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Las mujeres en la España del siglo XVIII: trayectorias de la investigación y perspectivas de futuro1

Mónica Bolufer Peruga


Universitat de València

Per a Manel, que acaba d'arribar.






La emergencia de una perspectiva historiográfica

La mujer constituye, a través de la Historia, una recurrente figura literaria y moral: a la vez, una ensoñación del imaginario masculino, imagen de sus deseos y temores, y un molde prescriptivo de comportamiento y subjetividad que suscita, en un diálogo complejo, adhesiones y rechazos por parte de las mujeres. La reiteración de las imágenes, tanto positivas como negativas, de la feminidad enmascara con frecuencia lo que constituye la realidad de éstas como sujetos sociales e históricos, en la diversidad de sus condiciones sociales, profesionales, religiosas, culturales o familiares y de sus identidades como individuos. En ese sentido, las figuras literarias han constituido con frecuencia una trampa para los historiadores, que, cuando se han ocupado de ellas, han tendido a repetir, tomándolas como descriptivas de la realidad social y sin analizarlas en profundidad, las representaciones de la mujer contenidas en la literatura normativa y de creación. Así, por lo que respecta al siglo XVIII español, algunas imágenes poderosas, presentes en grabados y sátiras, novelas y comedias, obras morales y pedagógicas, escritos médicos o proyectos reformistas han capturado la imaginación de los estudiosos: la dama ociosa, «petimetra» frívola y casquivana, ávida consumidora de modas extranjeras, tiránica y caprichosa con su sufrido acompañante, el «cortejo»; la «bachillera» de superficial erudición; la «maja» insolente y seductora; la matrona laboriosa y sobria, guardiana del antiguo «recato», o bien la esposa virtuosa y madre sentimental al nuevo estilo de las Luces. Representaciones que, pretendiendo describir comportamientos, tratan ante todo de transformarlos y revelan la realidad social de forma indirecta, a través de los propósitos que traslucen, los valores que encarnan y las identificaciones que suscitan.

La historia de las mujeres ha hecho progresivamente visibles las relaciones y paradojas entre la construcción cultural de la feminidad y las prácticas de vida de las mujeres, y constituye un campo de estudios en el que nuestros conocimientos y nuestra sensibilidad historiográfica se han enriquecido notablemente en las últimas décadas. De lo que se trata es de restituir una presencia, la de las mujeres como sujetos históricos, pero también de aplicar una virtualidad analítica, desvelando la importancia de la diferencia de los sexos en la organización y la dinámica social en todos los ámbitos, tanto económicos, como culturales o políticos2.

Por lo que se refiere al siglo XVIII, estos estudios tuvieron precedentes aislados en los años 30 en algunos trabajos como los de Margarita Nelken o M.ª Pilar Oñate, que indagaron en las aportaciones que la modernidad ilustrada había hecho a favor de la «emancipación» de las mujeres3. Tras un largo paréntesis intelectual y político, en los años 70 se publica el libro de Carmen Martín Gaite sobre los «usos amorosos» del XVIII, simbolizados en la costumbre del «cortejo» o acompañante de una dama casada. Se trataba de un brillante estudio que hacía uso por primera vez de forma sistemática de las fuentes literarias para reconstruir los cambios en los estilos de vida en la época de la Ilustración, pero que, lastrado por una interpretación en exceso literal de sus fuentes, suscribía como cierta la imagen de «frivolidad» reiterada en la crítica de costumbres de la época4. Poco después, el hispanista Paul Guinard constataba la recurrencia de la discusión sobre la feminidad en la prensa ilustrada, mientras que la sólida biografía de Paula Demerson sobre la condesa de Montijo trazó el perfil de una gran dama del siglo XVIII, sacando a la luz con él todo un ambiente de renovación intelectual, reformismo y sociabilidad en el que mujeres como ella desempeñaron un papel relevante5. Precedida por estas y otras aportaciones, la eclosión de estos estudios se produjo, sin embargo, a partir de los 80, vinculada al feminismo como movimiento social y pensamiento crítico: de entonces datan las primeras aproximaciones, a cargo de M.ª Victoria López-Cordón, Margarita Ortega, Isabel Morant o Montserrat Carbonell, entre otras, a cuestiones como el trabajo de las mujeres en el marco del reformismo dieciochesco, los discursos sobre la feminidad o las continuidades y cambios legislativos entre el Antiguo Régimen y el liberalismo6. Al no existir una tradición para estos estudios, brillaban por su ausencia, con valiosas excepciones, las obras eruditas (ediciones, bibliografías y repertorios) que sirviesen de punto de partida, pero paulatinamente fue emergiendo una gran variedad de fuentes primarias para la investigación, que comprendían desde censos y códigos legales a protocolos notariales, procesos judiciales o textos literarios.

A principios de los 90, las investigaciones habían experimentado un indudable avance, y la participación de historiadoras e historiadores españoles en las ediciones para nuestro país de dos importantes obras colectivas publicadas en Europa y en Estados Unidos fue un primer intento de construir una historia de las mujeres en España sobre la base de los estudios realizados, todavía muy incompletos7.

