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Las Pampas y Los Andes


F. B. Head





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Introducción

El repentino levantamiento y caída, la inesperada aparición y desaparición de tantas compañías mineras, es tema que debe ocupar necesariamente unas pocas líneas en la historia futura de nuestro país; y cuando se olviden tanto el regocijo de los gananciosos como el disgusto de los perdidosos, el historiador que con calma narre la vida momentánea de estas compañías, solamente averiguará las causas generales de su formación y las causas generales de su fracaso.

Nadie puede negar que se cometió un error comercial; y debe igualmente admitirse que este error no se limitó a pocos individuos o a alguna asociación de individuos, sino que, cual enfermedad contagiosa, se difundió en todas las clases sociales; y que en las nóminas de accionistas de estas especulaciones se encontraban los nombres de gentes de primer rango, carácter y educación del país.

La experiencia, al fin, se ha adquirido a costa de pérdidas grandísimas, y mediante ella sabemos hoy que tanto la formación de las compañías como su fracaso han provenido de una causa única, a saber: nuestra ignorancia del país que iba a ser teatro de la especulación. Pero aunque esto deba confesarse, recuérdese también que el error fue acompañado   -8-   por todas las nobles características distintivas de nuestro pueblo.

De conocer las modalidades de los diferentes países, se hubiera estimado imprudente enviar maquinaria tan costosa, pagar salarios tan subidos a todos los individuos relacionados con la especulación, invitar a los nativos a participar de las ganancias, confiar capital a individuos aislados, etc. Además, si el cimiento hubiera sido bueno, el edificio fue noblemente proyectado, y era innegablemente obra e invención de un país preñado de energía, empresa, liberalidad, confianza insospechable y capitales.

Sin lamentar pérdidas, ahora irreparables, es únicamente necesario tener presente que la causa que las produjo aún existe, y todavía ignoramos los países en que nuestro dinero está enterrado. Varios individuos, a cuyo cargo estuvieron diversas compañías, tuvieron sin duda oportunidades de hacer observaciones importantes, y de ellas pueden sacarse probablemente valiosos datos.

Yo tuve la dirección personal de una compañía; pero debido a circunstancias especiales será conveniente manifestar que, si se exceptúa para mis informes, tuve poco tiempo u oportunidad de hacer anotación alguna que no se relacionase con la descripción trivial de un relato personal.

Me hallaba en Edimburgo, en el cuerpo de Ingenieros, cuando se me propuso hacerme cargo de una compañía cuyo objeto era beneficiar minas de oro y plata en las provincias del Río de la Plata; y, en consecuencia, con aviso de poquísimos días, zarpé de Falmouth y llegué a Buenos Aires una semana después de que los mineros de Cornwall hubieran desembarcado allí.

Acompañado por dos respetabilísimos capitanes de minas de Cornwall, un ensayador francés que había sido educado por el célebre Vauquelin, un agrimensor y tres mineros, fui por las grandes llanuras de las Pampas a las minas de oro de San Luis y después a las de plata de Uspallata, más allá de Mendoza, a mil millas de Buenos Aires.

Luego dejé a mi gente en Mendoza y regresé a caballo a Buenos Aires, salvando la distancia en ocho días. Allí,   -9-   inesperadamente, recibí cartas que hacían necesaria mi presencia inmediata en Chile y, en consecuencia, volví a cruzar las Pampas, y juntándome con mis compañeros en Mendoza, traspusimos los Andes hasta Santiago, y de allí, sin dilación alguna, anduvimos juntos en diversos rumbos 1200 millas para inspeccionar minas de oro y plata; y la noche que terminé mi informe sobre la última mina salimos para volver a cruzar la cordillera, y dejando a mis acompañantes en las llanuras, cabalgué solo hasta Buenos Aires, y luego de llegar despedí a una parte de los mineros y con el resto regresé a Inglaterra.

El único fin de mis viajes fue inspeccionar ciertas minas. Bajamos al fondo de todas, y con la ayuda de los individuos que me acompañaban hice lo mejor que pude un informe circunstanciado de cada una. Como los mineros permanecieran ociosos y sin empleo en Buenos Aires, era muy de desear que yo anduviese de lugar en lugar tan rápidamente como pudiera, y más de 6000 millas, puedo en verdad decir, galopé contra el tiempo.

La fatiga de tan largas jornadas, expuesto al sol quemante del estío, fue grandísima, especialmente en Chile, porque visitando las minas andinas estábamos sujetos a tan súbitos cambios de temperatura que, en ocasiones, nos oprimía el sol matinal, mientras por la noche teníamos que dormir sobre 120 pies de nieve; casi todo el tiempo dormimos al aire libre, en el suelo, alimentándonos principalmente de carne y agua.

Los informes que reuní y el resultado de las comunicaciones que oficialmente tuve con ministros, gobernadores y otros individuos, concernientes a minas, no me siento inclinado a publicarlos; pues como las minas que visité pertenecen casi todas a particulares y están en venta, se tendría por violación de las atenciones que con frecuencia recibí decir sin necesidad las dimensiones, contenido o ensayo de sus filones, aunque el clima y rasgos generales del país sean, naturalmente, de propiedad pública.

En mis viajes no llevaba un diario regular porque el país que visitaba era llanura sin fin, o montañas desiertas; pero en   -10-   ocasiones escribía notas desaliñadas, describiendo cualquier cosa que me interesase o advirtiera.

Estas notas se escribieron en gran variedad de circunstancias, a veces cansado, otras descansado, a veces con una botella de vino por delante, otras con un chifle lleno de agua sucia salobre, y unas pocas fueron redactadas a bordo del paquebote.

Las tracé solamente para distraer el ánimo, embargado por una responsabilidad a la que no estaba acostumbrado y, por tanto, están necesariamente en aquel estado incoherente, inconexo, que las hace, bien me percato, poco a propósito para afrontar la mirada crítica del público; además, como ha sido mi desdicha ver el fracaso de una compañía inglesa -presenciar la pérdida que ha sufrido- y, por momentos, en Buenos Aires y Montevideo, estar en sitios donde hemos perdido lo que ningún dinero puede pagar; como estoy persuadido de que estos fracasos han provenido de nuestra ignorancia del país, he resuelto entregar al público los pocos apuntes que poseo, y aunque bien sé que su índole es demasiado trivial para proyectar mucha luz sobre el tema, no obstante, acaso ayuden a hacer «visible la oscuridad», y confío en que el estado rudo, áspero en que aparecen al menos pruebe que no me propongo otra cosa.





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Perfil descriptivo de Las Pampas

La cordillera de tos Andes corre de norte a sur por toda Sudamérica y, en consecuencia, es casi paralela a las costas respectivas del Atlántico y del Pacífico, dividiendo el país intermedio en dos porciones desiguales, cada una limitada por un océano y la cordillera.

A primera vista se esperaría que estos países gemelos, separados sólo por una cadena de montañas, tuviesen gran semejanza entre sí; pero la variedad es atributo del Omnipotente, y la naturaleza ha concedido a estas dos regiones diferencia notabilísima de clima y formación geológica.

Desde la cumbre de los Andes ella provee a ambos países de agua; por el derretimiento gradual de la nieve, los dos son regados en exacta proporción de sus necesidades; y la vegetación, en vez de agotarse con el sol ardiente del verano, de esta manera se alimenta y conserva por el mismo calor que amenazaba destruirla.

Sin embargo, el agua que corre por Chile al Pacífico está confinada en todo su trayecto y se abre paso por un país tan montañoso como las altiplanicies de Escocia o Suiza. El agua que baja la vertiente oriental de la cordillera serpea por una vasta llanura de novecientas millas de ancho; y en la cumbre de los Andes es singular observar, a la derecha e   -12-   izquierda, la nieve de una tormenta; parte destinada a precipitarse al Pacífico, mientras otra va a confundirse con las olas lejanas del Atlántico.

Las Pampas, al oriente de la cordillera, tienen novecientas millas de ancho, y la parte que recorrí, aunque en igual latitud, está dividida en regiones de clima y producción diferentes. Dejando Buenos Aires, la primera de estas regiones está cubierta en 180 millas con trébol y cardos; la segunda región, de unas cuatrocientas millas, produce pajas y esportillo; y la tercera región, que llega al pie de la cordillera, es monte de árboles bajos y arbustos. La segunda y tercera regiones tienen casi el mismo aspecto todo el año, pues árboles y arbustos son de hojas perennes, y la inmensa llanura de pasto solamente cambia de color verde a oscuro; pero la primera región varía, con las cuatro estaciones del año, de manera muy extraordinaria. En invierno las hojas de cardos son muy grandes y exuberantes, y toda la superficie del campo tiene el tosco aspecto de una plantación de nabo. El trébol en esta estación es sumamente rico y fuerte, y la vista del ganado paciendo en completa libertad es lindísima. En primavera el trébol ha desaparecido, las hojas del cardo se han extendido por el suelo y el campo todavía parece una cosecha de nabos. Antes de un mes, el cambio es de lo más extraordinario; toda la región se convierte en exuberante bosque de cardos enormes que se lanzan de repente a diez u once pies de altura y están en plena florescencia. El camino o senda está encerrado a ambos lados; la vista, completamente impedida; no se ve un animal, y los tallos de cardo se juntan tanto y son tan fuertes que, aparte de las espinas de que están armados, forman una barrera impenetrable. El rápido desarrollo de estas plantas es del todo sorprendente y aunque sería infortunio desusado en la historia militar, sin embargo es realmente posible que un ejército invasor, sin conocimiento del país, sea aprisionado por estos cardales antes de darle tiempo para escapar. No pasa el verano sin que la escena sufra otro cambio rápido; de repente los cardos pierden su savia y verdor, sus cabezas desfallecen, las hojas se encogen y marchitan, los tallos se ponen negros y muertos y zumban   -13-   al frotarse entre sí con la brisa, hasta que la violencia del pampero los nivela a ras del suelo, donde rápidamente se descomponen y desaparecen; el trébol puja y el campo recobra su verdor.

Aunque unos pocos individuos están desparramados junto al camino que atraviesa estas vastas llanuras, o viven juntos en agrupaciones pequeñas, el estado general del país es el mismo desde el primer año de la creación. El país entero lleva el noble cuño del Creador Omnipotente, y es imposible que cualquiera lo recorra a caballo sin sentimientos agradabilísimos de acariciar. En todo el país «los cielos proclaman la gloria de Dios y el firmamento enseña la obra de sus manos»; sin embargo la superficie de los países populosos da generalmente el insípido producto de la labor humana y es error fácil considerar que quien ha labrado el suelo y plantado la semilla, es autor de la cosecha y, por consiguiente, los que están acostumbrados a ver la producción confusa que, en países poblados y cultivados, resulta de abandonar el suelo a sí mismo, se sorprenden al principio en las Pampas observando la regularidad y belleza del mundo vegetal cuando se lo abandona a las sabias disposiciones de la Naturaleza.

La vasta región de pastizales de las Pampas en 450 millas no tiene un solo yuyo, y la región boscosa es igualmente extraordinaria. Los árboles no se aglomeran, sino que se nota orden tan bello en sus crecimientos que se puede galopar entre ellos en cualquier dirección. Algunos árboles nuevos se levantan, otros florecen en pleno vigor, y durante algún tiempo se pueden buscar en vano los que, en el vasto sistema de la sucesión, necesariamente en una u otra parte deben decaer. Al fin se encuentran, pero su destino no permite desfigurar la alegría general del espectáculo y parecen disfrutar de lo que puede llamarse literalmente una vejez verde. Las extremidades de sus ramas se quiebran, cuando mueren, y cuando no queda más que el tronco hueco, todavía se cubre con vástagos y hojas, y al fin, gradualmente, desaparece de la vista con el renuevo que, nacido al abrigo de sus ramas, se levanta rápidamente y oculta su decaimiento.   -14-   Algunos lugares se encuentran quemados por accidente, y el negro sitio desolado, cubierto de troncos carbonizados, se asemeja a una escena de peste o guerra del mundo humano. Pero, apenas se extingue el fuego, los árboles vecinos parecen todos entremezclar sus ramas y nuevos arbustos se alzan del suelo, mientras los troncos sin savia se van convirtiendo evidentemente en polvo.

Todos los ríos conservan su curso y el país entero está tan bellamente dispuesto que, si se estableciesen de repente ciudades y millones de habitantes, con apropiados intervalos y situaciones, la gente no tendría más que llevar los ganados a pacer y, sin ninguna preparación previa, arar cualquier extensión de tierra conforme a sus necesidades.

El clima de las Pampas está sujeto a grandes diferencias de temperatura en invierno y verano aunque los cambios graduales sean muy regulares. El invierno es tan frío como nuestro noviembre, y el suelo, al salir el sol, está siempre cubierto de una helada blanca, pero la escarcha rara vez tiene más espesor que un décimo de pulgada. En verano el sol es sumamente ardiente1, y su fuerza es sentida por todo bicho viviente. Los caballos y ganados salvajes evidentemente se agotan con el sol, y la siesta parece reposo natural y necesario para todos. Ni un momento del mediodía es para trabajar, y como las mañanas son frescas son más a propósito para el trabajo, y el primero para descansar.

La diferencia entre la atmósfera de Mendoza, San Luis y Buenos Aires, casi en la misma latitud, es muy extraordinaria; en las dos primeras, o en las regiones de bosque y pasto, el aire es sumamente seco; no hay rocío de noche; en el tiempo más caluroso hay poquísima transpiración aparente, y los animales muertos yacen en la llanura secos dentro del cuero, de modo que, en ocasiones, me costaba distinguir si estaban vivos o muertos. Pero en la provincia de Buenos   -15-   Aires, o región de los cardales y trebolares, la vegetación denuncia a las claras la humedad del clima. Durmiendo afuera por la noche he encontrado mi poncho casi completamente mojado con el rocío, y mis botas tan húmedas que apenas podía calzármelas. Los animales muertos en la llanura estaban en estado de rápida putrefacción. Cuando llegué a Buenos Aires las paredes de las casas eran tan húmedas que entristecía entrar en ellas; y el azúcar, como todas las sales delicuescentes, se encuentra casi disuelta. Esta humedad, sin embargo, no parece malsana. Los gauchos y también los viajeros duermen en el suelo, y los habitantes de Buenos Aires viven en casas húmedas sin quejarse de reumatismo o sufrir de frío; y ciertamente tienen aspecto de ser acaso más robustos y sanos que los que viven en regiones secas. Sin embargo, toda la Pampa puede decirse que goza de tan linda y saludable atmósfera como las partes más salubres de Grecia e Italia, sin conocerse la malaria.

La única irregularidad del clima es el pampero que, producido por el aire frío cordillerano, se precipita por estas vastas llanuras con velocidad y violencia que casi no se pueden soportar. Pero esta rápida circulación atmosférica tiene efectos muy benéficos, y el tiempo que sigue a estas tempestades siempre es particularmente sano y agradable.

El sur de las Pampas está habitado por indios sin morada fija, que cambian de lugar cuando el pasto es comido por el ganado. El norte de las Pampas y las demás provincias del Río de la Plata están habitados por pocos individuos errantes y pocos grupitos de gentes que viven juntos sólo porque nacieron juntos. Su historia es realmente curiosísima.

Tan pronto como, por la caída de los españoles, se estableció la independencia y fueron libres, la atención de muchos individuos de las provincias del Plata se dirigió a constituir un gobierno que mantuviese la libertad conquistada, promoviera la población y embelleciera gradualmente la superficie del país más interesante y bello, con artes, manufacturas y ciencias que hasta entonces se les habían negado; pero la situación general del país presentaba dificultades muy serias.

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Aunque inmensas regiones de suelo rico estaban incultas y baldías, algo se había hecho. Pequeñas ciudades y establecimientos (al principio elegidos con fines mineros), distantes entre sí cien y setecientas millas, estaban esparcidos en esta vasta extensión del país; y así, se había delineado un mapa de civilización en esqueleto que, naturalmente, sostenía los mezquinos intereses de todos los individuos.

