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Las metamorfosis del vampiro

Margo Glantz





El vampiro es un mito legendario. Deambula por la historia de Fausto y Don Juan; es más, el vampiro es una extraña mezcla de Fausto y de Don Juan; ha pactado con el diablo y persigue a las doncellas para destruirlas. Don Juan las priva de su honor y el vampiro de su sangre; la fama del Don Juan se determina por el número de víctimas deshonradas y la vida del vampiro se sostiene por la sangre de las vírgenes. Tanto el Don Juan como el vampiro aman a las doncellas débiles, a las virtuosas y pálidas mujeres que, hipnotizadas, se les entregan. El vampiro no sólo ha pactado con el diablo, es su imagen.

Pero como dice Barthes en Mitologías, el mito es una forma y no se define por el objeto de su mensaje sino por la manera como lo profiere. El mito del vampiro que resucita en la literatura cada vez que sus detractores lo guillotinan y le clavan la estaca fratricida en el pecho, es aparentemente eterno. Aparentemente, porque lleva una veintena de siglos de existencia y sigue reproduciéndose como los demonios aniquilados para siempre en las hogueras. Parecería que su existencia y su aniquilación fueran eternas, y que su eternidad vinculada con la palabra siempre definiese al vampiro como una modalidad esencial del hombre. La agonía romántica se instala en galerías monstruosas evocadoras de ciertos estremecimientos convulsos y deliciosos emparentados con esa inquietante aparición del temor que Freud define en Totem y tabú: «Las fuentes verdaderas del tabú deben ser buscadas más profundamente que en los intereses de las clases privilegiadas; nacen en el lugar de origen de los instintos primitivos y, a la vez, más duraderos del hombre, en el temor a la acción de fuerzas demoníacas». Pero lo demoniaco está asociado muchas veces con el sexo y el vampiro es un mito en el que sexo se emboza mitigado por la negra capa que lo encubre y exacerba en la blancura de los colmillos afilados que lo revelan como mito y lo ligan con la sangre.

Más como el propio Freud lo asienta, «ni el miedo ni los demonios pueden ser considerados en psicología, como causas primeras, más allá de las cuales sería imposible remontarse» y es que a su vez tanto el miedo como los demonios están asociados con lo sagrado y con lo impuro y por ello son venerados y execrados, como la figura del vampiro. Las doncellas que le temen se le entregan y una vez vampirizadas caen en el vampirismo; así se cumple el patrón señalado por Freud cuando determina el poder contagioso inherente en el tabú por la facultad que posee de inducir en tentación e impeler a la imitación.

Mito vivo pues, o mito que resucita periódicamente como la figura que lo engendra o que lo simboliza, mito que reviste ciertas características, constituye una historia, define un significado, se nos entrega con sus atributos: El vampiro es un ser que se alimenta de sangre de seres vivos y mantiene la vida propia a costa de la vida ajena: El vampiro es nocturno y su presencia despierta una sigilosa concupiscencia, un terror extraño, y provoca furtivas complacencias y heladas sensualidades; su presencia hipnotiza, congela, atemoriza; su aspecto es a la vez atrayente y repulsivo; su simpatía es satánica y su relación con el otro mundo se sospecha y se persigue; su sustancia es la muerte, su presencia garantía de sacrificio ritualmente consumado. La evocación simple de la palabra que lo define nos devuelve su sentido, aunque éste se haya devaluado a veces como en la palabra vamp que nos remite al star system jolivudesco. Pero lo que aquí nos preocupa es su presencia extraña, su engañosa «eternidad», su capacidad de supervivencia, su existencia de gato diabólico, ser proteico, engendro de sí mismo, su asociación con el demonio, con lo oscuro, con el abismo. Esa presencia que engendra un sentido se mantiene aún; «postula un saber, al decir de Barthes, determina un pasado, una memoria, un orden comparativo de hechos, de ideas, de decisiones». Pero esta memoria, esta historicidad concentrada en la palabra que evoca su sentido, se revierte en formas incesantemente renovadas y produce nuevas versiones estéticas del mito que ahondan en su sentido y aclaran, entenebreciéndola, su embozada red de extrañas implicaciones. Producen esa «extrañeza inquietante» con la que Freud trató de hacerle frente a ciertos problemas psicoanalíticos escurridizos y ambivalentes. El mito del vampiro renace en cada nueva forma que lo engendra y recrea su nuevo acontecer. La historia de las formas que el vampiro ha revestido regenera su sentido y refuerza el carácter de su mito, lo vuelve un ser resplandeciente de eternidad.

Veamos algunas de las formas de su genealogía.


