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A secreto agravio secreta venganza

Revista de España, tomo XLIV, Nº 174 de mayo y junio de 1875, pp. [236]-258

El marqués de Guadalbarbo estaba cada día más dispuesto a coadyuvar, sin saberlo, al diabólico propósito de Costancita.

El entono y la arrogancia, que tenían o que él imaginaba que tenían los personajes más eminentes de Madrid, parecíanle tan injustificados que apenas si los podía sufrir. Admirador el marqués del buen orden, grandeza y florecimiento de la Gran Bretaña y de otros Estados de Europa, lamentaba como nadie el atraso, el desorden y el desgobierno de su patria. Imaginaba, pues, que nuestros próceres y repúblicos, lejos de mostrarse soberbios, debían estar avergonzados de su ineptitud y llenos de la humildad más profunda.

El marqués, como casi todos los hombres cuyos negocios prosperan, sobre todo si no tienen que acusarse de bajezas ni de bellaquerías, estaba dotado de un amor propio colosal, y naturalmente le —484→ molestaba el de los otros, que ni con mucho se le antojaba tan fundado.

Jamás había leído el marqués el curiosísimo libro del Padre Peñalosa, titulado Cinco excelencias del español que despueblan a España; mas, aunque le hubiera leído, no cabía en la índole de su entendimiento el creer la singular teoría de aquel ingenioso fraile, el cual daba por seguro que por ser los españoles tan hidalgos, tan católicos, tan realistas, tan generosos y tan guerreros, están siempre tan perdidos. Así es que la perdición, según el marqués, provenía de malas y no de buenas cualidades; por donde no cesaba de gruñir y de censurar a sus paisanos, si bien descargaba los rayos de su censura sobre las eminencias y se mostraba benévolo e indulgente con los humildes y poco afortunados.

Como entre estos últimos se contaba el primito D. Faustino, el marqués sentía por él, según ya hemos dicho, una singular predilección, que iba en aumento siempre. La prevención con que había mirado al primito, cuando le conoció en Andalucía, se había disipado por completo. La petulancia de la primera juventud, los alardes de impiedad y descreimiento y otras faltas de D. Faustino, se habían enmendado con los años y los desengaños. Y por otra parte, el marqués distaba mucho de ver ya —485→ en D. Faustino, como había visto en otro tiempo, a un rival que venía a robarle sus amores: antes bien veía ahora a un joven infeliz, de quien él había triunfado, y cuyo valer y nobles prendas, mientras en más se estimasen, daban más precio, mérito e importancia a su victoria. Cuanto más alto ponía el marqués a D. Faustino, allá en su imaginación, tanto más ensalzaba el afecto y la libre decisión de Costancita al desdeñar a D. Faustino y al preferirle a él.

En tal estado las cosas, las visitas del doctor a su prima menudeaban cada vez más, y si por cualquier motivo nuestro héroe no parecía durante dos o tres días por casa del marqués, el marqués le buscaba o le escribía llamándole.

Entretanto, el infatigable general Pérez, verdadero poliorcetes amoroso de nuestro siglo, aunque había sido rechazado en todos sus asaltos, arremetidas y ataques, seguía con regularidad y sin interrupción el cerco de la plaza. Como era un señor de tanto fuste, respeto y soberbia, nadie se atrevía casi a acercarse y a hablar con Costancita, considerándolo tiempo perdido, merced a aquel tremendo espantajo. El general Pérez, con sus miradas y con andar siempre en torno de Costancita, hacía una perpetua declaración de bloqueo. Claro está —486→ que los galanes de Madrid no se arredraban por temor de que el general Pérez se los comiera crudos, ni mucho menos: pero cuando veían a un conquistador como él tan empeñado en aquella empresa, sin desmayarse ni retirarse, tal vez suponían que no era tan mal recibido, y no había uno que se atreviese a presentarse como rival para salir derrotado.

Costancita, más harta cada día, empezó a ponerse fuera de sí al ver que el cerco se estrechaba y que la incomunicación en que el general Pérez quería tenerla iba poco a poco realizándose.

El propio D. Faustino, con la modestia y la timidez que su mala ventura le había infundido, sospechó, no que su prima amase al general y estuviese con él en relaciones, sino que se deleitaba y enorgullecía de la asidua corte de tan eminente personaje. Así es que, no bien veía al general al lado de la marquesa, juzgaba atinado y prudente irse por otra parte, a fin de no estorbar. Costancita rabiaba y se desesperaba más con esto, allá en su interior. El resultado era que hacía extremos cariñosos por su primo, que le miraba con ojos llenos de ternura, que le apretaba la mano con efusión, y que hasta le hacía elogios a cada paso: pero al doctor se le metió en la cabeza que todo ello era compasión, —487→ bondad, deseo de levantarle un poco de la postración en que se hallaba; quizás algo de leve remordimiento por las crueles calabazas que Costancita le había dado en otra época.

La marquesa de Guadalbarbo empezó a picarse no menos de esta impasibilidad del doctor que de la persecución sin tregua del general. Sin poder contenerse, vino entonces a hacer más declarados favores a su primo; pero, por declarados que fuesen, el doctor, o se los explicaba como antes por la compasión, o se daba a cavilar en una cosa que desechaba luego, como un mal pensamiento, si bien volvía a su imaginación con persistencia. «¿Querrá mi prima -se decía-, que yo le sirva de pantalla, para que lo del general no se perciba tanto?»

Lo cierto es que esta conducta de D. Faustino, seguida instintivamente en fuerza de lo abatido y descorazonado que se hallaba, hubiera sido, seguida con toda reflexión y cálculo por un seductor de oficio, la más hábil y la más a propósito para rendir a Costancita.

Costancita continuó, pues, favoreciendo a su primo por todos aquellos medios indefinibles, vagos y poéticos, que a veces hasta las mujeres tontas y vulgares saben emplear, si el amor o el deseo de ser amadas las inspira, y que la marquesa de —488→ Guadalbarbo, tan entendida, tan elegante, tan artista en todo, empleaba de una manera deliciosa. El doctor no se creyó amado aún, pero empezó a recordar los antiguos amores, y a pintarse en el alma los coloquios de la reja del jardín con todas sus circunstancias, y a creer que amaba aún a Costancita, a pesar de María.

Esta nueva situación del ánimo del doctor se hizo patente muy pronto a los ojos de la marquesa, quien advirtió en su primo una dulzura de expresión muy grande cuando la miraba, una gratitud profunda cuando ella hacía de él algún encomio, y un cuidado y una solicitud rebosando sencilla y natural galantería para hacer por ella mil pequeños servicios. En persona tan distraída como el doctor y que tanto distaba de ejercer tales artes por costumbre, casi, casi era esto una semi-declaración de amor.

Como se pasaba cuatro o cinco horas diarias en la oficina extractando expedientes, y luego otras tantas en la soledad de su cuartucho del pupilaje, tratando en balde de dar ser a su epopeya o de componer su nuevo sistema filosófico, el doctor se creía trasladado al cielo desde el purgatorio cuando entraba en aquellos elegantes y ricos salones, donde los criados le trataban con una consideración —489→ de que no había gozado desde que salió de Villabermeja, donde todo despedía dulce olor; donde había tantas cosas bonitas, y donde, sobre todo, hallaba a una tan bella mujer y tan aristocrática, que se interesaba por él, que le preguntaba por su salud con verdadero afecto, que deseaba leer sus versos y saber sus filosofías, y que hacía todo esto de un modo tan llano y tan discreto, que no advertía jamás el doctor, aunque era muy caviloso, que hubiera afectación en nada, ni que hubiera sensiblería ni pedantería, ni que pudiera aparecer el más ligero asomo de ridículo.

Sentía el doctor tanto bienestar y consolación tan suave en casa de Costancita, y en este punto de sus relaciones con ella, que estaba como el enfermo cuando halla una postura cómoda y grata, tiene miedo de perderla y no se atreve a moverse, o como quien ha tenido un sueño beatífico cuando se despierta y procura colocarse del mismo modo y conciliar el sueño de nuevo para que se repitan idénticas visiones. En suma, el doctor se contentaba con aquello y no aspiraba a más, por miedo de perderlo todo.

Una de las noches en que recibía la marquesa, en el mes de Mayo, el general Pérez estuvo pesado y atrevido como nunca: se quejó de que la marquesa —490→ no le recibía sino los días de recepción, y se obstinó en alcanzar una cita.

-Yo tengo que hablar a Vd. con cierto reposo -dijo a la marquesa-. Esto es terrible. Aquí tiene usted que hacer los honores, y con ese pretexto no me hace Vd. caso; no me oye nunca; cualquier majadero que se acerca me interrumpe en lo mejor de mi discurso. Óigame Vd. antes de condenarme. A nadie se le condena sin oírle.

-Pero, general -contestó Costancita-, si yo no le condeno a Vd., si yo le oigo, ¿de qué se queja?

-Es Vd. muy cruel. Vd. se burla de mí.

-No me burlo.

-¿Por qué no me recibe Vd. cuando vengo de día?

-Porque de día no recibo más que los martes. Venga Vd. cualquier martes y le recibiré.

-Eso es: me recibirá Vd. como a cualquiera otro.

-¿Y qué derecho tiene Vd. a que yo le reciba de diferente manera?

-¡Ingrata! ¿Y mi afecto, y mi amistad, y mi admiración, no me dan derecho?

-Por eso mismo quizás debo resistirme a recibir a Vd. Es Vd. muy peligroso -dijo Costancita riendo.

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-¿Lo ve Vd.? Se ríe Vd. de mí, marquesa.

-No me río de Vd.; pero no debo recibirle. Por lo mismo que Vd. me hace la corte con tanta asiduidad, no debo recibir a Vd. para no dar ocasión a la maledicencia.

-Nadie dirá nada. Recíbame Vd. una vez sola. Su reputación de Vd. está tan bien sentada, que no murmurará nadie.

-Mire Vd. -dijo Costancita un poco contrariada de que el general tomase por lo serio aquella excusa-, harto sé que mi reputación no puede ni debe depender de tan poco. Vd. quiere verme mañana, cuando no recibo a los demás mortales. Pues sea. Venga Vd. mañana. De tres a cuatro. Encargaré a los criados que le dejen entrar.

-¿Y nada más que a mí solo?

-Nada más que a Vd. solo.

Dicho esto, la marquesa se fue hacia otra parte, dejando satisfecho al general Pérez, aunque acababa de darle la cita para que no creyese que temía avistarse con él a solas o para que no presumiese que su reputación pendía de tan poco que fuera a perderla por recibirle.

El general Pérez, como todo lo convertía en substancia, se quedó muy hueco. Allá, en el fondo de su alma, imaginaba él y pintaba con vivísimos colores —492→ una lucha muy brava que el amor y la virtud se estaban dando en el corazón de Costancita por culpa suya. La concesión de la cita le pareció una gran victoria del amor. No comprendió que Costancita había cedido a fin de demostrarle que él era para ella un hombre sin consecuencia. El general la había estrechado tanto, que, negándose a recibirle, hubiera sido como decir con la Leonor de El Trovador:

Libértame de ti: si por ti tiemblo,

Por ti, por mi virtud... ¿no es harto triunfo?



Por no aparecer en la mente del general como diciendo estos dos versos, pasó Costancita por la mortificación de verle y oírle a solas.

El general no faltó a la cita. Aunque había sido siempre con otra clase de mujeres imitador o émulo del joven Tarquino, ya sabía él, a pesar de su fatuidad, con quién se las había, y estuvo respetuoso, almibarado, humilde y rendido. Costancita, con más primores y discreteos que otras, dijo en aquella ocasión lo que en ocasiones semejantes dicen siempre todas las mujeres: que estimaba al general, que sentía por él una amistad viva, que le agradecía lo mucho que la distinguía; pero que a nadie amaba de amor, y que en este punto debía el general perder toda esperanza.

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El desengaño dado por Costancita no pudo ser más explícito ni más claro. La vanidad del general no quería, con todo, recibirle. El general siguió viendo en espíritu el rudo combate entre el honor y la virtud, el amor y la castidad, que destrozaban el alma de Costancita; casi tuvo compasión de aquel tumulto de pasiones que había suscitado, y por un arranque de generosidad, se decidió a tener calma, a encaminar las cosas suavemente, y a no entrar en la plaza por asalto, llevándolo todo a sangre y fuego. El general se propuso ser magnánimo, usar de misericordia y venir de diario a moler a Costancita, mostrándose más fino que un coral y más dulce que una arropía.

La marquesa de Guadalbarbo no acertaba a librarse de aquellas visitas impertinentes que tanto la molestaban. En su orgullo no quería decir al general que no viniese a verla a menudo para no comprometerla; y no había medio tampoco de hacerle comprender que sus visitas la aburrían. En esta situación, el medio de osear al moscón del general, valiéndose del doctor Faustino, se le hizo a Costancita más deseable que nunca. Su primo, por otro lado, iba ganando cada vez más en su corazón.

Un día, de sobre mesa, mientras el marqués —494→ hablaba de política con otros convidados, Costancita y el doctor tuvieron el diálogo siguiente:

-¿Es posible, Faustino, que tengas tan mala opinión de mí y que me creas tan vana y tan poco orgullosa a la vez, que supongas que me complazco en la corte que me hace el general Pérez? ¿Qué lustre me doy con eso? ¿Necesito yo del general para algo? Mil veces te he dicho que me aburre, que me molesta, que no puedo sufrirle y tú me oyes siempre con visibles muestras de incredulidad.

-Francamente, prima -contestó el doctor-, te lo diré, aunque te enojes: yo no comprendo que el general esté hecho tan a prueba de desdenes. Cuando viene a verte casi todos los días, cuando está siempre donde tú estás, cuando se consagra a adorarte de continuo, no se verá tan mal tratado.

-Pues se ve: pero él trueca siempre en favores los desvíos, en esperanzas los desengaños y en triaca el veneno. Como no le eche a puntapiés, se me figura a veces que no tengo medio de echarle.

-Ya le echarías, si quisieses -dijo el doctor.

-Pues, quiero -respondió Costancita-. ¿Te prestas a ayudarme en la empresa?

-Con mucho gusto. No hay mayor felicidad para mí que la de poder ser útil en algo a mi linda prima, que es tan buena y tan cariñosa conmigo.