Al recorrer la historia del siglo XVIII español, la atención de los primeros estudios se detuvo en algunos acontecimientos destacados que, de uno u otro modo, habían afectado de manera especial a las mujeres en sus condiciones de vida y en las formas de representación de la feminidad. Los más reiterados, por lo que respecta a las clases populares, la «liberalización» del trabajo femenino en los oficios textiles (por Reales Cédulas de 1779, 1784, 1790 y 1793) o la Real Orden exhortando a la creación de escuelas gratuitas femeninas a partir de 1783; en los medios acomodados, la difusión de nuevos estilos de vida, sociabilidad y consumo, más hedonistas (tertulias, paseos, visitas, modas extranjeras), en los que las damas de la aristocracia y las clases medias ejercieron un papel destacado. En el orden del pensamiento, el énfasis recaía en la polémica suscitada a partir de 1726 por la publicación de la «Defensa de las mujeres» del P. Feijoo (incluida en su Teatro crítico universal), el debate habido en el seno de la Sociedad Económica Matritense sobre la admisión de mujeres (y la ulterior fundación de la Junta de Damas), que aparecían como episodios aislados y singulares, y, en todo caso, se aludía a algunas figuras de intelectuales como Josefa Amar y la condesa de Montijo; en otro ámbito, no pasaba desapercibido el éxito de la literatura sentimental que ofrecía una visión amable y afectiva del matrimonio y concedía un especial protagonismo a los personajes femeninos (ejemplificada en El sí de las niñas de Moratín).

Eran esos hechos y figuras ya conocidos, que ahora cabía insertar en una visión global del devenir del siglo. Existía alguna tendencia a interpretar todos esos signos como indicativos de que el XVIII habría sido, en su conjunto, una época favorable a las mujeres (extendiendo así a nuestro país la valoración entusiasta de los hermanos Goncourt, que lo consideraron en Francia «le siècle des femmes»), e incluso de asumir que el reformismo ilustrado había actuado, de forma explícita, en su favor. Sin embargo, los primeros balances se esforzaron ya por matizar que de ningún modo podían tomarse algunos fenómenos aislados y de índole bien diversa como definitorios de la realidad de una época rica en cambios pero también en continuidades, ni como hechos que afectaran en sentido positivo y de manera uniforme a las mujeres8.

Desde los años 90 y hasta nuestros días, las investigaciones se han ampliado y diversificado de forma notable. Las aproximaciones más interesantes se han interrogado por la tensión y la relación entre representaciones de la feminidad y prácticas de vida, evitando establecer una equivalencia simple entre ambas, pero también considerarlas como realidades totalmente disociadas en la experiencia de las mujeres. La Historia se ha visto así obligada a incorporar a sus análisis, junto a los documentos de archivo más habituales, otras fuentes, en particular la literatura de creación y normativa: textos morales, pedagógicos, médicos y económicos; los estudios literarios, por su parte, han ido interesándose también (aunque con algún retraso y quizá todavía en menor medida que la investigación histórica) por el papel de las mujeres en la literatura, como personajes, lectoras y autoras.




Una nueva mirada sobre la sociedad del siglo XVIII

Las investigaciones de las últimas décadas sobre la vida y la representación de las mujeres en el siglo de las Luces han hecho emerger, en efecto, un verdadero filón y constituyen aportación teórica y metodológica que ha contribuido muy significativamente a enriquecer nuestra visión de la cultura y la sociedad españolas del siglo XVIII. Así, en el ámbito económico, los estudios sobre el trabajo de las mujeres en la sociedad preindustrial han ido descubriendo la amplia variedad de sus ocupaciones: en el mundo rural, en las tareas agrícolas y otros trabajos estacionales y complementarios, como la industria textil dispersa; en el urbano, en los talleres gremiales, en calidad de esposas, viudas, hijas o criadas de los maestros, en las nuevas manufacturas centralizadas o bien en el abigarrado mundo del trabajo extragremial, el comercio y el servicio doméstico. De ese modo se ha puesto en evidencia que, más allá de la retórica ilustrada sobre la urgencia de emplear las manos «ociosas», entre ellas las de las mujeres, el trabajo de éstas era una realidad secular y resultaba vital tanto desde el punto de vista de la subsistencia familiar como del funcionamiento general de la economía9. Las Reales Cédulas que, a partir de 1779, permitieron a las mujeres, contra las restricciones gremiales, trabajar en todas las ocupaciones «compatibles con el decoro y fuerza de su sexo», y que algunos autores interpretaron como una muestra del carácter «liberal» y favorable a las mujeres de los gobiernos reformistas, constituyeron más bien un intento de adecuar el marco legislativo a una práctica económica ya habitual, el empleo de una mano de obra más barata, así como, por razones morales e ideológicas, de reconducir a las trabajadoras hacia los oficios textiles, que se consideraban más compatibles con el decoro femenino y las obligaciones maternas y familiares, redefinidas ahora de forma más exigente10. De ese modo puede entenderse que, a la vez que se insistía en la utilidad social y el valor moral del trabajo femenino, se promulgasen disposiciones que prohibían o restringían el ejercicio de ocupaciones tradicionales, como la venta ambulante de sebo (por ordenanzas madrileñas de 1740), la emigración de segadoras gallegas a Castilla (en 1754 y 1766), o el oficio de comadrona, recortado en sus competencias en favor de los cirujanos en 1740, medidas que se justificaban, al menos parcialmente, en nombre de la moralidad social y familiar.

