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Pacto amoroso

Los primeros albores empezaron a penetrar por las mil hendiduras que había en las viejas maderas de las ventanas de aquella habitación. El canto alegre, con que los pajarillos celebraban la venida del día, llegó a los oídos de D. Faustino y de su amada.

Movida de los celos, atropellando respetos morales y religiosos, roto el freno de la prudencia, con ímpetu irresistible de amor, de amor que rayaba en fanatismo y que la hacía creer que estaba enlazada al doctor con vínculo eterno, María había caído entre sus brazos.

-No me detengas más -dijo, desprendiéndose de ellos-: debo partir: no me sigas. Cumple el pacto que hemos hecho.

-Le cumpliré por más que sea difícil cumplirle; pero no me dirás la razón, el fundamento de este misterio en que te envuelves

-La razón del misterio es el misterio mismo, —345→ y no puedo revelarle. Antes quiero que de nuevo me prometas no seguirme; no pensar siquiera en explicarte cómo he llegado hasta aquí, y, si te lo explicas, ocultártelo a ti mismo, si es posible. Por último, no quiero que hables a nadie de mí ni de nuestras ocultas entrevistas. ¿Me lo prometes?

-Te he dicho que sí, y no faltaré a mi palabra -contestó el doctor.

-Yo te amo con todo mi corazón y soy tuya para siempre -añadió María-. Sin embargo, entiéndelo bien: guardo mi libertad para huir de tu lado, cuando deba, sin que aspires a detenerme. Cuando yo crea que debo huir, no pondrás obstáculo; no preguntarás la razón. Bástete saber que estoy ligada a ti con eternas ligaduras. Mi huida te devolverá todo tu albedrío; pero yo, aunque de ti me separe un mundo, me consideraré siempre como tu fiel compañera, como tu esclava. Tú eres, tú has sido, tú serás mi único amor. Tenlo por delirio, pero yo creo que te amo eternamente, al través de mil existencias; que eres el alma de mi alma: que soy, no ya tu inmortal amiga, sino tu esposa inmortal: la esencia dulce y suave de tu propio espíritu.

-No, bien mío: tú eres su energía, su vigor, su gloria: la estrella que ha de guiarle, el imán que —346→ debe atraerle, la virtud divina que es y será principio, raíz y manantial constante de todos sus excelsos pensamientos y de todos sus actos mejores. El tormento de no amar me destrozaba el alma, la sospecha injuriosa de que era incapaz de amar mi corazón amargaba mi existencia. Tú has desvanecido la sospecha injuriosa; tú has acabado con el tormento. El amor del amor era mi martirio. Sin objeto que mi alma juzgase digno de ser amado, mi alma se consumía. Hoy mi alma vive en ti: te amo. Esta breve frase, te amo, profanada mil veces, mil veces pronunciada sin conciencia y sin sentimiento, tiene ahora un valor infinito, absoluto.

-Otra de las condiciones de nuestro pacto -continuó María, aparentando frialdad, que su voz trémula desmentía-, condición fundamental para que mi orgullo quede tranquilo, y en cierto modo, serena mi conciencia, a pesar de mi pecado, que Dios con su misericordia quizás me perdone, es que yo a nada te obligo ni te comprometo. Tú no debes hoy tal vez, casi de seguro, no deberás jamás, hacerme tu mujer legítima, en esta vida transitoria. Tú no puedes tampoco tenerme a tu lado como tu amiga. Aunque las causas que me llevan a hacer vida tan misteriosa desapareciesen, yo misma no consentiría en agravar el pecado con el escándalo. —347→ Así, pues, quien no puede ser ni tu amiga, ni tu esposa, debe quedar libre para huir de ti cuando una imperiosa obligación la llame a otro punto.

-No me atormentes, María -dijo el doctor-. No sé quién eres; pero no me importa desconocer estas o aquellas circunstancias vulgares de lo menos esencial de tu ser. María, yo conozco tu alma: mi alma se ha confundido con tu alma. Quiero ser tu amante, tu esposo ante los hombres, como ya lo soy ante Dios.

-No blasfemes, Faustino. El delirio de amor que nos une no tiene la santidad de un sacramento.

-Pues ¿no dices tú misma que eres mi esposa inmortal?

-Sí, lo digo, y lo creo. Nuestras almas están unidas; pero ¿hemos de matarnos impíamente para que esta unión valga? ¿Hemos de prescindir del ser corporal que tenemos? ¿Quién ha santificado la unión de Faustino y de María, tales como son ahora en la tierra? Esta unión no es posible: yo no la quiero. No puede santificarse.

-¿Y por qué? -dijo D. Faustino-. Tú eres libre, tú eres hermosa, tú eres sublime. Has venido inmaculada a mis brazos. Me has hecho dueño de tu beldad y de tu corazón sin exigir nada en cambio. Yo ahora te lo doy todo: mi mano, mi nombre, mi vida. ¿Quieres casarte conmigo?

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-Nunca.

-¿Quieres vivir a mi lado?

-Tampoco.

-¿Y por qué te niegas a casarte conmigo? ¿Por qué dices que nunca?

María estuvo un instante suspensa, silenciosa y como meditando. Luego dijo:

-La sinceridad y el fervor con que me hablas me inducen a proponerte una cláusula más en nuestro pacto amoroso. Me has preguntado si me casaré contigo, y he contestado nunca. Retiro el nunca. Yo estoy tan cierta de que siempre te amaré, que te prometo ahora solemnemente que, si pasada tu mocedad y realizados o deshechos tus sueños ambiciosos, eres libre, me amas aún, me buscas y vivo, seré tu esposa. Antes no es posible... Tú no te comprometes a nada. Sola yo me comprometo.

-Pues yo te juro que me casaré contigo cuando quieras.

-No jures. No acepto tu juramento. Dios no le aceptará tampoco y le tendrá por vano. Adiós.

D. Faustino estrechó de nuevo entre sus brazos a la mujer querida. Ella logró al cabo desprenderse de aquellas amorosas cadenas, corrió hacia la puerta y desapareció sin que el doctor se atreviese a seguirla.

María había prometido volver a la noche siguiente.

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Los milagros del desprecio

Ya no vacilaba ni dudaba D. Faustino. Su alegría era grande. Sentía verdadero amor. Creía haber puesto en actividad el enérgico resorte que antes faltaba a su alma y se juzgaba capaz de acometer todas las empresas y de abrirse camino al través de todos los peligros y dificultades.

Sólo un escrúpulo de conciencia, casi un remordimiento, le atormentaba.

Era cierto que nada había prometido a Rosita; que ningún juramento le había hecho; que ninguna palabra le había dado. Pero esto mismo ilustraba y ensalzaba más la generosa confianza de la hija del escribano.

D. Faustino estaba decidido a no volver a verla, a sacrificarla a María, a quien amaba con pasión, a quien pensaba amar siempre, aunque llegase a saber que era la hija del verdugo: pero no podía menos de lamentar el inmerecido desdén, el cruelísimo —350→ abandono de que iba a ser víctima Rosita. Su resolución de no volver a visitarla, era, no obstante, inquebrantable.

Llegó aquel día la hora de la tertulia de los tres dúos, y Respetilla fue solo. Rosita lo extrañó mucho y estuvo triste. Respetilla remedió el mal por su cuenta, asegurando con un aplomo envidiable que D. Faustino estaba enfermo, en cama. El disgusto de Rosita pasó entonces de ser algo colérico a ser tierno y piadoso.

Durante cuatro días, tuvo Respetilla la habilidad de seguir entreteniendo a Rosita con la ficción de que D. Faustino estaba enfermo. Rosita le enviaba con Respetilla los más cariñosos recados. Respetilla fingía de parte de su amo otros recados no menos cariñosos.

Rosita pensó en escribir al doctor: pero, era tan mala su letra y tan anárquica su ortografía, que, para no desacreditarse, no se atrevió a escribirle.

Rosita preguntó al médico por la enfermedad de D. Faustino. El médico contestó que no le había visitado y que no sabía de tal enfermedad; pero Respetilla disipó la sospecha, asegurando que su amo se curaba a sí propio.

Como D. Faustino no salía de casa, ni nadie le veía, lo de la enfermedad era verosímil.

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El doctor, entretanto, se calentaba la cabeza discurriendo el modo menos malo de romper con Rosita. Pensaba escribirle una carta llena de amistosos sentimientos de gratitud y de ternura, despidiéndose de ella con razones alambicadas y sofísticas, con quintas esencias y tiquis-miquis, más fáciles de inventar así en pelotón que de explicar cumplidamente en un escrito.

Arduo empeño era el de escribir la tal carta. El tiempo pasaba y D. Faustino no la escribía.

Cuando Respetilla interpelaba a su amo, como varias veces lo hizo, sobre los motivos que tenía para no ir a ver a Rosita, D. Faustino, no teniendo qué contestar, daba un sofión a Respetilla.

Hasta doña Ana hallaba mal aquel rompimiento brusco y grosero; y aunque no sospechaba cuán estrechos y apretados eran los lazos, extrañó que su hijo no volviese en casa de las Civiles, y le excitó a que fuese, y a que se apartase del trato de ellas con suavidad y cortesía.

D. Faustino, a pesar de estas juiciosas amonestaciones, estaba tan prendado, tan en éxtasis perpetuo, tan elevado en los amores de su amiga inmortal, que sentía repugnancia invencible por volver a visitar y a hablar a Rosita.

Aceptando por bueno el embuste de su criado, —352→ el doctor explicó a su madre el súbito abandono en que dejaba a las Civiles, alegando también que estaba algo enfermo; pero que iría a verlas cuando estuviese mejor.

Para todos los de la casa, ignorantes del misterio de los amores, la enfermedad del doctor parecía verdadera. Ya no había paseos, ni a pie ni a caballo; ya no había combates al sable, y el doctor, cuando no hablaba ni hacía compañía a doña Ana, se encerraba en sus habitaciones.

Rosita, entre tanto, estaba llena de inquietud. A veces dudaba de que fuese cierta la enfermedad de D. Faustino. Su orgullo y la persuasión en que estaba del valer de su ingenio y de su belleza apartaban de su mente el horrible recelo de que un tedio súbito, una saciedad desdeñosa, un desprecio invencible, hubiesen suplantado en el alma del doctor aquel fervor amoroso que ella había compartido y al que había cedido la noche de la Nava. La soberbia montaraz de Rosita y su vanidad de labradora rica y de reina de aldea no habían consentido que pusiese condiciones al doctor ni que exigiese de él promesa ni juramento alguno. Rosita no había pensado distinta y claramente ni en que D. Faustino se casase con ella ni en nada parecido; pero tampoco había pensado, ni temido por un instante, que el amor, satisfecho —353→ y pagado, había de alejar de ella a aquel hombre, sino que había de aprisionarle más y más y hacerle para siempre su siervo... ¡Tan poderosa se creía!

Ahora recelaba; ahora temía; ahora tenía celos; si bien todo de una manera vaga y confusa. Cuando esta pasión se apoderaba de su pecho, forjaba planes de venganza: maldecía en su interior a D. Faustino; volvía a llamarle D. Pereciendo, conde de las Esparragueras y abogado Peperri; se sentía humillada de haberle querido; deseaba matarle, y faltaba poco para que no rugiese como una leona.

Respetilla, imperturbable, intrépido, pertinaz en mentir, seguía sosteniendo la enfermedad de su amo. Así templaba la furia de Rosita; así lograba aún que su ánimo pasase de los ímpetus iracundos a la compasión amorosa.

Por último, Rosita no pudo sufrir más; quiso salir de la duda que la atosigaba. Una noche, al llegar Respetilla a la tertulia, tomó Rosita por auxiliar a Jacintica, e intimó, ordenó y mandó al buen escudero que las llevase a ambas a casa de D. Faustino y que la hiciese entrar a ella de oculto en la estancia del doctor, mientras éste cenaba o conversaba con su madre en el piso alto. Así quería, saltando por cima de todo respeto, ver a su amigo y cerciorarse de su desgracia o de su dicha. Respetilla aguzó en —354→ balde el ingenio para excusarse; Jacintica suplicaba; Rosita exigía con imperio. Una y otra sabían que Respetilla tenía la llave de la casa en su poder. No hubo más que rendirse. Además, Respetilla decía para sus adentros:

-¿Qué mal ha de haber en esto? Quizás luego me lo agradezca mi amo. Él no viene por aquí por alguna extravagancia que no comprendo. Esto será sin duda algo de filosofías que no se me alcanzan. Pero en cuanto mi amo vea a Rosita tan guapa, así de repente y como caída del cielo, en su propio cuarto, a las once de la noche, vamos... no le parecerá mal. De fijo que se alegra.

Hechas estas reflexiones, Respetilla cedió, y cedió con gusto: llevaba en su compañía a Jacintica.

Se dispuso que otra criada se quedase haciendo de dueña, y autorizando con su presencia los coloquios de Ramoncita y de D. Jerónimo. Al mismo D. Jerónimo, que era un bendito, se le persuadió de que Rosita tenía un jaquecazo de todos los diablos y que debía irse a acostar. Jacintica se fue con Rosita como para cuidarla. Respetilla se despidió a poco rato, y las dos mujeres que estaban aguardándole en un rincón oscuro del portal, con los pañolones por la cabeza, se escabulleron con él sin ser vistas de nadie.

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Continúan los milagros

Eran las once de la noche, cuando el doctor bajó de la estancia de su madre y entró en el salón de los retratos. Como había dado licencia a Respetilla para que no viniese a desnudarle, le creía aún en la tertulia de las Civiles, que terminaba a las doce. La amiga inmortal debía llegar a las once y media. El doctor solía luego encerrarse con llave. Tenía además prohibido a Respetilla que entrase en su cuarto, como él no le llamara. En suma, estaban tomadas todas las precauciones, o al menos así lo creía el doctor. El triste no sabía lo que se preparaba. Rosita estaba ya escondida detrás de un cortina, que cubría la puerta, que desde el salón de los retratos iba al dormitorio.

Cuando vio entrar al doctor, bueno, sano, alegre, y recitando unos versos de Zorrilla, que decían:

Si eres recuerdo endulzarás mi vida,

Si eres remordimiento te ahogaré,



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le dio rabia de no hallarle enfermo y triste, y tuvo, no se sabe cómo, el desesperado pensamiento de que el recuerdo era el de su amor y de que el remordimiento que anhelaba ahogar era ella.

Rosita continuó, pues, en acecho, esperando, o mejor dicho, temiendo la aparición de su rival. Ya pensaba que esta rival sería alguna criada de la casa, alguna fregona; ya imaginaba que el doctor podría tener su poco de brujo, y esto le infundía cierto terror de verse frente a frente con espectros, y de figurar en escenas del otro mundo, entre hechiceras, magas o almas en pena; pero su ira era tan grande y sus bríos tan varoniles, que estaba resuelta a vengarse del mismo demonio, si venía con faldas y en forma de mujer a tener pláticas tiernas con D. Faustino.

Hasta sentía Rosita haberse venido desprovista de un par de pistolas o de un puñal siquiera, por lo que pudiese ocurrir. Mucho confiaba, no obstante, en su lengua y en sus manos.

El doctor, según su costumbre, puso la bujía sobre el velador, se arrellanó en el sillón, y siguió recitando versos en voz, aunque sumisa, clara:

-Yo no sé de tu esencia el misterio,

Tu nombre y tu vago destino no sé,

Ni cuál es tu ignorado hemisferio,

Ni a dónde perdido siguiéndote iré.

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¡Oh! si gozas de voz y de vida,

Si tienes un cuerpo palpable y real,

Deja al menos, fantasma querida,

Que goce un instante tu vista inmortal.



Los versos hicieron el efecto de una evocación. La puerta se abrió sin ruido. El bulto negro apareció en la sala. Una voz argentina contestó a los versos, que el doctor decía, con estos otros versos:

-Tras de ti por las sombras camino,

Ni noche ni día descanso sin ti:

Ser tu esclava, adorarte es mi sino;

Ya postrada me tienes aquí.



María cayó de rodillas a los pies del doctor. Éste la levantó entre sus brazos, dándole mil besos en la frente y en las mejillas sonrosadas y hermosas.

Rosita no supo contenerse por más tiempo. Casi creía aún que el ser a quien D. Faustino abrazaba y besaba tenía algo de sobrenatural y de diabólico; pero su forma era de mujer, y la tempestad de los celos hizo a Rosita superior a todo miedo supersticioso.

Salió de su escondite, se arrojó sobre ellos como un tigre, los separó, y encarándose con D. Faustino, que atónito y estupefacto la miraba.

-Malvado -le dijo-, ¿así pagas mi amor? ¿Por qué me has engañado vilmente? ¿Por qué no guardaste —358→ para este demonio todas las dulces mentiras, todas las emponzoñadas ternuras con que me lisonjeabas y cegabas? Y tú, maldita de Dios, ¿de qué aquelarre vienes? ¿Dónde dejaste la escoba? ¿De qué lupanar te has escapado?

Antes de que D. Faustino se repusiese del asombro, antes de que nadie la respondiese, tomó Rosita la luz, y llevándola hacia la cara de María, se quedó contemplándola de hito en hito, devorándola con ojos que arrojaban fuego y rayos de ira. De súbito soltó Rosita una carcajada sarcástica. Su memoria, iluminada por el odio, le había sido fiel. Acababa de reconocer a María, a quien desde muy pequeña no había visto.

-¡Ah! Ya te conozco, infame; ya te conozco. Digna manceba de este perro judío, hereje, asesino. Tú eres María la Seca. ¿Dónde has estado desde que tu abominable madre bajó al infierno? ¿Y al ladrón de tu padre no le dieron todavía garrote?

Dicho esto, y sin dejar tiempo para que nadie la respondiese, Rosita volvió a poner la bujía en el velador y se lanzó sobre María, como para despedazarla entre sus uñas.

María estaba muda, inmóvil, serena aunque triste, como estatua alegórica del dolor resignado, llena de cierta soberbia y reposada majestad.

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Rosita la hubiera, sin duda, herido el rostro con sus manos y arrancado los cabellos, si el doctor no hubiese acudido a tiempo, cogiéndola de un brazo y separándola con violencia del lado de su rival.

-¿Quién te ha traído aquí? -dijo el doctor-. ¿Cómo has entrado? Ahora mismo te voy a echar a la calle. No chilles, no alborotes, o te pondré una mordaza.

Rosita dio un grito agudo.

-Cállate -dijo el doctor-, cállate o te ahogo.

-No quiero callarme, traidor. No quiero callarme. Como eres un hidalgo de gotera, un danzante sin oficio ni beneficio, un tramposo, con más deudas que vergüenza, has elegido la querida más a propósito para ti. Anda, vete con ella; alístate de bandido en la cuadrilla de su padre. El conde de las Esparragueras es el yerno pintiparado de Joselito el Seco.

D. Faustino se armó de la paciencia de Job para no pisotear allí aquella víbora. Sin responderle palabra, pero sin soltarla del brazo de que la tenía asida fuertemente, la llevó medio arrastrando hacia el cuarto de Respetilla.

Deseaba el doctor llamar a su criado sin alborotar la casa y sin dejar suelta a Rosita con María, a quien hubiera sido capaz de asesinar. Bien calculaba —360→ que era Respetilla quien le había traído aquel presente, y que por lo tanto Respetilla estaba en casa.

En efecto, apenas llegó a la puerta del cuarto de su criado y le llamó dos o tres veces, Respetilla apareció, seguido de Jacintica, que proseguía con él la tertulia en la otra casa comenzada.

Ambos habían dado por cierto que habían proporcionado a sus amos una gran ventura y los suponían ejecutando la segunda parte del Paraíso terrenal. Cuando de tan diferente modo los vieron, se llenaron de espanto.

El doctor tenía encendidos los ojos como brasas, el rostro pálido, trastornadas las facciones. Con la mano que le quedaba libre asió a Respetilla de una oreja, y tirando de él, exclamó:

-No sé cómo no te mato. ¿Por qué has traído a mi casa a esta furia del averno? Vamos, pronto, abre la puerta de la calle, y llévatela de nuevo sin hacer ruido.

Respetilla obedeció, Jacintica fue en pos de Respetilla, y el doctor, detrás de ambos, con Rosita, asida siempre del brazo.

Ya en el zaguán, y antes de que Respetilla abriese la puerta, dijo Rosita al doctor:

-Suéltame el brazo, cruel. ¡Me le destrozas, —361→ me le rompes! ¿Qué te hice yo para que así me trates? ¿No te he amado? ¿No me he rendido a tu voluntad sin condiciones? ¿Quién más humilde, más mansa, más enamorada que yo? ¿Por qué me dejas por esa hija del bandido? Abandónala, échala a ella, y yo seré tu esclava: besaré la tierra que pisas. Todo te lo perdonaré. ¡Perdóname! ¡Ámame!

-Imposible -respondió el doctor-. Ni te amo, ni te amaré nunca. Vete. Apártate de mi vista.

