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Las «Locuras de Europa» de Saavedra Fajardo

Juan Torres Fontes





En general la vida española de la primera mitad del siglo XVII descansaba sobre realidades pasadas que iban lentamente desmoronándose conforme transcurría el siglo con su inexorable avance. Por ello es frecuente hallar un gran número de escritores políticos que desconocían la realidad del problema que les angustiaba y, en cambio, sean escasísimos los que aprecien fielmente las circunstancias reales en que vivían. La tradición se imponía todavía en España y, el vertiginoso avance que en las ideas y en los sistemas experimentaba Europa, no era posible que fuera comprendido por hombres que vivían aferrados a un ideal y a unas formas de vida que resultaban ya anacrónicas ante el giro que los estados europeos habían dado en sus formas políticas, religiosas, sociales y económicas.

El culto, que entonces se tenía en España, al monarca -el rey encarnaba la nación, alférez de Dios le llamaba un poeta- se confundía frecuentemente con el mismo culto religioso; se le acompañaba de ceremonias que pocas diferencias tenían unas del otro y así, la Monarquía, objeto de culto, fervor nacionalista del pueblo, alcanza en este siglo el último grado de la escala que empezara a fomentarse en el siglo décimo para llegar a su más alta expresión con los Carlos y Felipes.

Los reyes españoles de la casa de Austria intentaron seguir y continuar, o creyeron por lo menos mantener, la política de sus antecesores en el trono, los Reyes Católicos, que era la de sostener a España como potencia de primer orden en Europa. Pero Fernando e Isabel supieron lograr que, en tanto las fuerzas españolas se desparramaban por todos los territorios del mundo, ensanchando con el filo de sus espadas y las quillas de sus barcos el mundo conocido, en el interior del país se verificaran nuevas conquistas materiales e ideológicas, ya que los Reyes supieron transformar al Estado y a las instituciones nacionales en unos organismos capaces de mantener, dirigir y organizar el esfuerzo bélico exterior.

La subida al trono de Carlos I viene a ser realzada inmediatamente con su elección de emperador del sacro romano-germánico imperio. D. Carlos tanto por su ascendencia y origen, como por su contacto con Borgoña y España adquirió un espíritu totalmente medieval y a través de él creyó posible la reconstrucción bajo su cetro de la perdida unidad europea, bajo el signo también de la Catolicidad que según su entender era el de la Universalidad. En realidad un estado moderno y ensalzado por los Reyes Católicos se retrotrae a ideas medievales con sus sucesores, perdiendo el adelanto conseguido sobre los demás estados europeos cuya unidad y modernidad era posterior.

El fracaso en la defensa de estas ideas lleva a Carlos V al retiro de Yuste y en adelante sus sucesores en la corona española no aspirarían ya a ceñir el cetro imperial alemán, pero en cambio sí seguirían considerándose -como primogénitos de la casa de Austria-, obligados mantenedores de la defensa de la religión, de la Contrarreforma y campeones de la Cruz en Occidente. Junto a este ideal religioso se encontraba el sentido positivo de mantener territorios y reinos que sus antecesores les habían legado, pero la falta de dotes políticas hizo que se rompiera el equilibrio centrípeto y centrífugo que habían logrado en España los reyes Fernando e Isabel; olvidaron sus deberes peninsulares por sus ideales europeos V, gradualmente, se vieron encadenados al mantenimiento de estas ideas en Europa que representaban la hegemonía de España en Occidente. La marcha de la política europea hizo necesario el sacrificio de los reinos españoles, sacrificio prácticamente estéril en un sentido objetivo y casi inapreciado en las clases altas y en los no castellanos por su lento desarrollo y por ser, además, silenciado por el estruendo de los asuntos europeos y por la capital importancia que tenía para España el mantenimiento de esta política. Y así resultó totalmente inútil porque era imposible que un organismo estatal completamente anticuado pudiera mantener un imperio que se derrumbaba sin ser sentido por la mayoría de sus componentes y sin encontrar la renovación necesaria dentro de él para poder subsistir en la misma forma que hasta entonces había mantenido. Enfrente, fuerzas enemigas, si bien menos numerosas en cambio más unidas, viviendo plenamente su tiempo, con conocimiento exacto de la realidad, satisfaciendo sus necesidades según se presentaban, innovando y resolviendo todos los problemas que se les planteaba con un amplio sentido objetivo, supieron atacar, defenderse y finalmente destruir el imperio español y su hegemonía política y religiosa en Occidente.

El anacrónico imperio español se hundía y los españoles no se enteraban del peligro que sobre ellos se cernía y, sobre todo, desconocían las necesidades que los nuevos tiempos exigían, sin encontrar para ello nuevas soluciones. Al no concebir un mundo extraespañol, al persistir en su hispanocentrismo no pudieron apreciar su peligroso declive y de ahí -como dice Vossler- que al caer España, el pesimismo nacional caiga de golpe en un pesimismo metafísico, cósmico, como sucede en Quevedo, Gracián y Saavedra Fajardo.

De este estado de cosas surge el título, tan sugestivo, de una de las obras de Saavedra Fajardo, Locuras de Europa Saavedra creía que Europa se había vuelto loca porque las naciones luchaban unas contra otras, se destrozaban y renegaban hasta de la sangre que llevaban en sus venas; asolaban los campos europeos y se enfrentaban obstinadamente con lo que la razón debería dictarles: la obediencia a la casa de Austria, cabeza de la Cristiandad. Para Saavedra como para todos los escritores políticos españoles, no existe la posibilidad de comprensión de la permanencia de vida de naciones libres sin sujeción alguna, sino un imperio universal representado por las dos ramas de la casa de Austria, como continuadora del sacro imperio romano-germánico medieval. Reasume en la casa austríaca los dos poderes medievales, temporal y espiritual, Pontificado e Imperio. Por ello no quiere comprender Saavedra Fajardo el que naciones herejes que se alzaron centra la religión romana y que pueblos débiles y sin historia pudieran triunfar frente a la católica, histórica y poderosa casa de Austria. Europa estaba loca y era necesario que recobrara la razón.

En sus Locuras de Europa intenta Saavedra -galeno político- hacer comprender a estos estados enloquecidos cuál era el sendero de la verdad; quiere, tras breves razonamientos, convencerles de que vuelvan al buen camino, porque para el arrepentido siempre habría perdón y posibilidad de volver a medrar junto a la madre austríaca. Los consejos previsores y todavía oportunos a todos estos estados enfermos, son distintas recetas para sanar sus dolencias que extiende, tras un examen cuidadoso de su situación, a Portugal, Cataluña, Inglaterra, Saboya, el Pignerol y en general toda Italia, diagnosticando las enfermedades que padecían, aunque para todas da la misma solución: la vuelta al camino señalado por la Roma Católica y por su poder temporal y representativo en Occidente que era España y el Imperio.

Cabe hacerse una pregunta, ¿creía Saavedra Fajardo en lo que escribía? ¿No podría ser sólo un ensayo literario destinado a rebatir la aparición de unos libelos franceses y con ello llamar la atención de la corte de Madrid de que su embajador no andaba ocioso y que junto a sus dotes diplomáticas se unían las de un buen escritor político que defendía a su patria también con las letras? En la carrera diplomática se anhela mucho el alcanzar méritos que puedan servir para aspirar a lograr una ilimitada confianza estatal basada en las dotes políticas de sus representados. Pero sinceramente Saavedra creía en lo que escribía y, quizá, ofuscado por el esplendor de la corte austríaca, sobreestima, como todos los españoles y europeos de su tiempo, con exceso, el poder de los Felipes; si entra en su razón la idea de que las nuevas nacionalidades pudieran derrocar el gigantesco y multisecular imperio; si ha llegado a comprender la pujanza que los estados nacionales llevan consigo; si, aún más, es capaz de entender cómo un cardenal romano intentaba dividir a Europa en dos antagónicos campos religiosos, con diferenciación y perenne enfrentamiento con tal de ganar la hegemonía de su nación en Europa; si acepta la razón de que Francia, la pérfida Francia, mantiene la guerra tras un objetivo terrestre y existe la posibilidad de que el imperio español pudiera ser derrotado definitivamente, él cree y sigue creyendo, porque es providencialista, que la religión y con ella España acabarían por triunfar, por lo menos espiritualmente y la lucha no habría sido una estéril contienda. Saavedra es sincero y esta sinceridad le hace volver en la mayor parte de sus obras a tiempos pasados. Recordar es hacer historia y la obra de Saavedra Fajardo es un continuo recuerdo. Nunca habla del futuro sino del pasado y alguna que otra vez del presente. Recogiendo una tesis de nuestros historiadores del Medievo pudiéramos decir que parece como si se hubiera perdido el ímpetu castellano y hubiera resurgido el tradicionalismo leonés; aquel estado representativo de la grandeza de los godos, al que los mozárabes querían a toda costa volver, aquel estado visigodo, tan querido como conocido por Saavedra según nos lo expone en su Corona gótica. Se pierde la renovación castellana, el ímpetu y vigoroso empuje del siglo XVI y se entra en el difuso panorama del barroquismo cortesano de los Austrias. El pesimismo metafísico, la predestinación luterana de la inutilidad de luchar contra lo que parecía imposible ha hecho mella en el espíritu de los escritores políticos. Y así León, espíritu tradicionalista, arcaico, disgregador y desmoralizador triunfaba sobre la innovadora Castilla. La Castilla que había dado hasta su último ducado y hombre disponible y yacía moribunda frente a los demás reinos del imperio español que, egoístamente, se apartaron de la lucha y ambiciosos intentaban aprovechar estos anárquicos momentos para apartarse del núcleo unitivo y centralizador y alzarse independientes. Tales son los intentos de Cataluña, Portugal, Nápoles, Sicilia, Aragón y Andalucía. Sucumbe Castilla desangrada y arruinada y su caída se hace duradera hasta que el empuje borbónico posterior le encamina de nuevo por el cauce salvador de su resurgimiento. Al perder sus fuerzas la cabeza directora, su consecuencia es la escasez de hombres políticos o guerreros, diplomáticos o hacendistas en el siglo XVII. A la flaqueza de la cabeza sigue invariablemente la del cuerpo y así se llega al momento fatal en que las tropas españolas son totalmente derrotadas. Hay que reconocerlo sin paliativos que se había llegado a un desgaste general, tal, que ni siquiera existe un español capaz de guiarlas al combate, tiene que ser un francés como Conde, o un portugués como Melo, los que lleven a los tercios españoles a sus primeros, y con ser primeros definitivos, ruidosos reveses.

