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Las ilustraciones católicas en el siglo XIX: el difícil compromiso entre las exigencias de la comunicación moderna y la ideología católica

Solange Hibbs-Lissorgues

En 1864, al comentar las conclusiones del Congreso de Malinas en las que se afirmaba la urgente necesidad de estructurar el periodismo católico, Cándido Nocedal, futuro director del conocido periódico El Siglo Futuro, resumió desde las columnas de El Pensamiento Español lo que era una convicción para muchos católicos:

«Creemos que los periódicos son una verdadera necesidad de la época, aunque necesidad de circunstancias».

(Hibbs 1995: 363)



Esta necesidad se afirma con igual urgencia en 1879 en una de las ilustraciones católicas más notables del siglo XIX, La Ilustración Católica por parte de Manuel Pérez Villamil, crítico de arte, escritor y director de la revista en 1879:

«Para contrarrestar el influjo deletéreo de la revolución impía, es preciso acudir a todos los terrenos porque si bien la política inspirada en las enseñanzas de la Iglesia y de la tradición, puede ser fecunda, éste solo baluarte, por desgracia, no basta hoy a defender los muros asediados de la Ciudad de Dios. En el campo de las letras y de las artes hay mucho que trabajar: ahí es donde la revolución arrojó sus primeras semillas, y de ahí han brotado tantas espinas como hoy traspasan el corazón de la Iglesia».

(ILC, 14 de junio 1879, N.º 46, «A nuestros lectores»)



José María de Llauder, director de La Hormiga de Oro, otra prestigiosa publicación católica, complemento ilustrado de El Correo Catalán, declara que la creación de esta revista tiene por cometido competir con las ilustraciones racionalistas e «impías»:

«Reconociendo la necesidad de hacer frente a la influencia dañina que ejercen en el seno de las familias y de la juventud, la multitud de periódicos e ilustraciones racionalistas, de moral relajada y fomentadores de materialismo y descreimiento modernos [...], fundamos esta Revista ilustrada».

(Hibbs, 1984: 5)



El planteamiento de una militancia activa del catolicismo en el ámbito de la prensa cobró particular importancia después del sexenio cuando la Iglesia se dio cuenta de que la defensa y la propagación de la verdad católica no podían disociarse totalmente de la sociedad moderna. Para mejor combatir los males de las sociedades liberales, había que entrar en la plaza ocupada por el enemigo, recurriendo a las mismas armas. Cabe recordar el lenguaje ofensivo y militante que rezuma en la literatura católica de la época: «Poco a poco vamos penetrando en las trincheras enemigas, y con la ayuda de Dios, alcanzaremos por último completa victoria» (ILC, 7 de enero de 1880, p. 198).

Representantes de la jerarquía eclesiástica iban por esta línea. El propio Ceferino González, restaurador de la escolástica en España, futuro arzobispo de Sevilla y Toledo había propiciado el proyecto de una revista católica en armonía con «las exigencias y necesidades de la patria» (Bizcarrondo 1996: 304). Alejandro Pidal y Mon, discípulo de Ceferino González, que impulsó durante la Restauración la malograda Unión Católica, fue uno de los primeros en favorecer publicaciones que incidiesen sobre el terreno cultural y defendiesen el catolicismo «no sólo como religión, sino como ciencia, como política, como literatura y como arte» (Bizcarrondo, op. cit.: 303). Mientras que publicaciones como La España Católica, La España, El Español y luego El Fénix buscaron, a través de la Unión Católica cierto compromiso con el liberalismo con la exigencia de que los gobiernos de la Restauración respetasen en el terreno religioso la estricta ortodoxia católica, otras publicaciones de talante carlista e integrista como las dos Ilustraciones aludidas se decantaron por una defensa a ultranza del catolicismo adoptando una postura fundamentalmente defensiva con respecto a la modernidad. Este repliegue hacia posturas intransigentes refleja las dificultades de estas revistas para abrirse a temas y formas de difusión propios de la modernidad, algunos percances económicos e incluso la inestabilidad en su dirección como en el caso de la ILC.

La ILC, Revista religiosa, científico-artístico-literaria, publicación semanal fundada el 5 de agosto de 1877 en Madrid, salió a la palestra periodística durante más de dos décadas1. A nivel formal presenta características similares a las de otras ilustraciones: quiere ser barata (cuesta un real y medio el número) y amena, A lo largo de su andadura periodística, reitera la necesidad de estar al alcance de todos los lectores católicos:

«Para cumplir este fin social ya se entiende que no ha de ser una enciclopedia, o curso general de ciencias y artes, escrita para toda clase de lectores y para toda clase de fortunas, debe instruir a los unos, recrear a los otros, y ser accesible a todos».

(ILC, 14 de junio de 1879, p. 362)



De lo que se trata, es aprovechar con la Restauración el movimiento católico que se apoyaba en la recuperación, por parte de la Iglesia española, de algunas de sus prerrogativas fundamentales: devolución de los bienes, protección del estado al clero, restauración de la completa autoridad del Concordato. Desde el principio, el régimen canovista se esforzó por integrar la Iglesia a las fuerzas que lo sostenían (Hibbs 1995: 124).

