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Las letras rioplatenses en el período de la Ilustración: Juan Baltasar Maciel y el conflicto de dos sistemas literarios

Pedro Luis Barcia



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Al tiempo que analiza las letras rioplatenses en el período de la Ilustración, Pedro Luis Barcia procura demostrar que Juan Baltasar Maciel, a pesar de estar plenamente identificado con el modelo académico de su época, fue el precursor -posiblemente involuntario- de la literatura gauchesca. Con un solo poema «Canta un guaso», Maciel funda una riquísima herencia que se expandió y creció como uno de los aportes más notables de esta parte del mundo a las letras hispanoamericanas. El autor relata cómo, un día de 1777, Maciel dejó de lado los reglados cánones de la poética neoclásica y sembró la semilla de un nuevo modelo en un romance de apenas cuarenta líneas.





Cuando nos enfrentamos al concepto «Ilustración», nos ubicamos ante una palabra escueta pero harto compleja. En realidad, debería hablarse de «ilustraciones»: la inglesa, la francesa, la alemana, la italiana. No son todas lo mismo. Hay, por ejemplo, una clara distinción, que la bibliografía específica ha señalando entre la Ilustración inglesa, que es más individualista que las demás y que ejerce una crítica más acerba que las otras y exhibe una declarada voluntad imperial; y la francesa que tiene una acepción más universal, pedagógica y sistemática. Una atiende más a las personalidades   —42→   y la otra, a los sistemas principistas. Además, claro, hay formas diferentes de enfocar los temas vinculados a la Ilustración1.

Para ponernos de acuerdo, precisaré algunas acepciones de términos que son sabidamente polisémicos para darles un uso monosemántico convencional. «La mayor dificultad en las discusiones, decía Valéry, nace de creer los discutientes que ponen los mismos contenidos en las mismas palabras, por esenciales e impuestas que dichas palabras sean». Llamaré «paradigma de la Ilustración» al conjunto de ideas que funciona como marco de este término que nos convoca. Y entenderé que la Ilustración es aquel período que se extiende desde el primer tercio del siglo XIX, por lo menos en el Río de la Plata. Cada paradigma, como en este caso, genera, en campos concretos, un modelo. Es decir que, respondiendo al paradigma de la Ilustración, hay un modelo económico, un modelo pedagógico, un modelo literario. En este siglo de la Ilustración, el modelo literario que se adecua al paradigma es el modelo neoclásico. Y los países que nos ofrecen al Plata dicho modelo son Francia y España.

La cultura es un conjunto de sistemas: es un megasistema. A su vez, cada sistema se divide en subsistemas, que varían de paradigma en paradigma, algunos, y otros superan los paradigmas. El sistema literario en el período neoclásico, por ejemplo, comprende por lo menos tres subsistemas en su seno: el académico, el popular y el folclórico. El académico cambia de paradigma a paradigma; no así el folclórico que se mantiene al margen de los cambios. Llamaré «sistema» a cada uno, a partir de ahora, en lugar de «subsistemas». El sistema académico de la Ilustración se denomina «neoclásico», según la óptica interna, meiorativa, que aproxima la producción del siglo a las obras del momento cultural grecolatino, del cual se presenta como heredero legítimo y convalidado. En cambio, la óptica exterior al sistema, la del romanticismo del siglo XIX descalificará al sistema neoclásico mentándolo como «seudoclásico», con óptica peyorativa.

Hacia el final de mi estudio procuraré demostrar cómo Juan Baltasar Maciel, hombre identificado con el sistema neoclásico o académico, se sacó de la manga un nuevo sistema, polarmente enfrentado con aquél, que es lo que se podría llamar sistema gauchesco. Lo hizo en un solo poema, pero de manera tan «modélica», para usar un horrible término de la pedagogía, que cifró en él todos los elementos de una nueva postulación. Este es un curioso hecho, no episódico, pues generó tradición desde el seno de la Ilustración. Es decir, una sototradición, o tradición callada, silenciada u oculta, que se fue acusando. Que tuvo asomos en el teatro con El amor de la estanciera, luego asumida por el uruguayo Bartolomé Hidalgo quien fue como Milton decía, ambidextro: con la derecha escribió odas del sistema neoclásico y con la izquierda -aquí radica la revolución- cielitos y diálogos gauchescos. La fuerza de Hidalgo no es la de iniciador del sistema, que, en mi concepto, no lo fue, sino Maciel. Hidalgo fue el que   —43→   convalidó, robusteció e impuso dicho sistema al producir no una, sino un conjunto de poesías dentro del mismo sistema.

En la incorporación del modelo literario neoclásico europeo al Plata, el aporte mayor fue, obviamente, de los Borbones, afirmados en Francia y España. Ahora bien, frente a la propuesta del modelo neoclásico y del sistema literario académico, la realidad cultural rioplatense adoptó, en distintos niveles y grados, cuatro actitudes. La primera es una actitud especular, imitativa, epigónica. Se trata de un mero trasplante. Los poetas siguen hablando de «ruiseñores» y de «abedules» y de «el mayo de las flores», como si estuvieran en el otro hemisferio, en el del norte, y no en su realidad austral, en la que mayo es puro otoño. Esto ocurrió con algunos poemas de nuestro primer poeta Luis de Tejeda y Guzmán, y aún, ocasionalmente, como furcios, naturalmente inqueridos, en los poetas de la Independencia.

La segunda actitud -si la primera fue especular- podría llamarse prismática, en tanto recibe la luz de la Ilustración, pero al asumirla en su seno, como el prisma, la de compone en varios elementos y altera algunos. Esta actitud comienza a ser tímidamente discipular y no epigónica. El epígono es la fotocopia de su maestro; el discípulo es el que aprovecha el modelo del maestro para ir elaborando su propia personalidad y obra. Es en este segundo grado de relación, diríamos de aculturación literaria, donde debemos poner toda nuestra atención, porque es en su ámbito donde comienzan a producirse dos movimientos. El apropiamiento, es decir, el receptor no toma todo, sino aquello que quiere o puede recibir, según su propia condición. Decía la moraleja de la fábula que «Cada cual toma aquello para lo que tiene pico u hocico». Esto supone una selección, una elección. Después, es qué cosa hace con lo que toma; aquí es donde se consuma el dicho apropiamiento. A lo tomado se lo asimila, se lo hace similar a sí. Los grados del apropiamiento también son muchos y cada ejemplo podría ilustrar una posibilidad. Pero el espacio es inicuo. El segundo movimiento del prismático es el distanciamiento. El receptor comienza a tomar distancia, lo que supone una base de perspectiva crítica, por elemental que sea, y se separa del modelo, en detalles, gradualmente, en un proceso que puede llegar muy lejos: hasta la plena originalidad. Una de las formas del distanciamiento es la del uso. ¿A qué fin destina el receptor determinada formas culturales? ¿Cómo se sirve de ellas? ¿Qué contenidos carga en el molde? Nunca se enfatizará lo suficiente para que los investigadores presten atención a estos deslizamientos, que por nimios que sean son reveladores. Son la clave de la gestación de la cultura hispanoamericana.

