuestro criterio de pedagogía. Pero añadimos que para apreciar seriamente con este criterio una enseñanza cualquiera, es muy importante tener en cuenta a la vez el interés del individuo y el interés de la sociedad a la cual pertenece. Para que una educación sea juzgada como buena es preciso no sólo que aumente el rendimiento de un individuo particular, sino que haga aprovechar a la colectividad de tal aumento. De no ser así, habría que considerar como buenas enseñanzas perniciosas, o hasta criminales, por ejemplo la de la ratería, si esta enseñanza llegase a formar alumnos con tanto mérito que nunca fuesen cogidos por la policía y lograsen todos hacer fortuna.

No es posible, en nuestros medios sociales, formular un juicio cualquiera de valor, sin tomar en consideración el interés de la sociedad, tanto como el del individuo.

Una vez establecida esta regla, se sigue de ello que para saber si un programa de enseñanza resulta bien concebido, si los métodos deben conservarse, si el ajuste de todo esto a las aptitudes del escolar se ha verificado convenientemente, es necesario recurrir a una comprobación de hecho. Habría que seguir a los escolares en la vida, saber lo que han llegado a ser, apreciar su destino y tomar como término de comparación otros individuos que han recibido una enseñanza diferente o nula. En efecto, la escuela se juzga por sus consecuencias postescolares; no tiene otra razón de ser; no se juzga, o se juzga incompetentemente, por sus éxitos de exámenes y de concurso; y es preciso haber perdido las nociones de conjunto para ver en los premios, en los exámenes de fin de año, el objeto de la enseñanza. El error es frecuente en los escolares, que aún no saben casi nada de la vida; la vida, para ellos, es la escuela; no piensan más que en adaptarse al medio escolar, que consideran como un fin y no como una preparación; cuando se les da a aprender una lección, se imaginan que es sólo para recitarla, y que cuando la han recitado y obtenido la nota pueden olvidarla, suponiendo que han cumplido con sus deberes para merecer recompensas, y que si uno es perezoso, la única consecuencia que resulta de ello es que se lo califica mal o se le priva de las horas de recreo.

Hasta mucho más tarde el espíritu del niño no traspasa las paredes de la escuela y considera las consecuencias útiles, pero más lejanas, de la ensenanza que se le ha dado. Este ensanchamiento de horizonte es una ley natural del desarrollo mental. Yo me pregunto si en muchos maestros no ha habido una suspensión de este desarrollo natural.

¿No tienen también ellos de la escuela el concepto de un medio que se basta a sí mismo y que los alumnos están hechos para la escuela, y no ésta para los alumnos? Y los padres, que en ciertos medios se conforman con que sus hijos se hagan bachilleres, porque éste es un signo de distinción social entre la burguesía y la clase obrera, ¿no obedecen a la misma ilusión, no piensan que el título de bachiller tiene en sí una virtud misteriosa?

Cierto que algunos satíricos acostumbran de vez en cuando a burlarse de tales prejuicios, negando la importancia de los éxitos escolares. De darles crédito, los últimos estudiantes son los que mayores triunfos alcanzan en la vida. Se cita de buen grado muchos ejemplos. Todo el mundo conoce el de Merimée; el novelista impecable no había sido más que un holgazán. Se dice lo mismo de Darwin. Últimamente, Mauricio Donnay empleaba todo su verbo encantador en celebrar los méritos de los últimos alumnos de las clases. Pero ¿hay en realidad derecho para burlarse de la enseñanza del liceo? El propio Donnay me ha contado que su vida escolar transcurrió en la pereza de un sueño, donde apenas pensaba; el escritor se calumnia; por su propia confesión obtuvo dos premios en el liceo, el uno en gimnasia, el otro en catecismo. ¿No resulta esto admirable y no constituye un desenvolvimiento completamente armonioso del cuerpo y del alma?

La verdad no debe buscarse en un justo medio entre estas dos opiniones extremas, la última de las cuales, que consiste en desdeñar la enseñanza de la escuela y sus clasificaciones, es puramente imaginativa, porque sólo se apoya en anécdotas. Lo que nosotros deseamos no es, propiamente hablando, un cambio de opinión; es, de una parte, que se proceda de esta noción tan sencilla de que la escuela no vale más que como preparación para la vida, y que de otra parte, para juzgar del valor de esta preparación, ya no se conforme nadie con observaciones accidentales. Nos asombramos de tener que comprobar, que nos falta un estudio seguido sobre el destino de los escolares, puesto en relación con la enseñanza que han recibido; una amplia estadística, o por decir mejor, un estudio serio y profundo que se apoyase sobre estadísticas críticas, habría debido hacerse hace ya tiempo para ponernos en disposición de darnos cuenta si la enseñanza que practicamos es útil o si debe ser modificada. Generalmente la obra más importante es aquella en la cual se piensa menos, pero acontece también que por la necesidad acaba por imponerse a la atención. Se ve esto bien en la actualidad; la necesidad de control que señalamos comienza a aparecer. De una parte se ha declarado en los medios primarios lo que se llama «una crisis de aprendizaje», que pone a prueba los programas de instrucción en las escuelas, y de otra parte, hace ya tiempo, se crean escuelas técnicas, cursos, talleres, mil medios diversos de dar al joven aprendiz la enseñanza profesional; seguramente no siempre ha habido éxito, y hasta ha acontecido con frecuencia equivocar el camino, resultando que las escuelas superiores, sostenidas con grandes gastos, sólo han servido para formar funcionarios en vez de obreros; pero ello no importe; si el remedio no se ha encontrado, hay ya conciencia del mal, comprendiéndose que para juzgar la escuela es preciso investigar más en la vida. Así todas esas obras de instrucción y de educación post-escolar, que también han fracasado muchas veces, prueban que se comprende la utilidad de juzgar la enseñanza como preparación para la vida real. Poco a poco se abandonarán estas ideas generosas, pero verdaderamente demasiado esquemáticas, según las cuales la instrucción es un bien en sí y la lectura equivale a la moralización; se comprende que la instrucción no es más que un medio, un medio de que hay que servirse para hacer mejor la adaptación del individuo a su medio; consecuentemente, no hay instrucción que por sí misma resulte recomendable como una verdad única; siendo la instrucción medio, debe variar con las personas, los temperamentos, los medios económicos en los cuales el individuo disputará su vida. En lugar de una especie de estudio abstracto de los programas, se hará cada vez más un estudio de ajuste y se modificará la instrucción en el sentido de los fines bien determinados que se quiere alcanzar.

Reducido a mis solas fuerzas, he tratado de acometer en pequeño la encuesta que preconizo, y los resultados obtenidos me han demostrado especialmente que el problema a resolver es menos simple de lo que creía. Me dirigí a un maestro del campo que ha ejercido durante veinticinco años su profesión en la misma aldea y conoce a todos sus habitantes. A mis instancias este maestro, M. Limosin, ha formado una lista de cien antiguos alumnos, indagando lo que han llegado a ser después de su salida de la escuela y, según su situación social y su grado de éxito, los ha anotado de uno a diez. El adjunto del municipio ha sido llamado a anotar también todos aquellos alumnos sin conocer el trabajo del maestro, y sus apreciaciones, aunque difieren de vez en cuando en un punto o dos, ofrecen iguales resultados de conjunto. Los alumnos provistos del certificado de estudios han obtenido por término medio la nota 7, que significa que su situación social es bastante buena, mientras que los otros alumnos sólo obtuvieron la nota 5, 3, que significa que su condición social es mediocre o se eleva apenas a lo pasable.

La primera idea que me vino al recoger estos resultados fue que acreditaban la escuela primaria y que ésta constituye, en la pequeña aldea que fue estudiada, una preparación excelente para la vida, puesto que los alumnos que la escuela ha provisto de sus certificados de estudio son los que mejor han combatido en el campo cerrado de la existencia.

Después de reflexionar un poco me encuentro menos seguro de esta conclusión, que considero exagerada. Lo que me parece probado es que se triunfa en la vida gracias a tres factores principales: la salud, la inteligencia y el carácter; añadamos a ellos un cuarto factor, algo de fortuna. Considero que en la escuela también, para obtener el examen final, es forzoso demostrar cualidades análogas de salud, de inteligencia y de carácter; si la fortuna de los hijos y de los padres no entra directamente en juego, constituye, no obstante, para el escolar una ventaja indudable, porque los padres con más fortuna tienen más descanso para ocuparse de los estudios de sus hijos, los alimentan mejor y les proporcionan mejor higiene, y de hecho colaboran más que los padres pobres a la obra de la escuela. Luego resulta de todo esto que el medio escolar y el medio social se asemejan bastante; sufren las mismas influencias, y aquellos que logran adaptarse al primero de estos medios tienen probabilidades de adaptarse al segundo.

He aquí lo que parece demostrado por nuestra pequeña estadística. Pero yo creo que se traspasaría su sentido si se concluyese de ello que la escuela, tal como resulta actualmente organizada, con sus programas y sus métodos, constituye una buena preparación para la vida. Esta es otra cuestión. La adquisición de conocimientos escolares en aquellos que triunfan en la vida es una prueba de inteligencia y de carácter, y no una prueba de que la instrucción que se les da es el mejor auxiliar en la struggle for life. Para probar el fundamento de esta distinción imaginemos una escuela primaria donde se impusiera a los niños una enseñanza de una inutilidad palmaria, haciéndoles aprender, por ejemplo, hebreo o chino, pues aun aquí serán los más inteligentes los que más tarde triunfarán mejor, los que llegarán a adquirir su diploma de chino; pero ello no será prueba de que esta enseñanza pudiera ser útil a los jóvenes franceses. Se comprende por esto que es preciso analizar el problema para ver claro en él. La encuesta debería consistir principalmente en preguntar a antiguos alumnos cuáles son las nociones escolares que mejor les han servido, cuáles son las que juzgan inútiles, cuáles son también las que echan de menos. Aún habría necesidad de considerar el destino post-escolar de alumnos, habiendo recibido instrucciones diferentes. ¿Por qué en los museos y en las escuelas de ciencias sociales no se ha hecho nunca esta encuesta?




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- II -

La medida del grado de instrucción


Por el momento nos vemos obligados a juzgar los alumnos según los programas de la enseñanza a la cual han estado sometidos. Aceptamos, pues, esta enseñanza y estos programas como un fin que no se discute y debemos considerar como el mejor aquel de los alumnos que pudo asimilarse más conocimientos escolares.

Ocupémonos especialmente de la forma de examen; indaguemos cómo se hace la elección de las preguntas y de cuál manera se proponen. Muchas reformas habría que introducir aquí, y todo el mundo ha podido comprobar las observaciones que voy a hacer.

Si se sigue atentamente algunos exámenes de derecho o de medicina, se sorprende uno con la diferencia que existe entre las exigencias de profesores calificando un examen idéntico. Algunos son muy indulgentes, acaso por bondad, acaso por indiferencia y escepticismo, y no parecen tener otra idea que la de tender un cable al desgraciado que se ahoga. Hay otros que parecen tener por objetivo suspender al alumno; el examen resulta una verdadera lucha a brazo partido y el catedrático no se detiene hasta que el adversario está en tierra. Otros formulan sobre un tema una opinión personal y quieren que el alumno la exprese con las mismas palabras que ellos tienen en el espíritu, lo que sólo sería posible por un milagro de telepatía. Resulta de todo esto que las preguntas propuestas en un mismo examen son de tal dificultad que el éxito de un estudiante se asemeja a una jugada de lotería.

Recuerdo haber seguido con gran interés muchos exámenes de anatomía. Ciertos jueces pronunciaban la admisión para algunos alumnos que eran menos que mediocres; otros rechazaban sin piedad a estudiantes instruídos. El carácter del examinador, sus disposiciones del momento, sus dolencias de estómago, la presencia de un compañero competente que le escucha y juzga, todas estas pequeñas causas pueden cambiar la manera de interrogar. Hay que advertir que en general los especialistas son feroces en su parte; un anatómico y un cirujano resultan mucho más exigentes en anatomía que un químico o un físico; un romanista es más implacable en derecho romano que un economista. Y aun añadiré que «el aspecto del alumno» puede aprovecharle o perjudicarle según la antipatía o la simpatía que inspire. Se me ha confesado un día que, en los exámenes orales, un examinador absolutamente imparcial ya no lo fue con un estudiante cuyo rostro le desagradaba.