La reconquista religiosa, social y cultural de la sociedad es el cometido esencial de la revista «[...] cuyas tareas, emprendidas con entusiasmo, soportadas con no escasa fatiga, (están) enderezadas única y exclusivamente a la restauración de las ideas, de las costumbres y de los monumentos de la España católica» (ILC, 7 de julio de 1880, p. 1). Aprovechando las nuevas libertades de expresión y prensa granjeadas por el sexenio, las ilustraciones católicas constituyen el medio privilegiado para «comunicar ese movimiento (católico) a nuestra vida social y privada, reproduciendo en páginas vivas los hechos, monumentos, personajes y demás elementos de la restauración católica» (ILC, 14 de junio de 1879).

La primera etapa de la vida de la ILC se caracteriza por cierta inestabilidad en la dirección. Hay que esperar el N.º 4 del 26 de agosto para, que se mencione el nombre del director, el presbítero Francisco Caminero, conocido polemista contra el krausismo (Bizcarrondo, XX: 305). La dirección literaria de la ILC se confía unos meses más tarde al conocido novelista y figura destacada del periodismo carlista, Valentín Gómez exdirector de El Cuartel Real siendo sustituido poco tiempo después, por motivos políticos, por Ceferino Suárez Bravo, periodista y afín a Alejandro Pidal y Mon que abandona a su vez la dirección de la ILC para dirigir El Fénix. En 1879, el traslado de Suárez Bravo como director de un periódico pidalino y la muerte del propietario José Amalio Muñoz ofrecen la posibilidad a Manuel Pérez Villamil, próximo a Nocedal de hacerse cargo de la revista que dirige durante 8 años. La presencia de Pérez Villamil, cuyas preocupaciones se centran en la recuperación del arte religioso y la defensa del patrimonio artístico católico imprime una duradera impronta a la revista. Cuenta con la colaboración de destacadas plumas del mundo neocatólico: Gabino Tejado, autor de numerosas obras condenatorias del liberalismo, Francisco Navarro Villoslada cuya novela Amaya o los vascos se anuncia en su debido momento como la epopeya de la lucha católica contra los infieles que germinó en tierras vasco-navarras, el escritor regionalista Manuel Polo y Peyrolón. Villamil, que firma los artículos contenidos en la sección Revista con el anagrama Nulema, promociona siempre el mismo patrón ideológico; la defensa de la religión patriótica y una total desconfianza con respecto a la modernidad

Nos podemos preguntar si La Ilustración Católica es una revista realmente ilustrada. Formalmente lo es ya que su director al recalcar que si los «impíos se han aprovechado tanto de estos medios para propagar el mal», los católicos deben echar mano de la amena literatura y de las ilustraciones artísticas «que tienen directo influjo en esta restauración católica porque [...] las ilustraciones artísticas con su lenguaje universal, y sus formas graciosas y bellas, entran en los ojos de todas las gentes para depositar los gérmenes de la virtud o del vicio» (ILC, 7 de enero de 1879, p. 194, «Año nuevo»). Por otra parte la ILC se acoge a la diversidad de secciones y rúbricas que caracterizan las ilustraciones de la época para cubrir «todos los ramos del saber humano, todas las manifestaciones del espíritu» (ILC, 29 de abril 1887, p. 1). Es de notar el especial interés de dicha revista por el arte religioso que se convierte en una de las secciones más importantes con el rescate pictórico de los muchos monumentos que se encuentran en el territorio español.

Estos tímidos buceos en lo que podría calificarse de crítica artística se agotan rápidamente con la crónica inestabilidad de una revista que, desde diciembre de 1886 al abandonar la dirección Pérez Villamil, pasa por fases en las que no hay responsable. De noviembre 1888 a enero de 1890, la dirige Fernando Martínez Pedrosa, al que sucede Ángel Salcedo Ruiz, la Junta Central de Organización Católica, y Francisco de Paula Salcedo a partir de 1893.

La ILC en su conjunto respeta las pautas de las ilustraciones de la época: cuenta con varias secciones entre las que destacan la Revista, especie de crónica de los acontecimientos ocurridos en países vecinos como Francia que se convierte en el denostado ejemplo de todas las perversiones materialistas y sensualistas, una Crónica de conocimientos útiles que suple la falta de una verdadera reflexión sobre los adelantos científicos, una Crónica literaria y una sección bibliográfica que funcionan, como en La Hormiga de Oro, como una verdadera guía de lecturas prohibidas y de catálogo de buenas lecturas, una interesante Crónica de viajes que refleja el gusto de la burguesía de la época por lo exótico y el orientalismo, el folletín que suele ocupar dos páginas enteras; en general se trata de autores de reconocida ortodoxia católica como Abdon de Paz cuyo folletón se publica en los diez primeros números, Juan Vildósola con su novela por entrega, El matrimonio, que ocupa 7 números, y autores franceses como Paul Féval, Mathilde Bourdon.