Una tercera actitud es la coexistencia de un sistema nativo con un sistema importado. Esta experiencia cultural es relevante en Centroamérica; menos pesante en el Plata.

La coexistencia puede llevar a la interculturación; pero, dado el aporte caudaloso el respaldo político, económico, bélico de España y Portugal, la situación intercultural es muy asimétrica. Esta contaminatio se puede ejemplificar entre nosotros por los contactos entre el sistema literario -mal llamado así- folclórico y el sistema neoclásico académico: la presencia en coplas anónimas de vocablos como «terciopelo» o del quevediano «nadar sabe mi llama el agua fría» y «polvo serán, más polvo enamorado».

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Y, por fin, una actitud infrecuente: la oposición al modelo y al sistema importados y la creación de un sistema propio. Este es el caso que consideraré más adelante.

Se ha dicho que en el siglo XVIII hay dos humanismos en pugna: el humanismo jesuítico, en repliegue gradual, y el humanismo ilustrado, que avanza conquerante. Entre ambos humanismos se producen solapamientos y mixturas. Este terreno de estudio, aplicado a lo literario, está aun muy desconsiderado en Hispanoamérica, más en lo rioplantense. Se habla, a propósito de esta cuestión, de obras mixtas o eclécticas. La consideración de estas formas eclécticas es uno de los puntos más importantes de la investigación. Son zonas de articulación.

En Hispanoamérica y, para nuestro interés más cercano, en este ángulo del mundo, se han dado dos fenómenos asociados en el campo de las recepciones culturales. Uno es la discronía. No hemos podido seguir sincrónicamente las oscilaciones de los movimientos europeos en artes y letras. El desplazamiento del Viejo al Nuevo Mundo insume tiempo, y la aclimatación de una novedad tarda lo suyo. Esto me recuerda las procesiones de mi pueblo provinciano, en mi infancia. Adelante han comenzado a cantar «¡Oh, María, madre mía!» y atrás aun continúan cantando «Cristianos, venid...». Cuando la oleada del canto llega al final, ya adelante están entonando un canto nuevo. El tiempo de la transmudación, del Viejo al Nuevo, se ha ido acortando. Hoy, una novedad literaria europea es traducida, en dos años, en Hispanoamérica y, si es en español, en un año salta el Atlántico. Pero en el siglo XVIII la discronía era imperante.

El otro fenómeno es el de la concronía: la coexistencia de varios tiempos históricos en un momento cultural dado. Esto se advierte, en los siglos XVI y XVII, con la coexistencia de géneros medievales -la crónica, las coplas de pie quebrado- con los géneros renacentistas, el poema épico, la comedia española. Esta coexistencia o concronía ha generado hibrideces que son muy nuestras. En ellas aparecen rasgos peculiares y despuntamientos nuevos que se pueden considerar como asomos de notas identitarias en nuestra cultura hispanoamericana rioplatense. Por ejemplo, Martín del Barco Centenera, el autor del único poema épico producido por esta región del mundo en los dos primeros siglos; Argentina y conquista del Río de la Plata, en su texto revela convivencias medievales con aspectos renacentistas y con voluntad de distanciamiento y diferenciación. En tanto el español Ercilla en La Araucana habla de «ruiseñores» y «pinos», el chileno Pedro de Oña, en Arauco domado hablará de «cóndores» y «colihues». Y nuestro Centenera, natural de Logroño, pero aquerenciado platense, mencionará la flora y la fauna con sus nombres indígenas subrayados: caycobé, micuré, yurumí, eyra, curiyú y demás. En todos lo poemas épicos italianos y españoles, y aún en los mexicanos que los imitan, hay un caudillo, un héroe. En La Argentina de Centenera, no. Es el conjunto de hombres el que protagoniza los hechos. Otra diferencia. Se me dirá que son detalles. Pero recuerdo que de pedacitos sueltos bien urdidos hacen mantas los santiagueños.

Obviamente es un proceso de diferenciación gradual, por pasos de apropiamiento y distanciamiento, que responden a la segunda actitud señalada en la aculturación.   —45→   Natura non facit saltus, lo dice Leibniz en sus Apotegmas, Linneo, y el pueblo medieval lo decía. La literatura no hace saltos tampoco. Siempre hay puentes, hay articulaciones. Hay que rastrearlas, definirlas y estudiarlas.

Paul Valéry observaba que las articulaciones -los codos, las rodillas- son lo más feo y antiestético del cuerpo humano, pero ellas permiten la armonía del movimiento, la gracia de la danza. Es al estudio de las articulaciones a lo que debemos dedicarnos. Debemos practicar la artrología cultural, y que nos perdone el doctor Fernando Mañé Garzón.

En mi caso, he prestado atención a estas zonas de contacto que son claves en nuestro proceso cultural. «De la contaminación nace la vida» decía Pasteur, y estas son formas vitalizantes de contaminatio.

Hay dos momentos articulados durante el Iluminismo rioplatense. El tránsito del paradigma Barroco al paradigma Iluminista, con todos los solapamientos y mixturas de las que he hablado, y los grados de diferenciación que va estableciendo la cultura rioplatense respecto del modelo neoclásico europeo: qué toma, qué deja, cómo lo toma, para qué lo toma, quién toma, cuándo toma. Claro que el mismo tránsito se da en Europa y, al observarse las zonas de empalmes, han nacido nuevas designaciones para momentos literarios, como el manierismo y el rococó, antes observados en otras artes. Pero nuestra peculiar condición americana no vivirá de igual manera dicho tránsito. La concronía y la discronía, que nos son propias, aportarán lo suyo. Habrá trasplantes, injertos y cultivos culturales.

El estudio de estas zonas en nuestra cultura es muy promisorio. Alejandro Korn decía que nosotros vivimos en situación pirandelliana, con alusión al problema de la identidad. Recuérdese Seis personajes en busca de autor y Uno, cien y cien mil. Estamos en la búsqueda de nuestra identidad, como antes señalara Pedro Henríquez Ureña con la búsqueda de nuestra expresión, que van juntas y supuestas. Este es el camino elegido por estas jornadas.

