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La(s) ortografía(s) escolares del latín

Sebastián Mariner Bigorra





La ocasión del presente repaso sobre esta cuestión surge, por una parte, del hecho de que hoy día se conocen muchos textos latinos fechables en la época en que era lengua de uso; algo que difícilmente se podía prever hace un siglo y cuarto, cuando Mommsen fundó el Corpus Inscriptionum Latinarum: se cuentan ya por cientos de miles. Por otro lado, contribuye también a la ocasión el gran cambio que se ha producido, en el propio intervalo, en la grafía del latín desde el punto de vista didáctico: si se comparan textos latinos para escolares del s. XIX con los del XX se hallan diferencias notables. Se puede calibrar lo distinto que debía ser para los alumnos un latín donde se les regalaba prácticamente siempre la diferencia entre i vocal respecto a la j consonántica -al modo como, todavía hoy, se les regala habitualmente la distinción entre u vocal y la v consonante-. Las palabras que podían presentar dificultades en cuanto a la colocación del acento se les daban, sencillamente, acentuadas, escribiéndoles, p. ej., spíritus y spirituum, de manera que resultaba auténticamente difícil equivocarse. Además, no tenían que preocuparse en buscar por un Nom. raro un vocablo como, p. ej. ultrô, porque, con este circunflejo, ya quedaba señalado como adverbio; ni en sí había o no un adjetivo secus -a -um, porque secùs era adverbio desde que se le veía con este acento grave; ni siquiera en pensar si un final en -a era Abl. o Nom.: desde que aparecía se descubría automáticamente como no Abl., pues se sabía que un Abl. no habría aparecido como, p. ej., gratia, sino como gratiâ. Para un principiante, artificios como los indicados son todo lo contrario de minucias: proporcionan, bastantes veces, la solución rápida y segura.

Todo ello, además, unido a que no llegaban a ediciones escolares determinados respetos a grafías, por así decir, científicas, como las recompuestas del tipo inpero, obpono, conloco, o las sin reducción de grupos consonánticos, del tipo de absporto o adscribo.

En tercer lugar, junto a estos cambios en la práctica, ha ocurrido también, desde este punto de la grafía, un cambio grande de ideas en la Lingüística. Cierto que con un retraso enorme. Hay que llegar casi a los años setenta, en que intentos beneméritos de E. Alarcos, Lidia Contreras y especialmente de J. Polo1 culminan las concesiones ya proclamadas por L. Hjelmslev2, que no hago sino comprimir aquí -pues ya me da un poco de apuro repetirlas literalmente, porque las he publicado ya dos veces-: la lengua escrita no tiene que pensarse en todos los aspectos como un subsistema de transposición de la hablada: tiene también sus posibilidades propias3. Una de las más importantes, probablemente, es la que ejemplifica, sin ir más lejos, el mismo título de este trabajo: la viabilidad, para la lengua escrita, del paréntesis que envuelve los elementos del plural: ortografía(s), etc. ¿Cómo leer esto? No parece haber otro remedio que decir, con repetición, «ortografía u ortografías», etc.; repeticiones evitadas en la escritura mediante unos meros paréntesis, manera de escribir que no se corresponde en nada con su respectiva expresión oral.

Habida cuenta de esta posible independencia parcial de la lengua escrita, es natural que esté en el ambiente la seguridad de que, por fin, alguien escribe una Grafemática general y las consiguientes de cada lengua encuentren también autores4 que hablen no con la mera idea normativa de que, p. ej., se escriben con h- las palabras que empiezan por [we], como hueco, huevo, etc. No como norma, regla o precepto, sino notando por qué se escriben con h-, enseñando algo así como que «de resultas del tiempo en que la V y la U eran legibles con idénticos sonidos, para saber que la inicial no era consonántica como la que hay en verde, que ueco y ueso no debían leerse veco ni veso, se le antepuso ese comodín que es la h». Una h antietimológica, que ni responde a otra que haya podido haber en las correspondientes palabras en latín, ni representa la aspiración que vino a substituir a f- también latina; pero con la ventaja de que no se empleaba ante consonantes, con lo que era muy adecuada para señalar el carácter no exactamente consonántico de la letra siguiente. No, pues, una ortografía meramente normativa, que se considere totalmente en función de la lengua hablada.

Sin embargo, es curioso que, antes de que se haya producido un Corpus de doctrina en este sentido, ya se está pendularmente atacando en sentido opuesto. Son las actitudes extremosas que postulan la realidad omnímoda de la llamada «lectura global». Para poner a cada cosa en su sitio, me es muy útil el inciso del admirado doctor Guillermo Rojo, oído aquí mismo, en el Simposio de Lingüística funcional, hace un par de días: lectura global la hay regularmente en inglés; pero entre nosotros, por lo común, sólo se lee globalmente cuando ya se sabe leer mucho y se lee de materias que son habituales; si no, seguimos «analizando», y menos mal que lo hacemos así, porque, como nos decidiésemos siempre por la lectura global, nos podría salir cada monstruo, que dejaríamos, a veces, de entendernos. He oído leer públicamente en San Pablo que «ante Dios no hay ni circuncioso ni incircuncioso». ¡Toma: ni ante Menahem Begin! Es que el final -cioso es mucho más frecuente en castellano que el final -ciso y, quien lee sin preparación previa, si se dispara «globalmente», poco menos que ve realmente «circuncioso» e «incircuncioso». Este peligro de deformaciones por lectura global es, naturalmente, mayor en el caso de quien se considera avisado, no necesitado de preparación anterior. Pero, en general, hay que ser precavido ante una generalización excesiva de la lectura global en detrimento absoluto de la analítica. Probablemente muchos habremos sido alguna vez testigos (yo se lo he oído decir al doctor Pejenaute) de cómo es difícil que los alumnos, de buenas a primeras, tengan conciencia del adjetivo opimo: los «despojos opimos» son cambiados abundantemente por «despojos óptimos». Por supuesto que, en un contexto latino, «óptimo» es muy esperable: se trata de uno de los superlativos más típicamente latinizantes; en cambio, «opimo» aparece sólo muy de cuando en cuando, con lo que la «lección más banal» se le impone bastantes veces.