Hemos ensayado en nuestro laboratorio de pedagogía mostrar que todos estos errores y desfallecimientos no son inevitables y que es posible organizar exámenes que resulten medidas del grado de instrucción. Mi colaborador M. Vaney fue el encargado de este trabajo3, formulando todo un plan de exámenes que permite medir la instrucción de un alumno desde siete a doce años. Este es un método que se ha hecho aplicable a la instrucción de la escuela primaria solamente, porque nuestro laboratorio está situado en una escuela primaria y porque, por otra parte, la enseñanza secundaria permanece cerrada hasta ahora a nuestras indagaciones de psicología experimental. Pero resultaría bien fácil extender el método a la enseñanza secundaria y a cualquier otra, puesto que el principio del método seguiría siendo el mismo.

Este principio se resume en las dos proposiciones siguientes: 1.º El examen no es entregado al azar, al capricho de la inspiración, a las sorpresas de las asociaciones de ideas; se compone de un sistema de preguntas, cuyo contenido es invariable y cuya dificultad se dosifica. 2.º El grado de instrucción de un niño no se juzga in abstracto, como bueno, mediano, malo, siguiendo una escala subjetiva de valor: en él se compara al grado de instrucción del término medio de los niños de igual edad y condición social que frecuentan las mismas escuelas.

El resultado obtenido puede ser muy pronto transformado, sin comentario de ninguna clase, en una anotación que exprese que un niño es, por su instrucción, regular, o que va adelantado en un año, dos y así sucesivamente, o por el contrario, retrasado en un año, dos o más.

Este sistema de anotación es tan cómodo que, después de haberlo aplicado a la instrucción, le hemos extendido a la inteligencia, a la fuerza muscular, al desarrollo físico, en una palabra, a todo lo que se mide en un escolar.

No tenemos la intención de dar aquí los detalles harto numerosos que son necesarios para ejecutar en la práctica una de estas medidas de instrucción de que acabamos de hablar. Bastará con mostrar su posibilidad reproduciendo el cuadro muy simple que sirve de base a este procedimiento; este cuadro lleva el nombre de baremo de instrucción. Indica cuáles son los conocimientos escolares que se puede razonablemente pedir a un alumno, porque tales conocimientos los poseen por término medio los escolares de igual edad.

Se interroga a los niños sobre tres materias principales de enseñanza: la lectura, la orografía y el cálculo. Resultaría posible y hasta fácil, en nuestra opinión, añadir interrogaciones típicas sobre historia, geografía, ciencia, y graduar ejercicios de redacción.

1.º Lectura.- Para caracterizar la lectura, se ha sentido la necesidad de establecer los grados más variados y sobre todo más seguros que los que consistirían en juzgar que un alumno lee bien, pasablemente o mal. Estos grados, imaginados por primera vez por nuestro colaborador M. Vaney, son bastante precisos para que dos observadores, después de un poco de ejercicio, lleguen a juzgarlos idénticamente; ofrecen, además, el interés de hacernos conocer cuál es el desenvolvimiento exacto, la psicogenia de un acto aprendido, que es lo que explicaremos más adelante. Se han distinguido, pues, tres grados principales y son éstos: la lectura silábica, que consiste en hacer pausas entre cada sílaba; la lectura vacilante, que presenta paradas después de cada palabra o después de un grupo de palabras, paradas que no se necesitan en modo alguno, entiéndase bien, por el sentido o por la puntuación; la lectura corriente, en suma, que no exige otra parada que la de los signos de puntuación, y que constituye una lectura completamente correcta. Se comprende, analizando estas expresiones y reflexionando un poco, que se dirigen al mecanismo íntimo de la lectura. La lectura no consiste simplemente en percibir signos escritos y en realizar ciertas articulaciones apropiadas a medida que se los percibe; la operación es más complicada y reclama un automatismo mayor. No se lee en alta voz lo que se percibe, pero se articula lo que se acaba de percibir, y mientras se articula, se prepara ya la articulación siguiente, haciendo de ella una percepción preliminar. Es lo que permite leer sin interrupción. Para que los dos actos de percepción de una palabra y de articulación de otra puedan hacerse de este modo simultáneamente, es preciso que el hábito los haya hecho fáciles, y que se pueda ejecutarlos con un mínimum de atención. Precisamente este hábito es el que falta a los principiantes; más o menos se ven obligados a percibir una primer palabra, luego articularla, y sólo cuando la articulación está concluida perciben la segunda palabra, después la articulan y así sucesivamente. Llamando silábico, vacilante o corriente estos grados distintos de lectura se ponen en evidencia las etapas necesarias del aprendizaje, y la etapa donde el escolar se encuentra forzosamente detenido.

Las necesidades del diagnóstico han obligado a hacer otras distinciones, porque las anteriores no resultan suficientes para dar cuenta de todos los casos que se presentan y que es necesario anotar. Hoy en día, con los métodos que se emplea, es preciso cerca de un año para conseguir que un niño de seis años silabee correctamente. Antes de este período de tiempo, el niño sabe sus letras, hasta sabe deletrear, pero no silabea, o bien, si lo hace, es cometiendo muchas faltas. Además, se encuentran niños que realizan continuamente faltas de lectura cuando tienen una lectura vacilante y hasta corriente; son alumnos a quienes falta atención o que desde el principio han sido mal enseñados; resulta casi imposible comprender lo que ellos leen en alta voz. Para expresar que un sujeto cualquiera no hace aún una lectura silábica correcta, había necesidad de un término especial; hemos propuesto el de lectura subsilábica, término muy general que engloba, por consecuencia, muchos casos diversos y dispares, donde el silabeo no es satisfactorio.

Y aun la lectura corriente no es la forma más perfecta que se puede alcanzar. Leer en alta voz es todo un arte, cuyos matices infinitos han mostrado maestros como Legouvé; no se lee solamente, se dice, y cuando se sabe decir, ya no se contenta uno con hacer pausas en los buenos lugares de la puntuación y del sentido, sino que se cambia la voz, se toman entonaciones que están en relación con la idea y con el sentimiento de la lectura. Esto es lo que se llama lectura expresiva, que resulta muy superior a la lectura corriente, la cual, por definición, permanece monótona e indiferente al sentido de las frases. Hemos marcado sobre nuestro cuadro que, a partir de diez años, los niños deben saber poner expresión en su lectura; pero ésta es regla que sufre muchas excepciones. Por más que la expresión sea un arte que se enseña con la lectura corriente, muchos niños la aprenden más fácilmente que otros. Se encuentran algunos que ponen expresión hasta en la lectura vacilante; otros, por el contrario, no la dan nunca. Por la misma razón tropieza uno en la vida con gentes que tienen hablando entonaciones justas, personales y finas, mientras que muchos hablan sin entonación o con entonaciones pesadas, o hasta falsas.

Ordinariamente, cuando se oye leer a un niño con expresión, se dispone uno a juzgarle inteligente, porque se observa que comprende y siente lo que lee; pero es fácil engañarse. La expresión es más bien un don artístico; resulta innato, aunque es posible adquirirlo; es un don que prueba mejor un talento de expresión que una facultad de inteligencia, por más que se lo encuentre en los inteligentes con mayor frecuencia que en los tontos.

2.º Cálculo.- Los conocimientos en cálculo se aprecian por medio de problemas cortos, de los cuales nuestro cuadro contiene una sola muestra por edad. Si se examina estos problemas, se va a objetar, sin duda, que son demasiado sucintos, demasiado fragmentarios para resultar representativos del conjunto de nuestros conocimientos en cálculo.

Primero se nos dirá: ¿por qué pedir siempre problemas y nunca operaciones? Después: ¿por qué haberse reducido a hacer problemas de sustracción para los dos primeros años escolares? ¿Es que durante estos años los alumnos no aprenden la adición y la multiplicación? ¿Más tarde no se los enseña el sistema métrico, los quebrados? ¿Por qué este cuadro no da ninguna idea de todo esto?

Una selección tan severa no ha sido hecha más que después de un largo estudio, y yo me acuerdo que, al principio, M. Vaney había imaginado para cada edad escolar una larga serie de problemas y de operaciones. Después se ha sacrificado las operaciones por dos motivos: en primer lugar, porque resultan implicadas en los problemas y harían, por consecuencia, doble empleo; en segundo, porque las operaciones pueden ser aprendidas y ejecutadas automáticamente por alumnos incapaces de comprender su sentido y de utilizarlas. He visto niños que realizan corrientemente una multiplicación enorme, de cuatro cifras por cuatro cifras, y que yerran en un problema tan sencillo como el de la «caja de naranjas». Esta es instrucción sin inteligencia, es decir, una instrucción concebida según un ideal deplorable, y nosotros debemos tratar de despistar y de eliminar esta instrucción de puro automatismo cuantas veces la encontremos.

He aquí nuestra réplica para la primera objeción. Lleguemos a la segunda. ¿Por qué no se trata de comprobar para cada alumno sus conocimientos en todo el dominio del cálculo? ¿Por qué no se explora su grado de habilidad en las sumas, las multiplicaciones, las divisiones, el sistema métrico, los quebrados? Es porque un examen debe ser corto; se limita a un breve número de pruebas, escogidas de tal suerte que resulten representativas del conjunto. Pero ha parecido, después de una indagación atenta, que las operaciones que consisten en aumentar, como la suma, la multiplicación, se aprenden más fácilmente que las operaciones que consisten en disminuir, como la sustracción y la división; es en estas últimas, sobre todo, donde el joven escolar da señales de lentitud, de embarazo y de debilidad. En cuanto un alumno hace corrientemente una división, resulta inútil explorar su modo de multiplicar, pues debe ser bueno, puesto que va implicado en la división.

Mientras que el niño hace sus operaciones de cálculo, la vigilancia discreta que se ejerce sobre él no deja de revelar hechos interesantes. Se ve por la manera como está escrito el enunciado si el alumno ha recibido buenos hábitos. El aturdimiento, la falta de atención tienen lugar de manifestarse en los cálculos; no solamente se descubren en las respuestas, sino en las incorrecciones cometidas al escribir el enunciado; tal alumno, a quien se dicta 604, escribirá 608. En los problemas se puede discernir la parte de la inteligencia y de la instrucción. Hay niños que comprenden el sentido de problema, pero ignoran la manera de hacer las operaciones. Para el problema del «vestido», por ejemplo, que exige una división, como los niños no saben hacerla, se apresuran a añadir 7 al mismo tantas veces como resulte necesario para llegar a 89, y cuentan el número de veces que han hecho estas adiciones; suman en vez de dividir y esto resulta igual. Otros alumnos, por el contrario, que saben hacer bien las operaciones, les falta el sentido de los problemas; no pudiendo darse cuenta de si es preciso multiplicar o dividir, realizan al azar una multiplicación; para el problema del «vestido» multiplicarán 7 por 89, lo que les producirá un resultado fantástico que los asombrará. La prueba de cálculo permite, pues, entrever algunas veces la inteligencia del alumno, al propio tiempo que su poder de atención y su espíritu de método.

3.º Ortografía.- Nuestro examen se termina por una prueba de ortografía al dictado. Se sabe hoy que el dictado no sirve para aprender ortografía, pero resulta excelente como medio de comprobación. Se dictan frases lo más cortas posible, en las cuales se ha combinado con arte un gran número de dificultades gramaticales; la regla fundamental de la concordancia del participio no se olvida nunca en estas frases. Por pruebas previas, hechas sobre millares de escolares, se conocen las repetidas faltas que el niño comete en cada una de estas frases. Se ha calculado laboriosamente el término medio de las faltas. Las cifras de nuestro cuadro expresan el resultado obtenido por el procedimiento de cálculo más simple; todo error de regla se cuenta por un punto, toda falta de uso por un punto también y no se marca nunca más de dos puntos para una sola palabra. Damos una muestra de nuestros dictados, pero entiéndase que no es más que una muestra corta. Si se quiere llegar a una verdadera medida del saber en ortografía es prudente por lo menos dictar tres frases. Se puede decir otro tanto de los problemas.

Terminado el examen, se comprende que, utilizando sus resultados, se llega a fijar el grado de instrucción del alumno; este grado es expresado, sea en retraso, sea en adelanto, de uno o muchos años; un niño de nueve años, por ejemplo, resulta juzgado como poseyendo la instrucción de un niño de ocho o de diez; en el primer caso está atrasado en un año, en el segundo está adelantado en un año. Todo esto es claro, sencillo, lógico; y notémoslo expresamente, la conclusión se obtiene por medio de pruebas que no resultan largas. El examen no dura más que diez minutos por niño. Resulta un poco más largo que los exámenes ordinarios del bachillerato, que terminan en cinco minutos; pero la comprobación del grado de instrucción me parece más seria con nuestro procedimiento.