Veamos ahora cómo se proyecta el humanismo ilustrado en el campo literario, por ejemplo, en los géneros dominantes. El teatro, a la cabeza, porque en el neoclasicismo tiene una concepción básicamente social, que, cierto, nunca fue ajena a otras formas de teatro previas, pero en este caso se acentúa el efecto docente: Castigat ridendo mores rezaba la leyenda en el pobre dintel de la Ranchería porteña, en 1783. El teatro es oportuno ámbito para la crítica de costumbres (compuesto en el último tercio del siglo XVIII), es el único sainete de ámbito rural -además de estar escrito en lenguaje gauchesco- de toda la literatura Hispanoamericana y el acompañamiento del proceso social, histórico y político. Adviértase que, cada vez que debíamos celebrar algo en el Río de la Plata, recurríamos a tragedias europeas -francesas o italianas, aquí traducidas- al no disponer de obras propias en los primeros tiempos de la Patria. La victoria de San Martín en la chilena Chacabuco fue festejada en Buenos Aires con la reposición de La victoria de Maratón. A falta de lengua propia, la ajena. Era una suerte de ventriloquia practicada hasta que tuvimos nuestras propias obras. Voltaire y sus tragedias tiranicidas fueron recurso sólito   —46→   usado contra el rey de España en el Plata. Aporte originalísimo nuestro: El amor de la estanciera.

Un segundo género importante es el narrativo. Todo el mundo, nuestros propios colegas, comentan que la novela comenzó en el Plata con la «nouvelle» Soledad de Bartolomé Mitre, en la década del Cuarenta, o con Amalia de José Mármol, poco después. En realidad, nuestra novela se inicia neoclásica, entre fines del XVIII y las dos primeras décadas del XIX. Dos novelas desconocidas lo ratifican. Ambas son del mismo autor, el sacerdote Juan Justo Rodríguez (1751-1832). Una está publicada y la otra permanece inédita. La editada se llama, «muy siglo XVIII»: Clementina o el triunfo de la mujer sobre la incredulidad y la filosofía del siglo (1822). Es una novela pedagógica que enseña la virtud a través de la razón, y da a esta excelencia humana un papel preponderante. El padre Rodríguez es un hombre de sólidas convicciones cristianas. Podemos considerarlo, por escritos suyos, un anti-ilustrado; considera que los ilustrados son todos libertinos y encarna la especie en Voltaire. Pero muchos de los apuntamientos y actitudes en su novela contradicen su concepción de base.

La segunda novela está inédita. He leído dos versiones de ella, dispuestos los manuscritos en ambos casos, en cuatro tomitos. El nombre es curioso: Alejandro Mencikow, príncipe-ministro del Estado Ruso, sabio en la desgracia y ayo de sus hijos. En efecto, la acción transcurre en Rusia de los zares. Alejandro, después de detentar altos honores y niveles gubernamentales, cae en desgracia y padece el exilio y la miseria. Como una especie de Robinson, comienza a cultivar la tierra, las artes, la industria, hasta fundar una pequeña colectividad. Igualmente, esta novela del prelado cordobés es de definida intención didascálica. Confía en que todo puede enseñarse y todos pueden aprender. Hay un marcado humanitarismo en la novela, despuntes fisiocráticos en las prédicas del laboreo de la tierra y la confianza en las semillas. La felicidad es la meta de la vida; una felicidad entendida como logros concretos, y no como esperanza futura o de planteos metafísicos. Y, dulcis in fundo, es lector de Fray Benito Jerónimo Feijoo. El profesor Chiaramonte ha insistido en distinguir que Feijoo no fue un filósofo, ni es autor de sistema alguno, pero habituó a ejercitar la capacidad crítica y a practicar cierto inconformismo en todos los campos.

Este es el aporte de la novela neoclásica desconocida para nuestra historiografía literaria. Rodríguez es hombre «anfibio», se mueve en dos mundos culturales, articulándolos en el discurso.

Un tercer género interesante a la voluntad iluminista es la fábula, forma educativa por excelencia, con moraleja didáctica y aplicable a experiencias humanas. Uno de los primeros cultivadores del género, en las páginas de El Telégrafo Mercantil fue Domingo de Azcuénaga. Otros fabulistas del período fueron Felipe Senillosa, el destacado Gabriel Alejandro Real de Azúa y otros autores, rescatados en El Parnaso Oriental, como Carlos G. Villademoros y, hagámosle sitio a las damas, la madre fundadora de la fábula rioplatense: doña Petrona Rosende de Sierra.

La oda, especie lírica de antigua data, adquiere matices propios en el período iluminista, no por cambios formales sino por las asunciones de asunto, de corte   —47→   práctico, progresista, científico, técnico, etc., muy acordes con los intereses del momento. Así, la «Oda al Comercio», que recoge El Telégrafo Mercantil en su número 8. Como ranas después de la lluvia brotan odas a la imprenta, a la vacuna, a las obras hidráulicas de Buenos Aires. Los asuntos son de preferencia iluminista. El primer texto que quiero traer a cuento aquí es una Loa, pieza teatral encomiástica, ódica, compuesta habitualmente en combinación de heptasílabos y endecasílabos. La primera pieza teatral breve compuesta por un argentino, en 1717, el santafesino Antonio Fuentes del Arco. Es una obrita penosamente legible, dado su alambicado estilo propio de la decadencia del barroco. En ella interviene tres Caballeros y la Música dialogando entre sí. Pero atendamos a la intención compositiva: la Loa fue escrita elogiando a Felipe V por haber levantado el impuesto que pesaba sobre la producción de yerba mate, que naturalmente, aquejaba a los comerciantes de la zona. El júbilo nace de un beneficio económico logrado. Esta conducta poética sería impensable en un artista barroco o en un romántico. Es natural durante el iluminismo dieciochesco. Loar la anulación de la sisa a la yerba para nosotros, como motivación, nos resulta impoético. Sería tanto como imaginar a Ricardo Molinari, si viviera, componiendo una oda a la Ley de Convertibilidad Económica.

Estamos en presencia de un texto de tesitura expresiva netamente barroco, pero de clara intencionalidad neoclásica ilustrada. Ahora bien, la Loa se constituye en el primer texto teatral que incluye en su desarrollo una descripción de las Cataratas del Iguazú. Se sabe, en prosa, el primero en hacerlo fue Alvar Núñez Cabeza de Vaca. En verso heroico, Centenera, en un pasaje de su Argentina (1602). Veamos el fragmento en cuestión en la Loa:

Ya se ve la otra falda,
Castillo de esmeralda,
Opuesto a los asaltos de un gran río
Siendo al batirlos con violencia suma
Galas sus perlas, pólvora su espuma.
Una cueva apacible
Ni lóbrega ni horrible,
Ni es cueva, boca sí de este desierto
Que para bostezar el monte ha abierto,
Entra por ella un arroyuelo helado
y vuelve a despedirle atropellado,
confirmando que es boca; pues su nieve
aquí tal vez la escupe, allí la bebe2.

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«El gran río» es el Paraná; «la muralla de esmeralda» desde donde cae genera la catarata; la mención de la cueva es reminiscencia de Góngora, quien en su Polifemo metaforiza a una cueva como «bostezo de la tierra, melancólico vacío».

El texto de la Loa es de mala calidad poética y de un barroco decadente. Pero ella se alza como la primera inclusión del Paraná en la poesía, preludiando la más definida entrada de la oda «Al Paraná» (1801) de Lavardén. Fuentes del Arco, en su texto, articula dos corrientes estéticas y culturales, al tiempo que les da cierto anclaje local, rioplatense.