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-Bien está. Ya sabes tú cuánto te agradezco el afecto que me tienes, cuánto te agradezco tu generosa amistad. ¡Qué noble eres, Faustino! Tú deberías guardarme rencor y no me lo guardas.

-¿Y por qué guardarte rencor? No recuerdo yo la despedida por la reja, de hace tantos años, sino para confesarme que tuviste razón en despedirme. La experiencia de mi vida, mi obscuridad, mi miseria, el mal éxito de mis propósitos, han justificado la prudencia y previsión de tu padre. Hubiera sido una locura que hubieras unido tu suerte a la mía. No me quejo, pues: antes bien te agradezco y guardo en el corazón, como el recuerdo más bello de mi vida, la pura esencia de aquellas lágrimas que por mí derramaste y el delicado aroma en que se bañaron mis labios cuando por primera y última vez tocaron tu serena frente. Pero, no hablemos de esto. Vamos a lo que más importa. ¿Qué pides? ¿Qué mandas?

-Yo no mando nada: yo te suplico que vengas mañana a verme.

-¿A qué hora?

-Ven a las dos y media. Que no faltes.

Costancita citó al doctor para media hora antes de la hora en que el general Pérez solía venir a verla casi todos los días.

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Bien sabe el autor o narrador de esta historia que aquí, como en otros pasajes de ella, han de incomodarse los lectores con el héroe principal, de quien exigen en novela una fidelidad y una constancia prodigiosas, y a quien han de condenar porque ya amaba a María, ya a Costancita, ya a las dos a la vez, y porque amó durante algunos días a la misma Rosita: pero tire contra él la primera piedra quien en la vida real haya tenido menos variaciones, y menos fundadas variaciones en sus amores. El desdichado doctor Faustino había perdido a María quizás para siempre, por motivos que el hado adverso había creado. Harto había amado a María, harto había guardado y guardaba su imagen en el centro del alma, levantándole allí altar como en un santuario; pero también había amado a su prima Costanza antes de conocer a María, y no es extraño que renaciese ahora en su corazón el primitivo afecto. Además, desde el principio de esta historia, debe saber el lector que no tratamos de poner al doctor Faustino como ejemplo de virtud y como dechado de perfecciones, sino como muestra de lo que pueden viciarse y torcerse un claro entendimiento y una voluntad sana con las que vulgarmente se llaman ilusiones: esto es, con un concepto demasiado favorable de sí mismo, con la persuasión de que los propios —497→ merecimientos deben allanarnos el camino para el logro de toda esperanza ambiciosa, y con la creencia de que el grande hombre está en nosotros en germen, y de que, siendo así, sin perseverancia, sin trabajo, sin esfuerzos incesantes, sino llevados de la propia naturaleza, hemos de trepar a todas las alturas y rodearnos del fulgor inmortal de toda gloria.

Esta condición de carácter del doctor Faustino es comunísima en el día, porque las ambiciones están despiertas y soliviantadas, y en el doctor persistía, a pesar de mil desengaños amargos. Espíritu poético además, sin fe segura y firme en nada, sino en su propio valer, lo cual es también harto común por desgracia, el doctor era como personaje de antiguo cuento que vaga perdido en una selva, en la obscuridad de la noche, y corre ya en pos de una lucecita, ya en pos de otra, de las que ve brillar a lo lejos, creyéndolas alternativamente faros que han de salvarle. La lucecita, que ahora deslumbraba al doctor y hacia la cual corría lleno de esperanza, era de nuevo los ojos de su prima la marquesa. El doctor acudió a la hora de la cita con algunos minutos de anticipación.

Recibiole su prima en un primoroso saloncito contiguo a su tocador, donde ella solía estar a solas —498→ leyendo, escribiendo o soñando, y donde recibía a los íntimos. Era lo que llaman boudoir, valiéndose de un vocablo extranjero. Costancita estaba vestida de mañana, con traje gracioso y leve, propio de primavera. Las persianas, echadas, daban una media luz muy agradable a todos los objetos. Plantas y flores adornaban el saloncito. La marquesa parecía más fresca, lozana y encantadora que todas las flores.

El doctor hizo mil cumplimientos a su prima. Ella en cambio le prodigó mil dulces sonrisas y mil afectuosas miradas. No se habló de amor, ni pasado, ni presente. Se habló de amistad, de cariño indeterminado entre ambos; pero, en virtud de esta amistad, de este cariño, sin nombre, aunque puro y espiritualísimo, el doctor tomó la mano de la marquesa entre las suyas, y la marquesa se la dejó allí abandonada. El doctor la cubría de besos, cuando sonó la campanilla de la puerta principal. Costancita se rió:

-Este es -dijo- mi tremendo general que llega.

El doctor, que tenía su silla muy cerca del asiento de Costancita, la apartó maquinalmente.

-No, no -dijo Costancita, riendo con más gana todavía-, no apartes tu silla; acércala más y que rabie. No te levantes hasta que entre para que te vea sentado muy cerca de mí.

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Don Faustino obedeció a la marquesa, aproximándose a ella cuanto pudo.

Un criado anunció al general Pérez, el cual entró enseguida en el saloncito, con aire triunfante y glorioso.

Costancita, aunque autora de aquella burla, la hizo involuntariamente más eficaz, por su falta de práctica y desenfado para tales negocios, poniéndose bastante colorada cuanto entró el general. Don Faustino, como hacía muchísimo tiempo que no había tenido aventuras galantes, y como jamás las había tenido en salones tan aristocráticos y con intervención de rivales tan gigantescos y egregios, estaba conmovido y agitadísimo, y se puso colorado también. Todo lo notó el general, con disgusto mal disimulado, a pesar de ser hombre de mundo, curtido en todo linaje de lances.

La conversación que se siguió no pudo menos de ser embarazosa y fría. La cara del general mostraba cada vez más la mal reprimida cólera. A Costancita le retozaba la risa dentro del cuerpo, y apenas si acertaba a contenerse. De vez en cuando miraba con ternura a su primo, no recatándose para ello del general, sino procurando que el general lo advirtiera. Éste, comprendiendo toda la ridiculez que traería consigo el enojarse, pugnaba por aparecer —500→ sereno y hasta jovial; pero no podía. Quiso hablar de cosas indiferentes: de teatros, de literatura y hasta de modas, y dijo infinidad de disparates, como persona que delira en sueños o que tiene el espíritu distraído a otros asuntos. Todo esto deleitaba a Costancita: la hacía feliz. El general era tan vano, que jamás había tenido celos de nadie, y menos aún del doctor, a quien siempre había mirado como a un pariente pobre, a quien daban algún amparo en aquella casa y a quien a veces convidaban a la mesa, como para ejercer la obra de misericordia de dar de comer al hambriento. Ahora el general las estaba pagando todas juntas.

-Vaya, vaya -dijo entre otras sandeces-, no esperaba yo encontrarme aquí en tan buena compañía.

-Favor que Vd. me hace, mi general -respondió D. Faustino, con suma modestia.

-¡Quién lo pensara! -prosiguió el general-. ¿Hoy no es día de oficina?

-Sí mi general -replicó el doctor-; pero yo he hecho novillos para acompañar y entretener un poco a mi primita, que está algo melancólica.

El general, aun reconociendo el candor con que hablaba D. Faustino, se sintió aludido sin intención por aquellas palabras. Se creyó el novillo más importante de los que el doctor había hecho, y que —501→ entre el doctor y la marquesa estaban lidiándole. Poco faltó para que no rompiese en un exabrupto de mal humor. Supo, con todo, reportarse.

-Pues me alegro, amiguito, me alegro. No sabía yo que fuese Vd. tan ameno y divertido.

-Lo es y mucho -exclamó Costancita, antes que el doctor replicase-. Vd., mi general, no conoce a mi primo o le ha tratado poco. La suerte le ha sido siempre muy adversa, y por eso tiene un empleo de tan corto sueldo e importancia: pero no dude Vd. de que es un hombre de mucho saber y de mucho entendimiento y discreción.

-Mi general -dijo el doctor-, mi prima me quiere demasiado. El afecto que me profesa la ciega sin duda y la excita a hacer de mí los encomios menos merecidos.

-Crea Vd., mi general, que no hago sino justicia. Faustino es un hombre de los más distinguidos que hay en España: poeta inspirado y elegante, filósofo, erudito...

-No, Costanza, no me avergüences, suponiendo en mí prendas y condiciones que nadie reconoce sino tú por lo mucho que me quieres; por lo buena e indulgente que eres para conmigo.

La marquesa y el doctor siguieron así largo rato, elogiándose mutuamente, agradeciéndose los elogios —502→ y atribuyéndolos todos al cariño que recíprocamente se tenían. En esta blanda contienda tomaban siempre por juez al general, que reventaba de furor, que sentía que iba perdiendo los estribos, y que advertía en la punta de su lengua cierta comezón de poner como chupa de dómine a ambos primos y de armar allí mismo un escándalo soberano. Sin embargo, como no tenía derecho para quejarse, como conocía que cualquiera imprudencia suya le haría pasar por un hombre brutal y mal educado, por un personaje cómico y por un cadete de medio siglo, el general se contuvo de nuevo y dijo con marcada ironía:

-Siento haber llegado en tan mala ocasión. Sin duda que yo, profano en la filosofía y en el arte poética, he venido a interrumpir alguna lección que el primito estaba dando a Vd., marquesa.

-Mi general -dijo el doctor-, yo soy muy humilde para dar lecciones a nadie, y menos a mi prima. ¿Cómo enseñarle la poesía, cuando la poesía misma es ella?

-Aunque disto mucho de ser yo la poesía, mi primo no me daba lección; pero si hubiera estado dándomela... (y aquí la marquesa dulcificó mucho la voz y puso en su acento un no sé qué de candoroso y manso, a fin de mitigar y embotar la fuerza —503→ y la punta que pudiera tener el dardo que disparaba); pero si hubiera estado dándomela... usted, mi General, no nos estorbaba; Vd. no hubiera perdido nada en recibir... en oír la misma lección.

El general echó de menos su sangre fría: conoció que iba a salir con alguna barbaridad si permanecía allí más tiempo, y se levantó furioso. Ya no pudo disimular su mal humor, y dijo al despedirse:

-Yo detesto la poesía, marquesa: yo soy todo prosa; y como no quiero recibir lecciones poéticas ni interrumpir las que a Vd. da el primito, me parece lo mejor eclipsarme. A los pies de Vd.

D. Faustino se levantó de su asiento para despedir al general con toda cortesía, haciéndole una respetuosa reverencia.

-Beso a Vd. la mano -le dijo el general.

-Mi general, beso a Vd. la suya -le contestó D. Faustino.

-Vaya Vd. con Dios, mi general -dijo Costancita con tono melifluo y conciliante, como para aplacar un poco la tempestad que había levantado-. Veo que está Vd. algo nervioso hoy, y un sí es no es disgustado de la poesía. Espero que no duren el mal humor y el disgusto, y deseo que si persevera usted en aborrecer la poesía, me considere y tenga por prosa, para que siga estimándome y queriéndome.

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Al decir esto, alargó lánguida y graciosamente su blanca y linda mano al general, quien no pudo menos de tomarla.

Enseguida se fue el general, reconociendo en su interior que lo más atinado era irse, suspirando por las edades prehistóricas, o ya que no, por los siglos bárbaros, y renegando de lo que llaman conveniencias sociales, que no le habían consentido desahogarse, cuando no diciendo cuatro frescas a Costancita, porque no era él muy listo de lengua, rompiendo en la cabeza del doctor la mitad de los chirimbolos y baratijas que había en aquel boudoir, que tan de veras merecía entonces su nombre, con arreglo a la etimología.

Claro está, y esto lo comprendía Costancita mejor que nadie, que el general, por más deseos que tuviera de vengarse, no se había de allanar a provocar a un lance al pobrecillo empleado de 14.000 reales, ni mucho menos había de divulgar lo ocurrido para convertirse en la fábula de Madrid, haciendo saber que Costancita le había plantado y despreciado por semejante trasto, que así llamaba el general a D. Faustino, allá en el fondo de su corazón.

Costancita, no bien sintió que el general había salido de su casa, se acordó de su primera juventud —505→ y de la franqueza y naturalidad de Andalucía, olvidó por completo su papel de gran señora, volvió a ser la muchacha traviesa y alegre, y aflojó la rienda a la risa que hasta allí había tenido refrenada con el freno de la circunspección y que brotó a carcajadas entonces.

El doctor siguió haciendo el segundo papel en aquel dúo jocoso, y se rió también con toda el alma.

Después se miraron ambos con gran seriedad, con fijeza y por un movimiento involuntario. Fue una serie de mutuas interrogaciones, instintivas y mudas a par de elocuentes, ya que no podían ni debían expresarse con palabras.

El interrogatorio, no obstante, estaba claro, patente a los ojos del uno y del otro, como si le tuvieran escrito. Contenía, entre otras, las siguientes preguntas:

«¿Hasta qué punto debemos creer lo que sin duda ha creído de nosotros el general?»

«¿Qué iba de chanzas y qué iba de veras en esto que hemos hecho para zapearle?»

«En suma, ¿nos amamos? Y si nos amamos, ¿cómo nos amamos?»

La contestación que ambos dieron al interrogatorio inefable fue bajar los ojos y ponerse más colorados que cuando entró el general.

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Hubo tres o cuatro minutos, largos como horas, de peligrosísimo silencio.

La silla del doctor continuaba tan próxima como antes al sofá en que estaba Costancita.

El doctor, casi maquinalmente, volvió a tomarle la mano. Ella volvió a dejársela abandonada.

Volvió el doctor a cubrirla de besos, pero estos besos, después del interrogatorio, tenían otra significación y otro valer.

Costancita retiró su mano bruscamente, y dijo, sin marcada angustia ni vehemencia de ningún género, pero con digna entereza y con toda la frialdad grave que le fue posible afectar:

-Vete, Faustino; vete y seamos buenos amigos.

El seamos buenos amigos sonó en los oídos del doctor con son vago e incierto entre súplica y mandato: pero el sentido de la frase se había hecho clarísimo en el modo de pronunciarla. Era una prohibición, era una limitación y no una excitación: equivalía a decir no seamos más que amigos buenos.

El doctor era bastante serio y delicado para comprender toda la gravedad de aquellas palabras de su prima.

