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Las monjas se inconforman; los bienes de Sor Juana en el espolio del arzobispo Francisco de Aguiar y Seijas

Antonio Rubial García





El cuerpo sin vida mostraba hematomas y llagas purulentas provocados por los cordeles nudosos, por las erizadas cerdas y por las aceradas puntas que lo habían torturado durante años. Los embalsamadores sufrieron para colocar en los pies las sandalias de raso pues las crecidas uñas, convertidas en un instrumento más de tormento, se habían enterrado en las carnes produciendo deformes uñeros. Unos días atrás, los médicos habían tenido que cortar con tenazas un alambre de púas que estaba incrustado alrededor de su cintura. El monstruo de ascetismo que acababa de morir era Francisco de Aguiar y Seijas, gallego proveniente de un ilustre linaje que había ocupado los cargos de obispo de Michoacán (1678-1681) y de arzobispo de México (1681-1698). Durante tres días su cadáver estuvo expuesto a la veneración de los fieles y después de unas suntuosas exequias fue enterrado en la catedral. Tiempo después, la impresión de varios sermones fúnebres y una biografía hecha por su amigo y confesor, Joseph de Lezamis, daban cuenta de las virtudes de uno de los prelados más reformadores y de más prolongado gobierno del periodo virreinal. Tres fueron los temas centrales de la vida de Aguiar sobre los que se insistió en estos textos apologéticos: su ascetismo, su dadivosidad y su afán reformador1. Sobre el primero, el cuerpo del arzobispo era una prueba fehaciente de los prolongados ayunos y de las disciplinas que dejaban las paredes de su cuarto salpicadas de sangre. Una cama cuajada de chinches, que vendió momentos antes de morir, quedó como una prueba más de «la gran penitencia y gusto por la mortificación del señor arzobispo, que quiso dormir tantos años en tan asquerosa compañía». Acerca de su dadivosidad se contaban también cosas sorprendentes. Una parte considerable del salario episcopal, la cuarta parte de los diezmos del arzobispado, era entregado por Aguiar a los pobres y a los hospitales, de tal manera que se calculó que el prelado había repartido en los dieciséis años que ocupó el cargo cerca de dos millones de pesos. Muy a menudo ese dinero, al igual que granos y ropa que llenaban las salas del palacio episcopal, eran repartidos personalmente por él; era común verlo en los hospitales, con la cabeza amarrada con un paño roto, como si fuera un pordiosero, dando limosnas y cuidando a los enfermos. Antes de morir repartió todo el maíz que había en su casa y hasta la cebada para las mulas de su coche y mandó que se vendieran todos sus objetos personales, y el dinero se diera a los pobres. Aunque de esto bien poco se debió sacar, pues el arzobispo practicaba una austeridad franciscana, como terciario que era. «No quiso nunca -dice su biógrafo- cosa de seda, su manteo y sotana, [rotos y raídos], siempre fueron de bayeta pues tenía horror y aversión grande por las cosas del mundo que oliesen a fausto y ostentación». Pero fue quizás en su labor reformadora de la sociedad en lo que más se distinguió este prelado, modelo de las virtudes moralizantes propias de la Contrarreforma católica. Preocupado por la salud espiritual de todos los fieles que habitaban en el arzobispado, Aguiar fue uno de los pocos prelados que realizó la visita pastoral de la mayor parte del extenso territorio que éste ocupaba. En las épocas de secas y durante tres años, recorrió desde el Atlántico hasta el Pacífico administrando la confirmación, predicando la virtud y fustigando el vicio. En esas visitas se negó a recibir las oblaciones y dádivas que acostumbraban dar los pueblos a los prelados en tales ocasiones, tema que lo enfrentó con el obispo de Puebla Manuel Fernández de Santa Cruz, quien no sólo las aceptaba, sino que defendía la continuidad de tal costumbre. En sus visitas, al igual que en las ciudades cabeceras de los obispados que ocupó, Aguiar se mostró como un reformador de la moral pública. Denunció continuamente, pues con ello se rompía con las tradicionales reglas del ordenamiento social, «el notable desorden en los trajes, así por su poca honestidad como por la indistinción con que vestían sedas y telas preciosas y usaban joyas de oro, perlas y plata nobles y plebeyos por igual». Esa misma actitud lo llevó a prohibir las corridas de toros, los palenques de gallos y algunas obras teatrales, a cerrar varias «guanajas» o teatros clandestinos y a quemar los libros de comedias. Como la reforma moral de la sociedad debía tener como base la educación cristiana, llevó a cabo una intensa actividad fundacional de escuelas catequísticas para niños, así