Estas lecturas se completan con la publicación extensa de largos escritos de varia índole dedicados al arte religioso, a reflexiones de filosofía moral, al periodismo. Abundan los retratos y biografías de personajes conocidos, todos relacionados con el mundo y las instituciones católicos: constituyen auténticas galerías de artistas cristianos tanto españoles como extranjeros (Gustave Doré), de hombres políticos (Louis Veuillot, Windhorst), de escritores (Paul Féval, Enrique Conscience), de miembros del clero (el cardenal Newman). Estas galerías vienen precedidas por la publicación en primera página de la ILC de un grabado de estos ilustres personajes. Los originales reproducidos son en general pictóricos: pueden ser cuadros, grabados, dibujos o acuarelas. La visión panorámica que se ofrece con estas galerías de retratos responde a criterios claramente ideológicos: el retrato no pretende captar la personalidad del individuo sino proponer un tipo e incluso un arquetipo de lo que se considera ortodoxo. En este caso el retrato biográfico tiene un valor hagiográfico como lo demuestran los retratos de los obispos y papas. Uno de los ejemplos más relevantes de esta puesta en escena de la norma y de la idealidad es la serie de retratos del papa Pío IX. En 1877, el retrato del papa Pío IX viene acompañado de un texto que exalta y santifica el «papa-rey», símbolo de un catolicismo universal cuyo centro neurálgico es Roma. Esta exaltación de Pío IX estaba rodeada por una verdadera industria de medallas, fotografías, cromolitografías y retratos como los que anuncia la propia ILC al proponer a sus suscritores un precio preferencial para disponer de un gran cuadro fotográfico de los 263 pontífices, desde San Pedro hasta su Santidad León XIII (ILC, 19 de mayo 1878, p. 109). La intimidad afectiva con el Pontífice «mártir» de la revolución se expresa mediante la consubstanciación con el cuerpo de Cristo; son muy reveladores en este aspecto los grabados publicados en el momento de la muerte de Pío IX y que muestran el cuerpo del difunto papa en primera página de varios números de 1878. La puesta en escena, de la muerte recalca el carácter efímero de la existencia humana, y funciona como una referencia visual cuy a finalidad es fomentar cierto sentimentalismo religioso y fervor popular (Hibbs 1995: 86-87). No es ninguna casualidad si, en la revista, coexisten imágenes de un mundo en perdición con grabados que representan al inconmovible Pío IX; textos e imágenes participan de la mitología centrada en uno de los papas más apreciados por el catolicismo intransigente2.

Esta revista con ocho folios a dos columnas empieza por ofrecer dos grabados acompañados por un breve texto explicativo y generalmente didáctico; al cabo de pocos menos, ya en el número 13, la revista propone 4 páginas y un grabado más. Si nos fijamos en la serie completa desde 1877 hasta 1890, nos damos cuenta de que se produce un cambio notorio en la parte iconográfica a partir de los años 1886: se aprovechan los adelantos técnicos del fotograbado y se proponen reproducciones de cuadros de los pintores españoles y especialmente catalanes más conocidos. En 1882, la revista elogia las ventajas del fotograbado que se asemeja a una fotografía ya que preserva «la misma verdad del original» (ILC, 25 de noviembre 1882, p. 178). Como otras ilustraciones españolas, la ILC recibe los clichés del taller de los Hermanos Laporta que, a su vez, trabaja con la importante Casa Goupil en París, establecimiento especializado en las reproducciones de los cuadros premiados en las exposiciones de bellas-artes3. No se ocultan, sin embargo, las dificultades económicas que conlleva la adquisición de grabados cuyos derechos de reproducción cuesta mucho como en el caso de los grabados de Gustave Doré o de Julio Verne para los que editores como Hetsel Editores tienen un verdadero monopolio. La escasez de grabados originales se subraya de manera, recurrente y da pie a reflexiones e iniciativas como la constitución de un catálogo ilustrado de las ruinas y monumentos artísticos de España para completar las colecciones de grabados ya existentes como las de Carderera, Iconografía, Parcerisa, Recuerdos y bellezas. Manuel Pérez Villlamil inicia, en 1878, el proyecto de un catálogo ilustrado que reuniría «descripciones y dibujos de cuantos monumentos desconocidos existan en nuestro país, ora subsistentes en iglesias o museos, ora envueltos en el polvo de las nanas» (ILC, 26 de mayo 1878, p. 174). Se trata para el director de la ilustración y crítico de arte de favorecer una iniciativa semejante a la de Alemania donde las ilustraciones y periódicos católicos disponen de una cantera constantemente renovada de dibujos y fotografías. La Enciclopedia de antigüedades cristianas a la que se refiere Villamil provee, en colaboración con la Casa editorial Herder, las publicaciones con numerosos grabados en madera y fotografías (ILC, 7 de febrero 1880). La idiosincrasia de una ilustración que pretende competir con publicaciones «heterodoxas» de éxito implica que la ILC sea una revista de particular esmero, con un papel de calidad superior a otro tipo de publicación para que reciba bien la estampación de los grabados; tampoco puede desmerecer en cuanto a la calidad artística ya que el grabado más barato no puede bajar de diez duros. Al hacer el balance anual de la ILC en 1880, su director informa al lector que dicha publicación, reporta beneficios de 60 reales al año, de los que solo quedan 40 reales descontando comisiones y partidas fallidas y que consta de 364 páginas de lectura y de una inedia de 150 grabados. La ILC cuenta, por otra parte con los ingresos proporcionados por la publicidad o incentivos como el regalo a las suscritoras, desde el año 1883, de una edición especial La riqueza del hogar que propone enseñanzas y prácticas relativas a la economía doméstica sin pretender ser una revista de modas, «cebo del lujo y de la frivolidad remante» (ILC, 5 de junio 1883). En Nuestro programa editorial del año 1887, la ILC declara que nada puede hacerse en materia de prensa moderna y competitiva sin «el poderoso estímulo de la publicidad, sin el cual no fructificarían muchas inteligencias, y permanecerían en el silencio y en las tinieblas» (ILC, 29 de abril 1887). A partir de 1885, año en el que la propiedad de la ILC recae en el Asilo de Huérfanos del Sagrado Corazón de Jesús, se introducen algunas mejorías materiales notables como por ejemplo la adquisición de una imprenta de cinco máquinas y un motor de gas de cuatro caballos así como de tipos alemanes y de caracteres griegos y hebreos «de los más modernos» (ILC 25 de enero de 1885, p. 26). La ILC se enorgullece de haber ganado la medalla de primera clase otorgada por el Jurado de la Exposición, iniciada por la Sociedad de escritores y Artistas en 1885.