1. El vampiro y la agonía romántica

La presencia del vampiro es innegable desde finales del siglo XVIII, aunque existe desde antes, como las brujas, pero oculto, vergonzante. El siglo romántico lo exhibe. De la famosa novela gótica o negra arranca una serie de presencias perseguidas por la mentalidad popular. El castillo de Otranto de Horace Walpole fija el estereotipo del espacio lúgubre, ese espacio fortaleza que esconde viejas tumbas y seres monstruosos que se cuelan por misteriosos pasadizos escondidos y practicados por antiguos arquitectos que han pactado con el diablo. Los misterios de Udolfo de Ann Radcliff y otras novelas de la misma autora, rescatan para la novela gótica la pareja víctima-verdugo que había puesto en circulación el puritano Richardson en su Clarissa, y estudia en su problemática más profunda e inconfesable el Marqués de Sade. Mary Shelley construye su Frankenstein, tan poderoso en su genealogía como el Vampiro. El Monje de Lewis y Melmoth de Maturin determinan uno de los más altos momentos de este tipo de novelística que será imitada y transformada durante el siglo romántico: La castidad angélica enfrentada a la pasión luciferina, la platitud del bien y la deslumbrante agonía del mal, la fascinación del abismo, el prestigio de la muerte y la belleza de lo horrible. Melmoth y el Monje son los antecedentes de Maldoror de Lautréamont. Melmoth y el Monje encuentran su encarnación fascinadora en una de las figuras más románticas del Romanticismo, Lord Byron. Melmoth será alabado por Baudelaire quien en Los paraísos artificiales dirá entusiasmado: «Recordemos a Melmoth, este admirable emblema. Su espantoso sufrimiento surge de la desproporción entre sus maravillosas facultades, adquiridas instantáneamente por un acto satánico, y el medio, dónde, como creatura divina, se ve condenado a vivir. Ninguno de aquellos a quienes quiere seducir consiente en comprarle su terrible privilegio bajo las mismas condiciones. En efecto, todo hombre que no acepta las condiciones de la vida, vende su alma. Es fácil establecer la relación que existe entre las creaciones satánicas de los poetas y las creaturas vivas que se han entregado a la droga. El hombre ha querido ser Dios, y helo aquí que pronto y debido a una ley moral incontrolable, ha caído más bajo que su naturaleza real. Es un alma que se vende al menudeo».

El satanismo es una de las condiciones del vampirismo. La elegante figura de Byron, su palidez, su defecto físico, su vida escandalosa en la que destacan el adulterio y el incesto y su muerte apasionada corporifican la leyenda. Es la representación carnal del Don Juan pero su satanismo implacable lo liga con el vampiro y su poesía acaba de redondear el parecido. En 1819 aparece en Francia una novela atribuida a Byron llamada El Vampiro, pero en realidad la ha escrito el Doctor Polidori. Charles Nodier, romántico francés de principios de siglo aprovecha la ocasión para defender este tipo de novelas: «La fábula de los vampiros es la más universal de nuestras supersticiones... Carga con la autoridad de la tradición. No carece ni de la teología ni de la medicina... El vampirismo es probablemente una combinación bastante natural pero afortunadamente muy rara del sonambulismo y la pesadilla». Pero la moda del vampirismo es mucho más vieja y en su Diccionario filosófico Voltaire le consagra un artículo satírico: «fue en Polonia, en Hungría, en Silesia, en Moravia, en Austria, en Lorena cuando los muertos tuvieron esta manía. Nunca se oyó hablar de vampiros en Londres ni siquiera en París. Confieso que en esas dos ciudades haya habido tratantes y comerciantes que bebieron la sangre del pueblo en pleno día, pero no estaban muertos, eran corruptos. Estas verdaderas sanguijuelas no vivían en los cementerios sino en palacios muy hermosos».

Quizás en el siglo XVIII la Razón de los Ilustrados les impidiese creer en los vampiros, pero a fines de ese mismo siglo, la moda irrumpe y pulveriza a los románticos; sin embargo como la novela gótica, la moda de los vampiros parece declinar hacia 1830 y Theóphile Gautier la fulmina diciendo: «es una literatura de depósitos de cadáveres y presidios, pesadilla de verdugo, alucinación de carnicero ebrio y de mozo de cordel enardecido. El siglo amaba la carroña y prefería el osario al tocador».

Estas declaraciones no terminan con la moda. El vampiro espera su turno y acostado en el cementerio deja pasar el tiempo soñando con la sangre fresca que lo devolverá a la vida milagrosa. La mentalidad decadente de fines del XIX lo retoma y el mito se encarna siguiendo nuevas modalidades. El propio Gautier publica en 1836 «La muerte amorosa», relato de vampiros, después de haberlos fulminado en 1830, y aprovecha varios de los clisés diseminados hábilmente por los primeros románticos, entre los que se encuentran justamente los criticados por él: los depósitos de cadáveres, las alucinaciones, la carroña, es decir la necrofilia. Además su Clarimonda es una vampiresa que al ser besada en su lecho de muerte por un joven cura pronuncia palabras desde ultratumba y dice: «ahora estamos prometidos, podré verte y amarte». Desde ese momento el joven monje lleva una doble vida, su vida eclesiástica y su vida con la muerta. Pronto advierte que Clarimonda tiene un gusto bizarro y la descubre picándole el cuello con un alfiler y bebiendo su sangre. Los famosos colmillos del vampiro han sido sustituidos por un alfiler, que también tiene su tradición en la historia de la brujería.