Pero, aunque alguna fundación se efectuó así, la guerra destruyó el plan de construcción español y todo lo que se sabía acerca de él fue que era con propósitos inaplicables al gran sistema político que ahora debía adoptarse.

Pronto se percibió que las provincias del Río de la Plata no tenían puerto; que la ciudad de Buenos Aires estaba mal ubicada; y como la política estrecha de España había prohibido plantar olivos y viñas, los lugares mejor adaptados para la producción natural del suelo habían sido descuidados, mientras la minería y otros propósitos relacionados con el sistema español habían levantado ciudades en las ubicaciones más remotas e impracticables y los hombres se encontraron viviendo juntos en grupos, sin saber por qué, en circunstancias que desalentaban todo esfuerzo y con dificultades que parecían afrontarse sin esperanza.

Su situación era, y todavía es, muy lamentable. El clima cómodo suministra las necesidades de la vida. Lejos de toda comunicación practicable con el mundo civilizado, eran incapaces de participar de los progresos de la época o desechar los errores y desventajas de la mala educación política. No tienen los medios morales para mejorar el país o de ser mejorados por él; y oprimidos por estas y otras desventajas caen naturalmente en hábitos de indolencia e inactividad. La ciudad, o más bien la aldea aislada, en que viven, es generalmente asiento del gobierno provincial, y muy a menudo ofrece un triste cuadro político.

Gente que, aunque hoy libre, fue educada bajo la negra tiranía del gobierno español, con las estrechas preocupaciones que, también en países populosos, existen entre los habitantes de comunidades pequeñas, y con poca o ninguna educación, fue convocada para elegir gobernador y establecer   -17-   una junta, regularizar los asuntos de su provincia y enviar diputados a la lejana asamblea nacional de Buenos Aires. La consecuencia (como he presenciado) es la que, naturalmente, se esperaría. La elección del gobernador es rara vez unánime y, apenas se ha instalado, cuando se le derroca, de modo que, para quien esté acostumbrado a gobiernos de escala superior, parece pueril y ridículo.

En más de una provincia el gobernador es excesivamente tiránico; en otras, el gobernador y la junta parecen actuar para los intereses de su provincia; pero los fondos son tan escasos y los celos internos que tienen que afrontar tan grandes, que encuentran continuas dificultades; y respecto a proceder teniendo en vista el interés nacional, la cosa es imposible. ¿Cómo puede esperarse que gente de reducidísima renta y en sociedades aisladas muy pequeñas, olvide sus propios intereses por el bienestar general del país? Realmente es contra la naturaleza, pues lo que políticamente se llama su país es tan inmenso, que ha de convertirse necesariamente en asiento futuro de muchas comunidades diferentes de hombres, y si estas comunidades, por ilustradas que lleguen a ser, jamás vencerán aquel sentimiento que los encariña con sus hogares, o la preocupación centrífuga con que miran a sus vecinos, ¿cómo puede esperarse que un gobierno débil y pocos habitantes hagan lo que la civilización no ha sido capaz todavía de realizar; o que el infante político no deje ver aquellas fragilidades que su virilidad será incapaz de vencer? Y el hecho es que cada provincia mira a su vecina con recelo, y cuando he viajado por el país, he encontrado invariablemente que mala gente es la denominación general que aplican a los de la provincia vecina, y que, lo mismo que los habitantes de las ciudades, son todos celosos del poder e influencia de la ciudad de Buenos Aires; y cuando se explica que la política de Buenos Aires es quebrar el poder de los frailes y clérigos, y que éstos tienen todavía grandísima influencia en las más de las provincias distantes, y que los intereses marítimos en Buenos Aires difieren necesariamente a menudo de los de las provincias interiores, se percibe cuán forzosamente este recelo es probable que se manifieste.

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La condición del gaucho es naturalmente independiente de las turbulencias políticas que monopolizan la atención de los habitantes de las ciudades. La población o número de estos gauchos es pequeñísima y están separados entre sí por grandes distancias; están desparramados aquí y allá sobre el haz del país. Mucha gente desciende de las mejores familias españolas; tienen buenas maneras y, a menudo, sentimientos nobilísimos. La vida que hacen es muy interesante; generalmente habitan el rancho donde nacieron y en el que antes de ellos vivieron sus padres y abuelos, aunque parezca al extranjero que tenga poco de los halagos del dulce domum. Los ranchos se construían de la misma forma sencilla, pues, aunque el lujo tiene diez mil planos y alzados para la morada frágil del más frágil morador, la choza es igual en todas partes y, por lo tanto, no hay diferencia entre la del gaucho sudamericano y la del highlander de Escocia, excepto en que la primera es de barro y se cubre con largas pajas amarillas, mientras que la otra es de piedra techada con brezos. Los materiales de ambas son producto inmediato del suelo, y las dos se confunden tanto con el color del país que a menudo es difícil distinguirlas; y como la velocidad con que se galopa en Sudamérica es grande, y el campo llano, casi no se descubre el rancho hasta llegar a la puerta. El corral está a cincuenta o cien yardas del rancho y es un círculo con diámetro de treinta yardas hecho de palo a pique. Hay generalmente encima de los postes numerosos buitres o cuervos perezosos2, y las inmediaciones del rancho y corral están cubiertas con huesos y osamentas de caballos, astas de novillos, lana, etc., que les dan olor y aspecto de perrera mal cuidada de Inglaterra.

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El rancho generalmente se compone de una sola habitación para toda la familia, muchachos, hombres, mujeres y niños, todos mezclados. La cocina es un cobertizo apartado pocas yardas; hay siempre agujeros tanto en las paredes como en el techo del rancho que uno considera al principio como señales singulares de indolencia en la gente. En verano la morada está tan llena de pulgas y vinchucas, que toda la familia duerme afuera al frente de su habitación; y cuando el viajero llega de noche, y, después de desensillar su caballo, camina entre esa comunidad dormida, puede colocar el recado para dormir junto al compañero que más agrade a su fantasía: el admirador de la inocencia puede acostarse al lado de un niño dormido; el melancólico, dormitar cerca de una negra vieja; y el que admira las bellezas más lindas de la creación puede muy modestamente poner la cabeza sobre el recado a pocas pulgadas del ídolo adorado. Sin embargo, nada hay que ayude a la elección fuera de los pies y tobillos descalzos del grupo entero de dormidos, pues sus cabezas y cuerpos están cubiertos y disfrazados por el cuero y poncho que los tapa.

En invierno la gente duerme dentro del rancho y el espectáculo es originalísimo. Tan pronto como la cena del pasajero está lista, se trae adentro el gran asador de hierro en que se ha preparado la carne, y se lo clava en el suelo: el gaucho luego brinda al huésped un cráneo de caballo y él y varios de la familia, en asientos semejantes, rodean el asador del que sacan con sus largos cuchillos bocados grandísimos3.

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El rancho se alumbra con luz muy débil emitida por sebo vacuno, y se calienta con carbón de leña; en las paredes del rancho cuelgan de huesos clavados dos o tres frenos o espuelas, y varios lazos y boleadoras; en el suelo hay muchos montones oscuros que nunca se distinguen con claridad; al sentarse sobre estos, cuando estaba fatigado, con frecuencia he oído el agudo chillido de un chicuelo debajo de mí, y a veces he sido dulcemente interrogado por una joven: ¿qué quería?, y otras veces ha saltado un perro enorme. Estaba una vez calentándome las manos en el fogón, sentado en un cráneo de caballo, mirando el techo negro, entregado a mis fantaseos, e imaginándome estar completamente solo, cuando sentí alguna cosa que me tocaba, y vi dos negritos desnudos repantigándose junto al fogón en actitud de dos sapos; se habían arrastrado desde abajo de algún poncho, y después encontré que otras muchas personas, así como gallinas cluecas, estaban también en el rancho. Durmiendo en ranchos, el gallo frecuentemente ha saltado sobre mi espalda para cantar por la mañana; sin embargo, luego que apunta el día todo el mundo se levanta.

La vida gaucha es interesantísima y se parece a aquella bella descripción que hace Horacio del progreso del aguilucho:


Olim juventas et patrius vigor,
nido laborum propulit inscium,
vernique jam nimbis remotis
insolitos docuere nisus
venti paventem; mox in ovilia
demisit hostem vividus impetus,
nunc in reluctantes dracones
egit amor dapis, atque pugnae4.



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Nacida en tosco rancho, la criatura gaucha recibe poco cuidado, pero se la deja columpiar en una hamaca de cuero colgada del techo. El primer año de su vida gatea desnudo, y he visto más de una vez madre que entrega al niño de esta edad un cuchillo filoso, de un pie de largo, para que se entretenga. Apenas camina, sus diversiones infantiles son las que lo preparan para las ocupaciones de su vida futura: con lazo de hilo acarreto trata de atrapar pajaritos, o perros cuando entran o salen del rancho. Cuando cumple cuatro años monta a caballo e inmediatamente es útil para ayudar a traer el ganado al corral. El modo de cabalgar de estos niños es completamente extraordinario; si un caballo trata de escapar de la tropilla que conducían al corral, he visto frecuentemente al niño perseguirlo, alcanzarlo y hacerlo volver, zurrándolo todo el camino; en vano el animal intenta escurrirse y escapar, pues el chico lo sigue y se mantiene siempre cerca; y es caso curioso, a menudo observado, que el caballo montado siempre alcanza al suelto.

Sus diversiones y ocupaciones pronto se hacen más viriles, sin cuidarse de las vizcacheras que minan las llanuras, y son muy peligrosas: corre avestruces, gamos, leones y tigres; los agarra con las boleadoras, y con el lazo diariamente ayuda a enlazar ganado cimarrón y arrastrarlo hasta el rancho para carnear o herrar. Doma potrillos del modo que he descrito, y en estas ocupaciones es frecuente que ande afuera del rancho muchos días, cambiando caballo cuando se le cansa el montado, y durmiendo en el suelo. Como el alimento constante es carne y agua, su constitución es tan fuerte que lo habilita para soportar gran fatiga; y difícilmente se cree las distancias que recorrerá y el número de horas que permanecerá a caballo. Aprecia enteramente la libertad sin restricciones de tal vida; y sin conocer sujeción de ninguna clase, su mente a menudo se llena con sentimientos de libertad, tan nobles como sencillos, aunque naturalmente participa de los hábitos salvajes de su vida. Vano es intentar explicarle los lujos y las bendiciones de una vida más civilizada; sus ideas son que el esfuerzo más noble del hombre es levantarse del suelo y cabalgar en vez de caminar,   -22-   que no hay adornos o variedad de alimentación que compense la falta de caballo, y el rastro del pie humano en el suelo es en su mente símbolo de falta de civilización.

El gaucho ha sido acusado por muchos de indolencia; quienes visitan su rancho lo encuentran en la puerta, de brazos cruzados y poncho recogido sobre el hombro izquierdo, a guisa de capa española; su rancho está agujereado y evidentemente sería más cómodo si le dedicara unas cuantas horas de trabajo; en un lindo clima carece de frutas y legumbres; rodeado de ganados, a menudo está sin leche; vive sin pan y no tiene más alimento que carne y agua, y, por consiguiente, quienes contrastan su vida con la del paisano inglés lo acusan de indolente y se sorprenderían de su resistencia para soportar vida de tanta fatiga. Es cierto que el gaucho vive sin lujos, pero el gran rasgo de su carácter es su falta de necesidades: constantemente acostumbrado a vivir al aire libre y dormir en el suelo, no considera que agujero más o menos en el rancho lo prive de comodidad. No es que no le guste el sabor de la leche, pero prefiere pasarse sin ella antes que realizar la tarea cotidiana de ir a buscarla. Es cierto que podría hacer queso y venderlo por dinero, pero si ha conseguido recado y buenas espuelas, no considera que el dinero tanga mucho valor: en efecto, se contenta con su suerte; y cuando se reflexiona que, en la serie creciente de lujos humanos, no hay punto que produzca contentamiento, no se puede menos de sentir que acaso hay tanta filosofía como ignorancia en la determinación del gaucho de vivir sin necesidades; y la vida que hace es ciertamente más noble que si trabajara como esclavo de la mañana a la noche a fin de obtener otro alimento para su cuerpo u otros adornos para vestirse. Es cierto que sirve poco a la gran causa de la civilización, que es deber de todo ser racional fomentar; pero un individuo humilde que vive solo en la llanura sin fin, no puede introducir en las vastas regiones deshabitadas que lo rodean, artes o ciencias; puede, por tanto, sin censura, permitírsele dejarlas como las encontró, y como deben permanecer, hasta que la población, que creará necesidades, invente los medios de satisfacerlas.

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El carácter del gaucho es con frecuencia estimabilísimo; es siempre hospitalario, en su rancho el viajero siempre encontrará amistosa bienvenida, y a menudo será recibido con una dignidad natural de maneras muy notable y que casi no se espera encontrar en ranchos de aspecto tan mísero. Cuando yo entraba al rancho, el gaucho levantábase invariablemente para ofrecerme su asiento que yo no aceptaba, con muchos cumplimientos y saludos hasta que hubiese aceptado su ofrecimiento, que consiste en un cráneo de caballo. Es curioso verlos invariablemente sacándose el sombrero al entrar en un cuarto sin ventanas con puerta de cuero vacuno, y techo escasísimo.

Los hábitos de las mujeres son muy curiosos; literalmente no tienen nada que hacer; las grandes llanuras que las rodean no dan motivo para caminar, rara vez montan a caballo, y sus vidas son ciertamente muy indolentes e inactivas. Sin embargo, todas tienen familia aunque no sean casadas; y una vez que pregunté a una joven ocupada en amamantar una lindísima criatura, quién era el padre, contestó: «quién sabe».

La religión profesada en toda la América del Sur es la católica romana, pero muy diferente en los diversos lugares. Durante el dominio español, los frailes y clérigos ejercieron en todas partes grandísima influencia; y las dimensiones de los templos en Buenos Aires, Luján, Mendoza, etc., demuestran el poder y la riqueza que poseían, y la voraz ambición que los gobernaba. Triste cuadro es ver ranchos pequeños y miserables alrededor de una iglesia cuya soberbia altura es del todo inaplicable a la humildad cristiana; y no se puede prescindir de compararla con la tranquila iglesia de aldea inglesa, cuyo interior y exterior tienden más bien a humillar los sentimientos de los arrogantes y orgullosos, mientras para el paisano tiene el alegre aspecto del propio hogar. Cuando se considera que los templos sudamericanos fueron principalmente erigidos para la conversión a la fe católica de los indios, es triste pensar que los sacerdotes debieron haber intentado, mediante la pompa de sus templos y la mojiganga de sus cirios, cuadros e imágenes, haber hecho lo que; por la razón, la humildad, la bondad, habría sido   -24-   ciertamente mejor realizado. Pero su propósito secreto fue extorsionar dinero; y como siempre es más fácil atraer a la multitud por malas que por buenas pasiones, levantaron templos tan atrayentes como fue posible, y los hombres se congregaban para ver y admirar en vez de oír y reflexionar.