Un segundo texto que quiero traer a cuento es la mejor producción de Lavardén, no la más significativa, por cierto: la Sátira escrita en 1786. Indirectamente, la motivó Maciel. Todos conocemos el episodio en el que, al ver pasar a un sacerdote con el Viático, el virrey Marqués de Loreto, que iba en su coche, hizo desviar su cortejo y acompañó al religioso, con el pendón real. Maciel, en mala hora para la poesía que él produjo, y en buena hora por la que suscitó en Lavardén, compuso un par de horrorosos sonetos al gesto virreinal. Es posible que procurara con ello limar las ásperas relaciones que mantenían. Pero... de buenas intenciones está empedrado el camino del Infierno, como se verá. Residía en Buenos Aires una pequeña comunidad de peruanos, algunos de los cuales tenían veleidades poéticas. Ante los sonetazos de Maciel, anónimamente, compusieron unas décimas burlándose del Canciller de Estudios. Entonces, Lavardén, que había sido alumno de Maciel, salió en defensa del maestro. (Como se ve estamos en pretéritos tiempos coloniales, donde la gratitud para con el maestro era natural. Esto hoy no se daría). Escribe una Sátira en que golpea dura e ingeniosamente a los poetas peruanos. No hay espacio para comentar prolijamente, como lo merece, el texto sin desperdicios. Lo haré en otro sitio. Lo primero que les señala es que «no es la del soneto poca empresa» frente a las fáciles décimas populares que los de Lima habían compuesto. Les descalifica la forma poética que usan. Y comienza la arreciada descalificación: los discrimina racialmente, por el color, como descendientes de indios, o de indio y negra, pues los llama: «mulatillos palangana», «vulgo vil de color bruno», «viracochas», «cholos», etc. En esta línea llega a la más elaborada condena cuando les castiga «la mestiza dicción», porque usan un cholinismo: «donde un enfermo»: «porque donde un enfermo es cholinismo». Alude a su condición de hijos naturales, a la banalización que hacen de la palabra poética, y así parecidamente. Es el texto más vivaz de la época. La Sátira está escrita con un fuerte sentido de pertenencia al sector porteño que es enfrentado a «lo peruano». Todo el poema gira sobre dos ejes contrapuestos: Buenos Aires / Lima, porteños / peruleros o peruanos, acá / allá, nosotros / ellos, Río de la Plata / Perú. Un sostenido sentido chauvinista le hace hablar de «patria», en varios sitios del poema, con el alcance que el vocablo tenía entonces. En síntesis, la Sátira de Lavardén se desplaza de las usuales del género al ceñirse a un contexto local muy concreto y cargarse de sentimientos y respondiendo a actitudes infrecuentes en el género: la discriminación racial, el sentido de pertenencia, lo faccioso. En un nuevo anclaje en el contexto real rioplatense. Estamos muy lejos de «el mayo de las flores». Es curioso que, en medio de la prédica humanitaria y universalizante de la modernidad del XVIII, se radiquen estas actitudes tan marcadas y personalizadas. Unas son las teorías y otras las realidades. Casos como   —49→   éste advierten sobre las falsas generalizaciones en estos momentos ilustrados. La ideología de la ilustración ha perdido una batalla en la orilla de esta Sátira.

Abundaré algo más en la obra de Lavardén, que es el intelectual rioplatense que en su hora adelantó no teorizaciones sino ejercicios concretos de conciencia regional, argentina, local. Su Siripo es una tragedia de estructura neoclásica, que respondería, en apariencia, a las Poéticas al uso de Luzán, Hermosilla y compañía. La pieza se representó el año del inicio de la Revolución Francesa, 1789, en la Ranchería. Por el único acto, el segundo, que ha sobrevivido, sabemos que las ideas que expone dramáticamente están alimentadas a los pechos de la Madre Ilustración: se apela a la razón frente a la naturaleza; habla de la «sociable cultura» que conduce a la creciente humanización; habla de la libertad y sus derechos frente a la Tiranía y así en los bien escandidos endecasílabos del romance heroico. Pero contrastando con la estructura formal neoclásica y la ideología ilustrada, Siripo se distancia de lo normado. Primero, es la única obra teatral del XVIII que tiene por ámbito escénico la realidad del monte, no la ciudad: es «incivil» su escenografía. En segundo lugar, toma un asunto local, tomado de una crónica de la conquista de la tierra rioplatense. Lejos de Lavardén los mitos de Roma, de Grecia y los ciclos antiguos que todavía cultivaría en «La Atenas del Plata» Juan Cruz Varela en la corte rivadaviana, hacia 1823.

Es un anticipo notabilísimo. No sabemos de dónde tomó la materia de la leyenda de Lucía Miranda. Si del mismo capítulo 7 de La Argentina historial de Ruy Díaz de Guzmán, a través de las muchas copias del libro; o de alguna de las versiones de las concatenadas historias de los jesuitas, de preferencia la fiel de Lozano y la prerromántica de Guevara. Pero es destacable que Lavardén, en medio de los planteos de la globalización moderna del siglo XVIII, olió lo propio, lo natural, que radicaba en una leyenda regional que de inmediato creó tradición escrita, y que ya en el mismo siglo XVIII había alcanzado la expresión italiana en Lucía Miranda (1784) de Manuel Lasala, anterior en dos al Siripo, o la versión en lengua teatral inglesa de Thomas Moore en Mangore, king of the Timbues (1721). La leyenda trasmigraría hasta nuestros días con varios hitos en el XIX. Siripo suma su eslabón a la cadena. Reafirma una tradición local.

Y, para concluir con los aportes localistas, andadores, de Lavardén, articulador consciente de realidades europeas y regionales, cabe mencionar su oda «Al Paraná», aparecida en el n.º 1 del Telégrafo Mercantil, (1801)3. El discurso previo a la oda define el programa ilustrado de Cabello y Mesa y los proyectos de la potencial Sociedad Patriótica, Literaria y Económica, de los Amigos del País, que no llegó a formalizarse. La oda encarna parte de ese programa. Está diciendo con su «valor de posición», dirían los estructuralistas: «Así se hace para concretar las propuestas». La oda ilustra el programa.

Reparemos algunos distanciamientos y apropiaciones que la oda propone. Primero,   —50→   una oda neoclásica, según el modelo y normas de la preceptiva de la hora, se compone en silvas, en estancias, o en liras, pero nunca en romance endecasílabo o heroico, como lo hace Lavardén. Se aparta de los modelos que para las odas, los dos tercios de los poetas de la Independencia, respetarían a machamartillo. Segundo, el poema «Al Paraná» -no se llama «Oda al Paraná»- se aplica a cantar un motivo local. Como el texto es muy conocido de todos, solo aludiré a sus elementos. El poema arranca con el desarrollo de la imagen mítica del río argentino, según la modalidad de herencia renacentista, retomada por el neoclasicismo: incorpora muy pocos elementos barrocos y pone el poema «al servicio» de una intención económica, según el uso ilustrado. Pero, más allá de herencias míticas grecorromanas, el poeta sigue atento a lo propio. Incluye el indigenismo camalote, así, en bastardilla para destacarlo en el texto y, además, lo anota: «El camalote es un conocido yerbazo que se cría en los remansos del Paraná».