El vampirismo que los franceses conocen a través de la novela del Doctor Polidori tiene sus antecedentes definitivos en Lord Byron como se había dicho antes. En su poema The Giaour avisa que este personaje ha sido enviado a la tierra como Vampiro para rondar tenebroso su vieja tumba y beber la sangre de toda su estirpe y en especial la de las mujeres de la familia, la esposa, la hija, la hermana. Este verso que aparece en el poema publicado en 1813 se desarrolla mas tarde siguiendo un plan elaborado por el propio Byron y algunos de sus amigos: En 1816 se reúne en Ginebra con el poeta Shelley, con el Doctor Polidori y con Claire Clairmont y Mary Shelley y una noche deciden escribir sobre vampiros. Byron escribe un cuento de horror que publica como fragmento en 1819, la señora Shelley concibe su Frankenstein y Polidori publica también en ese año su cuento macabro, El Vampiro, inspirado en el fragmento de Byron y en la novela autobiográfica de Carolyn Lamb en la que esta amante del poeta lo había representado como el pérfido Lord Glenarvon, fatal a sus amantes y presa finalmente del diablo. Este cuento, publicado en el New Monthly Magazine bajo el nombre de Byron por un error de su editor, fue considerado por Goethe como la obra maestra del poeta inglés. Este juicio de Goethe responde sin duda a las inclinaciones románticas del autor del Werther que en 1797 en su Braut von Korinth había dado forma literaria a leyendas sobre vampiros que habían surgido en Iliria durante el siglo XVIII.

Esta moda por lo frenético, cultivada en Inglaterra, tiene antecedentes en Francia también y el René de Chateaubriand se vuelve al morir una especie de vampiro: «El genio fatal de René, dice el novelista de las Memorias de ultratumba, perseguía todavía a Celuta como esos fantasmas nocturnos que viven de la sangre de los mortales». Próspero Mérimée también se deja arrastrar por la moda, a pesar de que como Goethe es más bien un escritor clásico y en su cuento «La Guzla» de 1826 le da a su vampiro todo el encanto de un hombre fatal a la Byron y lo describe diciendo: «Quién podría evitar la fascinación de su mirada?... Su boca era sangrienta y sonreía como la de un hombre adormilado y atormentado por un amor horrible». En otro de sus cuentos, «La bella Sofía», una joven que por razones de dinero ha rechazado a su novio y se ha casado con un hombre rico, es atacada en su recámara nupcial por el espectro de su novio que se ha suicidado y que la muerde en la garganta. Charles Nodier, cuentista y teórico de esta moda declara de nuevo: «Los vampiros visitarán con su horrible amor los sueños de todas las mujeres; y pronto, sin duda, ese monstruo apenas exhumado prestará su máscara inmóvil, su voz sepulcral, su ojo de un gris mortecino..., toda su parafernalia de melodrama a la Melpómene de los bulevares, donde tendrá un enorme éxito».

En 1825 aparece otro cuento llamado La vampira del barón de Lamothe Langon, que utilizando datos históricos de actualidad en ese momento los mezcla a lo sobrenatural: Un oficial de Napoleón conoce a una joven húngara durante una de las campañas del Emperador. Al regresar a Francia olvida sus juramentos y se casa. En medio de una felicidad tranquila irrumpe la primera novia y empiezan los desastres. Al morir su esposa y su hijo, decide casarse con la joven húngara y en la iglesia, al tomarle la mano, advierte que es la de un esqueleto.

Al referirme a la tendencia tan marcada que el primer romanticismo tiene por lo macabro y por tanto por los vampiros, he utilizado la palabra moda. Pero ¿es posible minimizar a ese grado esta propensión y banalizarla aplicándole ese término? ¿Es posible manejar esta problemática atribuyéndole apenas el sentido de una moda? Es cierto que lo fantástico horrible, o lo frenético como se le llamaba, es muy peculiar del siglo XIX y que una de las características del Romanticismo fue este gusto singular por lo macabro. Decirlo es con todo describirlo y no explicarlo, aunque lo haya explicado tanto Mario Praz.




2. Satán y el vampiro

Las leyendas de vampiros son tan viejas como las leyendas del Fausto o las de Don Juan. Ya lo decía al empezar este escrito. Se remontan por lo menos al medioevo, aunque tienen antecedentes en las literaturas clásicas. El hombre lobo, el hombre murciélago que se alimenta de cadáveres aparecen muy pronto en la historia de la literatura y Petronio tiene un cuento que lleva precisamente ese nombre, «El lobo». En ese cuento hay dos de las características típicas del vampiro: sus transformaciones nocturnas y la sangre que mana del cuello. Uno de los animales habitualmente asociados con el vampiro es el lobo y sus apariciones son nocturnas y al serlo están conectadas con el diablo. Vampiro es muerte y es satanismo. Es más, el vampirismo es uno de los símbolos tradicionales que el hombre ha construido para explicar su ansia de inmortalidad. Ser inmortal no significa resucitar de entre los muertos el día del Juicio Final; aliarse con el diablo significa adelantar ese momento. El que sobrevive gracias a esa alianza sobrevive concretamente en esta tierra, pertenece al mundo de los vivos y no espera esa resurrección de la carne que se efectuará al final de los tiempos. El vampiro vive en el presente, un presente que la sangre le compra y su vitalidad se adquiere a través del amor, aunque su amor destruya a los demás seres vivos.