He de reconocer -reseñante que soy de la obra de Vacěk sobre el lenguaje escrito (concretamente, sobre el inglés) en la RSEL5- un cambio de sentido en lo que algunos de ustedes me han oído más de una vez, a propósito de la reforma de la ortografía inglesa promovida por una Fundación de Bernardo Shaw: fracasó en una memorable sesión del Parlamento, por pocos votos; según Vacěk, hoy perdería por una diferencia estrepitosa. Y eso que hoy se sabe que no existe el peligro que provocó en aquella ocasión la derrota: hoy no se pensaría -como entonces se creyó- que la sustitución de la ortografía vigente, etimologizante, tenga que hacerse por otra de base fonética, para la cual calcularon que se iban a necesitar un mínimo de 70 signos o bien una gran cantidad de combinaciones con muchos diacríticos; ahora bien, los fonemas del inglés son una cuarentena, de modo que con una ortografía grafemática queda de raíz evitado el peligro de una proliferación exorbitante de letras o de combinaciones con diacríticos. Sin embargo, Vacěk cree -y, seguramente, con razón- que hoy día la comunidad inglesa ya se ha despedido de poder tener una adecuación entre lengua hablada y escritura, ya ha pechado con la pega de tener que manejar una especie de bilingüismo: una lengua hablada y otra escrita. Dualidad que les impone unos tributos gravísimos; por ejemplo, uno que todavía hay ¿pedagogos? que quieren exigir también de los niños españoles, sin motivo ninguno: no enseñar a leer hasta los seis años, cuando ya se conoce mucho vocabulario. Está claro que para niños ingleses o norteamericanos no cabe hacer de otro modo: primero tienen que enterarse de cómo se llaman muchísimas cosas, a fin de que, a la vista de las figuras que las representan, den los sonidos de los nombres de estas cosas a las combinaciones de letras que acompañan a aquellas figuras, combinaciones que, bastantes veces, guardan un parecido sólo remotísimo con lo que hay que pronunciar. Un niño español puede tranquilamente practicar la viceversa: aprender a leer, por ejemplo, a los cuatro años, de forma que la lectura pueda servirle de instrumento -utilísimo- para la incorporación de vocabulario; el ponerse en contacto con los nombres de las cosas mediante la lectura despierta su interés para conocer de qué se trata, con lo que espontáneamente y sin sentirse obligado va ampliando su vocabulario.

Como preparación, pues, a unas reflexiones sobre los «derechos del niño» ante la ortografía latina, me permito evocar que lo más cómodo -y que en latín apenas ofrece dificultades, pues, como en castellano, ya el empleo gráfico usual está muy cerca de la ideal correspondencia biunívoca- es la ortografía que, en el sentido restringido de la palabra, se puede llamar grafemática, a saber, cuyos signos representan fonemas: para cada fonema, un signo; cada signo, representante de un solo fonema. Los prosodemas, esto es, cantidad y acento -¡ojalá que algún día también la entonación!-, deben ser, asimismo, recogidos gráficamente. Y, como es natural, también todas las demás articulaciones del período cuya expresión fónica alcanza valor significativo: pausas, inflexiones, etc.


I

Desde el punto de vista didáctico, hay no menos de tres razones hererogéneas, pero confluyentes en apoyar la propuesta de explotar al máximo las ventajas de una ortografía según acaba de anunciarse. Y es sabido que la confluencia de argumentos heterogéneos es de un gran valor para una demostración. En efecto, la heterogeneidad descarta cualquier posibilidad de petición de principio: si se parte de puntos diferentes para razonar, seguro que no se apoya uno en el otro, cosa que, en cambio, puede ocurrir si los argumentos se van siguiendo en una dirección rectilínea, donde surjan uno tras otro.

De estos tres argumentos, vaya en primer lugar uno de fácil presentación -e incluso, si no me equivoco, por su sencilla credibilidad: me parece muy capaz de convencer fácilmente-. Se trata, simplemente, de que la lectura en lengua ajena, especialmente durante el período de aprendizaje, no es normal que se haga globalmente; al revés, suele ser una de las coyunturas en que más se practica la analítica, por la sencilla razón de que sólo a medida que se lee se va entrando en la posibilidad de empezar a entender algo. Y no hay que decir que, cuanto menos se conoce de la lengua que se aprende, mayor tendencia a la lectura analítica. Queda, por tanto, sugerido que, justamente quienes empiezan a aprender una lengua -en este caso, el latín-, son típicos beneficiarios de una escritura grafemática, dado que, por principio, esa es óptima para una lectura analítica.

Vale como segundo argumento el hecho -pragmáticamente irrebatible, por imposibilidad coyuntural de superarlo- de que la enseñanza del latín en el Bachillerato español no puede pretender que los alumnos lleguen a expresarse en esta lengua. Cosa muy distinta de lo que se propone la didáctica de las lenguas vivas, en este mismo período de formación del alumnado. Es natural, por tanto, que la didáctica del francés, del alemán y, sobre todo, del inglés, tenga que habérselas con las grandes dificultades que comportan las dualidades relativamente distantes entre lengua de lectura y lengua de expresión. Habida cuenta de que el latín de BUP y COU es precisamente para entenderlo y no para practicarlo, es natural que se procure una ortografía escolar de dicha lengua que favorezca al máximo la posibilidad de interpretarla: no quedan ya romanos que puedan quejarse a nuestros alumnos de que les hablan un latín libresco por un deje o acento excesivamente pegado a una ortografía.