El poder de clérigos y frailes ha cambiado muchísimo a partir de la Revolución. En Buenos Aires se han suprimido la mayor parte de los conventos, y el deseo general de casi todos los partidos es suprimir los restantes. En ocasiones se ve un fraile viejo mendicante, con hábito gris y cubierto de suciedad; pero su modo de caminar por la calle, mirando al suelo, y sus carrillos enflaquecidos y ojos hundidos demuestran que su poder está sojuzgado y su influencia desaparecida. Los templos han perdido la plata labrada, los candelabros son amarillos, los cuadros malos, y las imágenes vestidas con ordinaria tela de algodón inglés. En los grandes días, las damas porteñas, ataviadas con sus mejores vestidos, se ven camino a las iglesias, seguidas de un negrito con librea amarilla o verde que lleva en sus brazos una alfombrita, siempre de los colores más vivos, en que la dama se arrodilla, con el negrito detrás; pero, en general, los templos están desiertos y a nadie se ve en ellos fuera de una o dos viejas decrépitas cuchicheando en el confesionario. La consecuencia triste de todo esto es que en Buenos Aires hay poquísima religión. En Mendoza hay mucha gente que desea echar abajo a los sacerdotes; sin embargo, todavía, tienen evidentemente poder considerable. Una vez por año, hombres y mujeres se congregan para vivir nueve días en una especie de cuartel que, como gran favor, se me permitió visitar. Está lleno de celditas, y hombres y mujeres, diferentes veces, son encerrados literalmente en estos agujeros para ayunar y azotarse. Pregunté formalmente a algunos si este castigo se infligía bona fide, y me aseguraron que la mayor parte se azotaban hasta sacarse sangre.

Un día yo estaba conversando seriamente con una persona en el hotel de Mendoza, cuando llegó un fraile de aspecto miserable con una imagen pequeña rodeada de flores: mi amigo fue obligado a besar esta imagen y el fraile luego la   -25-   presentó a todos los individuos del hotel; dueño, sirvientes, y aun la negra cocinera, todos la besaron y luego pagaron, naturalmente, por el honor.

Los sacerdotes de Mendoza llevan vida disoluta; la mayor parte tiene familia, y varios viven públicamente con sus hijos. Su principal diversión, sin embargo, por extraño que parezca, es la riña de gallos todos los jueves y domingos. Paseaba a caballo un domingo cuando por primera vez descubrí el reñidero y desmonté para verlo. Estaba lleno de sacerdotes, cada uno con su gallo de pelea bajo el brazo; y era sorprendente ver cuán seria y, sin embargo, largamente concertaban las apuestas. Me demoré allí más de una hora; durante este tiempo los gallos estuvieron con frecuencia a punto de pelear, pero la apuesta no se formalizaba. Además de sacerdotes había muchos chicuelos sucios y una linda muchacha. Mientras formulaban sus apuestas, los chicos empezaron a jugar y el juez al instante ordenó que desalojaran el reñidero todos los que no tuvieran gallos; enseguida la pobre niña y todos los muchachitos salieron inmediatamente.

Pronto me cansó el espectáculo; pero antes de dejarlo no pude menos de pensar cuán extraña escena era, y cuán chocante justamente sería para la gente de Inglaterra ver a numerosos clérigos haciendo pelear gallos en domingo.

En San Juan, los sacerdotes tienen más poder que en Mendoza y lo demostraron el otro día, tomando preso al gobernador, en la cama, y quemando, por mano del verdugo en la plaza, la Carta de Mayo que, como estímulo al establecimiento de ingleses en esta provincia, otorgó últimamente a los extranjeros la tolerancia religiosa. En las demás provincias tienen más o menos poder, conforme a sus habilidades y generalmente de acuerdo con la mayor o menor comunicación con Buenos Aires.

La religión del gaucho es necesariamente más sencilla que la de la ciudad, y su estado lo coloca fuera del alcance del sacerdote. En casi todos los ranchos hay una imagencita o cuadro, y los gauchos a veces tienen una crucecita colgada del pescuezo. Para que sus hijos sean bautizados los llevan a caballo a la iglesia más cercana, y creo que los muertos se   -26-   ponen generalmente cruzados sobre el lomo del caballo y son sepultados en tierra consagrada, aunque el correo y postillón que fueron asesinados, a cuyo servicio fúnebre asistí, se enterraron en las ruinas de un rancho viejo en medio de la llanura santafesina. Cuando se contrae matrimonio, el joven gaucho lleva a la novia en ancas, y en el transcurso de pocos días, generalmente, pueden conseguir iglesia.



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La ciudad de Buenos Aires

Está lejos de ser residencia agradable para los acostumbrados a las comodidades inglesas. El agua es sumamente impura, escasa y, por consiguiente, cara. La ciudad está mal pavimentada y sucia y las casas son las moradas más incómodas a que haya nunca entrado: paredes húmedas, mohosas y descoloridas por el clima; pisos malos de ladrillo, generalmente rotos y frecuentemente con agujeros; techos sin cielo raso, y a las familias no se les ocurre calentarse de otro modo que agrupándose en torno de un brasero colocado puertas afuera hasta que el ácido carbónico se desprenda.

Algunas familias principales porteñas amueblan sus cuartos de manera costosísima pero incómoda; colocan sobre el piso de ladrillo un chillón tripe de Bruselas, cuelgan de los tirantes una araña de cristal, y ponen contra la pared húmeda, blanqueada, numerosas sillas norteamericanas de estilo chabacano. Tienen piano inglés y algunos jarrones de mármol, pero no tienen idea alguna para arreglar los muebles en forma cómoda; las damas se sientan de espalda contra la pared sin ningún objeto aparente; cuando un extraño las visita tienen la costumbre descortés de no levantarse del asiento. No tuve tiempo de frecuentar la sociedad de Buenos Aires, y las habitaciones parecían tan incómodas que, a decir verdad, me sentí poco inclinado a hacerlo. La sociedad de   -28-   Buenos Aires se compone de comerciantes ingleses y franceses y uno o dos alemanes. Los comerciantes extranjeros son, generalmente, agentes de casas europeas; y como las costumbres de los hispanoamericanos, alimentos y horas de comer son diferentes de las de ingleses o franceses, no parece haber mucha comunicación entre ellos.

En Buenos Aires rara vez hombres y mujeres pasean juntos; en el teatro están completamente separados; y no es alegre ver a todas las damas sentadas en los palcos mientras los hombres están en la platea -esclavos, simples marineros, soldados y comerciantes, todos miembros de la misma república.

La ciudad es provista por los gauchos, de modo que muestra gran falta de atención a las disposiciones que generalmente se encuentran en las comunidades civilizadas. Individuos al galope5 traen a la ciudad leche, huevos, fruta, legumbres y carnes que se consiguen solamente cuando se les ocurre traerlos. Los víveres se traen juntos sin el arreglo conveniente, con el resultado de que (exceptuando la carne) son más caros que en Londres, y a veces no se pueden obtener de ningún modo. Sucedió que salí de Buenos Aires precisamente cuando pasó la época de higos, y aunque fuese a mitad de verano, no se podía obtener la fruta: la gente de la ciudad parecía muy satisfecha con esta razón y no podía persuadirla de que alguien debería arreglar una sucesión constante de frutas y no dejarla librada enteramente al gaucho. Pero la misma falta de arreglo existe en todos los casos. Si uno ha sido llevado en carruaje a comer, y por la   -29-   noche se aventura a preguntar por qué éste no ha vuelto, la respuesta es que está lloviendo y los que alquilan carruajes no los dejan salir cuando llueve.

Durante mi breve estada en Buenos Aires vivía en una casa de las afueras, situada frente al cementerio inglés y muy cerca del matadero. Este lugar era de cuatro o cinco acres, y completamente desplayado; en un extremo había un gran corral de palo a pique, dividido en muchos bretes cada uno, con su tranquera correspondiente. Los bretes estaban siempre llenos de ganado para la matanza. Varias veces tuve ocasión de cabalgar por estas playas y era curioso ver sus diferentes aspectos. Si pasaba de día o de tarde, no se veía ser humano; el ganado con el barro al garrón y sin nada para comer, estaba parado al sol, en ocasiones mugiéndose o más bien bramándose. Todo el suelo estaba cubierto de grandes gaviotas blancas, algunas picoteando, famélicas, los manchones de sangre que rodeaban, mientras otras se paraban en las puntas de los dedos y aleteaban a guisa de aperitivo. Cada manchón indicaba el sitio donde algún novillo había muerto; era todo lo que restaba de su historia, y lechones y gaviotas lo consumían rápidamente. Por la mañana temprano no se veía sangre; numerosos caballos con lazos atados al recado estaban parados en grupos, al parecer dormidos; los matarifes se sentaban o acostaban en el suelo junto a los postes del corral, y fumaban cigarros; mientras, el ganado, sin metáfora, esperaba que sonase la última hora de su existencia; pues así que tocaba el reloj de la Recoleta, todos los hombres saltaban a caballo, las tranqueras de todos los bretes se abrían, y, en poquísimos segundos, se producía una escena de confusión aparente, imposible de describir. Cada uno tenía un novillo salvaje en la punta del lazo; algunos de estos animales huían de los caballos y otros los atropellaban; muchos bramaban, algunos eran desjarretados y corrían con los muñones; otros eran degollados y desollados, mientras en ocasiones alguno cortaba el lazo. A menudo el caballo rodaba y caía sobre el jinete y el novillo intentaba recuperar la libertad, hasta que unos jinetes con toda la furia lo pialaban y volteaban de manera que, al parecer, se quebraría   -30-   todos los huesos del cuerpo. Estuve más de una vez enmedio de este espectáculo salvaje y algunas veces, realmente, me vi obligado a salvar, galopando, mi vida, sin saber con exactitud adónde ir, pues con frecuencia encontreme entre Escila y Caribdis.

Un día, volvía a casa después de presenciar esta escena, cuando vi a un hombre de pie que eligió un cerdo muy grande entre una piara y lo enlazó del pescuezo; lo tiraba con todas sus fuerzas, pero el animal no tenía ninguna idea de rendirse: al instante se acercó un chicuelo a caballo, y tomando muy tranquilamente la punta del lazo que el hombre tenía en la mano, levantó el cojinillo de cuero de oveja, prendió la presilla del lazo en la argolla, que tiene el recado para esto, e inmediatamente partió al galope; nunca se vio animal empacado tan completamente vencido. Con la cola para abajo colgando por detrás, y las cuatro patas arañando el suelo, como dientes de rastrillo, seguía al muchacho claramente contra su voluntad; y la vista era tan extraña que eché a galopar en seguimiento del cerdo para verle la cara. Permaneció tan obstinado como siempre, hasta que el lazo lo ahogó, y entonces se desmayó y cayó de costado. El muchacho lo arrastró en este estado al galope más de tres cuartos de milla por terreno áspero y duro, y al fin se detuvo de repente y, saltando del caballo, empezó a aflojar el lazo: «Está muerto», dije al muchacho, realmente apesadumbrado por la suerte del cerdo. «Está vivo», exclamó el chico, saltando a caballo y se alejó al galope. Observé al cerdo algún tiempo y veía sus narices sangrando, cuando, para gran sorpresa mía, comenzó a patalear con los remos traseros, luego abrió la boca y por fin los ojos; y después que hubo mirado alrededor un poco, como Clarence después de su sueño, se levantó, y con gran cachaza caminó para unirse a una piara de diez o doce de su mismo tamaño que se hallaban a veinte yardas. Lentamente lo seguí, y cuando llegué a la piara vi que todos tenían las narices sanguinolentas.

La casa que tenía en las afueras estaba no solamente frente al cementerio inglés sino en el camino de la Recoleta, gran necrópolis de la ciudad; media docena de entierros   -31-   pasaban diariamente por mi ventana, y en los pocos días que estuve en Buenos Aires casi no fui a la ciudad a caballo sin topar con alguno.

Aunque las maneras, costumbres, diversiones y modas de las distintas naciones cambien constantemente y sean generalmente distintas en los distintos climas, se esperaría que el acto de depositar en su estrecho lecho un cadáver humano fuese idéntico en todos los países y lugares; pero, aunque la muerte sea igual, los funerales son muy diferentes. En el viejo mundo, cuán a menudo la tontería, vanidad y vejación de espíritu en que se ha vivido acompañan al hombre al sepulcro; y con cuánta frecuencia los buenos sentimientos de los vivos son dominados por la pompa vana y la ostentación que escarnece el funeral de los muertos. En Sudamérica el cuadro es bien diferente, y el modo de enterrar a la gente en Buenos Aires parecía más extraño a mis ojos que cualquier otra costumbre de aquel lugar. En los últimos años algunos de los personajes principales han sido sepultados en ataúdes, pero, en general, van a buscar al muerto en un carro fúnebre con ataúd fijo dentro del cual se pone el cadáver, e inmediatamente el conductor echa a galopar y lo deja en el vestíbulo de la Recoleta. Hay un coche fúnebre chico para niños, que realmente creí que era un carro de saltimbanquis; era un armazón liviano y abierto, rodeado de barandilla, sobre ruedas pintadas de blanco, con cortinas de seda celeste, y tirado al galope por un muchachito vestido de colorado y con un enorme plumacho blanco en el sombrero. Un día, volviendo a casa en mi caballo, me alcanzó este carrito (sin cortinas, etc.), que transportaba el cadáver de un negrito casi desnudo. Galopé al costado, a cierta distancia; el muchacho, con el rápido movimiento del vehículo, bailaba unas veces sobre la espalda y otras sobre el rostro; en ocasiones, un brazo o pierna salía por la barandilla, y dos o tres veces realmente creí que el muchacho iba a caer del carruaje. Los cadáveres de los ricos generalmente eran acompañados por sus amigos; pero carruajes con cuatro personas adentro es raro que vayan tan ligero como la carroza.

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Fui un día a la Recoleta, y en momentos en que yo llegaba el carrito fúnebre se detuvo en la puerta. El sepulturero recibió una boleta del conductor, la leyó y la metió al bolsillo; el conductor subió luego al carro y, sacando el cadáver de una criatura de ocho meses lo entregó al hombre, que lo llevó balanceando del brazo al cementerio amurallado en cuadro, y lo seguí. Fue a un sitio a diez yardas de un rincón, y, luego, sin poner el pie en la pala ni levantar la tierra, rasguñó el terreno no tan hondo como surco de arado. Mientras hacía esto, la pobre criatura yacía de espaldas en el suelo, ante nosotros, con un ojo abierto y otro cerrado, la cara sin lavar y atada la cintura con un pedacito de tela sucia: el hombre, mientras hablaba conmigo, metió al niño en el surco, empujó con la pala los brazos al costado del cadáver y, echándole poca tierra encima que se veía parte de la tela, se alejó y lo dejó. Tomé la pala e iba a enterrar yo mismo al pobre niño, cuando recordé que, por mi condición de extranjero, posiblemente se tendría por ofensa, y, por tanto, me encaminé a la entrada. Encontré al mismo hombre con un ayudante llevando una angarilla con el cuerpo de un hombre viejísimo, seguido por el hijo, de unos cuarenta años; todos los del grupo riñeron y disputaron algunos minutos después de haber llevado el cadáver al borde de la fosa. Esta fosa era de siete pies de ancho y se había cavado desde un muro al otro del cementerio; los cadáveres se enterraban de a cuatro, apilados, y había un tabique movible de madera que se adelantaba un paso cada vez que se completaba un número de cuatro cadáveres. Un cuerpo estaba ya sepultado; el hijo saltó abajo, y mientras estaba así parado sobre un cadáver y apoyándose en tres, los dos sepultureros le entregaron a su padre, vestido con mortaja blanca ordinaria. La sepultura era tan estrecha que el hombre tuvo gran dificultad para acomodar el cuerpo, pero, tan pronto como lo consiguió, habló al cadáver del anciano padre y lo besó con gran sentimiento: la situación de padre e hijo, aunque muy rara, parecía en aquel momento perfectamente natural. Al esforzarse para salir de la fosa, el hombre estuvo a punto de tropezar con una mujer de la pila de cadáveres que tenía detrás; y cuando salió, los dos   -33-   sepultureros con palas empezaron a echar tierra sobre el rostro y vestidura blanca del anciano hasta cubrirlo con una capa muy delgada de tierra: entonces los dos hombres saltaron al fondo con pesados pisones de madera, y realmente apisonaron el cuerpo de modo tal que, de estar el hombre vivo, habría muerto; y luego todos salimos del cementerio.