Textos e imágenes funcionan juntos y, aunque la imagen puede presentarse de manera aislada, siempre cumple con un propósito didáctico. Por mucho que se encomien los aspectos estéticos de las reproducciones de cuadros o acuarelas, el texto recuerda que se trata de demostrar la superioridad del arte cristiano. Por ejemplo en el año 1886, se hacen algunas concesiones al arte realista; con motivo del cuadro, Los pescadores de la costa de Normandía, se valora «la legítima y aceptable escuela naturalista» en este cuadro premiado en la Exposición de París de 1886 «porque en esta escena, tan sobriamente representada, admírese la virtud de esas pobres gentes que, a toda hora, para cumplir el deber de ganarse la vida, luchan contra las inclemencias de las estaciones [...] mirando al benigno cielo, único amparo de sus vidas en medio de los peligros y de las tempestades» (ILC, 15 marzo de 1886, p. 87).

La revista atraviesa varios bajones económicos que su director, Manuel Pérez Villamil, intenta justificar reconociendo que la prensa católica dista mucho de haberse convertido en una empresa profesional. Es la constatación desencantada que hace la dirección de la ILC en su balance del año 1882:

«La Ilustración Católica entra en su tercera época. Poco a poco o más bien paso a paso va haciendo su camino, tropezando con mil obstáculos que pueden reducirse a uno solo: la indiferencia religiosa y patriótica. Concíbese que haya gentes tímidas o egoístas que no quieran suscribirse a un periódico católico-político; pero esta misma circunstancia debería favorecer el desarrollo y propagación de una revista católica sin carácter político [...]; La Ilustración Católica, que no es una empresa industrial, gasta todo y más de lo que recibe en costear sus trabajos y en mejorar sus obras».

(ILC, 5 de julio de 1882, p. 2)



Con una tirada de 5000 ejemplares, tirada semejante a la de su congénere catalana, La Hormiga de Oro, la ILC demuestra su escaso éxito como ilustración: la vida social y política española está casi ausente, y hay que esperar los años 1885-1886 para que se ofrezcan a los lectores muestras de las nuevas corrientes pictóricas. Confiesa en algún momento que los lectores se sienten insatisfechos al no disponer de imágenes modernas y en relación con los logros artísticos y científicos contemporáneos:

«Para satisfacer el deseo que varios suscriptores nos manifiestan de que publiquemos vistas de las grandes construcciones modernas alternando con los preciosos monumentos de los pasados siglos, publicamos hoy la del famoso puente que pone en comunicación a Brooklin, rico y populoso arrabal de Nueva York [...]».