Por último, viene a ser coincidente también al fin propuesto un tercer argumento tan heterogéneo, que es meramente teorético frente a los dos anteriores. Puramente histórico en su enunciado, es válido, sin embargo, en cuanto a sus resultados también para hoy. Se trata, ni más ni menos -y, por si no es así, que el doctor Moralejo me corrija-, de que la ortografía latina, a lo largo del proceso histórico de su constitución, no se caracteriza por ser de carácter normativo-etimologizante, sino más bien filosófico-utilitario. En realidad, etimología los latinos conocían muy poca; los que, de entre ellos, pusieron los jalones de las distintas modalidades en la historia de su ortografía, sabían poquísima. En cambio, sí meditaban sobre la utilidad de las grafías; aquellos versos de Lucilio que tratan de distinguir en PVERI un G. sg. de un N. pl.6 son una auténtica reflexión etiológica: para Lucilio, se empleaba el diptongo en el plural porque precisamente un diptongo son dos letras; por tanto, ¡para el plural! Mientras que en el G. sg. no se pondría más que una, la I; así se distinguía PVEREI «los niños» de PVERI «del niño». Absurdo; pero esta era su manera de pensar, y por absurda que fuera no dejó de ser seguido su consejo por muchísimos romanos, tan inteligentes como él o más, prácticamente hasta la época de Augusto. Como en este caso, en la mayoría de los acondicionamientos de la ortografía latina, se ha tendido, pensándolo mal o pensándolo bien, a que la escritura sirviera para distinguir significados, por lo que de una manera indirecta, pero intencionada, ha ido resultando una lengua escrita casi del todo grafemática o, por lo menos, una de las más grafemáticas que se conocen en la historia de la escritura. Prueba muy fehaciente puede ser el hecho de que el profesor Hernández Miguel haya podido estudiar fonología en los gramáticos latinos7, merced a que, en sus obras, hicieron de la littera (= gramma) la base de la Gramática, concretamente, de su análisis de la lengua en el plano de la expresión. Este análisis basado en las litterae es fonológicamente válido casi del todo, porque en la littera se unía al concepto gráfico de la figura el concepto distintivo del fonema: una gran parte de la fonología del latín puede hacerse a partir del inventario que su abecedario procura. Sólo los grandes especialistas, los hombres de reflexión profunda sobre el lenguaje -un Cicerón, un Varrón, un Nigidio Fígulo, un Aulo Gelio- atisbaron algo de fonética latina: supieron que unas cosas que se entendían igual, a veces se pronunciaban de manera diversa; la diferencia entre valor distintivo y realización quedó prácticamente al margen de la mayoría de los usuarios del idioma -como queda en una sociedad como la actual al margen de los no asiduos de las Facultades de Filología o de Filosofía y Letras-. Puras muestras o atisbos tocante a la Fonética; atención casi total a la Fonología en el conjunto.




II

Por tanto, teniendo en cuenta la coincidencia de aquellos tres argumentos, creo que, en aras de la Didáctica, es decir, para que el alumno tenga menos complicaciones a la hora de aprender lo que se le procura enseñar, se pueden hoy día considerar perfectamente lícitos tipos de aspiraciones respecto a la grafía escolar del latín:

Primera aspiración.- A la unificación de grafías, con base en el latín clásico. Esto es: que el muchacho -dados los autores que se le van a proponer y el tipo de latín con que se va a encontrar en la Enseñanza Media- no tenga que aprender grafías diferentes para elementos idénticos. P. ej., como heic «aquí» apenas va a continuar más acá de Augusto, y como no se le va a encontrar tampoco en determinados autores anteriores a esta época, mejor no emplearlo, por muy oportuno que sea su papel diacrítico respecto a hic «este». Es un proceder similar al tan empleado de las ortografías modernizadas en los textos literarios para el mismo grado de enseñanza, trátese del Mio Cid, de la Chanson de Roland o incluso de la Divina Comedia. Su aplicación al latín exigiría, por ejemplo, la simplificación de grafías suprimiendo las que se respetan, pese a su carácter arcaizante, en Salustio. Sacrificar, p. ej., uicesumus en provecho de un unificado vicesimus, en atención al poco tiempo de que se dispone para cosas mucho más importantes, no parece que sea excesivamente lamentable, a la vista de la ventaja que supone no tener que distraer para mantenerlo unos esfuerzos que mejor empleados estarán en la penetración del mundo moral de las monografías salustianas.

