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Las narraciones caballerescas espirituales

Emma Herrán Alonso





Desde las primeras décadas del siglo XVI, al tiempo que los libros de caballerías con el Amadís de Gaula a la cabeza, se van haciendo fuertes en el maltrecho mercado editorial peninsular, comienzan a aparecer, también impresas, las primeras reacciones contrarias a un género que de la mano de la ficción pura parecía llamado más a inflamar la imaginación que la devoción de sus receptores.

Algunos autores, como el franciscano Jaime de Alcalá, señalaban entonces la pertinencia de recuperar un motivo vigorosamente anclado en la tradición cristiana por lo rentable de su condición de correlato edificante del héroe de los libros de caballerías: el del perfecto caballero cristiano adornado de toda virtud y enemigo de todo vicio. Y así en su Libro de la Cavallería cristiana (h. 1515) recordaba la necesidad de regresar al ideal de una caballería más espiritual:

Visto que algunas personas ocupaban mucho su tiempo en leer historias de romana caballería y de algunas ficciones y sueños como Amadís y otras semejantes [...] por información de estos cristianos caballeros, ocupé un poco de tiempo en hacer un libro de Cavallería Cristiana intitulado. Ca como diga Job a los siete capítulos, que «la vida del hombre es una caballería sobre la tierra»



Andando el tiempo, la crítica a los libros de caballerías se hace más virulenta, hasta el punto de convertirse para la segunda mitad de la centuria en una mención obligada en toda obra que se preciase de seria y discreta. Aquí y allá, haciéndose eco del descontento de los moralistas ante el desmesurado aumento de estas ficciones, se denunciaban sus excesos, considerándolas inútiles y vanas, y deplorando que hubieran acaparado la atención del público hasta el punto de arrinconar el interés por otros tipos de literatura más edificante, especialmente la sagrada. Sucede entonces que en la búsqueda de una alternativa literaria eficaz que devolviese a la doctrina (religiosa, pero fundamentalmente moral) el espacio que los libros de entretenimiento le habían robado, algunos autores optan por actualizar viejas fórmulas, haciendo participar en ellas algunos elementos muy concretos de la reprobada literatura, pero meramente decorativos y con el único fin de satisfacer, sólo en parte, la demanda del público lector. Para convertir en trascendentes los ideales de la caballería andante, no hubo más que volver la vista a la tradición y resucitar para la literatura el viejo tópico del miles Christi, latente por otra parte en muy variados contextos socioculturales desde la Edad Media.

Fue así como surgieron con cierto brío en la segunda mitad del siglo XVI las narraciones caballerescas espirituales: al amparo del éxito del género editorial y literario de los libros de caballerías, pero en deuda con una tradición que hundía sus raíces en el rico sustrato de literatura alegórica espiritual de la Edad Media, los caballeros andantes pierden su valor individual para elevarse a un plano general, en el que representarán, a través de sus andanzas, la vida de cualquier hombre y los trabajos que en ella sufre.

Quizás el fruto más arriesgado de cuantos comprometieron su pluma en esta nueva empresa fuera el Libro de Cavallería celestial de Jerónimo de Sanpedro. El poeta mercader valenciano idea un ambicioso proyecto de trilogía en torno a la caracterización de los protagonistas del Antiguo y el Nuevo Testamento como los más genuinos representantes de esta caballería espiritual cristiana.

Pese a aparecer al menos en dos ocasiones impresa en Valencia, en los primeros años de la década de los cincuenta, y haber visto también la luz en letras de molde en Amberes en 1554, las tempranas condenas, y más tarde las reiteradas prohibiciones inquisitoriales aplicadas a esta Cavallería celestial la convierten pronto en un libro rarísimo por escaso, del que sólo ha llegado a nuestros días la primera parte.

Tomando la Biblia Vulgata como punto de partida acomete el autor, en la primera parte llamada Pie de la Rosa fragante, una reescritura de una selección de hazañas memorables de personajes bíblicos susceptibles de ser presentados como caballeros, inmersos en la demanda del Caballero del León (Cristo) que ha de venir para vencer al artero Caballero de la Sierpe (Lucifer) y su terribles huestes, que desde el inicio de los tiempos representan el más temible adversario, causante de todos los males del hombre. Ofrece, por tanto, Sanpedro a sus lectores a través de ciento veinte capítulos (o «maravillas») el resultado de acomodar distintas partes narrativas del Antiguo Testamento a los usos de las narraciones caballerescas, pero ni el tratamiento de caballeros que concede a los protagonistas, ni la adecuación de lugares físicos, ni la de los comportamientos y actitudes de aquellos al estilo cortesano, ni los nombres y emblemas con que bautiza a los personajes, parecían suficiente. Concibe entonces el inicio de su historia como el relato de una búsqueda orientada por un sabio encantador (Alegorín) asistido por una misteriosa maga (Moraliza), que guían a los protagonistas en la importante empresa en la que se hallan involucrados.

Por vía indirecta sabemos de los materiales narrativos que Sanpedro utilizó en la segunda parte, titulada Hojas de la Rosa fragante, hoy perdida: a través de ciento un capítulos (u «hojas) se desarrollaban las aventuras del Caballero del León, desde su nacimiento en Belén hasta su muerte en el Calvario, con especial atención a su amistad con el Caballero del Desierto (San Juan Bautista) y a los distintos encuentros de armas alegóricos que el protagonista tuvo con el Caballero de la Sierpe (Lucifer), y que concluyen con la batalla final de la Pasión y Resurrección. Se cuentan también los episodios más notables protagonizados por los doce caballeros de la Tabla Redonda del Suelo (los doce Apóstoles).