Acudir a Satán para liberarse de la muerte es también liberarse de las ataduras que Dios le impone al hombre. Satán es el gran rebelde y su figura ocupa un lugar destacado en el universo cristiano. Satán y sus misas negras, Satán y sus hechiceras, Satán y los aquelarres, Satán y la Naturaleza pueblan los libros de horas y los grandes frescos de las iglesias medievales; Satán aparece, detrás de los capiteles de las columnas románicas, Satán deslumbra en los vitrales góticos y se enfrenta descarado a los ángeles. Satán es el héroe caído, el príncipe de las Tinieblas, Lucifer, el personaje más fascinante del Paraíso perdido. Y desde su aparición en los versos de la Jerusalem libertada de Tasso se habla de «su hórrida majestad que en su feroz aspecto aumenta el terror y aumenta su soberbia... y como negro abismo su boca se abre, obscena e infectada de sangre negra». Y en el Marino, el poeta barroco, Satán lleva en los ojos la tristeza y el signo de la muerte y en ellos brilla una luz escarlata y confusa. «Su mirada oblicua y sus destellos parecen cometas o relámpagos que iluminan su mirada. Y de su nariz y sus pálidos labios vomita y expele niebla y pestilencia; furioso, soberbio y desesperado, sus gemidos son truenos, su aliento, un relámpago». El Lucifer de Milton es cercano a esta concepción italiana del Demonio y Schiller declara que Milton es un panegirista del Infierno mientras Shelley expresa su admiración con estas palabras: «El Diablo de Milton es superior como ser moral a su Dios». Satán hipnotiza y su representante en la tierra, el Vampiro, petrifica a sus víctimas que avanzan hacia él y se entregan a un sonambulismo amoroso que las pierde. Sus destellos erizados y magníficos son más fuertes que el pálido resplandor de la virtud y los ángeles con réplicas desvaídas de ese Paraíso insulso que el Ángel de las Tinieblas combate.

Al provenir como los otros mitos medievales del inconsciente colectivo, el vampiro se regenera en la literatura y a sus muertes definitivas y constantes suceden sus resurrecciones triunfadoras. Gautier lo ha declarado muerto, los irónicos racionalistas franceses lo entierran con una sonrisa torcida en los labios, pero a pesar de la guillotina que cercena su cabeza y de la estaca que lacera su pecho, el vampiro resucita. El Drácula de Bram Stocker con su traje negro, sus afilados y blancos colmillos, su sensual, repugnante y encendida boca, su mirada viperina y su andar de lobo crea una nueva progenie de esta mal llamada moda. La cinematografía se apropia de su imagen y los repetitivos rituales se enriquecen reiterando los estereotipos. Aparece Nosferatu y lo sigue Drácula y el terror se apodera de los ojos; las películas acaban agotando su arsenal terrorífico y la cursilería aniquila al miedo, pero Drácula sigue vivo y Polanski y Warhol se apropian su mitología y la condensan haciéndolo girar en sanguinolenta danza. Ahora es Werner Herzog.




3. El vampiro en la ficción latinoamericana

La ficción latinoamericana no olvida a los vampiros y los transforma a su manera, conservando bajo la apariencia de algo muy distinto los viejos símbolos utilizados dentro de rituales de nueva representación.

En los cuentos fantásticos de Leopoldo Lugones ya aparecen los vampiros entre otras fuerzas sobrenaturales y en «El almohadón de plumas» de Horacio Quiroga se desliza el aguijón-diente que desangrará a una joven recién casada. La mentalidad decadente de Quiroga lo emparenta con esos escritores que Rubén Darío llamó los raros y es en este cuento donde la morbidez de lo delicuescente se presenta con mayor maestría. La genealogía obvia de este cuento pasa por Poe y Maupassant, autores ardientemente admirados por el maestro uruguayo, pero su origen más definitivo se encuentra en L'Araignée-crabbe de Erckman-Chatrian. Una araña-cangrejo se oculta en una gruta y desde su escondite acecha a los imprudentes visitantes que se aventuran por sus pasadizos siniestros. El animal tiene el grosor de una cabeza humana y parece una vejiga inflada de sangre; esta descripción es exactamente la misma que hace Quiroga al descubrir dentro del almohadón de plumas al enorme insecto que ha desangrado lenta y voluptuosamente a la joven recién casada. Pero el parecido no queda allí; lo irracional, lo satánico parecen esfumarse debido a la explicación naturalista que con afán científico tanto el cuento francés como el de Quiroga otorgan al animal. Ambos coinciden en identificar al insecto como un monstruo perfectamente conocido por los entomólogos. De esta manera lo sobrenatural parece esfumarse y la explicación racionalista contenta a la mentalidad positiva que exige el naturalismo, pero en realidad este monstruoso animal, injerto diabólico de dos seres dispares que ha producido la naturaleza es una de las metamorfosis que el vampiro adopta a influjo del Padre de la Naturaleza, Satanás.