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Modo de viajar

Hay dos maneras de atravesar las Pampas: en carruaje o a caballo. Los carruajes no tienen elásticos de madera o hierro, pero están muy ingeniosamente provistos de sopandas de cuero que los hacen bastante cómodos. Hay dos clases de carruajes: un vehículo largo de cuatro ruedas como furgón (sin portezuela atrás) tirado por cuatro o seis caballos y con capacidad para ocho personas; y otro más chico, de dos ruedas, cerca de la mitad de largo, generalmente tirado por tres caballos.

Cuando crucé por primera vez las Pampas compré para mi gente un gran carruaje, y también un enorme carro techado de dos ruedas, que transportaba 2500 libras de herramientas para minas, etc. Contraté un capataz y, él tomó una cantidad de peones que iban a recibir treinta o cuarenta duros por cabeza para conducir los vehículos hasta Mendoza.

La víspera de partir, el capataz me pidió dinero para comprar cueros que luego fueron cortados en largas tiras de un ancho de tres cuartos de pulgada; la lanza y casi toda la caja del carruaje se ligaron fuertemente con cuero mojado que, una vez seco, se encogió formando atadura casi como de hierro. Los rayos, y, con mucha sorpresa nuestra, las pinas o circunferencia de las ruedas, se ataron de modo semejante para que, efectivamente, rodaran sobre cuero. Todos declaramos   -36-   que se cortaría antes de salir del pavimento de Buenos Aires, pero aguantó perfectamente bien 750 millas, y fue cortado entonces solamente por algunas filosas rocas de granito que nos vimos obligados a pasar.

Respecto a provisiones se nos dijo (y fue bastante cierto) que poco se puede conseguir en las Pampas de no ser carne y agua; y mis compañeros juntaron una cantidad de víveres, con aguardiente de cerezas, etc., etc. Algunos de ellos, me figuro, imaginaban que iba a llevarlos no al Dorado, sino «a aquel país no descubierto del que ningún viajero retorna»; sin embargo, cuando estuvimos listos para partir, uno de ellos encontró que panes y pescados, cantina, etc., se habían dejado (no importa si a propósito o por casualidad) y entonces todos alegremente consintieron en afrontar la dificultad, único modo realmente de viajar sin fastidio en cualquier país. Nos proveíamos de un poco de aguardiente y té, pero estábamos tan desprovistos de otros lujos que el primer día no tuvimos en qué beber té sino en cáscaras de huevo.

Como se había informado al gobierno de Buenos Aires que los indios habían invadido el país que teníamos que recorrer, el ministro tuvo la bondad de darme una orden para un comandante que se hallaba en el camino con sus tropas, a fin de que me auxiliara si yo lo requería; y, además, comprarnos una docena de mosquetes, algunas pistolas y sables, que se tiraron sobre la tolda del carro.

Como es costumbre adelantar a los peones media paga, y hombres que han recibido dinero adelantado tienen, en todo país, numerosos amigos sedientos, es difícilísimo reunir a todos los conductores. Los nuestros eran de todos colores: negro, blanco y colorado; y nunca se formó conjunto de aspecto tan extravagante. Teníamos seis caballos en el carruaje, cada uno montado por un peón, y yo, con otro, íbamos a caballo.

Recorrer más de novecientas millas por las Pampas es esfuerzo realmente muy sorprendente. El país, como antes se ha dicho, es chato, sin más camino que huellones que cambian constantemente. Los ranchos llamados postas se   -37-   hallan a diferentes distancias, pero, término medio, cada veinte millas; y cuando se viaja con carruajes, es necesario mandar un hombre adelante para pedir a los gauchos que recojan caballos.

El modo en que los peones manejan es del todo extraordinario. El país, en completo estado natural, está cortado por arroyos, riachuelos, pantanos, etc., que es absolutamente necesario pasar. En ocasiones el carruaje, por extraño que parezca, va por una laguna que, naturalmente, no es honda. Las orillas de los arroyos suelen ser muy precipitosas, y observé constantemente que pasábamos por lugares que, en Europa, cualquier militar, creo, sin hesitación informaría ser infranqueables.

La manera de ensillar caballos está admirablemente adaptada a las circunstancias. Tiran a la cincha, en vez de pechera, y, teniendo un solo tiro, en terreno áspero pueden aprovechar todos los lugares firmes; donde el terreno solamente aguanta una vez, cada peón toma su senda y las patas de los caballos van libres y desembarazadas.

Para atar o desatar, los peones solamente enganchan o desenganchan el lazo del recado; y esto es tan sencillo y fácil que, cuando el carruaje paraba, constantemente observábamos que antes que ninguno de nosotros se bajase, los peones ya habían desenganchado, y estaban fuera de la vista para agarrar caballos de refresco en el corral.

Al galope, si se le ha caído cualquier cosa al peón, desengancha, retrocede al galope y vuelve a alcanzar el carruaje sin que éste se detenga. A menudo pensaba qué admirable sería en la práctica este modo de andar para las tareas especiales de aquella rama noble de nuestro ejército, la artillería montada.

La velocidad de los caballos en viaje (si hay bastantes) es del todo sorprendente. Nuestro carro, aunque cargado con 2500 libras de herramientas, se conservaba a la par del carruaje a galope corto. Muy a menudo, cuando los dos vehículos iban a este paso, algunos peones, siempre muy atrevidos, gritaban: «¡ah, mi patrón!», y luego, todos daban   -38-   alaridos y galopaban con el carruaje detrás de mí; y muy frecuentemente no podía desviármelos.

Pero, por extraña que parezca la narración de esta manera de andar, cualquiera que vea llegar los caballos descubrirá el secreto. En Inglaterra nunca se ven los caballos en tal estado; espuelas, talones y piernas de los peones están literalmente bañados en sangre y de los costados fluye, más bien que gotea, sangre.

Después de esta descripción, para justificarme, debo decir que es imposible evitarlo. Los caballos no trotan y es imposible trazar línea entre el tranco y el galope, o, de paso solamente por el país, alterar el sistema de cabalgar, que en todas las Pampas es cruel.

Los peones son eximios jinetes y varias veces los he visto al galope soltar las riendas sobre el pescuezo del caballo, sacar del bolsillo una tabaquera con picadura, y, con un pedazo de papel o chala, armar cigarrillos y luego encender el yesquero y el cigarro.

Las postas están separadas de 12 a 36 millas y, en un caso, 54; y como sería imposible que un carruaje llevara estas distancias de un galope, se envían mudas de caballos con el coche y a veces se cambian cinco veces en una etapa.

Apenas es posible concebir vista más extravagante que nuestro carruaje y carro toldado6, galopando por la llanura sin camino y precedido o seguido por la tropilla de treinta a setenta caballos salvajes, sueltos y a todo galope, arreados por un gaucho y su hijo y a veces por un par de muchachos. El cuadro parece corresponder al peligro que positivamente existe de cruzar regiones deshabitadas, tan frecuentemente invadidas por los indios.

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Cabalgando por las Pampas generalmente se acostumbra tomar un sirviente, y la gente con frecuencia espera para ir algún carruaje: o, si no, si están en condiciones, cabalgan con el correo que llega a Mendoza en doce o trece días. En el caso en que los viajeros deseen llevar cama o dos maletitas, se ponen sobre el lomo de un caballo que se arrea por delante o va atado con cabestro al recado del postillón.

La manera más independiente de viajar es sin equipaje ni sirviente. En este caso el viajero sale de Buenos Aires o Mendoza con un postillón que se cambia en cada posta. Tiene que ensillar sus caballos y dormir de noche en el suelo sobre el recado; y como no puede llevar provisiones, debe confiar completamente en los escasos recursos del país, y alimentarse con poco más de carne y agua.

Es, naturalmente, vida dura, pero deliciosamente independiente, y si uno se encuentra en buen estado para cabalgar es manera tan rápida de viajar, que dos veces la preferí y siempre la preferiría; pero no recomiendo a nadie intentarlo si no se siente bien y con salud.

Cuando crucé primero las Pampas iba con un carruaje, y aunque estaba acostumbrado a cabalgar toda mi vida, no podía seguir a los peones, y después de galopar cinco o seis horas me veía obligado a entrar al carruaje; pero después de andar montado tres o cuatro meses, y alimentándome de carne y agua, me encontré en un estado que sólo puedo describir diciendo que sentía que ningún esfuerzo me mataría. Aunque siempre llegaba completamente cansado, hasta el punto de no poder hablar, pocas horas de sueño en el recado me reponían tanto que, por una semana, podía diariamente andar a caballo desde antes de salir el sol hasta dos o tres horas después de ponerse, y cansar efectivamente diez o doce caballos por día. Esto explicaría las distancias inmensas que se dice cabalgan los sudamericanos, y afirmo que pueden hacerse solamente con carne y agua.

Al principio el galope constante abomba la cabeza y, con frecuencia, he estado tan aturdido al desmontar que apenas me tenía en pie; pero el organismo se acostumbra por grados   -40-   y luego se convierte en la vida más deliciosa posible que se pueda disfrutar. Es deliciosa por su variedad y por la manera natural de reflexionar que fomenta, pues, en el gris matinal, cuando el aire está todavía helado y tónico, cuando los ganados parecen salvajes y amedrentados, y cuando la Naturaleza entera tiene aspecto de juventud e inocencia, uno se permite aquellos sentimientos y meditaciones que, a tuerto o a derecho, es tan agradable acariciar; pero el calor diurno y la fatiga corporal, gradualmente traen a la mente la razón; antes de ponerse el sol muchas opiniones se modifican y, como en la tarde de la vida, se ven atrás con melancolía las apacibles locuras de la mañana.

Cabalgando por las Pampas con una constante sucesión de gauchos, solía observar que los muchachos y los viejos andan más rápidos que los jóvenes. Los muchachos carecen de discernimiento, pero son tan livianos y atrevidos, que se deslizan por el campo muy ligero. El gaucho anciano canoso es buen jinete con gran juicio, y aunque su paso no es tan rápido como el del muchacho, sin embargo, por ser constante y uniforme, llega a la meta casi con igual tiempo. Cabalgando con un mocetón encontraba su paso inevitablemente influenciado por sus pasiones, y el tema sobre que sucedía conversáramos; y cuando llegábamos a la posta, constantemente hallaba que, de un modo u otro, se había perdido el tiempo.

En las Pampas es absolutamente necesario armarse, pues hay muchos salteadores, especialmente en la desolada provincia de Santa Fe.

El objetivo de esta gente, por supuesto, es el dinero, y, en consecuencia, siempre iba tan mal vestido y bien armado que, aunque una vez pasé por medio de ellos sin más acompañante que el muchacho postillón, no me creyeron digno de asalto. Siempre llevaba un par de pistolas en el cinto y una escopeta de dos tiros en la mano, todas de pistón. Tenía por regla no estar un instante sin armas y amartillar los dos cañones de la escopeta siempre que encontraba un gaucho.

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Respecto a indios, una persona montada no puede tomar precaución alguna sino que debe tirar el guante y correr el albur que, si se calcula, es bueno.

Si topa con ellos puede ser torturado y matado, pero es muy improbable encontrarlos en el camino; sin embargo, son tan astutos, y cabalgan tan ligero, y el país es tan desierto, que es imposible obtener ninguna información sobre ellos; además de esto la gente está tan alarmada y hay tan escasas noticias constantes concernientes a ellos que es inútil atender a ninguna, y creo que es tan seguro ir al lugar donde se oye que están como retroceder.

El peligro mayor de viajar por las Pampas son las constantes rodadas de caballo en las vizcacheras. Calculé que mi caballo, término medio, rodaba conmigo al galope una vez cada tres millas; y aunque por la blandura del suelo nunca me herí gravemente, sin embargo, antes de partir no se puede prescindir de sentir cuán desesperada situación sería quebrarse un miembro o dislocarse una coyuntura a tantos cientos de millas de cualquier clase de asistencia.



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La ciudad de San Luis

Quinto día (desde Buenos Aires). Llegamos una hora después de puesto el sol; posta fortificada; disputándonos la cocina en la oscuridad; cocinera remolona; el correo nos da su comida; chozas de gente con aspecto salvaje; tres muchachas y mujeres casi desnudas7; su raro aspecto cuando cocinaban nuestras gallinas. Nuestra choza; viejo tullido; la figura de Mariquita; chicuelo mestizo; otras tres o cuatro personas. Techo soportado en el centro por un horcón; agujeros del techo y paredes; paredes de barro rajadas y rotas; botija sobre trípode de madera en un rincón; piso, la tierra; ocho peones hambrientos a la luz de la luna, parados, cuchillo en mano, junto a un carnero que iban a carnear y mirando su presa como tigres implacables.

Por la mañana, Morales y los peones parados junto al fogón; la llama haciendo la escena detrás de ellos negra y oscura; horizonte como mar, excepto aquí y allá el lomo de una vaca que se ve; carro y coche casi perceptibles.

En la choza todos nuestros compañeros ocupados con el equipaje; iluminados por una vela torcida y delgada; escena   -44-   de urgir al maestro de posta para conseguir caballos y a Mariquita para obtener leche; el patrón despertando al negrito.

Duodécimo día. Dejamos la posta con tres mudas de caballos para llegar a San Luis, distante treinta y seis millas; pregunté el camino a uno de los gauchos que tiraba el carruaje, desmontó y trazolo con el dedo en el camino; a unas tres leguas íbamos a doblar en un caballo muerto que veríamos. Luego galopé delante con un acompañante sabiendo que no veríamos ninguna habitación hasta llegar a San Luis; teníamos tres horas y media de luz. A medio camino empezamos a pensar que habíamos perdido la senda; sin embargo, seguros de equivocamos si nos deteníamos a discutir, galopamos adelante. Nuestros caballos se cansaron y el sol estaba cerca del ocaso sin que aparecieran casas, pero, cuando el borde inferior tocaba el horizonte, descubrimos un rancho adonde nos acercamos y nos informó una muchachita que nos hallábamos cerca de San Luis. Llegamos a la posta al oscurecer y ansiosamente averiguamos al grupo salvaje si había fonda en la ciudad. «No hay, señor, no hay». Entonces preguntamos si había camas. «No hay, señor, no hay». «¿Hay café?» «No hay, señor»; exactamente en el mismo tono de voz. Cuando miramos al derredor no encontramos más que paredes peladas y pulgas. Sucedió aquel día que teníamos monturas inglesas, y, por tanto, comenzamos a averiguar de nuevo si había camas. La mujer nos dijo que nos facilitaría la suya, y en pocos momentos trajo un colchón y todo envuelto lo extendió en el suelo; sin embargo, cuando miré la frazada, y, sobre todo, las sábanas, le rogué de la manera más seria que me diese algo un poco más limpio. «Están limpias», dijo levantando la sábana y señalando un pedacito que parecía mas blanco que el resto. Era inútil insistir sobre el punto, y así salí del rancho dejando la punta de la sábana en mano de la mujer y declarando completamente imposible dormir allí. Fui a la puerta del maestro de posta y díjele que había estado un día entero a caballo, sin comer, que tenía apetito y le pedí me hiciera saber lo que   -45-   se podía conseguir: «Lo que quiera, señor, tenemos todo». Bien sabía yo el significado de «todo», y él me explicó, en consecuencia, que tenía «carne de vaca y gallinas». Pedí una gallina y luego me fui a mi cuarto. La vista de la cama me hizo vacilar y después de mirarla un tiempo con toda inclinación a persuadirme que era utilizable, pero en vano, resolví ir donde el gobernador, entregar mis cartas y ver lo que haría con él.

Busqué un guía que me llevase en la oscuridad a casa del gobernador. Después de caminar alguna distancia, el hombre dijo: «Aquí está». «¿Cómo, es ésta?", dije, señalando una puerta en que estaban algunos negritos desnudos. No, era la casa siguiente.

