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Las novelas de José Ballester

Mariano Baquero Goyanes






- I -

Para sus novelas se sirvió José Ballester de un diseño tradicional, legítimamente allegable al de la novelística de Azorín y de Miró. Cualquier conocedor de la prosa de estos dos grandes escritores levantinos descubrirá en la de Ballester inflexiones, ritmos, tonos, que evidencian ese acercamiento.

Cuando Carmen Conde -«Florentina del Mar»- en el prólogo de Sueños (1945), presenta como componentes de la novela el olor, la frutalidad y la carnosidad levantinas, parece estar aludiendo a esa casi constante literaria que tiene en Miró a su más exaltado representante. Según he tenido ocasión de señalar en otra parte, Miró se sirve con significativa frecuencia de las referencias y comparaciones frutales, como de otras tantas claves de intensa sensorialidad. Recuérdense pasajes como aquel de El obispo leproso, en que M.ª Fulgencio y Pablo juegan con un limón, y el fruto al juntar «sus manos y sus respiraciones» actúa de amoroso aproximador. Las voces humanas, los ojos de un burrillo, la piel y la fragancia de las mujeres, los atardeceres y los mediodías, la toponimia misma de los pueblos alicantinos, todo eso y otras muchas cosas tienen calidad frutal para Miró.

De manera semejante, en Otoño en la ciudad (1936), Ballester nos ofrece bodegones frutales tan bellos como el que se encuentra en el cap. 11: «Sobre el suelo estaba un níveo mantel desbordante de platos con frutas. Los racimos se apretaban en sí mismos, como a punto de estallar; había una fuente colmada de granos de granada albar, montón de cristales bermejos, trasunto del tesoro de un lapidario. Dátiles maduros, rubios, cortos, gordezuelos, rezumaban su miel por entre las grietas de la vaina despegada. Pomas pálidas y finas, membrillos calientes del horno, espolvoreadas de azúcar, y panochas tiernísimas recién asadas también, integraban los manjares del festín».

Y en el mismo capítulo encontramos un paisaje no muy distante, intencionalmente, del antes señalado en Miró: Florentina, acercándose a José M.ª, «comenzó a hablarle de las frutas y le invitó a gustarlas, dándole ejemplo. En su boca quedaba preso un trozo de pulpa y los labios le brillaban con la humedad destilada de aquella carne melosa. Tenía una teoría Florentina acerca de las frutas: el dulzor no es sino una sensación envolvente del aroma. El aroma desnudo es la personalidad del fruto, pero el paladar necesita percibirlo desleído en el almíbar del zumo. Y todavía no es el aroma específico la última sutileza de la sensación frutal. Hay muy escondido un principio de amargor, en el cual está lo más exquisito para el gusto. Se necesita una sensibilidad muy educada y un gran dominio sobre los incentivos de la gula para penetrar hasta ese íntimo núcleo del sabor. Y así, el perfecto gustador de fruta habrá de tener por lema a lo amargo por lo dulce».

El texto no puede ser más significativo respecto a la trascendencia de que se carga lo frutal en Otoño en la ciudad. Pues sí, por un lado, la boca de Florentina se presenta, a los ojos de José M.ª, confundida momentáneamente con la fruta, tocada por su fragancia y su brillo; por otro, la propia Florentina desarrolla un breve ensayo sobre la gustación frutal, que nos da la medida de la finura y penetración del novelista.

Asimismo, en el cap. VIII, Ballester, por boca de don Benigno, da calidad frutal a alguno de los rasgos más salientes o definidores de Murcia: su cielo, sus manifestaciones artísticas:

«Cuando el cielo se enciende en los atardeceres, parece la mitad fresca y rezumante de luz de una fruta recién partida. La exuberancia frutal es motivo reiterado entre nosotros. No será aventurado afirmar que un cierto sabor de fruta se mezcla a las elevaciones espirituales. Las imágenes pasionarias de Salzillo son como grandes racimos de frutas cuyo dulzor está traspasado por un sutilísimo bouquet amargo».



Tales frases hacen recordar a José M.ª la «disertación frutal de Florentina en plena huerta», y halló que su expresión «a lo amargo por lo dulce» se reproducía en estas razones.

Lo frutal funciona, pues, como un bello leitmotiv -«motivo reiterado»- de Otoño en la ciudad, vinculando la novela a esa constante literaria que adquiere en Miró una tonalidad exaltadamente sensorial. Recuérdese que en El ángel, el molino, el caracol del faro, Miró llegó a escribir: «El cielo acaba de rasgarse tiernamente como la piel de una fruta; y le sale un zumo de color de rosa». Ese frutal atardecer mironiano es perfectamente relacionable con el presentado por Ballester en el pasaje últimamente transcrito.