2.ª La segunda aspiración va orientada principalmente a casos en que la realidad latina no consta con claridad parecida a la de esta consolidación de la -l- en las terminaciones de ordinales, superlativos y situaciones análogas. Casos objeto de discusión, cuando no de duda: p. ej., ¿qué pronunciación para la u consonántica del latín clásico? ¿Ya cum aliqua spiratione o todavía no? Mientras esta cuestión sea tal, pues, el pasar a considerarla desde el lado de la escritura puede permitir un cierto lavarse las manos, en el supuesto de que se esté resuelto, en general, a adoptar en esos casos una preferencia por la grafía más grafemática de lo posiblemente relevante. Es decir, tal como hacen -incluso fuera de la ortografía «escolar»- alemanes e italianos por lo general, escribir volumus y no uolumus. Pues, como ha señalado R. Godel8, si bien es cierto que no se conoce en latín ninguna pareja que permita oponer significados a base del contraste l/l sí se conocen parejas en donde se pueden marcar distinciones entre significaciones de palabras con 149 u^ y con 149 u^, incluso en una misma forma gramatical; así, p. ej., volui «quise», volvi «di la vuelta». Naturalmente, con una grafía donde no se empleen más que los signos u y v, el alumno tendrá que resolver la posible ambigüedad por su cuenta y según el contexto. Con el empleo de los dos signos, en cambio, se le ayuda a facilitar el propio contexto. Y no es nada escandaloso, pues ya el emperador Claudio había intentado resolver este problema gráfico con la propuesta de su célebre digamma inuersum para la 149 u^. Y, también naturalmente, nada impide poner en conocimiento del alumno que este es un procedimiento auxiliar, todavía en embrión en época romana clásica, y que supone una previa interpretación del texto por parte del editor, de la misma manera que en el caso de otras distinciones habitualmente practicadas, como pueden ser el uso de mayúsculas, de determinados signos de puntuación, etc.

3.ª Pero, dentro de este criterio utilitario, puede seguir manteniéndose una tercera aspiración a la máxima veracidad. Ello aconseja prescindir de otras ayudas que son puramente inventadas, que ningún romano pensó para introducirlas en la escuela, las cuales pueden incluso ser deformadoras de la auténtica realidad. Así, de los procedimientos repasados en la ortografía escolar del siglo pasado, está falto de base, p. ej., aquel empleo de circunflejo como diacrítico para distinguir, ¡precisamente en silaba final, que normalmente no llevaba acento ninguno en latín!, un caso de otro; o el uso también diacrítico del grave para distinguir usos fosilizados o adverbiales de palabras que podrían dar la impresión de hallarse en algún caso de flexión nominal o de adjetivo. Se dirá, tal vez, que en este último procedimiento no habla auténtica dificultad desde el punto de vista científico, dado que justamente lo que se marca con el grave o barítono es que aquella sílaba no lleva el oxítono, lo cual en latín -aparte casos muy singulares, del tipo illíc, istíc, etc.- es lo normal. Pero esta justificación no alcanza a ser completamente exoneradora de dificultad, pues queda el lado didáctico de la cuestión, a saber, el que naturalmente el alumno se sienta inclinado a acentuar precisamente aquella sílaba sobre la que ve un acento, sea cual sea. Y no cabe ni siquiera la defensa de que se podría tratar de acentos «herederos» del ápice que indicaba cantidades en latín en las vocales largas, pues ninguna garantía hay de que un vocablo, sólo por ser adverbio, tenga larga la vocal de su última sílaba: claramente falso sería ello en casos como versus, adversus, intus, etc.

No se me oculta que, dentro de esta recomendación en pro de la veracidad, cabe pensar que peligra una distinción que no suele faltar en ninguna edición escolar ni siquiera hoy, como que se la halla abundantemente también en ediciones incluso críticas, a saber, el empleo de mayúsculas según el sistema estabilizado desde el Renacimiento acá. Cierto es que los romanos no lo practicaron sistemáticamente; pero también lo es -como con tantas otras cuestiones de grafía puestas en entredicho por un purismo a rajatabla- que los gérmenes de esa distinción eran conocidos de los propios romanos. Así se sabe ahora que el texto de las Leyes de Málaga y de Salpensa9 corresponde al reinado de Domiciano. Justamente, pues, cuando estaban fresquísimas las consideraciones ortográficas de Quintiliano, que un día iba a heredar Casiodoro, quien las enseñaría a sus monjes, gracias a los cuales iban a informar, por tanto, la tradición ortográfica en la transmisión de los textos clásicos a lo largo de toda la Edad Media. Cosas que, a primera vista, parecen innovaciones del Renacimiento se hallan ya en práctica -sólo que de modo no sistemático, sino vacilante- en el 94 de C. en los textos legales citados. Por ejemplo, a propósito del uso más controvertido de las mayúsculas en ediciones latinas: después de punto. Hay una tendencia a hacer efectivamente la inicial más grande después de lo que en dichos bronces equivale a nuestro punto dos puntos aparecen allí usados -como es general en la epigrafía- entre palabra y palabra), esto es, el espacio «en blanco», es decir anepígrafo. Sólo una tendencia: a veces se hace la inicial mayor, a veces se hace igual. Que esta tendencia antigua se haya codificado después del Renacimiento es positivamente útil. Cierto que el alumno debe saber que, justamente por no haber sido practicada la distinción sistemáticamente por los romanos, el uso actual de mayúsculas o minúsculas en un texto latino no es cuestión de «regla», sino, en última instancia, decisión del editor moderno de este texto. (Y de aquí algo que debe saber asimismo el maestro: que, si alguno de estos usos choca con el del castellano, no hay por qué mantener las mayúsculas en la versión; así, p. ej., en los étnicos: basta ya, pues, de Romanos, etc., y quédense como romanos, etc., con menos ínfulas. (La costumbre generalizada en las ediciones latinas puede deberse a que en latín los hay que son a la vez étnicos y topónimos -tipo Vei, Gabi, etc.; y es natural que no se cambie de inicial según sean una cosa u otra -aparte de que no siempre es fácil deslindar un papel del otro-; esta coincidencia no se da habitualmente en castellano -donde se traduce distintamente «Veyos» para la ciudad y «veyenses» para sus habitantes-; no hay, pues, razón ninguna para alterar la ortografía general castellana en el caso de étnicos traducidos del latín.)