El gobernador no estaba, pero encontré a la esposa sentada en la cama, rodeada de damas; se me ofreció asiento, pero me di prisa para visitar al coronel; no estaba en casa, dijo una joven que me pidió que tomara asiento. Fui al cuartel; a un ordenanza se le ordenó acompañarme hasta la posta para pedir al maestro que me tratase con especial consideración. La ciudad a la luz de la luna; no se ven casas sino huertas cercadas con tapiales. Fui a ver mi comida; encontré a la muchacha cocinera sentada entre humo con los peones. Vi una olla negra de hierro puesta al fuego y supuse que dentro estaba mi gallina. Pregunté si era así. «No, señor, aquí está», dijo la muchacha, sacándose una frazada vieja que le cubría los hombros desnudos y mostrándome la gallina que tenía en la falda. Iba a quejarme y temo que a renegar, pero me entró tanto humo en los ojos y boca que no pude ver ni hablar. Al fin pedí huevos. «No hay, señor». «¡Santo!» -dije-, «¿en la capital de San Luis no hay un solo huevo?» «Sí -dijo ella-, pero es demasiado tarde»; me daría algunos mañana. Me preguntó si me gustaba el queso. «¡Oh sí!», contesté ávidamente. Me dio un queso enorme e insistió en que lo tomara entero, pero no tenía pan.

Me había lastimado el brazo derecho cayendo del caballo; no obstante, llevé el queso a mi cuarto y luego no sabía dónde ponerlo. El suelo sucio; la cama peor, y nada más había; así, teniéndolo en el brazo baldado, estuve algunos segundos filosofando sobre el estado de la provincia de San Luis.



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Viaje a las minas de oro y lavaderos de La Carolina

Salí de San Luis al romper el día para las minas y lavaderos de La Carolina, situados en la sierra al norte de la ciudad.

Arreábamos por delante una tropilla de caballos y a mediodía nos detuvimos para mudar.

Los caballos se llevaron al borde de un precipicio completamente a pique, que cae a un torrente, y formamos semicírculo alrededor de ellos, mientras los peones empezaron a enlazarlos, con lo que estaban muy asustados. Los caballos estaban tan amontonados y asustados que yo esperaba que todos caerían al precipicio; por fin, la parte posterior de uno cayó al vacío y se colgó del modo más extraordinario de las manos, con el hocico tocando el suelo, lo más alejado posible para mantener el equilibrio. Así que lo vimos en esta situación, dejamos escapar a los demás y en un momento el peón lo enlazó de la cola, con precisión sorprendente, quedando el lazo como baticola. Luego todos tiramos y levantamos el caballo y conseguimos sacarlo; todo el tiempo permaneció quieto y al parecer perfectamente consciente de que la mínima lucha le hubiera sido fatal. Montamos en caballos de refresco, y aunque la senda montañosa era tan escabrosa y escarpada que en ocasiones nos veíamos obligados a saltar uno o dos pies de un nivel a   -48-   otro, trepábamos con el arreo de los caballos a razón de nueve o diez millas por hora.

Por la tarde llegamos a un arroyuelo que nos guió al rancho miserable de la Carolina, cerca de la mina.

Un hombre nos ofreció la ramada para dormir, que nos apresuramos a aceptar, y entramos a varios ranchos y conversamos con pobres gentes que habían oído a los ingleses ricos y creían que habíamos llegado para darles todo lo que se les antojase.

A la noche comimos algo y dormimos en el suelo de la ramada. Habíamos notado un perro muy bravo atado en el patio, que constantemente trataba de agarrarnos. A media noche, cuando la luna brillaba sobre nosotros por unos agujeros del techo, el perro entró y, después de olfatear a todos, fue a dormir entre nosotros.

Todo el día siguiente lo empleamos en las minas y lavaderos, y por la tarde entré solo a un jardincito y busqué oro en el suelo. Realmente pude encontrar pequeñísimas partículas, y era singular dar con tal producto en jardines de gente pobrísima.

De regreso visité muchos ranchos para recibir las arenillas de oro que había prometido comprar. Ocurrió que no tenía más que una cantidad de monedas de cuatro duros y aunque corrían en toda Sudamérica, encontré, con gran sorpresa mía, que nadie las aceptaba. En vano les aseguraba su valor; esta pobre gente (acostumbrada a trocar oro por plata) sacudía los dedos delante de mi rostro, y con voces distintas exclamaba: «no vale nada», y, entre montañas tan salvajes, la verdad moral de su afirmación penetró muy fuertemente en mi cerebro.

Les ofrecía una moneda de cuatro duros por lo que pedían solamente dos o tres, pero no querían tomarla; y a duras penas juntamos plata bastante para remunerar al dueño de casa por el alojamiento y comida que nos había proporcionado.

Nuestros caballos traídos de San Luis se juntaron y metieron al corral la noche antes de dejar la ciudad y, por tanto, nada comieron esa noche.

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El día siguiente, como he dicho, anduvimos sesenta millas, y como fue demasiado tarde para soltarlos, se les tuvo encerrados toda esa noche en el patio.

Al otro día, mientras inspeccionábamos las minas, se soltaron cuatro o cinco horas para pastar entre piedras y rocas, donde parecía no hubiera qué comer, y se les volvió al patio donde permanecieron ayunando toda la noche. La mañana siguiente, antes de romper el día, los montamos e hicimos las sesenta millas de regreso a San Luis, y como algunos de la partida llegaron muy tarde, me inclino a creer que el maestro de posta los tuvo en el corral la noche entera y por la mañana se los llevó al campo.

Las pobres criaturas deben, naturalmente, haber sufrido mucho, pero no sabía que en Carolina no tendrían nada que comer; y cuando estuvimos allí, creo no fue misericordioso para ellos no hacerlos descansar, pero la verdad es que los negocios que tenía entre manos eran de tanta importancia que realmente no tuve tiempo de pensar en ello.



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Mendoza

La ciudad de Mendoza está al pie de los Andes, y el país circunvecino es regado por canales derivados del río Mendoza. Este río bordea el lado oeste de la ciudad y desprende al este una acequia de seis pies de ancho con el agua necesaria para mover un gran molino. Esta acequia suple de agua a la ciudad y, al mismo tiempo, adorna y refresca la Alameda o paseo público. Riega las calles que descienden al río y también puede llevarse a aquellas que están en ángulo recto.

Mendoza es una ciudad pequeña y aseada. Todas las calles están trazadas en ángulo recto; hay una plaza cuadrada en uno de cuyos lados se levanta un gran templo, y varias otras iglesias y conventos están esparcidos por la ciudad. Las casas son de un piso, todas las principales con zaguán y puerta cochera que da al patio cuadrado por habitaciones.

Las casas son de barro con techos del mismo material; las paredes blanqueadas les dan aspecto limpio, pero el interior, aunque blanqueado, parece granero inglés. Naturalmente, las paredes son muy endebles; a veces se viene abajo un gran pedazo, y son de tal resistencia que, en pocos minutos, una persona con pala o pico abriría brecha en cualquier pared de la ciudad. Varias de las principales casas tienen vidrios en las ventanas, pero la mayor parte carece de ellos.   -52-   Casi todas las casas son tienditas y las mercaderías que muestran son principalmente algodones ingleses.

Los habitantes son de aspecto muy tranquilo y respetable. El anciano gobernador tiene maneras y aspecto de caballero; y varias hijas lindas. Los hombres se visten con chaquetas azules o blancas, sin camisas. Las mujeres solamente se ven de día sentadas en las ventanas en completa deshabillé, pero a la tarde van a la Alameda vestidas con muy buen gusto en traje de gala con cola, completamente al estilo de Londres o París. La manera en que toda la gente se reúne demuestra mucho sentimiento de bondad y compañerismo, y seguramente nunca vi menos rivalidad aparente en ningún otro lugar.

La gente, sin embargo, es indolente en extremo. Poco después de las once los tenderos se preparan a dormir la siesta; empiezan a bostezar un poco, y, lentamente, vuelven a su sitio los artículos que, por la mañana, han desplegado en los mostradores. A las doce menos cuarto cierran las tiendas, las ventanas de toda la ciudad están cerradas o entornadas y no se ve a nadie hasta las cinco, y, a veces, hasta las seis de la tarde.

Durante este tiempo, generalmente solía pasear por la ciudad para hacer observaciones. Era realmente singular pararse en una esquina y encontrar en todos los rumbos soledad tan completa enmedio de una capital de provincia. El ruido producido al caminar era semejante al eco que se oye cuando uno se pasea solo por la nave de una iglesia o catedral, y la escena parecía de las desiertas calles de Pompeya.

Al pasar por algunas casas siempre oía ronquidos, y, pasada la siesta, con frecuencia me divertía mucho viendo el despertar de la gente, porque hay infinitamente más verdad y placer en mirar así las escenas de la vida privada que en hacer observaciones formales sobre el hombre vestido y preparado para su representación en público. La gente generalmente se acuesta en el suelo pelado o piso del cuarto, y el grupo es a menudo divertido.

Vi cierto día un viejo (de la gente principal) profundamente   -53-   dormido y dichoso. Su anciana esposa estaba despierta y sentada en cómodo deshabillé rascándose, mientras su hija, lindísima criatura de diecisiete años, estaba también despierta, pero acostada de lado besando un gato.

Por la tarde la escena empezaba a revivir. Se abrían las tiendas; numerosas cargas de pasto se veían transitar por las calles, pues el caballo que las lleva va completamente oculto. Detrás de la carga un muchacho en ancas, que, para subir y bajar, trepa por la cola del animal. Pocos gauchos a caballo, vendiendo fruta; y se ve a veces un mendigo jinete, sombrero en mano, cantando un salmo melancólico.

Tan pronto como el sol se pone, la Alameda se llena de gente, y el aspecto es muy singular e interesante. Los hombres se sientan en mesas fumando o tomando nieves; las damas se sientan en bancos de adobe a ambos lados del paseo.

Difícilmente se dará crédito a que, mientras la Alameda está llena de gente, mujeres de todas las edades, sin ropas de ninguna clase o especie, se bañaban en gran número en el arroyo que literalmente limita el paseo. Shakespeare nos dice que «la más cautelosa doncella es bastante pródiga si descubre sus encantos a la luna», pero las damas de Mendoza, no contentas con esto, se los muestran al sol; y tardes y mañanas, realmente, se bañan sin traje alguno en el río Mendoza, cuya agua rara vez llega arriba de las rodillas, hombres y mujeres juntos; y, por cierto, de todas las escenas que he presenciado en mi vida, nunca vi otra tan indescriptible.

Sin embargo, y volviendo a la Alameda: el paseo a menudo se ilumina de un modo sencillísimo con linternas de papel, en forma de estrellas, y alumbradas por una simple candela. Toca generalmente una banda de música, y al final del paseo hay un templete de barro, elegantísimo en sus líneas y del que verdaderamente puede decirse: materiam superabat opus.

Las pocas tardes que estuve en Mendoza siempre iba como extranjero completo a la Alameda para tomar nieves que, después del calor diurno, eran deliciosas y refrescantes;   -54-   y cuando llevaba a la boca cucharada tras cucharada, mirando arriba el contorno oscuro de la cordillera y escuchando el trueno que a veces podía oír repercutiendo en el fondo de las quebradas, y otros resonando en las cumbres de las montañas, solía siempre reconocer que, si se pudiese hacer nada más que una vida indolente, no hay sitio en la tierra donde el hombre pudiera ser mas indolente y más independiente que en Mendoza, pues dormiría el día entero y tomaría nieves por la tarde, hasta que se le agotase el reloj de arena. Los víveres son baratos y la gente que los trae tranquila y atenta; el clima es cansador, y toda la población indolente. Mais que voulez-vous? Su situación los destina a la inactividad; están limitados por los Andes y las Pampas, y, con tan formidables e implacables barreras a su derredor, ¿qué tienen que ver con las historias, progresos o naciones del resto del mundo? Sus necesidades son pocas y la Naturaleza fácilmente las llena; el día es largo, y, por consiguiente, así que almuerzan y han hecho pocos preparativos para la cena, hace tantísimo calor que van a dormir, y, ¿qué otra cosa mejor harían?



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Las Pampas

Volví a la fonda a las diez de la noche y encontré dos caballos en el patio sin nada que comer, y un gaucho joven, que iba a acompañarme como postillón, durmiendo en el recado. La mañana siguiente, antes de despuntar el día, me levanté, ensillé mi caballo y, con el recado para cama y algunas pistolas y dinero, empecé mi galope a Buenos Aires.

Para describir el país -delicioso sentimiento de independencia en la manera de viajar-, aire helado y suelo duro. Salió el sol, y poco después llegué a la primera posta. Tenía carta para la esposa del marido que quedó en Mendoza; fui a entregársela mientras el gaucho que iba a acompañarme arreaba los caballos al corral; encontré a la mujer en cama. «Siéntese, señor», me dijo, señalando una silla vieja que estaba en la cabecera del lecho. Me senté y le dije que la carta era de su marido; púsola bajo la almohada y luego me ofreció mate, pero no tenía tiempo para esperar, y partí.

En la tercera posta, desde Mendoza, el encargado que podía exhibirse en Inglaterra como muestra curiosa de hombre cachaciento, a todo lo que yo decía respondía «sí», nada más que un anhelo, y parecía que nunca hubiese dicho otra palabra; yo había pasado dos veces por su casa y era siempre el mismo «sí»

Galopé adelante, sin parar sino para cambiar caballos,   -56-   hasta las cinco de la tarde; verdaderamente muy cansado, pero llegando al rancho de la posta, vi los caballos en el corral y resolví seguir. Partí con caballo de refresco y un mocetón gaucho que me acompañaba, quien iba cantando y galopaba como el viento; se entró el sol y se hizo tan oscuro que durante más de una hora temí por momentos que el muchacho se alejase, pues el camino era áspero y montuoso. A las siete y media, después de cabalgar 153 millas, llegué a la posta; encontré el rancho ocupado por algunos que habían llegado en carruaje; completamente cansado; nada de comer; pedí pan, no tenían; en realidad apenas podía hablar; llevé el recado abajo de la ramada; dos niños y una muchacha negra dormían; me acosté en el suelo e inmediatamente me dormí; a las dos o tres horas me despertó la mujer de la posta, que traía un poco de sopa con carne; la engullí y volví a dormirme; una hora antes de venir el día me despertó el gaucho que iba a seguir conmigo. «Vamos, señor», dijo con voz chillona, e impaciente me levanté. Tomé algunos mates, monté a caballo y cuando galopé me sentí complacido de que el sol que me había dejado la tarde antes treinta millas más cerca de Mendoza me encontrase entregado a mi tarea. En la primera posta esperé quince minutos los caballos; la etapa más larga entre Mendoza y Buenos Aires es de 51 millas; la mujer solamente me quiso dar un caballo de repuesto que arreamos por delante. Galopé mi caballo hasta donde aguantó, y luego subí al de repuesto, dejando atrás al postillón. En una hora más este caballo estaba concluido; espoleándolo podía mantenerlo a galope corto; al fin se cayó y el pie se me enganchó en el estribo, la larga espuela se enredó también en la lana del cojinillo. Vi, por la palpitación del costado y narices del caballo, que estaba demasiado cansado para seguir. Monté y lo hice galopar hasta que cayó sobre mi otra pierna y tuve ambas lastimadas. Alcancé a un muchacho que arreaba algunos caballos; tomé uno y el mío se incorporó a la tropilla, hasta llegar a la posta. El maestro de posta era muy bondadoso, y ordenó a un gaucho que me diera un buen caballo pues mis piernas lastimadas me dolían muchísimo; partí con un muchacho, pero nuestros caballos   -57-   se cansaron antes de llegar a San Luis; obligados a caminar parte de la distancia y luego a fuerza de talón y espuela, entramos a San Luis en momentos de ponerse el sol.