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- III -

Qué servicios hará la medida exacta del grado de instrucción


Entre las manos de mis colaboradores y entre las mías, este procedimiento de medida de instrucción ha hecho sus pruebas. Nos hemos servido de él centenares de veces, sea para toda una clase, en las pruebas que, como el dictado y el cálculo, pueden hacerse en común, sea con el niño aislado para las pruebas de lectura. Teníamos necesidad de este procedimiento, sobre todo, como indicamos precedentemente, para reconocer los niños anormales que existen en las escuelas primarias y se encuentran comprendidos con los normales; se trataba de reclutar a estos anormales para las clases especiales. Se pretendía, ante todo, dar de ello una definición; se había creído que esto bastaría a los directores para reconocer entre sus alumnos aquellos que parecían anormales. Pero nuestra definición era muy vaga, y el uso que se hizo de ella nos asombró. Mientras que el director de una escuela nos respondía: «Yo no tengo ni un solo anormal», el de una escuela próxima nos señalaba cincuenta. A fin de cortar estas fantasías, tuvimos la idea de adoptar la noción de anormal tal como se entiende en Bélgica y de establecer la regla siguiente: es anormal todo niño que presente un atraso de tres años por lo menos en sus estudios, con la condición, sin embargo, de que este atraso no se excuse por una gran insuficiencia de frecuentación escolar. Para medir el atraso de instrucción, el procedimiento que acabamos de describir nos ha prestado, por su rapidez y su precisión, servicios incontestables.

Le hemos probado en tantas circunstancias, y nos ha resultado tan fiel, que no vacilamos en recomendarlo a todos aquellos que quieran saber exactamente si un niño es regular en sus estudios y si progresa con aspecto normal.

Pero debe entenderse que la precisión de este examen es aquella que comportan y toleran los fenómenos morales; un grado de instrucción no se mide exactamente como una talla o un peso. La atención de un niño, su memoria, su presencia de espíritu, resultan cualidades frágiles que no se presentarán siempre en el mismo estado; un día ese niño cometerá diez faltas al dictado; al día siguiente cometerá veinte en otro dictado equivalente. Un día encontrará como por arte de magia la solución de un problema que no entendía la víspera. ¿No estamos sujetos los adultos a estas fluctuaciones, a estos errores? Con mayor razón se hallarán en los niños, cuya organización psíquica es todavía tan instable. El examen no tiene, pues, y no puede tener por efecto el cristalizar un niño; éste permanece variable, como exige su naturaleza. Pero al menos se suprime otra variable, que resulta inútil conservar, aquella que proviene del examinador y de las preguntas tan diferentes que puede tener el capricho de formular.

Pienso también, con M. Vaney, que este mismo procedimiento podría ser utilizado ampliamente en las pruebas del certificado de estudios. Este examen que cierra la instrucción primaria tiene el defecto de todos los exámenes, donde los temas son dejados al arbitrio del juez; varía de dificultad según circunstancias fútiles de que no se debería tener cuenta y que producen tantos errores. Yo he visto en los periódicos pedagógicos los dictados y los problemas que han sido propuestos en sesiones diversas de los certificados de estudios. Las dificultades no están dosificadas en ellos con rigor; no hay tampoco ningún método; si se quiere que cese tal arbitrariedad, que resulta inútil, es preciso bordear la dificultad de las pruebas, recurriendo a un procedimiento análogo al que acabamos de indicar. ¿Y por qué el bachillerato, este célebre examen que se llama el escándalo de la Universidad -juicio formado por uno de los profesores que han hecho más bachilleres,- por qué el bachillerato no habría de aprovechar el mismo trabajo de regularización? Lo que resulta bueno para la primaria no puede ser malo para la secundaria.

Hay otra aplicación en la cual pienso.

Todo el mundo se inquieta actualmente mucho del número inmenso de iletrados, cuya existencia se comprueba entre los reclutas. Este número no será inferior a 6 por 100; la cifra asombra; no se creía que las leyes sobre la obligación escolar fuesen tan mal observadas. Es porque les falta una sanción seria. Actualmente se trata de reobrar; se quiere comprobar exactamente el grado de instrucción de los reclutas en el momento de incorporarse en filas. Me parece muy indicado emplear para este examen un procedimiento análogo al nuestro. Será el único medio de dar garantías al examinado y de hacer una selección seria. Y aun, después de la selección, resultaría conveniente pensar en la sanción. A nuestro parecer, y dicho sea de pasada, si se prolongase algunos meses el servicio militar de los iletrados, el número de reclutas de esta categoría disminuiría como por encantamiento. Y si esta prolongación de servicio pareciese demasiado onerosa para el presupuesto de la Guerra, resultaría fácil allegar los gastos, acordando, por compensación, licencias y disminuciones de tiempo de servicio a los soldados que hicieran sus pruebas de instrucción militar.

Vamos más lejos. Notemos que introduciendo un poco de método en un examen de instrucción, hemos hecho de este examen un procedimiento que en cierta medida resulta preciso; pues la precisión, cuando está ligada a la exactitud, tiene infinitas consecuencias, que no se puede prever, y que sorprenden cuando se producen. Este es, en suma, el control introducido bruscamente en los dominios donde apenas se pensaba en él. ¿Se quieren ejemplos de su utilidad? Diariamente algún maestro imagina un método original para enseñar el cálculo, la ortografía, las lenguas; si tiene autoridad, apoyos, sobre todo apoyos políticos, llega a conseguir que se ensaye públicamente su método. Pero ¿cómo se lo juzga? ¿Cómo se aprecian sus resultados? Siempre de una manera aproximativa, según el optimismo de los unos o el espíritu de crítica de los otros. Si la moda se mezcla en ello, resulta como la ola, el método se levanta hasta las nubes; pero poco después la ola desciende y lo que parecía maravilla cae en un profundo olvido... ¿Qué ha sido del método Jacottot y de tantos otros?

La medida del grado de instrucción daría a la pedagogía el control que le falta, y sin el cual no se puede ver claro en ella, no se da uno cuenta de nada y se dispensa el mismo éxito a los malos métodos que a los buenos. Todo el porvenir de la pedagogía, como ciencia precisa y verdaderamente útil, está suspendido de la introducción de esta reforma.

Otro ejemplo de aplicación. En la actualidad el espíritu de nuestros contemporáneos apenas se inclina hacia la disciplina; los maestros no aceptan ya con una deferencia exagerada las observaciones de sus superiores; las discuten y casi se les ha animado a hacerlo, puesto que los reglamentos nuevos confieren al maestro el derecho de adquirir conocimiento de la apreciación que ha sido inscrita en su expediente por el inspector. Si el maestro no acepta la apreciación y la considera injusta, el inspector será probablemente de opinión contraria. ¿Cómo se va a zanjar la diferencia? ¿Cómo saber quién de los dos tiene razón? No se puede admitir hoy día que la superioridad jerárquica resulte un argumento sin réplica. El valor de un maestro se mide, entre otras cosas, por el provecho que los alumnos obtienen en su clase. El maestro a quien se niega toda cualidad pedagógica puede responder: «Vean ustedes mis alumnos; háganse ustedes cargo de su instrucción; midan ustedes esta instrucción, y si encuentran que es inferior en grado al término medio obtenido en clases equivalentes, entonces aceptaré la censura». El maestro que empleara semejante lenguaje tendría cien veces razón, y no se alienta a la disciplina empujándole por este camino.

Yo mismo he comprobado muchas veces cuán fácil es darse cuenta de las facultades profesionales de un maestro por el método que dejo indicado. Me ocurrió un día hacer dictar en las doce clases de una primaria una frase sencilla; llevé a mi casa las copias, las corregí, hice el tanto por ciento de los errores por cada clase; luego volví a ver al director de la escuela.

-Señor director -le dije en el acto,- ¿está usted satisfecho de sus maestros?

-¡Ah, caballero! -exclamó el director levantando los brazos al cielo.- ¿Por qué me dice eso? Uno de mis maestros me desespera. Hace ya tres años pido que se le cambie de escuela. Pero no hay medio de conseguirlo. Nadie lo quiere. Quizá se cometa con ello una injusticia, pero debería ir a otra parte.

-¿Es quizá el maestro de la séptima? -le dije.

El director me miró con sorpresa; yo había adivinado.

El tanto por ciento de las faltas de ortografía en aquella clase resultaba muy superior al de la sexta, que era una clase paralela; hasta resultaba superior al de la octava, que estaba compuesta de niños más pequeños. Este dato me había bastado para mi diagnóstico. No conocía a tal maestro; nunca le había visto. La prueba estaba allí, indiscutible, inscrita en las faltas de sus alumnos. Y resulta tanto más importante poder hacer tales diagnósticos, cuanto que el daño causado por un mal maestro a sus alumnos puede ser mayor de lo que se supone. No hace mal a un niño o dos, sino a cuarenta o cincuenta; no hace perder un día, una semana, sino todo un año; los niños pueden durante este año no sólo no avanzar en instrucción, sino adquirir malos hábitos de pereza, que se prolongan durante muchos años sucesivos; esto es increíble y, sin embargo, así resulta. Yo he hecho una vez esta comprobación verdaderamente penosa en un gráfico que el director de una escuela quiso hacer a instancias mías, para mostrarme cuál es el repercutimiento prolongado de una clase mal dada; gracias al sistema de las clases paralelas, se podía seguir la huella de la influencia de los malos maestros durante muchos años sucesivos.

Resumamos: el método que consiste en medir el grado de instrucción de los escolares tiene tres ventajas principales: permite conocer la instrucción real de cada escolar, poniéndole al abrigo de los azares del examen; permito controlar el valor profesional de los maestros, si éste es discutido por un superior; da el medio de conocer el valor de los métodos de pedagogía, que se introducen con frecuencia en la enseñanza sin haberlos experimentado.

¿No resultan considerables tales ventajas?




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- IV -

Supongo ahora que resulte bien establecido que un alumno está atrasado en la instrucción. Esta comprobación debe ser el punto de partida de un estudio nuevo. No realizamos ya la medida estéril o la descripción inútil; queremos ante todo ser prácticos y hacer un servicio a los niños. No basta con comprobar el mal, es preciso en seguida buscar el remedio. Como la medicina, la pedagogía implica a la vez un diagnóstico y un tratamiento. El diagnóstico queda establecido; se procede, pues, a tratar al escolar.

Aquí no se puede hacer ninguna comprobación de conjunto; ya no es éste el momento de hacer experimentos colectivos, sino indagaciones individuales. Cuando se ha establecido que un niño está atrasado, es forzoso tomar a este niño aparte, analizar su caso, examinar, por ejemplo, cómo es posible que haga pocos progresos o que cometa cierto género de faltas; y cuando se habrá advertido la causa, buscar los medios más eficaces para combatirla.

A propósito de esto vamos a bosquejar el plan de este libro, porque es preciso ser muy claro; es un deber de conciencia cuando se trata de pedagogía, y uno de los mejores medios de ser uno claro es explicar de antemano sus intenciones. Vamos, para fijar las ideas, a suponernos en presencia de un niño que ocupa continuamente los últimos lugares de la clase; en una clase de treinta y cinco alumnos, es muchas veces el último, algunas el penúltimo; nunca se eleva por encima de este número. Es lo que se llama un holgazán. En este libro no nos consagramos solamente a ellos: muchos otros niños tienen necesidad de auxilio pedagógico, hasta los más inteligentes, y lo veremos más lejos en detalle; porque, haga lo que haga un alumno, puede siempre realizar algo mejor, estudiando su naturaleza de más cerca. El holgazán resulta para nosotros un ejemplo típico.

Por poco que uno extienda sus indagaciones, se observa que la causa del fracaso escolar varía enormemente de un niño a otro. Luego es necesario examinar una centena de holgazanes para darse cuenta de todas las direcciones por donde puede ser buscada una explicación. He aquí algunas de las direcciones principales que indicamos por adelantado:

1.º El estado de desarrollo físico, que peca, ya por exceso, ya por defecto.

2.º Un estado patológico producido, por ejemplo, por vegetaciones adenoides del fondo de la garganta, por anemia, tuberculosis, neurastenia o una afección mental en sus comienzos, etc.