4.ª Máximo respeto a la veracidad, pero facilitando los hábitos de lectura desde las lenguas usuales: procede que el alumno tenga que cambiarlos lo menos posible. Como ejemplo de esta conveniencia puede servir el aspecto didáctico de una cuestión planteada desde el comienzo de estas reflexiones: el problema de la J. Contra lo que a veces se ha escrito, y demasiado frecuentemente se ha enseñado, la figura de la J no es ningún invento renacentista. La i prolongada hacia abajo se halla suficientemente acreditada en Pompeya, incluso, en ocasiones, indebidamente:

VENIMVS HÚC CVPIDI, MVLTO MAGIS IRE CUPIMVS10



es un hexámetro perfecto, desde el punto de vista métrico, pero al precio de confundir, en la gramática, la conjugación «mixta» con la cuarta: cupjmus tiene j precisamente para indicar esa errónea i larga exigida por el esquema métrico correcto. Se dirá, tal vez, que eso vale en cuanto a la figura, y que la función -ahí, representar cantidad larga- es distinta de la que se pretendía con el empleo de la j para i consonántica en la secular manera de editar textos en latín. Pero no: en las citadas Leyes de la época de Domiciano, de todos los usos de la l longa en la epigrafía hispánica, catalogados por J. V. Rodríguez Adrados11, el más abundante es precisamente este: entre grafías del tipo ejus o del tipo eijus se reparten los más de los empleos de l longa que allí se encuentran.

En principio, pues, el planteamiento es muy parecido al observado con la distinción mayúsculas/minúsculas: lo «moderno» -en este caso, la «invención» tantas veces atribuida a Petrus Ramus- fue una sistematización de lo que antes ya existía sin un uso regulado, pero precisamente -tanto en una cuestión como en otra- con la misma función que «modernamente» se le encomendó.

Sin embargo, en el presente caso surge una dificultad desde el punto de vista didáctico: si se prescinde de la j en eius, queda resuelto automáticamente para el alumnado un problema de pronunciación que le habría planteado el uso de la j, de resultas del valor de este signo en su lectura usual. Por tanto, se impone una gran prudencia respecto a la vuelta al empleo de j en las ediciones escolares. Ventajas tiene, como hice notar, a propósito de la métrica, en una ocasión anterior12. Pero, a la vista del inconveniente aquí señalado, tal vez habría que prescindir de ella, al menos durante una primera fase, la del aprendizaje de la pronunciación, y no «recogerla» hasta que ya no sea peligrosa, esto es, cuando la costumbre de leer eius, etc., esté ya tan arraigada, que lleve a leer igual al hallarse con la grafia ejus, etc.

Una cuestión corolaria propongo que se resuelva con análoga prudencia: la finalidad de grafías del tipo coniicio conicio. También sin hacer trampa, parece oportuno partir de las que repiten la i, porque permiten ver clara la estructura del compuesto; más tarde, al llegar a textos métricos que la requieran, se podrá respetar la distribución según viene en las ediciones críticas; más aún, se deberá en todos aquellos casos en que la grafía con una i venga exigida por una escasión correcta del texto.




III

Hasta aquí las exigencias de la veracidad. Con ellas es oportuno combinar las conveniencias, sugeridas al comienzo, de la comodidad grafemática: aprovechar aquellas grafías que ayuden mejor a la comprensión, que obligan menos a tener que «adivinar». Naturalmente, no es en nuestros tiempos el momento de grafematizar del todo la escritura latina: una «reforma» ortográfica que hubiera eliminado todas las discoincidencias -p. ej., suprimiendo la X, de modo que se escribiera ECSILIVM, etc.- tocaba haberla hecho hace dos milenios. No sería válido pretender ahora lo que los propios romanos no hicieron. Y menos, cuando seguramente no llegaron a modificarlo porque ya en el conjunto las desacomodaciones eran pocas y fáciles de superar: quedó ya dicho en el párrafo introductorio que la escritura latina es, desde el punto de vista grafemático, una de las más aceptables. Lo que procede destacar ahora, pues, son más bien los problemas que afectan a cuestiones marginales al abecedario en cuanto inventario de signos.

Un primer lugar ocupan en este grupo de problemas los medios de representación de rasgos prosódicos; en el caso del latín escolar, por este orden: el acento y la cantidad.

1. Ninguna necesidad hay de repetir aquí nada sobre el carácter meramente redundante del acento latino como prosodema distintivo de significados. Pero sí toca advertir que así era para los latinos, todo el tiempo en que el prosodema fundamental era la cantidad y el acento dependía de ella («ley» de la penúltima). Ahora bien, no sólo el alumno, sino, en general, el actual lector español tiene, por lo común, la capacidad exactamente viceversa: nativamente distingue según la diversa colocación del acento; la cantidad, si es caso, puede ayudar sólo redundantemente: aduēnitaduenit más por llana ≠ esdrújula que por ē ≠ e. Y no es fácil que haya optimistas que aspiren a lograr, en las pocas horas del latín de BUP y COU, una pronunciación cuantitativamente correcta en sus alumnos. En cambio -necesidad obliga-, sí cabe conseguir una acentuación correcta, a base de indicársela a los alumnos donde les haga falta.