como del largamente pospuesto seminario conciliar, pilar para la buena preparación del clero. Pero los mayores esfuerzos reformadores se dirigieron sobre todo hacia las mujeres, cuyos defectos e inmodestia en el vestir atacaba con vehemencia desde el púlpito. «Llegó incluso a pronunciar excomunión ipso facto incurrenda -cuenta Lezamis- para cualquier mujer que pisara su palacio y esto lo hizo después que alguna entró y se vio obligado a cambiar las baldosas que pisara. Cuando andaba de visita, si veía alguna mujer en el patio de la casa o convento, reñía a los curas; aun las cocineras debían estar en otra casa donde él no las viese». Mantener a las mujeres encerradas parecía ser una de sus más constantes obsesiones. Durante su episcopado se fundó, por ejemplo, el recogimiento de San Miguel de Belén, creado en 1683 por el sacerdote oratoriano Domingo Pérez Barcia a instancias de Aguiar para albergar a muchachas pobres y prostitutas arrepentidas. Tiempo después, el mismo prelado ayudó a la fundación del recogimiento cárcel de Santa María Magdalena, en vista que el hospicio de la Misericordia que cumplía tales funciones, estaba en muy mal estado. A su dadivosidad se debió también la fundación del hospital del Divino Salvador para mujeres dementes, obra iniciada por José de Sáyago2. Las actividades «misóginas» de Aguiar alcanzaron también a los conventos de religiosas, entregados a un relajado incumplimiento de las reglas monásticas: ausencia a las oraciones corales, excesivo número de sirvientas y, sobre todo, un continuo contacto con el exterior a través de los locutorios a donde llegaban parientes y «devotos» o galanes de monjas a perturbar y entretener a quienes debían rezar, ayunar y entregarse a la vida contemplativa y solitaria.3 En su celo reformador, el arzobispo no sólo prohibió las visitas de los devotos a las rejas, en 1692 emitió un edicto donde se decía: «se notifica a las preladas de dichos conventos y a las religiosas, se cuiden de tales desmanes e inquietudes de malas amistades con el título de devociones con personas de cualesquier estado. Sobre todo las que más escándalo causan, que son las de dentro de dicha clausura que tienen las religiosas unas con otras, y éstas con niñas seculares y con mozas de servicio, por ser de gravísimo inconveniente y notable escándalo y ruina espiritual [...] Su Señoría manda a las abadesas y vicarias tengan especial cuidado en evitar semejantes devociones y castiguen a las que contravinieren y quebrantaren el tenor de este auto»4. La misma actitud moralizante tuvo con las autoridades civiles. El padre Lezamis dice a este respecto que: «desde el principio negose a los ruegos y empeños de los oidores y virreyes para proveer los curatos que vacaban en sus recomendados, y aunque dejaron de hacerle esas solicitudes, no dejaron de murmurar [...]». No obstante, a lo largo de diez años, el arzobispo trató de mantenerse al margen de la vida política del virreinato, situación que comenzó a cambiar a partir de 1692, año en que se rompieron las relaciones entre él y el conde de Galve. De hecho, ya desde su llegada a Nueva España en 1688, el nuevo virrey Gaspar de Sandoval, con su porte afrancesado, su larga, rizada y bien cuidada cabellera y sus casacas coloridas, no debió ser muy grato al austero arzobispo; y mucho menos lo fue la virreina doña Elvira de Toledo, que además de ser mujer, estaba todo el día entregada a saraos y fiestas en las huertas aledañas a la ciudad. La situación entre las dos autoridades debió ser difícil, pero se hizo aún más tensa a raíz de la rebelión popular del 8 de junio de 1692, ocasionada no tanto por el hambre como por el odio de los desposeídos, nacido de los abusos de los alguaciles y autoridades y de la explotación. Aunque muchos culpaban al virrey por lo sucedido, y lo asociaban con los comerciantes que al ocultar el grano provocaron la subida de los precios y la carestía, Francisco de Aguiar no quiso cuestionar a la máxima autoridad del virreinato. La historia novohispana estaba llena de esos conflictos entre arzobispos y virreyes en los que lo único que se había conseguido era el escándalo. No obstante, su posición moral lo obligó a atacar a los comerciantes y a los regatones con excomuniones, y su excesiva caridad lo llevó a aumentar las limosnas para paliar las necesidades de una población hundida en la miseria. Ambas actividades le dieron una enorme popularidad entre amplios sectores sociales y aumentaron su presencia política, frente a la cada vez más menguante figura del conde de Galve. En una sociedad en la que era tradición que el arzobispo tomara el lugar del virrey en momentos críticos, no se vio con malos