¡Qué obvio y ocioso lo de Lavardén, anotar para los rioplatenses qué cosa es un camalote! No, lo obvio es que está apuntando a lectores locales y no locales, de esfera hispanoamericana y hasta española, que podrían ignorar el sentido del vocablo. Este detalle revela en qué blanco tiene puesto el ojo el poeta. Esteban Echeverría imitará el procedimiento, a la hora de componer en 1837 La Cautiva, y anotar rancho y chajá. La perspectiva de Lavardén es precursora de la de Echeverría: desde el Plata al mundo; ¿por qué no, a la Humanidad? No creo que lo que sostengo sea una hipertrofia interpretativa; lo estimo como una lectura de signos de apertura. A todo lo dicho, se le suma las menciones del río Uruguay, del sur patagánico.

Por otra parte, el poeta refleja la fonética local: «Ves áhi, que tan magnífico ornamento / transformará en un templo tu palacio; / ves áhi para las ninfas argentinas...» (vv., 95-97). Entonces se decía: áhi, máiz y páis, como todavía escuchaba Victoria Ocampo en su niñez. Es de atender al hecho de que el texto poético de Lavardén venía en el Telégrafo Mercantil con notas del propio autor. Muchas ediciones las suprimen por ser poco poéticas. Es que no lo son; pero son parte de la concepción ilustrada de una obra artística: darle una posible proyección de utilidad. Las notas y el poema son un todo, articulado en dos niveles. Pero, antes de estimarlas brevemente permítaseme recordar cuál fue la motivación de «Al Paraná»: hacía cinco años que el río no producía inundaciones de las riberas con sus aguas, lo que venía afectando seriamente el rendimiento, de las tierras para la agricultura, porque no las fertilizaba con toda su resaca. El poema nace al servicio de una intencionalidad económica. Es una rogativa que en lugar de operar «a lo cristiano», como las procesiones pueblerinas para rogar lluvias aquí, «a lo pagano», invoca las formas grecolatinas del mito e implora a los dioses antiguos, según el uso poético del XVIII. Vale tanto como cuando los iluministas hablan de «filantropía» evitando mentar la «caridad», y el «amor al prójimo». Las notas proponen, en su mayoría, preocupaciones mercantiles, industriales, comerciales, económicas: la industria posible del nácar de las conchas del río, la fabricación de embutidos (nota 1); el aprovechamiento de las perlas de la laguna Apuper (n. 4); la indagación de los terrenos para regadío (n. 10); la explotación forestal (n. 15); el dragado del puerto (n. 16). En fin, al poema hoy podemos leerlo, como leemos los trabajos de los   —51→   colegas, sin atender a las notas. Pero corresponde la lectura integral, un texto con dos niveles, uno en verso y otro en prosa; una poética visión de la realidad argentina y otra, una visión práctica y rentable de la misma realidad argentina. Lavardén tenía doble vista asociada4.

Pasemos ahora a un tercer estadio del siglo iluminista literario en el Plata. Lavardén pertenece a lo que se ha dado en llamar «el iluminismo preindependentista». Ahora nos desplazamos al iluminismo independentista con otro autor Esteban de Luca. Es una nueva propuesta en la relación poesía e intereses económicos, en el siglo de la Ilustración. El texto de De Luca al que me refiero es el excelente poema «Al pueblo de Buenos Aires», publicado en la primera revista del Río de la Plata: La Abeja Argentina. Una vez más, en el número inicial, como «Al Paraná» de Lavardén, en el número inicial de avanzada5.

Esteban de Luca no ha sido objeto de atención por parte de los estudiosos ni La Abeja Argentina tampoco. De Luca es un poeta de ideas fisiocráticas netas. En principio se enfila en la tradición del georgismo poético que arranca de Virgilio y pasa a Hispanoamérica con buenos cultivadores, como Rafael Landívar en su memorable poema latino «De rusticatio mexicana», donde campea el humanismo jesuita y anticipa nuevos tiempos y temas. Incita, una vez más en la historia de Occidente, a que la gente no abandone los campos; se siente en ellos y los cultive y serán beneficiados:


La benéfica Ceres, siempre atenta
del labrador honrado a las fatigas,
de doradas espigas
Los campos cubrirá, que veis ahora
Del espinoso cardo solo llenos.
En días envidiables y serenos
la sazonada mies las esperanzas
a colmar bastará de nuevas gentes,
que antes de muchos soles,
robustas, inocentes
darán pasmo a la tierra:
en libertad ilustres fundadores
vais a ser de mil pueblos venturosos,
mucho más numerosos,
que los astros brillantes,
de que se ve sembrada
la esfera de los cielos dilata.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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Esos feraces llanos,
Que el cielo os concedió, serán cubiertos
después por vuestras manos
de mil bosques sombríos silenciosos.
...¡Qué envidiable y tranquilo
será vuestro vivir!
...Los frutos abundantes,
que os brindarán terrenos dilatados
serán luego cambiados
por la industria de pueblos comerciantes.
El honrado alemán, el culto galo,
el britano, señor hoy de los mares,
mayor actividad y movimiento
darán a sus telares,
de que pende el sustento
de la Europa afligida
tras la guerra espantosa.
...Dejad para el avaro mercadante
el afrontar las ondas enemigas,
y en mis riberas demandar los frutos
que alcancen vuestras útiles fatigas.


Baste esta extensa muestra del largo poema para dar idea de la posición del poeta. En la misma revista, De Luca publica un trabajo económico titulado «Reflexiones económicas» (La Abeja Argentina, n.º 14, 15 de junio de 1823, pp. 160-165). El ensayo hace pendant con el poema y se exhibe como su sustento ideológico. Bastaría cita sólo un pasaje para darles a ustedes una idea de su contenido:

La provincia de Buenos Aires, que posee campos fértiles y dilatados, no puede aspirar al grado de prosperidad y civilización a que han llegado otras naciones, mientras no emplee en la agricultura una gran suma de capitales. Ya no se duda de que el mejor destino que puede darse a éstos es aquel que fomenta la industria rural, porque él, como dice Say, excita la virtud productiva de las tierras y del trabajo nacional. ( ... ) Aunque los capitales empleados en el comercio les hubieran dado un interés más crecido, no por eso se habría aumentado la riqueza territorial.