Este satanismo con disfraz naturalista reviste también los fulgores del demonio miltoniano. La joven Alicia se entrega sin reservas al demonio que la succiona para escapar mediante la voluptuosidad de la muerte a la glacial figura de su esposo, el distante y frío Jordán que la encierra en su casa de mármol, enorme museo de hielo dentro del que se esconde el monstruo del delirio, el insecto que enciende la sangre y liquida a la doncella. Quiroga es víctima también de la cinematografía. Y fascinado por ella, crea nuevos vampiros en sus cuentos, vampiros que saliendo de la pantalla, vivifican como el Nosferatu o el Drácula, el viejo mito en su versión directa. En el cuento que lleva ese nombre, un inventor, fanático del cine, se enamora de una actriz y logra rescatarla de la pantalla. La mujer se materializa pero no totalmente y «en la tiniebla de mis ojos espero a cada momento ver, blanco, concentrado y diminuto, el fantasma de una mujer». La tiniebla de los ojos del narrador reproduce la tiniebla de la sala de proyecciones y sus ojos son a la vez el lente que proyecta. Al lograr que su ojo reproduzca la doble función de oscuridad y reflejo, el inventor materializa el fantasma. El mecanismo es descrito así: «Yo estaba seguro de mi observación cuando me halló usted en el cinematógrafo. Era "ella" precisamente. La gran cantidad de vida delatada en su expresión me había revelado la posibilidad del fenómeno. Una película inmóvil es la impresión de un instante de vida, y esto lo sabe cualquiera. Pero desde el momento en que la cinta empieza a correr bajo la excitación de la luz, del voltaje y de los rayos, toda ella se transforma en un vibrante trozo de vida, más vivo que la realidad fugitiva y que los más vivos recuerdos que guían hasta la muerte misma nuestra carrera terrenal». La captación del instante en la fotografía lo inmortaliza, pero esta inmortalidad precaria es inmóvil y el inventor del cuento no se conforma con ella. La mujer reproducida, silueta espectral que atraviesa paredes y cristales, vive la paz de la actriz que la representa. Para apresarla definitivamente el inventor la mata en la pantalla, pero al apuñalarla, o mejor dicho al atravesar con un puñal la imagen reflejada, sólo consigue reproducir un fantasma sin vida, un cuerpo de huesos y de yeso. «Yo partí del entusiasmo de una sala a oscuras, continúa el inventor, por una alucinación en movimiento. Yo vi algo más que un engaño en el hondo latido de pasión que agita a los hombres ante una amplia y helada fotografía. El varón no se equivoca hasta ese punto, advertí a usted. Debe haber allí más vida que la que simulan un haz de luces y una cortina metalizada. Que la había, ya lo ha visto usted. Pero yo creé estérilmente, y éste es el error que cometí. Lo que hubiera hecho la felicidad del más pesado espectador, no ha hallado bastante calor en mis manos: frías y se ha desvanecido... El amor no hace falta en la vida; pero es indispensable para golpear ante las puertas de la muerte. Si por amor yo hubiera matado, mi criatura palpitaría hoy de vida en el diván». La materialización del instante es apenas un fantasma de la inmortalidad. La única posibilidad de inmortalidad está en el amor, pero en el amor que se liga a la muerte. Este argumento repite uno de los argumentos destilados más pérfidamente durante el siglo de sensualidad romántica que en su agonía asocia siempre el amor con la muerte y no con la vida. El Don Juan byroniano destruye y se destruye por amor, bebe sangre para sobrevivir, ama en la sangre, en el asesinato y sus víctimas se le inmolan, pero en algún grado él va perdiendo su vida al quitárselas. El vampiro de Quiroga es, primero, el inventor, pero al querer materializar en vida una forma de la muerte, el espectro se vuelve su verdugo y de imagen transparente se transforma en deseo que calcina: «Vi entonces pasar por sus ojos fijos en él la más insensata llama de pasión que por hombre alguno haya sentido una mujer... Y ante aquel vértigo de amor femenino expresado sin reserva el hombre palideció».

El espectro encarnado vive del otro y se transforma en vampiro; la imagen rescatada a la pantalla se ha desdoblado y la actriz real es distinta de la actriz fotografiada que en imagen de diva, en hermoso traje de vampiresa, subsiste a costa de la sangre de aquél que quiso ser un doble de Pigmalión.

La aventura de Quiroga en este mundo de vampiros y de cine se prolonga en otro de sus cuentos intitulado «El espectro». Un triángulo clásico, un adulterio tradicional se transforma en algo sobrenatural gracias de nuevo al cine. Una pareja comete adulterio después de muerto el marido: «Debo decirlo, asegura el narrador y protagonista: en la muerte de Wyoming yo no vi sino la liberación de la terrible águila enjaulada en nuestro corazón, que es el deseo de una mujer a nuestro lado que no se puede tocar. Yo había sido el mejor amigo de Wyoming, y mientras él vivió, el águila no deseó su sangre; se alimentó, la alimenté con la mía propia. Pero entre él y yo se había levantado algo más consistente que una sombra. Su mujer fue mientras él vivió, y lo hubiera sido eternamente, intangible para mí. Pero él había muerto. No podía Wyoming exigirme el sacrificio de la Vida en que él acababa de fracasar. Y Enid era mi vida»...