Aquel último arranque de ternura se trocó en más cruda saña con el nuevo desprecio. Rosita se revolvió contra el doctor como un escorpión pisado:

-Villano -dijo-, te acordarás de mí: me vengaré de un modo sangriento. Te he de reducir a la miseria. He de lograr que achicharren en una hoguera a la bruja de tu madre.

D. Faustino no acertó a tener calma; perdió la paciencia y alzó la mano para dar una bofetada a Rosita. Por fortuna se contuvo a tiempo.

-¡Cobarde! ¡Con una mujer te atreves!

-No; tú no eres una mujer -respondió el doctor-; tú eres una arpía.

Aún no había acabado de pronunciar estas palabras, cuando Rosita se arrojó sobre él, y con la mano que le quedaba libre, le clavó las uñas en el rostro, bañándosele en sangre.

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Lo que antes quedó en amago, tuvo que terminarse entonces. Rosita sintió en la mejilla los cinco dedos del doctor, si bien más trémulos que violentos.

-Mátale, Respetilla: véngame; mátale. Tú eres más fuerte. Tú puedes más que él. Son las doce de la noche. Te doy dos mil duros si le matas. Te doy tres mil duros y un caballo para que huyas a Gibraltar y desde allí a América. ¡No seas mandria! Mátale y te harto de oro.

Respetilla, sin responder, abrió la puerta y echó a Jacintica a la calle. Luego volvió por Rosita, y tomándola de manos del doctor, se la llevó en volandas.

El doctor cerró la puerta de la calle y volvió en busca de su inmortal amiga.

No la halló en el salón. Recorrió los otros cuartos y no la halló tampoco.

Sobre la mesa, donde el doctor escribía, vio por último un papel, en el cual María había escrito lo siguiente:

«Motivos muy poderosos me obligan a alejarme de ti. Adiós, quizás para siempre».

-¡Oh, no te irás! -dijo el doctor-. Yo rompo el pacto que hice. No dejaré que te vayas. Sabré detenerte.

Bien había calculado por dónde había entrado —363→ María. Sin vacilar, corrió con la luz a un patio interior, donde estaba hacinada la leña. Uno de los lados del patio estaba formado por el muro del castillo. En el muro había una puerta que con el castillo comunicaba.

El doctor dio un empujón a la puerta; pero no cedió. Estaba cerrada con llave. La llave que había en la casa, o se había perdido, o era la llave de que sin duda se servía María. No quedaba más recurso que echar la puerta abajo.

D. Faustino agarró un hacha de leñador, y dio tres o cuatro golpes furiosos. La puerta, de madera vieja y apolillada, vino a tierra enseguida.

Con la bujía en una mano y el hacha en la otra, penetró entonces el doctor por los pasadizos oscuros, bajo las bóvedas ruinosas y por las antiguas salas de armas, llenas de escombros.

Ignorante o más bien olvidado de aquel laberinto (aunque no pocas veces le había visitado en otro tiempo por curiosidad), tropezó en una gruesa piedra que halló a su paso, y para sostenerse y no caer, soltó maquinalmente el candelero que llevaba en la mano. La luz se apagó, y D. Faustino quedó en las tinieblas más completas, sin saber hacia qué lado encaminarse, a fin de encontrar salida o volver a su casa a encender de nuevo.

—364→

Por seguir a una mujer

Revista de España, tomo XLIII, Nº 170 de marzo y abril de 1875, pp. [263]-280

Aunque el doctor logró recoger a tientas el candelero, de nada le servía sino de estorbo con la luz apagada. En balde iba buscando salida, palpando las paredes. No había en aquel obscuro recinto ventana ni hueco por donde entrase la luz de la luna, que, si bien en su cuarto menguante, iluminaba los cielos en aquella noche de primavera.

Un vientecillo fresco susurraba meciendo las copas de los árboles y doblando la yerba; pero el susurro, oído desde el lugar donde el doctor se hallaba, tenía más de medroso que de apacible y grato. Penetrando el aire por los pasadizos y aberturas, por donde el doctor quisiera salir, gemía encarcelado en la lobreguez de aquellas ruinas, produciendo mil ecos tenues y mil tristes y fantásticos rumores. No menos desagradable ruido hacían las ratas, que allí abundaban, y que corrían —365→ alborotadas con el extraño y no esperado huésped que había venido a visitar sus dominios.

A pesar de todas sus filosofías, el doctor pensó que no estaba muy bien demostrado que no hubiese diablos o duendes u otros monstruos y seres sobrenaturales, y tuvo algún miedo de ellos. Sin embargo, la rabia de verse burlado y encerrado en aquélla a modo de mazmorra, sin poder salir, pesó más en su ánimo que la hipotética y vaga aprensión de que hubiese diablos y anduviesen cerca. El doctor, dando forma a su pensamiento en resonantes palabras, lanzó, Dios se lo haya perdonado, dos o tres blasfemias espantosas. Como si con su voz le atrajera, sintió entonces cerca de sí los pasos de un ser de mucha mayor corpulencia que las ratas. Nada se veía en realidad; pero de los ojos doctor brotaban unos círculos luminosos que se dilataban en el espacio y llenaban las tinieblas ensanchándose cada vez más, como los círculos de una fantasmagoría. Dentro de aquellos círculos, rojos a veces, a veces entre verdes y amarillos, ora se mostraba Joselito el Seco, con corbatín de hierro y sacando un palmo de lengua; ora un espectro de mujer, que ya se parecía a María, ya a la coya, ya tenía de ambas; ora otras figuras como las que se pintan en los cuadros de las tentaciones de San —366→ Antonio. No se acobardó por eso el doctor; antes bien, como para desafiarlo todo, blasfemó de nuevo en voz alta.

No bien salió de sus labios la reiterada blasfemia, aquel ser que había sentido cerca de sí, se le echó encima. Pareciole al doctor que le enlazaban unos brazos deformes, forzudos, aunque descarnados como los de la momia de un gigante, y sintió en su cara el contacto de un rostro peludo. El efecto, que esto le produjo, fue horrible. Casi maquinal mente, pues no tuvo fuerzas ni serenidad para reflexionar, dio un empellón al monstruo: pero el monstruo, rechazado por un instante, volvió sobre el doctor, y le aplicó un inmundo y frío beso, pasando por su mejilla el hirsuto y húmedo hocico.

Confesemos que el lance era para asustar a cualquiera. El viento gemía, zumbaba, murmuraba, remedando mil voces, cantos, suspiros, sollozos y hasta palabras de un mágico y desconocido idioma; y un ser repugnante y maravilloso abrazaba y besaba a D. Faustino.

D. Faustino se dio a creer, a despecho de su ciencia, que se las había con el mismo diablo. Ya vacilaba entre si debía esgrimir el hacha para vencer al monstruo o hacer la señal de la cruz para —367→ ahuyentarle, cuando éste exhaló un aullido lastimero, que nada tenía de humano.

El doctor se echó a reír y dijo algo confuso y vergonzoso:

-¡Hola, Faón! ¿Tú por aquí?... ¡Qué demonio de Faón!

Era el más hermoso y grande de sus podencos, que lleno de buen deseo, circunspección y prudencia, le había seguido silencioso, a fin de no espantar la caza, y sin recelar que espantara a su amo.

El doctor pasó la mano por el lomo de Faón y se cercioró bien de que no era otro quien había acudido a sus blasfemias. Confiando en la clara inteligencia canina del amante de Safo, esperó que le sacase de aquella oscuridad, y, para servirse de él como de lazarillo, le ató el pañuelo al pescuezo guardando en la mano uno de los picos.

El podenco entendió, con admirable instinto, que le convenía guiar; pero no sabía a dónde. Echó a andar, no obstante, y el doctor le siguió.

Pronto llegaron a un punto en que percibió el doctor que Faón subía. Luego tropezó con el primer escalón de una escalera y subió por ella en pos de su perro. A poco vio el doctor la luz de la luna, sintió vientecillo fresco en la cara y se encontró en el adarve, no lejos de la albacara o torre saliente, —368→ que comunica con la iglesia por medio del arco-pasadizo.

Por desgracia, no había medio de penetrar en la albacara, desde el adarve. No había puerta por allí, y por los angostos tragaluces no cabía ningún cuerpo humano por escuálido que estuviese.

El doctor dio en el suelo con el pie en señal de impaciencia y cólera. Faón se puso en marcha de nuevo; bajó por la misma escalera por donde había subido, llevando en pos a su amo, y sacándole de aquella oscuridad, le condujo a un patio interior del castillo, todo cubierto de larga hierba. Aunque el doctor no era observador muy experto de las cosas naturales, no pudo menos de notar sobre la misma yerba, ajada y pisada, las huellas recientes de unos pies humanos, ligeros y pequeñitos. No se había engañado. María había pasado por allí.

Conoció Faón en el ademán de su amo que estaba contento y que era María a quien buscaba, y, dando un ladrido alegre, apretó el paso, siguiéndole el doctor.

Entraron en un corredor, llegaron a otra escalera, la subieron y se hallaron en el segundo piso de la albacara. En uno de los lados del cuadro, que aquella estancia formaba, se abría en el muro el pasadizo del arco que une el castillo con la iglesia.

—369→

D. Faustino y Faón atravesaron por el hueco del arco, bajaron por otra escalerilla, y se hallaron al fin en el coro de la hermosa iglesia de Villabermeja, silenciosa y sombría entonces, aunque tres lámparas ardían en su seno: una delante del altar mayor y otras dos delante de los camarines, donde estaba el Santo Patrono y Jesús Nazareno.

Desde el coro hasta la iglesia pudo bajar el doctor, sin ningún estorbo, por escalera harto conocida y trillada.

Ya en la iglesia misma, se dirigió a la puerta de la sacristía. El doctor estaba seguro de que María se había ido por allí. Aunque no hubiese estado seguro de ello, los signos que daba Faón de no haber perdido la huella, le hubieran corroborado en su pensamiento.

El disgusto del doctor fue grandísimo al hallar la puerta de la sacristía cerrada con llave. Aquella puerta no era tan fácil de derribar como la otra. Estaba formada de espesos tablones de nogal y podía resistir sin romperse un diluvio de hachazos.

La violencia era inútil; mas, aunque no lo hubiese sido, tal vez no se hubiera atrevido el doctor a emplearla.

La puerta de la sacristía estaba al lado del magnífico retablo churrigueresco de los López de Mendoza, —370→ en cuyo camarín habitaba nuestro Padre Jesús. Bajo el piso de grandes losas, que el doctor hollaba, estaba la bóveda sepulcral con los restos de sus ascendientes. Cada paso que daba el doctor sonaba sobre lo hueco, y era repetido por las naves del templo solitario, cuyos muros repercutían cualquier ruido. La escasa luz que entraba por las claraboyas de la cúpula o que difundían las lámparas, deteniéndose y reflejándose en los altos pilares, poblaba de vagarosas sombras todo el recinto, que ya se deshacían, ya se agrandaban, ya volvían a desvanecerse, conforme oscilaban las lámparas, levemente tocadas por un soplo de aire, o el mustio resplandor de la luna se amortiguaba un poco antes de entrar por las claraboyas, merced al paso e interposición de alguna nube. Todo esto infundía cierto respeto semi-religioso en el espíritu descreído del doctor.

No obstante, llamó a la puerta con el hacha, sin tocar de filo. Nadie respondió. Llamó más fuerte, y tampoco. Acabó por perder la paciencia: por golpear con todo su brío. Cada golpe, duplicado, triplicado, quintuplicado por los ecos, parecía un trueno prolongado. Se diría que Dios llamaba a juicio a los frailes dominicos y a los Mendozas todos, que en sendas criptas estaban enterrados allí: pero ni por esas respondió entonces persona viva.

—371→

Acercando la boca a la cerradura, gritó varias veces el doctor:

-¡Padre Piñón! ¡Padre Piñón! ¡Padre Piñón! ¿Es Vd. sordo?

El Padre Piñón estaba sordo en efecto. Los gritos del doctor fueron inútiles. No le contestaron.

Una idea súbita atravesó la mente de D. Faustino. Se figuró que había tomado una resolución precipitada y absurda en venir por allí. Temió que mientras se hartaba de golpear y de gritar en vano, María se escapaba por la puerta de la casa del Padre Piñón que daba a la calle.

No bien se le ocurrió esto, el doctor corrió como un loco hacia el coro, y pasó, seguido ya del podenco, por los mismos sitios por donde había venido, hasta que llegó al patio del castillo. Allí tomó de nuevo al podenco por guía, y el podenco le condujo a la entrada de su casa.

Respetilla, que había vuelto de cumplir con su comisión, sospechó que se le había trastornado el juicio a su amo, al verle con el hacha y todo descompuesto.

D. Faustino agarró su sombrero a escape y se salió a la calle, prohibiendo a Respetilla e impidiendo a Faón que le siguiesen.

En cuatro brincos estuvo a la puerta del Padre —372→ Piñón, y empezó a dar aldabonazos furibundos.

Tal vez por aquel lado se oía mejor o tal vez el Padre Piñón había recobrado el oído. Lo cierto es que a los tres o cuatro minutos, el propio Padre se asomó a una ventana y preguntó:

-¿Quién llama a estas horas?

-Yo soy -contestó el doctor-. ¿No me conoce Vd.?

-¡Ah! Sí... ¿Hay alguien de peligro?

-No hay nadie de peligro: pero que me abran. Tengo que hablar con usted.

-¡Ea! -se oyó decir al Padre Piñón-, despáchate, Antonio, y baja a abrir al señorito D. Faustino.

Antes de que siga adelante nuestra historia, conviene informar a los lectores de quién era el Padre Piñón.

Era el único fraile que del antiguo convento quedaba todavía. Enjuto y pequeñuelo, recibió el nombre de Padre Piñón, y apenas si nadie recordaba su verdadero nombre.

Aunque el edificio en que vivieron los frailes se había vendido y estaba sirviendo de molino aceitero, había quedado una habitación cómoda, grande y hermosa, aneja a la sacristía. Ésta concedieron por morada las gentes del pueblo al Padre Piñón, a quien querían mucho.

—373→

Allí, teniendo a sus órdenes de noche y de día al sacristán Antonio, y de día además a dos monaguillos, cuidaba el Padre Piñón del grandioso templo, gloria del lugar, y conservaba las ricas casullas, las dalmáticas y capas pluviales recamadas de oro, la exquisita ropa blanca, como albas, estolas, amitos, sobrepellices y roquetes, llena en gran parte de preciosos encajes y bordados, la custodia cuajada de esmeraldas y de perlas, y otros ornamentos, joyas y primores artísticos, que atesoraba la iglesia. Todo esto se hallaba encerrado en armarios, alacenas5 y arcones, que había en la sacristía.

El Padre Piñón, no sólo encantaba a las gentes del lugar, por sus virtudes, sino por su alegría, buen humor y dichos agudos. Era un dechado de las gracias de la gracia y del poder de la eutropelia, y el célebre Padre Boneta hubiera sin duda cantado sus loores, si le hubiese conocido.

Algunos sujetos sobrado rígidos le acusaban de tener la manga muy ancha, pero sin motivo, según hemos llegado a averiguar. Lo cierto es que era aún, y sobre todo había sido en la época de su mayor auge, el confesor más buscado, y eso que costaba caro confesarse con él. El antiguo refrán que dice quien reza y peca la empata, parecíale abominable. Bien sabía él que la bondad de Dios es infinita —374→ y que perdona al que llora, reza, se arrepiente y hace propósito de la enmienda: pero el mal hecho ya por el pecado, hecho se queda, y no se remedia ni se subsana con el arrepentimiento ni con la penitencia, como ésta no vaya bien encaminada. A este fin, tenía ideado y ponía en práctica el Padre Piñón un sistema de penitencia, por medio del cual, ya que los pecados fuesen inevitables, lograba sacar provecho de los de los ricos en favor de los menesterosos. Teniendo en cuenta a par de la magnitud del pecado la riqueza del pecador, solía multarle, ya en una docena de huevos, ya en una gallina, ya en un jamón, ya en un pavo, ya en alguna cosa de comer o de vestir, que repartía luego a los pobres. Claro está que el Padre Piñón era prudente, y cuando se trataba de alguna casada, a quien había que imponerle, por ejemplo, un pavo de penitencia, lo hacía con el mayor disimulo, a fin de que el marido no se enterase y se echase a cavilar, muy escamado, sobre la equivalencia de un pavo en los aranceles penitenciarios.

Cuando no había de por medio tales respetos, el pago de la multa era público, con lo cual decía el Padre que se conseguía además que el pecador se avergonzase y buscase, por esta razón más, el corregirse.

No faltarán censores severos que hallen ridículo —375→ el método y condenen al Padre Piñón: pero, o yo no lo entiendo, o el método es tan discreto y atinado que quisiera que se generalizase. El Padre Piñón no excitaba al pecado, ni mucho menos; pero, una vez cometido, y castigándole, sacaba provecho de él para los desvalidos. ¡Qué diferencia de lo que se acostumbra ahora en las grandes ciudades, dando v. gr. un baile de máscaras en beneficio de los niños de la inclusa, lo cual hasta mirándolo económicamente es absurdo, pues quizás los ingresos, que a la cuna se proporcionan, están compensados y aun sobrepujados, proporcionándole, a los pocos meses, multitud de nuevos gastos y quehaceres!

Las acusaciones de manga ancha que se habían lanzado contra el Padre Piñón provenían de los serviles y tenían otro fundamento. Asegurábase que, en tiempo del absolutismo, cuando era indispensable proveerse de una cédula de haber cumplido con la iglesia, el Padre Piñón daba cédulas a los liberales libre-pensadores, en cambio de limosnas: pero esto más bien merece elogio, pues evitaba confesiones hipócritas y comuniones sacrílegas. Añadíase que el padre de D. Faustino, cuando recibía la cédula, daba al Padre Piñón media onza de oro, diciéndole: -Vaya, para que diga Vd. unas cuantas misas por el alma de Riego.

—376→

En fin, el Padre Piñón, pese a quien pese, era mejor que el pan, más regocijado que unas sonajas, y tan indulgente y caritativo como un ángel. Apenas si había leído más que el Breviario; pero el Breviario se le sabía de memoria, comprendiendo todos los bellos pensamientos, todas las sentencias sublimes y todos los tesoros poéticos que en dicho libro se contienen.

Dispense D. Faustino que le hayamos en apariencia detenido a la puerta para dar alguna noticia del Padre Piñón, en cuya sala de recibo se halló, a poco de haber llamado, introducido y guiado por Antonio.

-¿Qué tiene que mandar a su capellán el señorito D. Faustino? -preguntó el Padre Piñón.

-Padre -contestó el doctor-, omito preámbulos: el disimulo es inútil. Vd. sabe quién es María. Aquí se oculta María. Vengo en su busca. Quiero verla. Es mi mujer. Tengo razón y justicia para exigir que no me huya.

-¡Hijo mío! ¿Qué locura es esa?

-Responda Vd. -añadió el doctor. ¿Dónde está María?

-Ya que exiges respuesta categórica, te la daré: Dominus custodivit eam ab inimicis et a seductoribus tutavit illam

—377→

-Dejémonos de bromas. Ni yo soy su enemigo, ni su seductor. No hay para qué guardarla de mí.

El doctor quiso salir de la sala y registrar la casa del Padre, quien le contuvo suavemente.

Entonces el doctor empezó a llamar -¡María, María! No te ocultes de mí. No me abandones.

El Padre Piñón dijo: Dominus, inter caetera potentiae suae miracula, in sexu fragili victoriam contulit.

-¿Qué diantres pretende Vd. significar? ¿De qué victoria habla Vd.?

-Dominus deduxit illam per vias rectas.

Este último latín hizo dar un salto al pobre don Faustino.

-¡Ah! ¿no me engaña Vd., Padre? ¿Con que se ha escapado? ¿A dónde? ¿Cuándo? ¿Por qué camino?

-Hijo, aunque te enfades conmigo, mi deber es arrostrar tu furia. María se ha ido: pero no te diré por dónde ni a dónde. No quiero que la sigas. Ayer me confesó sus pecados. Como condición de la absolución le impuse que se fuera. Además había otras razones que la obligaban a partir.

-¿Qué razones? No hay razón que valga -dijo el doctor enojado.

-Sí las hay, hijo mío. Hay una persona, a quien la naturaleza concedió poder sobre ella: pero —378→ a quien Dios quitó el derecho de ejercer ese poder, en castigo de sus maldades. Esa persona sé yo que la busca; sé que ha averiguado ya que estaba en esta casa. Es audaz, terrible... Hubiera venido... venía ya a buscarla y a arrancarla de aquí. Por esto también ha huido María. No puedo ni debo decirte más.

-Yo la hubiera defendido, Padre. Nadie hubiera osado venir a robármela.

-¿Y con qué título iba yo a poner a María bajo tu custodia y amparo?