Acaso algunos dirán que la agricultura debe, con el tiempo, extenderse y perfeccionarse en todo el territorio de la provincia, con tal de que no pongamos trabas a la industria, que ha dado a otros países población y cultura. Esto, a nuestro parecer, solo quiere decir, que renunciando a los grandes medios de que podríamos valernos en virtud de las luces del siglo, lo esperemos todo de la progresión lenta con que los pueblos han subido desde el estado pastor al alto grado de   —53→   civilización en que hoy se encuentran. Cualquiera que observe nuestros inmensos desiertos convendrá en que ha de pasar un largo período de tiempo, antes de verlos poblados, cual conviene, si no aceleramos la marcha de la naturaleza por medio de colonias extranjeras, allanando las dificultades que retardan una medida tan útil y necesaria en nuestro concepto que la consideramos entre las principales que debe tomar el país. Ella debe traernos una población industriosa que sirva a dar aliento a nuestra abatida agricultura.


(pp. 162-163).                


Insisto, no se ha reparado en el pensamiento de De Luca. La oda «Al pueblo de Buenos Aires», tan bien acordada con el ensayo económico del mismo autor, resulta la primera oda a los ganados y las mieses escrita en el país. Se anticipa a las dos odas de Bello que son consideradas como «Declaración de libertad intelectual»: «A la agricultura de la zona tórrida» y «A la Poesía», en algunos años. Leopoldo Lugones, celebrando el Centenario de 1810, compondrá entre sus Odas seculares, «A los ganados y las mieses», que son un nuevo eslabón del georgismo hispanoamericano, religándose con el poema de De Luca.

Cabe señalar, además, que la primera descripción en verso de la Pampa argentina está en este poema de 1822:


Una fértil, vastísima llanura
allá destina el cielo
a vuestro bien y sin igual ventura.
Como en los anchos mares,
se espaciará por ella vuestra vista
y a vuestros patrios lares
un inmenso horizonte
abarcarán hasta el lejano punto
en que se eleva el escarpado monte.


El texto anticipa la descripción de Echeverría en La Cautiva, de 1837. Se sabe, la Pampa fue descripta en prosa, no por viajeros ingleses, como suele insistirse, sino por un jesuita italiano en 1729, por vez primera. El padre Gervasoni, en su carta noticiosa de su viaje hacia Córdoba, desde Buenos Aires: «navegábamos en medio de una pradera verde donde de la vista no podía fijarse. Íbamos en unas carretas como navíos». Es una precursión de Echeverría, cuando en el canto I dice que «la vista en su vivo anhelo (no halla) / do fijar su fugaz vuelo / como en pájaro en la mar». Igualmente anticipa otras líneas que escapan a nuestra consideración actual.

En síntesis, nuestro humanismo jesuítico no alcanzó el nivel de aporte en el Plata como lo hizo en Centroamérica. No se concibió en estas tierras ningún poema como «De rusticatio mexicana» del jesuita guatemalteco Landívar, en el siglo XVIII. El poema del padre Peramás, «De Primo Orbe Novo» desarrolla el desembarco del cristianismo en el Nuevo Mundo y sus vicisitudes, pero no aborda ni la flora ni la fauna, ni las costumbres o historia moral, como decían los cronistas.

  —54→  

He señalado pasos en un proceso de articulación del campo poético y el campo económico, a lo largo del siglo iluminista. Primero, la Loa que, siendo declaradamente barroca, asume un asunto mercantil como el elogio del impuesto a la yerba paraguaya, Luego, la articulación de dos niveles en el mismo texto, en un poema ya de entonación neoclásica, en «Al Paraná» de Lavardén, poesía y notas juntas en la edición. Y un tercer momento, con Esteban de Luca, que escinde nítidamente la función poética de la función económica, y pública, separadamente, un poema de ideas fisiocráticas y de notable nivel estético, por un lado, y un ensayo sobre la necesidad de extender la agricultura en la provincia de Buenos Aires, por otro. El mismo Echeverría, en la «Advertencia» a La Cautiva, poema en el que la poesía es el objetivo central junto a la presentación de nuestra realidad geográfica peculiar, afirma: «El Desierto -esto es, la Pampa- es nuestro más pingüe patrimonio» y da a esta expresión un doble filo: estético, como lo está probando con su poema, y económico, como lo predicara en sus lecturas en el Salón de Marcos Sastre.




ArribaAbajoEl caso de Maciel

Veamos ahora el caso de Maciel, un intelectual que pertenece plenamente al período de la Ilustración, que no es un ilustrado modelo, sino «eclético», lo califica Chiaramonte, con las advertencias que para el uso de tal adjetivo siempre plantea este estudioso. No voy a hablarles de Maciel a especialistas en el período que nos ocupa, sería como llevar naranjas al Paraguay. Me ceñiré a un aspecto de la producción intelectual de don Juan Baltasar, la poética. Escribió una veintena de poemas, entre los cuales figuran aquellos dos «soneto garrafales» que levantaron polvareda y que, finalmente, tuvieron efecto contrario pues lo indispusieron con el Virrey, quien lo hostigó hasta lograr lanzarlo al exilio. Murió aquí, en Montevideo. Todos sus poemas están comprendidos en el sistema literario neoclásico. Excepto uno, que es el que me ocupará.

Hubo tres momentos militares que dieron lugar a sendas eclosiones poéticas en el Plata: la reconquista de la Colonia del Sacramento en 1777 por don Pedro de Cevallos, las Invasiones Inglesas, en 1806 y 1807, y las guerras de la Independencia. Maciel acudió como otros poetas de la hora, a su compromiso poético de loar el triunfo de Cevallos. Compuso lo que, casi, podríamos llamar un pequeño cancionero sobre el asunto de la Colonia rescatada. Hay en él cuatro sonetos, redondillas, seguidillas, romances endecasílabos, octavas reales, liras, romancillos, romances esdrújulos, endechas endecasílabas, décimas, laberinto endecasílabo, una glosa y un solo poema compuesto en el tradicional metro popular del romance: «Canta un guaso en estilo campestre los triunfos del Excmo. señor don Pedro Cevallos». La presencia de este «patito feo» entre la pollada neoclásica llama la atención. Y se alzará con todo el mérito, como se verá. ¿Por qué un poema escrito a la manera del habla del hombre rural, del campesino, o gaucho, en medio de las remontadas dicciones neoclásicas? Maciel ha entendido que el triunfo es de una trascendencia tan notable, por su valor geopolítico -aunque la palabra no existiera-, que estima que todas las voces deben celebrarlo, sin exclusiones clasistas ni culturales. Entonces,   —55→   habiendo cumplido con todos los registros del sistema neoclásico académico, se aplica a componer un poema en otro tono, modalidad y fraseo, y escribe «Canta un guaso», porque esa voz representa los gauchos que también supieron pelear en la reconquista. En lo mismo, respecto de las guerras de la Independencia, insistirá Hidalgo en sus Diálogos.