3.º Una alteración de los órganos de los sentidos, en particular de la visión y de la audición.

4.º Una insuficiencia de desarrollo intelectual: el niño no comprende por falta de inteligencia.

5.º Una debilidad de la memoria: el niño comprende, pero no retiene.

6.º Una dificultad para comprender la aridez de las ideas abstractas y generales, con buena inteligencia para la vida práctica y los trabajos manuales.

7.º Una desorientación momentánea, producida por alguna causa accidental; por ejemplo, el niño ha cambiado de escuela y de maestro, o bien ha sido colocado en una clase demasiado elevada para él; o, en suma, la relación de simpatía no se ha establecido entre el niño y el maestro.

8.º Una apatía acentuada, lo que constituye, propiamente hablando, la pereza. Es decir, la inercia o falta de gusto para el trabajo intelectual; una insensibilidad a los estimulantes ordinarios de la actividad.

9.º Instabilidad de carácter bajo sus diferentes formas.

10.º Indisciplina, esto es, una instabilidad agravada por un sentimiento de hostilidad frente al maestro.

11.º En último lugar, notemos la influencia muchas veces tan grande de la familia, que debería colaborar a la obra de la escuela y colaborar a la vez materialmente, intelectualmente, moralmente. Falta con frecuencia la familia a estos deberes, en especial en las clases pobres.

Esta serie de hechos concretos, que nos ha revelado la experiencia, quizá pueda ser resumida de la manera siguiente: es preciso, cuando se busca la explicación de algún defecto en un niño, examinar uno tras otro su estado físico, sus órganos de los sentidos, su inteligencia, su memoria, sus aptitudes y su carácter.

Estos serán los epígrafes de los capítulos.






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Capítulo III

El cuerpo del niño



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- I -

Por qué es útil conocer el desarrollo corporal de un niño


El problema de la indagación de las causas, que hemos planteado en el capítulo precedente, nos conduce a hablar por de pronto del estado fisiológico de los niños, de su salud y de su desarrollo corporal. Cuando uno de ellos tiene mal éxito en sus estudios, cuando se deja adelantar por sus camaradas de igual edad, cuando no realiza esfuerzos intelectuales, cuando parece no comprender las lecciones o cuando muestra, en fin, a cierta edad un cambio muy pronunciado de carácter, cuando se vuelve presuntuoso, tonto, indisciplinado, insoportable, o bien triste, taciturno, negligente, hay precisión de saber si la explicación de su estado puede ser dada por un examen fisiológico de su individuo, y si, especialmente, sus fracasos escolares obedecen a una incapacidad física para trabajar.

Tratemos primero de adquirir ideas precisas sobre esta incapacidad física, porque bajo tal término se confunde con frecuencia muchas cosas diferentes, por ejemplo, el estado de salud y la fuerza muscular; cuando una persona tiene musculatura de atleta, se imagina que disfruta, por eso mismo, un buen estado de salud; y aunque, en general, existe una relación entre ambas cosas, es bueno darse cuenta de que la salud corresponde a todo un conjunto de cualidades físicas que no se refieren sólo a la fuerza muscular ni al desarrollo corporal, que son distintas teóricamente y que pueden resultar independientes prácticamente.

Para el estado de salud, proponemos que se entienda la síntesis de cuatro cualidades principales:

1.ª La ausencia de predisposiciones mórbidas, tales como la predisposición al cáncer, a la tuberculosis, para no hablar más que de las peligrosas.

2.ª La ausencia de un estado actual de enfermedad, afección aguda, afección crónica, o secuelas de una afección crónica anterior; el único ejemplo que conviene dar para esclarecer este comentario es el de las secuelas; citemos las parálisis infantiles que suceden a las convulsiones, y además, las deformaciones óseas que constituyen el resultado de una diátesis escrofulosa.

3.ª La tolerancia de las desviaciones de régimen; ésta es la definición misma de la salud. El grado de salud no se comprueba en una vida regular y prudente; es preciso una desviación de régimen para ponerla a prueba, y ver si es estable 6 instable. Cuando un sujeto hace un exceso de comida o de bebida, cuando se ve obligado a velar toda una noche sin un instante de reposo, o emprender una marcha larga y fatigosa, se puede comprobar entonces, por la manera como soporta este cambio de régimen y lo repara, cuál resulta la cualidad de su salud. Pero en el estado de régimen ordinario, esta cualidad es muy difícil de apreciar, hasta para un médico; los signos objetivos faltan con frecuencia.

4.ª La longevidad.- Parece distinta, en cierta medida, de las cualidades precedentes, y es generalmente la consecuencia de una influencia hereditaria.

Por oposición al estado de salud, la fuerza física resulta de dos órdenes principales de factores: el grado del desarrollo corporal (talla, peso, otras medidas anatómicas) y la cantidad de trabajo que un individuo es capaz de producir en un tiempo dado. Aquí también habría que hacer distinciones: en la motilidad se distinguiría la destreza, la velocidad, la elegancia y la fuerza; ésta, a su vez, debe ser considerada desde un doble punto de vista: el máximum de fuerza, pudiendo ser alcanzado en un momento dado; y por otra parte, la prolongación del esfuerzo, es decir, la resistencia a la fatiga.

Después de haber mostrado el número, la variedad y la complejidad de las cualidades que se comprende bajo el nombre de fuerza física, es bueno añadir que, a pesar de nuestro análisis, puede ser útil en la práctica considerar este estado físico en bloque; pues, por término medio, cuando los niños son altos, pesados de cuerpo, vigorosos de músculos, están en buena salud; y por otra parte, el medio más seguro, el más expeditivo de medir el estado de salud de un grupo de niños es el de medir su estado físico; el procedimiento podría criticarse si se aplicase a un niño en particular; pero resulta legítimo para un grupo.

Daremos los nombres de vigor y de endeblez a este conjunto, según el grado en que se realice.

Hablemos ante todo del estado de salud; sólo diremos de él dos palabras, porque este estudio no pertenece al tema de nuestro libro; no hacemos aquí un estudio de medicina, sino de pedagogía psicológica. El estudio del estado de salud pertenece no al maestro, sino al médico. Solamente que como el maestro está siempre presente en clase y tiene a los niños bajo una vigilancia continua, encuentra ocasión de hacer muchas observaciones que escapan al médico, y de las cuales puede advertir a este último.

De una encuesta hecha con la colaboración del inspector M. Lacabe sobre el estado físico e intelectual de los alumnos que ocupan el último quinto de clasificación en las composiciones, resultó que son muchos los escolares cuyos fracasos en la enseñanza se explican por su endeblez. Los corresponsales de la encuesta han enviado con frecuencia noticias así concebidas:

«Tal niño de ocho años es soñoliento, atónico; nunca ha respondido a ninguna pregunta; irreprochable desde el punto de vista de la disciplina, permanece inerte durante el recreo, triste y tímido. Su talla está retrasada en cuatro años. Es enfermizo, delgado, sin fuerzas. Su familia está en la miseria y él no demuestra ninguna atención a su trabajo.

»Cual niña de diez años, muy poco desarrollada para su edad... despliega una gran actividad física, pero posee un temperamento enfermizo. En seis meses ha faltado a la escuela ochenta veces. Medio social: miseria».

Cuando se comprueba en un niño un estado enfermizo, ausencia de fuerzas, cuerpo endeble, ningunas ganas de jugar, color pálido, etc., es evidente que se debe adoptar con él una actitud bien especial; si el niño muestra pereza, indolencia, algunas veces hasta insubordinación, no hay que reñirle, ni castigarle por faltas de las cuales no es responsable; es preciso decirse que el verdadero culpable es un tubo digestivo que digiere mal o que está mal nutrido, es una sangre que no resulta rica, es un sistema nervioso mal equilibrado; es una respiración impedida por vegetaciones, es un período de formación que produce una crisis moral; son también quizá los primeros síntomas de esa enfermedad tan grave que se llama la demencia precoz; es evidente que si tales enfermedades de origen físico pueden ser enmendadas en parte por auxilios morales y una sugestión razonable, los castigos consistentes en privar al niño de recreo, de movimiento y de aire, o el de hacerle copiar líneas aumentando la carga de sus deberes, van en contra del propósito que se desea alcanzar: no es el castigo escolar el que modifica las secreciones del estómago y corrige la anemia de la sangre.

Todo lo que puede hacer el maestro consiste en intervenir con dulzura para ahorrar al niño grandes fatigas, para excitarle a tomar un poco de ejercicio, haciéndole jugar con camaradas de carácter dulce, animar sus menores esfuerzos, y así sucesivamente. El papel principal en este asunto es el del médico escolar.

Este es un papel que hasta ahora ha resultado bien reducido, pues apenas se interesa nadie por la salud de los niños, a no ser en el caso de verse atacados por una enfermedad epidémica. Recientemente, algunos médicos higienistas han propuesto una extensión importante del servicio médico escolar, porque desean que el médico siga el estado de crecimiento y el estado de salud de cada niño, haciendo sobre él, al cabo de tres meses o de seis, medidas de talla, peso, circunferencia de pecho y examinando además el funcionamiento de la visión y de la audición. Comprobará el médico al propio tiempo el estado del sistema nervioso, del tubo digestivo, del sistema óseo, de la piel; y todas estas medidas deben ser escritas por el facultativo en un cuaderno individual consagrado a cada niño. He aquí harto expedienteo y exámenes bien largos, si el médico debe reconocer uno tras otro en cada trimestre los trescientos o más niños de una escuela primaria. Nosotros hemos demostrado además que se podría, en todo caso, ahorrar tiempo encargando al maestro de todo lo que es mensuración y examen de los órganos de los sentidos. Pero poco importa este detalle que sólo resulta secundario; lo que precisa especialmente poner de relieve es la idea que los médicos se hacen de los servicios que el cuaderno sanitario prestará a los niños. Para que estos servicios no sean puramente ficticios, habría necesidad de que las atribuciones del médico escolar fuesen concebidas de otro modo que como en la actualidad se entienden.

Actualmente se quiere, en efecto, que el médico escolar, después de haber examinado a un niño enfermo o predispuesto a estarlo, si este niño no tiene una enfermedad contagiosa, no prescriba ninguna suerte de tratamiento; hasta se desea que no formule ningún diagnóstico, y que se limite a advertir a las familias que su hijo tiene necesidad de cuidados médicos, sin añadir una sola palabra. Esta reserva resulta impuesta por el deseo de respetar los derechos de los médicos no escolares, no haciéndoles una concurrencia muy seria. Estos, en efecto, perderían todos sus clientes si los médicos escolares les cuidasen gratuitamente.

Hay aquí un hermoso ejemplo de fraternidad profesional, y nosotros le admiraríamos de todo corazón si la salud de los niños no corriese riesgo. Esta parte de la cuestión es la que se olvida demasiado; y nuestra opinión es que si son los enfermos los que hacen vivir al médico, no resulta de ello que los enfermos estén hechos para el médico. Restringiendo exageradamente la iniciativa del médico escolar, se hace poco importante su función; cuando el escolar enfermo o enfermizo pertenece a un medio acomodado, su familia, en la mayor parte de los casos, tendrá su médico y sabrá ya a qué atenerse sobre la salud del muchacho; la advertencia del médico escolar no la enseñará nada nuevo. Cuando, por el contrario, se trata de un niño que pertenece a un medio pobre, hay probabilidades para que los padres no se preocupen jamás en consultar a un médico; las hay también para que continúen no consultándole, a fin de no pagar el precio de la consulta y del tratamiento, y hasta a fin de evitar las molestias de una visita. Luego es especialmente a los niños de las clases pobres a quienes habría que asegurar en la escuela una consulta médica gratuita; el interés de los niños lo exige, y este interés resulta verdaderamente grande para olvidar otra consideración.

Nosotros hemos considerado los casos verdaderamente graves, en que el estado físico de los niños revela un estado de enfermedad crónica o aguda; estos son casos excepcionales. Dejando los otros aparte, es preciso preocuparse de saber si el desarrollo corporal de un niño se verifica o no de una manera normal; es ésta una parte de la cuestión que resulta menos médica, y que interesa a la pedagogía propiamente dicha; resulta también más accesible a la experimentación y a conclusiones precisas, porque el estado de desarrollo corporal se juzga mejor que el estado de salud. He aquí las razones por las cuales un maestro debe preocuparse del desarrollo corporal de sus alumnos, y he aquí las condiciones en que este examen físico debe hacerse sobre todo.