Triste paralelo se nos presenta entre los personajes creados por Saavedra para desarrollar su tesis de las Locuras de Europa, Mercurio y Luciano, y los que un siglo antes nos presentaban los hermanos Valdés. Paralelo que se extiende también a los monarcas que los gobernaban y que la pintura nos ha conservado fielmente. Mientras Carlos I se nos presenta a orillas del Elba, jinete en un corcel de batalla, armadura brillante y lanza en ristre en espera del oso protestante del Norte al que pronto vencería en Mülberg, su biznieto Felipe IV, un siglo después, se conformaba con la escopeta de caza en sus manos, y su vestidura resulta más apropiada jara las batallas de amor que para acciones bélicas. Caza mayor y caza menor. Imperio y nación. Esplendor y decadencia.

El intento de Saavedra Fajardo de presentar en sus Locuras de Europa todos los problemas europeos de su tiempo, antes de finalizar la guerra de los Treinta Años, está dirigido a procurar enfrentar a todos los estados europeos contra Francia, pues en ella ve con claridad al verdadero enemigo; hacerles ver la realidad de la política francesa, que no sólo intentaba aniquilar a la casa de Austria en sus dos ramas, sino que también aspiraba encubiertamente a la hegemonía de Europa y al predominio sobre los restantes estados occidentales con los que hasta entonces estaba aliada, y de los que en un futuro no muy lejano sería su enemiga, puesto que su propósito era el de desarticular cualquier poder europeo que pudiera ensombrecer su preponderancia. Tal debería de ser el pensamiento de D. Diego Saavedra Fajardo y, aunque no pueda comprender en su total desarrollo el programa político del cardenal Richelieu, lo intuye con sorprendente perspicacia.

En el tratado preliminar de Hamburgo había sido fijado el año 1642 para dar comienzo a las negociaciones de paz; paz deseada por toda la Europa en guerra. Pero como tras las cuestiones puramente formularias se ocultaban las aspiraciones políticas de los diferentes estados participantes en la lucha, tenía que ser la decisión bélica la que diera fin a estas cuestiones y fijara de manera terminante la paz general.

Como en la guerra de los Treinta Años participaban protestantes y católicos, hubieron de celebrarse dos congresos de paz en 1644, uno en Osnabrück para los protestantes, en donde dominaba como potencia vencedora Suecia; y otro para los católicos en Münster donde Francia dirigía o, mejor, imponía, las duras condiciones de la paz. Tomaban parte en estos congresos: Suiza, que logró ver reconocida su independencia del Imperio; Suecia, que ganó grandes porciones territoriales del Sacro Imperio, aunque en calidad de feudataria, si bien en esta forma podía intervenir en las decisiones de las dietas imperiales y desplazar poco a poco la antigua preponderancia de los emperadores; Holanda que, apartándose de las tentadoras ofertas de Francia, pudo ver reconocida su independencia por España y el Imperio; Francia, que obtuvo grandes concesiones territoriales y el reconocimiento de antiguas ocupaciones en el solar imperial a la vez que política, económica y comercialmente se imponía en toda Europa, logrando con ello la hegemonía sobre el Occidente europeo y desplazando definitivamente al caduco y maltrecho Imperio. Las dos ramas de la casa de Austria hacían el papel del enfermo, sufriendo amputaciones en todo su cuerpo; la autoridad del emperador puede decirse que desaparecía al desmembrarse el Imperio en 343 estados y tomaba forma la política francesa de las libertades germánicas. Desde entonces reinaría el particularismo en los estados alemanes, hasta que dos siglos más tarde otro genial estadista, el canciller Bismack, los volvería a reunir para, a su vez, arruinar temporalmente a Francia. Surgen nuevos principados, ducados y electorados; el Sacro Imperio quedaba convertido en un mosaico de diminutos estados sin más unión y principio de solidaridad germana que la Dieta imperial, la cual mediatizada por Francia y Suecia por un derecho de garantía que les permitía intervenir en sus deliberaciones y decisiones, cuando y como quisieran, quedaba convertida en una asamblea deliberante sin poder unitivo alguno. Esta paz conocida con el nombre de paz de Westfalia, firmada en 1648, representa el fin de la preponderancia de la casa de Austria en Europa, su humillación y principio de su decadencia y a la vez el comienzo de la hegemonía francesa en Europa.

Pero Saavedra Fajardo escribe en 1648, cuando aun España alimentaba algunas esperanzas, tan frágiles como las de pensar en una posible desunión de los aliados o en el triunfo de la revolución que había estallado en París dirigida por el Parlamento y en la que participaban nobles y burgueses contra Mazarino, representando el último brote del liberalismo francés que ya no volvería a hacer su aparición hasta la sangrienta Revolución del siglo XVIII. Situación confusa esta guerra de la Fronda que esperanzó por algún tiempo a España y que motivó el que no se entrara en las negociaciones de Westfalia, aunque también no conviene olvidar que allí éramos abandonados ignominiosamente por el emperador austríaco por quien tanto se había luchado y gastado tantas energías. La guerra continuaría con distintas fases, en general una serie de continuos fracasos, que terminaría en la funesta paz de los Pirineos.

Por momentos, pese a la supuesta confianza que tiene Saavedra en una victoria final de España en la larga contienda y en su resurgimiento triunfal con la unión de todos los estados europeos bajo su dirección, el pesimismo metafísico se desliza entre sus líneas. Los estados europeos aliados de Francia, aún previendo el peligro francés, se abandonan a sus intrigas «y aun reconocen las artes y los peligros, y que son burlados y maltratados de los mismos que los han llamado, vienen tan ciegos por sus pasiones internas, que no acaban de conocer que sólo su concordia será el remedio de tantos males». De nuevo la duda se vislumbra pero vuelve a alejar el inconcebible pesimismo de su pensamiento y renueva sus diatribas contra Suecia y Francia: «se duelen los franceses y suecos de las calamidades del Imperio, y son ellos la causa; exclaman que desean la paz, y ellos solos hacen la guerra; se quejan de la dilación de los tratados, y los embarazan con varias artes».

El panorama que nos presenta de Europa el diplomático algezareño es desolador. Se aproximaba el final de las llamadas guerras de religión y España, ya en el denominado período francés, se encontraba en uno de los momentos más desdichados de su historia. Las derrotas se sucedían y el gigantesco imperio mundial, creación de dos grandes monarcas españoles, Fernando el Católico y Carlos I, empezaba a desmembrarse, y lo que es peor, aparecía también la descomposición interior. Sólo quedaba el sentido espiritual de defensa de la Catolicidad en Europa por el cual se habían lanzado a la lucha, y este sentido perduraba pese a las derrotas. Los españoles de la época de Saavedra llegan a una idea tan alta de su deber espiritual de defensa de la Cristiandad, por encima de todos los bienes materiales que pudiera reportarle un giro en su directriz política, que se les podría aplicar la frase divina de «mi reino no es de este mundo». Por ello, en la mayoría de los escritores de esta época, se da la idea de que España es un pueblo predestinado, de que es el pueblo elegido para la salvación espiritual del mundo, aunque de la lucha quede totalmente destruida. Como nación que se creía el pueblo elegido no veía nada más que en su interior pero no la necesidad de mirar hacia fuera, puesto que manteniéndose dentro de la unidad de fe y defendiéndola en el exterior, las derrotas materiales no podían hacer mella en su cuerpo espiritual y la religión no sufriría quebranto. De aquí también la indestructible fe en su destino universal y eterno por su espiritualidad. ¿Qué puede importar perder los bienes terrenos si se salva el alma?