Otras aproximaciones podrían ser también establecidas. Así, el muy sui generis neomodernismo que he creído percibir en el j arte literario de Miró se resuelve, muchas veces, en un intento de embellecer, ennoblecer expresivamente lo más vulgar y cotidiano. En la misma zona estética cabría incluir algunas descripciones de Ballester, como la que se encuentra en el cap. II de Otoño en la ciudad, a propósito de ciertos «frutos humildes»:

«Pues, ¿y las habas? A un extraño le parece que no pueden ser sino manjar de animales inmundos; pero hay un refinamiento sensual en espiar el crecer de sus matas de color de acero, tan sensibles al frío, y en ver cómo despliegan los pétalos blanquinegros sus flores semejantes a mariposas; y hay una voluptuosidad en la recolección por nuestras propias manos, aspirando la fragancia de las vainas frescas, estuches forrados de un delicadísimo terciopelo donde yacen incrustadas las gemas de los granos; en abrirlas por aquella uña umbilical y, ejerciendo en la piel una leve presión con los dedos, ver brotar los dos gajos resbaladizos del interior, tiernos y dulces, y saborearlos luego muy despacio».



Algo de ese gracioso neoculteranismo, de ese prurito por asignar calidades refinadas y aristocráticas a lo aparentemente más vulgar, nos hace ver hasta qué punto el arte literario de Ballester puede inscribirse en la línea o constante de que vengo hablando. La mezcla de sensualidad y de melancolía que se da en Otoño en la ciudad, la condición de estampas aislables que suelen presentar casi todos sus capítulos, ciertos refinados arcaísmos de lenguaje, el sabor proustiano que presenta algún pasaje -v. gr., aquél del cap. XIV en que un anciano evoca su vida pasada, ante una vieja trompeta de hoja de lata-, y, fundamentalmente, la actitud, la preocupación estética que se percibe q lo largo de la novela en todos y cada uno de sus componentes, constituyen otras tantas posibilidades de aproximación al arte literario de Miró. Y entiéndase bien que al establecer tal relación, no quiero ver en ella una estrecha dependencia, por la cual Ballester quedase convertido en un despersonalizado imitador del autor de Años y leguas. No; Ballester tiene la suficiente personalidad como para ser algo más que eso; y por otra parte, junto a las semejanzas señaladas, nunca habría que olvidar las diferencias, principalmente aquéllas que atañen a lo moral más que a lo estético.




- II -

Ni Otoño en la ciudad ni Sueños son novelas demasiado largas. La última fue publicada conjuntamente con Patología del deber, un cuento satírico de ascendencia casi clariniana en el firme, sostenido y eficaz tratamiento del caricaturesco personaje central.

Se ve entonces lo que Sueños tiene de novela corta, de inteligente recreación de un viejo motivo de la cuentística oriental, aquél que se encuentra en el relato de Las mil y una noches que suele conocerse con el título de «el durmiente despierto». Su trama -el mendigo que, mientras duerme, es transportado a un lujoso palacio, para hacerle creer, al despertarse, que todo aquello es suyo- cuenta con no pocas versiones en la literatura universal, tan conocidas algunas como la que sirve de marco a La doma de la bravío shakespiriana, o un cuento incluido en el Viaje entretenido de Agustín de Rojas, siempre citado entre los precedentes de La vida es sueño de Calderón.

Tema de cuento, pues, el de Sueños, tratado por Ballester en la forma propia de la «novela corta», a la que también se acerca, por lo escueto de su trama, Otoño en la ciudad. Realmente, en esta narración la estilizadamente romántica historia del amor de José M.ª y Florentina funciona como tenue hilo o delicada melodía de fondo, que permiten el enlace de una serie de estampas, muy bellas, en las que se ofrecen al lector bodegones de frutas, de antigüedades; disquisiciones sobre el barroquismo murciano; elogios del Malecón; visiones del Puente Viejo y del Valle; toques costumbristas como el de los «mindangos»; alusiones (con claves no difícilmente descifrables para el lector contemporáneo) a los escultores, pintores, artistas murcianos de la época, etc. A través de todo ese entramado fluye, muy sutil pero muy penetrante, una vena de bien asimilada y disuelta cultura: citas de fray Luis, F. Jammes, Paul Fort, Paul Valéry, Juan Ramón Jiménez, Albert Samain, etc.