-Con el título de mi mujer legítima.

-Mira, señorito, los frailes hemos sido siempre esto que llaman ahora demócratas, pero entendida la democracia de un modo mejor. Ciertamente que yo no me hubiera parado ante ningún humano respeto para disuadir a María de que se casase contigo. Hubiera sido un modo de enmendar vuestras gravísimas culpas y yo le hubiera adoptado. María ha sido la que se negó resueltamente a casarse. Creyó que era su deber irse y se fue.

-¿A dónde ha ido? Dígame Vd. a dónde.

-No puedo.

-Vd. me engaña. Está aquí todavía.

-No digas tonterías, D. Faustino -dijo el Padre Piñón, algo picado-. ¿Tengo yo cara de embustero? Te aseguro que María se fue.

—379→

-Yo saldré ahora mismo en su busca: yo daré con ella; yo la detendré y la traeré conmigo.

-Haz lo que quieras; pero todo será en balde. Considera además que Joselito el Seco anda ya cerca, y te expones a caer en sus manos.

-Aunque caiga en manos de Lucifer.

-¡Ave María Purísima! Estás perdido, loco. Bien puedes decir de ti mismo con el Salmista: Miser factus sum, quoniam lumbi mei impleti sunt illusionibus.

D. Faustino ni oyó ni contestó más y salió corriendo de casa del Padre Piñón. Éste imaginó que el propósito del doctor de ir en busca de María era como una amenaza que no se cumpliría, y se fue a dormir muy tranquilo.

Un cuarto de hora después, D. Faustino, solo, caballero en su jaca, que había hecho ensillar a escape por Respetilla, y armado con trabuco y pistolas, estaba fuera del lugar, camino de la ciudad de..., distante tres leguas.

El doctor había calculado que María no podía haber huido sino en un carricoche que, a modo de diligencia pasaba a las doce por Villabermeja e iba a la ciudad de...

Desde esta ciudad salían al amanecer coches para Sevilla, Córdoba y Málaga. Si el doctor alcanzaba a María en el camino o en dicha ciudad, antes —380→ de que María saliera en ésta o en estotra dirección, el doctor conseguía su objeto.

Las dos habían sonado largo rato hacía en el reloj de la iglesia. María llevaba más de dos horas de delantera. El doctor iba a galope por el camino.

Más de la mitad llevaba ya andado, y la jaca, jadeante y cubierta de sudor, daba muestras de hallarse rendida de cansancio, cuando el doctor, tan apasionado hasta entonces, que todo lo había hecho sin reflexión, se puso a considerar que, con dos horas de delantera que llevaba el carricoche, sería imposible alcanzarle en el camino, aunque reventase la jaca. Para llegar a la ciudad antes de amanecer, había tiempo de sobra, aun yendo al paso. El doctor, pues, si bien devorado por la impaciencia, se resignó a proseguir al paso su viaje. En la ciudad de... buscaría a María por todas partes, y esperaba que no partiría sin que él la viese.

Al paso iba D. Faustino hacía un cuarto de hora. A un lado y otro del camino había frondosos olivares. La luna brillaba en el cielo despejado y con sus rayos argentinos lo iluminaba todo.

Acababa de bajar el doctor una cuesta muy pendiente, y se hallaba en una hondonada, por donde corría un arroyo, en cuyas márgenes había muchos —381→ álamos y otros árboles y matas, que hacían el paraje sombrío, formando verde espesura.

Siempre distraído el doctor en sus cavilaciones, no vio ni oyó que de repente salieron de la arboleda cinco hombres a caballo y con inaudita rapidez se le pusieron delante atajando el camino. No lo advirtió o no tuvo tiempo para advertirlo, tan ligera fue la maniobra de los jinetes, hasta que uno de ellos gritó: -¡Alto ahí!

Entonces vio el doctor que cuatro de los cinco le apuntaban con las escopetas. Quiso volver atrás para escapar, dando un rodeo, y notó que otros tres hombres a pie, armados también de escopeta, se le venían encima. Estaba completamente cercado, y en tan estrecho círculo, que ni para revolverse le quedaba tiempo ni espacio.

-¡Ríndete o mueres! - gritó otro de los de a caballo.

Hallábanse los enemigos tan cerca, y era tan apremiante la situación, que todo lo que no fuese rendirse era una temeridad; pero nuestro héroe, desesperado de que en medio de su viaje le detuviesen, tomó una resolución tremenda. Cogió del arzón de la silla una pistola, la montó, y apuntando al de a caballo que tenía más cerca, le dijo:

-Abre paso, tunante, o te levanto la tapa de los —382→ sesos. Al mismo tiempo hirió fuertemente con las espuelas los ijares6 de la jaca, a fin de salir escapado, rompiendo por entre la cuadrilla de forajidos.

Estos, que tenían también montadas sus armas, apuntando al doctor, hubieran sin duda disparado, dejándole muerto, si la voz del capitán no se hubiera oído a tiempo, diciendo:

-No le matéis, no le matéis; es mi paisano D. Faustino López de Mendoza.

El doctor vaciló asimismo un instante en tirar, viendo la generosidad que con él se usaba.

Todo esto fue obra de un segundo. La jaca, excitada por los espolazos, iba ya a abrirse camino. Al atajar al doctor los bandidos de a caballo, se tocaban con él. Las bocas de las escopetas rozaban su cuerpo. La pistola del doctor podía matar a quemarropa al más cercano de los bandidos.

No había ya tiempo de explicaciones ni de transacciones, y sin duda hubiera habido alguna muerte, a pesar del grito del capitán, si de pronto no se hubiese sentido el doctor asido fuertemente de uno y otro brazo por dos de los de a pie, bastante robustos ambos para arrancarle de la silla y dar con él en el suelo por detrás del caballo.

En los esfuerzos que hizo para desasirse, apretó —383→ el gatillo y disparó la pistola; pero el tiro fue al aire, sin herir a persona alguna.

En el suelo ya, y detenido por los dos que le habían derribado, oyó el doctor la voz del capitán que le decía:

-Sr. D. Faustino, su merced es mi prisionero. Ríndase su merced, y deme palabra de honor de que no intentará huir, de que me seguirá donde le lleve, y de que no tratará de emplear la fuerza contra nosotros. Su merced volverá a montar en su jaca, y esta buena gente le respetará y considerará como debe.

D. Faustino no tuvo más remedio que prometer lo que el capitán le exigía.

Apenas lo prometió, uno de los bandidos que había tomado la jaca de la brida, la acercó para que D. Faustino montase, y él, suelto ya, montó en la jaca. Obedeciendo luego a una seña del capitán, entró con los bandidos por una vereda que había en medio de los olivares, apartándose del camino real en tan belicosa compañía.

—384→

La venganza de Rosita

Después de los sucesos que se refieren en el capítulo anterior, había pasado ya una semana, y nada se sabía en Villabermeja del paradero de don Faustino. Su madre, llena de angustia, procuraba en balde averiguar dónde se hallaba un hijo tan amado.

Rosita, entre tanto, furiosa con los celos y los agravios, difundía por todas partes que D. Faustino, prendado de María, había huido con ella, sentando plaza de bandolero en la cuadrilla de Joselito el Seco. Como alguien afirmase que la gente de Joselito había estado cerca del lugar la noche en que huyó D. Faustino, y como no sólo Rosita, sino también Jacintica, diesen por seguros los amores de María con el doctor, nadie dudaba en el lugar, salvo el Padre Piñón, de que D. Faustino estuviese por su gusto con los bandoleros.

La propia ruina de la casa de los Mendozas hacía —385→ verosímil a los ojos de aquellos lugareños el que D. Faustino hubiese adoptado determinación tan heroica para salir de apuros.

El Padre Piñón era el único que sabía que María no se había ido con el doctor: el único que sabía dónde María se hallaba; pero a nadie quería confiarlo. Calculaba además que D. Faustino, no por su voluntad, sino muy a despecho suyo, había caído en poder de los ladrones; pero, como afirmando esto hubiera dado a doña Ana más pesar que consuelo, el Padre Piñón se callaba.

Rosita no creía mentir asegurando que el doctor estaba con María entre los bandidos. Rosita lo daba todo por evidente. Su furia celosa la estimulaba, pues, de continuo. Las excitaciones a su padre para que la vengase no cesaban a ninguna hora.

D. Juan Crisóstomo Gutiérrez, aunque avaro, usurero y poco escrupuloso en punto a moral, tenía dos prendas de carácter que le hubieran movido a obrar benignamente en aquella ocasión, si Rosita no le hubiese violentado. D. Juan Crisóstomo era compasivo y cobarde.

Por un lado, le inspiraba piedad la aflicción de doña Ana, y no quería acrecentarla. Por otro lado persuadido, como Rosita, de que D. Faustino se había hecho bandolero, temía que viniese a su vez —386→ a vengarse, o cogiéndole a él para matarle o darle por lo menos una paliza, o bien yendo a sus caserías par incendiar alguna, o romper las tinajas y las pipas, derramando el aceite, el vino y el vinagre, y haciendo de todo una trágica ensalada.

La figura del doctor Faustino, acompañada de Joselito el Seco y de un coro de facinerosos, era la pesadilla del pobre escribano. Durmiendo, soñaba con que le habían ya secuestrado y le daban martirio; despierto, recelaba descubrir al doctor o a algún emisario suyo en cuantos hombres venían hacia él.

Pero, si el escribano temblaba de excitar la cólera del doctor, todavía temblaba más delante de Rosita. Rosita le ponía entre la espada y la pared. ¿Qué medio le quedaba? ¿Cómo resistir a los mandatos de aquella hija imperiosa, de aquel tirano de su voluntad, frenético entonces de ira?

No hubo más recurso. El escribano concitó a los acreedores, que le obedecían más que puede obedecer a Rothschild cualquier banquerillo de mala muerte, y reunió créditos contra la casa de Mendoza por valor de cerca de ocho mil duros. Eran escrituras y pagarés vencidos todos, y que no se habían renovado, quedando así el deudor al arbitrio de los acreedores, quienes seguían cobrando los réditos mientras les convenía o no se enojaban, —387→ y quienes, no contentos con los réditos, exigían asimismo una gran dosis de humildad y agradecimiento, sopena de enojarse y de pedir al punto el capital de la deuda, conminando con la ejecución.

Tal era el estado de la casa de los Mendozas, por culpa del difunto D. Francisco, y por poca habilidad, descuido y mala ventura de D. Faustino y de su madre. Su caudal, mal cultivado por falta de capital, con los frutos malbaratados siempre, apenas producía para pagar los enormes réditos de aquella deuda. Varias veces se había tratado de vender fincas para pagar lo que se debía; pero en los lugares pequeños, hay una afición extraordinaria a tirar de los pies a los ahorcados. Cuantos tienen algún dinero andan siempre acechando la ocasión de que alguien esté en apuros y quiera o necesite vender algo para comprárselo por la tercera o cuarta parte de su justo precio. Aun así, piensan que favorecen al vendedor, pues le dan dinero, cuyos intereses son grandísimos, a trueque de tierras que producen poco, como no se esté sobre ellas y se emplee un capital de metálico y de inteligencia en su administración y cultivo.

D. Juan Crisóstomo hizo aún laudables esfuerzos para calmar a Rosita. Rosita llegó a decirle que preferiría ser hija de Joselito el Seco a ser hija —388→ suya; que si la hija de Joselito fuese la agraviada, su padre la vengaría.

D. Juan Crisóstomo no quiso ni pudo ser menos que Joselito el Seco; y por medio de su aperador, envió recado a Respetilla, diciéndole que los acreedores de los Mendozas no querían aguardar más; que era menester pagarles en el término de diez días, y que de lo contrario, serían ejecutados los Mendozas.

Rosita, no contenta con esto, dictó ella misma una carta insolente a doña Ana, amenazándola si no pagaba en el término señalado. El escribano, aunque resistiéndose y con mano temblorosa, tuvo que firmar la carta.

Respetilla, cuando se enteró de todo por su padre, fue a casa del escribano, habló con Rosita, le echó en cara su mal proceder, y trató de suavizarla. Viendo que era inútil la dulzura, empezó a echar fieros y a desvergonzarse con Rosita; pero ésta se revolvió enérgica contra él y le arrojó de su casa con cajas destempladas. Ganas se le pasaron a Respetilla de dar una soba a la hija del escribano, y aun de sacudir el polvo al escribano mismo; pero el miedo de provocar un lance sangriento con algún criado de aquella casa, lance que podía terminar en que le enviasen a Ceuta, tuvo a raya los ímpetus de su lealtad y devoción a D. Faustino. Harto hizo el —389→ fiel escudero con no volver a ir en casa del escribano y privarse del dulce trato de Jacintica, con quien cortó relaciones.

Sobre doña Ana, entretanto, habían venido todas las penas juntas.

Su hijo no parecía y su inquietud se aumentaba. Para consuelo, la amenazaban con la vergüenza de una ejecución; con la ruina total de su casa y hacienda.

Lo único que quedaba en casa, ya en el mes de Mayo, era un poco de vino, cuyo valor en venta no ascendería a diez mil reales. Doña Ana mandó a Respetilla que llamase a los corredores para que le vendiesen por lo que quisieran dar. Pero ¿qué eran diez mil reales cuando necesitaba ciento sesenta mil?

Doña Ana escudriñó todos sus armarios y cómodas; juntó la poca plata labrada y algunos dijecillos que conservaba aún; y, aunque tampoco, por bien vendidos que fuesen, importarían más de otros diez o doce mil reales, doña Ana se decidió a venderlos.

Por último, venciendo su extrema repugnancia y sofocando su orgullo, acudió a su única amiga de corazón; escribió una carta a la niña Araceli, pintándole con vivos colores la terrible cuita en que se hallaba y pidiéndole auxilio.

Respetilla, encargado de llevar la carta y las joyas, —390→ montó a caballo y salió de viaje para el pueblo de la niña Araceli.

La infeliz doña Ana, no pudiendo resistir por más tiempo tan crueles emociones, cayó enferma en cama con una espantosa calentura.

El pueblo, en medio de estos lances, se había dividido en bandos. Unos aplaudían la venganza de Rosita; otros la censuraban. Éstos juzgaban abominable la conducta del doctor, a quien ya suponían transformado en bandolero; aquéllos pensaban que Rosita era el mismo demonio, y que el seducido por ella había sido el doctor, sin que ella tuviese derecho para lamentarse de su abandono y para tomar tan despiadada y bárbara venganza. Toda Villabermeja ardía, pues, en chismes, suposiciones y disputas.

El padre Piñón era el más decidido partidario de los Mendozas. El médico y él venían a visitar con frecuencia a la enferma doña Ana, y el ama Vicenta la cuidaba con el mayor esmero.

-¿Dónde habrá ido a parar D. Faustino? -Se preguntaba a sí mismo el padre Piñón, ya que a nadie se atrevía a confiar sus secretos pensamientos-. ¿Habrá caído en poder de Joselito? Me temo que sí... Yo lo avisaré a María, la cual ya sé que está en salvo, gracias a Dios. Allá veremos cómo recobra su libertad el señorito D. Faustino.

—391→

Confidencias de Joselito

Fuerza es volver ahora a hablar del doctor que, como sospecharán los lectores, seguía en poder de Joselito el Seco.

A poco de estar con él comprendió el doctor que Joselito venía en busca de su hija, con el intento de robarla de casa del Padre Piñón, donde había averiguado que se escondía, por espías y amigos que tenía en Villabermeja.

El padre Piñón y María habían prevenido a tiempo este golpe, huyendo ella sin que se supiese hacia dónde.

El doctor sufrió un prolijo interrogatorio de Joselito, quien, informado también de que su hija andaba enamorada del doctor, no sabía cómo explicarse aquel viaje nocturno de D. Faustino.

Joselito no receló que su hija, sabedora de que él venía en su busca, se hubiese escapado y que el doctor fuese persiguiéndola: pero, aunque lo hubiese —392→ recelado, era ya tarde para alcanzarla. D. Faustino, no obstante, ocultó la fuga de María y buscó razones para explicar su viaje nocturno, hasta que vio que Joselito, por caminos extraviados, los llevaba a Villabermeja, con el evidente propósito de penetrar en casa del Padre Piñón. Para evitar este lance, el doctor, ya cerca del pueblo, declaró que María había huido y que él había salido persiguiéndola.

Joselito exigió al doctor su palabra de honor de que decía verdad, y convencido de que el doctor no le engañaba, echó sus cuentas y decidió con gran rabia que ya era imposible alcanzar ni detener a su hija, antes de que llegase a cierto punto, donde estaba segura.

Desistió, pues, Joselito de entrar en Villabermeja; y él y su partida y su prisionero anduvieron, durante muchos días, vagando por diferentes sitios, fuera de los caminos reales, y haciendo noche en caserías y cortijos, donde Joselito tenía partidarios o cómplices.

El doctor, completamente desorientado ya, no sabía en qué punto, ni siquiera en qué provincia de Andalucía se encontraba.

Fiado Joselito en la palabra de honor dada por el doctor y en el compromiso que había contraído, —393→ le dejaba ir en su jaca, con sus armas, y al parecer completamente libre, aunque dos bandidos le vigilasen constantemente.

No se permitió al doctor que escribiese a su madre, por más que lo pidió con gran empeño. Por lo demás, estaba todo lo regalado, considerado y atendido que en aquella vida era posible.

Algunas veces se apartaron de Joselito varios de la partida, presumiendo D. Faustino que fuese para algún lance o golpe de poca importancia, porque luego volvían y notaba el doctor que hablaban con el capitán y que dividían y repartían dinero.

A todo esto, el doctor se desesperaba cada vez más, rabiaba o cavilaba, y no atinaba con la razón de que así le llevasen cautivo.

Joselito era hombre de tan pocas palabras, que no había modo de que el doctor pusiese nada en claro por más que le interrogaba.

Una noche, por último, estando en una casería, que debía de ser de algún señor rico, pues había cuartos de dormir bastante cómodos y bien amueblados, Joselito dijo al doctor que deseaba hablarle a solas. Subieron juntos al cuarto del doctor, que era el más elegante y lujoso, y allí tuvieron la siguiente conferencia.

-Sr. D. Faustino -dijo Joselito el Seco-, no —394→ era mi intención secuestrar a su merced. Yo iba en busca de mi hija; hallé a su merced por casualidad; le reconocí, y dé su merced gracias al cielo de mi buena memoria y de lo mucho que se parece a su padre, porque si no le reconozco, su merced sería ya pasto de los grajos; le reconocí, digo, y le he detenido entre los míos. Hoy quiero y debo decirle mis propósitos y muchas cosas que me importan y que le importan.

-Hable Vd., Joselito -interrumpió el doctor-; la curiosidad me consume hace días.

Ambos interlocutores se sentaron entonces, frente a frente, en sillas que había junto a una mesa, sobre la cual estaban dos candeleros de cristal, con sendas velas ardiendo.

La traza de Joselito era de lo menos patibularia que puede imaginarse. Alto y esbelto de cuerpo, la tez blanca, aunque tostada del sol, y el pelo negro, si bien con algunas canas. Parecía ser hombre de cuarenta años, pero bien conservado y robusto. Los ojos eran entre garzos y verdes, rasgados y dulces. Gastaba Joselito patillas, y llevaba afeitado el bigote, luciendo, en una boca pequeña, dientes blancos, iguales y bien formados. En suma, Joselito era un majo muy guapo, y se conocía que en su no lejana mocedad habría sido lo que se llama un real mozo.

—395→

-Aquí donde Vd. me ve -dijo a D. Faustino-, yo estaba destinado a hacer otra vida harto distinta de la que estoy haciendo; pero el hombre pone y Dios o el diablo dispone. Cuando yo tenía diez y ocho años estaba de novicio en el convento de Villabermeja. Bien se acordará de aquellos tiempos el Padre Piñón, que me quería en extremo por el fervor y excelente voz con que yo cantaba las cosas de iglesia, y porque me suponía tan humilde y sencillo, que siempre andaba diciendo que yo iba a ser un santo. Tal vez lo hubiera sido, si no llego a ver a Juanita. Antes hubiera cegado. Juanita frecuentaba mucho la iglesia en compañía de su madre doña Petra la viuda. Esta buena señora era muy presumida y entonada. Se jactaba de hidalga, y no sin razón. Su madre, la abuela de Juanita, había sido una hermana de su abuelo de Vd., Sr. D. Faustino. El pobre novicio tuvo, pues, la audacia de poner los ojos en una parienta de los Mendoza.

-¿De quién era viuda doña Petra? -preguntó el doctor.