En el ámbito de la historia social, el protagonismo de las mujeres en los nuevos hábitos de consumo y sociabilidad del Setecientos (paseos, tertulias, visitas, cortejo) fue un aspecto destacado por los primeros estudios, a partir del influyente trabajo de Carmen Martín Gaite. Se entendían como nuevas libertades de las que se habrían beneficiado las mujeres de la nobleza y las clases medias, pero que habrían producido formas de vida frívolas e insustanciales, lejos de la brillantez de sus modelos franceses. Sin embargo, nuestra visión de estas costumbres se ha ido modificando, menos por la aportación de nuevos datos que por el cambio de perspectiva en su interpretación. En efecto, los testimonios literarios de los nuevos estilos de vida (sátiras, relatos de viajeros, diatribas morales, críticas de costumbres y ensayos periodísticos) deben leerse de forma menos ingenua, sin olvidar nunca su dimensión retórica. Espectadores interesados, ilustrados, viajeros y moralistas tienden a sobredimensionar el alcance de las transformaciones, presentándolas como signos, según los casos, de una alarmante degeneración de las costumbres o de un nuevo y bienvenido refinamiento11. Así, el contraste, recurrente en los textos y asumido con frecuencia en los mismos términos por los historiadores, entre la austeridad y severidad de los usos sociales del Barroco y la libertad de costumbres dieciochesca, simbolizado en la oposición entre la doncella y esposa recatadas y la «petimetra», es en parte un efecto literario, puesto que la reclusión de las españolas en el Siglo de Oro fue más bien una aspiración de los moralistas (de Vives a Fray Luis de León) que una realidad, a la vez que el desarrollo de nuevos estilos de sociabilidad y consumo fue menos espectacular de lo que las críticas sugieren. Y, sobre todo, la «frivolidad» que éstas transmiten forma parte de las estrategias ilustradas de crítica social, que exageraban y descalificaban la «corrupción» con el fin de proponer nuevas pautas de comportamiento: lujo «moderado», sociabilidad más discreta, una vida familiar doméstica y sensible, de la que se responsabilizaba, con un énfasis nuevo, de manera particular a las mujeres.

Las nuevas formas de distinción a través de la sociabilidad y el consumo suntuario desvelan su racionalidad, en efecto, en un contexto social en el que nuevas y viejas élites tendían a integrarse por la vía de los estilos de vida. En este sentido, los estudios sobre la asignación de papeles y responsabilidades diferenciados para ambos sexos en el proceso de formación de las oligarquías agrarias y la burguesía comercial han revelado cómo las mujeres constituyeron una pieza esencial de las estrategias familiares, a través de las alianzas matrimoniales y de su participación en la exhibición del status12.

Si estos trabajos ponen de relieve el papel de las mujeres en los procesos de ascenso y consolidación de élites propios de una época de transición, otros estudios han fijado su atención en los fenómenos de conflictividad social. Así, cabe destacar por su interés el análisis de las relaciones y conflictos familiares y de los valores sociales que éstos traslucen. Los procesos judiciales dirimidos ante la justicia civil y eclesiástica muestran que las mujeres entablaban con frecuencia demandas de cumplimiento de promesas de matrimonio, solicitudes de «divorcio» o requisitorias para conseguir la vuelta del marido emigrado a Indias13. Todo ello en el marco de exigencias morales y sociales que implicaban de modo distinto a hombres y mujeres, y de una legislación que sancionaba jurídicamente esa desigualdad, sin cambios sustanciales a lo largo del XVIII (salvo la supresión del derecho privado foral, sustituido por el castellano, en el Reino de Valencia, como consecuencia de la Guerra de Sucesión)14. Leyes y costumbres que imponían a las mujeres estrictas exigencias de virtud sexual, y que en caso de conflicto subordinaban la reparación de su honor a la conveniencia de las familias y los valores sociales, contrarios al matrimonio desigual; que exigían también de los hombres el cumplimiento de sus promesas de matrimonio y de sus obligaciones como padres y maridos, pero tolerando en mayor grado y castigando con menor rigor sus veleidades amorosas. En ese tablero social de reglas desiguales, las mujeres jugaron sus bazas y desplegaron las estrategias posibles, reclamando (con variable fortuna) lo que entendían ser sus derechos y el cumplimiento de sus deberes por parte de sus cónyuges o prometidos. Las experiencias diferenciales de la pobreza y la marginación muestran otra de las caras conflictivas del siglo: la pauperización que acompañó al crecimiento económico afectó de forma particular a las mujeres, pero las formas específicas de corrección, asistencia y represión a ellas dirigidas (casas de arrepentidas, galeras...) deben entenderse también en relación con unos valores morales que hacían descansar el honor de las familias sobre la honra de las mujeres y castigaban con severidad toda desviación15.

En el campo de la historia política, prácticamente queda todo por hacer en lo que respecta a las relaciones de las mujeres con el ejercicio del poder. Así, empezando por la cúspide de la autoridad en el Antiguo Régimen, la institución monárquica, las figuras de las reinas de la dinastía borbónica carecen todavía (con la excepción de Isabel de Farnesio) de estudios adecuados, en los que se analice la forma en que desempeñaron un papel, el de reina consorte, al que se reconocía dentro de la política dinástica importantes atribuciones, pero que al mismo tiempo se contemplaba con desconfianza en la medida en que concedía a las mujeres un poder efectivo16. Las perspectivas abiertas por la historia de las mujeres, que ha desvelado las complejidades de la relación de éstas con el poder, y por la nueva historia política, que se interesa por la representación simbólica del poder y por sus mecanismos tanto formales como informales, resultan necesarias para superar los tópicos que presentan a la esposa del rey como una figura intrigante, verdadero poder en la sombra, incorporando sin cuestionarlos los reproches vertidos en la publicística de la época que, en coyunturas de conflicto, instrumentalizaban la secular desconfianza hacia el «imperio de las mujeres» en forma de crítica política: ejemplo de esta distorsión sería la imagen todavía demasiado habitual de un Felipe V dominado sucesivamente por sus dos esposas, M.ª Luisa Gabriela de Saboya e Isabel de Farnesio17. Por otra parte, sería de desear que tuvieran continuidad los trabajos sobre aristócratas que, en calidad de señoras de estados y vasallos, ejercieron un auténtico papel político tanto en la administración de sus señoríos (incluyendo el nombramiento de oficios, la justicia, la beneficencia, el mecenazgo) como a través de su influencia en la Corte18.