En primer término, la edad de un niño está ligada a su desenvolvimiento. Es preciso distinguir entre dos clases de edades: la una es la edad cronológica, que resulta de la fecha suscrita sobre la partida de nacimiento; la otra es la edad anatómica o fisiológica, que está expresada por la elevación de la talla, por el peso, por la fuerza muscular, el desarrollo de la dentición y del sistema piloso, el timbre de la voz y todas las otras señales reveladoras de la madurez. Normalmente, estas dos edades, la cronológica y la fisiológica, se corresponden; pero se corresponden con numerosas excepciones. No es raro encontrar niños que están más o menos avanzados que su edad legal; y el adelanto o el retraso se eleva algunas veces a dos años, a tres, raramente a más. ¿Cómo es preciso juzgar la edad del niño en estos casos de desacuerdo? Con frecuencia se toma en consideración la edad de un niño, por ejemplo, para la clase donde se lo coloca o para los exámenes a los cuales se le permite presentarse; los reglamentos hasta fijan para ciertos exámenes límites de edad. Parecía natural tener en cuenta la edad fisiológica, porque ésta es la edad real, efectivamente vivida; la otra no es más que una ficción.

Otra cuestión: es importante conocer y medir las fuerzas físicas de un individuo para saber cuál es la preparación física que necesita, cuáles resultan los ejercicios que son apropiados a su cuerpo y a cuál dosis hay que someterle en los ejercicios de gimnasia. Estas lecciones son de órdenes diversos, y a pesar de la supresión general de los aparatos, que está de moda en la actualidad, queda toda una serie de ejercicios que no exigen la misma cantidad de esfuerzo y no producen la misma cantidad de fatiga. La cultura física debe evidentemente adaptarse al valor fisiológico de cada individuo; lo que es bueno para uno puede resultar malo para otro. Es absurdo someter al mismo trabajo muscular individuos que se distinguen por enormes diferencias de desarrollo físico; esto es absurdo y peligroso. Hay un cierto grado de fatiga que no existe temor en producir, porque resulta saludable para el cuerpo, y se repara pronto; pero cuando la fatiga excede de cierto límite, al organismo le cuesta trabajo reponerse, resultando de ello agotamiento y hasta intoxicación. Por consecuencia, si no se tiene en cuenta el estado de las fuerzas de los individuos, si se confunde a los robustos con los débiles en un mismo ejercicio, se corre el riesgo de exigir un trabajo que será insuficiente para vigorizar a los unos, excesivo y debilitante para los otros. Lo que decimos aquí de la gimnasia se aplica con mayor razón a los juegos ordinarios, cuyo efecto, cuando están bien graduados, resulta excelente. No se podría aplaudir sin reservas los programas de ciertas escuelas por el hecho solo de que consagran una parte principal a la vida física de los escolares. El exceso físico debe evitarse de igual modo que el exceso intelectual.

No es solamente en gimnasia donde hay que dosificar, sino en los sports. Hoy día el gusto de los sports está muy extendido entre la juventud y hasta constituye una de las cosas más curiosas de nuestro tiempo: la bicicleta, el remar, el foot-ball y otros muchos juegos que imitamos de los ingleses se encuentran muy en boga; el pequeño y débil escolar, con quevedos, de otras épocas, es casi un mito en la actualidad, o por lo menos abunda poco. Todos los fisiólogos han aplaudido este movimiento general y han visto en él un medio de regeneración para la raza; los patriotas están conmovidos y persuadidos de que esta cultura física intensiva nos dará mejores soldados. A pesar de todas estas razones, se comienza a notar que los excesos del sport no son, como se había creído cándidamente, favorables siempre para la salud, sino al contrario.

En los colegios y liceos, donde la vida sportiva está adoptada con mayor furor, el nivel de los estudios ha bajado. Esta es una aplicación de una regla que se puede considerar como general; cierta dosis de ejercicio físico resulta excelente para la conservación de la salud y puede influir también de rechazo y muy ligeramente sobre el desarrollo de la inteligencia; pero cuando esta dosis se traspasa, se produce en el organismo lo que se observa en todo presupuesto: un gasto sobre un capítulo arrastra una economía necesaria sobre otro; en diferentes términos, demasiado ejercicio físico perjudica a la cultura intelectual. Es ésta una razón para mirar de cerca cuáles son los niños que toman parte en los ejercicios más fatigosos y más violentos; es, sobre todo, una razón para que los maestros y los padres juzguen sin debilidad el estado de las fuerzas de sus hijos, y no permitan a éstos más que ejercicios que no excedan de su potencia física real, para que no perjudiquen a sus estudios.

El examen de las fuerzas físicas tiene también su utilidad, cuando se decido enviar a un niño a una escuela al aire libre, o a esas colonias escolares del campo o de la ribera del mar, que están destinadas a tonificar, por una vida física muy sana, a los niños anémicos de las grandes ciudades. El peso y la medida podrían ser utilizados, al marchar los niños y a su retorno, para verificar en cuál grado han aprovechado su estancia en la colonia de vacaciones, y para saber, por consecuencia, si el régimen adoptado era mejor o menos bueno que otro. Se procede con frecuencia a tales medidas, pero se realizan con tanto optimismo y reclamo que nos parecen sospechosas. Los que las hacen desconocen las precauciones que son absolutamente indispensables para asegurar la sinceridad de las operaciones; estas preocupaciones las señalaremos en el acto.

Cuando los niños han llegado a ser jóvenes y abandonan el medio escolar para entrar en la vida, en este momento aún resultaría muy útil tomar una anotación de sus cualidades físicas, porque daría al alumno y a sus padres enseñanzas preciosas sobre las profesiones y oficios para que el individuo resulte más apto; y al propio tiempo, el alumno aprendería a no equivocar el camino, emprendiendo ocupaciones donde la demanda resulta superior a sus fuerzas físicas. Cada oficio, todo el mundo puede notarlo, exige un gasto físico diferente: el obrero debe ser más fuerte que el empleado; el obrero manual gasta más sus músculos que el obrero de arte, y el oficio de forjador reclama individuos más resistentes que los que trabajan en madera; el pintor no tiene necesidad de ser tan robusto como el albañil. El minero que vive bajo tierra, debe poseer más resistencia que el que trabaja al aire libre. ¡Cuántos infortunios se evitarían si el maestro pudiese instruir discretamente a cada alumno sobre sus capacidades y mostrarle el camino donde puede internarse sin peligro! Habría menos descontentos, menos revolucionarios y habría, sobre todo, menos mortalidad.

Así es que, por poco que se reflexione en ello, advierte uno con asombro que existe un número considerable de problemas de educación que podrían resolverse de la manera más satisfactoria por el examen físico de los alumnos. Y aún no hemos acabado de enumerarlos. Todavía citaremos otras dos cuestiones.

La primera de estas cuestiones consiste en el valor comparativo de dos sistemas de gimnasia: el antiguo sistema francés con ejercicios de aparatos para los miembros superiores, y la gimnasia sueca. Esta última es la que triunfa hoy. La discusión ha sido puramente teórica; ninguna experimentación, ninguna comprobación ha intervenido en ello; ni siquiera se ha pensado en hacerlo; de tal manera domina la moda. Resultaría, sin embargo, bien sencillo indagar sobre grupos de alumnos suficientemente numerosos cuál es el sistema de gimnasia que aprovecha más a su cuerpo.

Última cuestión, el internado. ¿Es exacto que el internado-prisión, que ha entristecido la juventud de tantos hombres de nuestro tiempo, sea tan mal sano para el desarrollo corporal como para el desenvolvimiento del espíritu? Aún resulta fácil saberlo, comparando el desarrollo corporal medio de los internos y de los externos. La influencia nefasta producida por los concursos, por el exceso de trabajo, por la insalubridad de los edificios, por los errores del régimen alimenticio, todo esto se puede dosificar con el examen físico mucho mejor que con otro procedimiento cualquiera. Desde el momento en que una colección de individuos, colocados en ciertas condiciones, muestran señales de deficiencia física, de endeblez, es incontestable que estas condiciones no son buenas. Un ejemplo en apoyo de ello. Hace diez años hacía yo comprobaciones de este género en las escuelas normales de maestros y maestras. Recuerdo todavía algunas de mis comprobaciones. Hubo escuelas donde no pude menos de asustarme por la flacura y la endeblez de los alumnos a quien pesaba; se me dijo que estos alumnos, muchachas en su mayor parte, estaban fatigadas por un concurso al cual no llegaban más que en la proporción de una sobre veinte. Se añadió que las habitaciones de la escuela eran estrechas, viejas, insalubres. Ello me explicaba el lenguaje del peso.




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- II -

La relación entre la inteligencia y el desarrollo físico


En las páginas precedentes hemos insistido sobre un cierto número de circunstancias donde hay gran interés para los escolares, para las familias, para la sociedad, en que la fuerza física de los alumnos sea medida atentamente. Queremos ahora examinar una cuestión un poco diferente, la de las condiciones que existen entre la inteligencia de un niño y su fuerza corporal. Examinando esta cuestión, que presenta por sí misma mucha importancia, nos veremos conducidos a tomar en consideración ciertos problemas sociales que están en disposición de producirse, sin que nadie les preste atención, y que un día u otro habrán de tener una influencia enorme sobre la existencia de la sociedad.

Comencemos por una cuestión completamente simple y de interés psicológico.

¿Se puede comprobar una relación cualquiera entre la inteligencia de un escolar y su desarrollo corporal? Muchos educadores, filósofos, médicos, creen en la existencia de esta relación, que se expresa en lengua vulgar por el aforismo: mens sana in corpore sano. Pero si se consultan los resultados de las mensuraciones precisas que han sido hechas en diversos países, se advierte que es muy difícil conocer la verdad. Para ciertos autores, los niños más inteligentes de una clase tienen más vigor físico, y lo prueban con cifras y con estadísticas. Para otros, por el contrario, son los más torpes, los más atrasados, quienes muestran mayor desarrollo físico, y ello se testifica igualmente con cifras y estadísticas. Luego vienen otros autores que demuestran de la misma manera que la relación buscada entre la inteligencia y el desarrollo físico no existe. Ante estas contradicciones, uno se asombra, vacila y, finalmente, se vuelve escéptico, colocándose en la opinión de los últimos autores, y concluyendo que decididamente la inteligencia no tiene nada que ver con la fuerza corporal.

Pero si se analiza de cerca todos estos trabajos dándose cuenta de los métodos empleados, se explican bien sus contradicciones. Autores como Gilbert4, Boas5, West6, para juzgar de la inteligencia de los niños, se han remitido a la apreciación de los maestros y han pedido a éstos que dividiesen todos los alumnos de sus clases en tres grupos: los más inteligentes, los de inteligencia media, los menos inteligentes. Gracias a este método fue como los citados autores han encontrado una relación inversa entre el desarrollo corporal y el desarrollo intelectual, y se comprende bien el error cometido. Por de pronto, los maestros pueden engañarse en su clasificación, y sobre todo tienen tendencia a no tomar en cuenta las edades diferentes de los niños; de aquí se desprenden muchas consecuencias. Yo prefiero con mucho el método adoptado por el antropólogo americano Porter, el cual, para apreciar la inteligencia, no tiene en cuenta más que el grado de instrucción y decide que a igualdad de años, el niño más inteligente es aquel que ocupa la clase más adelantada. Empleando esté método, Porter ha encontrado que los niños más inteligentes tienen sobre los otros una superioridad de peso y de talla7.

Queriendo formar sobre esto una opinión personal, me tomé el trabajo de medir el desarrollo físico de 600 niños de escuela primaria; luego, para operar su clasificación intelectual, empleó corrientemente dos métodos. El primero, al cual acaba de aludirse, podría tomar el nombre de método subjetivo; el método resulta de la apreciación de los maestros. El segundo método, más sabio, tiene en cuenta la combinación de dos datos: la edad de los niños y su grado de instrucción. A igual edad, es juzgado como más inteligente el que resulta más instruido. Como se sabe exactamente en cuántos años los niños de escuela que tienen una evolución normal deben recorrer todo el ciclo de los estudios, se puede determinar, para cada uno de ellos, si es regular o si está atrasado; hasta es posible saber si tal retraso o adelanto son solamente de un año o de dos, de tres o más. Así, un niño de diez años, que está en la escuela primaria, se encontrará en el curso medio, segunda división, si es regular; si se le encuentra en el curso elemental, segunda división, es que está atrasado en dos años; si, por el contrario, está ya en el curso superior, es que va adelantado un año. Una anotación análoga puede ser aplicada a los liceos, a los colegios, a todos los establecimientos que presenten un curso de estudios regular. Basta con transformar el grado de instrucción con relación a la edad en grado de inteligencia para tener una clasificación muy interesante que no depende de una apreciación subjetiva y siempre un poco arbitraria de los maestros, sino que traduce todo un conjunto de resultados, toda la suma de esfuerzos, de actos de atención, de memoria, de juicio que supone la instrucción oficial. Es lógico juzgar de la inteligencia de un niño según sus éxitos escolares. Por esta misma razón se juzga la inteligencia de un adulto según su éxito en la vida.