Se levantó, tomó su sombrero y dijo:

-Adiós, primita.

Ya había vuelto la espalda, ya estaba cerca de —507→ la puerta, ya iba a salir, cuando se volvió atrás. Costancita estaba silenciosa. Se acercó a ella el doctor y repitió con tono entre resignado, humilde y agradecido a la vez:

-Seamos buenos amigos.

Al mismo tiempo alargó la mano a su prima como signo y prenda de aquella amistad pura. Costancita dio su mano, tan blanca, tan suave, tan bien formada. El doctor no pudo menos de besársela nuevamente, con un respeto santo y casto, pero bajo el cual hubo ella de percibir el ardor apasionado y duramente reprimido de los labios amorosos.

Luego, como si contrarrestase y venciese una fuerza invisible que a pesar suyo le detenía, el doctor salió algo precipitadamente de la estancia.

Desde aquel día no volvió el general a aparecer en casa de la marquesa de Guadalbarbo sino en los días de recepción y en las noches de tertulia. Levantó el sitio de la plaza; calló a todo el mundo el motivo; tuvo el buen gusto de no mostrarse muy enojado, y acudió de nuevo a consolarse con Rosita, donde halló fácil y pronto perdón de sus extravíos.

El doctor, por su parte, no persistió tampoco en hacer novillos a la oficina o secretaría y en venir —508→ a ver a la marquesa de mañana; pero siguió yendo a su tertulia, y a comer una vez por semana a su mesa.

Aquellos amores, medio reanudados entre ambos, después de diez y siete años de interrupción, debían concretarse y cifrarse en un sentimiento sublime, platónico, purísimo, por respeto al generoso marqués, que tanto los quería, a él como primo y como amigo, y como esposa a ella. Así pensaba Costancita. Así pensaba también el doctor. Sin confiarse estos pensamientos, sin ponerse de acuerdo en nada, se diría que se habían entendido. Los dos conocían el peligro de verse a solas. Los dos lo evitaban. Pero, viéndose en presencia del marqués, hablándose tal vez algunas palabras aparte, cuando lo consentía la sociedad que los rodeaba, mirándose, estimándose cada vez más, hasta por este heroico sacrificio y por esta noble conducta, el afecto de Costancita acabó por trocarse en adoración hacia su primo, y la adoración del doctor por Costancita se hizo más ferviente y ciega.

De esta suerte pasó más de un mes, y no fue chico milagro, sin que el doctor y Costancita se encontrasen solos. Al cabo, no obstante, aconteció lo que no podía menos de acontecer. No hay para qué culpar ni al destino, ni al diablo, ni a nadie. —509→ ¿Qué cosa más natural que un primo, que entraba con tanta confianza en aquella casa, hallase una noche sola a la marquesa? La marquesa estaba un poco mala de los nervios y se había negado a recibir. Los criados entendieron que la orden no rezaba con primo tan querido, e introdujeron al doctor en el boudoir que ya conocen nuestros lectores. El marqués había salido. Eran las once de la noche. Sabido es que en Madrid se vela mucho y se recibe hasta muy tarde.

A pesar del calor de la estación el balcón estaba cerrado, de modo, que la soledad era completa y segura. Del cuarto del tocador contiguo, cuya puerta de comunicación aparecía abierta, entraba un dulce vientecillo fresco, porque allí estaba de par en par el balcón, que daba sobre el jardín.

Costancita se encontraba en el mismo sitio que el día del mal rato que ambos dieron al general Pérez. Ella, a causa de su indisposición, no se había vestido para comer y tenía traje de mañana, tan elegante como sencillo. Sus hermosos cabellos desordenados la hacían más bonita e interesante, y mostraban que había estado recostada y que acababa de incorporarse y sentarse para recibir al doctor.

Estas circunstancias casuales contribuyeron a que la conversación fuese más amistosa y más íntima. —510→ Hablaron de todo; pero sin quererlo, procurando evitarlo ambos, acabaron por hablar de ellos mismos. Costancita dio ocasión, lamentando involuntariamente los cortos medros y adelantos del doctor en carrera y fortuna.

-¿Qué quieres? -dijo D. Faustino-. En mí se cumple el refrán que dice: quien mucho abarca, poco aprieta. No hay ambición que yo no haya tenido. Por eso no he visto satisfecha ninguna. Mi espíritu ha divagado, se ha distraído en cuantos objetos hay, no con el vuelo recto y firme del águila, sino con el revolotear incierto y vacilante del estornino. Mi voluntad marchita no ha sabido perseguir cosa alguna con energía. No extrañes que esté tan poco medrado. Me faltan los dos resortes más poderosos: el amor y la fe en algo fuera de mí.

-¿No amas, no crees en nada? Dios mío, ¡qué horror!

-Hablo de las cosas de esta vida.

-Menos mal: pero, aun así, es espantoso. ¿Con que no amas a nadie?

-He querido amar, he amado: pero el desdén ha muerto al amor. Hace algunos días, he sentido dentro de mi alma como una gloriosa resurrección del amor. ¿Volverá el desdén a matarle?

-Si amas de veras, como creo -respondió Costancita, —511→ hablando muy pausadamente y como si le costase trabajo y vergüenza hablar, y como si midiese y pesase las palabras, para no decir demasiado, y diciéndolo, no obstante, sin poderlo evitar-; si amas de veras, ¿quién podrá desdeñarte? El poeta ha dicho:

Amor a nullo amato amar perdona.



Además, cuando el que ama vale lo que tú vales, el amor debe ser poderoso, incontrastable como la muerte.

-El poeta dijo una falsedad -contestó D. Faustino-; o si es su sentencia regla verdadera, yo soy la excepción de la regia. Costanza, recuérdalo: yo te amé en otro tiempo y tú no me amaste. Ahora te amo más. ¿Me amas?

La marquesa se arrepintió de sus palabras y se llenó de espanto al oír las de su primo y al notar el fervor con que las pronunciaba. Sintió que una fuerza magnética, un poder de atracción superior a todo la llevaba hacia su primo; pero lo criminal, lo indigno, lo vilmente ingrato de engañar al marqués de Guadalbarbo no se le ocultaba; surgía ya en el seno de su atribulada conciencia como un remordimiento.

-Faustino -dijo con acento sumiso y triste-, —512→ yo hice mal, hice una villanía, fui una miserable, no amándote entonces. No exijas de mí que sea más miserable y más villana amándote ahora.

-Yo nada exijo, Costanza. El amor no se impone. Si depende de ti el no amarme, no me ames. Yo te amo: yo muero de amor por ti.

El doctor cayó de rodillas a los pies de la marquesa.

-Levántate, tranquilízate. ¡Jesús, Dios mío! ¡Qué locura! ¡Alguien puede venir!

-¡Ámame!

-Ten piedad. Déjame. Huye de aquí. ¿Qué va a ser de nosotros, santos cielos?

-Ámame, Costanza.

-¡Ah, sí... te amo!

El doctor ciñó en un abrazo febril el cuerpo de la marquesa, que cedía rendida y desfallecida. Sus labios se unieron.

De repente exhaló ella un grito ahogado, y poniendo ambas manos en el pecho del doctor le rechazó con violencia.

-¡Estoy perdida! -dijo con voz tan baja y tan intensa, que más que oírlo pudo adivinarlo el doctor.

La pasión sincera y vehemente los había apartado a ambos del mundo exterior: los había hecho —513→ insensibles a cuanto los rodeaba: habían estado incautos, imprevisores, imprudentísimos, locos.

No habían sentido llegar al marqués de Guadalbarbo. El marqués de Guadalbarbo acababa de entrar en el saloncito.

El doctor y la marquesa se repusieron y tomaron la conveniente actitud; pero ¡qué desorden moral en la mente del uno y de la otra! ¡Qué consternación y qué vergüenza no se pintaba en sus semblantes!

En cambio, el marqués mostraba en el suyo la misma serenidad, la misma satisfacción de siempre. ¿Habría hecho un milagro el demonio? ¿Habría puesto una nube ante los ojos del Marqués para que nada viese?

La esperanza es el último consuelo del corazón más lacerado, y Costancita, al reparar lo sereno que su marido estaba, no perdió la esperanza.

-Niña, hija querida -dijo el Marqués, llamando a su mujer con los mismos términos de siempre, donde iban expresados el amor que la tenía y la diferencia de edad-, ¿estás mejor de salud? Me tenías con cuidado, y he querido pasar por casa antes de ir al ministerio de Hacienda. Quiero saber cómo te encuentras antes de salir de nuevo... ¡Hola, Faustino! ¿Tú por acá?

—514→

Y el marqués estrechó la mano del doctor, que se la dio avergonzado y casi convulso.

La marquesa dijo tartamudeando, trabándosele la lengua, como si tuviera un nudo en la garganta:

-Estoy bastante mejor.

D. Faustino, aterrado, nada dijo.

O el Marqués no había visto nada, o no había querido ver nada, o tuvo piedad del martirio, del miedo, de la postración humillante de aquellos infelices.

El marqués dijo que el Ministro de Hacienda le aguardaba y se volvió a la calle.

D. Faustino y Costancita se quedaron solos de nuevo. Ambos, aunque apasionados, distaban mucho de estar pervertidos. El terror de ellos, no era, pues, por el peligro que acababan de correr: era por la conciencia de su pecado. Aquel abrazo y aquel beso habían sido un hurto infame. La honra, el amor, la confianza generosa del padre de sus hijos, todo había sido ofendido por la marquesa. El doctor había hecho traición al amigo leal, al que más le quería y le estimaba: había intentado robarle su más preciado tesoro. Al ser sorprendidos ambos, la cobardía de los delincuentes se había pintado en sus rostros; se había revelado en sus ademanes. Ambos se habían visto y estaban avergonzados —515→ de haberse visto. Este sentimiento de su común indignidad y humillación en presencia del marqués, pudo más entonces que todo recelo, y que el ansia de precaverse para lo futuro o de remediar, si era posible, el mal causado ya. Apenas tuvieron palabras con que hablarse y entenderse.

Largo rato permanecieron mudos.

-Vete ya. Vete. ¡Estoy perdida! -dijo ella, al fin...

-¿Quién sabe? -se atrevió a contestar el doctor-. Quizás él no ha visto nada. De seguro... no ha visto nada... El cielo nos ha protegido.

-¡Qué horrible blasfemia! El infierno... tal vez.

-Sea el infierno, en buena hora, con tal de que tú no pierdas.

-Faustino, vete, déjame; me haces daño en el alma-, exclamó la marquesa llena de disgusto y angustia.

El doctor tomó su sombrero; y silencioso, a paso lento, cabizbajo y pensativo, salió del salón y de la casa.

Tristes pensamientos y desatinadas medidas iba barajando en su cabeza conforme seguía maquinalmente por las calles su acostumbrado camino.

-¿Si lo sabrá el marqués? -se preguntaba-. Es posible que no lo haya visto todo. ¿Qué había —516→ de hacer sino disimular o matarnos allí? Por eso disimuló... pero ¿con qué propósito? ¿Irá a vengarse en ella? Yo debo evitarlo. Yo debo defenderla.

Luego, harto más abatido, da el doctor otro giro a su soliloquio, y se decía:

-Soy un miserable de la peor condición y especie. Carezco del amor, de la energía suficiente para ser virtuoso; para no hacer nada que no pueda sostenerse y defenderse a cara descubierta y con la conciencia tranquila, hasta en la presencia del mismo Dios, y me faltan bríos y me sobran atolondramientos, torpeza y flojedad de ánimo, para cometer un delito hábilmente; para ser diestro y sereno y valeroso en el pecado. Esta enervación de mi carácter me hace infeliz y me lleva a hacer infelices a cuantas personas he querido.

Así iba discurriendo el doctor, cuando al volver una esquina, se le acercó un hombre. Al punto reconoció al marqués de Guadalbarbo.

-Te estaba aguardando. Sígueme -le dijo el marqués.

El doctor le siguió sin contestar.

A corta distancia de allí, se encontraron parado el coche del marqués.

-Sube -dijo éste al doctor, y el doctor entró en el coche.

—517→

Enseguida entró el marqués y se sentó a su lado, diciendo al lacayo:

-¡A la quinta!

Los caballos tomaron el trote y empezó a rodar rápidamente el carruaje.

Silencio profundo entre los dos viajeros.

El doctor había conocido que el marqués lo sabía todo, y juzgaba de su deber darle la satisfacción que quisiese. Por un instante pasó por la mente del doctor la idea de si querría asesinarle el marqués; pero le pareció que, si bien estaba en su derecho, no podrían ser tales sus intenciones. El doctor se llenaba de sonrojo sólo de figurarse que preguntaba al marqués: «¿Qué quieres? ¿Qué pretendes hacer conmigo?» Callose, pues, y se dejó conducir a la quinta sin decir palabra.

Llegaron a la quinta, que está a media legua de Madrid; entraron en ella: hizo el marqués encender luces en un salón, que le servía de despacho en el piso bajo, y penetró allí solo con D. Faustino, cuando se retiró el único criado que había.

El marqués abrió un armario, sacó del armario una caja, y de la caja, un par de pistolas, que puso sobre el bufete. Luego rompió el silencio, dirigiéndose a D. Faustino, y dijo con la misma calma que si dijese «buenas noches»:

—518→

-Tú eres un ladrón, a quien puedo matar como a un perro. Me has robado lo que más amaba; has abusado de mi confianza; has hecho traición a mi amistad. Quiero, no obstante, matarte cara a cara y con armas iguales. Lo que no quiero es que nadie se entere de que soy yo quien te mato, ni que nadie sospeche por qué te mato. Esto sería publicar mi deshonra, la de mi mujer y la de mis hijos. Menester es que falten aquí los testigos y requisitos de un duelo. No tendremos más testigos que Dios. Mis criados se guardarán bien de decir nada, si de algo se enteran. El lacayo y el que cuida esta casa son dos ingleses muy sigilosos, muy fieles y que me sirven años ha. Coge una de esas pistolas, yo tomaré la otra.

El doctor tomó instintivamente una de las dos pistolas, al ver que el marqués se disponía también a tomar una. El acto de armarse fue, pues, casi simultáneo. El doctor no sabía qué decir y nada decía.