(ILC, 28 de septiembre de 1881, p. 92)



Estas tímidas concesiones a la modernidad y al progreso se repiten con la publicación de varios grabados dedicados a los logros arquitectónicos y técnicos de las grandes urbes: cruce de las vías férreas sobre las calles de Nueva York (ILC, 28 de septiembre de 1881, p. 77), aspecto de la montaña del triunfo en Pensilvania (ILC, 7 de noviembre de 1881, p. 132) que alternan con vistas de la Iglesia de San José en Cleveland bajo el título significativo de Nuevos templos católicos en los Estados-Unidos (ILC, 14 de noviembre de 1881, p. 128), de la Iglesia de San Agustín en Filadelfia (ILC, 7 de noviembre de 1880, p. 132). El progreso científico y material solo se justifica cuando está inspirado por la fe sin la que se reduciría a un grosero y condenable positivismo. Como es costumbre en las ilustraciones católicas de la época, el texto que acompaña los grabados siempre tiene un valor didáctico y resta toda autonomía a la interpretación y a la lectura de las imágenes:

«Ojalá que los publicistas que en Europa ponderan tanto la cultura material de los Estados-Unidos reparasen en los progresos que allí hace el catolicismo, para que aprendiesen en el país que ellos tienen por modelo, a respetar la libertad de la Iglesia, y a defender las conquistas materiales con los baluartes inexpugnables del sentimiento religioso».

(ILC, 28 de septiembre de 1881, p. 92)



Iconografía y transtextualidad

Dentro de un mismo número, distintos textos periféricos funcionan como una guía de interpretación de los grabados e imágenes. La imagen, es el pretexto para el discurso. Este procedimiento que organiza los comentarios de grabados e imágenes como relatos en los que un narrador omnisciente guía al lector en la interpretación iconográfica, es una constante de las ilustraciones católicas. Esta transtextualidad, que orienta la lectura dentro de un mismo artículo, se repite de un artículo a otro propiciando, de este modo, una verdadera trabazón ideológica. Ante la amenaza de una sociedad liberal que pretende arremeter contra instituciones sagradas como la familia, la ILC organiza una puesta en escena de uno de sus temas predilectos: la madre y la esposa cristiana. En dos números del mes de septiembre 1877, la ILC elabora un montaje textual e iconográfico en el que, una vez más, el grabado está totalmente sujeto a la finalidad didáctica del texto. El largo artículo dedicado a las madres cristianas del 2 de septiembre y en el que se afirma que «la fé de las mujeres, y principalmente de las madres, es el escudo de la fé de los pueblos» (ILC, 2 de septiembre 1877, p. 34), se prolonga en el número siguiente con la reproducción de un grabado de una escultura de J. Figueras titulado «La esposa» (ILC, 9 de septiembre 1877, p. 38). Podrían mencionarse muchos ejemplos más como las pocas líneas de la Sección internacional dedicadas en 1881 a la conversión al catolicismo de los protestantes en Estados-Unidos. Se legitima plenamente el interés por la nación norteamericana pero el texto funciona como un revulsivo con respecto a otro grabado central integrado en la misma página y titulado Recuerdos del sufragio universal (ILC, 28 de agosto 1881, p. 64). El subtítulo Víctimas de la política es una alusión a los acontecimientos políticos de la vecina nación francesa tantas veces anatemizada por su ideología revolucionaria y sus concesiones al liberalismo político4.

Otro ejemplo es el del grabado El túnel de San Gotardo, grabado que pretende ser la ilustración del progreso técnico en otras naciones europeas. Se refiere a un acontecimiento reciente, la inauguración el 15 de mayo de 1882 de la línea ferroviaria de San Gotardo. Este grabado, que ocupa una página entera, está estratégicamente encuadrado por un artículo de Demetrio de los Ríos, arquitecto y director de las obras de restauración de la catedral de León sobre el arte religioso destrozado por las iniquidades de la revolución y el comentario acerca del grabado. La descripción aparentemente elogiosa del portento técnico va cobrando tintes explícitamente condenatorios al final: de hecho la inauguración de esta nueva línea ferroviaria obedece a propósitos claramente liberales ya que al facilitar el traslado de mercancías, trasformará Suiza en «un vasto almacén internacional». El progreso material y los adelantos técnicos siempre son sospechosos:

«No somos opuestos a los adelantos materiales, cuando éstos no se oponen al Catolicismo. Pero no dice nada acaso el afan con que se construyen instrumentos de riqueza, mientras la piqueta revolucionaria no deja de derribar templos».

(ILC, 14 de junio de 1882, p. 338)



La tónica imperante en la revista es la descalificación de todo lo que se asocia a la modernidad. Abundan las condenas de la sociedad contemporánea y se reivindican las glorias del pasado. Hay que rescatar todos los fundamentos sobre los que se ha ido forjando la católica nación española y los elementos de estabilidad que la revolución pretende desmantelar:

«La revolución, inspirada por el espíritu del mal, ha dirigido sus ataques a iodos y a cada uno de los baluartes de la sociedad cristiana, destruyendo en poco tiempo lo que edificaron muchos siglos y generaciones pretéritas; la tarea de los católicos consiste en reparar tantos males, oponiendo a los estragos de la revolución las saludables obras del cristianismo».