Si la institución monárquica o la autoridad señorial representan las formas tradicionales de ejercicio del poder en el Antiguo Régimen, en el ámbito de la nueva cultura política propia de la Ilustración se produjo un debate significativo sobre la presencia de las mujeres en los nuevos espacios públicos, que tiene su episodio más revelador en la polémica sobre la admisión de damas en la Sociedad Económica de Amigos del País de Madrid (1776-1787). Rescatado por los estudios de los años 70 y 80 de la consideración de mera anécdota curiosa, si no excéntrica, con que lo contemplaron los eruditos del siglo XIX, sólo en fechas más recientes se ha valorado como un debate propiamente político, cuyo sentido, inspiración y argumentos pueden compararse, pese a sus profundas diferencias, con las discusiones sobre la ciudadanía habidas en la Francia revolucionaria o en la independencia de los Estados Unidos19.

En relación con este debate, los estudios sobre sociabilidad ilustrada sugieren que, frente a la tradicional idea de la rígida división entre las dos esferas (pública-política-masculina y privada-doméstica-femenina), las mujeres se interesaron por la actividad pública en el terreno de lo social y la ejercieron con determinación, instrumentalizando los resquicios posibles de un sistema que reservaba a los hombres la acción propiamente política20. En ese sentido, las actividades benéficas y educativas de la Junta de Damas de Honor y Mérito finalmente constituida en el seno de la Matritense son hoy ampliamente conocidas, como lo son, aunque en menor medida, los célebres salones de las duquesas de Alba y Osuna, las marquesas de Sarria o Fuerte Híjar o la condesa de Montijo21. Sin embargo, resulta necesario avanzar en el estudio de otras instituciones de orientación ilustrada y reformista establecidas en otras ciudades españolas (como Cádiz, Málaga, Valencia...). Existe un obstáculo importante, el de las fuentes, que, copiosas en el caso de las instituciones formales (Academias, Sociedades) de las que las mujeres estaban, por lo común, excluidas (o admitidas, en todo caso, bajo la lógica de la excepción), son escasas cuando se trata de asociaciones informales, salones y tertulias, en los que la presencia femenina era destacada, lo que obliga a trabajar con referencias indirectas, muchas de carácter literario22. Pero sobre todo, se impone situar esas formas de sociabilidad dentro de un marco teórico en el que «privado» y «público» no constituyen tanto esferas netamente diferenciadas y adscritas a cada uno de los sexos como categorías conceptuales que han revestido significados múltiples, y que en el siglo XVIII tan sólo comenzaban a identificarse prioritariamente con los espacios de la política (entendido como exclusivamente masculino) y de la vida doméstica (considerado como responsabilidad primordial de las mujeres)23. Las nuevas formas de sociabilidad, más o menos formales (de las tertulias y salones a las instituciones benéficas, Academias o Sociedades Económicas), deben entenderse, pues, como modos de relación situados, de forma diferente para cada una de ellas, entre lo privado y lo público, en el terreno de lo social, y en ocasiones de lo cívico, en los cuales la presencia femenina era por lo común tolerada e incluso reclamada, a la vez que contenida dentro de unas normas y unos límites: los de la discreción, las «virtudes oscuras», la actividad pública entendida como extensión del papel doméstico.

Por otro lado, en el terreno de la historia cultural, la investigación sobre el papel de las mujeres en los discursos ilustrados y en las prácticas culturales y de sociabilidad propias de las Luces ha enriquecido y complicado notablemente nuestro conocimiento sobre la Ilustración española. Así, por una parte, se ha demostrado que el debate de los sexos o la reflexión y discusión sobre la naturaleza, identidad y funciones de mujeres y hombres y la producción de modelos normativos fue parte sustancial de los cambios sociales y culturales del siglo, en estrecha relación con las discusiones europeas contemporáneas. La investigación sistemática ha permitido situar en su contexto internacional aquellos aspectos del debate ya conocidos (como la polémica feijoniana o la discusión en el seno de la Sociedad Económica), pero, sobre todo, ha desvelado la recurrencia del debate en los campos y los registros más diversos, desde el ensayo filosófico, la discusión pedagógica o moral, la sátira de costumbres y la divulgación médica a la prensa o la creación literaria24. El balance no es el de un «progreso» sin tensiones. Si los discursos tradicionales que establecían la inferioridad de las mujeres caen en descrédito en medios ilustrados (tal como ilustra la polémica feijoniana), las nuevas formas de representación insisten en la «complementariedad» de los sexos, asignándoles inclinaciones y cualidades morales e intelectuales distintas y correspondientes a las funciones diferenciadas que se les adjudican en la sociedad (para los hombres la razón abstracta, para las mujeres la moral y los sentimientos), y que en el caso de las mujeres se orientan hacia un papel doméstico redefinido en términos más exigentes, como vocación totalizante y tendencia «natural». Modelos difundidos de forma insistente en tratados morales y pedagógicos, textos médicos, periódicos y novelas sentimentales, que contribuyeron de forma poderosa a construir comportamientos y sensibilidades. Sin embargo, junto a ese discurso dominante, otras voces (como las de Josefa Amar, Inés Joyes o Ignacio López de Ayala) sostuvieron la igualdad esencial de los sexos en tanto que seres de razón y argumentaron que lo que se tenía por tendencias innatas de la feminidad no era sino el producto de una educación que modelaba la conducta, sentimientos y expectativas de las mujeres.