Empleé comparativamente estos dos métodos para saber si el grado de inteligencia de los alumnos está en alguna relación con su desarrollo físico. El primer método, aquel que consiste en utilizar la apreciación de los maestros, no me dio absolutamente nada; por el contrario, con el método del grado de instrucción, advertí en seguida que la relación buscada llega a ser clara y precisa. Hubo necesidad, para adquirir una certidumbre, de extender mucho las indagaciones y multiplicarlas en diversas escuelas; yo tenía conmigo colaboradores animosos y concienzudos, el doctor Simón y M. Vaney, que me secundaron valientemente. Pasemos sobre los detalles de las operaciones que han consistido en tomar en consideración el peso, la talla, la anchura de hombros, etc., etc., pero queremos por lo menos citar algunas cifras que precisarán las ideas. Estas cifras son relativas a dos escuelas de muchachos:

Un corto comentario bastará para explicar el sentido de las cifras. Tomemos la primera columna de la izquierda. Vemos en ella que entre los niños adelantados de inteligencia hay 33 que están adelantados como desarrollo corporal, 35 regulares y 22 atrasados. Esta distribución es curiosa, porque muestra que los adelantos intelectuales son más numerosos entre los adelantados físicos que entre los atrasados físicos; pero ésta es una regla que sufre muchas excepciones, puesto que 22 por 100 de alumnos con brillante inteligencia están entre los endebles.

Así, la relación buscada existe ciertamente, pero no aparece más que en los grandes números y se encuentra desmentida en una minoría tan imponente de casos pue no podría servir para ningún diagnóstico individual. Si un niño de doce años posee la talla, el peso, la fuerza muscular de un niño de diez, si tiene por consecuencia dos años de retraso físico, no existe el derecho de concluir de ello en nada que concierna a su inteligencia. Acaso su inteligencia esté en retraso como su cuerpo; acaso sea de una fuerza media; acaso resulte extremadamente precoz.

Encontramos aquí, por primera vez, la ocasión de señalar una distinción muy importante entre las verdades del término medio y las verdades de aplicación individual. Ciertas disposiciones físicas y morales no se hacen constar más que por pruebas repetidas sobre un gran número de individuos, y no pueden servir más que a conclusiones de grupo. Bien pronto veremos muchos ejemplos. He aquí ya uno muy preciso facilitado por el estudio del desarrollo físico. Ciertas otras disposiciones tienen el interés de prestarse a aplicaciones individuales, porque son el signo de una cualidad que no falta nunca. Así la respiración anhelante, en medicina, no es un signo genérico, es un signo cierto de neumonía. De igual modo en psicología encontraremos muchos de estos signos preciosos que permiten juzgar y clasificar un individuo.

¿Por qué, pues, resulta que la mensuración corporal de un escolar no nos ilustra con precisión sobre su capacidad de inteligencia? Hay aquí un defecto de relación que choca. ¿Es que la inteligencia no tiene necesidad de un substratum anatómico? ¿Es que no está bajo la dependencia de un cerebro bien conformado, bien irrigado, bien nutrido? ¿Es que el cerebro, a su vez, no depende de los otros órganos, del corazón, del estómago, de los riñones y también del sistema muscular y del sistema óseo? ¿Es que no hay un lazo de dependencia entre todas las partes de un organismo? Y, por consecuencia, si el ser físico de un escolar resulta vigoroso, ¿es que no se debería encontrar el mismo vigor en su ser moral?

Sin duda estas correlaciones existen, pero es preciso creer que resultan menos simples de lo que nuestra imaginación las concibe; en todo caso son influidas por una multitud de factores accesorios e incomprensibles. Dejemos aquí las teorías y no consideremos más que la práctica. En la práctica escolar resulta evidente que el lazo que une la capacidad intelectual y la capacidad física es bastante flojo, y que de un examen de antropometría corporal no se puede concluir nada sobre la inteligencia de un escolar. El diagnóstico pedagógico no puede, por lo menos en el estado actual de nuestros conocimientos, utilizar estos datos anatómicos y fisiológicos.

No obstante, hay casos en que el estado físico de un niño permito establecer conclusiones relativas a su estado mental. Hasta aquí nos hemos puesto en el punto de vista del diagnóstico. Supongamos ya que estamos en las condiciones de establecer otra hipótesis que, por lo menos, presenta tanto interés práctico como la precedente. Hemos aprendido, por pruebas ciertas, que un niño es, en realidad, menos inteligente que la mayor parte de sus camaradas; que tiene dificultad en comprender, su memoria es perezosa, su atención se fatiga pronto. De aspecto endeble, tiene una talla y un peso atrasados en dos años, una capacidad respiratoria atrasada en tres, y así sucesivamente. En este caso, no hay diagnóstico que hacer; no se puede partir del estado físico para conjeturar el estado intelectual, puesto que el estado intelectual del sujeto está tan bien definido como su estado físico. El acuerdo de los dos estados, que presentan un carácter común de miseria, no puede olvidarse. Es legítimo indagar si realmente existe entre los dos estados un lazo de causalidad. Para esto se recurrirá al médico escolar; éste hará un examen de los dientes, del tubo digestivo, indagará si hay vegetaciones en el fondo de la garganta para buscar las señales de la anemia, las enfermedades orgánicas del corazón y del pulmón, y entonces se hallará en estado de saber si la sospecha que se tuvo se ha confirmado por un examen metódico. Se ve, pues, que la práctica de las mensuraciones corporales escolares no debe en modo alguno ser rechazada, porque si estas mensuraciones, tomadas en sí mismas y aisladas del resto, tienen poca significación para el diagnóstico de la inteligencia, sirven mucho cuando son confirmadas por observaciones de otro género; su principal ventaja es la de despertar la atención del pedagogo sobre un niño sospechoso que, sin este examen, habría pasado inadvertido.

El examen y la medida del desarrollo físico de los niños no ofrecen solamente un interés de pedagogía; todas estas cuestiones, cuando se las comprende bien, traspasan los intereses propios de la escuela y adquieren una verdadera importancia social, porque ponen en juego el porvenir de nuestra raza y la organización de nuestra sociedad. Después de haber comprobado que el poco desarrollo intelectual de ciertos escolares es una expresión de un corto desarrollo físico, no puede uno contentarse con describrir esta correlación por su interés filosófico; no basta con alinear cifras, es preciso saber lo que estas cifras nos revelan; es preciso, sobre todo, mirar un poco a los niños que han sido medidos.

Hemos querido, en una escuela donde hacíamos medidas antropométricas, mirar atentamente cuáles son los niños que ofrecen un retraso, por lo menos de dos años, en sus medidas. Hicimos llamar delante de nosotros a todos esos rezagados, y para poner mejor en claro su deficiencia intelectual, para aguzar nuestro poder de observación, los comparamos con escolares de igual edad, cuyo desarrollo era rigurosamente normal. No conocíamos ni a los unos ni a los otros, hasta ignorábamos sus edades, tratando sólo de averiguar cuáles eran los enfermizos. El doctor Simón, nuestro fiel colaborador, nos asistía en este ensayo. No hicimos desnudar a los niños. Nos contentamos con mirar su cabeza y su aspecto general. El cuadro viviente que se ofreció a nuestros ojos fue conmovedor, a tal punto que de treinta niños, compuestos en parte de normales y en parte de atrasados, que nos fueron presentados, sin que se nos dijese su edad, sólo pudimos engañarnos seis veces; en los otros veinticuatro casos reconocimos a los atrasados. Lo que principalmente nos guiaba era la vista de conjunto, la actitud del cuerpo, la coloración de la piel del rostro, la forma y expresión de las facciones. De todo ello se desprendía una impresión indefinible de miseria fisiológica.

Y lo que hay de más triste y más grave en esto es que esta miseria fisiológica resulta la expresión de una miseria social, es decir, de una miseria profunda, que obedece a la constitución misma de nuestra sociedad. No presentamos aquí indagaciones enteramente personales, que se podrían poner en rigor en la cuenta de un medio muy especial. Los resultados que hemos obtenido están, desgraciadamente, en armonía completa con los de aquellos autores que han trabajado en las escuelas abiertas al pueblo. Y estos autores resultan numerosos. Citemos a Burggraeve, Niceforo, Mac Donald, Schuyten, etc. Todos han visto, como vimos nosotros, que una gran parte de los niños que tienen un desarrollo corporal por debajo de su edad son niños cuyos padres están en condiciones de pobreza y hasta de miseria.

Es fácil establecer rápidamente en una escuela primaria una estadística de los niños más pobres, según la manera como se les hace aprovechar de la asistencia. Esta asistencia se traduce de dos maneras: por una distribución de vestidos gratuitos y por una distribución de alimentos gratuitos. Claro es que estas distribuciones se hacen por el director de la escuela después de una encuesta discreta sobre la condición social de los padres; se conoce, pues, cuáles son los padres menos afortunados, y aun se puede establecer grados de infortunio de las clases sociales. Porque indagando cómo los niños adelantados y retrasados físicamente se distribuyen en estas clases sociales, encontramos que los retrasados están en su inmensa mayoría en las clases que tienen necesidad de asistencia, sea como alimento, sea como vestido, sea de ambas cosas a la vez; mientras que los regulares y sobre todo los adelantados físicamente pertenecen en mayoría a las clases menos pobres.

He aquí, por lo tanto, un hecho bien demostrado, desgraciadamente. Un buen número de niños de cuerpo endeble que frecuentan nuestras escuelas primarias se ven reducidos a este estado por consecuencia de privaciones sufridas en la familia, privaciones que probablemente afectan a la vez la alimentación y la higiene. Y lo que hay de más grave en todo ello es que esta disminución de vigor físico no resulta un fenómeno individual, habiéndose producido solamente en los niños, y cuya supresión se podría realizar por una asistencia atenta; no es realmente la miseria hereditaria la que caracteriza a la familia pobre, porque no es sólo el niño quien, cuando se le mide físicamente, se muestra inferior al término medio; la misma inferioridad existe en su padre y en su madre. Hemos rogado a éstos por circular que nos enviasen sus medidas; hemos dirigido esta súplica a todos los padres de los escolares; y las cifras numerosas que se nos han enviado, cuyo valor no podemos testificar, naturalmente, más que en globo (porque ignoramos con cuál cuidado cada padre ha medido su talla), nos muestran hasta la evidencia que ya la talla de los padres pobres está por debajo de la media, mientras que la de los padres acomodados permanece por encima. En efecto, hay 54 por 100 pobres por debajo de la talla de 1,60 metros, y hay solamente 47 por 100 de padres acomodados que estén por debajo. Las diferencias no pueden considerarse como verdades absolutas, pero resultan significativas como dirección.

Así es como empleando instrumentos tan modestos cual la toesa y la balanza, y haciendo operaciones que parecen bien elementales, casi inútiles, el educador se encuentra en presencia de los problemas sociales más angustiosos de nuestra época. No le corresponde a él resolver tales problemas, que caen fuera del dominio de la escuela y la pedagogía. Pero debe señalarlos con insistencia a los poderes públicos, y en la proporción que le corresponde en las funciones de asistencia, tan desarrolladas entre nosotros, debe procurar que estos socorros vayan a los niños que tienen más necesidad de ellos. No solamente las indagaciones sobre los medios, sobre los padres, sino mensuraciones atentas del desarrollo corporal deberían ser realizadas en todas las escuelas, y los resultados de tales mensuraciones, después de un control, deberían ser utilizadas, puesto que constituyen una verdadera medida de la miseria social. Yo pediría que estos resultados fuesen agrupados en una oficina central, donde se tendría una perspectiva de conjunto sobre las escuelas y donde se indagaría el modo de proporcionar a la miseria de la población de cada escuela la cantidad de socorros en vestidos y en alimentos que se le concediese. Así, el servicio de las cantinas gratuitas, que dependen actualmente de condiciones accidentales y en absoluto locales, debería ser por completo revisado sobre las bases que indicamos, de manera que los alimentos gratuitos fuesen distribuidos con mayor abundancia en las escuelas más pobres. No pedimos nuevos créditos, sino una distribución equitativa de los que ya existen.