Pues por descontado que hay un gran número de vocablos latinos cuya acentuación no acostumbra a fallarla jamás el alumnado español, sea cual sea su lengua materna. ¿Ha habido que corregir jamás en clase un *amáuistis o un *amáuissem? No creo: AMAVISTIS y AMAVISSEM suenan bien desde el primer día que andan por clase y así, prácticamente, a perpetuidad. ¡Y ello con ser casos de los relativamente difíciles, a saber, cuyos resultados castellanos tienen el acento en sílaba distinta: amasteis, amase! Mucho mejor todavía aquellas -la gran mayoría- que no tienen próximo ningún equivalente que ofrezca variación. ¡Si, en realidad, ocurre todo lo contrario: suelen ser los colegas de Historia (del Arte) los que tienen que arrastrar la notoria dificultad que, para los españoles en general, representa la germánica acentuación de Frómista, acostumbrados como estamos a acentuar la -i- de tantísimos otros vocablos acabados en -ista! Tampoco suele haber cuestión en la acentuación de los bisílabos: usados unos pocos días iniciales hasta empaparse de verdad de que la inmensa mayoría son llanos, se suelen emitir sin dificultad incluso los términos que podrían ofrecerla, por ser agudos en castellano, p. ej., amor, salus, etc. En combinación, pues, la cuestión se limita automáticamente a la acentuación de los vocablos de más de dos sílabas en caso de penúltima acabada en vocal.

Procedimientos para señalar en tales casos la acentuación correcta hay varios:

A) Existe, desde mucho tiempo ha, el similar al castellano, esto es, acentuar gráficamente los esdrújulos; ante una grafía pétimus, en efecto, apenas hay peligro de que el alumno acentúe petímus, como parece sugerirle -si la nota- la vecindad de cast. pedimos. Procedimiento sin base científica en el tipo que ha servido de ejemplo: dado que pe- es breve, su -e- no habría llevado ápice en la ortografía latina clásica; pero muy didáctico, porque al alumno le es connatural desde que lo aprendió y lo practica habitualmente con su propia lengua.

B) Del todo viceversa es el segundo: marcar sólo las llanas, p. ej., petebámus. Muy científico, porque la señal recae, por definición -dentro de las limitaciones de economía establecidas en el preámbulo de este apartado 1-, sobre vocal larga, que tiene perfectísimo derecho en la escritura latina clásica a recibir el ápice. Pero poco didáctico, por ser exactamente lo contrario de lo que se practica en la escritura de la lengua nativa del alumno.

C) Por último, el más difundido de todos: la indicación de la cantidad en las penúltimas acabadas en vocal, sea cual sea esa cantidad: pet154 i brevemus frente a petebāmus. Mitad científico nada más, pues la ortografía latina no señalaba con signo ninguno la brevedad vocálica. Y mitad didáctico nada más, porque a un principiante cualquier garabato encima de una de las vocales de la palabra le supone una tentación a emitirla acentuada: peti brevemus puede, en una primera fase, comportar una zancadilla para acentuar petímus. Es, además, procedimiento antieconómico en comparación con los dos precedentes, porque supone marcar tanto los términos llanos como los esdrújulos, mientras que aquellos sólo marcaban uno de los dos grupos.

2. El segundo prosodema respecto al que la grafía escolar del latín debe también prestar atención es la cantidad. Nuevamente un criterio de economía aconseja notar solamente un tipo de cantidades; en efecto, si se marcan las largas, y a queda claro que las no marcadas son breves. Y un criterio de rentabilidad didáctica rebaja que, de las largas, sólo las que no se hallen en sílaba terminada en consonante, porque, aunque para etimologías -románicas y latinas- puede ser muy oportuna la indicación, lo cierto es que la memorización visual del signo requiere un esfuerzo muy grande, poco rentable dados los escasos conocimientos de etimología románica y los casi nulos de la latina que puede aspirarse a impartir en las horas de clase de latín en BUP y aun en COU. Reducida así la señalización a sólo largas de sílaba libre, sus posibles fines la exigen en grado de necesidad diferente:

A) La cantidad «diacrítica», esto es, la que por sí sola permite distinguir significados opuestos entre parejas coincidentes en los demás rasgos. Permítaseme proclamar que es de ABSOLUTA NECESIDAD marcársela al alumno al que se exige entender el latín, porque también los romanos se la señalaban a sus hijos: usaban ápices, mediante los que el niño sabía si estaba leyendo ROSÁ abl. o ROSA N.-V.: no tenía que «sacarlo por el contexto» o por la métrica. Y claro que, dentro de esta ABSOLUTA NECESIDAD, si no se quiere que el muchacho moderno aprenda latín en inferioridad de condiciones respecto a aquellos que lo tenían como lengua materna, nada se opone a que la señal de larga sea el corriente trazo horizontal superpuesto, visto que una de las formas del ápice latino era prácticamente similar.

No hace falta ponderar cuántas veces esta indicación, legítimamente heredada del latín clásico, facilita la comprensión: a la diferenciación de casos que ha servido de ejemplo y que no hace sino multiplicarse en los adjetivos -al quedar también implicada la terminación de los neutros pls. en N.-V.-A.-, añádase la de los acs. pls. en -is, mantenidos en algunos textos virgilianos de COU frente a sus gens. (y, a veces, N.-V.) sgs., la de N. sgs. animados en -os de paradigmas del tipo MANVS frente a todos los demás manūs, etc.; en varios verbos, la distinción entre presente y perfecto, p. ej. legitlēgit, respectivamente, etc.