La educación de las mujeres, en efecto, aparece como uno de los temas centrales y paradójicos de la Ilustración. El mayor interés por instruirlas se plasma ante todo en una avalancha de textos morales y pedagógicos y novelas didácticas para formarlas en sus deberes, y que contienen propuestas algo más amplias y exigentes que antaño, incluyendo higiene y economía doméstica, rudimentos de Geografía e Historia, ciencias y lenguas extranjeras y saberes ornamentales, como la música o la danza. Todo ello con un enfoque utilitario y límites nítidos, puesto que en ningún caso se admitía que rivalizasen con los hombres en el saber, como sugiere el estereotipo satírico de la «bachillera» o mujer culta25. Con respecto a las prácticas educativas, aunque la educación doméstica debió ser la experiencia más extendida, conocemos el funcionamiento de algunos establecimientos de enseñanza, como las Salesas o Loreto, así como los proyectos fracasados de crear, frente a los tradicionales conventos, colegios laicos para jóvenes de buena familia (en Sevilla, siguiendo el esbozo de Ola vide en 1768, o en Vergara, según el plan de la Sociedad Económica)26. Las ambigüedades y limitaciones de los escritos educativos, los proyectos y las realizaciones ponen de manifiesto cómo, pese a los proclamados propósitos de remediar la «ignorancia» de las mujeres, las propuestas iban básicamente orientadas a formarlas para un rol doméstico y social redefinido: el de esposas y madres entregadas y, en todo caso, mujeres capaces de satisfacer las obligaciones de la sociabilidad. Espíritu utilitario que contrasta con el modo en que muchas mujeres concebían su propia educación, como una puerta abierta al saber y un motivo de íntima satisfacción27.

Al mismo tiempo, las investigaciones han comenzado a clarificar el papel de las mujeres como parte sustancial de las transformaciones culturales del siglo XVIII, en calidad de lectoras, escritoras y participantes en instituciones de sociabilidad intelectual. La emergencia de las lectoras como un sector del público cada vez más numeroso y crecientemente solicitado por autores y editores, dentro del panorama general de desarrollo de la cultura impresa y formación de la opinión pública, nos es cada vez mejor conocida. Los análisis sobre la figura de la lectora tal como ésta aparece representada en la literatura de la época, los primeros trabajos cuantitativos sobre la presencia de las mujeres en las listas de suscripción de periódicos o novelas, los ensayos de reconstitución de bibliotecas o la indagación en los primeros proyectos de periódicos específicamente «femeninos» iluminan facetas complementarias de esa realidad28. Y es que la experiencia y el significado de la lectura para las mujeres se sitúa, entre lo individual y lo social, en relación con las imágenes normativas o satíricas con las que moralistas, escritores y periodistas a la vez daban cuenta del aumento de las lectoras, se esforzaban por congraciarse con ese público potencial y trataban de dirigir y moralizar las lecturas y las propias vidas de las mujeres. En ese sentido, falta todavía mucho por hacer: continuar y ampliar el estudio de bibliotecas femeninas, a pesar de las limitaciones metodológicas inherentes a ese tipo de trabajos (basados, por lo común, en inventarios notariales), explotar de forma más sistemática y exhaustiva las listas de suscripción o confeccionar repertorios de publicaciones dirigidas a las mujeres, analizando sus contenidos y estrategias retóricas, su autoría y el tipo de relación que entablaban con sus lectoras. También estudiar las referencias a la lectura en textos de mujeres, que nos aproximen al significado que la actividad intelectual tuvo para ellas, en cierta medida, como íntimo reducto de libertad y como modo de proyección pública.