Pero Saavedra se adelanta a su tiempo y abogara por un cambio político que sin menoscabar un ápice el ideal espiritual por el que se luchaba, diera base firme a una reforma que produjera un resurgimiento interior, una reorganización total que permitiera rehacer lo perdido y salvar lo posible de aquella bancarrota. De aquí que a pesar de su pesimismo busque la fórmula salvadora en sus escritos políticos, y así nos encontramos en este breve ensayo político sobre el estado de Europa un despliegue de cualidades sobresalientes, astuto diplomático, sagaz político, erudito historiador, elegante escritor, dialéctico sutil, hábil polemista, ducho jurista, cuidadoso observador y siempre un catolicismo firme a toda ultranza.

En sus Locuras de Europa nos presenta Saavedra Fajardo el estado político de la Europa que se debatía en los últimos estertores de la guerra de los Treinta Años, de los tiempos en que se han abandonado ya, como indica Palacios Atard, los fundamentos de todas clases que informaron la vida medieval y han aparecido otros nuevos, que serán los definidores de la época moderna de Europa.

El aserto orteguiano de que la historia de la decadencia de una nación es la historia de una vasta desintegración, se estaba cumpliendo en España y Saavedra que comprende el problema, intenta proporcionar soluciones y formula para ello diversas formas de arreglo, aunque no tenga muchas esperanzas de que se lograra la amistad de Francia y Holanda con España, y comprenda que a Portugal y a Cataluña no se les podría someter nada más que con las armas. Presenta normas de gobierno inducidas a proporcionar la deseada fórmula salvadora que resultan anacrónicas para los tiempos modernos en que vivía, donde genios políticos como Richelieu y Mazarino habían transformado las artes de la política y en los que su antimaquiavelismo resulta fuera de lugar, porque las concepciones y normas que nos da Saavedra no eran correlativas a la evolución que Europa estaba sufriendo en los años en que verdaderamente se entra en la Edad Moderna, en los años en que el cardenal Richelieu ejercita sus dotes de gobernante feliz desde Francia y en que logra transformar no sólo el mapa, sino también el signo religioso de Occidente.

Para mejor informar y precisar la situación política de Europa que él presenciaba en Münster, Saavedra Fajardo recurre a la forma dialogada de Las locuras de Europa, Dos personajes, Mercurio y Luciano, conversan sobre el estado de Europa y pasan revista a todas las naciones que intervenían más o menos directamente en la guerra de los Treinta Años. Ante ellos desfilan Alemania, Polonia, Dinamarca, Suecia, Saboya, Francia, Inglaterra, Holanda, Portugal y Cataluña, Suiza e Italia.

La visión no puede ser más desconsoladora desde el principio hasta el fin. Todo era anarquía, calamidades, ambiciones e injusticias. «Si tú hubieras visto como yo a Europa, y considerado las causas y efectos de estas calamidades presentes, en unos de ambición y en otros de imprudencia y descuido, conocieras que en ellas los hombres solos, y no los dioses, han sido culpados».

Es una visión de catástrofes y de ruinas, desesperanzados. «Habiendo dado vuelta por Europa, me detuve, librado en la suprema región del aire, para comprenderla toda junta con la vista y con la consideración. En todas sus partes vi a Marte sangriento, batallando unas naciones con otras por el capricho y conveniencias de uno solo, que en ellas atizaba el fuego de la guerra».

Y en esta visión conjunta, análisis político del problema europeo, se empieza por el imperio austríaco. Aquel imperio que habiendo podido aspirar al imperio universal, por culpa suya llega a grado extremo de desintegración. Resuenan las palabras de Saavedra Fajardo como una inquieta añoranza de la Europa que había conocido por sus estudios y había presenciado en sus viajes, y la realidad patente ante sus ojos que le hace melancólicamente retornar a un pacifismo desesperanzador e insospechado. Por otra parte es un propósito brioso de aportar todo su esfuerzo para que España lograra volver a recobrar su perdida grandeza. Y en tercer lugar es una acusación centra los países que rompían la vieja unidad medieval de Europa bajo el signo de la Catolicidad, contra la pujanza de los nuevos estados nacionales que escindían a Europa en dos bandos antagónicos, que secularizaban la vida de Occidente y proporcionaban a la pérfida Francia la hegemonía de Europa.


Alemania

El análisis político que Saavedra Fajardo realiza del estado en que se encontraba Europa al finalizar la guerra de los Treinta Años y que él pudo conocer bien en Münster, donde se encontraba como plenipotenciario español, comienza con el Imperio austríaco. Por un lado considera el grado de descomposición y desintegración a que había llegado una nación que por su extensión y tradición debería ocupar uno de los primeros lugares entre las potencias rectoras de Europa e incluso aspirar al dominio universal. Sobre este grado de desintegración y descomposición va a realizar su análisis, puesto que en él ve la causa de la debilidad, anarquía e impotencia en que se hallaba el Imperio germánico. Todo debido a la equivocada política de los estados y príncipes alemanes, incapaces de comprender el sentido de la lucha que se mantenía en toda Europa. Los príncipes y electores no consiguieron entender las intenciones francesas y engañados por sus falsas promesas y utópicas esperanzas, creyeron en la posibilidad de una ayuda desinteresada de las potencias extranjeras en defensa de sus libertades políticas y religiosas.

Señala después el autor de las Empresas que la anarquía producida en el Imperio por la rebelión interna y la intromisión exterior produjo su decadencia y división. Los que se habían presentado como altruistas defensores de las libertades germánicas «no daban la paz sino leyes al Imperio; no le pacificaban, sino le perturbaban...» y aprovechando la desunión política y la guerra religiosa verificaban una intervención armada dirigida en beneficio propio.

Esta desunión del Imperio es perfectamente interpretada por D. Diego Saavedra Fajardo al poder presenciar en el congreso de Münster y por las noticias que recibía del congreso de Osnarbruck, cómo Francia y Suecia se aprovechaban de la debilidad de las restantes potencias, incluso de los príncipes que habían sido aliados suyos, para conseguir los mejores resultados a sus ambiciosas miras, y cómo la guerra no había dado la solución apetecida a las variadas esperanzas puestas en ella y por las cuales habían laborado y luchado, ocasionando la pérdida de la unidad imperial y con ella su propia perdición, porque la paz que se gestionaba permitía la intromisión de las potencias vencedoras en sus asuntos propios, les coartaba su libertad y sobre todo les coaccionaba con su presencia dentro del Imperio. Y si algunos príncipes lograban alcanzar sus deseos de libertad religiosa y política, formando parte de los innumerables estados en que se dividía el Imperio, la mayoría resultaron perjudicados y aun en el fondo todos, porque se les impedía una posible unión en caso de necesidad, y así divididos serían más fácilmente sojuzgados.

Münster fue una buena y última escuela diplomática de Saavedra Fajardo porque allí pudo apreciar con toda su crudeza el estado catastrófico en que se hallaba Europa y cómo triunfaban la ambición y la fuerza a costa de naciones y príncipes engañados. Cómo nuevas fórmulas ideológicas triunfaban sobre formas medievales. De aquí que la visión que nos presenta de la situación del Imperio germánico sea desconsoladora y sólo señale una leve posibilidad de solucionar aquel estado caótico en que se encontraba el Imperio, y que todavía sería alcanzable si los príncipes alemanes comprendieran su equivocada actitud de rebeldía ante el emperador e intentaran salvar a su patria uniéndose todos contra el enemigo común de la casa de Austria, aquellas potencias extranjeras que discutían dentro del Imperio su reparto y en las que todo era «hipocresía, fingiendo desear el sosiego público los que tratan de turbarle, entreteniendo los tratados para percibir lo usurpado» y sigue insistiendo Saavedra, no piensen los príncipes en que «pudiendo con la unión y la concordia aspirar al dominio universal, se rindan por su división al de sus enemigos».




Polonia

Enjuicia Saavedra Fajardo la situación en que se encontraba Polonia y el peligro que se cernía sobre ella debido a su descuidada actitud respecto a Suecia, con la que aún no tenía firmada la paz después de la guerra sostenida por el dominio de Lituania, y no se prevenía de la amenaza que representaba para su integridad y seguridad exterior por el cerco que gradualmente le iba poniendo. Suecia le bloqueaba ya por Pomerania, Sajonia, Silesia y Transilvania y la supuesta buena amistad y relación que con ella mantenía Polonia no tenía ningún significado, porque el mismo camino había seguido Dinamarca, su antigua aliada, y los suecos aprovecharon una oportunidad que se les presentó para entrar en Dinamarca y lo hicieron sin respetar alianzas ni pactos.