-De un arriero enriquecido -contestó Joselito-. Eso importa poco. El caso fue que yo me enamoré perdidamente de Juanita. Mis ardientes miradas lograron excitar en su alma un amor igual al mío. En la misma iglesia nos hablamos con tal recato —396→ y disimulo, que doña Petra no sospechó nada. Juanita y yo nos pusimos de acuerdo. Yo me escapaba por la noche del convento e iba a verla a su casa, saltando por las tapias del corral. Así seguían nuestros misteriosos y felices amores, cuando la belleza de Juanita despertó, en una feria, gran cariño en el corazón de cierto mayorazgo de la ciudad de..., no distante de Villabermeja. Doña Petra concertó el casamiento de Juanita, la cual no se atrevió a oponerse; pero me informó de todo al momento. Ambos nos decidimos entonces a huir. La noche en que estaba todo dispuesto ya para la fuga, que iba a ser en un mulo que había en el convento, llevando yo a las ancas a Juanita, fui a buscarla y a sacarla de su casa. Por desgracia el novio mayorazgo, que rondaba por allí con un criado suyo, me vio cuando yo saltaba la tapia del corral, y antes de que cayese yo del otro lado, me asió de una pierna y, tirando de mí con violencia, logró derribarme en el suelo. Me levanté al punto algo magullado, y antes de que me rehiciese, me aplicó el mayorazgo tres o cuatro furiosos puntapiés, llamándome ladrón. Casi me derribó en el suelo otra vez, pues era hombre forzudo de veras. A pesar de mi turbación y malas andanzas, tuve tiempo de ver y de reconocer en quien me maltrataba a mi rival —397→ aborrecido. Los celos, entonces, y la ira y la vergüenza de verme afrentado de un modo tan cruel, me hicieron olvidar toda mi humildad de novicio, que tanto el Padre Piñón celebraba. Mi antigua mansedumbre se trocó de repente en ferocidad y en encono. Las llamas del infierno abrasaron mi corazón en deseos de pronta y terrible venganza. El diablo, a quien sin duda hube de llamar en mi socorro, me oyó y me proporcionó los medios en el acto. Junto al sitio, hasta donde el último puntapié me había echado, había un montón de gruesas piedras. Agarré una, y con la velocidad del rayo, volví contra mi enemigo, y, antes de que tratase de parar el golpe, se le dí con tal tino y brío sobre la cabeza, de la cual al pegarme había dejado caer el sombrero, que le hundí y rompí los huesos de un modo horroroso, haciéndole caer muerto a mis plantas. Fue todo esto tan instantáneo, que el criado no había tenido tiempo para favorecer a su amo. Cuando le vio caer, sintió miedo de mí y empezó a gritar: «¡Al asesino, al asesino!». Lleno yo de terror, todo confuso y aturdido, pues era al cabo la primera muerte que hacía, no tuve serenidad para huir. Salieron hombres de varias casas: me prendieron; me entregaron a la justicia, y, por último, me condenaron a presidio. Con los años y las desgracias —398→ deseché en presidio los escrúpulos que en el convento me habían inspirado; conocí a fondo lo que es la vida; y vi que era mala mi estrella y que sólo a fuerza de valor podía yo dominar su influjo funesto. Un día, mientras trabajábamos en un camino, concerté tan hábilmente las cosas con cuatro compañeros, que logré recobrar mi libertad en su compañía, no sin que perdiese la vida uno de los capataces que quiso detenernos. Desde entonces ando en este oficio, en que ahora me ve su merced, y no es posible que ande en otro. Juanita murió miserable y deshonrada, mientras estaba yo con la cadena. Dejó una hija, que es María. Yo adoro a mi hija, Sr. D. Faustino. La quiero por ella y porque es un recuerdo vivo de Juanita; pero María se avergüenza de mí: me huye; no quiere verme. Los que la han educado, le habrán inspirado quizás algunas buenas ideas: pero se han olvidado de inspirarle amor y hasta respeto a su padre. Sea yo quien sea, ¿dejaré de ser su padre? ¿No es un mandamiento de la ley de Dios el que ella me ame y me respete?

Mucho había que contestar a esto: pero al doctor no le pareció prudente ni oportuno ponerse a disputar con Joselito, y permaneció callado.

—399→

Sunt lacrimae rerum

Revista de España, tomo XLIII, Nº 171 de marzo y abril de 1875, pp. [399]-420

Viendo Joselito que el doctor nada contestaba, prosiguió hablando de esta manera:

-Usted no me contesta, Sr. D. Faustino, porque cree que mi hija hace bien en huir de mi lado; en aborrecerme; en despreciarme quizás: pero yo me examino, me juzgo, y no me hallo ni despreciable, ni aborrecible. Quiero conceder que hubo un momento de mi vida, en el cual fui completamente libre y del cual dependió toda mi conducta ulterior. ¿Cuál fue ese momento? ¿Fue cuando recibí los puntapiés y demás afrentas del mayorazgo? ¿Debí aguantarme y sufrirlos con resignación? ¿Es así como no hubiera sido despreciable? ¿Estuvo quizá mi culpa en no medir ni calcular bien ni el sitio en que di con la piedra ni la violencia que la piedra llevaba? ¿Dependió de mí entonces tener serenidad y acierto para no matar al mayorazgo y magullarle y vengarme, quedando bien puesto mi honor, o, si —400→ los novicios no deben hablar de su honor, mi dignidad de hombre? ¿Para evitar aquel trance, debí acaso renunciar al amor de Juana, aconsejándole que engañase al mayorazgo y se casase con él, dando gusto a su madre, y siguiendo yo de novicio, como si tal cosa? Esto hubiera sido muy cómodo para todos, pero hubiera sido muy ruin. Lo mejor, dirá Vd., hubiera sido no enamorarse de Juana; no seducirla. Pero ni yo seduje a Juana, ni ella me sedujo. Fuimos el uno hacia el otro, atraídos por un impulso irresistible, como van el río a la mar y el humo a las nubes. Nada... Estaba escrito... Era mi sino. No lo dude Vd.; yo hubiera sido un santo, si no llego a ver a Juana. El diablo se valió de ella para perderme y de mí para perderla, sin que ni ella ni yo pudiésemos evitarlo.

El doctor sintió el prurito de contestar a todos aquellos sofismas con los cuales el bandido trataba de justificarse: pero calculó que era inútil. Además no se hallaba el doctor con autoridad suficiente. Su moral era clara y severa en la teoría, pero en la práctica dejaba mucho que desear. Concediéndose los mismos bríos de Joselito, el doctor se ponía en su lugar, y aceptaba la muerte del mayorazgo como obra suya. No hay que decir que los amores con Juana, el saltar por las tapias del corral y el —401→ proyecto de rapto, no parecían al doctor impropios de su carácter: él hubiera obrado del mismo modo en iguales circunstancias, mas sin considerarse por eso exento de culpa. Donde ya veía el doctor una culpa, con la que jamás se hubiera manchado, era con la fuga de presidio y con haber adoptado después la vida de bandolero. De esto no se absolvía el doctor. ¿Había, sin embargo, razones para absolver a Joselito? Tampoco. Los principios de la moral, la ley de la conciencia, la intuición viva de los justo y de lo bueno no resultan de largos y prolijos estudios: lo mismo están grabados en el alma del hombre de ciencia que en la del campesino más rudo. El que borra, tuerce o desfigura esos principios, esas leyes, esas nociones, es siempre responsable; es culpado. El error de su entendimiento implica una falta de la voluntad, que se empeña en sofisticar las cosas para acallar la voz de la conciencia. No se puede negar que en ciertos pueblos, entre gentes selváticas o bárbaras, esa degradación, ese obscurecimiento de la moral, es obra de la sociedad entera: el individuo puede, por lo tanto, no ser responsable de todo; pero en el seno de la sociedad europea no es dable suponer ignorancia o perversión invencibles. Por más que se ahonde, por más que se descienda hasta las últimas capas sociales, no se —402→ hallará el abismo oscuro, donde vive un ser humano, sin que la luz penetre en su alma y grabe allí las reglas de lo bueno y de lo justo.

Así pensaba el doctor, en nuestro sentir muy atinadamente; por lo cual distaba mucho de justificar a Joselito el Seco y de ver en él una víctima de la fatalidad: del sino, según él decía.

Joselito, permaneciendo siempre mudo el doctor, trató de justificar y hasta de glorificar su oficio.

Todo cuanto se ha dicho en libros y periódicos sobre lo mal organizada que está la sociedad, sobre el modo que tienen muchos de adquirir la riqueza explotando a sus semejantes, sobre el mal uso que de esta misma riqueza se hace después, tiranizando y humillando a los pobres, todo se lo sabía y lo explicaba Joselito: todo lo ha sabido y explicado, con menos método y orden, pero con más viveza y primor de estilo, cuanto ladrón ha habido en Andalucía, desde hace años. El Tempranillo, el Cojo de Encinas Reales, el Chato de Benamejí, los Niños de Écija, y tantos otros, sabían poco menos en esta censura de la economía social que Proudhon7, Fourier o Cabet pueden haber sabido. Joselito el Seco no se quedaba a la zaga.

Tales declamaciones contra la sociedad parecían en aquellos tiempos, y aun años después, tan sin —403→ malicia, que las novelas de Eugenio Sue, El judío errante, Martín el expósito y Los misterios de París, llenas del espíritu del socialismo, se publicaron en periódicos moderados, como El Heraldo.

Dejando aparte la cuestión de si es o no justa y de hasta qué punto lo es la censura, no se ha de negar que, aun suponiendo parte de la propiedad fundada en el robo, ora por violencia, ora por astucia, no es modo de remediarlo robando también por medio de la astucia o por medio de la violencia, ya con la fuerza colectiva y grande de un estado revolucionario, ya con la fuerza menos potente de una cuadrilla de bandoleros. Joselito el Seco, no obstante, entendía o quería dar a entender que sí, apoyado en un antiguo refrán, cuya importancia es inmensa. El refrán dice: Quien roba al ladrón tiene cien años de perdón; y en este refrán se apoyaba para afirmar, no ya que no cometía ningún delito, sino que ejercía todas las obras de misericordia, cifradas y compendiadas en una. En efecto, Joselito no robaba jamás sino a los ricos, a quienes despojaba sólo de lo que le parecía superfluo, dejándoles lo necesario. Hacía muchas limosnas, socorría no pocas necesidades, y enviaba dinero a varios puntos para misas y funciones de iglesia, porque era muy buen cristiano. Sostenía Joselito que —404→ casi todo lo que había robado se lo había robado a ladrones: y los de su cuadrilla jamás se echaban sobre la presa, sin exclamar: «ríndete, ladrón, y suelta la bolsa». La excesiva abundancia de dinero induce además a los hombres a que se entreguen a la ociosidad, madre de todos los vicios, a que se traten con sibarítico regalo, y a que ofendan a Dios, en suma, por no pocos caminos. Por donde Joselito afirmaba que, despojando a muchos de lo superfluo, había contribuido poderosamente a la mejora de sus costumbres y les había abierto y allanado el sendero de la virtud.

Después de esta apología, Joselito dio nuevo giro a su discurso y habló de la hacienda y casa de los Mendozas, cuyo estado conocía; lo pintó todo como perdido sin remedio; y por último dio al doctor las noticias recientes, que por sus espías y amigos él había recibido de Villabermeja, sobre la venganza de Rosita y la amenaza de ejecución.

El dolor y la rabia de D. Faustino fueron muy grandes al saber tan tristes nuevas. Al pensar en el apuro y desconsuelo en que estaría su madre, no acertó a contener las lágrimas que brotaron de sus ojos.

-¡Por vida del diablo! -dijo Joselito-, ¿qué lágrimas son esas? Un hombre recio no llora nunca. —405→ ¿Quiere Vd. vengarse? Yo le doy mi auxilio. Nada tiene Vd. ya que esperar de la gente. Rompa usted con toda. Declárele la guerra con valor. ¿Sería Vd. acaso el primer mayorazgo arruinado que se ha hecho de los nuestros? Una palabra resuelta de Vd. y Vd. es aquí el amo. En tres o cuatro días nos ponemos en la Nava, y hacemos si usted quiere, una atrocidad. El escribano usurero nos soñará toda la vida. Le quebraremos las tinajas vertiendo el vino y el aceite; le mataremos las reses; y si esto no basta, le incendiaremos la casería.

D. Faustino no pudo menos de romper entonces el silencio que hasta allí se había impuesto.

-Joselito -dijo-, cada hombre tiene su natural y su modo de proceder. Yo no quiero probarle a usted que Vd. obra mal, pero no puedo menos de decirle que yo pienso de muy diversa manera y no puedo hacer nada de lo que Vd. hace. El escribano usurero, por sí o en nombre de otros, pide lo que le pertenece de derecho. Ninguna injuria me infiere. Nada tengo que vengar. Aunque mi madre muriese de pena, no pensaría yo que el escribano usurero fuera el causante de su muerte. La culpa sería mía que con mi imprevisión no he sabido evitar tanto bochorno.

-Me aflige oír a Vd., Sr. D. Faustino -replicó —406→ Joselito-. No quisiera ofender a mi prisionero, mas no puedo resistir a la tentación de decir a usted que es Vd. un blandengue. Es treta muy común negar la injuria para excusar el peligro de la venganza. Tiene Vd. razón: la injuria que no ha de ser bien vengada ha de ser bien disimulada.

El doctor perdió los estribos: se puso más colorado que una amapola; se olvidó de que Joselito estaba armado siempre; se olvidó de que a una voz de Joselito podrían acudir sus hombres y darle muerte en el acto.

-Voto a Dios -dijo-, que yo no disimulo injuria alguna y menos la de Vd. que es quien me injuria. ¿Piensa el ladrón que todos son de su condición? ¿De dónde, por perdido que yo esté, puede Vd. inferir que voy a adoptar la infame vida que Vd. lleva? Repito que el escribano está en su derecho; que no me injuria, y basta que yo lo diga. El escribano obra como quien es: es ruin y obra ruinmente; pero no me injuria.

Joselito, en el primer momento, estuvo a punto de romper la cabeza al doctor, que así se desahogaba. En todos los días de su vida había tenido Joselito tanta paciencia. Reportó su cólera. Allá en su interior casi se alegró de que la persona de quien su hija andaba enamorada tuviese tantos arrestos.

—407→

-¡Bien está! -dijo-, a quien hoy toca, no disimular, sino perdonar las injurias, es a un servidor de Vd., Sr. D. Faustino. No disputemos más. Cada loco con su tema.

-Dispense Vd., Joselito, si me he exaltado un poco.

-La cosa no es para menos. Comprendo que debe de estar Vd. más quemado que candela. Sentiré quemarle más, pero me importa recordar el pacto que hemos hecho. Vd. tiene algo viva la sangre y puede olvidarlo a lo mejor. Un caballero tan cabal, que está tan en su punto, sería lástima que se cegase y faltase a lo pactado.

-Yo no faltaré nunca.

-Con todo, no está de más recordar a Vd. que es mi prisionero; que ha prometido no huir, ni hacer armas contra nosotros, sino seguirme y obedecerme.

-En cuanto no se oponga a mi honor ni a mis principios.

-Convenido. Pues sepa Vd. ahora, Sr. D. Faustino, que por más que no quiera Vd. ser de nuestra compañía, Vd. ha de permanecer conmigo a modo de cimbel o reclamo.

-¿Qué significa eso?

-La cosa es muy sencilla. ¿Para qué sirven el —408→ cimbel y el reclamo? Para que las avecillas enamoradas acudan donde ellos están. Pues para esto me está Vd. sirviendo. Deseo que mi ingrata hija venga a mí, y ya que no venga por amor de su padre, vendrá por amor de Vd. Para esto sigue Vd. en mi poder. Luego que venga María, yo concertaré con ella el precio del rescate. Yo tengo donde ella viva segura y con mucho regalo. ¿Por qué no ha de vivir María donde esté bajo el dominio de su padre; donde su padre pueda verla? ¿Por qué ha de andar huyendo siempre de mí?

El plan del bandido era hábil. El doctor no dudó de que María iba a venir en busca de su padre, a fin de salvarle a él del cautiverio. El caso era triste. Él iba a tener la culpa de que aquella mujer, que había podido hasta entonces librarse de padre tan tremendo y de vivir como su cómplice a costa de sus robos, cayese en poder del capitán de bandoleros. Las súplicas y los insultos hubieran sido inútiles para hacer que Joselito cambiase de propósito. El doctor se calló por consiguiente.

Dos días después del coloquio, que acabamos de referir, permanecían aún los bandidos y el doctor en la hermosa casería de que se ha hablado. Sin duda, esperaban la llegada de alguien: casi de seguro, imaginaba el doctor, esperaban la llegada de María.

—409→

Eran las diez de la noche. Se oyeron resonar, fuera de la casería, los cascos de dos caballos, que a poco llegaron y pararon a la puerta. Joselito, su tropa y el doctor, se hallaban tomando el fresco en el patio, cuando el bandido, que estaba de atalaya, entró seguido de dos hombres. El uno, que parecía criado, venía descubierto; el otro venía embozado en su capa hasta los ojos y con el ala del sombrero tapada la frente y envueltos en sombra los ojos mismos. Sin desembozarse, sin descubrirse, dijo el incógnito:

-A la paz de Dios, caballeros.

-A la paz de Dios -le contestaron.

Encarándose luego con Joselito añadió:

-Dios te guarde. Guíame a un cuarto cualquiera. Tengo que hablarte a solas.

Estas palabras, pronunciadas con imperio, fueron oídas con profundo respeto por Joselito, que conoció en la voz a quien las pronunciaba. Guió, pues, al embozado a un cuarto donde hizo poner luces. El criado quedó en el patio aguardando en silencio. Los caballos, en que habían venido amo y criado, estaban fuera de la casería, atados de la brida a unas argollas que al efecto había en la pared.

La conferencia duró más de una hora, y terminada que fue, el embozado partió con su acompañante, —410→ a quien el mismo Joselito vino a llamar para que siguiese a su amo. Las pisadas de los dos caballos, que se alejaban, se oyeron resonar desde el patio.

-Sr. D. Faustino -dijo entonces Joselito-, tenga su merced la bondad de venir conmigo.

El doctor siguió a Joselito al mismo cuarto donde con el embozado había estado hablando. Solos allí, con voz conmovida dijo Joselito al doctor:

-Todos mis planes se han deshecho. Es mi sino. Hay una fuerza superior a mi voluntad que me avasalla y sujeta. María no ha muerto; pero Vd. y yo debemos considerarla como muerta. No la volveremos a ver más. Para nada le necesito a Vd. ahora. He prometido además al hombre que acaba de irse de este cuarto, que pondré a Vd. en libertad inmediatamente. Voy a cumplir la promesa. ¿Quiere usted irse ahora mismo?

-Estoy impaciente por ver a mi madre, por salvarla, por consolarla al menos. Ahora mismo me voy -contestó el doctor.

En balde intentó averiguar quién era el personaje misterioso que procuraba su libertad, y sobre todo, cuáles eran el paradero y el destino de María para que tuviese él que considerarla como muerta. Joselito no quiso o no pudo revelarle nada. Mandó —411→ que ensillasen la jaca del doctor y que dos de los de más confianza de la cuadrilla se preparasen a acompañarle.

Todo dispuesto ya, el doctor se despidió de Joselito alargándole la mano, que éste apretó amistosamente entre las suyas.

Por trochas y atajos, por sendas extraviadas, caminando más de noche que de día, llegaron, al tercero, el doctor y su comitiva a un sitio, distante media legua de Villabermeja y muy conocido del doctor, porque estaba en el camino de su casa de campo. Allí, los bandidos le pidieron su venia para volverse. El doctor se la dio de buen grado, con mil gracias por el favor que le habían hecho. Procuró también darles el dinero que llevaba consigo, pero la caballerosidad y desprendimiento de aquellos valientes no lo consintió.

Empezaba a clarear cuando el doctor se quedó solo. Era una mañana hermosísima. Con la impaciencia de volver a ver a su madre, puso el doctor espuelas a la jaca, y pronto se halló en el lugar y a la puerta de su casa, que vio abierta, aunque tan temprano.

Entonces le dio un vuelco el corazón. Presintió una desgracia. Una nube de tristeza nubló sus ojos.

Faón fue el primero que salió a recibirle; pero, —412→ en vez de mostrar contento, daba aullidos tristes.

Bajó el doctor de la jaca, y dejándola en el zaguán, entró por el patio sin hallar a persona alguna. El podenco iba delante, aullando a veces, como si quisiera darle una nueva dolorosa.

Al ir a subir la escalera para dirigirse al cuarto de su madre, apareció la niña Araceli y se echó en los brazos del doctor.

-¡Hijo mío, hijo mío! -dijo-. ¿Dónde has estado? Gracias a Dios que sano y salvo te volvemos a ver.

-Tía, ¿cómo está Vd. por aquí? ¿Qué ha pasado?

-Tu madre está enferma, hijo mío.

-No me oculte Vd. la verdad, tía. Es inútil. Mi madre...

-No subas ahora... está durmiendo.

-Está durmiendo un sueño eterno -exclamó el doctor-. Mi madre ha muerto.