-Ahora -prosiguió el marqués-, vendrás conmigo -y abrió una puerta que daba a los jardines.

Todo estaba solitario. La luna alumbraba bastante. Antes de salir añadió el marqués:

-Voy a llevarte lejos de aquí, porque los jardines son grandes. Los criados así quizás no oigan —519→ los tiros. Cuando lleguemos al lugar conveniente, nos colocaremos a treinta pasos de distancia, que yo mediré. Luego montaremos las armas. Cuando yo diga ¡ya!, marcharemos el uno contra el otro. Cada cual podrá disparar cuando guste. Si tiras bien, puedes adelantarte. Si no te fías de tu tino, aguardas hasta ponerme en el pecho o en una sien la boca de la pistola.

El marqués, terminado este breve discurso, echó a andar seguido por D. Faustino. Pasaron por un hermoso bosque, y llegaron, por último, a un sitio llano y sin árboles, junto a las mismas tapias que cercan la posesión.

D. Faustino quiso entonces hablar; pero como no juzgaba decoroso tratar de disculparse, ni justo jactarse y gloriarse de la injuria que había hecho, se limitó a decir:

-Costanza es inocente.

-Lo sé -contestó el marqués-; por eso no me vengo de ella, sino de ti.

Midió el marqués los pasos. D. Faustino se puso en un extremo y él en otro.

-¡Ya! -exclamó el marqués no bien montó su pistola y advirtió que el doctor había también montado la suya.

Ambos marcharon el uno contra el otro. El —520→ marqués tenía fama de buen tirador, y alguna confianza en su puntería. Por lo mismo, aunque injuriado, sentía remordimiento en la conciencia de abusar de su ventaja, si disparaba desde luego.

Más de la mitad de la distancia que los separaba habían andado ya. Estarían a unos catorce o quince pasos el uno del otro. D. Faustino seguía marchando sin disparar. El instinto de conservación y el recelo de que se le frustrase la venganza conmovieron el corazón del marqués. Conoció que latía su pecho con violencia, y que su pulso agitado hacía que temblase ligeramente su diestra. No pudo contenerse más. El marqués disparó. Al punto advirtió una súbita vacilación en D. Faustino; pero pasó en seguida, y D. Faustino siguió avanzando con firmeza, con la pistola montada y apuntada contra su adversario.

El marqués no se explicaba su falta de tino; pero estaba ya casi seguro de haber dejado ileso al doctor. Del fondo de su alma nacía la desesperación y el abatimiento. Su deber, no obstante, era continuar acercándose a la persona en cuyas manos estaba su vida.

Pronto llegó el doctor junto al marqués. En el rostro del doctor, iluminado por la luna, había una profunda y bella expresión de tristeza; pero aquel —521→ rostro era terrible, espantoso para el marqués, en aquel momento.

D. Faustino puso la boca de su pistola casi sobre el pecho del marqués y le miró fijamente. Fue obra de un instante, si bien al marqués le pareció aquel instante un siglo.

El filósofo entonces hubo de pensar a escape en todas sus filosofías. Se había sometido, se había resignado al duelo a muerte, por no hallar medio decoroso, decente y natural de no aceptarle. Pero ya, cumplida la que juzgó extraña y penosa obligación impuesta por la sociedad, y ocasionada por un beso y un abrazo apretadísimo, dados con tan pocas precauciones, ¿qué ganaba D. Faustino en matar a aquel pobre viejo, a quien había hecho horriblemente desgraciado? Tal vez el marqués, imaginaba además el doctor, no le había llevado allí por rencor ni con saña, sino para cumplir con un deber, del que él presumía que estaba pendiente su honra. Todo cumplido, todo consumado ya, acortar la vida de aquel hombre, darle allí la muerte, era una barbaridad inútil. Por otra parte, el doctor, aunque por discurso sabía lo poco que vale la vida, la respetaba por un invencible sentimiento; el atentar contra la de nadie le parecía la mayor de las faltas: le parecía uno de aquellos pecados de que él —522→ no sabría absolverse jamás. Tales fueron las ideas que se agolparon en tumulto en su mente.

El doctor tiró lejos de sí la pistola, que se disparó al caer en el suelo, de la manera más inofensiva.

Luego exclamó el doctor:

-¡Ay Dios mío!

Y cayó de espaldas por tierra, como cogido por un desmayo.

El marqués se precipitó a levantarle, y al poner las manos sobre su cuerpo, advirtió que estaba bañado en sangre.

-¡Mi bala le había tocado! ¡Está herido!... La herida tal vez es mortal... Es en el pecho... ¡Maldito sea!...

El marqués, al decir estas frases entrecortadas, no sabía a quién maldecir: no sabía a quién echar la culpa de todo. Él, que medio minuto antes estaba desesperado de no haber herido o muerto a don Faustino, estaba ahora desesperado de haberle herido. Él, que se había previamente complacido en el misterio de aquel lance, se olvidó del misterio y empezó a dar voces pidiendo socorro a sus criados. Como no lo oían, corrió hacia la casa, gritando como un loco:

-¡Pedro! ¡Tomás! ¡Pronto... aquí!

—523→

Los criados al cabo acudieron.

D. Faustino había recibido un balazo en el pecho, que le había atravesado, saliendo la bala por la espalda.

El marqués, con ayuda de sus criados, le puso vendas para contener la hemorragia, y le llevó en su coche, a todo galope de sus caballos, desde la quinta a la casa de huéspedes donde moraba.

El marqués hizo llamar al médico de toda su confianza. Vio el médico la herida, y dijo que tal vez no era de peligro, que tal vez no era mortal; que la bala había entrado por el lado derecho, que sin ahondar había pasado de través y que acaso no había tocado el pulmón ni roto ningún vaso importante. La pérdida de sangre había sido muchísima; pero esto mismo, aunque debilitaba al enfermo, podría valerle por otra parte, a fin de evitar que sobreviniesen una gran inflamación y mayor calentura.

El marqués de Guadalbarbo, dejando muy encomendado a su médico y al ama de la casa de huéspedes el cuidado del enfermo, se retiró entonces a su casa, con la esperanza de que D. Faustino sanaría pronto.

Como el lector recordará, el marqués había dicho al doctor que creía inocente a Costancita: pero esto —524→ lo dijo por orgullo. Él no era ciego, y había visto perfectamente lo ocurrido. Cuando riñó a balazos con el doctor, creía a su mujer tan culpada como al doctor mismo. Por desgracia o por fortuna, hay casos inexplicables en el seno del hogar doméstico. En lo más recóndito y sagrado de dicho hogar ocurren lances, se ofrecen fenómenos psicológicos, que no hay sabio que explique, ni poeta que pinte con todos sus curiosos e indescriptibles pormenores. Ello es que de la entrevista y larga conferencia que en aquella noche tuvo el marqués con Costancita, Costancita salió para él, en su concepto, tan pura, tan inocente, tan impecable como antes. Poco a poco se fueron trocando y modificando los recuerdos del marqués, y las impresiones de sus sentidos ofuscados sufrieron la debida rectificación y razonable enmienda. El abrazo le pareció que había sido menos estrecho: muchísimo menos amante y desmedidamente mucho más respetuoso. La actitud de Costancita se transfiguró en la memoria del marqués, y la vio resistente en lugar de verla rendida, y víctima en lugar de verla cómplice. Los labios del doctor, en la misma tabla o pintura de la memoria del marqués, fueron subiendo poco a poco, desde la boca de Costancita, donde estaban antes, hasta tocar con suma ligereza su frente, de la cual —525→ casi no sintieron el calor y la aterciopelada blandura de la blanca tez, sino lo frío e inanimado de algunos ricillos crespos que por allí medio la cubrían o velaban.

El hecho mismo de haber sorprendido a los dos probaba lo impremeditado, lo falto de malicia que todo había sido. A buen seguro que sorprendan nunca los maridos a..., y el marqués se citaba una retahíla de nombres propios de lindas damas, y se gozaba un tanto al considerar la diferencia de destino que había entre él y aquellos otros maridos. Al doctor, a cuya generosidad debía infinito, también le disculpaba un poco. «¡Qué diantres! -se decía allá en sus adentros-. ¡Ella es tan guapa... tan seductora; sin querer! ¡Y el pobrecillo, que debió casarse con ella, es tan desgraciado!» Reducido ya el suceso a proporciones mínimas, el marqués le buscaba causas hasta cierto punto plausibles. El parentesco cercano, los recuerdos poéticos de la primera juventud, un ligero desagravio de las calabazas crueles, recibidas hacía diez y siete años... Luego pensaba en las consecuencias para lo futuro, dado que se salvase la vida del doctor como deseaba, y todo se convertía en una adoración mística, en una idolatría sublime, en un petrarquismo archi-espiritual. Admirábase entonces el marqués de la entereza de —526→ su mujer y de su virtud y constancia. Pasaba en revista a todos los adoradores, que le había conocido, y hallaba más de una docena guapísimos, elegantes, primorosos, deseabilísimos... y casi se le saltaban las lágrimas de gozo y gratitud al considerar que a todos los había despreciado ella por amor suyo, haciendo de él uno de los hombres más dignos de envidia que sustenta sobre su corteza este vasto globo que habitamos. Diez y siete años de fidelidad, de virtud a prueba de bomba, eran una garantía de las más sólidas. Pensaba, por último, el marqués en sus hijos, a quienes quería entrañablemente, y se alegraba de poder echar la absolución y la bendición a la hermosa criatura que se los había dado, llevándolos antes en su seno. Exageraba, encarecía la vehemencia y delicadeza de Costancita, y se arrepentía de haber estado tan brutal. Temblaba como un azogado al presumir que ella pudiera enfermar con los disgustos que acababa de darle. Recordaba los cuidados, los mimos, las regaladas dulzuras con que le arrullaba y encantaba siempre Costancita. ¿Cómo romper con ella? ¿Cómo privarse de tanto bien? Se moriría el marqués de pena. Lo que es Costancita, tan pundonorosa, tan llena de orgullo, tan noble, se moriría también de sonrojo. ¿Y por qué no de pena, como él? ¡Si Costancita le amaba!... —527→ Cierto que él estaba ya viejecillo y estropeado, pero el alma no envejece, y las mujeres en general, y Costancita singularísimamente, son mil veces más espirituales que los hombres en esto de los amores.

Por medio de tales y de otros parecidos razonamientos, el enojo del marqués fue trocándose en blandura y en indulgencia, y se sintió inclinado a perdonar. Al perdón dado, sucedieron otros razonamientos más amorosos y tiernos aún, y el perdón dado se transformó en perdón pedido. Costancita estuvo magnánima. Perdonó al fin al marqués el que hubiese dudado de ella; y majestuosa, después de dar su perdón, subió de nuevo al pedestal de oro aquella diosa de la castidad, de la hermosura y de la elegancia. El Marqués volvió a encontrarse tan contento, tan dichoso y tan satisfecho como antes.

D. Faustino fue el único que pagó el escote de la función: la única hostia sacrificada en el altar de Himeneo, para hacer más propicio a este dios, e impedir que turbase la felicidad completa de aquella rica, ilustre y aristocrática familia.

—528→

Bodas tristes

Revista de España, tomo XLIV, Nº 175 de mayo y junio de 1875, pp. [386]-409

Como el doctor no era personaje político, ni poeta popular y conspicuo, pues su grande epopeya estaba por escribir, ni filósofo célebre, porque su sistema estaba siempre preparándose, pocos le conocían en Madrid: no era sujeto de mucho viso. El lance además se había verificado con bastante recato. Así es que ni La Correspondencia habló de aquel lance. Las personas que le sabían tenían interés en callarle y le callaron.

Los pocos medio o menos de medio amigos de secretaría o de la sociedad, que estimaban o querían algo a D. Faustino, vinieron a informarse de su salud, y, como se les dijese que el doctor estaba enfermo de cuidado y no se le podía ver, se contentaron con esto y se fueron.

El ama de huéspedes, que quería bien al doctor, porque el doctor estaba amable con ella, aunque era vieja y fea, se mostró dispuesta a cuidarle con el mayor esmero.

—529→

El médico se esmeró también, porque el espléndido marqués de Guadalbarbo, su patrono, le recomendó mucho a aquel enfermo.

A poco de llegar D. Faustino a su casa y de meterse en la cama, le entró la fiebre, mas no con tal violencia que perdiese la cabeza.

Durante todo el primer día que se siguió al duelo, el doctor mantuvo firmes sus facultades mentales.

El marqués de Guadalbarbo vino dos veces a verle, y se consoló mucho con las noticias y pronósticos del médico, que fueron favorables.

D. Faustino tuvo, por último, al anochecer de aquel mismo día, una visita muy extraña. Aunque el médico había prohibido con toda severidad que entrase nadie a ver al enfermo, el ama de huéspedes no pudo resistir a las súplicas, y tal vez a los generosos donativos, de una bella dama que se empeñó en ver a D. Faustino, a quien, según aseguró, tenía que comunicar cosas de suma importancia.

-Sr. D. Faustino -dijo el ama de huéspedes, entrando en el cuarto del enfermo-, hay una señora que desea ver a Vd. ¿Le hará a Vd. daño su conversación? ¿Le digo que entre?

-¿Quién es? -preguntó el doctor alborozado, imaginando que Costancita venía a verle.

—530→

-Parece francesa -contestó el ama, y esto confirmó más a D. Faustino en que era Costancita.

-¿Ha dicho su nombre? -volvió a preguntar el doctor.

-Sí, señor; se llama doña Etelvina... no sé cuántos; vamos... un apellido de extranjis.

Ya nombre tan novelesco y apellido tan incomunicable hicieron dudar al doctor de que fuese Costancita la visitanta: «pero ¿quién sabe? -pensó entre sí-. ¿Había de dar Costancita su verdadero nombre a esta mujer?» Tan natural reflexión hizo revivir en su ánimo la esperanza de que fuese Costancita.

-Diga Vd. a esa señora que pase adelante -dijo al fin el doctor.