Por otra parte el diplomático murciano apunta sagazmente otra amenaza que pesaba sobre Polonia, también de Suecia. El dominio o por lo menos la libre salida al Báltico era imprescindible para el desarrollo económico de la nación polaca y Suecia apuntaba ya públicamente su propósito de dominar en el Báltico con objeto de unir marítimamente sus intereses económicos y políticos, desde Suecia hasta el Imperio austríaco, adonde había podido ya asentar su poderío. Si para Suecia el dominio en el Báltico resultaba vital e intentaba convertirlo en un lago sueco con el dominio de la orilla opuesta, para Polonia la salida al Báltico era el camino tradicional de la exportación de sus mercancías y productos, lo cual le era imprescindible para mantener la prosperidad de la nación.

La falta de amenaza directa de Suecia a Polonia por entonces, no implicaba su probable aparición frontal, pero la «guerra de Suecia con Polonia empezó por Alemania, después por Dinamarca y acabará en Polonia». Por esta causa indica como mejor solución para evitar tal amenaza el que Polonia se adelantara a los acontecimientos. No esperar la aparición de la amenaza directa en sus fronteras y el que la guerra llegara a ella y sus tierras se convirtieran en campo de batalla. Sus intereses estaban al lado del Imperio y Dinamarca, enemigos de Suecia, y más fácil y menos gravoso le resultaría ayudar con algunas tropas al Imperio, empleándolas en impedir el avance sueco, que no entregarse a un pacifismo imprudente que no le salvaría de la hecatombe.




Dinamarca

Lo ocurrido a Dinamarca le sirve al escritor algezareño para presentarlo como ejemplo a las demás naciones europeas con objeto de que pudieran comprender más fácilmente el peligro que representaba la alianza franco-sueca. La imprudente política de amistad y confianza con Suecia seguida por el rey danés tras su victoriosa dominación y sobre todo después de haber «puesto sobre las cervices de los suecos el yugo del Cont» era temeraria porque las humillaciones sufridas por los suecos no podían ser fácilmente olvidadas y cuando Suecia y Dinamarca luchaban contra el Imperio, la primera preparaba también su venganza, hasta que encontrándose con fuerzas suficientes luchó también contra ella, invadiendo su territorio, y aún temía Saavedra un peligro mayor para la independencia de Dinamarca por la posible unión de ambas coronas o la incorporación de Dinamarca a Suecia, pues de ocurrir esto desaparecería la libertad danesa. Pero aun encuentra nuestro embajador otro mayor, y es del que intenta avisar a la crédula Dinamarca y a la vez objeto directo de su estudio de la situación de la nación danesa, la excesiva confianza puesta por el rey en Francia, aliada de Suecia, y en Holanda, interesada en lograr la exención del paso del Sund, para lograr por mediación de ambas la paz con Suecia.

Aparte de todo esto, señala igualmente Saavedra cómo la propaganda francesa estimulaba oficialmente a holandeses y suecos a hacer la paz con Dinamarca y a emplear sus fuerzas en la empresa de Dunquerque, objetivo particular de Francia, extendiendo con ello la guerra; pero particularmente le convenía a Francia esta extensión del conflicto y continuación de la acción sueca en la península danesa, con objeto de diseminar la actividad bélica sueca, buscando sólo su propio beneficio.




Suecia

Enfrente de lo que ocurría a las naciones mencionadas anteriormente por Saavedra, la posición de Suecia era distinta, pues en vez de ser un país atacado o en peligro, era nación agresora y en unión con Francia el estado que más beneficios había obtenido hasta entonces de la guerra, si bien con una cuantiosa pérdida de sus soldados e incluso la de su rey. Por este motivo al estudiar a Suecia, el erudito embajador varía su relación de los acontecimientos y la exposición de su criterio respecto a la dirección política que debía de seguir Suecia.

Considerando las enormes ventajas espirituales y materiales obtenidas por Suecia en su activísima intervención frente al Imperio, entendía peligrosa la continuación de su empeño, porque ya realmente de seguir no podía proporcionarle nada más que la posibilidad de perder alguna batalla y con ella parte de las ganancias obtenidas hasta entonces. Por otra parte el interés de Francia de que se obligara a una nueva guerra con Dinamarca, buscando la disminución de su potencialidad bélica al ocasionársele la división de su esfuerzo, produciría sólo un beneficio muy cuantioso a Francia, porque sería la única que quedaría con un gran poderlo y la convertiría en la primera potencia europea; y este era claramente el propósito francés al entender de Saavedra Fajardo porque la alianza que Francia había hecho con Suecia «no era para hacella grande, sino para que no lo sea, entrando a la parte de sus trofeos y valiéndose de la división de sus fuerzas para facilitar sus designios en Alemania y en Flandes».

También expone agudamente Saavedra la principal causa que ocasionaba la victoria y progreso sueco al referirse a la poderosa ayuda encontrada en los príncipes alemanes rebeldes al emperador. Pero Suecia debía de pensar que no era difícil que estos incautos rebeldes podían volver a la razón y a la fidelidad a su patria y emperador, con lo que el Imperio podría resurgir victorioso y Suecia perder cuanto había ganado y su suerte desaparecer «con la concordia del Imperio, o con una rota, o con la desunión de los franceses, ligeros e inconfidentes».




Saboya

La ojeada política lanzada por Saavedra a la enferma Europa de mediados de la decimoséptima centuria alcanza hasta Italia, y en especial a Saboya, donde apunta el peligro a que se exponía vendiendo el Pignerol a Francia, pues con ello se conquistaba la enemistad española y perdía la poderosa ventaja de ser arbitro de las coronas española y francesa, al encontrarse interpuesta entre ambas que aspiraban a la dominación de dicho territorio. También indica otro problema italiano planteado por la ocupación de las más importantes plazas fortificadas del Piamonte por los franceses, ante el supuesto peligro que podía representar la vecindad española, agravado aun más con esta imprudente medida.

En el mismo sentido se refiere a los cantones suizos y resto de Italia que confiados esperaban el final de la guerra sin haber llegado a conocer claramente los designios de Francia y el peligro que para todos ellos representaba.




Francia

La culpa de la locura en que había caído Europa la hace recaer Saavedra Fajardo en su magistral estudio, sobre Francia en general. Comprende perfectamente sus planes y su triunfo, y a lo largo de todo su trabajo, conforme iba estudiando todos los problemas que tenía cada estado participante en la lucha, en todos ellos podemos observar como hace resaltar la influencia y astucia francesa moviendo el poderoso juego de peones en el tablero europeo.

Pero llegado su momento también verifica unas breves disquisiciones referentes directamente sobre Francia. Unas para recriminar a la reina Ana de Austria su pernicioso criterio de sostener al frente de los destinos de Francia al cardenal Mazarino, hechura de Richelieu, sintiendo más como madre que como española y sin tener la menor compasión de la ruina que producía al reino en que nació. A las diatribas contra la Reina madre se unen unos cortos elogios del Parlamento de París por su gallarda postura al enfrentarse al consejo real y Mazarino, viendo en la rebelión del Parlamento una posibilidad, como todos los políticos españoles, de recuperar parte de lo perdido, al concebir la esperanza de una división política en Francia que le sirviera a España para rehacerse y reconstruirse interiormente.

Luego, más adelante, en un nostálgico recuerdo de la perdida unidad europea y de la hegemonía española también desaparecida, procura resaltar cómo España no fue nunca enemiga fuerte de Francia, ni aún en la época de mayor preponderancia, pues unidas Alemania y España bajo el cetro de Carlos V nunca pudieron sostenerse dentro de Francia, y en cambio la existencia del Imperio austríaco había servido para defender a Francia y evitarle la serie de problemas que representaban la potencia de los grisones, holandeses, suecos y alemanes, vecinos ahora de Francia al desaparecer el poderío austríaco, que ya no podía representar ningún peligro para Francia.

Otra de sus consideraciones está encaminada a exponer la diversidad de religiones en Francia, permitidas y toleradas necesariamente por su alianza con protestantes e infieles. Después trata sobre la opresión que sufría el pueblo francés con un gobierno despótico y la serie cuantiosa de tributos impuestos, lo cual ocasionaba un mayor beneficio económico y político a la realeza con la consiguiente ruina del pueblo trabajador, que además sentía sobre sí el peso de las constantes guerras y una gravísima despoblación. Todo ello por servir a las nuevas ideas que ningún beneficio espiritual podían representar para Francia y en cambio rompían la unidad espiritual de Europa, que nostálgicamente añora Saavedra.

Conforme avanza su estudio puede apreciarse como desaparece la inquietud primera para dar paso a una estoica y cristiana quietud conformadora de la situación a que se había llegado, exponiéndolo en brillantes párrafos de un acentuado pacifismo. Amargura, conformismo, nostalgia y pacifismo, tales son los cuatro puntos básicos de Saavedra respecto a Francia. Como España, el escritor murciano se encuentra ya cansado y prefiere llegar a una paz honorable, aunque sea a costa de la grandeza del Imperio al que comprende ya acabado, antes que seguir luchando por una causa que certeramente, como buen diplomático, prevé ya totalmente perdida. Reconoce el triunfo del método, de la modernidad, sobre la tradición. Se hace necesario al viejo y tradicional Imperio variar sus normas políticas aunque siguieran impregnadas de la alta espiritualidad de los siglos anteriores, a la cual no renuncia en forma alguna.