Haciendo prevalecer estas ideas de control científico, guiando así la repartición general de los socorros, es como el educador contribuirá, en gran parte, a introducir el buen sentido, la precisión y la justicia en las obras de humanidad.

He aquí lo que se puede decir sobre la manera como es forzoso dirigir los actos de asistencia. Pero la cuestión es todavía más extensa, y el mal más profundo de lo que hemos dejado suponer. Las clases pobres y miserables no ofrecen solamente señales de degeneracion física. Su degeneración física va acompañada de degeneración intelectual y moral. Y éstas no son sólo perspectivas teóricas, resultan por desgracia hechos, hechos indudables; nosotros los hemos recogido no solamente en París, sino en ciudades de provincias, y hasta en el medio de las poblaciones agrícolas. Por todas partes, los niños de padres pobres y miserables resultan menos inteligentes que los otros; lo que lo testifica es por de pronto que en general están con frecuencia más atrasados en sus estudios; tienen a los once años, por ejemplo, la instrucción a la cual los hijos de familias acomodadas alcanzan de nuevo a diez años; otra prueba, llegan en menor número al certificado de estudios, examen que no hay que criticar, porque resulta una medida del nivel intelectual. En una pequeña escuela de aldea se hizo una indagación a instancias mías, encontrándose que todos los niños de medios acomodados habían tenido su certificado, mientras que los de los medios de miseria no lo habían obtenido más que en la insignificante proporción de uno sobre cuatro. He aquí lo que se refiere a la inteligencia. Pero esto aún no es todo, los sentimientos morales han sufrido una decadencia paralela. No hablamos en modo alguno de los sentimientos morales de los jóvenes, porque en la escuela apenas si hay ocasión de observarlos; tomamos en consideración los de los padres. Estos tienen un deber esencial que cumplir frente a sus hijos: darles cuidados materiales, velar por su limpieza, su alimento, su higiene e imponerles el orden, el método, la regularidad; después vienen los cuidados intelectuales: darse cuenta de la manera como se observan los deberes y se siguen las lecciones y, por último, las lecciones morales inculcadas sobre todo por el ejemplo, los buenos consejos, las recompensas justificadas y los castigos sin exceso ni debilidad. Desde este triple punto de vista material, intelectual y moral, los padres de condición pobre y miserable se muestran claramente inferiores a los padres acomodados. Un maestro de provincias, M. Limosin, bien colocado para conocerlos, me ha ilustrado a este propósito por medio de una estadística que no puede ofrecer duda, tan elocuentes resultan sus conclusiones; y todos los directores de las escuelas parisienses a quienes mostré tales conclusiones me aseguraron sin vacilar que su experiencia personal les permitía suscribir lo dicho por M. Limosin.

¿Cómo, pues, explicar tal decadencia de las clases pobres? Si se tratase de casos aislados y poco francos, se tendría la tentación de recurrir a pequeñas explicaciones. Se notaría, por ejemplo, que muchos padres están ocupados durante el día, que vuelven por la noche a su casa muy fatigados y no tienen tiempo de velar sobre el trabajo de sus hijos; muchos también aún no se dan cuenta de la utilidad de la instrucción. Pudieran ser invocadas otras razones. Nosotros no creemos en su generalidad. La decadencia social en cuya presencia nos encontramos es demasiado importante para explicarse por causas tan pequeñas; nos parece más bien una consecuencia de la decadencia física. Todo se corresponde en el organismo: si la parte física sufre una regresión, la parte mental debe sufrir a la larga una regresión análoga. Porque es por consecuencia de un rebajamiento del nivel físico como un individuo muestra menos atención, menos memoria, y sobre todo reflexiona menos, sacrifica constantemente el porvenir al día, satisface sin freno las necesidades inmediatas, cede a la sugestión del placer, del ejemplo, del alcohol, y malgasta en un día o dos la ganancia de la semana. La verdadera definición moral del miserable no es: un ser a quien falta dinero, sino: un ser que es incapaz del ahorro. Y todos estos efectos mentales de la decadencia física son las consecuencias naturales de la falta de higiene y de alimentación, y resultan sus efectos al propio tiempo, aunque de una manera accesoria, las causas; porque la mala higiene y la mala alimentación están aún agravadas por la falta de reflexión y la falta de espíritu de conducta. En verdad, el sistema de las castas, que la revolución de 1889 ha abolido, existe aún; no están reconocidas ni sancionadas por la ley, pero subsisten de hecho, atestiguadas por la debilitación física, intelectual y moral de los seres más miserables.




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- III -

La medida del desarrollo físico


Después de estas consideraciones generales, hablemos un poco de técnica. Hemos mostrado, en todo lo que precede, el interés que presenta la apreciación del estado físico de un niño. Veamos de qué modo se puede hacer esta apreciación. Como éste no es un tratado ni una guía, como pretendemos simplemente exponer algunas ideas nuevas que nos han sido sugeridas por nuestra experiencia, dejaremos a un lado una parte de este examen, que no es de la competencia del educador, y para la cual hay necesidad del concurso de un médico inteligente; ésta es la parte propiamente médica, consistiendo en la indagación de un estado patológico definido, como la tuberculosis, la escrófula, la anemia, la epilepsia, etc., sin contar, por supuesto, las afecciones agudas. No hablaremos aquí más que de los procedimientos que se pueden poner en uso para estudiar la antropología escolar.

Ya, sin procedimiento de ninguna suerte, unos ojos perspicaces advierten si un niño es robusto o no. Una boca con dibujo enérgico tiene distinta significación que unos labios blandos, vagamente dibujados y caídos. Una carne con modelado definido y como esculpido es más sana que una carne fofa. La coloración especialmente es importante; está compuesta por la mezcla de dos tonos elementales, uno rojo, amarillo el otro, cuyo valor y proporción deben ser tales que el rostro aparezca coloreado y no resulte más amarillo que rojo, sino de una manera equivalente; el tinte blanco, por falta de estas dos coloraciones, o por la exageración de uno solo de los tonos, resulta una desviación del estado normal. Llamaré aún la atención sobre la expresión de fuerza o de debilidad que ofrece la actitud del cuerpo. Durante el reposo una persona fatigada la revela por dos suertes de actitudes: actitudes ligamentosas, es decir, tales que para guardar la posición no se recurre a los músculos, sino a los ligamentos; o bien actitudes en las cuales se busca inconscientemente un apoyo; por ejemplo, uno se apoya en el muro, o sobre una mesa, o se recuesta sobre el respaldo de un sillón. La busca del apoyo es evidentemente la señal de una debilidad física, porque todas las veces que uno está apoyado experimenta un alivio, en razón del peso que se hace soportar con el apoyo y con el cual se desembaraza su cuerpo. Así, yo supongo que uno esté sentado sobre una silla y que la silla esté colocada sobre una báscula; si se apoya con los dos codos sobre una tabla puesta delante de la balanza, esta última acusará bien pronto una disminución de peso, que puede ser considerable, de 10 kilos, por ejemplo, para citar una cifra que fije las ideas. Esto menos hay que soportar por los músculos dorsolumbares.

Los instrumentos que permiten una medida del desarrollo corporal son la toesa para la talla, la balanza para el peso, el compás de espesor para la anchura de hombros, el dinamómetro para la fuerza muscular, el espirómetro para la capacidad vital. Cinco instrumentos para todo; pero bastan, y si se sabe servirse de ellos, pueden hacerse comprobaciones extremadamente útiles.

No nos detendremos en ofrecer descripciones sobre el empleo de la toesa y de la balanza; estos detalles se encontrarán en todas las obras especiales.

Una palabra, de pasada, sobre el procedimiento que da cuenta de las dimensiones del pecho.

Aconsejamos que se rechace la medida de la circunferencia del pecho por una cinta graduada, porque la operación engendra errores que resultan enormes, relativamente a las variaciones individuales y al acrecimiento anual del perímetro torácico; se advierten bien, además, si se cuida uno de computarlas en sí mismo, tomando dos veces la medida sobre el propio pecho; todo el mundo se asombrará de la magnitud de las desviaciones que separa estas medidas.

Nosotros proponemos tomar en cuenta otra dimensión torácica, la anchura de los hombros o diámetro bi-acromial, contado entre los dos acromiones. No más importante que el perímetro torácico es el diámetro bi-acromial, que no da idea de la amplitud respiratoria; pero expresa el desarrollo del cuerpo en anchura y completa, por consiguiente, el dato facilitado por la talla, que marca el crecimiento en altura.

A estas exploraciones anatómicas añadimos habitualmente una medida de la fuerza muscular, empleando el clásico dinamómetro, éste es una elipse de acero que se coloca en el interior de la mano y que se aprieta con los dedos y con la palma; un cuadrante interior indica en kilogramos la cifra de la presión, y mide así la fuerza máxima gastada por los músculos flexores del antebrazo.

Esta es, entiéndase bien, una medida completamente local de la fuerza muscular, que no nos enseña nada sobre la energía de los otros músculos, por ejemplo, sobre las masas musculares del tronco y de las piernas; no obstante, tal como es, la cifra de presión manual con el dinamómetro resulta preciosa y mucho más significativa que el antiguo procedimiento clínico que consistía en decir a un enfermo «apriéteme usted la mano» para apreciar someramente la fuerza empleada en el apretón de manos. La principal crítica que se puede hacer al dinamómetro es la de registrar una especie de explosión de la fuerza y no el aporte continuo de una prueba continuada. Evidentemente éste es un mal. En todas las circunstancias de la vida es más bien la continuación del esfuerzo lo que se necesita; la fuerza física, como la voluntad y las otras cualidades morales, se revela especialmente por la continuidad de la lucha contra un obstáculo que persiste; mientras que un esfuerzo efímero, por intenso que sea, tiene mucho menos valor, y manifiesta con menos exactitud la cantidad de fuerza de que dispone un sujeto y también sobre su disposición para fatigarse.

Recuerdo, a este propósito, algunas observaciones muy instructivas que yo he hecho, hace ya una decena de años, sobre un terreno sportivo, con la colaboración de unos cuantos jóvenes que jugaban al foot-ball. Les hice apretar los dinamómetros muchas veces: primero antes de la partida, luego después, cuando llegaban sudorosos, rendidos de fatiga y muy deprimidos. Les hice realizar cada vez una serie de presiones. Lo que me sorprendió más aquel día fue que las primeras cifras de presión que me dieron antes de la partida y después eran casi equivalentes; pero la expresión de su fisonomía se mostraba bien distinta: al principio, cuando aún no estaban fatigados, su rostro permanecía tranquilo durante el esfuerzo; después de la partida hacían toda clase de gestos, de gritos y de contorsiones al apretar el dinamómetro, como si esta gesticulación exagerada les fuese necesaria para producir el mismo trabajo que antes. Aunque rendidos, daban, pues, el mismo trabajo que cuando estaban descansados, pero lo daban de otro modo. Este trabajo les costaba mayor esfuerzo, y aquí fue donde se revelaba curiosamente el cansancio producido por el juego de foot-ball.

Está indicado, cuando se quiere hacer una prueba de fondo, exigir a los alumnos, no ya una presión única con el dinamómetro, sino una serie de presiones. Se han preconizado otros instrumentos a fin de medir el trabajo muscular de que es capaz un individuo hasta el agotamiento, o mejor hasta el momento de la fatiga grande que inhibe el trabajo (porque el agotamiento verdadero no se produce nunca); el más conocido de estos instrumentos es debido al ingenio del fisiólogo italiano Mosso, que le ha bautizado con el nombre ergógrafo. Resulta excelente, pero es un instrumento complicado de laboratorio, que apenas puede servir corrientemente en las escuelas, a causa de su gran volumen, del tiempo muy largo que se necesita para hacerlo funcionar y de las causas de errores que produce si no se le observa con atención extremada.