La niña Araceli ni afirmó ni negó, pero prorrumpió en amargo llanto.

El doctor subió precipitadamente la escalera. Iba a dirigirse a la alcoba de su madre, cuando el ama Vicenta le detuvo a la puerta, diciéndole:

-No está aquí.

Instintivamente se fue entonces hacia la sala-estrado. También allí estaba a la puerta otra persona: el Padre Piñón.

—413→

-Déjeme Vd. que entre y la vea -dijo D. Faustino.

El Padre Piñón, juzgando ya inútil todo disimulo, respondió al doctor:

-No entres; no perturbes su reposo: pide a Dios que descanse en paz.

D. Faustino cayó llorando entre los brazos del Padre.

-¡Ha muerto! -dijo.

-Ha muerto como una santa -contestó el Padre Piñón.

-Soy un miserable. Yo la he muerto con mis locuras. ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Por qué no me matas a mí?

-Quia Dominus eripuit animam tuam de morte -dijo el Padre, que siempre llevaba el Breviario en la memoria, y entonces, además, le traía en la mano, abierto por el oficio de difuntos.

-Hijo mío -añadió-, reza por tu madre, reza por ti: mira que en estas grandes tribulaciones, el rezar es el mayor consuelo: Tribulationem et dolorem inveni, et nomen Domini invocavi.

-Es cierto -respondió D. Faustino-; he hallado la tribulación y el dolor; pero no he hallado la fe.

-¡Qué horror! Si has de hablar así, vete. No profanes este sitio.

—414→

El doctor tomó entonces maquinalmente el Breviario que tenía el Padre Piñón. Fijó sus ojos en la página por donde estaba abierto, y leyó unas desesperadas sentencias del libro de Job, encarándose al leerlas con el Padre, como si le contestara.

-Mi alma -dijo-, tiene tedio de mi vida. Hablaré con amargura de mi alma. Diré a Dios: no quieras condenarme. Manifiéstame por qué me juzgas así. ¿Por ventura te parece bien el que me calumnies y me oprimas?

Aterrado el Padre de que así convirtiera el doctor el bálsamo en veneno, le arrancó el Breviario de entrelas manos.

D. Faustino se precipitó dentro de la sala.

En medio de ella, en un féretro, entre cuatro blandones ardiendo, hacía más de veinticuatro horas que estaba su madre de cuerpo presente.

D. Faustino se acercó al féretro con silencio respetuoso; se hincó de rodillas como quien pide perdón, y levantándose luego del suelo, se inclinó sobre el rostro de la difunta, le contempló con honda pena, y exclamó como si anhelase despertarla:

-¡Madre, madre mía!

Respetilla, que estaba velando el cadáver, el Padre Piñón; doña Araceli, que había subido, y el ama Vicenta, callaban y lloraban.

—415→

El doctor aproximando, por último, los labios a la cara pálida y desfigurada de doña Ana, la besó en la frente y en las mejillas.

Los que asistían a este espectáculo, se apoderaron de D. Faustino y casi por fuerza le sacaron de allí y se le llevaron a su cuarto.

—416→

La soledad

El dolor de D. Faustino fue grandísimo en aquellos días. Nació, no sólo del amor que profesaba a su madre, sino del remordimiento de haber sido, en parte, causa de su muerte.

El doctor, allá en el seno de su conciencia, recordaba la vida de doña Ana, y comprendía que había sido un prolongado martirio, en que su padre y él habían hecho el oficio de verdugos.

Doña Ana, resignada a vivir en Villabermeja, con un espíritu elevado y culto, no había tenido con quién entenderse. Su marido, rudo, selvático, montaraz, no sabía estimarla. Ni siquiera por gratitud, viéndose tan cuidado y respetado, había mostrado amor y consideración a doña Ana. Con sus amores viciosos por la Joya y la Guitarrita, y por otras daifas palurdas por el estilo, había humillado cruelmente a su mujer. Ni siquiera amistad, ya que no amor, había sabido mostrar a aquella noble señora, —417→ con quien jamás había acertado a sostener un diálogo que durase cinco minutos. En cambio, ora jugando, ora en francachelas, en ferias y en excursiones a otros pueblos de Andalucía, ora en regalos a las mancebas que había tenido, ora con su desorden, mala administración y necios planes, D. Francisco López de Mendoza se había empobrecido y se había empeñado.

D. Faustino, lejos de remediar los males de su casa, los había agravado más, si no con gastos grandes, con su imprevisión y su descuido, y con su incapacidad para las cosas prácticas de la vida. Su conducta reciente había provocado por último la cólera de Rosita, y había traído sobre la cabeza de su madre el golpe rudo, que, en unión con su fuga y cautiverio entre los ladrones, había acabado por matarla. D. Faustino no quería perdonarse nada de esto. Estaba inconsolable.

La niña Araceli y el Padre Piñón, que eran tan buenos, le hablaban de resignación; le decían que era menester conformarse con la voluntad de Dios; y aseguraban que doña Ana, que había sido tan virtuosa, no podía menos de estar en el cielo. A par de estas razones, fundadas en la fe, sacaba a relucir el Padre Piñón, con un candor delicioso y con un sentido común exento de sentimentalismo, otros —418→ pensamientos y discursos, que, ya que no convenciesen al doctor, le hacían sonreír y aliviaban algo su pena.

-Faustinito -decía el Padre-, no te aflijas tanto. ¿Qué se gana con afligirse? ¿Hay nada más natural que morir? Si no se muriese la gente, ¿cabríamos ya en el mundo? Además, ¿crees tú que nos podríamos sufrir, al cabo de cierto tiempo, si fuésemos inmortales? ¡Qué monotonía tan inaguantable la de la vida si no hubiera en ella término! Yo creo que, en este bajo suelo, sería peor una vida inmortal, que el tormento de quien no duerme y se cansa. Al cabo de cierto tiempo de velar y de trabajar, te sientes cansado y deseas dormir; pues lo mismo, después de vivir y de afanar mucho, se desea la muerte. La muerte es el reposo, es el sueño para los que velaron y se fatigaron demasiado. Se me figura a veces que en el morir debe de haber muy semejante deleite, aunque mil veces más intenso, al del hombre, que después de haber ganado su jornal y empleado bien el día en obras útiles y misericordiosas, se tiende en una buena cama, estira las piernas y se queda dormido.

-Sí, Padre -contestaba el doctor-, pero ese hombre se duerme con la esperanza cierta de despertar a la mañana siguiente y de ver la luz y de hallarse más fuerte y brioso.

—419→

-Pues con más bella y sublime esperanza se entregó tu madre al sueño del sepulcro -replicaba el Padre Piñón, dejando a un lado sus filosofías instintivas y volviendo a su papel de creyente y de sacerdote-. Tu madre se entregó al sueño del sepulcro con la esperanza cierta de despertar a la mañana, pero la mañana que no termina ni cansa; de gozar de otra luz más hermosa, de gozar de un día eterno, y de recibir una magnífica paga, un jornal espléndido por sus trabajos y virtudes. Sin duda que al morir, la palabra de Dios resonó en el centro de su alma, diciendo: Ego sum resurrectio et vita: qui credit in me, etiam si mortuus fuerit, vivet; et omnis qui vivit et credit in me non morietur in aeternum.

Por desgracia, ni los razonamientos mundanos y filosóficos del Padre Piñón, ni sus creencias, ni las antífonas del Breviario que citaba, llevaban el mayor consuelo al ánimo de D. Faustino. Sólo dos personas había hallado en el mundo con quienes su corazón verdadera y profundamente simpatizase, con quienes su espíritu estuviese en comunicación real: su madre y María. Una había muerto: de la otra, tal vez para siempre le apartaba un obstáculo invencible. De esto no acertaba a consolarse con nada.

Por otra parte, ahora que ya había perdido a —420→ su madre, el doctor se echaba en cara su desvío, o por lo menos su tibieza para con ella. Se culpaba de no haberla amado y respetado bastante, y no se lo perdonaba. El doctor se fingía creyente, religioso, por un momento, y comprendía que, no sólo el Padre Piñón, sino todos los sacerdotes del mundo, le absolverían de aquellos pecados. Dios, cuya justicia no es mayor que su bondad, pues ambas son infinitas, le perdonaría también: pero él no se perdonaba. Acumulaba sus faltas, como quien hace una suma; y así como por más que se esforzase no podía conseguir que tres y dos no fuesen cinco, así tampoco podía lograr perdón para aquella suma, dentro de su conciencia recta y fría, como la tabla de sumar o como un conjunto de axiomas. Entonces exclamaba: «-¡Qué felicidad es creer en una misericordia infinita, en un amor sin límites, que le perdona a uno lo que uno mismo no se perdona! Yo tengo en mí un ideal de perfección, que sólo me sirve de tormento, porque jamás llego a él, y cuando me examino y estudio, veo que me aparto de él y me degrado más cada día. ¡Dichosos los que imaginan percibir o perciben una realidad suprema, cuya bondad inagotable los purifica, elevándolos hasta ella!»

La niña Araceli procuraba también consolar a don Faustino; pero lograba menos aún que el padre Piñón.

—421→

Entretanto, la niña Araceli había prestado a la casa un servicio inmenso. Todo el dinero que tenía ahorrado, que pasaba de dos mil duros, le había traído y entregado a Respeta para que pagase a los acreedores. La venta de las alhajas de doña Ana y de los frutos que aún quedaban en la casa había producido cerca de otros mil duros. Y por último, la niña Araceli, empeñando sus bienes, había traído hasta otros seis mil duros, con todo lo cual había nueve mil, y sobraba para salir del apuro y salvarse de la ejecución.

Doña Ana logró morir con el consuelo de ver esta gran prueba de amistad de la niña Araceli, que vino a cuidarla, recibió su último suspiro y le cerró los ojos.

Para el doctor, aunque agradecido a la niña Araceli, era una humillación que hubiese hecho ella lo que él, que tan capaz de todo se juzgaba, no había podido hacer. Tenía además el doctor cierta envidia generosa de que la niña Araceli, y no él, hubiese sido quien oyó las últimas palabras de la moribunda, y vio apagarse la postrera luz de su dulce mirada, y sintió en su rostro, inclinado sobre el lecho de muerte, el aliento final de aquel noble pecho.

Como la muerte de doña Ana había provenido —422→ en parte de los disgustos e insolencias del escribano usurero, no dejó de pasar por las mientes del doctor la idea de tomar venganza. Pero pronto la desechó, considerándola miserable y hasta ridícula. El escribano y sobre todo Rosita, que mandaba en el escribano, no habían recibido sino agravios de la casa de los Mendozas, y si los habían satisfecho reclamando lo que les pertenecía, nada había que vengar, ni nada de que quejarse. D. Faustino sólo sentía por el escribano y por Rosita un desprecio profundo, desprecio que estamos nosotros muy lejos de justificar.

D. Juan Crisóstomo Gutiérrez estaba compungido y aterrado con la muerte de doña Ana y con la venida del doctor. Unas veces soñaba que la muerta entraba en su cuarto de noche y venía a tirarle de los pies; otras veces sospechaba que el vivo don Faustino iba a darle una paliza, el día menos pensado.

En el pueblo, donde el escribano era por lo general odiado, como suelen ser los ricos por los pobres, sobre todo cuando los ricos no son generosos, casi todos los contrarios de los Mendozas, que en un principio, habían aplaudido la venganza, movidos a compasión por la muerte de doña Ana, se desataban en invectivas contra aquel usurero infame —423→ y sin entrañas, que era lo menos que de él decían.

Rosita, por su parte, se mostraba sombría y silenciosa, aunque procuraba parecer impasible. Si allá en el fondo de su alma pugnaba por surgir el arrepentimiento, pronto le sofocaba ella evocando el recuerdo de todas las injurias recibidas. La noche de la Nava se presentaba viva en su imaginación, con su abandono, con su deleite, con todos sus hermosos delirios, que casi al punto se desvanecieron. Estas imágenes eran para el corazón de Rosita como una copa, donde había gustado néctar y donde no había ya sino turbias heces de hiel y veneno. Recordando aquella noche y recordando la otra en que sorprendió al doctor con María, Rosita, lejos de arrepentirse, se apesadumbraba de ser una flaca y desvalida mujer, y se avergonzaba de no ser bastante valerosa para buscar al doctor y darle de puñaladas.

D. Faustino, lleno de pena, ni quería salir de casa ni tratar de negocios, y encargó al Padre Piñón para que fuese en casa del escribano, en compañía de Respeta, a pagar lo que debía y a levantar las hipotecas que pesaban sobre sus bienes.

De la materialidad de recibir y contar el dinero cuidó Rosita. Durante esta prosaica operación, en el despacho particular de la casa, mientras su padre —424→ estaba en la escribanía, Rosita se quedó a solas con el padre Piñón, y éste le dijo:

-Ya tienes ahí todo el dinero: ya estás pagada; ya debes estar contenta.

-¡Ay, Padre, Padre! La deuda que Faustino contrajo conmigo no se paga con todo el oro del mundo. Ni con su sangre y su vida la pagaría.

-Eres una pecadora empedernida -replicó el padre Piñón-. Por ahí me acusan de que tengo la manga ancha, y es verdad que la tengo. A mucho amor, mucho perdón: tal vez entienda yo muy a la letra aquello de que le será perdonado mucho a quien mucho ha amado; pero cuando el amor se trueca en odio, te aseguro que se me quitan las ganas de perdonar. Dime, desalmada mujer, ¿no te remuerde la conciencia de la muerte de doña Ana?

-Oiga Vd., Padre, ¿y por qué ha de remorderme la conciencia? ¿Qué culpa tengo yo de que la tal señora se haya muerto? La matarían los diablos y condenados con quienes andaba de tertulia por la noche. Lo que es nosotros nos lavamos las manos. ¡Pues no faltaba más...! ¡Lucidos estaríamos si no pudiésemos pedir lo que se nos debe, por temor de que los tramposos sensibles y delicados se nos murieran! Vaya... si por tan poca cosa diesen los tramposos en la gracia de morirse, España se convertiría en un desierto.

—425→

-En un desierto es en el que yo predico predicándote a ti -dijo por último el padre Piñón y selló sus labios.

Tres semanas después de la muerte de su prima, la niña Araceli se volvió a su lugar, acompañada de Respeta y otros criados. La niña Araceli hizo desde luego donación a D. Faustino de sus dos mil duros ahorrados. D. Faustino trató en balde de reconocer aquella deuda y de pagar intereses. De los otros seis mil duros, que había doña Araceli tomado prestados con hipotecas de sus bienes, el doctor se comprometió en regla a pagar los réditos para no ser más gravoso a su tía. Tía y sobrino se despidieron con lágrimas y tiernos abrazos, a más de tres leguas del lugar, basta donde fue el doctor acompañándola.

Durante la permanencia de doña Araceli en Villabermeja al lado de su sobrino, a pesar de que éste jamás preguntó por su prima Costanza, doña Araceli, que era locuaz y expansiva, le informó de que la marquesa de Guadalbarbo era en extremo dichosa. Su marido la adoraba. La fortuna los favorecía. Todo les salía bien. Nadaban en la opulencia. Se habían ido a Londres, donde el marqués tenía negocios de banca y cada día juntaba más dinero, sin dejar por eso de conservar todas sus fincas en España y aun de comprar otras.

—426→

De María es de quien el doctor hubiera querido saber: pero el único que de algo quizás podría informarle era el padre Piñón, que todo se lo callaba, afirmando que no sabía dónde María había ido.

-Sólo sé -añadía- que te amaba con todo su corazón; que, sin embargo, ha debido abandonarte; y que tal vez no la volverás a ver en esta vida.

Sin madre y sin amiga, sin las dos únicas personas a quienes amaba y respetaba, se halló el doctor en la soledad más espantosa. Respetilla trataba de entretenerle y distraerle; pero sus noticias y sus chistes no le arrancaban ni una sonrisa. El padre Piñón había intimado con D. Faustino y venía a verle con frecuencia; pero tampoco el padre Piñón penetraba en el alma y en el pensamiento del doctor. Es cierto que le echaba sus sermones, que le citaba versículos y oraciones y sentencias del Breviario, y que a veces apelaba al sentido común y razonaba con cierta filosofía burda; pero, siempre que el doctor se dignaba dar contestación a todo aquello, solía quedarse el Padre en ayunas de lo que el doctor decía, figurándosele que no hablaba en castellano, sino en griego. De esta suerte venían a terminar los diálogos entre ambos, quedando el doctor y el clérigo muy poco satisfechos el uno del otro, aunque buenos amigos.

—427→

Imaginó, pues, el doctor que su espíritu, en lo que tenía de más íntimo y esencial, estaba completamente incomunicado, y que sólo en lo somero, vulgar y casi indiferente, se tocaba con otros espíritus. Aquel aislamiento y aquella soledad se le hicieron insufribles. Entonces pensó de nuevo, como ya otras veces había pensado, en la posibilidad de entenderse y comunicar con espíritus, que no fuesen de los que tenían cuerpo humano, y en si esto sería factible por otro medio más sutil que la palabra material que agita el aire y que el aire transmite. Tan grande fue el esfuerzo de su fantasía y su continua preocupación para lograr esto, que, no pocas noches, en el silencio de su retiro, creyó ver a la coya, que se destacaba del marco y venía a decirle misteriosos discursos que penetraban en su alma, sin pasar por los oídos, y vio de nuevo el espectro de María que llegaba hasta él y le infundía en la mente y en el corazón sentimientos inefables y conceptos intraducibles en toda lengua humana. Aun así, esto no satisfacía al doctor.

«Si el mundo de los espíritus existe -calculaba él-, debe de tener más realidad, más ser, más luz y más vida que el mundo de la materia; pero en estas apariciones y visiones, y hasta en las ideas que me comunican, hay tanto de vago, de inconsistente, —428→ de incierto, de crepuscular, que sospecho que es un mundo de sombras fantásticas y de quimeras, y no un verdadero mundo espiritual éste en que penetro. ¿Quién sabe? Quizás lo sobrenatural, el espíritu no esté por fuera, no esté como separado de la naturaleza misma y contraponiéndose a ella. Quizás que la penetre toda y la anime. Quizás hago mal en apartarme de la naturaleza para hallar el secreto que está en ella misma. ¿Será el universo un torrente de vida divina, una revelación sucesiva de las fuerzas permanentes y eternas, un hieroglífico lleno de sentido, donde cada cosa es signo, cifra, representación de algo oculto, y el todo, para quien logre interpretarlo, la solución del enigma? Siendo de este modo, la naturaleza sería el manantial del conocimiento del espíritu. En sus profundidades estaría el misterio divino. Pero ¿cómo sumirse en esas profundidades? Toda la ciencia experimental no traspasa jamás la superficie; la corteza: describe minuciosamente la cifra, y no da la clave para descubrir lo cifrado. ¿Dónde hallar esta clave? ¿La cábala, la magia, la teúrgia serán posibles?»

El doctor, a fuerza de no creer en casi nada, empezó a creer un poco en las ciencias ocultas.

A menudo se quedaba mirando a Faón, cuya compañía era la única que no le cansaba, y sentía —429→ deseo de que el podenco se convirtiese en el diablo; pero en seguida negaba resueltamente que el diablo existiese, negando, por lo tanto, la magia negra. La magia blanca, la magia no diabólica, es la que seguía pareciéndole verdadera. El diablo no servía de nada, si un fuego, un hálito8 divino circulaba por el universo todo vivificándole; porque lo ínfimo y lo supremo, lo pequeño y lo grande, este mundo sublunar y toda la inmensidad del espacio poblado de soles debían de estar estrechamente enlazados por aquella fuerza invisible. ¿Y por qué el hombre no había de apoderarse de aquella fuerza? Si penetra y anima el mundo de los cuerpos, la naturaleza toda, ¿dónde ha de ser más enérgica que en la naturaleza humana? Si lo divino se filtra por el universo y es el núcleo y constituye la esencia de las cosas, ¿cómo no ha de estar asimismo en el centro de nuestro ser, en el abismo de nuestra alma? De esta suerte pasaba el doctor del arte mágica al arte mística. Pero ni en el mundo exterior, penetrando en el seno de la naturaleza con amor y entusiasmo; ni en el mundo interior de su alma, buscando con el mismo entusiasmo y el mismo amor el objeto de su anhelo, abstrayéndose de todo lo exterior, mortificando los sentidos e imponiendo silencio a las pasiones, acertaba el doctor a descubrir el misterio, —430→ a declarar la cifra, a resolver el problema y a proporcionarse un interlocutor que le conviniese e interesase más que el Padre Piñón y que Respetilla.

Tal vez le faltaban libros: tal vez ni de magia ni de mística había leído lo bastante, y caminaba a ciegas, queriendo ejercer artes dificilísimas, en las que apenas estaba iniciado.

Aunque sólo fuese por esto, el doctor necesitaba ir a Madrid.