Frente a la imagen tradicional del siglo XVIII como una época de escasa actividad literaria femenina, entre el mundo de las escritoras del Barroco y la emergencia de las autoras románticas a partir de 1830, los estudios de las últimas décadas han desvelado el incremento en el número de autoras que dieron a la prensa sus escritos y, sobre todo, su mayor presencia pública en la «república de las letras», en un tiempo en el que los impresos circulaban más ampliamente y ejercían una influencia creciente en la configuración de la opinión29. La explotación sistemática de repertorios eruditos (en particular los Apuntes para una biblioteca de escritoras hispanas de Serrano Sanz y la Biblioteca de autores españoles del siglo XVIII de Aguilar Piñal), la mejora en la catalogación de los fondos antiguos y el uso de documentación sobre censura de libros han permitido establecer de forma más precisa la nómina de las escritoras y sus obras, localizando textos que se creían perdidos, corrigiendo algunos errores de identificación y descubriendo otros. Sobre esa base, diversos trabajos han reconstruido los rasgos generales de la emergencia de las mujeres de letras en el siglo XVIII y, de forma más particular, la obra de algunas de ellas: Josefa Amar, M.ª Rosa Gálvez, Margarita Hickey o M.ª Gertrudis de Hore30. Como resultado de estas investigaciones, sabemos hoy que las escritoras del Setecientos cultivaron una variedad de géneros, con preferencia por la poesía y los morales y didácticos, por razones relacionadas con los estereotipos de la feminidad y las convenciones que rodeaban a la mujer de letras. Conocemos también que la extracción social de las escritoras se diversificó en esta época: junto a las figuras clásicas de la religiosa autora de obras piadosas y profanas (Hore, M.ª Nicolasa Helguero) y de la aristócrata, cuya actitud confiada y segura se apoyaba en la conciencia de su rango y en sus contactos familiares y sociales (condesa de Lalaing, marquesa de Espeja), destaca la presencia creciente de mujeres vinculadas a familias de la burguesía comercial o, con más frecuencia, de funcionarios y profesionales liberales (Amar, Hore, Joys, Hickey, Josefa Jovellanos). Las escritoras aprovecharon las nuevas y renovadas formas de proyección del trabajo literario, como la prensa periódica (en la que algunas publicaron versos o cartas, y donde se reseñaron las obras de muchas de ellas); cabe resaltar también en este sentido la labor de las traductoras, que vertieron al castellano obras significativas de los nuevos valores ilustrados, plasmando en ellas sus aportaciones personales a través de notas, prólogos y dedicatorias o mediante la adición de textos propios. Todas ellas maniobraron en los márgenes de un discurso que, si bien solía celebrar públicamente sus aportaciones, lo hacía estableciendo unos límites expresos o tácitos para las mujeres de letras, de quienes se esperaba que hiciesen gala de humildad, falta de ambición y propósitos morales más que intelectuales o económicos31. Una vez que conocemos los perfiles generales de la nueva figura de la escritora dieciochesca, en el futuro es de esperar que, además de localizar todavía otros escritos inéditos o que se creían desaparecidos, seamos capaces de reconstruir caso por caso, como se ha comenzado a hacer tan sólo para algunas de ellas, el contexto social y familiar y la trayectoria por la que se constituyeron en mujeres de letras: su formación y lecturas, sus apoyos, amistades y círculos de relación y los vínculos existentes entre ellas y con otros escritores o patronos. Por último, resulta necesario dar a conocer sus textos a través de las oportunas ediciones críticas o antológicas, empeño que apenas ha comenzado a dar sus frutos32.




Caminos abiertos: el futuro de las investigaciones

No cabe duda de que la historia de las mujeres se ha convertido en una cuestión de actualidad, que suscita un número creciente de publicaciones y que comienza a incorporarse, en algunos casos, a las obras generales sobre el periodo33. Ello testimonia del éxito de un tema y un enfoque cuya presencia y aceptación académica va todavía, a pesar de los avances, muy por detrás del interés que despierta entre estudiantes universitarios y público en general, pero también suscita nuevas cautelas. El campo abierto a la investigación es muy amplio y variado; sin embargo, para que los nuevos estudios resulten en verdad fructíferos conviene realizar algunas reflexiones y señalar ciertos caminos que parecen particularmente necesarios y fecundos. Me centraré en algunos aspectos: la exigencia teórica, el enfoque comparativo, la relación entre representaciones y prácticas de vida, los estudios en detalle y la interpretación global de las Luces. En primer lugar, existe el peligro de reiterar, en algunos casos, visiones descriptivas, o de obviar la ineludible contextualización histórica que clarifique el sentido que, en cada caso, debe darse a unos conceptos (como los de «igualdad», «diferencia», «misoginia», «feminismo», «ciudadanía», «educación», «razón», «público» o «privado») cuyo significado no es evidente ni inmutable. En relación con ello, se impone un esfuerzo de rigor para no dejarse atrapar por la retórica de los textos, los valores y juicios explícitos o implícitos en ellos, adoptando una cierta distancia que nos permita diferenciarlos de las categorías aplicadas desde el actual análisis histórico o literario. De otro modo, se corre el riesgo de revalidar, dándolos por sentados y sin someterlos a análisis, algunos tópicos de larga fortuna en los enfoques más convencionales. Por ejemplo, el que identifica, explícita o implícitamente, a las mujeres con la literatura sentimental (como lectoras y escritoras), sin desvelar los mecanismos de producción de subjetividad y pautas de conducta por los que ese vínculo fue estableciéndose. O bien el que interpreta, de forma ingenua, la apología ilustrada del «matrimonio de inclinación» como una llamada a la libertad de los corazones, símbolo de la familia moderna, sentimental e igualitaria, frente a las formas familiares jerárquicas, severas y materialistas del pasado, considerándolo como un cambio cultural y social que habría favorecido en particular a las mujeres; ello, sin comprender que los nuevos códigos del sentimiento, sin debilitar la autoridad paternal y conyugal (que se mantiene e incluso se refuerza en las leyes, como la Pragmática de 1776 sobre el consentimiento paterno), educan las conciencias para acordar los afectos a los intereses y establecen nuevas pautas de relación entre maridos y esposas y entre padres e hijos que no dejan de ser profundamente desiguales34.

En segundo lugar, resulta imprescindible abordar todos estos temas desde una perspectiva comparativa que sitúe el caso español en relación con el contexto europeo, profundizando en los puntos de conexión y las diferencias entre desarrollos intelectuales y sociales que, remitiendo a unas inquietudes comunes, siguieron un proceso propio35. Contextualización que no puede limitarse a algunas referencias a los personajes europeos más llamativos (Olympe de Gouges o Mary Wollstonecraft, figuras más revolucionarias que propiamente ilustradas), sino que exige situar el ejemplo español, de forma precisa, en un panorama internacional cuyos perfiles nos resultan cada vez más conocidos, pero en el que ese enfoque comparativo empieza apenas a cultivarse36. Así, por ejemplo, el desarrollo del debate de los sexos en nuestro país confirma que los temas e intereses principales de las Luces europeas no estuvieron ausentes, aunque abordados desde la peculiaridad de una Ilustración moderada, de signo reformista y alcance minoritario.