Poco pudo, sin embargo el empeño de hacer de la Sagrada Escritura una lectura popular -capaz de competir con las ficciones caballerescas - contra la conjunción de elementos de naturaleza tan controvertida que integraban la obra: su declarada adscripción inmaculista en un escrito que sonaba demasiado a Biblia no sólo romanceada sino glosada, además, a través de una exégesis alegórica cargada de excesos. Soplaban ya vientos contrarreformistas y la rápida caída en desgracia de este producto literario excepcional tuvo que servir para avisar del sinuoso terreno que todo intento de hermanar letras profanas y divinas implicaba, y más aun cuando el objeto de creación no era otro que la discutida materia caballeresca.

Otros autores optaron por reelaboraciones del viejo tema de la encarnizada lucha de los vicios y las virtudes por controlar el alma del hombre, las primeras pugnando por atraerlo mediante engaños, y las segundas por adiestrarlo en la vigilancia. Desde que surgiera en la antigüedad latina con la Psicomaquia de Prudencio, este género de epopeya espiritual protagonizada por fuerzas abstractas personificadas gozó de una amplísima resonancia medieval y renacentista, entrando naturalmente a formar parte de la literatura doctrinal, pues ilustraba y hacía comprensible al cristiano no letrado todo un sistema de abstracciones opuestas de difícil explicación. Aligerado de su excesiva carga doctrinal, el tema propició también pequeñas ficciones desbordantes de fantasía como El Pelegrino de la vida humana (Toulouse, Enrico Meyer Alemán, 1490), versión tardía en romance castellano de un célebre poema alegórico medieval de origen francés. En un tono vivaz se narra el viaje iniciático de un andante peregrino por la escabrosa senda de la vida y de las constantes palizas que le atizan toda suerte de vicios en forma de terroríficas apariciones femeninas con el fin de cortarle el paso. Sólo la ayuda constante de la bella Gracia de Dios, que lo armará Caballero de las Virtudes representadas en una armadura alegórica, le permitirá alcanzar el final del camino que es el conocimiento.

Varias son las narraciones caballerescas espirituales que bebieron de esta fuente del combate espiritual, como la que el religioso Pedro Hernández de Villaumbrales daba a las prensas en Medina del Campo, en 1552, bajo el extenso y detallado título de Libro intitulado Peregrinación de la vida del hombre, puesta en batalla debajo de los trabajos que sufrió el Caballero del Sol, en defensa de la Razón natural. Si bien la divulgación de una fuerte carga de contenidos filosóficos, éticos y de moral cristiana constituyen el fin último de la creación, éstos se muestran de manera encubierta a través del itinerario caballeresco del protagonista. La obra presenta, a través de una compleja estructura, la historia de un progreso y la consecución de una búsqueda: el relato de las peripecias del Caballero del Sol en busca de la soñada Labrada Puerta, cuyo paso le hará vivir la más grande de las aventuras, poniéndose al servicio de las Virtudes y ayudando a éstas para que vuelvan a señorear en la tierra de los hombres. Trasunto, por tanto, de la vida interior del hombre en su lucha contra los vicios con ayuda de las virtudes, pues toda la obra gira en torno a la representación metafórica de la vida como camino y del hombre como peregrino, narrándose, por ende, los obstáculos y vicisitudes del itinerario.

En la misma tendencia, ya sea en verso o en prosa, partiendo siempre del mismo recurso alegórico, fray Gabriel de Mata da a la imprenta en 1549 sus Cantos morales, en 1577 ve la luz el Libro del caballero cristiano en metro, obra de un desconocido Juan Hurtado de Mendoza; Andrés de la Losa publica en 1580 su Batalla y triunfo del hombre contra los vicios; y ya en las postrimerías del siglo, fray Alonso de Soria compone su Historia y milicia del cavallero peregrino.

Otro caso autóctono de la narrativa caballeresca espiritual viene dado de la mano de la fértil tradición hispánica derivada del poema original francés de Olivier de la Marche, Le Chevalier deliberé, en el que el mundo de las hazañas caballerescas cede ante una vocación claramente espiritual, a cuyas instancias lo caballeresco representa la cobertura formal de un arte de bien morir. Esta suerte de elegía está contenida en las aventuras de un caballero que se enfrenta a los invencibles paladines de Atropos (la Muerte), Accident (Accidente) y Débile (Debilidad), obteniendo a través de estos celebrados combates, si no la victoria, sí la gloria de la fama eterna. La obra se traduce en versión de Hernando de Acuña, a petición del emperador, como el Caballero determinado, y de su éxito dan noticia las otras siete ediciones que se hacen de la obra hasta finales del siglo XVI. A partir de la versión traducción de Acuña, y aunque su autor no lo declarase así, Jerónimo de Urrea publica en 1555 su Discurso de la vida humana. El Cavallero determinado, volcando la materia en un nuevo molde estrófico, al cambiar las quintillas por tercetos endecasílabos.

A través de toda su trayectoria editorial, la obra se difunde acompañada desde el primer momento de una serie de representaciones gráficas que ayudaban, no sólo a comprender, sino sobre todo, a fijar en la memoria el modelo de conducta caballeresca sublimada que el texto proponía. Este programa iconográfico, concebido al tiempo que la pieza original francesa, representaba el aspecto formal de cada una de las entidades y situaciones alegóricas del poema susceptibles de convertirse en figuras gráficas y contribuyeron enormemente al establecimiento de la vertiente más trascendente del imaginario caballeresco en la Península.

Fueron, en definitiva, estas narraciones caballerescas espirituales castellanas del siglo XVI el estilizado reflejo literario de una nueva visión de la figura del caballero y de lo caballeresco que en unas coordenadas socioculturales muy concretas, en la Península, en tiempos de Contrarreforma, y habiéndose popularizado la lectura de los libros de caballerías, se harían cuerpo en la figura y la doctrina de San Ignacio de Loyola.





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