Inglaterra

Cuando Saavedra estudia la situación de Inglaterra hace resaltar la división en que se hallaba el reino anglosajón y la discordia que Francia intentaba mantener entre ingleses, irlandeses y escoceses, con objeto de distraer su atención de los asuntos europeos y no encontrar dificultad en su propósito de apoderarse de Dunquerque, plaza que podía hacer peligrar el dominio inglés en el canal de la Mancha, como los mismos franceses reconocían en un escrito: «Que es providencia divina la división y guerra civil de aquel reino, para que no se oponga a la empresa de Dunquerque, celosa de la grandeza de Francia».

Auguraba también el diplomático murciano los hechos que se producirían en el caso de que Carlos I de Inglaterra fuera destronado, puesto que si lo consideraba probable, también creía posible que el régimen republicano que se instaurase no podría durar mucho tiempo en la Gran Bretaña, porque la altivez característica de los ingleses les impediría vivir en sosiego bajo el mandato de los republicanos «y así juzgo que si la violencia quitare la corona al rey -dice por boca de Mercurio-, se verá aquella isla más combatida de las pasiones y competencias internas que las olas del Océano».

Esta visión a priori de lo que iba a ser la Revolución inglesa con la consiguiente ejecución de Carlos I y el protectorado puritano-republicano que Cromwell mantuvo hasta su muerte, pese a los intentos extranjeros de auxiliar a los depuestos Estuardos, es una magnífica muestra de la perspicacia política de Saavedra Fajardo. Vaticinaba las luchas que en el suelo de la Gran Bretaña iban a producirse; los intentos de intervención de las potencias europeas en los asuntos internos anglosajones y el olvido, a que iban a dejar por ello, las plazas fronterizas al Canal que Francia aspiraba a ocupar. Sabemos que, en efecto, los hechos se sucedieron en la forma que prejuzgaba Saavedra y también el que, Inglaterra, por medio de su restaurado Estuardo, el rey Carlos II, años más tarde sería quien vendería la anhelada plaza de Dunquerque a Luis XIV, aliándose con él contra Holanda, el único estado europeo que podía por entonces hacerle sombra en el mar a su potencia marítima, ya en pleno auge esta idea política de hegemonía marítima, máxima aspiración del reino de la Gran Bretaña.

Demostración suficiente de los conocimientos políticos de D. Diego es este corto, pero profundo examen que realiza del panorama social y religioso en que se debatía la política inglesa. Muestra con ello conocer perfectamente no sólo la directriz política de los anglosajones, sino también el fermento social-religioso que empezaba a manifestarse ya a través del Parlamento inglés. Y en el fondo de todo ello, tras esta pincelada de la política británica, se muestra el propósito de Saavedra de completar el cuadro histórico que en sus Locuras de Europa intenta trazar de los propósitos y ambiciones de Francia, al representárnosla como un estado que aprovechaba en todas direcciones cuantas posibilidades se le presentaban en la revuelta Europa para aumentar y trazar definitivamente sus deseadas fronteras en los «límites naturales» que la Geografía y la tradición histórica les señalaba.




Holanda

Con motivo de la publicación de un escrito francés, impreso en Holanda, titulado La necesidad de ocupar Dunquerque y en el que se indicaban diversas causas y motivos por los que las Provincias Unidas debían de desistir de continuar la guerra con Dinamarca y emplear su fuerza marítima en la empresa de Dunquerque, lo que resultaría beneficioso a Francia enfrentada al poderío español, Saavedra Fajardo hace un estudio bastante detenido del problema, y como en la totalidad de su Discurso, sabe el diplomático murciano colocarse en una habilísima posición, presentando les hechos en forma tal que las Provincias Unidas comprendieran que sus intereses les colocarían en tiempos no muy lejanos frente a Francia, que intentaba entonces hacerle tomar parte en la coalición antiespañola. La habilidad de Saavedra estriba en hacer coincidir los intereses de Holanda y España frente a Francia. El aviso del embajador español a Holanda no es sólo interesado, como el resto de su estudio, sino probablemente es uno de los puntos más atinados del diplomático algezareño en sus Locuras de Europa. Hace ver a los holandeses el peligro que representaría para su integridad la vecindad de Francia, país completamente uniformado, ambicioso y con propósitos bien decididos de quebrantar el poder español con objeto de apoderarse de todos los territorios que aun quedaban a España en Flandes, lo cual le convertiría a la larga en enemiga de las Provincias Unidas, pues amenazaría su integridad, ya que era «muy de temer que con la diversión de Holanda ocupen los franceses a Dunquerque, y con él se hagan señores del País Bajo, y que después, porque harán sombra a su Monarquía las Provincias Unidas, las debelaran».

La amenaza de una Francia vecina la hace patente Saavedra a Holanda con diversos razonamientos. Si los holandeses piensan que en la misma forma que se habían defendido de España podrían hacerlo de Francia, se equivocaban, pues si de España les defendió Francia, en cambio frente a Francia no podría ayudarles España. El juego del equilibrio a que tan aficionados eran los holandeses les podía resultar perjudicial, porque «los franceses dieron la mano a las Provincias Unidas para levantarse, y las pondrán el pie para que tropiecen y caigan». Aparte de que la política de buena vecindad que pudiera existir entre Francia y Holanda, desaparecería en el momento en que los franceses estuvieran libres de otros frentes y hubiera desaparecido el peligro que el Imperio y España representaban para su nacionalidad e intentos hegemónicos. El motivo para ello lo encontrarían pronto, porque los franceses eran muy duchos en encontrar o inventar supuestos derechos que invocarían contra Holanda para dar principio a sus reclamaciones, como preludio de una guerra, que sólo comenzaría cuando todas las posibilidades les fueran favorables.

La Historia nos dice que los holandeses reaccionaron ante este peligro de forma tal que parece como si hubieran aceptado por completo este aviso del embajador español y no lo hubieran dejado de lado, puesto que las razones que Saavedra Fajardo expone resultan claras y beneficiosas para las Provincias Unidas en caso de seguirlas. Entre tener como vecina a España en los Países Bajos, con una metrópoli alejada y sin medios de unión directos salvo el mar, donde la escuadra holandesa podría fácilmente impedir cualquier intento de llevar refuerzos a Flandes, a tener a Francia como vecina y enemiga, con su mayor poder, puesto que estaba completamente unificada y dependiendo directamente todas sus fuerzas de manos del rey y sus ministros, junto con la peligrosa cercanía del puerto de Dunquerque en manos francesas, que era por entonces su aspiración, no hay que dudar de cuáles podían ser las decisiones holandesas a este respecto. Indica también Saavedra Fajardo el peligro que pudiera representar para su recién lograda independencia la casa de Nassau, puesto que si la «gloria de haber puesto el príncipe Guillermo de Nassao en libertad las Provincias Unidas fue con la infamia de haber faltado a la fidelidad de vasallo, y que no podrá lavar con servir siempre sus descendientes a los Estados y ser en ellos ciudadanos, sino con haberlos separado de la obediencia de su señor natural para hacerse dueño de ellos cuando la ocasión se le representare a él o a otro de su familia, y ninguna mejor que la presente». El objetivo de Saavedra al atacar a la casa de Nassau está dirigido ante el temor de que alguno de ellos con tal de no perder el estado y grandeza que habían alcanzado, llegara a una inteligencia con Francia si era necesario para mantener la grandeza de su familia, pues «los franceses que sólo al príncipe estiman como a quien tiene el poder absoluto de las armas, y para hacerlo suyo con vínculos de sangre, cooperaron en el casamiento de su hijo con la princesa de Inglaterra, y le tienen obligado con dádivas y promesas de hacerle soberano en la provincia de Güeldres».

La visión y compenetración de Saavedra en el problema holandés resulta perfecta y con una anticipación grande de tiempo y personas, preveía objetivamente los peligros que Holanda podía recibir de la vecindad de Francia. Sus disquisiciones dialogales se cumplieron totalmente. Los holandeses, espíritus prácticos, pensando en la ambición de Francia y en la posibilidad de perder lo que tan rápidamente y a costa de tanta sangre habían logrado por su enérgico esfuerzo, firmaron la paz por separado con España y pocos años más tarde lograrían atraerse y aliarse con Suecia, Inglaterra y España frente al poder invasor y amenazador de Luis XIV que intentaba obtener las consecuencias lógicas de la política de sus antecesores en la dirección de la política francesa, de Richelieu y Mazarino. Las paces de Aquisgrán de 1668, Nimega de 1678 y Ryswick de 1697, jalonan estas luchas en las que Holanda logró hábilmente conservar sus territorios. La decadencia francesa y la afortunada sucesión en el trono inglés del estatuter Guillermo de Orange hizo que se pudiera poner un dique de contención a las ambiciones del rey Sol. Pero la preocupación que para Holanda representaba Francia no desapareció con estos tratados y cuando se les presentó el momento propicio de la guerra de la Sucesión española, lo aprovecharon para lograr la seguridad y estabilidad de sus fronteras, ganando en la paz de Utrech, a costa de España, una barrera de plazas fuertes que les permitiría vivir tranquilos frente a su vecina, la ya decaída Francia, y dirigir sus miras objetivas en otras direcciones con fecundo resultado.