ojos que el prelado interviniera en la prohibición de la venta del pulque y en la suspensión de la concesión que el comerciante Juan de la Rea tenía sobre este «asiento». Para muchos esa bebida había sido la causante de los incendios y de los robos durante la terrible noche de la rebelión. En febrero de 1696 la Corona aceptó por fin la renuncia del conde de Galve, después de tres años y medio de insistentes súplicas y de un gobierno debilitado por la presencia del arzobispo reformador. Para sorpresa de muchos y rompiendo las inveteradas costumbres, el Consejo de Indias nombró para suplirlo al obispo de Michoacán, Juan Ortega y Montañés, como virrey interino. En otras ocasiones la autoridad elegida para tal función había sido la del arzobispo de México, pero quizás en España se temían los excesos reformadores de Aguiar. Un año después el arzobispo moría y su cargo era ocupado por Juan Ortega y Montañés, quien ya había entregado el virreinato a su sucesor, el conde de Moctezuma, y que había mostrado durante su mandato equilibrio y prudencia. A pesar de que la Corona no reconoció la labor política de Francisco de Aguiar y Seijas, su figura de obispo dadivoso, de sacerdote asceta y de reformador de las costumbres fue considerada como un modelo para los prelados. Por ello, en 1739 el arzobispo Juan Antonio de Vizarrón y Eguiarreta inició las informaciones sobre su vida, milagros y virtudes para solicitar a la Santa Sede su beatificación5. Sin embargo, no todo fueron alabanzas, loas y exaltados sermones. En 1699, el mismo año que salía a la luz la obra Joseph de Lezamis, tres conventos de religiosas exigían la restitución de propiedades y capitales que la obsesiva dadivosidad de Aguiar les había confiscado. La petición se abría como un proceso judicial sobre el espolio, es decir sobre los bienes que el arzobispo había dejado6. Aunque las monjas hacían al profesar voto de pobreza, era costumbre que algunas poseyeran bienes propios. Sin embargo a su muerte, y salvo disposición testamentaria en contra, tales «reservas» pasaban íntegras al patrimonio conventual, y de ahí el interés de estas comunidades por exigir la restitución de esos bienes. Uno de los conventos que se inconformaba era el de San Lorenzo de religiosas agustinas. Su abadesa reclamaba las rentas de las casas donde estaba el hospital para mujeres dementes del Divino Salvador. Aguiar había ordenado, para ayudar a la recién fundada institución, que se suspendieran los pagos de la renta al convento. La abadesa reclamaba también la restitución de varias partidas para casar a doncellas pobres, entregadas al convento en administración por ciertos benefactores, y que el arzobispo se había apropiado por decreto. El monasterio de Jesús María, por su parte, a través de su mayordomo Esteban Bayo, pedía la restitución de 1200 pesos de las rentas de unas casas en la calle de Santo Domingo, propiedad de sor María de la Trinidad, religiosa recién fallecida e hija adoptiva del mercader de plata Diego del Castillo, benefactor del convento. Las casas habían sido confiscadas por Aguiar en 1694 como castigo a esta religiosa, por su complicidad y ocultamiento de una sacrílega relación amorosa entre una monja del convento y un fraile agustino7. Por disposición del testamento de Diego del Castillo, las casas pasarían a otra hija adoptiva suya, profesa en el convento de Santa Isabel, y a su muerte se reintegrarían al de Jesús María8. Finalmente, el monasterio de San Jerónimo alegaba la restitución de un dinero que pertenecían a Sor Juana Inés de la Cruz. Habiendo fallecido la monja escritora, Aguiar mandó sacar las alhajas que estaban en su celda, así como 2000 pesos que tenía en depósito con Domingo de la Rea, hermano del asentista del pulque y rico mercader de plata heredero del banco de Diego del Castillo. Sor Juana había señalado en su testamento que esos bienes debían pasar a su sobrina Isabel de San Joseph, y a la muerte de ésta al convento. La abadesa decía estar dispuesta a perder las alhajas, pero solicitaba que por lo menos se les restituyera el dinero. Aunque el espolio se abrió en 1699, la resolución no se dio sino hasta 1703; la causa fue que el chantre Manuel de Escalante y Mendoza, superintendente de las obras de catedral, había metido los bienes del espolio a las cajas reales sin tener en cuenta el requisito legal que exigía abrirlos antes a las peticiones de los acreedores. El deán Diego de Malpartida Zenteno, que al parecer no tenía ninguna simpatía por el chantre pues lo llama «regalista» y lo acusa del mal estado de las bóvedas de catedral, culpaba a su colega de haber procedido con dolo en el caso del espolio. Al final, las monjas pudieron