En San Luis me aconsejaron no seguir, pues el correo y postillón (de Buenos Aires) con sus caballos y un perro acababan de ser encontrados en el camino, degollados; me dijeron que me uniese al correo que saldría para Buenos Aires. Conforme con esto, la mañana siguiente salí con el correo y tres peones de escolta, todos armados con pistolas y mosquetes viejos. El correo, hombrecito de cincuenta años, había andado a caballo toda su vida. Tenía cara de manzana seca, llevaba la pistola empuñada, me dijo ser padre del correo que acababan de asesinar, que era su hijo único, que acababa recién de conseguir que lo nombrasen, que tenía diecinueve años, y que había sido su primer viaje conduciendo el correo; que no tenía pistolas, ni siquiera cuchillo; que había sido bárbaro matarlo, que debía haber muerto como un cordero, etc., etc. Repetía esta historia en todas las postas y la gente era tan aficionada a averiguarla y él tan inclinado a relatarla, que perdíamos muchos minutos en cada posta. Quería narrarla a todos; en una posta se la dijo a un gran tipo ordinario y mestizo que estaba sentado en una piedra mientras una muchachita le peinaba las motas. «¿En dos?», dijo la peinadora. «Sí», gruñó el padre medio dormido y meneando la cabeza, escuchando el cuento del correo. Por tanto, anduvimos todo el día y sólo recorrimos 102 millas. La mañana siguiente salí antes del sol, y, viajando solo, anduve mucho más ligero, pero, los caballos todavía estaban flojos, y, en todo el día, pude recorrer solamente 110 millas.

Dos días más cabalgué de la mañana a la noche, durmiendo en el suelo con nada más que carne para comer; por fin llegué a la parte de Santa Fe donde el correo había sido asesinado. El maestro de posta rehusó facilitarme caballos a menos que encontrase un guardián, pues decía que los postillones no podían ir solos; insistió que esperase el correo y, por tanto, perdí medio día, pues no llegó hasta la noche. Por la mañana, al venir el día, me levanté; vi al pobre viejo correo echado en el recado, con un cigarro en la boca y por   -58-   mucho tiempo acostado de espaldas rezando y santiguándose. Partí con el maestro de posta, un gaucho agregado y el pastillón, todos armados; poquísima conversación. Cuando nos aproximábamos al sitio parecía que todos esperasen que los salteadores estuvieran allí; después de marchar algunas leguas, dejamos el camino y galopamos cortando campo hacia una tapera negra. Era uno de los ranchos incendiados por los indios, y la familia entera había sido asesinada. Cuando llegamos miré en derredor, y no se veía otro rancho o habitación; no había ganados y luego que algunos gamos que estuvieron pocos momentos a la vista hubieron huido, quedamos enteramente solos, ni se veía ningún pájaro o animal. Llegamos galopando al rancho; estaba construido de adobe y barro, el techo había sido quemado, un caballete estaba caído a media altura y el otro parecía a punto de caer; una pared estaba desmoronada y todos nos acercamos a este lado del rancho. Cerca teníamos un pozo hondo en que los salteadores habían arrojado los cuerpos, primero el del correo y postillón, luego el perro y después los caballos. Las reses muertas de los caballos yacían por delante; estaban casi comidas por águilas y chacales. El perro no había sido tocado; era grandísimo, y con el calor del tiempo se había hinchado extraordinariamente; estaba degollado, y en mi vida vi tanta expresión en la cara de un animal muerto; enseñaba los dientes y no se podía menos de imaginar que expresaba los sentimientos de ira y fidelidad con que, sin duda, había peleado hasta el fin. Dentro del rancho estaban los cuerpos degollados del correo y del postillón8, apenas cubiertos por algunos adobes sueltos de la pared. Algunos pedazos del poncho del correo yacían desparramados y también varios sobres de cartas que los asesinos habían abierto. En el centro del rancho se veían las cenizas blancas del fogón que habían encendido, en un ángulo un duraznero solitario en flor; su contraste con la escena que teníamos por delante era muy marcado. El anciano correo dijo algo al maestro de posta que inmediatamente trepó a la pared   -59-   derruida y echó abajo algunos adobes sueltos; se cayó y estalló en risa; todos desmontamos y cubrimos los cadáveres con adobes. «Conque, señores -dijo el viejo-, haremos una oración para el difunto». Nos descubrimos y nos paramos rodeando el túmulo. Enfrente los caballos nos miraban; el viejo se llevó el pañuelo a los ojos, y su barba, larga de cuatro días, era enteramente blanca; se paró junto al cadáver de su hijo único y recitó una plegaria que fue repetida por todos los gauchos. Me uní y santigüé con ellos, pues como el correo me miraba, ansiaba contribuir a aliviar el dolor del anciano, y correspondiendo a mis sentimientos que no es necesario describir.

Así que pasó la ceremonia (duró dos minutos), nos pusimos los sombreros. «Conque, señores -dijo el viejo; y después de una larga pausa-, vamos», con lo que todos se dividieron en grupos para encender cigarros. Apenas encendí el mío, cuando el viejo se me acercó para encender el suyo. El cuerpo de su hijo estaba a nuestros pies, pero puso la cara cerca de la mía y mientras él chupaba y humaba, con la seriedad de semblante solamente conocida por los que están acostumbrados a encender cigarros, no pude menos de pensar qué rara escena tenía por delante. Sin embargo, montamos a caballo; di un último adiós al duraznero y todos galopamos a través del seco pasto oscuro para reganar el camino y los pocos minutos que habíamos perdido en el rancho.

A distancia vi un muchacho galopando por un campo de cardo y trébol, y como revoleaba los libes, supuse que andaba boleando avestruces, y, por tanto, me le acerqué.

Era un negrito de catorce años, pequeño y bien formado, pero casi sin nada más que los restos de un poncho escarlata. Le hice varias preguntas; dónde esperaba encontrar avestruces, etc. etc., y no me contestaba, sino que continuaba revoleando las boleadoras y mirando en su derredor. Estaba formulándole algunas otras preguntas insignificantes, cuando me interrumpió secamente preguntándome si quería vender mis espuelas; y antes de tener tiempo de contestar, se vio un avestruz y se apartó de mí como una flecha.   -60-   Precisamente en aquel momento estaba entre vizcacheras; cayó mi caballo, y antes que las hubiese pasado el muchacho estaba en el horizonte, y por el disgusto con que me había dejado, no me sentí inclinado a seguirlo.

La vizcacha se encuentra en todas las Pampas. Como los conejos, vive en cuevas agrupadas, lo que hace muy peligroso galopar por estas llanuras. El modo en que los caballos se recobran cuando cede el suelo sobre estas galerías subterráneas, es extraordinario. Al galopar en seguimiento de avestruces, mi caballo constantemente ha entrado con una pata o con una mano; también ha tocado con el hocico en el suelo y siempre se recobra; sin embargo, los gauchos suelen tener accidentes muy serios. A menudo he considerado cómo los caballos salvajes podían galopar como lo hacen en lo oscuro, pero realmente creo que evitan los pozos por el olfato, pues, cabalgando por el campo, cuando se ha hecho tan oscuro que positivamente no podía ver las orejas del caballo, lo he sentido siempre, a galope, apartarse uno o dos pies a derecha o izquierda, como si hubiese pisado una serpiente, lo que hacía, según creo, para salvar algunos de estos agujeros. No obstante, los caballos ruedan con mucha frecuencia y, en verdad, en los pocos meses que recorrí las Pampas, tuve más golpes que en el resto de mi vida anterior, aunque siempre tuve costumbre de andar a caballo. Los gauchos en ocasiones se matan en las vizcacheras y a menudo se quiebran algún miembro.

Enmedio de las Pampas, una vez, encontré un gaucho parado contra el rancho y agarrándose la mano izquierda con aspecto de soportar un gran dolor. Me dijo que el caballo acababa de rodar con él en una vizcachera, y me rogó le mirase la mano. El gran músculo del pulgar estaba hinchadísimo y cada vez que tocaba con mi índice, el pobre abría la boca y alzaba una pierna. Completamente confundido con un lado de su mano, pensé darle vuelta y mirar del otro lado y, después de hacer esto, se aclaró que se había descoyuntado el pulgar. Le pregunté si había médico cerca; el gaucho me dijo que creía que había uno en Córdoba, pero, como distaba quinientas millas, lo mismo podía haber apuntado a la luna.   -61-   «¿No hay ninguna persona -le dije- más cerca que entienda algo de curar?» «No hay, señor». Le pregunté qué pensaba hacer con el pulgar. Contestó que se lo había lavado con salmuera, y me preguntó si eso era bueno. «Sí, sí, sí», le dije, separándome desesperado, porque pensé que era inútil indicarle que «ni todas las aguas del ancho y violento océano» le pondrían el dedo en su lugar; y aunque yo sabía que se debía estirar, sin embargo, uno es tan ignorante de estas operaciones, que no conocía en qué dirección hacerlo, por tanto, dejé al pobre sujeto mirándose el dedo en la misma actitud en que lo encontré. Pero, volvamos a las vizcachas.

Estos animales nunca se ven de día, pero así que el borde inferior del sol toca el horizonte salen de las cuevas, que están diseminadas por grupos, como pequeñas aldeas, en todas las Pampas. Las vizcachas completamente desarrolladas son casi del tamaño del tejón; pero con cabeza parecida al conejo, menos en los grandes bigotes tupidos.

Por la tarde se sientan afuera de las cuevas y todas parecen filosofar. Son los animales de aspecto más serio que haya visto, y aun las vizcachitas son de cabeza gris, tienen bigotes y parecen pensativas y graves.

De día las cuevas están siempre guardadas por dos lechuzas que jamás abandonan su puesto. Cuando se pasa cerca, siempre miran al extraño y luego una a la otra, moviendo sus cabezas anticuadas, de manera ridícula, hasta que uno las atropella, y el miedo toma la mejor parte de sus dignas miradas, y se meten a la vizcachera.



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Las Pampas. Provincia de Santa Fe

Viajando de Buenos Aires a Mendoza, con un birloche de dos ruedas; entrada por atrás; dos asientos laterales; dos peones; Pizarro, que había ya recorrido 1200 millas, y Cruz, su amigo, que había andado tres días haciendo 120 millas diarias. Fidelidad y atención de Pizarro; de noche, cuando entraba, su rostro negro cansado; su lengua al parecer seca y todo su aspecto fatigado; sin embargo, el cuerpo era duro como hierro. Su primer cuidado por la noche, conseguirme algo de comer; mandar traer un carnero vivo. Hacía fuego y preparaba mi cena; tan pronto como yo había cenado me traía una vela a la portezuela del carruaje y me miraba cuando me desvestía para dormir; luego me daba las buenas noches; cenaba, y dormía en el recado junto a una rueda del carruaje. Así que me despertaba y antes de venir el día, ansioso de seguir, yo solía llamarlo «Pizarro». «Aquí está el agua, señor», decía en tono paciente y bajo; él sabía que me gustaba tener agua para lavarme por la mañana y solía conseguírmela a veces en una salsera, otras literalmente en un mate del tamaño de una cáscara de huevo y, a despecho de su fatiga, siempre se levantaba antes que yo me despertase, y esperaba en la portezuela hasta que yo llamara.

Para describir la provincia de Santa Fe, su aspecto, salvaje, desolado; ha sido tan constantemente saqueada por   -64-   los indios, que no hay ganado en toda su extensión, y la gente tiene miedo de vivir allí. A derecha e izquierda del camino, y en distancia de treinta y cuarenta millas, en ocasiones se ven los restos de un ranchito quemado por los indios, y al pasar galopando el gaucho relata cuánta gente fue asesinada en cada uno; cuántas criaturas matadas; y si las mujeres fueron muertas o cautivas. Las antiguas postas están también quemadas; se han levantado nuevas al lado de las taperas, pero lo tosco de su construcción indica lo inseguro de la posesión. Estos ranchos están solamente ocupados por hombres que, generalmente, son también ladrones; pero, en pocos casos, viven con sus familias. Cuando se piensa el horrible destino que ha tocado a tantas pobres familias de esta provincia, y que en cualquier momento pueden volver los indios, es realmente espantoso ver mujeres viviendo en tan horrible situación; imaginar que estén ciegas y desprovistas de experiencia; y apena ver a numerosas e inocentes criaturas jugando en la puerta del rancho, donde pueden ser todas masacradas, inconscientes del destino que les toque, o de las pasiones humanas, sedientas de sangre y vengadoras.

Estábamos en el centro de este país horrible; siempre cabalgaba unas cuantas postas por la mañana, e iba con un gauchito de quince años, santafesino; su padre y madre habían sido asesinados por los indios; a él lo salvó un hombre que había huido a caballo llevándolo, pero entonces era criatura y nada recordaba. Pasamos por una tapera que decía haber pertenecido a su tía; dijo que hacía dos años estaba en esa choza con su tía y tres primos mocetones y que mientras todos conversaban, un muchacho venía al galope desde la otra posta y al pasar por la puerta gritó: «¡los indios! ¡los indios!»; que él corrió a la puerta y los vio venir en dirección al rancho, sin sombreros, desnudos, con largas lanzas, golpeándose la boca con las manos de la rienda, y dando alaridos que, según él, hacían temblar la tierra; decía que estaban dos caballos afuera de la puerta, enfrentados pero desensillados; que saltó sobre uno y se alejó al galope; que uno de los jóvenes saltó sobre el otro y lo siguió como veinte yardas, pero que luego dijo algo acerca de la madre y regresó   -65-   al rancho; que, cuando llegó allí, los indios rodearon el rancho, y que la última vez que vio a sus primos estaban en la puerta cuchillo en mano; que varios indios lo siguieron más de una milla, pero que montaba un caballo «muy ligero, muy ligero», decía el muchacho; y mientras galopábamos, aflojaba las riendas y lanzándose adelante, sonreía mostrándome la manera cómo escapó, y luego, poniendo su caballo al galope corto, continuó su historia.

Decía que cuando los indios vieron que se les alejaba, se volvieron; que él se escapó, y cuando los indios dejaron la provincia, lo que sucedió dos días después, regresó al rancho. Lo encontró quemado y vio la lengua de su tía pegada en un poste del corral; el cadáver estaba dentro del rancho; un pie separado del tobillo y, al parecer, se había desangrado hasta morir. Los tres hijos estaban afuera de la puerta, desnudos, los cuerpos cubiertos de heridas y los brazos acuchillados hasta el hueso, con una serie de tajos distantes entre sí una pulgada, desde los hombros hasta la muñeca.

Luego el muchacho me dejó en la posta siguiente y subí al carruaje; el día se ponía caluroso y la etapa era de 24 millas. Después de galopar una hora, vi una gran humareda delante, en el horizonte, y como los indios con frecuencia queman el campo cuando invaden, pregunté a Pizarro qué era. Contestó: «Quién sabe, señor»; sin embargo, seguimos galopando.

Hice poco caso del incidente y empecé a pensar en la horrible historia que me había referido el muchacho y en muchas semejantes que había oído, porque siempre trataba de conocer la historia de los ranchos incendiados, aunque siempre hallaba que los gauchos no le atribuían mayor importancia; y que a veces se olvidaba el suceso antes que el tiempo hubiese reducido a polvo las bamboleantes paredes de barro, monumentos de crueldades tan atroces.

Parece que los indios que, a despecho de su ferocidad, son hombres de raza muy valiente y hermosa, a veces invaden a los «cristianos», como los gauchos se llaman a sí mismos, con dos fines: robar ganado y por el placer de matar gente; y   -66-   también parece que no hacen caso del ganado por masacrar a sus enemigos.

Cuando invaden, generalmente marchan de noche y se ocultan en los bajos durante el día; o, si lo hacen, se agachan escondiéndose casi en la barriga del caballo, que así parece sin jinete y suelto. Generalmente se aproximan a los ranchos por la noche a todo galope, con su alarido usual, golpeándose la boca con la mano; y este grito para intimidar al enemigo, continúa durante toda la horrible operación.