Doña Etelvina no se hizo aguardar ni medio minuto. En torno suyo se difundía una fragancia exquisita a oppoponax, que era entonces el perfume más chic y de más alta nouveauté que destilaba por sus alambiques the crown perfumery company de Londres. Su traje, su sombrerillo, sus movimientos y sus modales, todo era o aspiraba a ser distinguido. Se diría que el último figurín de La Moda Elegante Ilustrada había tomado humanas proporciones, se había animado por arte mágica, y entraba allí de visita. La cara de doña Etelvina parecía ser linda y graciosa, a pesar o a causa del esmalte —531→ de cascarilla y de carmín extendido artísticamente sobre ella. En el borde de los párpados llevaba pintadas unas rayas negras, que hacían más rasgados y brillantes los hermosos y dulces ojos.

Miró el doctor fijamente a doña Etelvina y no la reconoció.

Advirtiéndolo ella, dijo con amistoso desenfado, cuando se fue la pupilera y quedaron solos:

-¡Qué olvidados tiene Vd. a sus amigos, señor D. Faustino! ¿No se acuerda Vd. de mí?

-Perdóneme Vd., señora; pero... francamente... no me acuerdo.

-Yo soy la antigua doncella de la señora marquesa de Guadalbarbo. ¿No se acuerda Vd. ahora de Manolilla?

-¡Ah, sí!...

-He tomado el nombre de Etelvina, porque el de Manolilla era vulgar y prosaico. Serví muchos años a la señora marquesa; me casé con Mr. Mercier, el jefe de su cocina; eminente químico. Luego enviudé, y con los ahorros míos y del difunto, que en paz descanse, dejando la casa de la señora marquesa, he puesto tienda de modas. Ya se conoce que el señor don Faustino es un filósofo, que no se preocupa de estos negocios de cocodetería. Si no, ¿cómo había de ignorar quién es la famosa Etelvina Mercier o la —532→ Etelvina a secas? En los círculos aristocráticos no hay persona más conocida que yo en el día de hoy. Hago furor. Estoy muy rechercheé.

-Me alegro, me alegro en el alma. ¿Y qué la trae a Vd. por aquí?

-Vengo a ver a Vd. de parte de mi señora. Ella no puede venir. Sería comprometerse mucho -dijo en voz baja Etelvina o Manolilla.

El doctor nada contestó y exhaló un suspiro. Doña Etelvina prosiguió:

-Aquí traigo una carta para Vd. ¿Podrá Vd. leerla sin fatigarse?

-Sí, -respondió el doctor.

Manolilla entregó la carta, acercó una bujía, y el doctor leyó lo que sigue:

«¡Faustino! Sé tu generosidad. ¡Cuánto tengo que agradecerte! La vida del padre de mis hijos, mi posición en el mundo, mi honra, todo te lo debo. Sin tu generosidad estaría yo viuda y deshonrada, porque el lance y las causas del lance, que así es de esperar que queden en el misterio, se hubieran divulgado entonces, difamándome y difamando el nombre que mis hijos llevan. Si antes te amaba, más te amo hoy. El agradecimiento da más fuerza al amor. Aunque mi marido me ha dicho que no tenga cuidado, le tengo, y envío a Manolilla, única persona de —533→ quien me fío, para que me traiga nuevas ciertas de ti. Me es imposible ir yo misma. Importa desvanecer toda sospecha. Lo voy consiguiendo; pero paso tan aventurado pudiera destruir mi obra. No es por egoísmo por lo que procuro disipar los recelos del marqués: es por gratitud. Le debo tanto, es tan bueno, es tan dichoso con mi amor, le haría yo tan desgraciado si le hiciese dudar de él, que la misma bondad de mi corazón me excita al disimulo. Dios me lo perdone. Para ello es menester que, ya que nos amamos, sea este amor más precavido, más misterioso, más callado que hasta aquí, y que sea también de tal suerte que ni tú ni yo tengamos que avergonzarnos de este amor, ni ante el oculto y severo tribunal de nuestra conciencia. Amémonos con el amor purísimo de los ángeles. Impulsada por él te escribo, porque conozco tus nobles sentimientos, considero que estarás inquieto por mí, y quiero tranquilizarte. Dios haga que mi carta sea bálsamo para tu herida. Dios, que ve la pureza de mis intenciones, te dé pronto la salud, como fervorosamente se lo pide tu amantísima prima -Costanza».

En efecto, la carta tranquilizó al doctor, que, sobre el dolor físico que le causaba su herida, sentía el dolor de haber dado motivo a un divorcio. No acertaba a explicarse, le parecía un prodigio, que —534→ Costancita hubiese desvanecido lo que ella llamaba sospechas del marqués. «¿Qué demonio de sospechas -se decía el doctor-, si nos vio, y de resultas de habernos visto, me ha atravesado el cuerpo con una bala?»

Aquí hemos de confesar que el doctor hizo además otra reflexión amarga y egoísta. Al cabo, aunque era bondadoso, era de carne y hueso, como los demás mortales. La reflexión fue: «Verdaderamente, soy el hombre más desgraciado que vive bajo la capa del cielo. Costancita comulga a su marido con ruedas de molino y le hace creer lo increíble y negar el testimonio de sus propios sentidos: pero esta comunión y esta negación llegan tarde para mí. ¡Llegan cuando ya estoy herido!» Al pensar esto, el doctor suspiró con mucha tristeza.

Pronto, no obstante, se mitigó la amargura de aquel pensamiento. El doctor era débil, pero era un bendito. Aunque tenía poca fe, tenía muchísima caridad. Fue un consuelo para él la nueva de que Costancita lo hubiese arreglado todo con su marido.

En cuanto al amor purísimo de los ángeles, que ella le ofrecía, también le pareció cosa de gusto. Para un herido de suma gravedad, desangrado, calenturiento, con horribles dolores, no deja de ser un lenitivo —535→ excelente el amar y el ser amado con el amor purísimo de los ángeles.

Doña Etelvina era una mujer de pro, experimentada y prudente. Como todas las mujeres ordinarias, que, yendo de un país atrasado como el nuestro, pasan algunos años en París, o en Londres, o en ambos puntos, doña Etelvina se había hecho insufrible de puro denigradora de su patria, que consideraba tierra de bárbaros, y de puro fanatismo y admiración por los primores y refinamientos ingleses y franceses. Casi todo le parecía shocking y grosero en nuestras costumbres. Nuestra lengua no valía para causer ni para hacer esprit. Hasta de amor se hablaba mejor y con más elegancia en francés o en inglés que en castellano. I love you, je vous aime, eran frases encantadoras, delicadas, mientras que ¡te amo! o ¡la amo a usted! tenían un énfasis, una hinchazón, una pompa inaguantables. Doña Etelvina había adquirido estimación desmedida al bienestar material, y a los medios de conseguirle, de modo que a Mr. Mercier, que no se descuidaba antes, le hizo sisar cuatro veces más después del matrimonio. Por último, viéndose ya doña Etelvina tan encumbrada y adiestrada en los trotes del fashion y del dandynismo, tuvo una idea que le dio sumo tormento. Imaginó que debió y pudo —536→ haberse casado con algún conde o por lo menos con algún caballerito principal, y que había hecho una verdadera mésalliance casándose con un cocinero. Maldecía a cuantos recordaba que le habían aconsejado que se casase, sosteniendo que la habían hecho déchoir, que habían labrado la desgracia de su vida. Cuando se casó, era tan inocente, según decía ella, que no sabía lo que era matrimonio, y por eso se casó con un hombre que le doblaba la edad. Aborrecía la mentira, vicio propio de los pueblos corrompidos como el español, y como aborrecía la mentira decía con la mayor franqueza al infeliz Mr. Mercier que le detestaba, que se avergonzaba de él, y que soñaba con un caballerito, que era lo que le cuadraba a ella. Mr. Mercier, por no matar a palos a su dulce esposa, tomó el recurso de morirse, y pasó a mejor vida. Libre ya doña Etelvina de aquel monstruo, se hizo modista, ínterin llegaba la ocasión de casarse con un conde y hacerse condesa.

A pesar de sus perversas cualidades, doña Etelvina adoraba a Costancita. El método de la franqueza, tan útil para con Mr. Mercier, no debía adoptarse con el marqués de Guadalbarbo, con quien era indispensable cierto disimulo. Doña Etelvina calculó, pues, rápida y fríamente, que aquella carta podría comprometer a su ama; que el doctor podría —537→ morirse y la gente hallar la carta entre sus papeles. Sin mortificar al doctor, con tino y discreción notables, le sacó la carta de la marquesa de entre las manos y allí mismo la hizo pedazos menudos. Luego se despidió con mucha finura y cariño del doctor y se largó a la calle. Para que Constancita no tuviese inútiles pesares, fue a verla enseguida; le dio cuenta del cumplimiento de su misión; y le aseguró que el primo estaría bueno y sano en breve.

Todavía estaba lleno el ambiente del perfume del oppoponax, cuando entró de nuevo el médico en el cuarto del enfermo.

-Señora doña Candelaria -dijo al ama de huéspedes-, ¿qué peste es ésta? ¿A qué demonio hiede? ¿Quién ha entrado aquí? ¿Van ustedes a matar a este desgraciado?

Doña Candelaria, apurada por el médico, confesó de plano, y dijo la visita de doña Etelvina, por más que el doctor le hacía señas para que callase.

El médico, que sabía todos los secretos del mundo elegante, se explicó al punto la significación y la razón de aquella visita.

-Bien está -dijo-. Es necesario que nadie entre aquí en adelante, ni con perfumes, ni sin ellos. El enfermo, para su pronto restablecimiento, no debe hablar con nadie ni recibir visitas.

—538→

El doctor Calvo, que así se llamaba el médico, era el reverso de la medalla del doctor Faustino en dos o tres puntos capitales. El doctor Calvo no tenía ilusiones de ningún género; era un espíritu prosaico y práctico. En cambio, se parecía al otro doctor en no tener creencias y en ser bueno de alma, a pesar de la falta de fe. El doctor Faustino le inspiró vivas simpatías. Fácilmente adivinó el doctor Calvo la causa del lance y de la herida y se lo guardó todo para su gobierno. Consideró que el marqués de Guadalbarbo, reconciliado ya con su mujer, y sin celos, tendría por una desgracia o al menos por una molestia, por una idea que turbaría su reposo y su buena vida, el que por acaso D. Faustino muriese. Como a nada conducía darle este temor y este disgusto prematuro, ocultó al marqués la gravedad de la herida de D. Faustino. Calculó también el doctor Calvo que ni los marqueses de Guadalbarbo, ni doña Etelvina, ni nadie, habían de cuidar al enfermo, por mucho que por él se interesasen; que la misma pupilera doña Candelaria acabaría por hartarse o tendría que dejarle para acudir a los demás huéspedes, y que el pobre D. Faustino estaba muy expuesto a morir más abandonado que un perro de la calle. Esta consideración le llevó a preguntar a doña Candelaria si sabía qué amigos y parientes tenía D. Faustino.

—539→

-Amigos aquí en Madrid... -dijo doña Candelaria-, tiene pocos; no tiene ninguno que pueda llamarse tal. ¡Qué quiere Vd.! Es pobre para vivir entre la gente con quien vive. Si hubiera intimado más con los escribientes, sus compañeros, tendría amigos quizás. Así no los tiene... En punto a parientes... él es un señor muy aristocrático, aunque sin blanca casi. Aquí hay tres o cuatro señores y señoras de título que son sus parientes, pero, según me atrevo a conjeturar, el parentesco no le coge un galgo. D. Faustino está solo en el mundo: no tiene padre, ni madre, ni hermanos. Y como es tan pobretón, bien podemos aplicarle la copia que Vd. sabe.

-No, señora, no la sé: ¿cómo es esa copla?

-La copla canta:

   El que no tiene dinero

Con el aire es comparado:

Toditos le huyen el cuerpo,

No les largue un resfriado.



Convencido el doctor Calvo de que se podía aplicar la copla a D. Faustino, preguntó a doña Candelaria si no sabía ella que tuviese aquel caballero persona alguna allegada, allá en su tierra, que por él se interesase. Doña Candelaria contestó entonces que le había oído hablar mucho del administrador de —540→ los cuatro terrones que poseía en Villabermeja, a quien llamaba Respetilla, y de un cura del mismo lugar, nombrado el Padre Piñón.

El médico notó bien que lo de Respetilla era apodo, y no halló atinado dirigir un telegrama al Sr. de Respetilla en Villabermeja. El otro nombre le pareció menos extraño y sospechoso, y envió aquella misma noche un telegrama al Sr. Padre Piñón, en Villabermeja, provincia de... avisándole que D. Faustino López de Mendoza estaba enfermo de mucho peligro.

No se había equivocado el doctor Calvo. Desde aquella noche se aumentó la fiebre de D. Faustino. Cuando al otro día se mitigó la fiebre, una debilidad y un atolondramiento grandes embargaban sus sentidos y su mente. La idea de la duración, la percepción del tiempo que pasaba y de los objetos exteriores, y hasta la conciencia de su propio ser y de sus estados sucesivos, empezaron a hacerse confusas y vagas en el espíritu del enfermo.

Cada noche era mayor el recargo de la calentura.

-¿Qué pronostica Vd. del enfermo? -preguntaba doña Candelaria al doctor Calvo con algún interés...

-¿Para qué ocultárselo a Vd., señora? -contestaba el médico-; está de sumo cuidado.

-¿Se salvará?

—541→

-¿Qué sé yo?

-¿Cuánto tiempo podremos estar en esta duda?

-Quizás más de veinte días. La inflamación ha producido ya la fiebre traumática, y ha atacado además cierta membrana que rodea los pulmones, la cual, por fortuna, creo que no está perforada. Repito que este mal, con el peligro de la muerte, puede durar veinte días; hasta cuatro semanas. Conviene mucho reposo, mucho silencio, dieta rigorosísima, agua de malvas y flor de violeta; las bebidas que han venido de la botica; los cáusticos; en fin, todo lo que he ordenado. Doña Candelaria, Vd. es una excelente mujer. Cuídele Vd. mucho. Vamos a ver si salvamos a este infeliz.

De allí en adelante, cuando la calentura del doctor no era muy intensa, el desfallecimiento, la debilidad le tenía amodorrado. El espíritu, con su actividad independiente, trabajaba en lo interior de su ser, pero con honda confusión y extraordinario desorden.