Por otra parte, lejos de aquel centro del movimiento intelectual, poco o mucho, que hay en España, no ya sólo serían estériles los trabajos del doctor, así en la magia como en la mística, en la filosofía y en la poesía, sino también en las demás ciencias, artes y disciplinas más bajas y vulgares, como la política, por ejemplo.

El doctor, pues, a los seis meses de muerta su madre, impulsado de las antedichas consideraciones, deseoso de acabar de aprenderlo todo, y lleno de ambición difusa y de esperanza confusa de ser cuanto hay que ser, hombre de Estado, poeta, orador, filósofo, sabio y hasta mago y místico, arregló sus negocios en Villabermeja, jubiló a Respeta que lo deseaba, puso de aperador a Respetilla, reunió hasta doce mil reales, y con este dinero, —431→ después de una tierna despedida del padre Piñón, de Respeta, de Respetilla, del ama Vicenta y del podenco favorito, se plantó en la corte y se fue a vivir a una casa de huéspedes, donde por un duro diario le daban cuarto, cama, luz, almuerzo, comida y cena.

—432→

Ilusiones que se van perdiendo

Toda, casi toda la poesía, cómica y trágica, que había en la persona del doctor y en el ambiente que le circundaba, se disipó al salir de Villabermeja. Allí se quedaron los dos uniformes de maestrante y de lancero, el bonete y la muceta, los vestidos de majo, la jaca, el podenco Faón y el fiel escudero Respetilla. Allí no podía menos de quedarse también la noble casa solariega, el castillo de que él era alcaide perpetuo y la bóveda sepulcral donde yacían sus antepasados. De señorito principal, aunque semi-arruinado, medio ermitaño, medio mágico, querido de las mujeres, objeto de adoraciones sublimes y de enconados odios, figura novelesca que ya podía compararse al Edgardo de Walter Scott, ya al Manfredo de Byron, se transformó en un aventurero más, en un perdido más, de los que vienen a Madrid a buscar fortuna.

Las locuras maravillosas, los conatos de ser —433→ teósofo, mágico y místico, pasaron en seguida, preocupada ya la mente con otras aspiraciones más vulgares. Las visiones y apariciones fantásticas de los espíritus de la coya y de María, no se dignaron entrar en la prosaica casa de huéspedes.

Durante muchos años permanecieron vivas, sin embargo, las ilusiones del doctor, aunque todas, una a una, iban lastimándose y quebrándose en la piedra de toque del éxito.

Como poeta lírico, llegó a publicar algunas composiciones en periódicos literarios; pero la gente estaba ya harta de suspiros, de lamentos y de quejas con sonsonete o cancamurria, y no hizo caso de los versos del doctor.

Hizo el doctor varias tentativas para ser poeta dramático; pero se quedó siempre en las dos o tres primeras escenas de cada uno de sus dramas. La crítica más desapiadada acompañaba en su mente a la inspiración o a lo que otros llamarían inspiración, y convenciéndole a tiempo de que estaba escribiendo tonterías o disparates, le forzaba a dejarlos a un lado y a que no los concluyese. El hambre no le apretó jamás por tal arte que le llevara a proseguir, para ver si el público, más indulgente o menos juicioso que él, aplaudía lo que él reprobaba, y tomaba por discreto lo que él desechaba por sandio.

—434→

Creyéndose capaz de ser un gran poeta épico y de compendiar, cifrar y resumir en una epopeya colosal toda la civilización presente, con iluminaciones, vaticinios y como auroras de la futura, emprendió tres o cuatro veces la susodicha epopeya; pero no pasó nunca de un centenar de versos. La perversa crítica acudía a su cuarto de la casa de huéspedes, y ahuyentaba a las Musas a latigazos.

Procuró el doctor hablar en el Ateneo, y siempre se le trabó la lengua, y no acertó a decir nada.

Consiguió entrar de redactor en un periódico, pero, no sintiendo ni sabiendo fingir que sentía la pasión política de otros, y siendo además enorme su pereza, tuvo que salirse de la redacción, a fin de que no le echaran por inútil.

Embobado con mil ideas de indefinido progreso, de paz, de bienandanza, de luz y de gloria para el humano linaje en general y en particular para su patria, se encumbraba a tales alturas, que cuanto acá por la tierra nos divide no le importaba un comino. Lo mismo le daba a él de la monarquía que de la república, de la Constitución de tal año que de la de tal otro, de esta ley electoral que de aquélla, de tal ley de ayuntamientos que de tal otra. Hasta la libertad, que era lo que más amaba, considerándola como medio y no como fin, no era para —435→ él un ídolo a quien no se pudiese en ocasiones dejar de rendir culto y ofrecer sacrificios. Extrañaba, pues, el doctor tanto frenesí, tanto calor, tanto brío como muchos ponían en la contienda, y se daba a sospechar si las opiniones y teorías serían el pretexto, y si el verdadero motivo serían las posiciones. En este punto, a pesar de toda su ilustración, nuestro doctorcito era un bermejino completo, o mejor dicho, un lugareño español de cualquiera parte, salvo cuatro o cinco provincias, donde saben querer y saben lo que quieren, y por eso traen a mal traer a las demás, que tienen la voluntad marchita. Lo cierto era, según el doctor notaba, que cada partido político de los que se disputaban el poder en la prensa y en la tribuna, se componía de unos cuantos señores, visitantes de la misma casa o asistentes a la misma tertulia, los cuales no tenían masas de pueblo detrás de sí, salvo varios espoliques que esperaban cabalgar en un buen empleo, ni representaban una respetable colectividad, ni eran como apoderados o adalides de los altos intereses, ideas, creencias y propósitos de clases enteras. Cada adalid fantaseaba allá en su mente el credo que más le convenía y formaba a su antojo un partidito del cual se hacía jefe. El doctor se obstinaba en suponer que a casi nadie le interesaba —436→ dicho credo, más que a los que iban en su virtud a tomar el mando: que el pueblo español no distinguía los matices sino los colores más vivos y marcados; que, según lo había declarado el gran Donoso, se hartaba pronto de discusiones, sutilezas y distingos, y sólo gustaba de Barrabás o de Jesús; y que, para pedir a cualquiera de estas dos tan opuestas personas, no se valía del derecho de petición, ni para proporcionarles un triunfo acudía a las urnas electorales, sino o bien no hacía nada, o echaba mano al trabuco.

Estas y otras consideraciones alejaban al doctor de la política y le hacían capaz de exclamar, como aquel viajero de un cuento de Voltaire, cuando llegó a Persia, donde ardía la guerra civil, y le preguntaron qué prefería, si el carnero blanco o el carnero negro, que, con tal de que el carnero estuviese bien asado, el color de la lana importaba poco: que si, ora pidiendo carnero blanco, ora carnero negro, habían de consumir en la lucha todos los otros carneros; y que si, ora pidiendo a Jesús, ora a Barrabás, habían de hacer siempre barrabasadas, más valía que las hiciesen pronto y de común acuerdo sin pelearse ni arruinarlos a todos.

Si el doctor se hubiera limitado a sentir y a pensar así, aunque nosotros hallamos que hubiera sentido —437→ y pensado desatinadamente, no le hubiera sido perjudicial; pero lo peor era la maldita franqueza de su condición, la cual no consentía que se le pudriese en el alma ni sentimiento ni pensamiento alguno, por recóndito que debiera tenerse. De este modo -y por ser tan escéptico en política- no consiguió jamás ni siquiera ser diputado.

Otra de sus ilusiones, y de las más persistentes y tenaces, fue la de creerse un gran filósofo. Mas por lo mismo que tal se creía le era más difícil dar a luz escritos filosóficos. ¿Cómo había él de conformarse con ninguno de los sistemas inventados ya en tierras extrañas y sucesivamente de moda en nuestro país? No había de ser tradicionalista ni flamante tomista; y ni Cousin primero, ni Kant, ni Hegel, ni Krause, por último, lograron alistarle bajo sus banderas. El doctor soñaba con sacar a relucir, cuando menos el mundo se lo percatase, un nuevo sistema todo suyo. Así se pasaban los años y no producía nada. Consolábase, no obstante, con una sentencia, que no recordamos bien si es o no de Aristóteles, por la cual se afirma que, hasta bien cumplidos los cincuenta, no llega el hombre a toda la madurez y plenitud de su entendimiento. El doctor aguardaba, pues, dicha edad para eclipsar a Krause, a Kant y a Hegel.

—438→

También, pasado ya algún tiempo y conservando en el alma, sólo como una dulce memoria que interiormente la iluminaba, la bella imagen de María, trató el doctor de brillar en la alta sociedad y de ser amado de las damas madrileñas; pero esta ilusión fue más vana que las otras. Todo el toque de la dificultad, todo el busilis de este negocio, según el doctor había oído decir, estribaba en que alguna muy elevada le quisiese. Las otras le tendrían al punto por hombre digno de amor, y acudirían a él como a la miel las moscas. Por desgracia, no halló el doctor a ésta que, digámoslo así, había de romper la marcha. No era posible tampoco renovar la estratagema de aquel empresario de la plaza de toros que, en tiempo en que había menos afición que hoy, notó que ningún año iba gente a la primera corrida, sino que empezaba la gente a ir a la segunda, y decidió dar principio por la segunda para que hubiera gente desde luego. Lo cierto es que, sin posición, sin el brillo de la gloria o de la riqueza, o de los mismos triunfos en otros amores, oscuro, algo encogido, pobre como las ratas, pisaverde de casa de huéspedes en suma, es muy difícil deslumbrar al bello sexo. No se halla a cada paso una princesa del Catay, una Angélica amorosa, que elija por su Medoro a un señorito sin nombre, poco ameno además, y dado —439→ a melancolías. El doctor, por lo tanto, era en Madrid como aquel Leonardo que Camoens nos pinta en Los Lusiadas, tan infortunado en amores que, en la propia Isla de Venus, donde todo estaba dispuesto para agasajar y deleitar a los heroicos portugueses, estuvo a pique de no topar con una sola ninfa que se le mostrase piadosa y que no huyera de él como de la peste.

Como el doctor se acicalaba y vestía con alguna elegancia y esmero, iba a los teatros, a los bailes y reuniones, y hacía de vez en cuando alguna calaverada; por ejemplo, perder quinientos o mil reales al juego o ir a comer o cenar a una fonda, juzgándose por un instante, en aquella ocasión, un Sardanápalo ninivita, un Baltasar babilónico, un romano de la decadencia, o un mega-duque del Bajo Imperio, siendo esto del Bajo Imperio lo que priva más entre los escritores políticos y moralistas, al considerar el lujo y relajación de nuestra edad y echarla de Juvenales y de Tertulianos severos; y como, por otro lado, las poesías líricas, la epopeya, los dramas que no llegaban a concluirse y el sistema filosófico que no acababa de inventarse, no producían ni era natural que produjesen un ochavo; el pobre doctor estaba casi siempre a la cuarta pregunta. El caudal de Villabermeja (aunque, según a mí me han asegurado, —440→ Respetilla era fiel administrador, por más que parezca inverosímil) apenas producía para pagar los réditos de los seis mil duros y enviar mil reales mensuales al doctor, los cuales desaparecían casi siempre a los tres o cuatro días de cobrada la letra.

El doctor, en estos apuros, empezó a contraer deudas; pero era tan inepto en la ciencia práctica del crédito, parte la más esencial de la crematística, que sólo acertó a deber al sastre, al zapatero, al guantero y a la pupilera, que le pedían de continuo que pagase. Entonces, olvidando ya las altas ciencias ocultas, a que había pensado consagrar su vida, no pensó el doctor en más ciencias ocultas que en la crisopeya. Él, que había soñado con descubrir la fuerza íntima, el principio divino que mueve y anima el universo, y apoderarse de él para gobernarlo y dirigirlo todo, se limitó entonces a ver cómo lograba reunir un poco de dinero, y lo peor es que no lo consiguió.

Con este desengaño, acabó por lo que acaban otros y por lo que muchos empiezan: por suponer que el presupuesto es el hospicio de los mendigos de levita, la sopa de los conventos para la pobretería ilustrada, y el refugio y el hospital de los pordioseros leídos. El doctor pretendió un empleo, y al cabo consiguió que se le diesen, de ocho mil reales —441→ al año en el ministerio de la Gobernación. Unas veces cayendo, otras levantándose, ya repuesto, ya cesante, ya repuesto otra vez, llegó nuestro héroe a tener catorce mil reales de sueldo, catorce años de servicio, y diez y siete años de vida de Madrid.

Siempre fue el doctor un detestable empleado; pero no le faltaron amigos que le sostuvieran en su empleo.

Claro está que otros, con menos capacidad que el doctor, llegan a directores, a consejeros de Estado y hasta a ministros: así anda ello; pero no es menos claro que lo deben a casualidades dichosas (ya se entiende que no para el país), y no a todos les han de tocar estas casualidades, como no a todos les toca la lotería. Por sus condiciones de carácter y de entendimiento, por su idiosincrasia, como se dice tanto ahora, no era el doctor de los que, por sí y sin que interviniesen las referidas casualidades, podía ir más allá del punto a donde llegó. Así es que no pasó de dicho punto, y gracias.

Toda esta parte de la vida del doctor se refiere aquí en compendio y a escape, porque no importa mucho a la acción o argumento principal de esta verdadera historia, si es que en esta verdadera historia quiere concederme el lector que hay una acción única, con unidad clásica y patente.

—442→

Sea como sea, el doctor Faustino, avergonzado de no ser más que auxiliar en un ministerio y esperando siempre el día en que había de elevarse a personaje, no quiso volver a poner los pies en Villabermeja, donde había pasado por un pozo de ciencia, por un prodigio de talento y por uno de los más egregios caballeros, señorones y alcaides perpetuos, que jamás han existido. Así llegó a la edad de cuarenta y pico de años, harto maltratado de la suerte, pero nunca desilusionado.

Todas las noches dejaba para la mañana siguiente el poner manos a la obra y el empezar a escribir su gran tratado de Filosofía, o concluir su colosal epopeya, o resollar con alguna peregrina y pasmosa invención que aturdiese a los nacidos. Nada, sin embargo, se realizaba jamás.

Amanecía Dios: el doctor iba a su oficina a extractar expedientes o a arrullarles el sueño, comía luego sus pícaros garbanzos, cuando no le convidaban en alguna casa de fuste, y siempre por las noches, andaba de tertulia en tertulia. Nadie le quería ni bien ni mal, porque a nadie estorbaba, como no fuese a alguien que desease ser auxiliar como él; pero el doctor no tenía un solo conocido que desease tan poco, sino que los paisanos deseaban ser ministros o superintendentes generales de Hacienda —443→ en Cuba y los clérigos arzobispos, y los militares capitanes generales y dictadores. Menester hubiera sido que se allanase el doctor a ir de tertulia a las tiendas de aceite y vinagre para encontrar ya muchos envidiosos. Con tan elástico impulso aupaba el trampolín de la política, y tan rápido iba haciéndose el turno en los saltos icarios, que había esperanzas de sobra para cualquier titiritero. El doctor, en medio de todo, conservaba siempre las suyas, risueñas y halagadoras, y presentía que, sin saber aún por qué, ni cómo, ni cuándo, acabarían las gentes por envidiarle. Con estas esperanzas se distraía y consolaba.

—444→

Cabos sueltos

Revista de España, tomo XLIV, Nº 173 de mayo y junio de 1875, pp. [83]-101

No faltará quien halle inverosímil la poca o ninguna carrera que hizo en Madrid D. Faustino López de Mendoza. O D. Faustino era tonto o no lo era, dirán. Si era tonto debió pintarle tonto el autor de esta historia; pero, como le ha pintado discreto, aunque extravagante, no se comprende cómo no llegó a elevarse, en esta sociedad agitadísima y revuelta, donde tan fáciles son las elevaciones.

Contra estos argumentos va ya mucho en el capítulo anterior. Sin embargo, prefiriendo nosotros pasar por pesados a pasar por aficionados a lo inverosímil, vamos a añadir otras razones.

En España está el entendimiento muy repartido: casi no existe la gran masa de tontos utilísimos, mansos, gobernables, industriosos, trabajadores, y fáciles de entusiasmar que existe en otras naciones más dichosas, donde el entendimiento está reconcentrado —445→ y como vinculado en pocos hombres.

Hay, pues, en España muchos más de entendimiento que por ahí en otras tierras; pero, en cambio, cabemos a bastante menos entendimiento. Apenas si pasa nadie de lo que se llama listo o travieso. Esta listura o travesura, no auxiliada por gran saber, porque somos perezosos, no da para lo bueno el fruto que debiera dar; y por otra parte, como son tantos los que la tienen, en mayor o menor grado, raro es el hombre en quien llega a constituir tal excelencia, que le distinga y eleve, con el asentimiento general, sobre el nivel de los otros, y le haga apto para el mando. De aquí lo instable de toda dominación y la escasa reverencia con que se mira a quien la ejerce. De aquí además el que haya tantos y tantos que aspiren a ejercerla, creyéndose con títulos iguales o superiores a los más encumbrados.

En esta perpetua contienda por subir, toman parte unos cuantos miles de hombres: el proletario de levita. Como hay, cada año casi, caídas y encumbramientos, llegan a ser personajes los más capaces sin duda: llega a serlo también un tanto por ciento de los meramente listos; pero como los listos abundan, los más se quedan tocando tabletas. Lo que sucede es que de los que se quedan no nos volvemos a acordar y nos parece que no han existido. Sólo de —446→ vez en cuando reconocemos y recordamos a tal cual de ellos antiguo compañero de colegio, de universidad o de los primeros años de la vida, en alguien que viene, cubierto de harapos, a pedirnos una limosna o un empleo de cinco o seis mil reales, cuando en otro tiempo esperaba llegar a duque o a príncipe, y aun entendía que se quedaba corto.

Que el carácter de las personas influye mucho en la diversidad de éxitos es cosa de que no se puede dudar: pero la suerte, el mal llamado acaso, esto es, la combinación y enlace de los sucesos, que no hay mente humana que prevea, influyen más aún. Por lo demás, lo inexplicable, lo misterioso, lo inverosímil en grado superlativo, en cualquiera otro país donde, como en España, no haya privilegios aristocráticos ni valga el capricho de un rey, es el encumbramiento de la gente inepta por todos estilos. Lo que es el que D. Faustino se quedase siempre con 14.000 rs. de sueldo y no pasase más allá, era natural, verosímil y justo, en todo país, sin que por eso tengamos que calificar de idiota ni de mucho menos al protagonista de nuestra historia.

El momento de los grandes sucesos, que van a terminarla, se aproxima ya; pero antes nos parece indispensable atar algunos cabos sueltos: decir algo de lo que sucedió a varios de los personajes más importantes, —447→ durante los diez y siete años, que tan sin dicha perdió en Madrid D. Faustino.

El escribano D. Juan Crisóstomo Gutiérrez murió tranquila y cristianamente en su lecho. El padre Piñón, que le asistió en aquel último trance, exigió de él que se casase con Elvirita. El escribano se casó, reconociendo y legitimando a un hijo que de Elvirita tenía, llamado Serafinito, a quien ya hemos visto figurar en la introducción de esta historia. Los bienes del escribano eran tan cuantiosos, que, divididos en partes iguales entre sus tres hijos, bastaron a dejarlos muy ricos a todos.

En el momento de nuestra historia a que hemos llegado, Serafinito permanecía soltero; y Ramoncita hacía años que estaba casada con D. Jerónimo, el cual ejercía con gran éxito y tino la medicina en Villabermeja. Aunque no tenían hijos, que estrechasen los lazos conyugales y completasen su dicha, la médica y el médico vivían muy felices.

Rosita, a pesar de sus lances con D. Faustino, harto escandalosos para que pudieran olvidarse, era tan graciosa, tan discreta, tan firme de voluntad y tan rica, para aquellos lugares, que siguió siendo pretendida de muchos. Sólo de ella dependía el hacer o no lo que se llama un buen casamiento.

El amor al régimen autonómico y tal vez el recuerdo —448→ de D. Faustino y de su abandono, indujeron a Rosita a que continuase soltera durante algunos años más. Según hemos dicho, Rosita era una hermosura de bronce. Llegó a los treinta, llegó a los treinta y dos, llegó, en fin, a los treinta y ocho, y aún parecía la misma Rosita del día y de la noche de la Nava. Sin embargo, al frisar en los cuarenta, aunque su cara y su limpio y bien formado cuerpo, con el aseo, el ejercicio constante y los aires campesinos, estaban como siempre, sin que la gordura hubiese venido a desfigurarlos, ni una delgadez malsana hubiese impreso en su piel trigueña, delicada y tersa, ni mancha ni arruga, Rosita hubo de tener melancólicos presentimientos de que la vejez empezaba a surgir en las profundidades y abismos de su ser, por más que por la superficie no apareciera. Aquella mocedad, aquella gallardía, aquella gracia, que aún conservaba, eran como un milagro de su voluntad enérgica, y el milagro podía tener término. Algunas canas, que aparecían entre su negra y hermosa cabellera, eran el único signo exterior que le anunciaba la venida de la vejez. Esto bastó, no obstante, para que Rosita pensase con espanto en la vejez, y sobre todo en la vejez solitaria. Un deseo ambicioso de encumbrarse más, de figurar y de lucir fuera de Villabermeja, de triunfos, de esplendores y —449→ de conquistas en más vasto teatro, y de deslumbrar aún con la luz de su belleza antes que del todo se eclipsase, se apoderó entonces del alma de Rosita.