Para mayor contraste con el poema «Canta un guaso», es oportuno traer a cuento un soneto, propio del sistema neoclásico, sobre el mismo motivo poético: la celebración del campeón de la Colonia:




Arriba Se consuela a los portugueses vencidos por el Excmo. D. Pedro Cevallos


Cuando el invicto Eneas vio rendido
al joven Lauso, que a sus pies postrado,
sintiendo de su suerte el fatal hado
maldice el polvo que mordió rendido;

«No te aflijas, le dijo condolido,  5
por ser despojo de mi brazo airado.
que el mayor timbre de tu orgullo osado,
es ser mi espada la que te ha herido».

Tal es, ¡oh generosos lusitanos,
la gloria que revela vuestra caída  10
cuando del gran Cevallos sois trofeos!

Pues mucho gana quien se rinde a manos
de este hijo de Minerva, que la égida
blandió mejor que Ulises y Teseo.



Maciel no se refiere directamente a la realidad de la Colonia. La presenta a través de una imagen bélica arquetípica tomada de una escena de la Eneida. Logra así una asimilación prestigiante de lo vivido en la fortaleza uruguaya, al mostrarla a través del prisma de la épica latina. Cevallos es un nuevo Eneas, hijo de Minerva y superior en la astucia y los muchos recursos a Ulises y Teseo juntos. La hipérbole opera mejorativamente sobre la realidad. A nivel lingüístico, maneja latinismos («invicto») y grecismos («égida»).

Se trata de una trasmutación de la realidad por tratamiento cultural a partir de modelos prestigiosos heredados del mundo grecolatino. En el sustrato del soneto, lo que se reclama es un Virgilio rioplatense para cantar dignamente las hazañas del «nuevo Eneas», a quien, en otros poemas de Maciel, las hermanas de Apolo lo celebran en coro.

Todo es parte del mundo propio del sistema neoclásico literario. Cevallos es un héroe «neoclásico», porque en lo contemporáneo imita a los clásicos héroes de la antigüedad. Esto es importante retenerlo: se trata de un sistema escrito, por litterae, que perdura por las letras. Pues, junto a estos productos del sistema académico, se asoma, franciscanamente,   —56→   un solo poema que nada debe ni puede insertarse en aquel sistema. Se trata del dicho «Canta un guaso»:


Aquí me pongo a cantar
abajo de aquestas talas,
del maior guaina del mundo
los triunfos y las gazaña,
del Señor de Cabezón  5
que, por fuerza, es camarada
de los guapos Cabezones
que nada tienen de mandrias.
He de puja, el caballero
y bien vaia toda su alma  10
que a los Portugueses jaques
ha surrado la badana.
Como a obejas los ha arriado
Y repartido en las pampas
donde con guampas y lazo  15
sean de nuestra lechigada.
De balde eran, mis germanos,
Sus cacareos y bravatas,
Si al columbrar a Cevallos
no lo hubo así el come Bacas.  20
O mas aina: come gente,
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Vuestro don Pina Bandeira
Salteador de la otra Banda,
que allá por sus andurriales
y siempre de disparada,  25
huyendo como avestruz
aun se deja atrás la gama...
Ya de Santa Catalina
las batatas y naranjas
no les darán en el pico  30
aunque más griten chicharras.
Su Colonia, raz con raz,
Disque queda con la playa,
y en ella ¿quando la otra
harán de azulejos casa?  35
Perdone, señor Cevallos,
Mi vena silvestre y guasa,
Que las germanas de Apolo
no habitan en la campaña.



  —57→  

El manuscrito mantenido en la Colección Segurola perdió el v. 22 al ser guillotinado el papel para la encuadernación. Veamos algunos detalles del poemita.

El título delimita una situación de enunciación: el acto de cantar frente a un auditorio. Se simula que este texto se escucha, no se lo lee. Estamos frente a una voz no frente a letras, en la convención. El poema nos instala, entonces, en el campo de la oralidad, no en el de la literatura o lecturidad. El texto es expresión de una cultura oral folk (simula serlo, claro), confrontada con la cultura letrada de los sonetos y el resto de la veintena de composiciones «escritas». La voz no narra, canta. De modo que se supone una guitarra de apoyo, con su bordoneo de acompañamiento. Esa voz celebra y festeja, con tono exultante. Nosotros, lectores, nos convertimos en auditores virtuales, receptores auditivos. La vía de transmisión es de boca a oreja. No hay lectorado, hay auditorio. Contrasta con aquello repetido de «Discreto lector...», de tantas piezas literarias.

La voz es la de un campesino, un gaucho o guaso, por otros nombres, como los de gauderio, camilucho, mozo amargo, que también recibió el habitante de la campaña. La fonética, escrita, es «guaso», con aspiración de la «h» original: «huaso». Este es el primer rasgo de fonética que registra el poema. La aspiración oral de la «h» en «g», popular, aparece también en las palabras: «gazañas» y «germanos» y «germanas», lo que revela una voluntad del autor de imitar la fonética rural, como en otros aspectos que señalaré más adelante. La voz no es la de un hombre cualquiera, es la de un cantor, figura funcional dentro de la comunidad rural que ha sido descripta por Sarmiento en Facundo (cap. II) y encarnada en el Viejo Chano, en Aniceto el Gallo, en Martín Fierro y tantos cantores facultativos de la ficción gauchesca. El cantor asume la voz del pueblo. Voz anónima, a diferencia de la del sistema literario neoclásico que subraya cada texto con el nombre de autor. Aquí la autoría no cuenta. La expresión «en estilo campestre» define el nivel de lenguaje y la existencia de una poética del cantor popular. Hay un sistema de creación estética por la palabra hablada o cantada.

Se simula, pues, un acto de habla producto de la cultura ágrafa. Así, Maciel, por aplicada contraposición con el sistema neoclásico, va definiendo los elementos de un nuevo sistema que habrá de denominarse gauchesco. Este poemita nace de otro paradigma cultural, de otra concepción del arte y de su funcionalidad, de su naturaleza, etc. El texto consta de 40 versos de un romance, forma popular centenaria y de transmisión tradicional del pueblo español, trasplantado al Plata. El romance no es frecuente en el XVIII, Aquí se afirma más la intención de Maciel al elegir esta forma poética. Su asonancia es a-a, una de las más frecuentes.

El verso inicial es un verso que Maciel toma de la oralidad popular. Verso formulario de apertura de poema. Así, comienza a definirse que se trata de u caso de proyección folclórica, como lo será toda la gauchesca. El verso formulario aparece en cantidad de coplas españolas y sus trasplantes al Río de la Plata.

Veamos casos españoles:

  —58→  

Aquí me pongo a cantar
debajo de este membrillo,
por ver si puedo enlazar
las astas de este novillo.


Aquí me pongo a cantar
a la sombra de la luna
por ver si puedo alcanzar
de las dos hermanas, una.


Aquí me pongo a cantar
sin pedir licencia a nadie...