(ILC, 7de enero de 1873)



Para lograr este propósito Pérez Villamil, fiel a la línea anterior de la revista que denunciaba por boca de su director, Valentín Gómez, «la muerte, la ruina, la desolación del arte!» (ILC, 16 de septiembre de 1877), propone a sus lectores largos recorridos por las ruinas del arte cristiano. El camino ya se había preparado con la publicación por entregas en el año 1877, de una obra del mismo Manuel Pérez Villamil, «Apuntes para un libro sobre la influencia del catolicismo sobre el arte». Las definiciones del arte cristiano desembocan en la estética de lo verdadero, lo verdadero siendo siempre bello. Evidentemente la única verdad aceptable en términos de arte cristiano es la que se opone «a la verdad que copia servil e indiscretamente a la realidad, y hace del arte un calco de la naturaleza» (ILC, 21 de septiembre de 1878, p. 180). A la ciencia nueva, la que proponen los krausistas «enredada en la gerigonza del racionalismo alemán, y manchada con las suciedades del sensualismo moderno», opone la estética del Ave María impregnada por la «luz de la teología católica, inspiradora de los grandes artistas» (ILC, 7 de noviembre de 1878).

Arte religioso y «estética católica»

No es de extrañar que la ILC como su coetánea La Hormiga de Oro tenga una especial predilección por el arte religioso y, más particularmente, la escultura conmemorativa y monumental que simboliza los valores morales a través de la alegoría. Los monumentos del patrimonio religioso hispánico cuyo rescate es una de las metas de la ilustración constituyen el núcleo católico de la identidad nacional. Para el director de la revista, Pérez Villamil, autor del artículo «Inventario de las ruinas» (ILC, 26 de mayo 1878, pp. 172-173), no cabe duda de que la empresa de restauración artística nace de «una verdad axiomática en el terreno de los estudios estéticos: que cada pueblo tiene en su arte propio, en el cual puede estudiarse, mejor aunque en documentos escritos, la historia de sus hechos memorables, de sus conquistas, de sus personajes ilustres, y de todos y de cada uno de sus elementos sociales» (ibid.). La exaltación del género histórico a través de la reproducción de grabados y cuadros de monumentos se prolonga y refuerza mediante la publicación de folletines y obras propiamente históricas como la que se elogia en la sección bibliográfica del año 1887 dedicada al relato «Los guerrilleros de 1808», «historia popular de la guerra de independencia, obra tan patriótica por la que merece el aplauso de todos cuantos amen las glorias nacionales» (ILC).

El año 1879, dedicado a la restauración de la basílica de Covadonga, propicia la abundante publicación de grabados de «este monumento insigne de la reconquista de España. Se abre una lista de donativos en las columnas de la revista a petición del obispo de Asturias, Sauz y Forés» (ILC, 7 de junio de 1879) y se propone una visión histórica que refleja la nostalgia de un orden cristiano inmutable. A los grabados de Covadonga se agregan muchos otros de tuinas católicas que recuerdan que los valores cristianos están siendo amenazados por el racionalismo y el liberalismo5. Con una finalidad ejemplar, en los números que tratan casi exclusivamente de las obras de la basílica, se encuentran grabados con monumentos de la Inquisición, de la gruta de Lourdes, de una calle de París el día de la expulsión de los padres jesuitas. Coexisten estas ilustraciones con textos como La ciencia moderna de Polo y Peyrolón que, dirigiéndose a «los católicos rancios» afirma que la ciencia moderna «no tiene nada que ver con lo cierto y evidente [...] y que ha resuelto de una plumada y con una sola negación todas las cuestiones teológicas» (ILC, 7 de mayo de 1879).

La revista destila la ideología del nacional-catolicismo que se difunde en aquellos años en otras «cátedras» como La Revista Popular y El Siglo Futuro. De hecho si las ilustraciones españolas dan, a nivel icónico, cuenta de la importancia de los modelos extranjeros, la ILC se caracteriza por su acendrado nacionalismo; este patrón ideológico no solo es doctrina política y afecta profundamente la cultura católica de este periodo6.

El acendrado nacionalismo católico de esta revista, reflejo del polémico y complejo contexto religioso del periodo, se apoya en la reivindicación de una cultura fundamentalmente cristiana, por no decir católica, que abarca el arte en general y también la historia y la lingüística. Un ejemplo de esta recuperación estratégica de las distintas componentes de la vida cultural española es la serie de artículos dedicados al patrimonio lingüístico español. En las reflexiones tituladas «Etimologías castellanas» y publicadas en febrero del año 1879, se trata de identificar los orígenes de loa dialectos ibéricos que no se encuentran «en los peregrinos y rebuscados tesoros de las lenguas árabe, hebrea y griega, sino en el riquísimo e inagotable venero de los orígenes latinos» (ILC, 14 de febrero 1879, p. 235). Lo que pretende la revista es una verdadera empresa de «purificación» lingüística y etnográfica como la que emprende en materia de arte. De hecho lo que viene de fuera siempre es sospechoso en la medida en que adultera la esencia de una España que siempre supo mantenerse incontaminada. La ILC defiende una ortodoxia que tiene mucho que ver con las ideas vertidas por un Menéndez Pelayo en los primeros tomos de su Historia de los heterodoxos españoles7.