Entre sus pretendientes se contaba D. Claudio Martínez, consecuente hombre político, y diputado a Cortes casi perpetuo por el distrito de que formaba parte Villabermeja. D. Claudio había hablado cuatro o cinco veces sobre Hacienda en las sesiones del Congreso, y había llegado a ser director general en el Ministerio de aquel ramo. Allí se había dado tan buena maña, que había formado un capitalito de un par de millones. Era, pues, un señor de muchas campanillas, un pájaro de cuenta, en potencia propincua de ser ministro, título, banquero, o las tres cosas.

Solterón de cuarenta y pico de años, estaba bien conservado y era alegre, servicial y ameno. Trataba con tal llaneza a todos sus electores, les buscaba tantos empleos, y les desempeñaba tantos encargos, y comisiones, que era adorado por todo el distrito. Su retrato, ora al óleo, ora en fotografía iluminada, resplandecía en las casas consistoriales de los cinco o seis pueblos que el distrito formaban. En todos ellos le recibían con repique general de campanas e iluminación, cuando volvía de Madrid. En todos ellos se daban comilonas, bailes y jiras campestres en su —450→ obsequio. Y de todos ellos le enviaban, cuando estaba en Madrid, barriles del mejor vino, piñonate, hojaldres, alfajores, arrope y otra multitud de regalos.

No era Rosita mujer que se dejase deslumbrar por tales grandezas. Cuando no su claro entendimiento, su instinto hubiera sobrado para darle a conocer que D. Claudio era un personaje vulgar: lo que llaman por allá un tío. A veces le comparaba con el cruel alcaide perpetuo, y éste le parecía aún de oro puro y el D. Claudio de muy bajo y ruin metal; pero don Faustino era un dije funesto o inútil, un primor, una joya que no servía para nada, mientras que D. Claudio era y podía ser un instrumento provechoso para conseguir multitud de cosas y realizar mil gratos ensueños. Rosita concibió la idea de su casamiento con D. Claudio como una sociedad en comandita, donde, unidos capitales y aptitudes, podrían encumbrarse pronto los socios al pináculo de la riqueza y de los honores. Esto la sedujo: y si bien D. Claudio distaba infinito de inspirarle amor, como no le inspiraba repugnancia, Rosita se casó con D. Claudio.

Años hacía que ambos esposos vivían en Madrid, donde Rosita era admirada por su talento y su chiste, y donde aún tenía mil adoradores, aunque ya jamona. —451→ La casa de D. Claudio era el centro de lo más ilustre y empingorotado que había en Madrid, en la sociedad de medio pelo. Rosita era la lionne, la reina, la emperatriz de las cursis. Lo menos catorce o quince poetas, simultánea o sucesivamente, habían hecho de ella su musa, su Laura o su Beatriz, y le habían compuesto baladas, elegías, cantares y doloras. Rosita procuraba hacer creer que sus amores con todos estos vates habían sido platónicos, y no hay razón para que no la creamos. Propalaban, por último, algunas malas lenguas que el general Pérez era más dichoso, o dígase no era, como los poetas, tan severo secuaz del gran filósofo griego en sus amoríos con Rosita. Ello es que el general Pérez tenía vara alta con todos los ministros y en particular con el de Hacienda y con el director del Tesoro, cerca de los cuales prestaba todo su apoyo a don Claudio, quien siempre tenía pendientes de allí una infinidad de enredos, tramoyas y discretas e ingeniosas combinaciones, para dislocar el dinero, alzándose con él,

Entre la turba perezosa y torpe

De los demás mortales.



D. Claudio iba aproximándose cada vez más a su ideal: a ser un capitalista, cuya misión en el mundo —452→ solía comparar él a la de los grandes pantanos artificiales, donde se reúnen y acumulan las aguas, que sirven después para fecundar con su riego inmensos terrenos incultos, antes secos y estériles. Considerándose D. Claudio uno de estos pantanos, trataba de llenarle o llenarse pronto y bien; su mujer, Rosita, le ayudaba como podía.

D. Faustino no había puesto nunca los pies en casa de Rosita; pero la saludaba y era saludado por ella, cuando la veía por acaso en paseo, en los teatros o en alguna tertulia. Jamás se acercaba a ella, ni la hablaba.

Otro personaje importantísimo de nuestra historia, el famoso Joselito el Seco, había tenido un fin trágico, como era de presumir, en cumplimiento de la sentencia o refrán que dice: quien mal anda mal acaba. Como Joselito era la providencia de la gente menuda, como su rumbo y su generosidad no tenían límites, y como una de las dos terceras partes de lo que ganaba en su oficio, las repartía caritativamente entre los pobres, gastando lo restante con esplendidez de gran señor, no había arriero que no le idolatrase, ni ventero ni casero que no le amparase y ocultase, ni coplero rústico que no le celebrase en sus copias, ni señorito de lugar que no procurase ser su amigo, llevado de la cuenta que le tenía y aun —453→ de la admiración sincera que sus hazañas, altas caballerías y estupendas magnificencias inspiraban. Entre el vulgo de Andalucía gozaba, pues, Joselito de tanta popularidad como D. Claudio entre sus electores. Así es que no había modo de cogerle, ni vivo ni muerto, y seguía haciendo de las suyas, paseándose por todas partes como por su casa, y campando, en suma, por sus respetos.

De este modo hubiera continuado quizás, aunque hubiese vivido más años que Matusalén, si no acontece lo que vamos a referir ahora, valiéndonos de una carta de Respetilla a su amo, que trasladamos aquí con fidelidad y exactitud.

Dice la carta:

«Villabermeja entera está indignada con lo ocurrido a Joselito el Seco. Voy a contárselo a su merced, porque debe interesarle. Permítame su merced que tome las cosas de muy atrás para que lo entienda todo.

»Joselito era tan bueno y tan escrupuloso, que no se apoderaba de nada de los pobres. Perseguido además en estos últimos años por la guardia civil, no lograba proporcionarse recursos suficientes y andaba muy apurado.

»En sus apuros acudió a un amigo rico, al alcalde de..., en la provincia de Málaga, y le rogó, —454→ con muy buenos modos que le enviase tres mil reales a su casería, por donde él pasaría a recogerlos. El Alcalde envió sin dificultad los tres mil reales. Al mes, volvió Joselito a sus apuros: pidió otros tres mil reales y los obtuvo también. Poco después pidió cuatro mil. El alcalde hizo sus observaciones: resistió bastante; pero al cabo entregó los cuatro mil reales que Joselito le pedía. Así siguieron, Joselito pidiendo y el alcalde dando, hasta que llegó la séptima petición. El alcalde entonces hubo de sulfurarse. El mismo diablo sin duda le inspiró una idea terrible.

»Escribió a Joselito, diciéndole, como de costumbre, que el dinero estaría a su disposición en la casería, en tal día y a tal hora; que fuese allí a buscarle; pero el alcalde, en vez de enviar el dinero, envió a la casería con gran sigilo y recato, veinte certeros tiradores, los más famosos que pudo hallar.

»La casería, como muchas de estas tierras, formaba un cuadrado perfecto. El lado de frente o de la fachada era la habitación de los señores para cuando iban allí a pasar una temporada: en el lado derecho estaban las caballerizas y el tinado para los bueyes: en el lado izquierdo las bodegas, y a la espalda el lagar y el molino aceitero. En el centro había un ancho patio interior, sobre el cual daban muchas ventanas de los cuatro cuerpos o lados de la —455→ fábrica. En dichas ventanas se colocaron los tiradores con las escopetas prevenidas y bien cargadas. El casero, hombre de mucho estómago y de toda confianza, se había comprometido a introducir a Joselito y a su tropa en el patio, a meterse luego en la casa, y a dejarlos encerrados allí, donde los de las escopetas los habían de freír a tiros.

»El plan era tan hábil, que ya el alcalde daba por segura la muerte de todos los ladrones y creía tocar los laureles que iban a prodigarle por haber librado a las gentes de aquel sobresalto continuo.

»Dios, sin embargo, lo dispuso de otra manera. Cuando Joselito iba a entrar con su cuadrilla en la casería y en el patio, tuvo cierto recelo, y miró al casero con fija atención. Éste perdió la serenidad y se puso más amarillo que la cera. No fue menester más. Joselito sospechó la trama. Conoció, como si lo viese, que había dentro gente oculta para matarle y matar a sus camaradas. Joselito era generoso. Supuso que el casero cumplía con las órdenes de su amo, y le dejó vivo: pero no consintió que ninguno de los suyos entrase en la casería. Todos ellos se fueron sin entrar.

»Joselito juró vengarse del alcalde. Harto calculaba éste que, después del mal éxito de su plan, corría el peligro de que Joselito le asesinase. El alcalde —456→ se amilanó de tal modo, que no salía del lugar. Apenas salía de su casa, sino a las horas en que hay más gentes en las calles y tomando mil precauciones.

»Nada bastó a libertarle. Una noche, entre nueve y diez, entró Joselito a pie en el lugar con ocho de su partida. Lleno de atrevimiento, se fue como un rayo a casa del Alcalde. Entró en ella cuando nadie sospechaba que pudiera venir. Sus compañeros maniataron, ataron lienzos a la boca, y amedrentaron a los criados y a las criadas para que no se defendiesen ni chillasen. Joselito halló solo y de improviso al alcalde en su despacho.

»-Encomiéndate a Dios a galope -le dijo-, y reza el credo. No quiero que se pierda tu alma. Lo que es con tu cuerpo y con tu vida vas a pagar ahora la traición que me hiciste.

»El alcalde, que conocía bien a Joselito, se persuadió de que no había remedio. Los ruegos no hubieran valido de nada. La resistencia era inútil también. Joselito le apuntaba con su trabuco, cuya boca casi le tocaba en la sien. Al menor movimiento hubiera Joselito disparado. El alcalde, pues, tomó el partido de guardar un digno silencio.

»Pasado un minuto, y calculando ya Joselito que el alcalde se había encomendado a Dios pidiéndole perdón de sus culpas, volvió a decir:

—457→

»-Reza el credo.

»Con voz firme y entera empezó a rezar el alcalde; pero al llegar a decir y en Jesucristo, su único hijo, Joselito disparó el trabuco y le metió en la cabeza todo el plomo y hasta los tacos de que estaba cargado.

»Muerto el Alcalde sobre el sillón mismo de su bufete, Joselito salió de la casa y del lugar con sus ocho compañeros. Fuera le aguardaban otros con los caballos, y montando en ellos, todos se pusieron en salvo.

»El alcalde no tenía más familia que un hijo de 18 años, soltero y guapo mozo. Como aquella noche era sábado, el muchacho, que ya tenía barbas muy recias, estaba afeitándose en la barbería.

»Allí vinieron a contarle la espantosa desgracia que acababa de suceder. Voló a su casa con la cara a medio afeitar, y vio a su padre, a quien amaba de todo corazón, muerto de un modo horrible: con la cabeza deshecha.

»Levantando entonces las manos al cielo, sobre el cadáver, caliente aún, juró el mozo por cuanto hay de más sagrado, no raparse las barbas, no comer en mesa con manteles, no desnudarse la ropa que tenía puesta y no dormir en cama, hasta que matase a los ladrones y al capitán de ellos Joselito.

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»Cinco años han pasado desde que esto aconteció, y el mozo ha cumplido su juramento en cuanto de él dependía. Arruinándose, derritiendo la rica herencia que le dejó su padre, ha mantenido compañía de escopeteros de a pie y de a caballo, y ha perseguido y acosado tanto a los ladrones, que una vez dos, otra uno, otra cuatro, ha acabado por despacharlos a todos al otro mundo. Joselito solo vivía. Ya no había forma de que el mozo vengador le encontrase y le matase. De manera que el mozo seguía sin mudarse, sin comer a la mesa, sin dormir en cama y sin raparse las barbas. Cuentan que ponía miedo su vista.

»Así hubiera seguido largo tiempo, porque Joselito era muy sagaz y hábil y no se dejaba coger fácilmente. Además Joselito tenía multitud de protectores y encubridores. Pero Joselito (Dios le haya perdonado con su inagotable misericordia) aunque era un gran pecador, tenía golpes y partidas de hidalgo y bien nacido. Harto de aquella persecución, envió un recado al hijo del alcalde con una gitana vieja de quien mucho se fiaba. El recado era que si quería acabar de una vez y poder raparse las barbas, que viniese, sin su gente, a donde él designara: que, seguros los dos, se verían y terminarían su pleito a navajazos, muriendo el uno o el otro o ambos, como —459→ buenos caballeros. Agradó la propuesta al hijo del alcalde, y previos los juramentos más terribles para precaverse de la traición por una y otra parte, el hijo del alcalde y Joselito se vieron en un encinar, y riñeron valerosamente con las navajas, sin más testigo que la gitana vieja, la cual, sentada en un peñón, miró el combate sin pestañear.

»Joselito era un héroe, señorito, y aunque el hijo del alcalde tenía muchos hígados y manejaba bien el abanico, Joselito pudo más, y dicen que le mató limpiamente, de un navajazo magistral por bajo de la tetilla izquierda. Así pasó a mejor vida el hijo del alcalde, sin haber podido raparse las barbas desde que su padre murió.

»Cuando se divulgó esta hazaña, creció la fama de Joselito por toda Andalucía, y pronto acudieron a ponerse a sus órdenes hasta siete hombres de pelo en pecho. Joselito volvió a encontrarse capitán, con una cuadrilla muy respetable de bandoleros.

»Así andaban las cosas, cuando el gobernador de esta provincia discurrió una abominable traición, viendo que Joselito era invencible en buena lid. Ajustó la muerte de Joselito con un malvado criminal, a quien tenía en la cárcel y a quien dio libertad, haciendo correr la voz de que se había escapado. Este traidor se unió a la partida de Joselito, ganó —460→ la voluntad de aquel bandido tan caballero, y una noche le asesinó mientras dormía. Imagine su merced, señorito, cuán grande y cuán justa será con este motivo la indignación de Villabermeja».

Respetilla, acostumbrado a mirar como héroes a los bandidos, sobre cuyas hazañas sabía de memoria no pocos romances, se extendía después en lamentar la muerte de Joselito, en condenar la traición que contra él se había empleado, y en celebrar sus virtudes. En obsequio de la brevedad, nos parece justo suprimir todo esto, limitándonos a afirmar que Respetilla no había leído libro alguno socialista, fatalista ni determinista moderno, y que era eco de las ideas vulgares, más rancias y castizas, cuando disculpaba a Joselito de sus crímenes, atribuyéndolo todo al sino y al pícaro mundo; esto es, a la organización fatal del individuo y a las faltas, vicios y durezas de la sociedad en que vive. No nos gusta sermonear en novelas: de un hecho singular sabemos que no deben sacarse consecuencias; pero el deplorable entusiasmo que entre los rústicos y lugareños suelen inspirar los bandoleros y forajidos es tan general y evidente, que a voces proclama que no son ideas nuevas y exóticas, sino resabios antiguos los que le producen, contra los cuales más han de valer la ilustración y la difusión de las buenas doctrinas filosóficas, que la —461→ santa ignorancia que suponen muchos que existe y que se debe conservar como oro en paño.

Doña Araceli había muerto también, siete años hacía. La buena señora, sin dolores, sin violencia, con aquel mismo amor suave, que era el fondo de su carácter, había exhalado el último aliento, quedando exánime como un pajarito. En su testamento no se olvidó del querido sobrino de Villabermeja y le dejó en herencia los seis mil duros de la deuda; pero el manirroto de D. Faustino había contraído ya otra deuda mucho mayor para poder seguir viviendo en Madrid con sus pocos recursos.

De María nada volvió a saber D. Faustino, ni antes ni después de la muerte del padre de ella. El único que en Villabermeja debía saber su paradero era el Padre Piñón; pero éste nada quería declarar, por más que en varias ocasiones el doctor le había escrito preguntando.

Había habido un personaje bermejino, del que hemos hablado en la introducción, sobre el cual recayeron en otro tiempo las sospechas del doctor de que hubiese sido el velador, ocultador y defensor de María. Era este personaje el cura Fernández; pero el cura Fernández hacía mucho tiempo que no existía. Averiguada con exactitud por el doctor la fecha de su muerte, aparecía posible que él hubiese sido el —462→ embozado que tuvo con Joselito la conferencia de que resultó su libertad. A poco hubo de morir el cura Fernández. ¿Dónde estaba, pues, María?

El lector no puede haber olvidado al personaje principal de la introducción: al verdadero narrador de esta historia, que yo me limito a repetir a mi manera: al famoso D. Juan Fresco, sobrino del célebre cura. ¿Sospechará quizás el lector que María se había ido a América y había buscado un refugio cerca de D. Juan Fresco?

El lector perspicaz quizás lo sospeche; pero don Faustino no podía sospecharlo. D. Juan Fresco no tenía más parientes cercanos que el cura Fernández; no había escrito a nadie; no conservaba relaciones en Villabermeja y nadie le recordaba.

El doctor que, para averiguar todo lo que con María se relacionase, había hecho mil indagaciones, sólo había puesto en claro que Joselito era huérfano de padre y madre cuando a la edad de cuatro años le recogieron en el convento, y que su madre, allá en su mocedad primera, quince años antes de que Joselito naciese, había tenido otro hijo, que se había ido a tierras muy lejanas y de quien hacía cerca de medio siglo que nada se sabía. El doctor no imaginaba siquiera que este otro hijo mayor hubiese llegado a ser un Creso.

—463→

Ya hemos dicho que, convencido D. Faustino de que sólo el Padre Piñón sabía el paradero de María, le había escrito varias veces pidiéndole noticias. Siempre se había negado a darlas el Padre Piñón. Al fin, en una carta que recientemente había recibido D. Faustino, el Padre era más explícito y se explicaba de este modo:

«Mil y mil veces te lo tengo dicho: sé dónde está María, mas no puedo revelártelo. Conténtate con saber que vive, que siempre te ama, que merece siempre que la llames tu inmortal amiga.

»El ser hija de quien era, y la consideración de que tú, movido de la ambición y de la inconstancia propia de la edad juvenil, pudieras desdeñarla y hasta aborrecerla, la excitaron a apartarse de ti.

»En esta resolución persiste todavía, si bien amándote siempre. Tal vez no alimenta otra esperanza que la de unirse contigo en otra vida mejor.

»Una idea extraña, poco católica, tiene la pobre María. Dios se la perdone. Ella es tan buena, que merece el perdón de Dios. Dios me perdone a mí también, que disculpo su delirio, por el mucho afecto que la profeso. María sigue creyendo que tú y ella os habéis amado siempre en otras existencias: que vuestros espíritus están y seguirán enlazados siempre, —464→ por siglos; y que esta vida que ahora vivís es de prueba para los dos.

»Cree María que hay algo en ti que no eres tú; algo que no es tu esencia, que no es tu alma, sino tu organismo, tu ser material, el medio en que vives, el ambiente que respiras, la sociedad que te rodea, la cual no es favorable, en la vida que vivís ahora, a vuestros inmortales amores.

»Llevada, sin embargo, hacia ti por un impulso irresistible, María fue tuya. Ahora teme por lo mismo volver a verte. Si se reuniera contigo, y algún acto lamentable os separase, poniendo enemistad entre vosotros, la unión de vuestros espíritus, que ella cree que ha de transcender a vidas ulteriores, se rompería quizás para siempre y ocurriría un divorcio eterno. «Prefiero -dice-, al eterno divorcio no verle más, no gozar de su compañía, no volver a ser suya en esta vida terrena».

»María, con todo, se muestra más confiada en otras ocasiones, y hasta concibe cierta leve esperanza de poder unirse contigo en esta vida, sin temor del divorcio eterno, cuando te halles desengañado, cuando el dolor purifique tu alma, cuando las ilusiones que te ciegan y perturban se desvanezcan del todo».

Esto decía el Padre Piñón en su última carta, y —465→ éstas eran las únicas noticias que de María había recibido el doctor Faustino, quien seguía su vida madrileña, siendo poco más que escribiente y mal escribiente a las horas de oficina; por la noche pisaverde que iba de tertulia en tertulia, y cuando se quedaba a solas consigo, filósofo, poeta y soñador ambicioso; en suma, si bien seguía amando poéticamente el dulce recuerdo de su amiga inmortal, distaba mucho aún de consentir en trocarle por la posesión real de aquella hermosa y enamorada mujer, si había de dar en cambio todas sus ilusiones, que él no creía tales.