recuperar parte de los bienes que exigían, a pesar de que el espolio no era muy substancioso. En él había dos mitras, una bordada en oro y otra en raso blanco, dos pectorales de oro con dieciocho esmeraldas, tres anillos pastorales con una esmeralda cada uno, un bejuquillo de oro de China, un báculo de carey con casquillo y cruz de plata y un sello de plata. Como se ve, objetos todos relacionados con insignias episcopales. El dadivoso arzobispo Aguiar había regalado el resto de sus bienes, al igual que los confiscados a las monjas, a sus amados pobres. En contraste con los escasos bienes que dejó Aguiar, cinco años después de emitida la resolución sobre ellos se abrió el espolio de su sucesor en el arzobispado Juan Ortega y Montañés, fallecido en 1708. En este proceso judicial abundan las joyas, la ropa, las vajillas, los muebles, las pinturas, los libros, los carruajes y las sillas de manos. Pero esta no es la única diferencia con el espolio de Aguiar, otra muy notable es que Ortega murió sin dejar deudas9. Los inventarios de bienes son no sólo una fuente de información para conocer el ambiente en que se movían los testadores, son también un indicador de las cualidades e intereses de esas personas. En el espolio de Aguiar se hacen notables dos de las características de su personalidad que resaltaban sus biógrafos. Por un lado, el hecho de que los principales acreedores al espolio sean los monasterios femeninos nos habla de la obsesión reformadora que el arzobispo desarrolló hacia las mujeres, y sobre todo hacia las monjas. La preeminencia política que Aguiar obtuvo a partir de la rebelión de 1692, le permitió tener una mayor ingerencia en los asuntos públicos y le dejó las manos libres para apropiarse de algunos bienes de las religiosas, sobre todo de aquellas que habían transgredido el voto de pobreza individual y que se mostraban, además, insumisas a su autoridad. Una de ellas, sor Juana Inés de la Cruz, dedicada a actividades literarias consideradas demasiado mundanas para una monja, había sido para Aguiar una continua causa de preocupación. La religiosa logró mantener su autonomía a lo largo de diez años gracias a que tuvo acceso al palacio, su ámbito protector, por medio de las virreinas y de su padrino Pedro Velázquez de la Cadena, secretario de gobernación. A causa de la caída política del conde de Galve después de 1692 y de la renuncia de su padrino a la secretaría en 1694, el arzobispo logró someter a la religiosa a su obediencia y la orilló a dejar de escribir. La confiscación de sus bienes a su muerte se convertía así en un último acto con el que el prelado simbolizaba su triunfo sobre la monja10. La otra, sor María de la Trinidad, además de tener varias propiedades, en una de las cuales se había cometido el sacrílego incidente entre la religiosa y el fraile, había ocultado un grave delito. Su castigo, al igual que el de la monja transgresora, debía ser ejemplar, y la confiscación de sus bienes se convertía en un pago mínimo por su pecado. Sin embargo, el espolio también nos muestra la otra cara de la moneda. Los monasterios de religiosas tuvieron la posibilidad de exigir su participación en la herencia de un prelado que abusó de su poder para despojarlas de sus bienes legítimos; esto prueba que, en el ámbito legal, las mujeres tenían la posibilidad de ejercer su derecho a recibir justicia igual que los varones. El segundo rasgo de la personalidad de Aguiar que nos presenta el espolio es el de su excesiva caridad para con los pobres. La apropiación de los bienes conventuales no tenía otra finalidad más que la de allegarse mayores recursos para las crecientes necesidades de la ciudad y de los miserables. Estos habían aumentado considerablemente desde 1692, no sólo por la carestía que se vivía en la capital, sino también por la creciente inmigración que llegaba a ella desde los alrededores, atraída, entre otras causas, por la dadivosidad del arzobispo. Además de los monasterios femeninos, hubo otro acreedor en el espolio de Aguiar: un editor a quien el prelado debía dinero por la publicación de una obra aparecida en 1698. El texto narraba la vida de San Juan Crisóstomo, limosnero, patriarca y obispo de Alejandría y su autor era don Juan de Palafox y Mendoza. Es muy significativo que la última edición promovida por Aguiar, en el mismo año de su muerte, fuera la biografía de un prelado, modelo de caridad y dadivosidad, escrita por otro prelado, paradigma del hombre reformador. Ambos eran ejemplos de las dos virtudes centrales que habían regido la actividad del arzobispo que marcó el destino de sor Juana Inés de la Cruz.





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