Por otra parte, conviene no descuidar un interrogante de gran calado, reflexión obligada en este tipo de estudios de historia cultural: ¿Hasta qué punto y de qué formas hicieron suyos las mujeres y hombres de la época los modelos propuestos y difundidos por la literatura normativa y de creación? Es ésta una pregunta que alude a la circulación entre imágenes culturales y experiencias de vida, a las apropiaciones individuales y colectivas de los modelos, para responder a la cual se impone el uso tanto de textos literarios como de otro tipo de fuentes, como los procesos judiciales y las formas de escritura privada (correspondencia, memorias).

Es aquí donde se sitúa, a mi parecer, uno de los aspectos de la investigación en historia de las mujeres que resulta urgente desarrollar, el de las biografías o los estudios en detalle de figuras individuales. Más allá de las biografías clásicas de la condesa de Montijo y la condesa-duquesa de Benavente, o de los datos aportados sobre escritoras como Josefa Amar, María Rosa Gálvez, María Gertrudis de Hore o Margarita Hickey, sigue existiendo la necesidad de reconstruir las vidas de otras mujeres del siglo. Aristócratas célebres pero que resultan aún poco conocidas por encima de los tópicos moralizantes o folclóricos, como la duquesa de Alba o la duquesa de Villahermosa, otras de las que apenas nada sabemos, como Inés Joyes, la condesa de Lalaing (traductora de Mme. de Lambert y Mme. Le Prince de Beaumont) o las socias de la Junta de Damas, por citar sólo algunos ejemplos. La aproximación biográfica resulta particularmente necesaria no sólo por el interés de revestir de carne y hueso a esas figuras borrosas, sino también por razones historiográficas y teóricas. En efecto, el conocimiento de las vidas individuales puede contribuir a evitar una visión simplista de los modelos culturales -por ejemplo, de los patrones de feminidad- en términos de valores hegemónicos, impuestos, que solo pueden suscitar bien una aquiescencia pasiva, o bien una resistencia abierta por parte de los sujetos históricos, para entenderlos como parte de un proceso dinámico en el que hay espacio para la apropiación creativa que crea, parcialmente, nuevos significados. Las historias de vida revelan que las mujeres maniobraban en un marco de relaciones desiguales, acomodándose a ellas, negociando o subvirtiéndolas de formas diversas y con frecuencia sutiles, y en el siglo XVIII se situaron de formas diversas, complejas y conflictivas con respecto a los discursos que redefinían la «naturaleza» de su sexo y su papel social. Por ejemplo, algunas, como la condesa de Montijo, que vivieron la eclosión de la figura de la madre y esposa doméstica y sensible a la rousseaniana, adoptaron ese modelo en sus vidas y sus escritos, de formas, sin embargo, menos restrictivas de lo habitual, que no excluían la firme convicción de la igualdad intelectual y moral de las mujeres o de la legitimidad de su presencia en ámbitos de cultura y sociabilidad.

Los testimonios de la literatura privada (correspondencia, diarios, memorias) resultan, a este respecto, insustituibles, por lo que deberíamos consagrar mayores esfuerzos a localizar y estudiar aquellos que puedan conservarse. Así, la correspondencia contenida en archivos nobiliarios, utilizada (en casos como los de la duquesa de Osuna o las condesas de Castro y Montijo) para reconstruir algunas vidas y conocer la actividad económica y política de las mujeres como señoras feudales, podría servir también como testimonio de la forma en que estas mujeres entendían su propia identidad, su vida familiar, su actividad pública y sus relaciones de amistad, sociabilidad, clientela o patronazgo37. Tampoco cabe descartar que puedan localizarse otras cartas de mujeres del siglo XVIII, en ocasiones en los lugares más inesperados, como la abundante correspondencia familiar y amorosa rescatada por M.ª José de la Pascua o M.ª Luisa Candau en archivos eclesiásticos38.

Los trabajos sobre procesos judiciales, por su parte, están lejos de haber agotado las múltiples posibilidades de unas fuentes de singular riqueza, testimonio no sólo del conflicto familiar y social, sino también de la forma en que mujeres y hombres incorporaban los modelos morales de su tiempo. Lejos de la ingenuidad con que en ocasiones se toman tanto las historias de vida contenidas en autobiografías, cartas y declaraciones judiciales como transcripción inmediata de una experiencia, todas ellas deben analizarse como representaciones de la identidad, propia o ajena (acusaciones, protestas de virtud, relatos de desdichas), construidas con ciertos propósitos (convencer a los jueces, defender el propio honor, conmover al lector o justificarse). Ante los tribunales, en calidad de acusados o demandantes, hombres y mujeres se presentan como figuras morales que encarnan pautas de respetabilidad, convenciones sociales ampliamente extendidas. Figuras que, como en el caso de la joven que se dice seducida y reclama el cumplimiento de una promesa de matrimonio, o de la esposa que escribe reprochando al marido emigrado a Indias su comportamiento irresponsable, se aproximan a los modelos morales contenidos en los tratados normativos o en las novelas y comedias sentimentales (al estilo de la Pamela Andrews de Richardson, traducida con éxito, y de otras de autores españoles), lo que sugiere que éstos pudieron circular y suscitar identificaciones más allá de los reducidos círculos de las élites educadas39.