Lo primero que hacen es incendiar el techo del rancho, y casi demasiado horroroso es imaginar lo que deben ser las sensaciones de una familia cuando, producida la alarma por los ladridos de los perros, que los gauchos tienen siempre en gran número, oyen primero el alarido salvaje que anuncia su destino, y un instante después encuentran que el techo arde sobre sus cabezas.

Así que la familia se precipita afuera, como naturalmente tiene que suceder, los hombres son lanceados por los indios con lanzas de 18 pies de largo, y luego que caen los desnudan, pues los indios, que son muy aficionados a incautarse de la ropa de los cristianos, cuidan de no deteriorarla con sangre. Mientras unos atacan a los hombres, otros la emprenden con los niños y literalmente los ensartan en la lanza y los levantan para que mueran en el aire. Atacan también a las mujeres, y sería cuadro verdadero pero horroroso describir su destino cuando se decide al brillo momentáneo que las llamas del techo proyectan sobre sus rostros.

Las feas y las viejas son inmediatamente sacrificadas; pero las jóvenes y bellas son ídolos que detienen aún la mano implacable del salvaje. Sepan o no andar las muchachas son subidas inmediatamente a caballo, y cuando concluye el saqueo apurado del rancho, se alejan de las ruinas humeantes y del hórrido espectáculo que las rodea.

A paso desconocido en Europa, galopan por los campos sin senda que tienen por delante, se alimentan con carne de yegua, durmiendo en el suelo, hasta llegar al territorio indio,   -67-   donde tienen que adaptarse inmediatamente a la vida salvaje de sus captores.

Me informó un oficial francés muy inteligente, que ocupó un alto grado en el ejército peruano que, en son de paz, había cruzado parte del territorio de estos indios pampas para atacar una tribu que se hallaba en guerra con ellos, y que había encontrado varias jóvenes cautivas.

Me decía que les había ofrecido conseguirles permiso de regresar a su pago y, además, ofrecídoles crecidas sumas de dinero si, entretanto, querían servir de lenguaraz; pero todas contestaban que ningún aliciente del mundo les haría abandonar jamás a sus maridos e hijos, y que estaban muy contentas con la vida que hacían.

Mientras me sentaba en el asiento lateral del carruaje, reflexionando sobre las crueldades cometidas en un país que, a pesar de su historia, era realmente salvaje y hermoso, y que poseía un aire de libertad sin restricciones que siempre infunde alegría, noté que el carruaje iba al paso, cosa que nunca me había sucedido en Sudamérica, y, un momento después, paró. «Vea, señor -dijo Pizarro, con semblante duro, cuando se dio vuelta para hablarme-, ¡qué tanta gente!», y apuntaba adelante con su mano derecha, y vi que lo que antes me pareció humo era polvareda, y vi confusamente multitud de jinetes en una especie de arreo militar salvaje; y en ambos flancos, a gran distancia, hombres aislados que, evidentemente, vigilaban para evitar sorpresas. Nuestros caballos estaban aplastados; toda la masa venía hacia nosotros, y, para empeorar el asunto, Pizarro me dijo que creía que eran indios. «Señor -dijo con gran serenidad, y sin embargo, con una mirada de desesperación-, ¿tiene usted armas de fuego?» Le dije que ni una sola sobrante, pues solamente tenía una escopeta de dos tiros y un par de pistolas. «Aquí un sable, Pizarro», dije sacando la empuñadura de un sable por la ventanilla. «¡Qué sable! -replicó con ira; y levantando el brazo derecho arriba de la cabeza perpendicularmente, en una especie de desesperación, agregó-: contra tanta gente», pero mientras su brazo se mantenía en la posición descrita, dijo: «¡Vamos!» con tono de valiente   -68-   resolución, y dando media vuelta a la mano, espoleó su caballo cansado, que inmediatamente avanzó al paso. El pobre Cruz, el otro peón, parecía ver todo el asunto bajo luz diferente; no decía palabra, pero cuando le eché una mirada, me percaté de que su caballo, lejos de tirar el carruaje, de cuando en cuando, se hacía un poco atrás, pintura exacta de los sentimientos del jinete. No pude menos de admirar un momento la figura de Pizarro, cuando le veía a veces clavar las espuelas en el costado del caballo que nos arrastraba a mí, al carruaje y a Cruz y su caballo; sin embargo, ahora empecé a pensar en mi situación.

Deseaba seriamente no haber venido nunca al país y pensaba cuán poco satisfactorio era ser torturado y matado por equivocación en querellas de otra gente; sin embargo, esto no sucedería. Miré la polvareda y, evidentemente, estaba mucho más cerca. En la desesperación saqué mi escopeta y pistolas cargadas, y, cuando las hube dispuesto, abrí una bolsita de lona que contenía todos los chismes de munición, pues escopeta y pistolas eran de pistón. Arreglé todo sobre el asiento que tenía por delante: polvorín, recortados, balas, cebas de cobre y tacos de estopa; pero el movimiento del carruaje los hacía bailar a todos juntos, y una o dos veces estuve a punto de echarlos bajo el asiento, pues era inútil resistir contra tanta gente; sin embargo, por otra parte, no había esperanzas de perdón, así, fui llevado finalmente a hacer lo mejor de un malísimo negocio.

El carruaje con cuatro ventanillas, una por costado, tenía persianas corredizas que se movían lateralmente. Por consiguiente, las cerré, dejando una rendija de dos pulgadas y luego me senté algunos segundos mirando la multitud que se venía encima.

Cuando estuvieron muy cerca, pues hasta entonces apenas podía distinguirlos por el polvo, vi que no tenían lanzas, y, además, iban vestidos; pero, como no tenían uniforme, supuse que eran montoneros, tan crueles como los indios; sin embargo, así que llegaron y algunos nos habían pasado, Pizarro se levantó y les habló. Era un cuerpo de setecientos gauchos, reclutados y enviados por los gobernadores de   -69-   Córdoba y otras provincias a Buenos Aires para incorporarse al ejército contra los brasileños; y tenían escuchas a los flancos para evitar sorpresas de los indios que habían invadido el país pocas semanas antes.

Realmente fue un alivio; me agradó todo lo que vi, el resto del día y muchos días después sentía disfrutar un arriendo nuevo de mi vida.



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Las Pampas

Dos días después, cabalgaba cerca del carruaje que iba al galope -Pizarro y Cruz, con aspecto fatigado y sucios, mientras el postillón de adelante, fresco y despreocupado, cantaba una canción española-, cuando el caballo de Pizarro rodó y, aunque Cruz trató de levantarlo, el del postillón arrastró a Pizarro por el suelo lo menos veinte yardas.

Realmente pensé que había muerto; no obstante, declaró tranquilamente no estar herido y, sin decir palabra, cinchó el recado y galopó hasta la posta siguiente. Como allí montase un redomón que visiblemente casi no había sido ensillado antes, el animal corcoveó muy violentamente. Pizarro estaba evidentemente débil por el accidente, y cuando cayó, el caballo le dio con las dos patas en las espaldas.

Todavía declaró no tener nada, aunque parecía muy extenuado y casi no podía tenerse a caballo. Galopé hasta la otra posta y esperé allí el carruaje más de una hora. Al fin lo vi venir al paso, y cuando llegó Pizarro, dijo que no podía seguir. Por tanto, me vi obligado a tomar otro muchacho postillón, y mientras enlazaban los caballos, estuve asistiendo al pobre Pizarro. Sentí muchísimo verme obligado a alejarme, particularmente por demostrar él tan poca voluntad de dejarme. Dile algún dinero, media botella de aguardiente,   -72-   que era todo lo que tenía; y a una mujer, pocos años menor que Pizarro y mestiza como él, le di dos duros para le frotase las espaldas tres veces por día con aguardiente (le puse un poco de sal para que la mujer no lo bebiese en vez de frotar la espalda de Pizarro). Siendo esto lo único que podía hacer en su obsequio, monté a caballo y deseándole mejoría, a lo que contestó: «Señor, vaya con Dios», lo dejé.

Dispuse que el carruaje me siguiese y yo galopaba de posta en posta, ordenando tuviesen listos caballos para el coche, y llegué a San Luis a la una de la mañana. Iba completamente solo, sin ningún postillón, pero era una linda noche de luna y como había viajado ya dos veces por el país, logré tomar el buen camino, y a las cinco volví a partir para Mendoza.

En la provincia de Santa Fe, pocas postas son fortificadas para proteger a los habitantes contra los indios.

El fortín es sencillísimo. Los ranchos están rodeados con zanja, a veces cercada del lado de adentro con una fila de tunas.

Generalmente he podido saltar la zanja a pie, pero ningún caballo del país intentará saltarla.

La mayor parte de estos fortines han sido frecuentemente asaltados por los indios, y miré con mucho interés uno que había sido defendido casi una hora por ocho gauchos contra setecientos indios. El ganado, las mujeres y familias con chicos estaban adentro de espectadores de la lucha que tanto les importaba, y me describían sus sensaciones con gran naturalidad y expresión.

Decían que los indios se acercaron a caballo hasta la zanja con alaridos terroríficos y que, no pudiéndola pasar, el cacique al fin ordenó echar pie a tierra y bajar la tranquera. Dos habían desmontado, cuando el mosquete que tenían los gauchos, y que antes siempre había errado fuego, disparó y mató a uno de los indios. Entonces, todos se retiraron al galope; pero en pocos segundos el cacique los volvió a conducir con gritos terribles y a carrera indescriptible. Se apoderaron de su camarada muerto y luego huyeron dejando dos o tres lanzas en el suelo.

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Una de las largas lanzas estaba apoyada contra el rancho, y como los gauchos que habían defendido el fortín estaban cerca de ella, arrebozados en sus ponchos, dos o tres mujeres amamantaban a sus hijos, varios chicos jugaban a su derredor, y tres o cuatro lindas muchachas los miraban, pensé que la lanza era uno de los trofeos militares más espléndidos que hubiese contemplado en mi vida.

Nunca pude saber si alguno de estos fortines había sido tomado por los indios que a pie nada pueden hacer, y cuyos caballos no pueden saltar; pero las zanjas son tan planas y angostas, que, matando pocos caballos y echándolos adentro, se podría en dos minutos entrar a caballo por cualquier parte.

A menudo preguntaba a los gauchos por qué no se defendían dentro del corral que, al principio, me parecía posición más fuerte que los fortines; pero decían que los indios suelen traer lazos con que echan abajo los postes del corral, que a veces encienden fuego junto a ellos y que, además, siendo sus lanzas de 18 pies de largo, podían matar todos los animales en el corral.

El temor que tienen al hombre los animales silvestres de América se ve muy especialmente en las Pampas. Con frecuencia me dirigía hacia los avestruces y gamos, agachándome al lado opuesto del pescuezo de mi caballo; pero siempre sucedía que, aunque dejarían aproximárseles a cualquier caballo suelto, huían de mí aunque fueran jóvenes, no obstante verse muy poco de mi cuerpo; y cuando se los veía a todos disfrutar libertad tan completa, al principio no era agradable observar que la aparición de uno dondequiera era para ellos señal de que debían huir del enemigo. Sin embargo, es mediante el temor que «el hombre tiene dominio sobre las bestias del campo», y no hay animal en Sudamérica que no conozca esa sensación instintiva.

Como prueba singular de lo dicho, y de la diferencia entre las bestias salvajes de América y del antiguo mundo, me atrevo a narrar un incidente que alguien me aseguró sinceramente que le había sucedido.

Intentaba cazar patos silvestres y, para aproximárseles sin que lo vieran, se puso una punta del poncho sobre la   -74-   cabeza, y al gatear con manos y rodillas, el poncho no solamente le cubría el cuerpo, sino que le arrastraba en el suelo por detrás. Cuando así avanzaba por un gran juncal, oyó de repente un sonido estrepitoso, entre alarido y rugido: sintió algo pesado que le golpeaba los pies, y, parándose inmediatamente de un salto, vio con gran asombro un león macho parado sobre el poncho, y quizás el animal se asombró igualmente de encontrarse en presencia de hombre tan vigoroso.

Me decía el hombre que no quiso hacer fuego porque tenía el fusil cargado con munición muy fina, y le hizo frente en el terreno y estuvo el león sobre el poncho durante muchos segundos; por fin volvió la cabeza y caminando muy lentamente diez yardas, se detuvo y le hizo frente otra vez. El hombre volvió a desafiarlo, con lo que el león reconoció tácitamente su supremacía y se alejó.

Después de estar pocos minutos en el rancho de la posta, oí un suspiro y, mirando a un rincón, vi una vieja enferma acostada en el suelo. Descansaba su cabeza en un cráneo de caballo, junto a un gran agujero de la pared, y cuando me preguntó encarecidamente si tenía algo «por remedio", al momento le aconsejé mudar la cabeza a un rincón más abrigado. Estaba con fiebre y dolorida y pareció desagradarle mi consejo; no entendía que tuviese que ver con su enfermedad el agujero de la pared, y volvió a preguntarme si tenía algún «remedio».

Tenía en el bolsillo del chaleco un paquetito de papel sucio, con calomel y jalapa, que, muy contra mi voluntad, había prometido llevar conmigo, y con el cual ya había atravesado dos veces las Pampas. No sabía con exactitud cuánto contenía, pero tuve gran deseo de sacudir un poco la droga en la boca de la vieja pues pensé (como ella nunca había probado calomel) que operaría un milagro; sin embargo, estaba tan enferma que, después de reflexionar, no me creí autorizado para dárselo y, además, pensé que si moría yo sería responsable, cuando retornase; así, en parte por conciencia y en parte por prudencia, la dejé.

Haré notar que esta vieja fue la única persona enferma que   -75-   vi en Sudamérica. La vida moderada que hace, al parecer, la gente, le da goce de salud continua y la lista de dolencias que afligen al viejo mundo es del todo desconocida. La carne que constituye el alimento casi exclusivo es tan flaca y dura, que pocos se sienten tentados de comer más de lo necesario, y si un gaucho hambriento ha tragado demasiado de una vaca salvaje, la cura que la Naturaleza prescribe es sencillísima. Solamente tiene que privarse uno o dos días del apetito, a causa de la fiebre, y vuelve a restablecerse.

He observado con frecuencia que el gaucho no tiene remedio alguno para las heridas, y ni siquiera las preserva de suciedad, pues su constitución corpórea es tan sana que la cura efectivamente se va haciendo cuando galopa por la llanura.

Llegué a una posta y encontré caballos en el corral, pero los hombres habían salido. Una mujer me dijo que pronto estarían de vuelta, si quería esperar. Vi a un muchachito de siete años y dije que lo tomaría de postillón. «Bien», dijo la mujer; el chico iba a decir algo, pero lo tomé del brazo y sacándole para el corral, agarré caballos con un lazo que estaba en el suelo.

Después que partimos y cuando ya habíamos andado una legua, el bribonzuelo de cara rosada dijo «oiga, señor, yo no soy baquiano». Levanté el rebenque y lo asusté para que siguiese adelante, pero pronto nos alcanzó un hombre que había galopado desde la posta en nuestro seguimiento, a todo lo que daba el caballo. Dijo ser padre del chico, que había muchos salteadores en el campo; que no era seguro para el muchacho, y que él había venido para guiarme. Yo había cabalgado más de cien millas, estaba muy cansado y sin ganas de hablar, y el hombre galopaba duro delante de mí.

«Vea, señor», dijo el chico, cabriolando a mi lado y señalando unos patos silvestres en una lagunita, a los que quería que tirase con las pistolas.

Su padre en ese momento iba cantando una especie de himno salvaje en español, y junto con la última nota que debía prolongar algunos segundos, el alegre chico, encontrando que yo no estaba para bromas, se acercó al padre y dio al   -76-   caballo un chicotazo tan fuerte como pudo con el largo rebenque colgado de las riendas, y luego, riendo, disparó como potrillo, mientras el padre con la mayor gravedad prolongaba la última nota de la canción.