La producción y la reproducción del nacionalismo con los grandes mitos históricos se asienta en una concepción del arte que se caracteriza por su estatismo intemporal. Se explica por lo tanto la predilección por la pintura académica que sigue encontrando en el grabado su método de reproducción más adecuado. Evidentemente en esta pintura destacan los pintores religiosos del Siglo de Oro como Murillo, Zurbarán o contemporáneos como Eduardo Rosales que «sobreponiéndose a las corrientes de impiedad de la época, buscan su inspiración en la sacrosanta religión de sus mayores» (ILC, 15 de junio 1887)8.

Con motivo de la Exposición celebrada en el Palacio de la Fuente Castellana en 1887, la ILC elogia a varios pintores que supieron mantener las características de un arte religioso que es intemporal: sobriedad en el color, severidad en la forma, evocación de los pasajes más notables de la vida de los santos y cuanto a la Iglesia se refiere. Cuadros como los de José Benlliure y Gil, La visión del coloso, o de Joaquín Sorolla, El entierro del Cristo, son cuadros en los cuales «la religión ejerce una influencia directa y aunque el artista se salga entonces de las reglas más comunes del género, los cuadros pintados en tales circunstancias pertenecen indudablemente al religioso por la idea en que se hallan inspirados» (ibid.).

La crónica dedicada a las exposiciones tanto nacionales como internacionales constituye una buena oportunidad para reivindicar un «naturalismo a lo cristiano» que se opone «al arte materialista inspirado por una musa desgreñada, que ofrece, con el pretexto de describir las costumbres de la gente menuda, toda suerte de repugnantes chabacanerías» (ILC, 5 de diciembre 1887). Es interesante notar que esta reivindicación de un naturalismo a lo cristiano alimenta la sección bibliográfica de una revista como La Hormiga de Oro y se extiende no solo a la literatura sino al arte en general. Esta estrategia de recuperación de une corriente artística y estética que se manifiesta en las postrimerías del siglo supone una crítica denostada del arte realista y materialista y una condena de los que la ILC llama «los afrancesados modernos». Estos afrancesados, fascinados por las nuevas corrientes artísticas francesas como el naturalismo y el impresionismo, son los que han provocado «la cruzada contra la pintura de historia dando armas a sus enemigos para ridiculizar los procedimientos de que aquélla se sirve» (ILC, 15 de mayo 1890). En su crónica sobre arte, Valentín Gómez arremete con especial fruición contra los que prefieren «lo deforme, lo brutal, lo bajo, lo irreverente y lo inmundo [...] los que pintan a la humanidad en forma de bestia suprimiendo su parte de ángel» (ILC, 5 de abril 1886). Si en la ilustración se demuestra que el combate entre el catolicismo y la impiedad, la tradición y la modernidad liberal es el gran asunto riel siglo esta lucha se plasma en las dos grandes tendencias que se oponen en el arte:

«Quieren unos mantener en vigor los procedimientos que han servido de norma a los artistas españoles en todo lo que va de siglo, asegurando ser ése el único medio de conservar las tradiciones de aquellas inmortales escuelas que derivando sus nombres de los que distinguían a las ciudades en que tuvieron origen y residencia, tanta gloria dieron a nuestra partía en los siglos XVI y XVII. Pretenden otros inclinar el arte a la observación de la vida moderna, para que transmita a la posteridad todo lo que da carácter a esta época, todo lo que es digno de conservarse, todo lo que puede ser expresado en forma visible y bella».

(Ibid.)



Si en la definición de una estética «cristiana» se dejan resquicios para la pintura de lo natural y los partidarios del modernismo, no se abandonan las insoslayables referencias a determinados géneros como la pintura histórica y costumbrista. Estas salvedades justifican juicios favorables con respecto a artistas y pintores «que supieron contenerse en los límites de la exactitud histórica y de la verdad racional» y que ocupados en buscar su fuente de inspiración en los hechos pasados supieron, como Eduardo Rosales y Pradilla «perpetuar sentimientos y afirmaciones que son de esta época lo mismo que de las pasadas, y acaso más» (ibid.).

No es ninguna casualidad si se encomia a un pintor como José Casado del Alisal, que puede considerarse como un pintor de segunda fila, pero cuyo mérito esencial ha sido «dejar ir a los realistas capitaneados por Mariano Fortuny y quedarse con los idealistas del natural» (ILC, 25 de octubre 1886).

La ILC mantienen una constante desconfianza con respecto a las vanguardias artísticas y buen ejemplo de este conservadurismo estético se encuentra en el rechazo del impresionismo, corriente a la que sucumbieron pintores como Joaquín Sorolla. En la Crónica de París, se subraya que este movimiento «se reduce a reproducir la naturaleza con movimiento vital [...] o sea confusamente, sin líneas precisas, como una máquina fotográfica de poca potencia» (ILC, 21 de mayo 1879). Muy pocos pintores franceses se salvan del decaimiento de la pintura en la nación vecina donde los cuadros pequeños de género, «es decir de asuntos frívolos, han acabado con la gran pintura de historia, formada en los asuntos evangélicos y en las vidas de los santos» (ILC, 15 junio 1886). Dentro de los cuadros de género, los únicos que merecen consideración son las marinas, «subgénero del paisaje». Muchos de las reproducciones de cuadros extranjeros, en su mayoría franceses, son marinas como las de M. Roux, un pintor francés, titulado Le clair de lune que, pese a ser obra de un pintor de segunda fila, destaca ya que: «El cuadro no puede ser más sencillo y sin embargo conmueve profundamente, porque reproduce fielmente las bellezas de la obra sublime de Dios» (ILC, 15 junio 1886).