Tristes pensamientos, melancólicas imágenes cruzaban por el cerebro y poblaban la imaginación de D. Faustino. A veces veía la muerte cercana, como si él se resbalase en el borde de una sima, como si ya fuese cayendo en un abismo obscuro. Por un lado gozaba de amargo deleite al presentir la paz, el sosiego, —542→ el aniquilamiento que le aguardaba. Parecíale que se disolvía en un mar infinito; que se unía para siempre con lazo de amor a todos los seres; que la guerra, la lucha, el egoísmo terminaban. Por otro lado, sentía acerbo dolor de ver que se borraban su individualidad y hasta su nombre del libro de la vida. Se le antojaba que se hundía, que se iba a fondo en el piélago de la existencia, sin dejar rastro, ni huella, ni memoria de haber pasado. Toda aquella armonía poética de su alma, todos aquellos conceptos divinos que allí habían germinado, iban a desaparecer, sin despertar eco alguno, sin abrirse y manifestarse a la luz del día. Al caer en el abismo obscuro, veía don Faustino a Costancita, que sonreía graciosamente y le llamaba a sí, y le brindaba con el amor purísimo de los ángeles, de que hablaba su carta. D. Faustino quería asirle la mano para que le detuviese: pero Costancita la retiraba con terror, temiendo que su amante la arrastrase en su caída. Etelvina, entre tanto, bailaba con maravillosa desenvoltura, cantaba cancioncillas francesas muy alegres y se burlaba de todo. El marqués de Guadalbarbo acudía por otra parte exclamando: -¡Qué feliz soy! ¡Mucho me ama Costancita!- D. Faustino envidiaba su felicidad.

Los recuerdos de Villabermeja, de la Nava, de Rosita, de doña Ana, del ama Vicenta, acudían en —543→ tumulto en otras ocasiones, a perturbar la mente del doctor, combinándose de mil maneras, a cual más fantástica. La medida que tiene el tiempo en el mundo real escapaba a la comprensión del herido; pero, ya advertía vagamente que había pasado tiempo bastante, cuando creyó percibir, como realidad y no como vana fantasía, que le tomaba la mano, que le miraban con miradas muy tristes y hasta que le decían algunas palabras de consuelo, el Padre Piñón y Respetilla.

Después volvió el letargo; después se hizo más intenso el delirio febril.

La figura de la coya y la imagen de María se confundieron en un solo ser, en un solo espectro, que venía a sentarse a la cabecera de la cama del doctor, que le cuidaba, que le besaba, y que posaba sobre su frente calenturienta una mano suave y amorosa.

Más tarde tuvo el doctor una visión de mayor dulzura y consuelo. Fue como si viese su propia alma, la pura esencia de su ser, que limpia por el dolor de toda mancha, tomaba forma celestial de portentosa hermosura. Era una virgen en la primera flor de su lozana juventud. Sus ojos azules parecían el zafir oriental de serena alborada; su cabellera rubia, oro: su sonrisa, las santas esperanzas de otra vida mejor; su talle esbelto y cimbreante, —544→ pimpollo del paraíso; sus mejillas, rosas nacidas en otro clima más apacible y en más genial y grata primavera. El doctor se reconocía a sí propio en aquella visión, en aquella imagen viva. Todos sus ensueños poéticos, que jamás habían adquirido forma adecuada con el ritmo y cadencia del verso y del lenguaje; todo lo sano de su filosofía, exento ya de dudas y de horribles negaciones; toda la virtud de su voluntad, sin vacilación, sin egoísmo y sin incertidumbre; todo se había condensado, había tomado cuerpo, se había determinado en aquel sobrehumano espectro. La virgen, ora fuese ensueño, ora realidad, le miraba con inefable ternura, y don Faustino, como si fuese ella su propia alma, la amaba más que a sí propio, y todos sus pensamientos iban a ponerse en ella.

Imaginaba D. Faustino, que, no bien aquella virgen penetraba en su estancia, cuando la embalsamaba toda un casto perfume de santidad y de tranquila beatitud, que traía salud y descanso, y que era harto distinto del oppoponax de doña Etelvina.

Otras veces veía D. Faustino en aquella visión a su genio bueno, al ángel de su guarda. Blanca estola cubría sus airosas espaldas y su virgíneo seno, y de sus espaldas brotaban alas transparentes, —545→ teñidas de clara luz y tornasoladas como el ópalo con azul, carmín y nácar. No andaba ella: se deslizaba en el ambiente, alzándose del suelo. El espíritu del doctor volaba hasta alcanzarla, y parecía que ella se remontaba al empíreo con el espíritu del doctor, y que ambos penetraban juntos en la morada de los bienaventurados: en un yermo ideal, cubierto de perennes flores, donde sonaba dulcísima y siempre nueva y encantadora melodía, y por donde vagaban santas mujeres, piadosos penitentes, sabios llenos de fe profunda, filósofos que no renegaron jamás, héroes, mártires, videntes y poetas inspirados, los cuales enseñaron a los hombres los caminos de la virtud y de la verdadera gloria.

Poco a poco, con el transcurso del tiempo, se fue despejando la mente de D. Faustino. La niebla, al través de la cual los ojos de su espíritu y los ojos de su carne se diría que veían las cosas, fue desvaneciéndose y perdiéndose.

La conciencia acudió de nuevo a D. Faustino, y con ella la intensidad de los dolores físicos, su debilidad, su miserable estado. Horrible angustia se apoderó de su alma. Temió haber perdido los deliciosos ensueños para no ver ni comprender más que una realidad espantable. Aunque sus ojos estaban secos, llegaron a brotar de ellos dos lágrimas, —546→ que corrieron lentamente por sus hundidas mejillas, en ligero declive, por hallarse el enfermo tendido boca arriba y con la cabeza levantada en alto por dos o tres almohadas. Casi al través de aquellas lágrimas, percibió el enfermo con indecible júbilo, junto a él, con todas las condiciones de lo real, en un ambiente sin nube ni niebla, a la joven con quien creía haber soñado. Tenía su propio rostro; era más que su retrato, si bien revestido de ideal belleza, radiante de juventud, iluminado de santidad, lleno de inocencia y de puros, inmaculados esplendores.

Haciendo un esfuerzo, con apagada y bronca voz, dijo entonces D. Faustino:

-¿Quién eres?

-Irene, soy Irene -contestó la joven con voz blanda, que sonó en el alma del doliente como música del cielo.

No bien pronunció aquel dulce nombre, entró en el cuarto otra mujer. El doctor la vio claramente. Se le había despejado la cabeza. Había recobrado el uso de todas sus facultades mentales. Aquella mujer era hermosa aún: pero su vida austera y consagrada a la mortificación, sus padecimientos morales y los estragos de las grandes pasiones habían encanecido sus negros cabellos y marcado su —547→ frente con algunas precoces arrugas. Era María.

El doctor lo comprendió todo.

-¡Hija del alma! -exclamó-. ¡María! ¡Esposa! -añadió luego.

Ambas mujeres se inclinaron sucesivamente sobre la cama y besaron las hundidas mejillas de don Faustino, recomendándole, por amor de Dios y de ellas, que permaneciese sosegado.

La patrona doña Candelaria estaba de enhorabuena, hacía más de una semana. Todos sus antiguos huéspedes, que pagaban mal o poco y tarde, se habían ido, echados por ella, y en cambio tenía de huéspedes al Padre Piñón y a Respetilla, y, lo que es más importante, al rico capitalista D. Juan Fernández de Villabermeja, con su sobrina doña María y su preciosa hija la señorita doña Irene, y unos cuantos criados, que apenas cabían en la casa.

D. Juan Fernández de Villabermeja, a quien todos llamaron después en su lugar D. Juan Fresco, había adoptado como hija a su sobrina María. Ésta y su hija Irene habían vivido con él en América, hasta que, hacía poco tiempo, habían vuelto a Europa y viajado por Italia, Alemania, Inglaterra y Francia. En París estaban ya, cuando recibieron, desde Madrid, un telegrama del Padre Piñón, parecido al que recibió el Padre Piñón del doctor Calvo. —548→ Toda aquella familia tomó al punto el ferro-carril y se vino a esta corte, alojándose en la pobre e incómoda casa de huéspedes, a fin de velar y cuidar a D. Faustino López de Mendoza.

María e Irene acudieron con alborozo a ver al tío Juan, después del reconocimiento, y le dieron aquella nueva de estar despejada la mente de don Faustino como señal cierta de su mejoría. D. Juan Fresco aparentó creer en la mejoría, a fin de no apesadumbrar más a sus sobrinas; pero en su interior, tuvo por mal síntoma el restablecimiento de las facultades mentales.

Cuando vino el doctor Calvo y después que vio al enfermo, D. Juan Fresco habló a solas con él.

El doctor Calvo le dijo:

-Señor D. Juan, siento tener que dar a Vd. la razón. La desaparición del delirio es un mal síntoma. Acabo de ver a D. Faustino. Me temo que ha entrado ya en el tercer período de la enfermedad, del cual pocos salen con vida. Su semblante está más alterado y muy pálido, sus ojos espantados y muy abiertos, dilatadas las pupilas, el pulso más débil y frecuente, la transpiración pegajosa, y cascada y seca la tos. Mucho me temo que esta vuelta del juicio ha sido para que venga la agonía. En la cara del señor D. Faustino empiezan a pintarse todos —549→ los rasgos que caracterizan lo que llaman los médicos mors peripneumonicorum.

Afligidísimo D. Juan Fresco tuvo que preparar a María y casi descubrirle toda la triste verdad. Ella le recibió con dolor profundo, pero con la devota resignación de un alma cristiana, bien templada y probada por mil pesares y disgustos.

La hija del bandido, aunque había llegado a ser, o por lo mismo que había llegado a ser una riquísima heredera, y aunque tenía una hija a quien deseaba legitimar y dar un ilustre apellido, no había osado pensar hasta entonces en el matrimonio; ni siquiera había querido buscar de nuevo a su amante. Temía que éste, arrastrado por la ambición, impulsado por el orgullo, agitado por otras pasiones, se hastiase de ella luego que le diese la mano como legítimo esposo. Temía que el espíritu de ella y el de D. Faustino, que por un fanatismo de amor creía ligados con lazo estrechísimo, como dos mitades de una existencia completa, si rompían en la vida presente el vínculo que formasen, se vieran condenados también a un eterno divorcio en la vida futura.

Todo esto había retraído hasta entonces a María hasta de soñar con ser la mujer de D. Faustino López de Mendoza.

—550→

Ahora no vaciló un instante en dar su mano al moribundo. Llamó al Padre Piñón y le confió todos sus planes.

Exaltada la mente de D. Faustino con la celestial aparición de su hermosa hija, con la vuelta y el reconocimiento de su amiga inmortal, y con ciertas vislumbres de la eternidad, a cuyas puertas él mismo conocía que se hallaba, columbrando ya la luz de sus inefables misterios, volvió a tener fe y volvió a sentir la dulzura consoladora de las religiosas esperanzas. D. Faustino volvió a ser cristiano, como cuando niño.

Hallando el Padre Piñón tan bien dispuesto a D. Faustino, dio gracias al Altísimo, y oyó la confesión de su amigo y paisano, absolviéndole de sus culpas.

Pocas horas después, comulgó fervorosamente D. Faustino, y enseguida, siendo testigos o hallándose presentes D. Juan Fernández de Villabermeja, el doctor Calvo, Respetilla, doña Candelaria e Irene, casó el Padre Piñón, provisto del indispensable permiso, a D. Faustino y a María, celebrándose y solemnizándose aquellas tristes bodas con el llanto de todos.

—551→

Conclusión

Quiso la suerte, o más bien quiso el cielo en sus inescrutables designios, que contra todas las probabilidades, contra todos los pronósticos de la ciencia, la vida de D. Faustino se salvara. Vencida la crisis mortal de la inflamación de la pleura, que también había afectado los pulmones, la herida se cicatrizó con rapidez, uniéndose, del modo que convenía, los tejidos vulnerados. El restablecimiento fue pronto y completo.

Diez y seis meses después de las tristes bodas, en el mes de octubre del año siguiente, apenas si nadie recordaba ya la larga y peligrosa enfermedad de D. Faustino, su herida, y el misterioso lance en que la había recibido.

Entonces, sin embargo, no era ya D. Faustino un sujeto oscuro e ignorado, sino un personaje de mucho viso y lustre. Sus riquezas, o dígase las de su tío y de su mujer, prestaban brillo, realce y notoriedad a todas sus buenas prendas.

D. Faustino, con poco más de cuarenta y cinco años, parecía joven aún y era buen mozo y elegante. —552→ En sus cabellos rubios no se descubría una cana. Vestía con primor y esmero y sin afectación alguna.

Cuando paseaba en la Fuente Castellana, con su bellísima hija al lado, en soberbios caballos ingleses, que él y ella manejaban muy bien, ambos excitaban la admiración y el aplauso de los concurrentes a aquel sitio.

La magnífica casa en que vivían estaba abierta a un círculo de gentes distinguidas, entre quienes empezaba ya a cobrar D. Faustino fama de gran poeta y hasta de sabio.

Rosita, en quien la compasión de ver tan humillado a D. Faustino había mitigado antes el rencor antiguo, volvió a sentirle de nuevo, al ver a D. Faustino tan encumbrado y tan dichoso; y la felicidad y el triunfo de María la Seca, de la hija del bandido, su aborrecida rival, la atormentaron con envidia devoradora.

En la generalidad de las gentes podía más, sin embargo, la simpatía y el amor hacia la familia del capitalista D. Juan Fernández de Villabermeja, que la envidia de su bienestar y opulencia. Así es, que las noticias, difundidas por Rosita, de que María era hija de un bandido, lejos de causar daño a María, le prestaron cierto encanto novelesco, pasmándose —553→ todos de su discreción, de su saber, de la nobleza de su carácter, y de cómo, desde origen tan humilde, desde el lodo en que nació, había sabido elevarse, limpia y pura de toda mancha, salvo la de haberse entregado, en su mocedad, a D. Faustino, movida por un amor invencible, lo cual no había alma generosa que no perdonase, y mucho más al ver a Irene, cuya hermosura, candor y claro entendimiento, eran perpetuo asunto de los mayores encomios.

Irene, si era adorada de los hombres, aún era más estimada de las mujeres. La ausencia de toda coquetería hacía que no la mirasen como una rival. Su religiosidad profunda, su disgusto del mundo sin amargura ni acritud, y su amor a las cosas del espíritu, la apartaban de toda vanidad mundana y de las galanterías y vulgares amores, elevando al cielo sus pensamientos, de donde se diría que, al volver a su alma, bañaban su rostro divino en reflejos como de luz increada.