Llegué a un rancho donde había gallinas, para pasar la noche, y supliqué a la mujer que me cocinase una inmediatamente.

Así que hirvió el agua en una olla grande, la mujer agarró la gallina y la mató, dándole con la mano tres vueltas del pescuezo, para mi horror y asombro, e inmediatamente la metió en la olla con plumas y todo: y aunque yo había resuelto pasar por todo en este viaje, no podía conformarme con beber ese caldo o potage au naturel, como el que creía me preparaban. Corrí hacia ella y, en malísimo español, protesté en voz alta contra su cocina; sin embargo, me explicó tranquilamente que había puesto allí la gallina para escaldarla y tan pronto como le solté el brazo, la sacó. Todas las plumas salieron, pero se pegaron a sus dedos tan fuertemente como antes a la gallina. Después de lavarse las manos, tomó el cuchillo y muy diestramente cortó las alas, las dos piernas, la pechuga y el lomo, que uno después de otro iba echando a una ollita con alguna grasa y agua, y tiró lejos el resto de la gallina.



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Los indios de Las Pampas

Cuan do se compara el tamaño relativo de América con el del resto del globo, es excelente reflexionar sobre la historia de aquellos prójimos aborígenes del suelo; y después de ver la riqueza y belleza de país tan interesante, es doloroso considerar cuáles han sido, y todavía pueden ser, los sufrimientos de los indios. Cualquiera que sea su carácter físico o moral, si son más o menos débiles de cuerpo o mente que los habitantes del Viejo Mundo, también son criaturas humanas puestas allí por el Omnipotente; el país les pertenece y, por tanto, tienen derecho a la consideración de todo hombre con bastante religión para creer que Dios no ha hecho nada en vano, o cuya inteligencia sea bastante justa para respetar las personas y derechos de sus semejantes.

Creo que no existe una buena descripción de los indios. Los españoles cuando el descubrimiento del país, exterminaron una gran proporción de esta raza desgraciada; los restantes se consideraron bestias de carga, y durante sus breves intervalos de descanso se dispuso que los sacerdotes les explicasen que el país de ellos pertenecía al Papa de Roma. Los indios, incapaces de comprender este derecho y cayendo bajo el peso de las cargas que estaban destinados a soportar, morían en grandes cantidades. Por tanto fue conveniente declarar que eran imbéciles de cuerpo y mente;   -78-   la declaración fue apoyada por la voz insaciable de la avaricia y sancionada por las artimañas de la intención y descuidada indolencia de quienes ningún interés tenían en el asunto: se dio por cosa averiguada que actualmente los historiadores han recogido.

Pero aun cuando la investigación había sido allí arrullada para dormir, y sea hoy excusa plausible de nuestra ignorancia completa del asunto, no es menester que el estado del hombre en América sea más interesante que las descripciones de sus minas, montañas, etcétera.

Durante mis galopes por América, tuve poco tiempo u oportunidad de ver muchos indios; sin embargo, por lo que vi y oí acerca de ellos creo sinceramente que son los más lindos hombres que han existido en el ambiente que los rodea. En las minas los he visto usar herramientas que nuestros mineros se declaran impotentes para manejar, y llevar cargas que ningún hombre de Inglaterra soportaría; y apelo a los viajeros que han sido conducidos en la nieve a babuchas, si serían capaces de devolverles el cumplimiento y, si no, ¿qué hay más grotesco que la figura del hombre civilizado sobre las espaldas de un prójimo cuya fuerza física ha osado despreciar?

Los indios de quienes más oí fueron los que habitan las vastas y desconocidas llanuras de las Pampas, todos jinetes o, más bien, que pasan la vida a caballo. La vida que hacen es singularmente interesante. A despecho del clima ardiente en verano y helado en invierno, estos hombres valerosos que aún no han sido subyugados andan completamente desnudos y ni siquiera tienen un abrigo en la cabeza.

Viven en tribus gobernadas por un cacique, pero no tienen residencia fija. Donde el pasto esté bueno se los encontrará, hasta que sea consumido por sus caballos, y luego se trasladan inmediatamente a sitio con mayor verdor. Carecen de pan, fruta y legumbres, y se alimentan enteramente con carne de yeguas que nunca montan; y el único lujo que se permiten es lavarse el cabello con sangre de yegua.

La guerra, que consideran como el empleo más noble y natural, es la ocupación de su vida, Y declaran que la actitud   -79-   más soberbia de la figura humana es cuando, agachado en el caballo, el hombre atropella al enemigo. El arma principal es una lanza de 18 pies de largo; la manejan con gran destreza y pueden imprimirle un movimiento vibratorio que a menudo ha hecho saltar la espada de la mano de sus adversarios europeos.

A causa de andar constantemente a caballo los indios apenas pueden caminar. Esto quizás parezca raro, pero desde la infancia no tienen costumbre de hacerlo. Viviendo en las llanuras ilimitadas, se concibe fácilmente que todas sus ocupaciones y diversiones necesariamente sean a caballo, y con cabalgar tantas horas las piernas se ponen débiles, lo que, naturalmente, produce desapego por un esfuerzo que cada día se hace más fatigoso; además, el paso con que se deslizan a caballo por la llanura es tan veloz, comparado con la lentitud de andar a pie, que el último parecería un triste esfuerzo.

Son de admirar mucho como nación militar y su sistema de pelear es más noble y perfecto en su índole que el de cualquier nación del mundo. Cuando se congregan, sea para atacar a sus enemigos o invadir la tierra de cristianos con que están en guerra, recogen grandes manadas de caballos y yeguas, y después, con alarido salvaje de guerra, salen a galope. Luego que se cansan los caballos montados, saltan en pelo a los de refresco, manteniéndose así hasta ver al enemigo. El país entero provee pasto para sus caballos, y donde se les antoje parar no tienen más que carnear algunas yeguas. El suelo es la cama donde han dormido siempre desde la niñez y, por tanto, encuentran al enemigo con corazón contento y estómago repleto, únicas ventajas que, según ellos, el hombre debe desear.

Vida guerrera es esta muy diferente de la marcha de un ejército de nuestros hombres bravos, pero cojeando, con los pies lastimados, arrastrándose bajo la lluvia por callejuelas borrosas, encorvándose con el peso de sus líos, mientras a retaguardia, mulas, y forraje, y albardas, y bagaje, y carros, y mujeres, novillos echados en el suelo que no pueden más, etcétera, etcétera, forman un cuadro de desesperación y   -80-   confusión que debe acompañar siempre al ejército que marcha en vez de cabalgar, y come vacas9 en vez de caballos. Cuán imposible sería para un ejército europeo competir con una fuerza tan aérea. Lo mismo se intentaría manejar las golondrinas del campo que hacer mal a estos guerreros desnudos.

Un gran cuerpo de indios cruzó dos veces mi camino, cuando fui a Mendoza y volví. Acababan de tener un encuentro con las tropas del Río de la Plata, que mataron a varios de ellos, y éstos estaban desnudos y muertos en la llanura no lejos del camino. Varios gauchos que habían combatido me dijeron que los indios habían peleado muy valientemente, pero que todos los caballos estaban muy cansados, y que, de otro modo, nunca habrían podido darles alcance: los gauchos, que también cabalgan tan lindamente, todos declaran que es imposible seguir al indio, pues sus caballos son superiores a los de los cristianos, y también tienen tal modo de apurarlos con alaridos y un movimiento especial del cuerpo, que aun si cambiaran caballos los indios los batirían. Todos los gauchos parecían temer muchísimo las lanzas indias. Decían que algunos cargan sin freno y en pelo, y en algunos casos se cuelgan casi bajo la barriga del caballo y dan alaridos para que los caballos tengan miedo de hacerles frente. Cuando los caballos de los indios se cansaron, fueron atacados por tropas frescas y matados en gran número.

Para gente habituada a las pasiones frías de Inglaterra, sería imposible describir el odio salvaje, inveterado, furioso, que existe entre gauchos e indios. Los últimos invaden por el extático placer de asesinar cristianos, y en las luchas que tienen lugar entre ellos la misericordia es desconocida. Antes de darme exacta cuenta de estos sentimientos, iba galopando con un gaucho de lindísima postura que había peleado con los indios, y después de oír su relación de muertos y heridos, se me ocurrió, muy sencillamente,   -81-   preguntarle cuántos prisioneros habían tomado. El hombre contestó con un aspecto que nunca olvidaré: apretó los dientes, abrió los labios, y luego, haciendo un movimiento de serrucho con los dedos sobre la garganta desnuda, que duró medio minuto, inclinándose hacia mí, con sus espuelas que golpeaban el costado del caballo, me dijo con voz profunda y ahogada: «se matan todos». Pero no es otro el destino que el indio firmemente espera, y desde la tierna juventud se prepara a soportar no solamente la muerte, sino torturas, si el azar de la guerra lo arroja vivo en manos de sus enemigos; y, sin embargo, cuántos hay que acusan al indio de aquella debilidad de ánimo que, en la guerra, se denomina cobardía. La causa principal de esta acusación es que los indios casi siempre huyen de las armas de fuego.

Cuando se descubrió América, los españoles fueron considerados divinidades por los indios y quizá nada hubo que contribuyese a darles este atributo como las armas que poseían que, semejando al rayo y trueno del cielo, impartían la muerte entre ellos de modo que no podían evitar o comprender; y aunque los cristianos ya no sean considerados divinidades, los indios están tan poco acostumbrados, o entienden tan poco las armas de fuego, que es natural suponer que el peligro de estas armas sea mayor en sus mentes que en la realidad. Acostumbrados a la guerra entre ellos con lanza, es peligro que no han aprendido a combatir; y es bien sabido que cuando quienes pueden aprender a afrontar el peligro y familiarizarse con su cara, si la máscara se cambia y aparece con facciones desusadas, lo vuelven a ver con terror. Pero aun suponiendo que los indios no tengan temor supersticioso a las armas de fuego sino que consideren sencillamente sus efectos positivos, ¿no es natural que las teman? En Europa o en Inglaterra, ¿qué haría la gente con bastones contra quienes tengan armas de fuego? Exactamente, pues, lo que se les ha imputado a los indios desnudos: huir. ¿Y quién no huiría?

Pero la vida del indio debe satisfacer a toda persona sin preocupaciones. Necesariamente está dotado de gran coraje. Su profesión es la guerra, su alimento sencillo, y su cuerpo se   -82-   encuentra en aquel estado de salud y vigor que le permite levantarse de la llanura en que ha dormido y mirar orgullosamente sobre el pasto los contornos de su figura trazados en la blanca helada, sin dificultad. ¿Qué podemos decir de esto nosotros, «hombres metidos en bocací»?

La vida de tal gente debe, ciertamente, ser muy interesante y siempre lamentaba muchísimo no haber tenido tiempo para tirar la ropa y visitar alguna tribu, lo que, de tenerlo, habría hecho con certeza, porque, con las debidas precauciones, había poco que temer; pues sería curioso ver a los jóvenes divirtiéndose en las llanuras en tal estado de naturaleza salvaje y oír los sentimientos y opiniones de los ancianos; y de buena gana habría tiritado en las noches frías y comido carne de yegua de día, si los hubiese visitado.

Por individuos que vivieron muchos años entre ellos he sabido que la religión de los indios pampas es complicadísima. Creen en buenos y malos espíritus, y les rezan a todos. Si algún amigo muere antes de alcanzar el término natural de la vida (lo que es muy raro), consideran que algún enemigo ha influido con el espíritu del mal para matarlo, y se congregan para determinar quién sea este enemigo. Luego proclaman venganza contra él. Estas disputas tienen consecuencias fatalísimas y producen el efecto de indisponer a las tribus entre sí y de impedir la unión que los haría mucho más temidos por los cristianos.

Creen en un estado futuro, al que conciben serán llevados después de la muerte. Esperan que entonces habrán de estar constantemente borrachos y andarán siempre cazando; y cuando los indios galopan de noche por la llanura apuntan sus lanzas a las constelaciones celestes que, dicen, son las figuras de sus antepasados, que en el firmamento montan caballos más veloces que el viento y andan boleando avestruces.

Entierran a los muertos, pero en la tumba colocan varios de sus mejores caballos, pues creen que su amigo de otra manera no tendrá en qué montar. Sus matrimonios son muy sencillos. Para casarse la pareja, así que el sol se pone, se la hace acostar en el suelo con las cabezas al oeste. Luego se los   -83-   tapa con un cuero de caballo y tan pronto como el sol sale a sus pies, se declaran casados10.

No quieren vender cueros por dinero, declarándolo inservible, pero los truecan por cuchillos, espuelas, yerba, azúcar, etc. Rehúsan comprar al peso, sistema que no entienden; así, señalan sobre un cuero la extensión que se ha de cubrir con azúcar o cualquier cosa por el estilo que desean permutar por sus bienes. Después de ajustar trato, generalmente dedican otro día a Baco, y cuando están casi frescos, montan a caballo, y con riendas sueltas y espuelas nuevas, se bambolean y arrancan al galope hacia sus salvajes llanuras.

Sin describir nada más de sus costumbres, que solamente repito por referencias, he de lamentar sólo que la historia de esta gente no sea mejor conocida; pues, de muchos hechos que oí concernientes a ella, creo realmente que los indios pampas como los araucanos tienen muchas cualidades valerosas y estimables. Es singular, sin embargo, pensar cuánto se desconocen con los habitantes del Viejo Mundo.

Estos soldados indomables no saben nada de gobiernos, costumbres, hábitos, necesidades, lujos, virtudes, o locuras de nuestro mundo civilizado, y, ¿qué sabe el mundo civilizado acerca de ellos? Los declara salvajes et voilà tout; pero tan pronto lleguen armas de fuego a manos de estos bravos hombres desnudos, entrarán a la escala política, tan de repente como si hubiesen caído de la luna; y mientras el mundo civilizado esté contemplando las mezquinas luchas de los españoles nacidos en el Viejo Mundo contra sus hijos nacidos en el Nuevo, y se alegue la causa de la dependencia versus la independencia, que, en realidad, no es más que un juego de palabras, los hombres dueños del suelo aparecerán y entonces nos admiraremos de cómo nunca nos preocupamos por ellos, o les hicimos caso, o apenas supimos que existieran.

A muchos acaso les parece improbable que sean capaces de derrocar a ninguno de los gobiernos débiles que existen en el presente; no obstante, estos hombres sin armas de fuego y   -84-   con nada más que su lanza, que es de junco literalmente, estuvieron dos veces a cinco leguas de Buenos Aires cuando me encontraba en el país, y los montoneros se dirigieron a los indios cuando me hallaba en San Luis, para ofrecerles armas. Además de esto, la experiencia e historia del Viejo Mundo nos enseñan que el resurgimiento y caída de las naciones es tema que sobrepasa al examen del hombre, y que, por razones que no podemos comprender, las salvajes y despreciadas tribus de nuestro propio mundo, a menudo se han precipitado de las regiones polares a las ecuatoriales, y, como la atmósfera boreal, han enfriado y moderado el lujo del Sur; y, por consiguiente, por mal que siente a nuestra política calcular sobre un acontecimiento como la unión de los indios pampas y araucanos, ¿quién puede atreverse a decir que no suene la hora en que estos hombres, montados en los descendientes de los mismos caballos traídos a través del Atlántico para oprimir a sus antepasados, se precipiten desde la región fría adonde han sido arrojados, y con furia irresistible proclamen, ante la conciencia culpable de nuestro mundo civilizado, que la hora del desquite ha llegado, que los pecados de los padres han caído sobre los hijos, que los descendientes de los europeos sean, a su turno, pisoteados, y, en agonía y tortura, en vano pidan misericordia a los desnudos indios?

¡Qué lección ofrecería este cuadro horrible! No es mi profesión ni mi deseo filosofar, pero es imposible al individuo solitario pasar por las magníficas regiones de América sin respetar a los prójimos que allí fueron colocados por el Omnipotente.



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