B) La cantidad en cuanto soporte prosódico de los textos métricos. No necesario, pero sí muy conveniente marcarla en todas las largas en sílaba libre; en las trabadas no hace falta, porque, por serlo, ya se «ve» que cuenta como larga. Más o menos, lo que ya figura en el antes aludido trabajo sobre métrica latina mediante ayuda de ordenador, de acuerdo con el proceder del profesor Delatte13: previamente se señalan las largas no evidentes, y así el ordenador, con su fidelidad y mecanicidad ejemplares, procura rápidamente la escansión correcta. Ahora bien, si al ordenador hay que ayudarle, más derecho a ayuda tiene el alumno. Según esto, pues, en lugar de protestar de que en esta o aquella prueba de COU se haya puesto algo más que el dístico elegíaco, toca mejor hacer que sean mucho menos peligrosos -diría, casi, que inocuos, porque lo serían, pues ni siquiera tienen posibilidades de resolución de larga en dos breves- los alcaicos y los sáficos, metros en que parece que algunos poetas latinos escribieron piezas relativamente importantes en la H.ª de la Literatura universal. Nadie se escandalice ante el procedimiento de «facilitación» sugerido para poder acceder a ellos desde el punto de vista rítmico: recuérdese que una de las colecciones más serias de nuestro mundo filológico, la Bibliotheca Teubneriana, no desdeña ictuar gráficamente versos de la poesía escénica no métricamente conflictivos. No es ningún desdoro; lo contrario es un purismo inmisericorde: pretender que quienes no somos capaces de percibir al oído el ritmo cuantitativo, como podían percibirlo los romanos clásicos, tengamos que sacarlo de la escritura, y encima ¡con muchos menos indicadores que los que ellos tenían!

Para concluir con ambos prosodemas: de la combinación de los apartados 1 y 2 parece inducirse fácilmente que el procedimiento más económico para representar acento y cantidad es el que permita matar dos pájaros de un tiro: la indicación de largas en sílaba libre. Naturalmente, para una primera etapa -y, en textos no métricos, siempre-, puede en la praxis reducirse a sólo largas en penúltima + largas con valor diacrítico.

3. Fuera de los prosodemas, la cuestión más inminente, pues se ha aludido ya repetidas veces, es puramente gráfica: la escritura con mayúsculas y el empleo de mayúsculas de acuerdo con el uso habitual en la lengua del alumno o el más o menos mediatizado por la tradición. Suele decirse que los romanos escribían todo con mayúsculas; vale, si se entiende que en la latinidad clásica todo iba con figura de mayúsculas, hasta que sus respectivos trazados cursivos dieron origen a la «uncial» y a la minúscula14. (Por lo pronto, pues, es lícita la transcripción a minúsculas, que no fueron inventadas por nadie que no tuviera como lengua usual el latín. Y didácticamente útil, por ofrecer a la vista del alumno una disposición más habitual.) Ahora bien, en cuanto a la distinción no de figura, sino de tamaño, ya es otra cosa. Dado que por MAIVSCVLA empezó entendiéndose una letra «un poco más grande», no hay que andar con remilgos acerca de practicar en la grafía actual la distinción que ya se ha visto en II 3.ª que los romanos mismos practicaron, siquiera fuese ocasionalmente. Tampoco se pierda del lado didáctico la consideración allí apuntada de que, en última instancia, la distinción en cada texto puede variar según el criterio del editor: acábese, pues, la típica réplica «es que en mi libro no viene escrito con mayúscula»; no tiene que ser un motivo de discordancia con lo dicho por el profesor o por otro alumno que dispone de otra edición. Procúrese, únicamente, que se sepa que la discrepancia afecta solamente al arbitrio que editores diversos pueden tener variadamente respecto al uso convencional de una distinción que tampoco los romanos habían regulado normativamente, de modo que puede hoy haber divergencia sin errata de imprenta y, por otro lado, sin incorrección por ninguna de ambas partes.

4. Aunque no tanto, viene a reducirse también a grafía sobre todo la cuestión referente a los representantes de archifonemas. En su vertiente didáctica, parece que se hace recomendable la escritura más transparente, en principio, respecto a la lengua del alumno. Así, p. ej., es francamente preferible, para un alumno al que se ha enseñado que la LL de los latinos era una L doble, la grafía colloco a la conloco, pues aquella le sitúa más cerca del resultado castellano (el cultismo coloco o el transmitido cuelgo, ambos con l simple y sin rastro de n), en tanto que esta podría despistarle a la hora de verter al castellano. Aunque quizás le orientase un tanto respecto a la etimología, como una cosa entorpecería a la otra, vale más decidirse por la que favorece lo más importante.

Pero, cuando de las dos grafías en conflicto no hay ninguna que corresponda mejor (o cuando no se sabe cuál corresponde mejor) a la costumbre del alumno, entonces se hace claramente preferible la que permita ver mejor la estructura de la palabra latina, aunque no siempre se pueda mantener este criterio. Con ejemplos: exsto parece preferible a exto porque da a la vista los elementos, ex y sto, de que está compuesto el vocablo, lo que no ocurre con su contrincante. En cambio, creo que habría que dar la preferencia a oppono, opprimo, etc., sobre oppono, obprimo, etc. Ante estos, en efecto, el alumno puede sentirse perplejo a la hora de pronunciar, perplejidad inútil, porque es sabido que los romanos mismos asimilaban; y el grado de penetración del sentido que puede proporcionarle la mayor evidencia de los elementos que se combinan en el compuesto no es seguramente mayor que el que le suministra su parecido con los casts. oponer y con los cuales la relación se establece mejor, como en el caso precedente de colloco, a partir de la grafía no recompuesta.

5. Una última cuestión, pero no en orden de importancia, ya que puede afectar amplia y profundamente a la comprensión, se encierra en las puntuaciones. También respecto a ellas debe darse a los alumnos noticia de que las distintas generaciones de copistas no la inventaron, aunque sí la enriquecieron y modificaron notablemente. De forma que también hoy el último responsable de la puntuación es el editor moderno: él se hace valedor de que, con el texto puntuado como él propone, el sentido es el que genuinamente debió de darle el autor clásico.