María, su madre, ya hemos dicho que conservaba aún su belleza: pero la austeridad de sus costumbres, los recuerdos de su pecado, los pensamientos que despertaban en su mente la vida criminal de su padre y su muerte trágica, todo concurría a despojarla de aquella ligera afabilidad, de aquella alegría graciosa, —554→ de aquel trato fácil y ameno, que son el principal encanto del amor, y por donde la mujer, ajena o propia, seduce, cautiva y rinde al marido o al amante. Su amor hacia D. Faustino era más fervoroso, más sublime, más fuerte que nunca; pero no era el amor, a quien siguen o rodean los juegos, las risas y las gracias, sino el amor severo, metafísico, casi ultramundano, hijo de la Venus Urania, consagrado por el deber y encadenado con un vínculo religioso.

María, además, se hallaba muy quebrantada de salud. Si bien en la sociedad procuraba, y lo conseguía, estar muy amable y no mostrar nada en su espíritu ni en su carácter que causara extrañeza; en la intimidad de su familia tenía prodigiosos éxtasis y arrobos, como si su espíritu volase muy lejos de ella a esferas misteriosas y distantes. Ni siquiera a su marido se atrevía ella a confiar sus ideas, pero dejaba entrever que imaginaba hablar con los espíritus, que recordaba casos de otras existencias pasadas, y que tenía, despierta, algo parecido a las lúcidas intuiciones del sonambulismo: lo que llaman segunda vista. Tristes presentimientos agitaban su corazón; mal reprimidos suspiros brotaban a veces involuntariamente de sus labios; las lágrimas solían nublar sus ojos de pronto, sin ningún aparente motivo.

El doctor Faustino, a pesar de todo, amaba entrañablemente —555→ a María. Su amor de padre por Irene era más ferviente aún: pero el doctor Faustino no era feliz tampoco. Con frecuencia, en lo más oculto de su mente, se dolía de no haber muerto el día en que reconoció a su hija y le dio su nombre.

Los coches, los caballos, la casa lujosísima, todo el bienestar y el dinero de que gozaba, eran debidos a la generosidad de D. Juan Fresco: él no había sabido ganarlos con su ingenio, con su actividad, con su saber y con su trabajo. Esto le tenía avergonzado y confuso. La terrible pregunta ¿Para qué sirvo? le atosigaba de continuo; y más aún la terrible respuesta: No sirvo para nada.

Su ambición, ardiente aún, y menos satisfecha que nunca, era para él un tormento incesante. Aún había tiempo de satisfacerla. Ahora, sin tener que pensar en los apuros pecuniarios, con dinero bastante, podía poetizar, filosofar, escribir, mezclarse en los negocios políticos, hacerse elegir diputado. El doctor, no obstante, tenía miedo de acometer cualquiera empresa. Si salía mal, no podría achacar el mal éxito a su falta de recursos, y el desengaño sería más cruel y más duro.

La fe religiosa, que en lo más grave de su enfermedad, en el período crítico, cuando estuvo próximo a la muerte, había venido a consolarle, —556→ habíase apartado de nuevo de su alma. El doctor volvió a dudar mucho y a negar más; imaginó que aquella vuelta a las antiguas creencias había sido efecto de su debilidad y de su postración; tal vez de la larga dieta: tal vez de la violenta calentura.

Entretanto, mientras que su entendimiento, su discurso, su dialéctica dudaba o negaba, su alma afectiva, su fantasía de poeta seguían presentándole mil sistemas, doctrinas o teorías, que le agitaban con el deseo o con el temor de que fuesen verdaderas. Ya en el centro de su ser creía columbrar lo infinito, lo divino, lo absoluto de que estaba sediento, ya lo divino le parecía difundido por las entrañas mismas del universo todo, a quien prestaba su vida y su armonía. En suma, el doctor ya era místico, ya era teósofo, aunque en ciernes y sin decidirse.

Sus raciocinios le llevaban a lamentarse o a burlarse de las alucinaciones de su mujer, respecto a espíritus y a existencias pasadas: y sin embargo, hasta aquellas mismas creencias, que despreciaba, destruían la tranquilidad de su mente. En sueños, dormitando a veces, a veces bien despierto, cuando tenía los nervios sobrexcitados, en el silencio de la noche, después de la larga vigilia, el doctor veía a su mujer y a la coya confundidas en una. Entonces le parecía acordarse de cuando él fue guerrero y estuvo —557→ en el Perú, y allí la enamoró. Y luego suponía que ella, en el orden moral, había adelantado mucho, encaminándose a la perfección, y que él se iba quedando muy atrás, por más que María le tendía la mano, le alentaba, le guiaba, quería llevársele consigo a más altas esferas y a gozar de condición más noble.

Cuando estaba sereno, cuando sus nervios se habían calmado, a la clara luz del día, el doctor se mofaba en su interior de aquellos delirios, pensando que su mujer estaba medio loca y que por momentos le comunicaba la locura.

La jovialidad de D. Juan Fresco, sus chistes, que todos le reían, en particular después de haber comido en su casa, pues tenía buen cocinero y mejores vinos; el sereno pensar con que aquel bermejino modelo comprendía y ordenaba en su mente los seres todos; la firmeza de su carácter y de sus principios; y el buen tino y la seguridad con que cuidaba de su hacienda y la acrecentaba, todo esto era antipático para D. Faustino, y, sin envidiarlo, le vejaba y rebajaba bastante.

D. Juan Fresco preveía, allá en su interior, que aquellas cosas, que harto bien iba él trasluciendo, no podían tener término muy dichoso: pero no les hallaba remedio y se afanaba por retardar el mal —558→ cuanto fuese posible, procurando consolarse ya de él como si hubiera sucedido.

La afición de D. Juan Fresco a los bermejinos le indujo a convidar a Respetilla a que viniese a pasar un mes en Madrid para que viese bien cuanto de notable encierra la corte. Cuando Respetilla había estado la otra vez nada había disfrutado ni visto a causa de la enfermedad de su amo. Ahora, que estaba en Madrid de nuevo, D. Juan Fresco se deleitaba en ser su cicerone. Hizo que el mejor sastre de Madrid le vistiese de levita, y le compró en casa de Aimable un sombrero de copa alta, que Respetilla llamaba gavina, chistera, colmena o castrosa. La admiración de Respetilla por todos los objetos y el modo que tenía de considerarlos encantaban a D. Juan. Mucho gustó a Respetilla la Historia Natural; el palacio le pareció enorme; el Museo de pinturas no le divirtió nada; y donde más gozó fue en los toros y en los bailes del teatro de Rivas, viendo El Descendiente de Barba Azul y Brahma. Aquellas niñas tan ligeras y tan ligeramente vestidas, la luz de bengala, la bajada de Barba Azul del castillo con toda su comitiva, los quitasoles y el dragón chinesco, le traían maravillado. Las niñas, sin embargo, era lo que más le complacía: pero Respetilla hacía ya muchos años que se había casado con Jacintica, —559→ la antigua criada de Rosita, de quien tenía la friolera de nueve hijos, como nueve becerros: tenía además muchísimo cariño y muchísimo miedo a su mujer, y ni de pensamiento siquiera se atrevía a cometer la menor infidelidad. Así es que, si por acaso y no reflexionándolo se dejaba entusiasmar por las niñas un poco más de lo justo, luego se le presentaba en la mente la figura de Jacintica toda enojada, y se desataba en vituperios y en injurias contra las bailarinas, como si fuese un Catón cristiano, o mejor diremos un San Pacomio.

Respetilla vio también y admiró en casa de sus amos, donde entraba ella como modista, a su antigua novia Manolilla, pasmándose de que se llamara doña Etelvina, y con cierto orgullo de haber estado en relaciones con persona tan cabal y de cuenta. Los trajes de doña Etelvina, sus bellos colores, rosa de Venus legítima, de la que usaron Lais, Tais y otras heteras de Corinto, Atenas y Mileto, y el perfume que ella exhalaba, no ya de oppoponax, sino de otra esencia más rica, llamada stephanotis, eran circunstancias que tenían absorto y boquiabierto a Respetilla, como si soñase mil portentos: mas ni por esas, y no porque respetase a doña Etelvina, sino porque respetaba a la ausente Jacintica, madre de los nueve, se atrevió Respetilla a propasarse, sino —560→ que, de acuerdo ya con su apodo, se limitó a decir cuatro cuchufletas a la modista elegantona, quien, al fin, por lo singular y peregrino del lance, por estar Respetilla muy gracioso con su levita y su chistera, y por los dulces recuerdos de la juventud y de la patria, hay quien sostiene que se le mostraba menos arisca que mansa y más cocida o frita que cruda.

D. Faustino, en cambio, aunque harto poco disculpable, fuerza es confesarlo, no estuvo con Costancita tan firme; no fue tan honrado como su antiguo escudero. El amor purísimo de los ángeles, que Costancita había propuesto y recomendado en su carta, se le guardó D. Faustino para su mujer y para su bendita hija; pero la marquesa de Guadalbarbo perturbaba todo su ser; despertaba en su corazón una tempestad de pasiones. Costancita misma, irritada por los nuevos obstáculos que entre ella y su primo se levantaban, celosa y envidiosa del bien de María, más enamorada que nunca, no soñando ya con el idilio sino con el drama vehemente, rompió todo freno, y con otra astucia, con otro cálculo, con el mayor recato y disimulo, vio y habló a D. Faustino, en sitio que ella imaginaba que nadie averiguaría.

El marqués de Guadalbarbo, si bien creyendo a pies juntillas en la inocencia de su mujer, vivía muy —561→ sobre aviso desde la noche de la sorpresa; pero ya Costancita estaba escarmentada, y fueron extraordinarias sus precauciones. El marqués no se percató de nada.

Ni siquiera los maldicientes, que están siempre atisbando, a fin de averiguar y referir la crónica escandalosa, tuvieron el menor indicio del caso.

Desde que empezaron aquellas misteriosas citas, el doctor se halló atormentado, inquieto al lado de María. Sentíase indigno, se avergonzaba de su doblez, de sus mentiras y de su ingratitud; pesábanle más en el corazón su pobreza y su incapacidad y las riquezas y el desprendimiento generoso de D. Juan Fresco.

La segunda vista, la perspicacia espiritual de María de nada valió para descubrir aquel secreto infame. Su enamorado espíritu entraba o creía entrar en lo más oculto del alma de su marido; pero entraba tan lleno de confianza, de veneración y de afecto, que todo lo veía hermoseado por una luz pura y no percibía lo feo y lo deforme.

Atribuyendo María las tristezas del doctor a noble ambición contrariada, y a la especie de humillación de verse pobre, siendo ricos su tío y ella, empleaba los medios más delicados y discretos para realzar aquel ánimo abatido, para darle esperanzas de que sería dichoso en cuanto emprendiese, para —562→ hacerle creer que de él dependía subir a la cumbre del poder y de la gloria, y para persuadirle sobre todo de que él era, en absoluto, y singularmente para ella, de tanto valor y de tan gran ser y de precio tan inestimable, que no necesitaba de victorias, ni de triunfos, ni de aplausos mundanos, a fin de corroborar y mucho menos de acrecentar en sí tan reconocidas excelencias.

Esta noble conducta de María mortificaba más y más a D. Faustino exacerbando sus remordimientos; pero el atractivo y la diabólica fascinación que ejercía sobre él Costancita podían más que todo. D. Faustino amaba, reverenciaba, adoraba a María, como algo santo, celestial, suave, sereno y puro, y buscaba, no obstante, a Costancita, arrastrado por el delirio de los sentidos, por el demonio de la vanidad y del orgullo, y hasta por el aguijón punzante de los celos, temeroso siempre de que, si él la dejaba, ella pudiese querer a otro, aunque no fuese sino por despecho.

Mucho hubieran durado así las cosas, sin descubrirse nada, si el doctor no hubiese tenido un enemigo vigilante, astuto y cada día más enconado contra él y contra su mujer. Este enemigo era Rosita.

Los lazos que la unían al general Pérez se habían —563→ estrechado cada vez más. Rosita dominaba al conquistador tremebundo; le tenía sujeto, avasallado, cambiado de león en cordero. Si ella le consultaba a veces sobre los moños, vestidos y adornos que debía ponerse, él la consultaba sobre la política. De ella dependía, pues, que el Ministerio durase o cayese: que hubiera o no otro nuevo pronunciamiento; que cambiase de Constitución o de forma el Estado. En España todo lo podía la tropa, con la tropa todo lo podía el general Pérez, con el general Pérez Rosita. De esta suerte, en virtud de tan irrefutable sorites, consideraba Rosita que todo dependía de ella. Ella era la Aspasia de aquel Pericles flamante.

En medio de tanta gloria, la afrenta que le hizo el doctor y la rivalidad de María vivían en su corazón, a pesar de los años transcurridos, y se le corroían como un cáncer.

Como el general no tenía secretos para ella llegó a decirle hasta el mal rato y el picón que le dieron Costancita y el doctor, protestando que si él había pretendido a Costancita había sido con intento de burlarse de ella y de rebajar su orgullo.

Informada Rosita de aquellos amores y suponiéndolos más adelantados de lo que estaban entonces, les siguió la pista con encarnizamiento, sagacidad y sigilo. Supo que doña Etelvina había sido la doncella —564→ de Costancita y conjeturó que no podría menos de ser la persona de toda su confianza para ciertos negocios, dado que los hubiese. Bien estimó ella que sería difícil, ya que no imposible, que doña Etelvina, por desalmada que fuera, hiciese a sabiendas traición a su ama. No procuró, por lo tanto, ganarse la voluntad de doña Etelvina, sino la de su principal ayudanta y confidenta la señorita Adela, la cual, por lo mismo que doña Etelvina andaba siempre tan atareada, era la que acudía a casa de Rosita, con modas y trajes.

Ganada del todo la señorita Adela, a fuerza de presentes y obsequios, nada ocurría en casa de doña Etelvina que Rosita no supiese. Así pasó más de un año sin que Rosita averiguase lo que deseaba averiguar; mas, por último, premió sus afanes el diablo.