Los estudios sobre las imágenes de la feminidad y sobre las prácticas de vida de las mujeres han enriquecido el debate historiográfico sobre el sentido y alcance de la Ilustración, cuestionando lecturas simples y lineales en clave de progreso que siguen deslizándose, de forma a veces inconsciente, en muchos estudios dieciochistas40. ¿Cómo interpretar, en efecto, las transformaciones en la condición social y en la representación simbólica de las mujeres en el siglo XVIII? Cambios como las relativas mejoras en educación (dentro de estrictos límites y con un marcado carácter utilitario), el mayor protagonismo (no sin tensiones) en los espacios de sociabilidad cultivada y en el mundo de las letras o la intensa presión moral para consagrarse a la familia, definida ahora como espacio de cálidos sentimientos y responsabilidad fundamental de las mujeres; todo ello en relación con una imagen aparentemente más positiva de la feminidad que rehuía la acritud de la misoginia para glosar sus cualidades «distintas» y «complementarias».

Cabe eludir, en efecto, una visión rupturista del siglo XVIII como heraldo de nuevas libertades, en particular para las mujeres, que tome como punto de partida una imagen tópica de la sociedad y del pensamiento tradicional y olvide que las transformaciones fueron limitadas y ambiguas. Pero tampoco parece ajustada a la realidad una visión en exceso continuista que infravalora los cambios en el pensamiento y las formas de vida experimentadas en la sociedad española del XVIII, entendiéndolos como patrimonio de una reducida élite frente a las inercias o resistencias tradicionalistas. En uno u otro caso, los cambios se sobreentienden siempre en positivo, y las carencias se achacan a una Ilustración, la española, que calificamos de débil, minoritaria o insuficiente. Se da por sentado así, implícitamente, que unas Luces más plenas hubieran conllevado, de forma necesaria y sin ambigüedades, mejoras más significativas en la condición de las mujeres. Sin embargo, hay que subrayar que los cambios no siguen necesariamente una dinámica de progreso, y son con frecuencia ambiguos y contradictorios. Así, por ejemplo, el triunfo, desde principios del siglo XIX, de la imagen de la mujer sensible y doméstica («el ángel del hogar») ha sido interpretado en ocasiones como una persistencia o un retorno de posturas conservadoras, producto de la reacción política y cultural contra el reformismo y el peligro de la revolución francesa41. Y sin embargo, esta evolución, común, salvando las distancias, a toda Europa, constituye más bien el desarrollo de una de las tendencias presentes en el seno de la propia Ilustración, junto con otras que ponían el acento en la igualdad racional de los sexos y reclamaban para las mujeres formas de presencia pública. Y es que el liberalismo económico, social y aun político no va parejo necesariamente con un enfoque más «liberal» de la diferencia de los sexos y sus relaciones, e incluso en muchos casos se dio la circunstancia contraria, como muestra el ejemplo de Cabarrús, ferviente rousseauniano y detractor de la admisión de damas en la Sociedad Económica, en nombre de una estricta división de espacios entre hombres y mujeres. La Ilustración aparece, desde esta perspectiva, como un movimiento cultural diverso y ambiguo, que dejó al siglo XIX, en este aspecto como en otros, una herencia rica y conflictiva.

El enfoque de la diferencia de sexos aplicada a la España del siglo XVIII invita, pues, a reconsiderar la tensión entre continuidad y cambio propia de una época de transición y a cuestionar su lectura simplemente en clave de progreso, a la vez que induce a reflexionar sobre el papel que los sujetos individuales desempeñan en los procesos de transformación. En efecto, contra la tendencia generalizada a atribuir el protagonismo de la modernización a las directrices emanadas del reformismo gubernamental, cabe subrayar que los cambios no fueron producto de un programa explícito de mejora de la situación de las mujeres (menos aún de «emancipación»), defendido y aplicado por los ilustrados en sus proyectos y acciones de gobierno. Fueron más bien propiciados por una combinación compleja entre la dinámica socioeconómica y cultural (el aumento de la producción, el consumo y la circulación, la lenta erosión de la sociedad estamental, la difusión más amplia del libro y la lectura) y las transformaciones ideológicas (los nuevos valores de la «utilidad», la «moralidad» y el «sentimiento»). Y muy en especial, por las estrategias de las propias mujeres, que (según su condición social y sus circunstancias) aprovecharon aquellos recursos a su alcance: la lectura, la escritura y el estudio, el protagonismo en un ámbito doméstico redefinido o la participación en los espacios de sociabilidad, en algunos casos reclamando la igualdad de los sexos y en otros haciendo un uso particular de los discursos que les atribuían capacidades e inclinaciones distintas y complementarias.

En suma, no sólo sabemos hoy mucho más acerca de las vidas de las mujeres, sino que interrogarnos sobre su papel en los cambios culturales y sociales ha enriquecido nuestra visión de las transformaciones de la sociedad española en el siglo XVIII. Haciendo balance de las trayectorias de la investigación y de las perspectivas abiertas, hay muchas razones para el optimismo. Las perspectivas de diálogo interdisciplinar, internacional e intergeneracional representadas en este trabajo pueden ilustrar los nuevos y renovados frentes abiertos en unos estudios sobre el pasado que están cargados de futuro.





 
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