Aquí me pongo a cantar
con alegría y sin miedo...



Casos rioplatenses, recogidos por Jorge Furt en su Cancionero popular rioplatense. Lírica gauchesca6:


Aquí me pongo a cantar
con la caja y la guitarra,
al ver la cosa tan linda
y la dueña tan bizarra.




Aquí me pongo a cantar
antes de tomar un pan,
atiendan, señores míos,
lo que dice Villagrán.



(TI, p. 431) (TII, p. 244)

Sería ocioso seguir las presencias del verso, consagrado por la apertura del Martín Fierro. Baste con lo señalado de su origen. El poemita propone su propia escenografía: «debajo de aquestas talas», repárese en el arcaísmo «aquestas», propio del conservadurismo del medio rural. «Del mayor guaina del mundo». Coherente con el rescate de la fonética rural, Maciel escribe: «maior», «vaia»; pero «playa», v. 34. El poemita incorpora voluntarios indigenismos: «guaina», «guampas», «pampas», «batatas». «Guaina», «varón» en quichua, produce igualmente la señalada aspiración de la «h» original, «huaina». Al arcaísmo «aquestas» le sumará «aina» y formas de la oralidad como el «disque»7. Un uso de vulgarismos: «mandria» por «cobarde» y «he de puja» que es una forma abreviada y suavizada del espontáneo «hijo de puta». Aquí no está usado como denigración, sino como ponderativo por antífrasis, como cuando uno dice encomiásticamente de algún campeón: «¡Qué bruto, qué animal!».

El poema maneja un nivel lingüístico popular rural, con todas las notas que acumula intencionalmente, con inclusión de versos formularios de la oralidad, con encuadre de situación de enunciación que supone la voz y el auditorio. Pero a todos estos aportes concitados por Maciel, le suma otro: el poema está concebido y la realidad vista desde la óptica de un gaucho. La forma mentis es gauchesca. De allí las comparaciones que incluye y con las que se expresa: «cacareos», v. 18; «como a ovejas los ha arriado / y repartido en las pampas», vv. 13 y 14; «huyendo como avestruz», v. 27; «aunque más   —59→   griten chicharras, v. 32. Imaginario cultural del gaucho y la lengua como vía expresiva de una cultura ágrafa y popular, rural y tradicional están sugeridos y presentes en «Canta un guaso».

El aporte de Maciel es revolucionario y fundacional. Lo primero, porque se planta frente al sistema imperante en lo literario, lo deja de lado y asume otro, existente en la tradición oral. Pero no recoge una pieza de la cultura folk, es decir, parte del folclore literario, sino que hace literatura folclórica, según la nítida distinción que estableciera Augusto Raúl Cortazar. Es el primer letrado que asume la imitación de la voz popular en la literatura argentina para plasmar un poeta compuesto y celebrar una hazaña político militar. Y es fundacional porque, hacia 1777 Maciel se sacó de la manga un nuevo sistema literario: el gauchesco y, con «Canta un guaso», fundó una literatura de notable vitalidad y descendencia. Fue definiendo el nuevo sistema, en parte, en contraposición con el neoclásico. El conjunto de elementos de diversos niveles que aunó en su poemita convierte el texto en el punto de origen real de la poesía gauchesca, imitadora, en parte, de la poesía gaucha o folclórica; solo en parte.

Se trata de un poemita noticioso, como los viejos romances noticiosos de hechos de guerra en la España de origen. El poema polariza lo argentino y lo portugués. El portugués es el enemigo. El rechazo del enemigo lo hace jovialmente con esa suerte de ánimo exultante y corajudo. Hay mención explícita de personajes históricos: Cevallos y Pina Bandeira, conocido contrabandista portugués; y sitios históricos: la isla Santa Catalina y Cabezón del Rey, región de origen de los Cevallos8.

Claro, alguien señalará la presencia de un par de versos ajenos a la cultura ágrafa del gaucho: «que las germanas de Apolo / no habitan en las campañas», vv. 39-40. ¿Se trata de un desliz del autor este rasgo de mitología intrusa? Digamos que hay un principio de apropiación de lo letrado por lo ágrafo al usar la forma fonética «germanas». En segundo lugar revela, en el huaso, un desconocimiento de la cuestión mitológica, dado que las Musas no eran, precisamente «hermanas de Apolo». Al gaucho pudo llegar, como tantas otras huellas o vestigios de lo mitológico a través de la prédica de los oradores en el templo. Tal vez era una expresión folclorizada. Tal vez quiera revelar que el canto popular quiere lucirse con menciones ajenas a su campo cultural. Tal vez, Maciel se   —60→   distrajo y algo se le filtró del otro sistema. Es observable que, hacia el final, el romance denota ciertos tropiezos rítmicos y verbales que no se dieron en lo anterior, de por sí muy fluido. Y, por fin, quiero recordar que más de tres décadas después de «Canta un guaso», en uno de los cielitos atribuidos a Hidalgo se lee:


Cielito de los gallegos,
¡ay! Cielito del dios Baco,
que salgan al campo limpio
y verán lo que es tabaco9.



Y, para mostrar el persistente asomo de la oreja de la cultura letrada en los poemas gauchescos, en «El cielito del Río Colorado», de hacia 1830 y tantos, tropezamos con:


Esta fación encabezan
hombres de gran opinión,
pues son devotos de Baco
a quien dan admiración10.



¿Sabría el cantor quién era el Baco que menciona?

Maciel, un hombre de libros -su biblioteca contenía más de mil quinientos volúmenes-, un hombre de letras sacras y profanas, incorporado a las renovaciones de los estudios universitarios, varón con inquietudes de actualización, de espíritu crítico, de reconocido saber enciclopédico, abierto a aportes de la Ilustración, conocedor del sistema neoclásico literario, el que practicó sin mucha felicidad y más que por facilidad, por disciplina y voluntad, supo sacar de la nada un nuevo sistema literario, el gauchesco, fundando con un poema una riquísima herencia que se irá expandiendo y creciendo como uno de los aportes más señalables del Río de la Plata a las letras hispanoamericanas. Lo notable es que un día de 1777, luego de haber compuesto una veintena de poemas según los reglados cánones de la poética neoclásica, supo ponerlo todo entre paréntesis, dejarlo de lado y graciosa y jubilosamente practicar, con notable coherencia y constelación de recursos acordes, una nueva poética, cifrar todo un sistema en un romance de apenas cuarenta líneas. No sabemos si sólo lo consideró un divertimento, un rasgo de tour de force que demostraría a los porteños su flexible complexión espiritual de un hijo del siglo de las luces, que puede juguetear, imitándola en sus frutos, con la cultura popular, ágrafa, tradicional, incivil y realista, sin contaminarse definitivamente de ella. Pero, al hacerlo, conformó el punto de partida de una forma de poesía con mayor vitalidad que la de sus caros neoclásicos.







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