La señorita Adela se impuso, a pesar del recato con que se hacía, y transmitió en seguida a Rosita su gran descubrimiento, de que la marquesa de Guadalbarbo iba a casa de la Etelvina, o bien muy de mañana, o bien al anochecer, entre dos luces, y que allí veía al doctor que la aguardaba.

Rosita, prodigando entonces el oro, sobornó a la señorita Adela, y la comprometió a introducir a una persona en casa de la Etelvina y a ocultarla —565→ en lugar conveniente para que, sin ser vista de nadie, pudiese ver a los amantes en una de sus citas.

Luego la hija del escribano usurero escribió a María un anónimo, revelándole la traición de su marido y ofreciéndole generosamente los medios de cerciorarse de ella.

El día, la hora, el momento de la cita llegó, según la señorita Adela tenía averiguado.

Costancita hubo de quejarse del poco cariño, de la tibieza del doctor. Se mostró celosa de María: dijo que María era más querida que ella.

Embriagado el doctor por las fascinadoras miradas, por la coquetería infernal, por la elegancia, por la hermosura aristocrática y por la juventud inmarcesible de su prima, le aseguró que respetaba a su mujer, pero que no la amaba, que casi la odiaba por su causa.

El doctor confirmó tan abominable aserto con un abrazo.

Entonces creyó oír cerca de sí, penetrando en su pecho como agudo puñal, un sollozo desgarrador y ahogado.

Se apartó lleno de espanto de los brazos de Costancita. Buscó rápidamente, y nada vio en el cuarto en que estaban. Abrió la puerta, por donde habían entrado, y nada vio tampoco. Abrió, en fin, otra —566→ puertecilla que daba a otro cuarto interior, que también tenía salida al corredor, y encontró vacío el cuarto, y la puerta de salida cerrada con llave. Interrogó a doña Etelvina sobre las personas que había en casa, y doña Etelvina dijo que no había nadie, salvo la señorita Adela, porque las oficialas se habían ido ya todas. La señorita Adela era además muy de fiar y no sollozaba nunca por tan poco. La señorita Adela, interrogada a su vez por doña Etelvina, sostuvo que nadie había entrado en casa, que ella estaba al cuidado de todo, y que los criados se hallaban en la cocina para evitar que se enterasen de aquellos asuntos.

Costancita decidió entonces que lo del sollozo, que ella no había oído, era una locura del doctor. El doctor acabó por persuadirse de lo mismo.

Desde aquel día en adelante la tristeza de María fue siendo más honda y persistente. Aunque no exhaló la menor queja contra D. Faustino, D. Faustino vio a las claras que todo lo sabía. A pesar de su escepticismo, no hallando modo natural de explicárselo, el doctor imaginó que no era vana la segunda vista de María; que su espíritu, desprendiéndose del organismo, al cual, sólo por un hilo de fluido eléctrico quedaba anudado, volaba donde quería y atravesaba los muros y penetraba en los —567→ más ocultos lugares. El sollozo, que él había oído y que no había oído Costancita, le pareció un ay del alma, un gemido espiritual, que arrancó a María de lo hondo de su ser la horrible frase de que él casi la odiaba.

¿Qué satisfacción, qué disculpa, qué palabra de consuelo podía dar D. Faustino a su mujer, si en efecto lo sabía todo, fuese como fuese?

El doctor se limitaba, pues, a estar más amable, más dulce, más rendido que nunca con ella; pero no intentó explicación ni satisfacción alguna. María no se daba por entendida del agravio.

Por último, María cayó postrada en cama con una gravísima enfermedad. Sentía en el lado del corazón más calor que de ordinario, y una opresión y una fatiga muy grandes. Le pesaba algo dentro del pecho. A veces le daban vahídos. Parecíale luego que le apretaban las entrañas. La atormentaban incesantes angustias. El pulso, débil, era desigual y precipitado; la respiración, fatigosa y entrecortada de lastimeros suspiros.

Su severa y majestuosa hermosura resplandecía más, a pesar de las muchas canas que blanqueaban su negra cabellera, porque sus ojos tenían más luz, más viveza que en su estado normal, y porque ardiente carmín daba color a sus mejillas.

—568→

De repente solían acometerle fuertes palpitaciones, que imprimían a su seno dolorosas sacudidas; se diría que llegaban a oírse por los que estaban cerca los latidos violentos e irregulares de su corazón inflamado. De repente también parecía suspenderse el movimiento del corazón, y la enferma caía en un desmayo. Siempre, con todo, conservaba María su razón despejada: más bien que turbase o anublarse, su entendimiento mostraba lucidez maravillosa, como si fuese una luz, una llama a la cual se acercan sustancias combustibles.

El doctor Calvo prescribió dieta, reposo, bebidas refrigerantes y sinapismos en los pies; apeló a la homeopatía, y ordenó ignatia, pulsatila y ácido fosfórico. No se atrevió a ordenar sangrías ni sanguijuelas por miedo de la debilidad de la paciente. Al fin confesó a D. Juan que el mal no tenía remedio en lo humano.

Realizándose los desconsoladores pronósticos del doctor Calvo, María, cumplidos ya todos sus deberes de cristiana, estaba próxima a expirar, atendida por su tío y su hija, los cuales reprimían mal el llanto.

D. Faustino, sombrío, mudo, sin lágrimas en los ojos, y con negra pena en el pecho, estaba de rodillas, junto a la cabecera de la cama. No se atrevía a tomar una mano de la moribunda. Apenas si —569→ se atrevía a mirarla. Lleno de horror y de vergüenza inclinaba al suelo los ojos.

María hizo un esfuerzo supremo. Miró a su marido con tan benévola mirada, con tan santa sonrisa, con unos ojos tan dulces y tan llenos de perdón y de amor celestial, que D. Faustino la miró también, sin atormentador sonrojo y henchido de gratitud y de arrepentimiento. Después, con mayor esfuerzo, María alargó la mano a su marido, que la tomó entre las suyas y la cubrió de besos respetuosos. Las lágrimas de D. Faustino, que habían estado como hielo hiriéndole por dentro, se liquidaron entonces, y brotaron de sus ojos, y bañaron la mano de María. Con desfallecida voz, con voz muy baja, que nadie sino él pudo oír, entrando clara y distinta por los sentidos en su alma, dijo ella de esta suerte:

-Lo sé todo: lo he visto; lo he oído. Te oí decir que me aborrecías; pero nunca pude creerlo. Lo dijiste en un momento de locura. Yo te perdono, Faustino; yo te amo. ¡Yo te bendigo! Ámame. No te atormentes creyéndote culpado. Vive para nuestra hija. ¡Es tan pura, tan noble, tan santa, tan angelical! Es el lazo de nuestras almas. Viviendo para ella, vivirás para mí. Por ella estamos más ligados que nunca. No hay entre nosotros divorcio eterno, sino eterno consorcio. Te espero allí arriba...

—570→

Sin más perceptibles suspiros, sin convulsión ni gesto, con dulzura inefable, más que como separación dolorosa, como tránsito feliz, cual cautivo que recobra su libertad, el espíritu de María abandonó en aquel instante su cuerpo hermoso. Aquel corazón fatigadísimo se había rendido al cansancio: había ido poco a poco moderando su impulso; se dilató al perdonar y no tuvo fuerzas para contraerse de nuevo, impulsando la sangre por las arterias. La circulación cesó para siempre.

D. Faustino, mientras estuvo embelesado, bajo el encanto poderoso de aquella voz amada, simpática, que le perdonaba y le bendecía, abrió su alma a todas las esperanzas: pensó en el cielo; creyó en el perdón de Dios y en su infinita misericordia; juzgó que él mismo sabría perdonarse al fin, y columbró el camino de la perfección, del que se había extraviado, y consideró posible volver a él, venciendo los obstáculos con varonil perseverancia.

Muerta María, ahogada su voz, extinguida la antorcha que le guiaba, las antiguas e inveteradas especulaciones surgieron de pronto en el ánimo de D. Faustino.

«Si he cometido una infamia, si soy un miserable -dijo para sí-, y si hay una vida eterna, eternamente me lo estaré echando en cara. No me limpiaré —571→ la mancha. Será un infierno sin redención. Si persiste mi individuo, persistirá el egoísmo, que es la esencia de la individualidad. ¡Ah, no! Lo malo, lo egoísta, lo impuro debe morir. Lo inmortal, lo eterno, lo divino, soy yo, es María, es todo, en lo que tenemos de bueno. Ella no era egoísta; ella era todo devoción y sacrificio. Como se entregó a mí un día, así se ha entregado a la muerte ahora; por completo; toda ella. ¿Qué ha de quedar de ella en otra vida? Ella se dio toda. Dios la recibió en su seno. Ella se perdió en la absoluta esencia».

Miró luego el doctor, con ojos enjutos y fijos el cadáver de María. Vio aquellas formas bellas aún, y las imaginó destruidas, feamente destrozadas, cayendo en pútrida disolución. Un súbito ataque nervioso se siguió a tan crueles pensamientos, no dulcificados ya por el bálsamo de las creencias.

El doctor rompió en una aterradora carcajada.

Acudieron a él su hija y D. Juan; pero fue tarde. El doctor corrió hacia su alcoba que estaba contigua. Su hija y D. Juan le siguieron. Sobre una cómoda había un revólver. D. Faustino le tomó antes que su familia llegase. Se metió el cañón en la boca, afirmándole contra el paladar, e hizo fuego.

La muerte fue instantánea. D. Faustino cayó por tierra sin movimiento.

—572→

Irene, de rodillas, con los ojos levantados al cielo, pedía perdón para todos, impetrando la clemencia divina.

D. Juan Fresco estaba trastornado, conmovido espantosamente, horrorizado, a pesar de su frescura.

* * *

Refulgente de inocencia, en medio de tantos horrores, Irene, disgustada del mundo, se decidió a buscar un asilo al pie de los altares. Su alma, toda entregada a Dios, no era capaz de compartir los efímeros y falsos goces de este mundo con ningún espíritu encarnado en cuerpo humano. Serafinito la amaba. Serafinito, que estaba en Madrid estudiando leyes, tenía por Irene una verdadera adoración. Irene le amó sólo como a un hermano.

La pena del excelente y candoroso Serafinito y las observaciones y ruegos de D. Juan no bastaron a persuadirla para que cambiase de propósito.

D. Juan Fresco y Serafinito llevaron a Irene a Ávila, a los dos meses de muertos sus padres, y allí se encerró ella en el convento de San José, fundado por Santa Teresa. No bien pasó el noviciado, Irene tomó el velo y profesó de carmelita descalza, trocando gustosa por la aspereza penitente de aquella —573→ austera vida el regalo y el mimo con que había sido criada.

* * *

Tal fue la triste historia que me contó D. Juan Fresco, cuando no estaba presente Serafinito para que no le diese una congoja.

La moral que D. Juan Fresco sacaba de todo el relato era que esta educación del día forma muchos hombres vanos, presumidos, ambiciosos, llenos de mil planes absurdos, que es lo que él llama ilusiones, y sin firme creencia en nada, y sin energía ni para el bien ni para el mal.

-En el día -exclamaba-, los doctores Faustinos abundan:

Terra malos homines nunc educat atque pusillos:


según cantaba el poeta satírico.

D. Juan, no obstante, ora sea porque había cobrado afición a D. Faustino, ora porque fuese cierto, sostenía que el doctor había sido hombre de natural nobilísimo y generoso, aunque viciado por una perversa educación y por el medio en que había vivido.

* * *

—574→

Un día, estando yo en Villabermeja, fui a visitar la iglesia con D. Juan Fresco. El Padre Piñón, bueno y sano aún, hacía los honores, enseñando todas las curiosidades.

Nos paramos delante del altar del Santo Patrono de plata, que, como dicen allí, es tamaño como un pepino y hace más milagros que cinco mil demonios. Entre los milagros colgados junto al altar, el Padre Piñón me mostró un doctor Faustino, hecho de cera, de unas ocho pulgadas de largo. Era una ofrenda votiva del ama Vicenta, la cual afirmaba que el Santo Patrono había salvado al doctor de la enfermedad que se siguió al duelo con el marqués de Guadalbarbo.

-Mal milagro hizo el santo, si le hizo -me dijo D. Juan-. ¡Cuánto mejor hubiera sido que D. Faustino hubiera muerto entonces!

-Señor D. Juan -contestó el Padre Piñón-, no diga Vd. disparates. Si el Santo no lo hizo, lo hizo Dios, y lo que Dios hace bien hecho está, aunque nosotros no penetremos la razón y el propósito.

* * *

Otro día fuimos a ver la casa solariega de los López de Mendoza.

—575→

Allí está aún el retrato de la coya, que, en efecto, según asegura D. Juan, se parece mucho a María.

Respetilla, Jacintica y sus nueve vástagos, viven felices en el piso bajo de aquella casa. El principal está reservado a los recuerdos. Todas las habitaciones están cerradas, de modo que en ellas no pueden penetrar sino los espíritus; dado que los espíritus se complazcan en discurrir por los sitios donde vivieron vida mortal, amaron y padecieron.

Todavía queda un rincón de la casa, también en el piso bajo, donde vive la pobre ama Vicenta, quien adora la memoria de su niño Faustinito y no piensa más que en él.

La afectuosa anciana guarda en un arca, como reliquias venerables, todo el traje doctoral, con muceta bordada, bonete y borla, el uniforme de lancero de milicianos nacionales y el uniforme de maestrante de Ronda.

Yo examiné con atención e interés estos objetos, que, cediendo a nuestras súplicas, el ama Vicenta nos mostró con orgullo.

D. Juan Fresco, tan enemigo de las ilusiones, exhalando un suspiro y sin acritud alguna, me dijo aparte:

-Esos objetos simbolizan las causas de la perdición de mi sobrino político. El traje de doctor es —576→ la vanidad científica, la pedantería filosófica, la duda y la incertidumbre sobre cuanto importa para ser enérgico en la vida, con energía sana; el uniforme de miliciano nacional es símbolo de la confusión que solemos hacer de la verdadera libertad con el tumulto, la bullanga y el desorden; y el uniforme de maestrante es símbolo de la manía nobiliaria, de donde nacen la pereza, el despilfarro y la incapacidad para las faenas y menesteres que dan riqueza y prosperidad a las naciones.