Algo de esto se da también en Sueños, si bien aquí la trama tiene más bulto y compacidad que en Otoño en la ciudad, como no podía menos de suceder, dado su entronque argumental con el ya citado cuento del «durmiente despierto». Tal filiación trajo como consecuencia el que en Sueños, aunque haya también estampas de la vida huertano, motivos plásticos y poéticos tan bellos como el del pajarillo muerto y la hoja seca («el sol ha ido consumiendo el cuerpo de un pajarillo muerto y el de una hoja ancha y recia, y de ambos no quedan sino dos tenues armaduras esqueléticas, muy finas, muy primorosamente construidas, con euritmia de inspiración sapientísima. El sol, el agua y el tiempo han trabajado como tres buenos orfebres en su oficina luminosa y profunda, y han acabado estas obras de arte»), evocaciones del actor Romea, estampas de las procesiones de Semana Santa, una comparación entre Tiépolo y Salzillo, etc.; aunque haya todo eso, repito, el conjunto queda más trabado que el de Otoño en la ciudad, si bien el nivel estético de esta novela me parece más alto que el de Sueños.

En cierto modo, creo que Otoño en la ciudad encaja bien en ciertas tendencias de la novela europea de los años treinta; cuando más que los argumentos y los temas, importaban otras calidades, entre ellas las formales, las de un cuidado decir, incidente a veces en lo poético, tal y como ocurre en el tantas veces citado Miró, y también en esas páginas de José Ballester.

Indudablemente el esquema propio de la especie que hemos dado en llamar «novela corta» (aunque, como bien decía Emilia Pardo Bazán, quizás fuese más justo hablar de «cuento largo») es uno de los excipientes prosísticos más adecuados para, a su través, expresar determinadas tensiones y tonos poéticos. Ello es consecuencia de su parentesco o vinculación con el cuento, como en otra parte he intentado estudiar.

Con sólo recordar algunas obras maestras de ese género -la novela corta- dentro y fuera de España -Doña Berta de «Clarín», las Novelas poemáticas de Pérez de Ayala, En la bahía de Katherine Mansfield- se entenderá perfectamente lo que quiero decir, al referirme a esa sui generis tensión poética que es dable en los reducidos límites de tal especie narrativa, mucho más de lo que pueda darse en los dilatados de la novela extensa.

Por eso, me parece harto significativo en el caso de las dos obras de Ballester a que vengo refiriéndome, el que, aunque su autor y la crítica las acepten como novelas, su verdadera entraña, su ritmo, su tono y, por supuesto, sus dimensiones pertenezcan más bien al ámbito de la novela corta.

No se me oculta que, en el caso de Otoño en la ciudad, constituye una paradoja y hasta una contradicción el hablar de «novela corta» con referencia a un relato caracterizado, según ya se indicó, por la falta de una trama compacta, por la estructuración en estampas. Efectivamente, la técnica empleada es la peculiar de tantas novelas extensas definidas por el ensamblaje y yuxtaposición de elementos a los que comunica unidad algún poderoso ingrediente: las más veces, un personaje o personajes centrales en torno a los cuales palpita una constelación de motivos relativamente secundarios.

Pero aunque Otoño en la ciudad participe de tal técnica, hay en esas páginas un decisivo elemento unificador, presente ya en el título mismo de la obra. Lo que confiere poética, coherente unidad emocional y estética al conjunto es la presencia de Murcia. Todo, en cierto modo, se supedita a esa intención, y determinados recursos literarios, eficazmente manejados por Ballester, nos lo hacen ver, página tras página.

Así, no deja de ser enormemente significativo -al menos, a mí me lo parece- que la novela se abra y se cierre con el sonar de las campanas catedralicias. Son esas (sobre todo, las del comienzo) páginas muy bellas, que marcan cumplidamente la tensión poética, la calidad musical, el empeño estético, propios de Otoño en la ciudad.

Se me ocurre que la mejor definición de estas tan bellamente escritas novelas de José Ballester, podría encontrarse en ellas mismas, si nos sirviéramos, traslaticiamente, de algo que el autor escribió con referencia a esa amorosa obsesión suya: Murcia.

Hay en Otoño en la ciudad, en su capítulo XV, un pasaje en que José M.ª evoca lo dicho por Florentina en alguna de sus conversaciones: «En el ambiente parisién, el gris es fundamental y todo lo demás son variaciones sinfónicas sobre el gris; en el paisaje madrileño el gris se hermana con los azules y los malvas, poniéndoles un vigor de que carecerían sin él; en Murcia es el gris de perlas desleídas por el aire, y de ahí su finura y su distinción».

Creo que justamente esa «finura y distinción» son las notas que mejor definen la creación novelesca de José Ballester.





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