La vida, que Quiroga pone con mayúscula, se alimenta de sangre y de la Muerte. Los amantes reviven el adulterio vivo asistiendo a la proyección de las películas de Wyoming; en la pantalla se vive un adulterio y en ella Wyoming se venga matando al amante de su mujer. La ficción proyectada es vivida por los amantes como realidad proyectada y la imagen vengadora de Wyoming acaba corporificándose y matando desde la imagen a los amantes. La cinta filmada se violenta y calcina a los culpables, éstos vuelven como espectros a la vida a alimentarse de la sangre filmada de Wyoming. «Enid y yo ocupamos ahora, en la niebla invisible de lo incorpóreo, el sitio privilegiado de acecho que fue toda la fuerza de Wyoming en el drama anterior. Si sus celos persisten todavía; si se equivoca al vernos y hace en la tumba el menor movimiento hacia afuera, nosotros nos aprovecharemos. La cortina que separa la vida de la muerte no se ha descorrido únicamente en su favor, y el camino está entreabierto. Entre la Nada que ha disuelto lo que fue Wyoming y su eléctrica resurrección, queda un espacio vacío. Al más leve movimiento que efectúe el actor, apenas se desprenda de la pantalla, Enid y yo nos deslizaremos como por una fisura en el tenebroso corredor. Pero no seguiremos el camino hacia el sepulcro de Wyoming; iremos hacia la Vida, entraremos en ella de nuevo».

La posibilidad de recorrer al revés el camino habitual que va de la Vida a la Muerte se realizará para estos amantes en este cuento en una cinta que protagoniza el marido engañado y que lleva por título «Más allá de lo que se ve». La pasión de inmortalidad que obsesiona al hombre, una pasión que pretende la resurrección de los cuerpos en esta vida y no la resurrección de los cuerpos después de un juicio final, es la que mueve al vampiro a nutrirse de la sangre de los vivos, para que él, un muerto, recorra a la inversa el camino tradicional de la muerte.

Este tema y tratado dentro de este contexto es el de La invención de Morel de Adolfo Bioy Casares. Morel ha detenido la vida y en un simulacro de eternidad ha reproducido eternamente ocho días felices. Esos días insertan dentro de un marco feliz y utópico a una mujer enigmática, especie de Mona Lisa contemplando como la de Leonardo de Vinci los crepúsculos. Esa mujer, Faustine, inmortalizada por el cine, puede ser la moderna imagen de la dama que fascina al que la mira. Es la moderna representación del viejo arquetipo petrarquiano, Laura o La Dama simplemente. La Dama que ha transformado su forma de representación y que aparece primero en los versos de los trovadores, luego en la pintura de Leonardo y más tarde en la imagen enigmática del mito cinematográfico: quizás Greta Garbo. Poseer la belleza de la imagen pero recreándola en su acontecer vital es una de las facetas de la invención de Morel. Morel y el narrador del manuscrito se perpetúan en imagen eternamente reproducida junto a su amada Faustine y su presencia nunca será enturbiada por la experiencia cotidiana, al tiempo que esa existencia disimula su presencia. La eternidad de la imagen filmada por Morel es la eternidad de una utopía realizada dentro de los límites del ocio; pero esa eternidad que reproduce y corporifica la imagen como si estuviera viva está hecha de la sangre calcinada de quienes estuvieron vivos. Los que la cámara retrata para eternizarlos, son inmolados por ella y su inventor, vampiro tecnificado, consigue el mismo efecto que los macabros vampiros de la cinta de celuloide. Nosferatu y Drácula definen su inexistencia dentro de la proyección de su imagen; Faustine se perpetúa en esa misma proyección pero para eternizarla, su adorador la priva de su sangre, como los vampiros proyectados por la pantalla privan de su sangre a las víctimas propicias para su resurrección.




4. Aura, los vampiros y las brujas

Esta progenie salamándrica que oculta una presencia proteica se eterniza y la volvemos a encontrar transcrita en la escritura de Aura, breve novela de Carlos Fuentes. De esta obra se nos dice que es «algo más que una intensa historia de fantasmas: es una lúcida y alucinada exploración de lo sobrenatural, en encuentro de esa vaga frontera entre la irrealidad y lo tangible, esa zona del arte donde en horror engendra la hermosura» y en «La máscara y la transparencia» advierte Octavio Paz «no es extraña la obsesión de Fuentes con el rostro arrugado y desdentado de una vieja tiránica, loca y enamorada. Es el antiguo vampiro, la bruja, la serpiente blanca de los cuentos chinos: la señora de las pasiones sombrías, la desterrada. El erotismo es inseparable del horror y Fuentes se sobrepasa a sí mismo en el horror: el erótico y el grotesco». Y el propio Fuentes confiesa que su obsesión por el personaje de Aura encontró su carnalidad en un personaje histórico mexicano: «Esa obsesión nació en mí cuando tenía siete años y después de visitar el castillo de Chapultepec y ver el cuadro de la joven Carlota de Bélgica, encontré en el archivo Casasola la fotografía de esa misma mujer, ahora vieja, muerta, recostada dentro de un féretro acojinado, adornada con una cofia de niña, la Carlota que murió loca en un castillo. Son las dos Carlotas: Aura y Consuelo».