Junto al intento saavedriano de despertar la dormida conciencia holandesa, confiada en una amistad que, si hasta entonces les había sido provechosa, podía ser en un futuro no muy lejano enemiga de su integridad e independencia, con propósito de rompería alianza franco-holandesa y lograr la neutralidad de las Provincias Unidas, favorable por todos los conceptos para España, nos encontramos con una visión política acertadísima del diplomático español que prevé atinadamente los acontecimientos que se iban a desarrollar años después de su muerte. Denotan un claro conocimiento del pensamiento político de Richelieu y su posterior desarrollo. Saavedra Fajardo mira cerca -conoce naciones y políticos- y ve lejos, las consecuencias diversas que de ellos habrían de producirse.




Portugal

El Imperio que España logró formar con la casa de Austria fue tan extenso como efímera su preponderancia, y su crisis se debe a que era un Imperio casi exclusivamente espiritual, ya que las prerrogativas políticas que se concedieron a los diferentes estados integrantes de su Imperio les convirtió en unos estados semi independientes. Formaba su Imperio un estado absoluto, y el conjunto de los estados integrantes de su Imperio, eran una serie de estados que mantenían escasísima relación entre sí. Dentro del Imperio español continuaban existiendo tipos estatales de carácter medieval, francamente retardatarios, con sus Cortes, fueros y privilegios, distintos unos de otros. Los Reyes españoles que habían logrado la unidad nacional por matrimonio y no por conquista, acabaron por aceptar el estado de cosas que encontraron con sus intereses de clases, y por ello el impulso motriz del estado español resultaba contrario al del resto de Europa, a los estados que nos sucedieron en lograr su unidad política, de abajo arriba en vez de arriba abajo. Si en Europa los monarcas iban cercenando el poder de los de abajo, en España, al contrario, los Reyes mantienen el estado de cosas y confirman fueros y privilegios protegiendo instituciones y organizaciones de tipo medieval y retardatario para los tiempos modernos en que vivían y en los que tenían que competir con estados que, empequeñeciendo sus conceptos, forman fuertes núcleos nacionales capaces de expansión por la fuerza que encuentran en su homogeneidad y unidad. Enfrente, en España, se mantiene un concepto grandioso, el sentido ecuménico de expansión, de dominio mundial en defensa de la Catalicidad, pese a la falta de homogeneidad; a la federación de estados que forman su Imperio, en que no se intenta reforzar la unidad entre les diversos estados sino que en determinadas ocasiones lo que se hace es fomentar y hacer fermentar esta federación. Si en el orden teórico es un concepto grandioso y son muchos los escritores españoles que mantienen ideas mesiánicas respecto a España, de creerla un pueblo elegido y predestinado para la salvación del mundo, en el orden práctico este sentido de libertad a los usos y costumbres, a los fueros y privilegios, esa falta de unidad frente a un mundo unido, así como la falta de adaptación a la realidad circundante, le hace llegar a un fracaso ruidoso y total, pero logrando la gran victoria de haber sabido mantener la pervivencia de una idea y haber evitado la contaminación de las consecuencias de las ideas modernas a la mayor parte de su Imperio. El ideal español de ir contra la herejía y la tesis de la monarquía universal católica fallan frente al predominio de naciones independientes que se unen momentáneamente para defender su unidad y creencias. Es el choque de un mundo antiguo con un mundo moderno. El caso concreto se nos presenta con la independencia de Portugal es un principio histórico el de que la unidad por conquista es más duradera que la lograda por federación. La unidad de Castilla y Portugal se realizó por conquista, pero con un antecedente, el de que la conquista se verifica para dar realidad a un derecho reconocido legalmente. Y también con un consiguiente, el de que una vez realizada la conquista se intentó hacer olvidar la forma en que se había logrado, con objeto de presentar el hecho sólo en su aspecto legal de herencia legítima. Las promesas que Felipe II realizó en las Cortes de Thomar para la ejecución de su propósito de hacer olvidar la conquista y presentar sólo la legal unión de ambas coronas por el hecho de su herencia, se tradujeron en unas concesiones, escandalosamente amplias, encaminadas a atraerse al pueblo lusitano y a la familia de Braganza, rivales suyos en las aspiraciones al trono portugués. Precisamente estas concesiones otorgadas en Thomar por Felipe II, fueron estudiadas poco después de la rebelión de Portugal por un historiador afecto y favorecido por la casa de Braganza, Alejandro Brandano, que publicó en 1689 su Historia de la guerra de Portugal. Escribía Brandano que Felipe II prometió a la duquesa Catalina de Braganza proteger su casa, cosa que cumplió «religiosamente», lo cual permitió el engrandecimiento de la casa de Braganza en Portugal con sus sucesores hasta adquirir una influencia decisiva en el porvenir de la nación lusitana. Junto a ello, las concesiones otorgadas al reino portugués en las Cortes de Thomar, en que se rebajó el poder real hasta quedar reducido sólo al nombre y apariencia, ya que los compromisos a que se obligó resultaban perniciosos para el estado español, pues todo eran obligaciones para Castilla y beneficios para Portugal. Finalmente Brandano, que estudia objetivamente los hechos, intenta sacar consecuencias subjetivas de la generosidad de Felipe II, al pensar que el oculto propósito del monarca era el de no cumplir sus promesas, aunque tenga que terminar reconociendo que no faltó en ningún momento a la palabra dada.

Pero si con Felipe II las promesas de Thomar se cumplieron, con sus sucesores no iba a ocurrir lo mismo. Ni Felipe III ni Felipe IV hicieron nada por conservar la soberanía sobre Portugal, empezando por faltar a todo cuanto Felipe II había otorgado en Thomar. Entre ellas cabe señalar los nuevos tributos impuestos y los cargos del gobierno y administración de Portugal concedidos a españoles; torpeza de los gobernantes; indiferencia de la Corte; órdenes vejatorias; influencia separatista portuguesa que no se intentó aminorar; enemiga de los jesuitas debido a la inconsciencia de la Corte y los continuos festejos que en ella se celebraban; desconocimiento de los problemas lusitanos; colocación en lugar secundario del reino portugués; equivocado nombramiento de virreyes; abandono total de las colonias portuguesas en manos de los holandeses; reclutamiento de soldados portugueses para la defensa de los estados integrantes del Imperio español por los que los portugueses no podían sentir el menor interés; la difusión del sebastianismo; los propósitos anunciados del Conde-duque de centralización aunque no se hubiera realizado la menor gestión en este sentido; la salida de las tropas españolas de los presidios portugueses para combatir la rebelión de Cataluña; el nombramiento del duque de Braganza y después del duque de Medina Sidonia para jefes del ejército español en Portugal; las escasas medidas de rigor tomadas en Cataluña con motivo de la rebelión del Principado que dieron claro ejemplo a Portugal y la incitaron a la abierta sublevación, la que ya de una manera no muy oculta se manifestaba en distintos lugares del reino lusitano; el que Felipe IV no visitara en ninguna ocasión la nación portuguesa; el alejamiento de la Corte de Madrid; las influencias de agentes franceses nunca vigilados, etc. En fin, muchos son los motivos que por parte de los historiadores españoles y portugueses se imputan e intentan deducir como causas de la separación de Portugal.

Cabe señalar que junto a todos los expuestos y algunos más no indicados, hay uno esencial y básico que nos explica la motivación de la separación y la escasa duración de la unión de ambas coronas. Lo encontramos aplicando a la separación de Portugal la idea orteguiana de que «en toda auténtica incorporación, la fuerza, la potencia verdaderamente substantiva que impulsa y nutre el proceso es siempre un dogma nacional, un proyecto sugestivo de vida en común». Y aquí nos faltó este proyecto sugestivo de vida en común. Portugal no podía sentir con igual intensidad la idealidad española que se enfrentaba contra Europa, rebelde y herética. Si cuando se realizó la unión de ambas coronas, Portugal no encontró motivos de disgusto frente a la Corte española por la serie imponderable de concesiones que recibió, tampoco encontró motivos para que empezara a perfilarse la fusión a que ambos pueblos parecían estar llamados por su geografía, historia, lengua, raza, religión y cultura. Vivió el estado portugués dentro del Imperio español completamente aislado, recibiendo con agrado a Felipe II que tantas mercedes le había dispensado, pero sin que sintiera ni se le inculcara el espíritu y la idealidad española. Ni Flandes ni Italia podían interesarle y en cambio América, el Índico o África, donde tenían posesiones, eran los lugares donde los españoles no pedían ocuparse entonces. Un proyecto en común como hubiera sido la reanudación de la lucha contra el Islam continuada en África por los portugueses y terminada con el revés de Alcazarquivir y la desaparición del rey D. Sebastián, que los portugueses habían querido vengar y continuar, no podía interesar entonces a España ligada a las luchas que se desarrollaban en toda Europa alrededor de su ideal y de su preponderancia. La defensa o mayor desarrollo cultural y económico de las posesiones ibéricas en el Indico o América, era tema común, pero la amenaza europea impedía distraer fuerzas, dinero o simplemente la atención a España de Europa. Y aquí empezó la diferenciación y la imposibilidad de que la unión de ambas coronas fuera duradera. A la muerte de Felipe II las diferencias aumentaron, resurgió la leyenda del sebastianismo más fuerte que nunca, y se incrementó el ansia de independencia en todos los órdenes sociales dentro de Portugal. Todo fue va en pendiente y no hubo hábiles medidas que paralizaran la rápida marcha de separación; al contrario, cuando más habilidad se necesitaba, surgieron torpes medidas que aumentaron el descontento lusitano y provocaron la pública rebelión.