Yo prefiero resueltamente el dinamómetro, cuando se quiere, por una exploración rápida, hacer el diagnóstico de las fuerzas de un individuo. Si se dispone de un poco de tiempo y se desea hacer un estudio profundo, es a otro instrumento, al espirómetro, a quien hay que dar la preferencia.

El espirómetro es un compuesto de frascos, de pesos o de resortes que permite conocer la capacidad respiratoria de una persona, es decir, la mayor cantidad de aire que se puede hacer salir voluntariamente de sus pulmones, después de una inspiración muy fuerte. Varias observaciones, concordantes todas, han demostrado que la capacidad respiratoria es el mejor dato que poseemos sobre la fuerza de resistencia o capacidad vital de un individuo. Respirar bien es el signo más seguro de que uno es capaz, no solamente de producir un gran esfuerzo, sino de prolongarlo y de facilitar, por consecuencia, un trabajo muscular considerable. Pues respirar bien es ventilar ampliamente sus pulmones; la cantidad de litros de aire que se hace pasar a cada respiración por su órgano respiratorio mide esta función. Aquellos que resultan físicamente fuertes se reconocen en una pequeña señal, que escapa al vulgo, pero que los fisiólogos conocen bien; no hay más que mirar a tales personas respirar regularmente; sus actos respiratorios son poco numerosos y muy profundos: respiran lentamente, pero con aliento continuado. Este es también el tipo de respiración de los escolares robustos. Los débiles de cuerpo, por el contrario, respiran con frecuencia.

Quiero, para concluir sobre el valor del espirómetro, citar aún un experimento; como la mayor parte de los citados, fue hecho en una escuela, y las condiciones son de tan gran simplicidad que todo el mundo puede repetirlo. Hace ya quince años hice, con diversos colaboradores, indagaciones de conjunto sobre la fuerza física de los escolares empleando todos los instrumentos, todos los métodos conocidos en aquella época, para estudiar ya las dimensiones del cuerpo, ya su rendimiento físico. Se pasó revista no solamente a la talla, el peso, la amplitud del pecho, la fuerza muscular con el dinamómetro, sino también el trabajo con el ergógrafo y con diversos ergógrafos, la rapidez de la carrera, la longitud del salto, la ascensión de una cuerda, la extinción de una bujía a distancia, la velocidad de los tiempos de reacción, la velocidad de los movimientos gráficos, etc. Todos los resultados obtenidos en cada una de estas pruebas eran marcados, de suerte que nos fue fácil hacer una clasificación de los alumnos por pruebas. Naturalmente, todas estas clasificaciones diferían un poco; los primeros en la carrera no eran los primeros en el dinamómetro, y los que subían más pronto por la cuerda lisa no eran los más elevados de talla.

Hicimos entonces una clasificación en globo, sintética, en la cual cada prueba se contaba por uno; ésta era una clasificación un poco análoga a la que se emplea en los liceos para el premio de honor. Indagamos en seguida cuál era la prueba particular que se aproximaba más a la clasificación en globo, y tenía, por consiguiente, el valor representativo más fuerte; esta prueba la dio el espirómetro. Así se ha demostrado una vez más esta verdad importante: el espirómetro resulta el instrumento que expresa mejor el conjunto de las fuerzas físicas de un individuo. ¿Se quiere probar la resistencia de un individuo a la fatiga? Pues resultará aquel que tiene más aliento.

Se observará que los medios de estudio que se emplean para registrar el desarrollo corporal son de dos categorías bien diferentes: los unos son anatómicos y prescinden del concurso del individuo; que el escolar, quiera o no quiera, basta con hacerle subir sobre una báscula para tener su peso y nada puede realizar para cambiarlo. Los otros procedimientos de medida son fisiológicos; suponen una función en actividad, y como esta función es medio voluntaria, se ve que la mensura así practicada se realiza, no sólo sobre un estado fisiológico, sino tanibién sobre un elemento moral.

Cuando alguien aprieta el dinamómetro, la cifra que éste da depende de tres factores combinados:

1.º La fuerza de sus músculos, es decir, la estructura, el volumen y el estado histológico de sus fibras musculares.

2.º La habilidad y el aprendizaje; la primera vez que se coge el instrumento, se adapta uno mal a él, no se sabe cómo poner los dedos y poco a poco, si se ejercita, sin permitir que la fatiga intervenga, se obtienen cifras de presión en orden creciente. Se ha comenzado por 32 kilogramos, se llega a 36, y después de descansar un poco hasta los 40. No hay nadie, por cándido que sea, que pudiera creer que tal crecimiento atestigüe únicamente un aumento de fuerza debido al ejercicio. Lo que ha aumentado es la destreza. Esta es, dicho sea de pasada, una noción importante que con frecuencia se olvida en la práctica.

3.º La voluntad; se quiere más o menos apretar con fuerza; se tendrá más voluntad si uno se interesa en ello excitado, que estando tranquilo, indiferente, apático, distraído, y en apoyo de esto citaré un ejemplo: haced apretar a un joven cuando se encuentra solo, y después procurad que lo haga delante de una mujer hermosa, y ya se verá que la segunda vez la cifra es superior, pues a pesar suyo su fuerza aumenta. En las escuelas, yo he medido este aumento artificial de fuerza física; se hacía subir al alumno a un estrado y se lo animaba en voz alta delante de sus camaradas reunidos; con tal excitación, la fuerza aumenta en una sexta parte por término medio.

Las mismas influencias se observan cuando se emplea el espirómetro: lo que el instrumento registra no es la cantidad de aire, que depende únicamente de la capacidad de los pulmones; es además el esfuerzo que se hace para inspirar y espirar, la habilidad con la cual se retiene el aliento para expulsarle en seguida, y sobre todo la energía moral que se pone en la prueba. Aquí todavía basta con producir la presencia de un individuo de otro sexo para ver un aumento sensible de las cantidades de aire espiradas.

Luego es incontestable que, en la apreciación de todas las funciones a que acabamos de pasar revista, la cifra que se registra no expresa solamente una fuerza física, sino una potencia de la voluntad. Sería quimérico separar el individuo moral del individuo físico. Además, ¿tal distinción ofrecería una utilidad cualquiera? ¿Resultaría legítima? Lo que valemos físicamente no depende solamente de nuestro peso, de nuestros músculos, sino de nuestra energía moral. Esta es quien manda a nuestros músculos, obligándoles a contraerse cuando están doloridos por la fatiga, ella es quien fija los límites prácticos de nuestra resistencia. Y no son límites fijos, invariables; al contrario, cambian mucho, según nuestro poder de voluntad, que es como el hogar intenso, el centro de nuestra personalidad.

Si podemos recorrer una etapa enorme o permanecer sobre nuestra bicicleta y mover los pedales contra el viento y las pendientes, no es porque tengamos muchos músculos y un pecho amplio, es porque queremos andar. Luego resulta científicamente exacto que la voluntad de cada uno de nosotros sea incluida entre los factores de su fuerza física.

Última cuestión. ¿Cómo apreciar la fuerza física de un escolar?

Al fin de una sesión de exploración física, el operador se encuentra en presencia de una colección de cifras que cubren sus cuadernos: cifras de talla, cifras de peso, cifras de anchura de hombros, cifras de presión dinamométrica y así sucesivamente. ¿Qué significa todo este conjunto extraño de cifras que se parecen tan poco a la realidad viviente que se acaba de medir? He aquí una interrogación que hacemos con frecuencia, porque la mayor parte de nuestras investigaciones, hasta las más psicológicas tienden hoy día a resumirse en una cantidad mensurable. Después de haber estudiado las capacidades mentales de un individuo, llegamos a este resultado de poder decir: para la memoria, tal cifra; para la atención, cual otra. Importa, pues, darse cuenta de que a pesar de su gran apariencia de precisión, la cifra no es más que un resultado bruto, del cual no se puede uno servir hasta haber establecido no solamente su significación, sino también su interpretación, y como hay aquí una cuestión muy general que debemos encontrar a cada instante en este libro, resolvámosla de una vez para no tener que volver sobre ella.

Un muchacho de diez años viene a nuestro laboratorio. A consecuencia de nuestras operaciones de antropometría hemos tomado notas para expresar lo que este muchacho «vale físicamente». He aquí el contenido de su boletín:

Talla. 1m,20.
Peso. 26 kilogr.
Amplitud de hombros. 28 cm 7.
Espirómetro. 1600 litros.
Dinamómetro. 17 kilogr.

Nada muestra mejor que estas cifras de qué modo los resultados numéricos tienen necesidad de un comentario para ser comprendidos. Este comentario es ante todo una apreciación. Puestos en presencia de un hecho biológico cualquiera, sólo le conocemos cuando llegamos a apreciar, a juzgar su valor. Se nos dice que Pablo tiene 1m,20 de talla. Cuando se nos indica esta cifra, tratamos especialmente de saber si es una talla grande o pequeña y si, puesto que se trata de un niño, este niño es grande o pequeño para su edad. Como se ve, la apreciación de tal valor supone un punto de partida facilitado por un término medio al cual se compara el dato individual. De aquí la necesidad de tener a su disposición un cuadro de términos medios.

Damos a continuación este cuadro, que ha sido formado por nosotros y nuestros colaboradores, a consecuencia de observaciones en varias escuelas:

DESARROLLO FÍSICO DE LOS NIÑOS
Escuelas primarias de París para las cifras de 4 años y por encima de ellas
Edad Talla en cent. Peso en kil. Anchura en cent. Espirómetro en cm. DINAMÓMETRO
m. dr. m. g.
Nacimiento 50 3,250 » » » »
1 año 70 9,750 » » » »
3 85 12 » » » »
4 98 15 21,5 » » »
5 103 17 23 » » »
6 108 18 24 » » »
7 114 20 25,5 935 10,35 9,80
8 121 23 27 1057 11,18 10,11
9 125,5 26 28 1316 13,85 12,54
10 130 28 28,7 1466 14,86 14
11 136,5 29,5 29 1600 17,20 15,45
12 143 33 30 1825 19,40 16,60
13 148 35 31 1957 20,90 19,05
14 154 » » » » »

Pero no es esto todo. Este cuadro de medias no nos sirve más que para una cosa, y es determinar si en cierta función nuestro individuo es igual a la media, o está por encima o por debajo; dato importante, pero muy vago, porque queda todavía por saber en cuál medida se presenta esta desviación de la media. El escolar que nos sirve de ejemplo tiene una talla de 1m,20, cuando la talla media de los niños de su edad es 1m,30; diremos, pues, que resulta pequeño para su edad: hasta añadiremos, dada esta desviación de 10 centímetros, que es muy pequeño. Apenas podemos ir más allá.

Para tener más precisión y sobre todo más claridad en las apreciaciones, yo he propuesto un medio de anotación que consiste en reemplazar las diferencias de talla en centímetros por desviaciones de edad.

Volvamos al ejemplo anterior. Nuestro escolar de 10 años tiene una talla de 1m,20; una mirada sobre el cuadro de las medias nos demuestra que esta talla es de 8 años. Diremos, pues, que en cuanto a la talla este niño se encuentra atrasado en dos años, lo que se escribe así: -2. Esto es claro, preciso, se comprende en seguida la importancia del atraso. Aplicando esta anotación a las otras medidas, se las transforma de la manera siguiente:

Talla. -2 años.
Peso. -1 año.
Anchura de hombros. =
Capacidad respiratoria. +1
Dinamómetro. +1

De modo que nuestro niño tiene la talla muy corta, dado que es más pequeña que la media; su peso es relativamente elevado: éste no es un niño endeble, tiene los hombros de una amplitud suficiente; cuenta con una excelente capacidad respiratoria y su estado muscular es bueno; es un niño robusto. He aquí lo que vale físicamente.

Deseamos que existan bien pronto escuelas en las cuales estos métodos de antropometría sean introducidos y aplicados regularmente, puesto que sirven para tantos finos útiles: explicar ciertos desfallecimientos de la atención y de la inteligencia; permitir dosificar el desarrollo físico y la gimnasia según las fuerzas del escolar; hacer un empleo realmente equitativo de los recursos de la asistencia, y por fin, juzgar el valor comparado de muchos métodos de gimnasia actualmente en conflicto, juzgar el valor de las escuelas al aire libre, juzgar los beneficios reales obtenidos por medio de las colonias de vacaciones, etc. Toda la educación física tiene por criterio la toesa, la balanza, el dinanómetro y el espirómetro. Si no se emplea este criterio, se trabaja a ciegas, es decir, se hace mal trabajo o charlatanismo puro.





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