Esa mujer doble, a la vez niña y vieja, se le aparece a Fuentes en su lugar habitual, el sepulcro, pero ese sepulcro está acojinado, es más bien un lecho donde reposa y su cofia de niña es su resurrección. Esa imagen, esta mujer acostada, ya envejecida, ya delirante, ya muerta en apariencia, sugiere de inmediato la reiterada imagen del vampiro que yace en su féretro esperando la ocasión.

La gran progenie de vampiros suele adoptar la figura clásica del Nosferatu es decir, el vampiro suele revestir la figura masculina, pero abundan también mujeres que ejercen ese oficio y esas mujeres están conectadas con la bruja. Es también larga su descendencia. Enumero algunas, aunque ya cité también vampiras: La mujer que muere y espera en su ataúd la ocasión para resucitar apropiándose de otro cuerpo es muy característica en la obra de Edgar Allan Poe; Morella muere, es enterrada, pero su nombre puesto a su hija provoca la muerte de la niña y la resurrección de la madre y, como en los cuentos de vampiros, al enterrar el protagonista del cuento a su hija en la tumba donde ha estado la madre «lanza una amarga carcajada al no hallar huellas de la primera Morella en el sepulcro donde depositó a la segunda». El incesto se reafirma clásico en Poe. La madre se engendra de nuevo en la hija pero estableciendo la trinidad con el hombre que es a la vez padre, hijo, amante.

En «Ligea», Poe revive el mito casi literalmente y la primera esposa muerta, la propia Ligea, la, morena, oscura, hechicera Ligea se alimenta de la segunda esposa, la rubia y ojiazul Lady Rowena y en el lecho de muerte se efectúa la transfiguración vampírica. El contraste de coloraciones en las mujeres es la polaridad de sombras y luces que determina este doble contexto que no hace mucho tiempo coexistía normal en las cosmogonías pero que ahora tiene que apartarse con violencia maniquea. La Aura de Carlos Fuentes retoma ese mito de las dos mujeres que se sobreponen a la vida y a la muerte a través de una Trinidad sacrílega ejercida entre el Hombre-Padre-Amante y La Madre-Vieja-Doncella que también aparece en la Reina de espadas de Pushkin.

Fuentes, como Henry James declaró su fascinación por un personaje femenino, Mary Clairmont, ex amante de Byron y que alguna vez vivió cerca de la residencia del mismo James en Florencia. Curiosamente la inspiración de James es byroniana y aunque la figura del poeta inglés no aparezca sino a través de esos papeles que siempre permanecen incógnitos, su presencia indirecta es definitiva y dobla la presencia de aquél que quiere comprar sus manuscritos, así como la presencia de la antigua amante se desdobla en la figura de la joven y la vieja, vieja que adquiere la misteriosa aureola de la hechicera. Byron es un personaje inspirador de vampiros. Lo he reiterado, pero aquí el vampiro se ha trasmutado en bruja, aunque la narración de James nos detenga púdicamente en ese umbral de lo fantástico sin que podamos cruzarlo. No pasa lo mismo con Poe, tampoco con Fuentes.

Esta figura de la bruja es de nuevo El hada de las migajas de Charles Nodier. Un joven enamorado de una doncella puede tenerla gracias a los oficios de un hada, pero estos oficios cesarán si el hada no se procura una bebida hecha de una planta maravillosa, que le devuelva sus poderes. La Aura de Fuentes cultiva la belladona, planta mágica que ha recibido ese nombre del que se les daba a las hechiceras de la Edad Media. La bruja horrible, envejecida, montada en su escoba o aún la Celestina, es imagen paródica de la bella donna medieval que libera a los hombres de sus cuidados. Hada y bruja se juntan, en sus metamorfosis, la bruja se ha vuelto una harpía, o mejor dicho recupera esa fase demoníaca que siempre ha tenido en las antiguas mitologías. La hechicera es hada y demonio. El hada del cuento de Nodier lo ratifica. La dualidad Aura-Consuelo también como la de los Aspern Papers de James, la Ligea y la Morella de Poe.

En su Diccionario general etimológico de la lengua española, publicado en Madrid en 1881, Don Roque Barcia da una definición de la palabra bruja: «Ave nocturna, semejante a la lechuza» y al citar el diccionario de la Academia de 1726 agrega que en esa edición la palabra se define así: «Tiene el pico corvo como ave de rapiña. Vuela de noche y tiene el instinto de chupar a los niños que maman». Y en uno de los cuentos de Carlos Fuentes la bruja de origen náhuatl ostenta «un perfil de pico corvo, facciones de halcón, mejillas hundidas». Las asociaciones se enriquecen: al ataúd clásico donde yace el vampiro o el ser proteico que lo representa, se añaden las apariciones nocturnas y la relación con animales que vuelan, aquí la lechuza, el ave de rapiña o el halcón y en otros casos el murciélago. Su nocturnidad y sus perfiles corvos, aguzados, su cercanía con la sangre y la acción de succionar son familiares; el carácter infame, incestuoso del vampiro, apoderándose de seres inocentes, tan cercanos a la madre que los amamanta y la pose estatuaria del vampiro que se inclina y bebe la sangre hundiendo el colmillo filoso y sibilino en el blanco cuello de la víctima, recuerda al niño succionando voluptuosamente el blanco pecho de la madre, recién parida. La misma acción, pero en una se da la vida, en otra la muerte. La dualidad entrevista en la bruja, su doncellez y su decrepitud, su cuerpo nocturno transformado en ave de rapiña, en lechuza o en murciélago sugiere la metamorfosis y el renacimiento continuos del vampiro.