En este estado de cosas nos encontramos con la referencia que a la sublevación de Portugal dedica Saavedra Fajardo en su Diálogo entre Mercurio y Luciano. El resultado final del diálogo bélico que mantenían por entonces España y Portugal era todavía indeciso, puesto que ambas fuerzas contendientes estaban igualadas y parecía posible que España pudiera dominar la situación. Primeramente presenta Saavedra como una de las causas de la rebelión el que el gobierno de Madrid hubiera permitido vivir en Portugal al duque de Braganza. No hay que dudar del acierto de esta afirmación, que era general en su tiempo. Los Braganzas a causa de la debilidad de Felipe II continuaban viviendo en Portugal como reyes, gozando de un gran respeto y siendo -como dice Rebello da Silva- sobradamente grandes los Duques para vasallos. El deseo de independencia mezclado con el confuso sebastianismo hace que se encarne en el duque de Braganza, de sangre lusitana, las esperanzas de Portugal de tener un rey propio. Así al continuar la estancia de los Braganza en Portugal adquirieron y mantuvieron por otra parte, la arraigada creencia de que poseían mejor derecho que los reyes de la casa de Austria a la corona lusitana, y esperando únicamente la ocasión en que de hecho pudieran conseguirlo. Este peligro lo expone Saavedra cuando dice: «teniendo con poco recato político, dentro de aquel reino, a quien podía con algún pretexto de derecho aspirar a la corona». Otro hecho que presenta Saavedra Fajardo como causante de la sublevación y que ya el mismo Conde duque en un Memorial enviado a Felipe IV había expuesto, era la postración en que se encontraban los portugueses por la falta de reyes naturales y la necesidad por ello de que el rey visitara Lisboa con objeto de reanimar las tibias adhesiones con que aun contaba. Junto a ello Olivares aconsejaba volver a dar cargos ministeriales en Castilla a los principales señores de Portugal, embajadas, capitanías generales, virreinatos, oficios en la casa real y también el acceso a las dignidades castellanas, puesto que en general los señores lusitanos se reputaban extranjeros en Madrid.

La equivocada política seguida por el Conde-duque y sus sucesores, de considerar más importantes los hechos de Cataluña que el descontento y rebelión que se fomentaba en Portugal, es advertida también por el diplomático murciano al indicar que los gobernantes castellanos no advirtieron ni pensaron que la rebelión de una provincia enciende a otras, y Cataluña y la guerra que mantenía España daban ánimos a los portugueses por creer el momento más apropiado para lograr su independencia. Otra observación se refiere a los desacertados nombramientos para los altos cargos del gobierno y milicia portuguesa, especialmente cuando se intentó nombrar al duque de Braganza como gobernador de Milán, y ante la negativa de éste a aceptar tal gobernación, se le concedió la jefatura del ejército español en Portugal, con lo cual se le daban todos los medios posibles para que la rebelión adquiriera mayor pujanza, y al darle «el manejo de las armas y le hicieron superior a otros de igual linaje y el pueblo empezó a hacer reflexión de él», comenta D. Diego. Mayor insensatez fue la de Olivares cuando sin habilidad alguna intentó prender al de Braganza y al fracasar en su intento le permitió vivir en sus posesiones de Villaviciosa «viviendo retirado entre los bosques persiguiendo a las fieras, y no menos fiero que ellas».

Entre las medidas impolíticas llevadas a cabo por el gobierno español, señala Saavedra aquella en que sin atender al malestar existente en Portugal, el valido Olivares quiso imponer un nuevo tributo, manteniendo agrias discusiones con los señores portugueses que vivían en Madrid, y por último el permitir u ordenar que «sacaran con inadvertida confianza los presidios de las plazas de aquel reino para reducir a la obediencia al principado de Cataluña». Este descontento se convirtió en abierta rebelión cuando el día 1 de diciembre de 1640 fue asaltado el palacio de la virreina en Lisboa, con el consiguiente asesinato del teniente corregidor y del favorito Vasconcelos. El duque de Braganza era alzado con el nombre de Juan IV, y para combatirle era nombrado jefe del ejército español el duque de Medina Sidonia, que como cuñado del de Braganza favoreció sus pretensiones inmovilizando el ejército a sus órdenes.

Un extenso resumen hace Saavedra de las conveniencias de Portugal de seguir perteneciendo a la Corona española, puesto que si se había separado como condado había vuelto como reino; y pese a su unión con España, no había llegado a una fusión total con ella, sino que mantenía en cierta forma su independencia en el gobierno, ejército, flota, escudo, bandera, administración y dignidades. Los privilegios de Thomar le habían sido guardados en su mayoría, por lo que sólo ventajas obtenía de su unión con la corona castellana, junto a la defensa española de las Indias portuguesas y del Brasil frente a Holanda hecho con dinero español y precisamente cuando la potencia holandesa era más fuerte. A continuación expone su criterio de que la ayuda que Portugal podía recibir de Francia y Holanda era solamente interesada, como sucedería, ya lo vaticinaba D. Diego, en que los holandeses se fueron apoderando de las principales colonias lusitanas: «Conocen también que los holandeses con el mismo intento, no desean que el reino de Portugal se mantenga libre de las guerras... ni mantener las plazas y factorías del Brasil e Indias Orientales... con que en pocos años se verán todas las Indias inficionadas y fuera de la obediencia de Portugal».

En general es pesimista el juicio de Saavedra Fajardo sobre el porvenir y resolución de la rebelión de Portugal. Presiente la independencia como hecho seguro, y la desintegración del reino lusitano la prevé como causa de la decadencia de Castilla y del mal gobierno de sus directores. Los hechos, muchos años después de su muerte, le darían la razón, puesto que tras las derrotas de Elvas, Ameixial y Montes Claros, España reconocía la independencia del reino de Portugal por el tratado firmado en 13 de febrero de 1668, que ratificaba el 23 del mismo mes en Madrid.




Cataluña

Parte de la narración que dedica a relatar los sucesos que ocurrían en Europa, la ocupa Saavedra Fajardo con la rebelión de Cataluña, señalando las razones negativas que podría tener el Principado para recibir algún beneficio al separarse de la corona austríaca, puesto que de una mera dependencia de Felipe IV pasaba a las manos poderosas de Luis XIII, y sobre todo, a ser factor político de la habilidad diplomática que desplegaba en toda Europa el cardenal Juan Armando du Plessis de Richelieu. Saavedra hace un resumen de la historia de Cataluña desde sus primeros momentos históricos, y pasa después a exponer el peligro que representaba para la nación catalana un afrancesamiento, porque al perder la posición predominante que tenía en España, pasaría a ser una provincia más dentro del estado francés, con lo cual le serían quebrantados sus fueros y privilegios, de los que tan celosos se sentían los catalanes, y tendrían que aceptar las leyes y costumbres francesas al convertirse en una provincia secundaria en Francia y perder la primacía que mantenía en España.

El estudio de Saavedra Fajardo empieza por la conquista de Cataluña por los francos en el siglo IX y en él sostiene, con acertado criterio, que estos supuestos derechos de la conquista carolingia eran inferiores a los más antiguos de los monarcas españoles derivados de sus antecesores en el trono español, los soberanos visigodos. Resalta nuestro escritor los fueros y privilegios que los catalanes habían conservado, así como sus estilos y costumbres, y las escasas obligaciones que tenían con el gobierno de Madrid, hasta el punto de que los emisarios que llegaban a Cataluña desde Madrid tenían más bien el carácter de embajadores que el de inspectores, y las órdenes reales no se llegaban a ejecutar sin el consentimiento previo de los gobernantes catalanes. Todos estos motivos impulsan a Saavedra a hacerle creer que el Principado volvería pronto a reconocer a su rey natural, al desengañarse de la tiranía francesa, porque su propia historia les manifestaba cual errado era este camino y las consecuencias desagradables que habían tenido que soportar tiempos atrás. Detalla el escritor algezareño a continuación los hechos que motivaron la sublevación de Cataluña en el siglo XV contra Juan II a consecuencia de la muerte del príncipe de Viana, el reconocimiento que hicieron de Enrique IV de Castilla como a su rey natural, y posteriormente la elección de Renato de Anjou; la guerra que con este motivo se promovió, y cómo los mismos catalanes desearon volver al buen camino cuando se desengañaron de los franceses por las tropelías que cometieron durante su estancia en territorio catalán. Después insiste en la buena predisposición con que Felipe IV recibiría su vuelta y sometimiento, ya que se hallaba dispuesto a tratarlos benignamente, ofreciéndoles un generoso perdón, creyendo que si aún no lo habían hecho los catalanes, se debía a que el dominio que las tropas francesas tenían sobre las principales fortalezas catalanas se lo impedían, aparte de la obstinación enemiga que siempre habían tenido los catalanes al centralismo de Madrid, «las armas de Francia que tiene sobre sí, y una vana desesperación, los hace obstinados».