Precisamente por esta convencionalidad de la puntuación vigente, no estarán de más unas observaciones orientadas a hacerla didácticamente más útil al alumnado. Denominador común de todas ellas es la práctica seguridad de que tal utilidad -unida, además, a la comodidad en la presente coyuntura- está en razón directa del parecido con la puntuación que se ha hecho habitual en la lengua usual del alumno. Irán las tres en orden de importancia creciente, de modo que en la primera no me empeñaría nada, en tanto que la tercera la creo de absoluta conveniencia.

A) Una especie de pudoroso respeto hacia la filología clásica elaborada al otro lado de nuestras fronteras parece haber impedido al profesorado de lengua española utilizar para el latín sus propios utilísimos signos de apertura de interrogación y de admiración. Cierto que en la mayoría de las frases interrogativas latinas se nota que lo son a partir de la primera o de la segunda porción de la primera palabra, es decir: o empiezan con interrogativo o partícula interrogativa, o con ne interrogativo postpuesto enclíticamente al primer vocablo. Pero no se ve ninguna dificultad desde el punto de vista científico en marcar las interrogaciones donde exactamente empiezan, porque a veces no se sabe tan claramente (cuius, p. ej., tanto puede ser relativo como interrogativo). Desde el punto de vista didáctico, parece muy útil para el alumno -acostumbrado como está a ello- saber dónde empieza o no auténticamente una interrogación. Pero ya he dicho que no me iba a empeñar en ello, especialmente: de hecho, hoy podría parecer una innovación. Pero reconózcase que, en su día, fueron también innovaciones las sistematizaciones de uso de los interrogativos y admirativos de cierre.

B) En cambio, si vale la pena empeñarse en reaccionar contra la interrupción -mediante signo de cierre- de frases interrogativas y admirativas en la frontera con sus respectivas expansiones, que suele ser típica del latín de las ediciones corrientes. P. ej., si Cic. De diuinatione II 2 se puntúa.

Quod enim munus rei publicae afferre maius meliusue possumus, quam si docemus atque erudimus iuuentutem? his praesertim moribus atque temporibus quibus ita prolapsa est, ut omnium opibus refrenanda ac coercenda sit,



la tentación para cerrar también interrogante en castellano es muy natural y fuerte. Ahora bien, ello obliga a proseguir como después de punto (y seguido, al menos): «Sobre todo en las presentes circunstancias morales...» Así esta «continuación» queda no poco desconectada de la cuestión precedente, u obliga a algo así como a «repetirla» como si de subsanar una elipsis se tratara. ¡Cuánto más natural la secuencia entendiendo íntegramente la pregunta!;

¿Qué mayor y mejor servicio, en efecto, podemos prestar a la patria que el de la educación y enseñanza de la juventud, sobre todo en las presentes circunstancias morales en que va tan cuesta abajo que se necesita la colaboración de todos para refrenarla y encauzarla?



C) Finalmente, por mucha y muy merecida autoridad que tengan las ediciones alemanas, no es de recibo entre nosotros alguna de las comas que de su lengua se filtran en la puntuación de esas ediciones latinas. Aquel prestigio ha llevado a emplear comas ante subordinada incluso a editores no germánicos, como si fueran imprescindibles. No es preciso decir cuán desorientadora resulta para el alumno español esta puntuación, p. ej., ante conjunciones introductoras de comparativas (así, la que he «respetado» ante quam en la cita anterior). Más aun ante las de comparativas; difícilmente podrán parecerle completivos un ut o un quod precedidos de coma; se inclinará automáticamente a tomarlos como final o causal, respectivamente. Hasta una autora de lengua nativa no románica, la escandinava Nils-Ola Nilsson15, ha reconocido que más natural sería puntuar el latín de acuerdo con lo habitual en las escrituras de las lenguas que de él se han derivado.

Y todavía los ejemplos citados no pasan de ser desorientadores; pero los hay en que la puntuación superflua puede llevar incluso a la confusión. Así el vicio de puntuar -a la alemana- ante toda subordinada de relativo estropea la rentabilísima indicación de la diferencia entre relativas explicativas (precedidas de coma en la puntuación románica) y especificativas (no precedidas de ella). Con la agravante de que el alumno suele estar bien instruido de ello en castellano, con los clásicos ejemplos del estilo de «los soldados, que estaban agotados, se negaban a dar un paso más» y «los soldados que estaban agotados se negaban...». Es cierto que, de todos los signos de puntuación, la coma es la no típicamente sémica, tiene mucho de fonética todavía; llega a ser traidora (¡ojalá tuviera una gemela de apertura como el paréntesis o incluso -mediante su respectiva colocación- las rayas para incisos!): ya es, pues, suficientemente difícil interpretarla al encontrarla sola, sin indicación en sí de si abre o si cierra, para, encima, complicarla con usos de escrituras no latinas y mal avenidas con la costumbre del alumnado. Y más lamentable en el caso que está sirviendo de ejemplo, donde incluso se desperdicia su papel fonético: la capacidad de indicar, mediante una fuerte bajada de la entonación, la diferencia entre MILITES, QVI FESSI ERANT y MILITES QVI FESSI ERANT, donde el alumno entendería sin dificultad -como en su lengua materna- que, en el primer caso, son todos los soldados los que están agotados; en el segundo, no todos, sino algunos: los otros, pueden continuar. Sacrificar una posibilidad tan sencilla y tan útil a un mimetismo contraproducente es delito flagrante de lesa didáctica.

Cierto que, entre los oyentes, habrá quienes aleguen no ser editores como para ponerse a puntuar o no, o a escribir con mayúscula o con minúscula, o que no son ni siquiera autores de libros de texto. Pero «autores» de estos textos que, cada día de clase, salen a la pizarra, sí lo somos todos. En este sentido me he permitido recordarles que

maxima debetur puero reverentia



no sólo durante los tiempos de Juvenal.







 
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