—466→

La crisis

En esta sazón ocurrió en Madrid una novedad que hizo época en los fastos del mundo elegante, y de la cual no quedó periódico que no hablara.

Cansado de vivir en París y en Londres el opulento Marqués de Guadalbarbo, volvió a establecerse en la villa del oso y del madroño. Su antigua casa, que bien podía calificarse de palacio, había sido restaurada y adornada de nuevo con suma elegancia y lujo. Muebles los más primorosos, cuadros bellísimos, estatuas de mármol y bronce, ricos y espléndidos tapices, vasos del Japón y de Sévres, figuritas graciosas de porcelana de Sajonia, raros esmaltes de los mejores tiempos, libros costosísimos, o por el esmero de las ediciones y encuadernaciones, o por el escaso número de ejemplares que de ellos se han conservado; todo esto, con mil cosas más que por huir de la prolijidad no se mencionan, estaba amontonado —467→ en aquella casa, en aparente, aunque hábil y concertado desorden, ya en gabinetes tapizados de rica seda, ya en salones dorados, ya en otros, en cuyos techos lucían pinturas al fresco de los más famosos artistas.

No tenía aquella casa el aspecto de un almacén de curiosidades, como tienen otras, donde, si hubo vanidad y dinero para comprar, falta aquel amor al arte que se refleja en los objetos y los anima. Allí parecía que todo estaba cuidado, animado y hasta mimado por una hada. La presencia, la huella, el paso y la mano del genio del hogar se advertían en cada primor, en cada adorno, hasta en el ambiente mismo. Se diría que su mirada cariñosa lo había bañado todo de luz suave y de perfume poético. Las plantas y las flores eran allí más bonitas y tenían un verde más vivo y colores mil veces más puros que en los huertos y jardines. Perfiles, casi imperceptibles para los no acostumbrados a observar, revelaban a cada instante el tino, el buen gusto y la solicitud de una mujer aristocrática, linda y discreta.

Esta mujer era nuestra antigua conocida Costancita, después Marquesa de Guadalbarbo. Sobre el valor intrínseco que, como piedra preciosa o como perla limpia y de tornasolado oriente al salir de la mina o del fondo de los mares, tenía ella al salir de —468→ su lugar de Andalucía, había añadido la moderna cultura cuanto tiene de más refinado y exquisito.

Diez y siete años transcurridos sin un disgusto para ella, en el seno del más dulce bienestar, adorada de su marido, celebrada por todos, inspirando respetuoso amor a los hombres y envidia a las mujeres, no habían menoscabado en nada su hermosura. Nadie diría que Costancita tenía treinta y cinco años cumplidos. Su boca era tan fresca, su sonrisa tan alegre, entre infantil y maliciosa, sus dientes tan blancos, sus mejillas tan sonrosadas y tan tersa y serena su frente, como cuando salió en el birlocho a recibir a su primo Faustino que venía a vistas desde Villabermeja.

Aunque la Marquesa tenía dos hijos, el mayor de diez y seis años, podríamos seguir ahora diciendo de ella lo que dijimos cuando por primera vez la presentamos a nuestros lectores; que su talle era flexible, no como una palma, sino como una culebra, y que todo lo que de sus formas podía revelarse, presumirse o conjeturarse, estaba artística y sólidamente modelado, sin exceso ni superabundancia en cosa alguna, sino en su punto, con número y medida, guardando las justas proporciones, según las reglas del arte.

En el seno de la opulencia y del regalo, nos —469→ atreveríamos a añadir que Costancita había pasado el tiempo sin que el tiempo marcase en ella su rastro destructor, como aquellas princesas encantadas que se conservan en el mismo ser en que las cogió el encanto, si no fuese porque había habido mudanzas favorables. La tez, de trigueña que era, había adquirido una blancura transparente y nítida, propia encarnación de diosa o de ninfa y no de ser mortal; y las manos también, mejor cuidadas ahora, parecían más bellas en contornos y dintornos y en el color y esmalte de la carne y de las uñas. En todo esto, aunque hubiese habido alguna industria o artificio, era tan sabia industria y artificio tan sutil, que el más severo crítico, el más experto en tales cosas, con ojos de lince, no lo descubriría.

La marquesa de Guadalbarbo había deslumbrado y seguía deslumbrando a Madrid con la riqueza de sus trajes, con sus joyas y con sus trenes. La fama de su virtud era mayor y más envidiable aún. La marquesa amaba a su marido como a una providencia benéfica y munífica que la cubría de diamantes, que llovía oro en su regazo, que satisfacía sin titubear sus más costosos y atrevidos caprichos. La suerte del marqués en los negocios relucía en la mente agradecida de la marquesa como habilidad o como genio. El marqués le parecía un encantador —470→ que tocaba con su varita cualquier esperanza, cualquier ilusión, cualquier antojo, cualquier ensueño, y al instante le realizaba, trayéndole por ensalmo del mundo de las quimeras y de las sombras al mundo de los seres sólidos y consistentes.

La misma Costancita tenía de sí un alto concepto que la hacía invulnerable a no pocas seducciones.

Una mujer pobre, aunque sea el desinterés personificado, suele dejarse deslumbrar por la riqueza, por el esplendor, por la magnificencia de un galán rico. No tomará nada de él, pero podrá sentirse avasallada y pasmada de los coches, de los caballos, del palacio, de la pompa, de la atmósfera, en suma, que circunda al galán. A Costancita nada de esto le hacía efecto. Era o se creía tan rica como cualquiera, y no había lujo, ni gala, ni prodigio de la industria o del arte que lograse aturdirla, que excitase su admiración o su curiosidad.

Una mujer plebeya suele hallar un atractivo invencible en el galán que lleva un nombre ilustre. Una mujer que no está en la más alta sociedad, se hechiza con el galán que brilla en los aristocráticos salones; quizás el deseo de presentarse como rival, de vencer y de mortificar a alguna gran señora, puede más en ella que todos los propósitos de virtud. Para Costancita, que, por sí y por su marido, —471→ se creía de la prosapia más esclarecida y que había vivido y resplandecido en los círculos más encumbrados de París y de Londres, nada de lo dicho podía perturbar el endiosado corazón. Todo lo miraba como por bajo de ella. Nada había que no desdeñase.

La fama de la marquesa de Guadalbarbo se extendía por toda Europa. La marquesa había brillado en Baden, en Brighton, en Spa y en Trouville: en los salones del Faubourg Saint-Germain; en los castillos de los lores más ilustres de Inglaterra y de Escocia. En Berlín, en Petersburgo, en Niza, en Florencia y en Roma, tenía amigas que la escribían: adoradores que aún suspiraban por ella. Costancita estaba harta de brillar, y casi, casi se puede asegurar que había venido a Madrid con el propósito de eclipsarse.

En las edades y en los centros de más complicada y refinada civilización, en Alejandría, por ejemplo en tiempo de los sucesores del hijo de Filipo, y en Versalles, en tiempo de Luis XIV y de Luis XV, es cuando, por contraposición, se ha despertado el gusto y hasta la manía de la poesía bucólica; del idilio, de la vida campestre, del amor sencillo entre pastores y zagalas. Un fenómeno parecido podía observarse en el corazón de la bella marquesa. Vivía —472→ gustosa en Madrid, pero de vez en cuando atormentaba su corazón cierto prurito de vida patriarcal y primitiva. La marquesa de Guadalbarbo componía a veces idilios inefables, allá en el fondo de su alma, en cuya composición entraban por mucho los recuerdos de su pequeña ciudad natal, de su jardín, del azahar y de las violetas que le embalsamaban, del cielo despejado de Andalucía y de toda aquella existencia menos artificiosa y más próxima a la madre naturaleza.

Cansada Costancita de que la admirasen, de ver rendidos a sus pies lores ingleses, príncipes rusos, leones parisienses, todo lo que hay de más distinguido, soñaba con otra novela; echaba de menos en su vida cierta poesía; y la buscaba por otra parte: no en aquello de que estaba satisfecha hasta la saciedad.

Mientras el afán de lucir y ser adorada no se había amortiguado en su pecho, la novela, la poesía, el ideal de la marquesa de Guadalbarbo, se había realizado en aquellas adoraciones y rendimientos de que había sido objeto. Su severa virtud y su fiel amor al respetable marqués habían sido la primera condición de aquel ideal realizado. Faltar en lo más mínimo al marqués de Guadalbarbo, deslustrar su nombre aun sólo con la ocasión de una sospecha, —473→ hubiera sido para Costancita como arrojarse al suelo desde el altar de oro en que estaba subida. Era menester hacer creer, era menester que Costancita misma creyese, y nos parece que lo creía, que la admiración que le inspiraba la constante dicha del marqués en los negocios y la gratitud que infundía en el pecho de ella aquella esplendidez con que le proporcionaba cuanto quería, era un verdadero amor, era una devoción sincera, que hacían de ella y del marqués un ser mismo, o por lo menos una unidad inseparable, por donde todas aquellas magnificencias y esplendores no venían como de fuera y de extraño poder, sino que brotaban de la propia condición de Costancita y eran cualidades y prendas de su persona.

Así había vivido Costancita, durante diez y siete años, amando al marqués, siendo modelo de madres de familia, pasando entre los libertinos por una diosa de mármol, y citada como dechado de fidelidad y afecto conyugales por todos los sujetos graves y severos que la conocían.

La propia condesa del Majano, hermana del marqués, de quien ya hemos hablado a nuestros lectores, aunque era la dama más austera y descontentadiza de Madrid, estaba encantada de Costancita, y nada tenía que censurar en ella, salvo un poco de tibieza en rezos y devociones; pero el estímulo de —474→ formular esta censura se embotaba en el corazón de la condesa del Majano, quien como casi todas las mujeres devotas era muy avara, con los presentes y limosnas que Costancita daba para las iglesias, conventos de monjas y casas de caridad, de todos los cuales presentes era distribuidora la condesa, luciéndose así y pasando por generosa sin gastar un cuarto.

El marqués de Guadalbarbo había cumplido ya sesenta y seis años de edad, pero se conservaba que era un portento. Su vida activa, el montar a caballo y el cazar con frecuencia, el buen trato y las satisfacciones de todo género, le tenía como remozado.

Cada día el marqués se aplaudía más a sí propio por el buen tino que tuvo en elegir mujer. Costancita, que mimaba las flores, los canarios y hasta las joyas y las telas insensibles, ¿cómo no había de mimar, cuidar y arrullar y contentar a un marido tan bueno, tan providente, tan servicial y tan pródigo? Costancita se desvivía por el marqués, le adivinaba los pensamientos, procuraba que se distrajese, le hacía reír con chistes y burlas, le consolaba cuando tenía algún disgusto, siempre levísimo, y le cuidaba como a un niño cuando tenía alguna enfermedad, también siempre ligera.

Mas a pesar de todo esto, fuerza es confesar de —475→ plano lo que ya hemos dejado entrever; lo que hemos indicado hace poco. Costancita se hallaba en un momento peligroso de crisis.

El ideal de su vida de hasta entonces estaba ya agotado: había dado de sí cuanto podía dar. El incienso de la lisonja, los triunfos de la sociedad, las mil pasiones inspiradas por su belleza y sólo pagadas con gratitud, de todo esto, permítasenos lo vulgar de la palabra, estaba ya más que empalagada Costancita. Hacia deleites más subidos, hacia un ideal más bello, hacia una poesía más fogosa aspiraba su alma. Al tramontar del sol en una hermosa tarde, cuando el sol tiñe aún de topacio y de púrpura los celajes de Occidente, se llena el corazón de vaga melancolía y suele forjarse mil extrañas quimeras, en arrobos inexplicables; así el alma de Costancita, en el luciente y apenas empezado ocaso de su duradera y briosa juventud, buscaba melancólica un bien extraño, una poesía bella, una luz, un calor suave, un contentamiento divino, que alegrasen y alumbrasen la serena tarde de su vida.

Una circunstancia casual vino a dar mayor impulso al vuelo del espíritu de Costancita en esta dirección romántica y a engolfarle más por el misterioso piélago de sus ensueños, lleno todo de sirtes, escollos y bajíos.

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Los marqueses de Guadalbarbo recibían una vez por semana y reunían en sus salones a lo más distinguido de Madrid por hermosura, nacimiento, fortuna, letras y armas. Los marqueses tenían además de diario gente convidada a comer. El general Pérez era de los que más frecuentaban la casa.

El general Pérez, la índole de cuyas relaciones con Rosita hemos dejado en una discreta penumbra, no sólo era un oráculo en política, un poder de quien a veces pendía la muerte o el nacimiento de los ministerios, sino el más pertinaz, confiado, audaz y fatuo de los galanteadores. En este linaje de lides, así como en los verdaderos campos de batalla, el general Pérez se juzgaba un César, y el vine, vi y vencí no se le apartaba del pensamiento cuando no de los labios.

Este tremendo general, este héroe impertérrito y halagado por mil éxitos ruidosos, se consagró completamente a la marquesa de Guadalbarbo. La perseguía con miradas volcánicas, la requebraba con cierto desenfado militar, y no quería creer jamás que los desdenes, las burlas y hasta las iras a veces de la marquesa, fuesen iras, burlas y desdenes legítimos, sino artificios, fingimiento y tácticas amorosas, para hacer más deseable la victoria y para dar más precio a la fortaleza que al cabo se había de rendir.

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La persistencia vanidosa del general Pérez tenía fuera de sí a Costancita. Juzgaba ya que, dentro de la buena educación y de los respetos sociales, había hecho cuanto puede hacerse y aun más de lo que puede hacerse para refrenar al feroz e intrépido guerrero o alejarle de sí desengañado; pero el ahínco del general Pérez era descomunal: rayaba en lo inverosímil.

Acostumbrado el marqués de Guadalbarbo a que le adorasen a su mujer y confiadísimo además en la virtud de ella, no advertía o no hacía caso del apretado y durísimo asedio en que el general la había puesto. Costancita además era prudente, y no había de acudir a su marido para que la libertase de las impertinencias de aquel presumido galán, para que osease a aquel moscón, empeñándole acaso con él en un lance, a par que peligroso, ridículo.

Costancita, pues, seguía sufriendo, si bien con impaciencia y disgusto, las pretensiones del general, esperando cansarle y apartarle de sí a fuerza de seriedad y desvío. Hasta entonces no había comprendido Costancita una parte de la mitología: las persecuciones del dios Pan a las ninfas, de Apolo a Dafne, y del cíclope Polifemo a Galatea. Ahora, mutatis mutandis, en vista del modo de vivir actual mucho más ordenado y político, casi se consideraba ella —478→ como una Galatea, y miraba como a un furioso Polifemo al general Pérez.

Lo que más la molestaba, lo que más hería su orgullo era la majestad del general, su creencia mal disimulada de que casi la honraba pretendiéndola y sufriendo sus desdenes. Ella que se creía por cima de todos los generales, ella que sabía que la riqueza y la posición de su marido no dependían del favor de ningún repúblico o gobernante poderoso, ella que comprendía que su marido no necesitaba del ministro de Hacienda sino que en todo caso el ministro de Hacienda necesitaría de su marido, perdía la serenidad y se mordía los labios de rabia cuando el general Pérez se le acercaba hasta con aire de protección, y como diciéndole: -Admírese Vd.: ¿qué no valdrá Vd.; cuán grande no será mi amor, cuando sufro tanto, siendo quien soy y pudiendo cuanto puedo?

Acudía por entonces a casa de Costancita, todas las noches de tertulia, y venía asimismo a comer una vez por semana, nuestro protagonista, su desdeñado primo D. Faustino López de Mendoza.

La suerte habíale mostrado siempre tan adusto ceño, que D. Faustino, a pesar de sus ilusiones, había acabado por crearse un carácter del todo contrario al del general Pérez. Se había hecho tímido, —479→ desconfiado, modesto y encogido. Su humildad le dio cierto encanto a los ojos de Costancita y le ganó las simpatías del marqués de Guadalbarbo, quien llegó a hacer de él los mayores elogios y a sacarle siempre a relucir como ejemplo de los caprichos e injusticias del destino, que le tenía en tan bajo lugar, mientras que había encumbrado a tanto zopenco.

Costancita en un principio contradecía a su marido, sosteniendo que el no haber hecho carrera don Faustino era por culpa de su carácter, hallando y marcando en él infinidad de defectos: pero el marqués propendía a probar que no había tales defectos, sino que todas eran excelencias y perfecciones. La marquesa se fue poco a poco convenciendo de lo que su marido afirmaba. De esta suerte, el doctor Faustino vino al fin a parecerle un sabio marchito en flor, un león a quien han cortado las uñas, un genio a quien han arrancado las alas pujantes con que iba a encumbrarse al empíreo.

¿Y quién había sido la maga maléfica, la hechicera traidora que había hecho tan impía y bárbara amputación de alas y de uñas? Costancita se dio a cavilar en esto, y a sentir remordimientos que hasta entonces no había sentido, y a considerarse bastante culpada. Entonces recordó con ternura, con cierta tristeza entre dulce y amarga, con lánguida y morosa —480→ delectación, las veladas y los coloquios por las rejas del jardín, las lágrimas que vertió la noche de las calabazas, el beso humilde y manso que le dio en la frente su primo en pago de la herida que ella le hacía en el alma; y creyó oír el murmullo de la fuente de su jardín, y se sintió en la amena soledad nocturna, y vio el sereno cielo de Andalucía tachonado de mil y mil claras estrellas y aspiró embriagada el perfume de aquel azahar y de aquellas violetas. Todo esto, poetizado, hermoseado, sublimado por la distancia, acudía a la memoria como cuento de hadas, con destellos refulgentes, con el encanto de la primera juventud evocada por el recuerdo.

Una piedad infinita penetraba en el corazón de la marquesa. Quizás ella había torcido la suerte de Faustino. Amado por ella, animado, estimulado por ella, Faustino hubiera realizado todos sus sueños de gloria. Sus ilusiones hubieran sido realidades. Ella quizás había tronchado aquella flor cuando se abría al blando soplo de las más nobles esperanzas; ella quizá había destrozado las alas de aquel genio; ella quizás había roto las mágicas cuerdas de aquella melodiosa arpa, arrojándola después en un rincón, como el arpa de los versos de Bécquer.

Forjábase entonces la marquesa una existencia fantástica, mil veces más bella que la que había —481→ pasado. Se representaba a sí misma como la musa, el impulso, la inspiración, el resorte enérgico y fecundo en milagros y creaciones, de un hombre que tal vez hubiera llenado de gloria a su patria. Esto le pareció más bello, más poético, más noble que todos los casos, lances y sucesos de su vida real.

Por primera vez, allá en lo íntimo de su conciencia, sin atreverse a confesárselo con claridad, columbrándolo apenas, pensó Costancita que sólo el egoísmo, el miserable interés, el ansia de goces materiales, el afán del lujo y la vanidad, la habían guiado y arrastrado a preferir a Faustino al marqués de Guadalbarbo.

Costancita, con todo, no había coqueteado aún en Madrid con D. Faustino. Costancita seguía amando y reverenciando al marqués. Y D. Faustino, tan castigado por la mala ventura, no soñaba en que su prima, que no le quiso en su tierra, pudiera quererle ahora, cuando ya el indigno misterio de su porvenir estaba claro; cuando ya se había demostrado, con el éxito, todo lo vano, infundado y falto de ser de sus esperanzas y de sus planes de glorias y triunfos.

Sin embargo, estimulada Costancita por las asiduas pretensiones del general Pérez, concibió una idea de todos los diablos. El marqués no había de echar de su lado al general. Cualquier coqueteo con —482→ otro personaje de primera magnitud no haría sino darle picón y entusiasmarle más todavía. El modo de ahuyentar al general y de vengarse de él, humillando su soberbia, era buscarle un rival oscuro, modesto, a quien ella, con su omnipotencia de gran señora, realzaría por medio de una mirada, por el conjuro de un favor. Así remedaría Costancita a Dios mismo, arrojando del encumbrado sitial al poderoso y exaltando al humilde. Costancita se resolvió, pues, a dar aliento a su pobre primo, a sacarle de aquella postración y abatimiento en que se hallaba, a hacerle sentir lo que valía, y a ponérsele como rival y contrario al engreído general, a ver si reventaba de furor al verse suplantado por un empleadillo de catorce mil reales, por poco más de un escribiente. A ella además le parecía que aquel escribiente, aquel empleadillo de catorce mil reales, valía mil veces más por todos estilos que el general Pérez, con todas sus conquistas; y que ella no necesitaba que la gloria y la fama del general Pérez ni de nadie reflejasen en su persona para esclarecerla. Costancita se creía con sobrado esplendor propio para brillar por sí y para iluminar, hermosear y ensalzar cuanto se le acercase.