Por las mismas razones se justifica la presencia de otra marina del pintor francés Albert Fleury, El abuelo que refleja las costumbres de los pescadores. El breve comentario que acompaña el grabado reconoce implícitamente que no se trata de mía obra de gran mérito artístico pero, si el asunto no puede ser más sencillo, «está bien hecho, y sobre todo representa uno de estos afectos nobles del corazón, cual es el amor filial y paternal, y esos afectos hallarán siempre eco en las almas sensibles» (ILC, 5 septiembre 1886).

La elección en materia iconográfica responde a criterios ideológicos más que estéticos. A lo largo de su andadura periodística, la ILC propone reproducciones de cuadros, esculturas, grabados y fotograbados estrechamente controladas por los textos periféricos sobre arte y estética cristianos. La producción de arquetipos y tópicos, la referencia a grandes mitos históricos peninsulares propician la veta claramente costumbrista de la ILC. En un esclarecedor artículo titulado Costumbres nacionales, Manuel Pérez Villamil recalca el ineludible vínculo entre las costumbres populares y el carácter nacional. Para rescatar «lo propio de la nacionalidad», conviene fijar las huellas que se van borrando de las costumbres nacionales y cultivar «la historia viva de lo pasado». Esta empresa salvadora se acomete gracias a la publicación de viñetas, grabados sobre escenas y tipos populares como las que se ofrecen a los lectores en el año 1882 (El telar de la aldea, 14 de junio 1882 y Escenas y tipos populares de la costa cantábrica, 28 de julio 1882).

La ILC refleja el acostumbrado oportunismo de una institución eclesiástica y de determinados sectores católicos que denuncian los estragos del materialismo y del progreso liberal pero que no vacilan en recurrir a firmas o artistas que demuestran que el catolicismo no está totalmente reñido con la sociedad de la época.

La fuerte presencia iconográfica expresa, si se la compara con los grabados que reproducen los adelantos técnicos y la obra de algunos pintores representativos de los nuevos gustos de una élite atraída por Europa, una de las tensiones más fuertes de la cultura burguesa española de la Restauración, es decir la dicotomía entre tradición, conservadurismo y, por otra parte, la necesaria modernización del país. Las concesiones al progreso son relativamente escasas pero la ILC reconoce en varias ocasiones que el público lector, de hecho los públicos por tratarse de lectores más diferenciados, y no se conforman con las miradas nostálgicas puestas en un pasado excluyente.

En general predominan, además de las reproducciones del arte religioso y española, escenas de género y costumbristas insignificantes, comerciales y que configuran el gusto artístico de la burguesía media. Muchos cuadros como los de Cabanellas, de Félix Mestres Bonell, pintor de cuadros de género, Jaime Pahissa y Laporta, autor de cuadros de paisajes, religiosos y de retratos o José Masriera y Manovers, discípulo de Luis Rigalt que tiene especial predilección por los paisajes y trabaja con los dos hermanos del negocio de joyería de Masriera corresponden a un arte bastante conformista a medio camino entre el costumbrismo, y cierto naturalismo suave. Basta con leer las criticas acerca de la escuela impresionista tanto francesa como española para darse cuenta de que revistas como la ILC proponen composiciones hechas ex professo por artistas que podríamos llamar de segunda fila. De hecho la desconfianza con respecto a lo moderno y a las vanguardias europeas hacen que la ILC tenga muchas dificultades en propiciar de manera positiva la imagen de una cultura católica que supusiera creación e introducción de nuevas ideas de inspiración cristiana.

Bibliografía

  • BIZCARRONDO, Marta, «La Ilustración Católica: los inicios del nacional-catolicismo» in La prensa ilustrada en España. Las Ilustraciones 1810-1920, Montpellier, IRIS, Université Paul Valéry, 1996, pp. 303-313.
  • HIBBS, Solange, Iglesia, prensa y sociedad en España en el siglo XIX (1868-1904), Alicante, Instituto de Cultura Gil-Albert, 1995.
  • TRENC, Elíseo, «Tipología de las ilustraciones», in La prensa ilustrada en España. Las Ilustraciones 1850-1920, Montpellier, IRIS, Université Paul Valéry, 1996, pp. 63-67.

Apéndice de figuras citadas

Retrato del papa Pío IX ('santificado', al pie)

«Los pescadores de la costa de Normandía»

«El túnel de San Gotardo»

«El telar de la aldea»

«Escenas y tipos populares de la costa cantábrica»