La rebeldía de Cataluña fue una conjunción de rebeldía voluntaria junto a una rebeldía impuesta por las circunstancias. Voluntaria, por algunos motivos banales, tales como una equivocada imposición de nuevos tributos, que si bien eran justicieros, resultaban contraproducentes en aquellos momentos; el sostenimiento de tropas no catalanas en el Principado a las cuales se les consideraba como extranjeras; los posibles choques entre soldados y paisanos en cuestión de alojamientos, y las diferentes quejas que fueron presentadas al valido Olivares, de las que éste hizo caso omiso. Por otro lado estaba la política de circunstancias. Los catalanes consideraban que la empresa en que España estaba empeñada era una empresa imposible e inútil. Quizá una visión anticipada, más objetiva, y un cierto egoísmo les hacía ver que la quimera española en el mundo moderno, que tan rápidamente se había formado, no podía alcanzarse con los medios que la casa de Austria tenía a su alcance. La realidad no les gustaba, la vida castellana cada día se hacía más difícil y egoístamente no querían sucumbir por un ideal, que no sentían con la misma impetuosidad que ambas Castillas, Murcia y Andalucía. Habían presenciado y todavía presenciaban, cómo la vida en España huía del centro camino de la periferia, cómo el núcleo estatal se encontraba falto de apoyo por la carencia, cada día mayor, en el orden económico y vital principalmente, que sufría Castilla a consecuencia de un rápido y enorme desgaste, hasta el punto de que con ser un centro productor de lanas de gran consistencia el núcleo peninsular, les resultaba más barato importarlas del extranjero para sus manufacturas que transportarlas de Castilla debido a los complejos y numerosos impuestos que sobre todas las cosas pesaba en Castilla. Al lado de esto, contrastaba la frivolidad y dispendio de la corte madrileña con la laboriosidad catalana. La nave castellana se hundía a los ojos de los catalanes, y por ello no querían perecer juntos, más aún cuando se les presentaba un porvenir más risueño con las falaces promesas que recibían de Richelieu. En este momento crucial para España, se iba a manifestar de una manera ostensible la falta de solidaridad de los estados componentes de su imperio frente al extranjero, falta de solidaridad que es casi una constante española.

El motivo inicial de la sublevación catalana surgió cuando los segadores catalanes, que tenían por costumbre bajar a Barcelona en el día del Corpus, tuvieron una violenta disputa con unos soldados, disputa que se convirtió en abierta rebelión debido a las escasas dotes políticas del virrey de Cataluña; y este día del Corpus, 7 de julio de 1640, al no poder embarcar en las naves reales que habían salido ya del puerto, el virrey D. Dalmau de Queralt, conde de Santa Coloma, fue alcanzado cuando se dirigía al castillo de Monjuich y asesinado por las turbas revolucionarias. Ante el temor de las consecuencias de los actos cometidos y el rigor consiguiente que se esperaba habría de surgir en la corte de Madrid, la asonada se convirtió en rebelión, que pronto se hizo general. Surgió el llamamiento a Luis XIII, anticipadamente preparado por los agentes franceses que el habilidoso Richelieu tenía distribuidos por toda Cataluña, y las escasas y mediocres medidas de Madrid sirvieron para que Richelieu pudiera alcanzar su propósito de quebrantar aún más a la casa de Austria al desorganizarla interiormente y abrir un nuevo frente dentro del territorio peninsular, con el consiguiente aligeramiento de los otros frentes, por lo que los franceses no dudaron en ayudar a los catalanes, aceptando su solicitud y auxiliándolos económica y militarmente en su rebelión.

A esta nota de desunión interior, falta de solidaridad frente al extranjero y abierta rebelión, con la agravante de unión al mayor enemigo del Imperio español, que facilitaba la labor francesa y entorpecía la política española, proporcionando mayores ventajas para nuevas rebeliones en otros estados, se unió el fracaso del marqués de los Vélez ante Monjuich, lo cual impidió la rápida terminación de la rebelión. Si se suma a todo ello las escasas dotes políticas y militares de los virreyes y capitanes generales nombrados para acabar con la revuelta, nos da como resultado una ampliación de la rebelión, que aumentó desmesuradamente, y un motivo para que los iniciadores del motín mantuvieran, por temor al castigo, con todas sus fuerzas la rebelión e impidieran algunos intentos de llegar a una concordia con la corte española como se hicieron sentir en toda Cataluña. Fracasó también la esperanzadora estancia del Rey cerca del Principado, y sólo el cansancio de los propios catalanes, que Saavedra atinadamente prejuzgaba, por las mayores vejaciones que recibían de los franceses, que antes de Madrid, junto a que la guerra se llevara con mayores bríos, hizo que Barcelona pudiera ser tomada en 1652, aunque la lucha con las fuerzas francesas ocupantes del Principado continuara hasta la catastrófica paz de los Pirineos.

Muchos años antes de la terminación de la rebelión, y algunos antes de su muerte, indicaba Saavedra Fajardo los pocos frutos que Cataluña podría sacar de su levantamiento, ya que recibirían sus habitantes peor trato bajo mandato francés que con su rey natural, que estaba dispuesto a olvidar la sublevación y a mantenerles en el uso de sus fueros y privilegios, como en efecto hizo cuando la rebelión terminó. Mayor pérdida que la de sus riquezas y hombres muertos en la lucha, sufrió Cataluña con la malhadada paz de los Pirineos, pues dos de sus condados, unidos histórica, geográficamente y étnicamente con toda Cataluña, con sus mismos usos, estilos, fueros y costumbres, los condados del Rosellón y de Cerdaña pasaban definitivamente a Francia, y esta pérdida, si era dolorosa para España, más lo sería para el Principado.

Este estudio sobre la rebelión de Cataluña, por entonces en su más alto grado, le sirve a Saavedra para, tras apostrofar la soberbia catalana causadora de estos nuevos males que afligían a España en unos momentos en que todo su impulso vital le era necesario para defender y mantener su estado frente a los continuos y desgastadores ataques de protestantes y franceses, salir al paso de un folleto francés titulado Cataluña francesa, en donde se buscaban razones históricas para justificar la anexión del Principado a la corona de Luis XIII. Un somero estudio histórico a partir de la dominación visigoda, que Saavedra había estudiado concienzudamente para su Corona Gótica, y las luchas sostenidas en la Edad Media en Cataluña, desde su reconquista por los francos hasta la independencia de la Marca Hispánica y posteriores encuentros entre franceses y españoles, le es suficiente al escritor español para rebatir los principales puntos expuestos en el folleto francés y demostrar la hispanidad del Principado. A la vez le sirve para hacer un llamamiento a todas las buenas voluntades catalanas, con objeto de que serenamente reflexionaran sobre las ventajas que lograrían al volver al reconocimiento de su soberano natural y abandonar la causa francesa. Atisbos geniales, junto a una acertada visión del problema catalán, son estas páginas de D. Diego dedicadas a examinar clínicamente la enfermedad que aquejaba a Cataluña como parte del cuerpo de la enferma y enloquecida Europa de su tiempo.

El final del estudio político que Saavedra Fajardo realiza en sus Locuras de Europa, tras la rápida ojeada que nos ofrece del estado catastrófico en que se hallaba Europa, puede interpretarse bien entendiéndolo como una comprensión perfecta del problema, del triunfo de Francia y de la derrota española. Se adelanta a Westfalia y prevé acertadamente el final de aquella larga guerra que él había presenciado en distintas partes de Europa, y que percibe directamente en la reunión de los plenipotenciarios europeos en Münster. Renuncia por ello a mirarla en un plano material, que comprende totalmente perdido, y se refugia en la idealidad española, buscando su postura espiritual y huyendo de seguir presenciando el triunfo material de los enemigos de la casa de Austria y de continuar relatando las desdichas que afligían a Europa. Se eleva a regiones más altas, y así pone en boca de Luciano, dirigiéndose a Mercurio, autor de la relación: «No desciendas a ellos, porque hallándote tan vecino al cielo, corte tuya, abusaría yo de tu generosa cortesía, si después de haberte dado gracias por lo que, con más humanidad de hombre que gravedad de Dios, me has referido, no te suplicase que vuelvas a tu esfera celestial».







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