Brujas y vampiros son representación de un viejo mito. Su paso por formas distintas del mismo sentido explican la pervivencia del mito y la necesidad obsesiva que persigue a los que lo cultivan y le dan forma. Fuentes ha declarado indignado contra los que le acusan de haber tornado una u otra de las novelas anteriores a Aura para escribirla: «He buscado a las brujas y, fíjese bien, puesto que he tenido que ir a bus carlas no he ido con un papel en la mano para tomar notas». Las brujas son, están adentro y afuera del que las persigue, las brujas son bellas y son repugnantes, las brujas son ambiguas, son machos o son hembras, son aves o doncellas, son vampiros o lechuzas. Jung encuentra en el inconsciente colectivo la persistente presencia del anima y el animus dentro de los que se contienen respectivamente el hombre en la mujer y la mujer en el hombre. El ánima es esencialmente ambigua, siempre asociada con la oscuridad y la bipolaridad. El vampiro era primero mujer; la oscuridad de la noche, su cercanía con las mujeres que amamantan, el vientre caótico y fecundo, la fertilidad oscura de la tierra, su carácter mohoso, húmedo, escurridizo, laberíntico, la asocian con la escultórica figura del vampiro, deslizando su reiterada sombra negra sobre la luz marfilina de sus contornos y sus dientes, -los blancos dientes de la Berenice de Poe en los que Egeo detiene su poder-. El ánima -bruja-vampiro- es positiva y negativa alternativamente, es hada, es bruja; es doncella, es vieja, es megera, es grácil y delicada. Es una mujer envilecida o es la musa, es un diablo o una diosa y suele padecer de inmortalidad.

Quizás Jung nos lo aclare: «El artista a través de su activación y elaboración de la imagen arquitípica la traduce al idioma del presente y así nos facilita una manera de volver a encontrar las fuentes más profundas de la vida. Es ahí donde se encuentra el significado social del arte. Los antojos insatisfechos del artista vuelven a la imagen primordial en el inconsciente, que está más dotado para comprender la inadecuación y unilateralidad del presente». Al volver arquetípicas las obsesiones, tanto el vampiro como la bruja parecen inmortales y el mito se renueva en el continuo ritual de la escritura.

En su extraordinario estudio sobre las Brujas, el romántico Michelet declara: «La naturaleza las hace hechiceras. En el genio propio el temperamento de la mujer, nace ya hada: por el cambio regular de la exaltación, es sibila, por el amor, maga. Por su agudeza, por su astucia, a menudo fantástica y benéfica, es hechicera y da la suerte, o a lo menos adormece, engaña los males... Así para las religiones, la mujer es madre, solícita nutriz y guardadora fiel. Los dioses son como los hombres: nacen y mueren en su seno» y Michelet cita a Saga, la hechicera y Fuentes le da al conejo, animal propicio a la reproducción y a la sensualidad por la molicie de su piel, el nombre de Saga y le ofrece la belladona que cultiva en su jardín antiguo, y al ofrecérsela ratifica el nombre que siempre se le ha dado a la bruja y que la desdobla en hada, en la buena mujer, en la hermosa, la bella donna del Renacimiento.

El protagonista de Fuentes se llama Felipe y los diablos que solían ayuntarse con las brujas en las aquelarres medievales eran llamados Felipes. Felipe hace el amor con Aura y Aura, como las brujas de Michelet se le ofrece como un altar abierto sobre el que se realiza la doble cópula, la cópula de los cuerpos y el pacto con el diablo; y ese pacto se nutre como entre los vampiros de la sangre. Aura bebe un vino rojo y espeso y sirve una mesa diaria de vísceras sangrientas, en ceremonia reiterada, que luego perpetra desollando a sus víctimas invisibles frente a un espejo que parece no reflejarla en su realidad cotidiana, sino en la del aquelarre infinito. Felipe advierte la dicotomía y acepta a la mujer amada como doncella virginal y como Madre Terrible, imagen incandescente de esta novela y, en última instancia, aprehende en su propia carne la Trinidad señalada: Aura-Consuelo-Felipe, trinidad sacra y sacrílega, guía infinita del laberinto que confunde a la Madre con el Vampiro y a la amada con la Vieja, llevando en los cuernos terribles del Toro pecaminoso la imagen trasmutada de hombre y animal, de hombre y mujer, del Andrógino, pues en hada y bruja conviven también el Diablo y el Vampiro.







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