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A través de la cordillera

Se ordenó que trajeran las mulas a las doce, pero no llegaron hasta las cuatro. Las estuvimos esperando con mucha impaciencia; al fin, oímos el tañido del cencerro aproximándose y luego entraron al patio de la fonda arreadas por el capataz y un peón. El capataz era alto y fuerte, con mala facha; nos pareció cruel, haragán, insolente, pusilánime y descuidado de todo lo que no fuese comer, y todo esto se le leía fácilmente en la cara. El peón era joven, delgado, hermoso, activo.

Eran dieciséis mulas de tamaños y colores diferentes; todas flacas, pero parecían muy sanas y resistentes. Una o dos tenían el lomo horriblemente lastimado, lo que observé al capataz, quien me prometió cambiarlas luego que saliéramos de Mendoza. Mi grupo se componía de ocho personas, y como había bastante equipaje para seis mulas, teníamos solamente dos de refresco y éstas inútiles para el trabajo; después supe que el capataz estaba obligado a proveer mucho mayor número de mulas extra, pero estaba tan ávido de lucro como de comida, y para ahorrar unos pocos duros hacía trabajar a sus pobres mulas hasta matarlas. Sin embargo, ignoraba entonces las costumbres del país y en realidad no sabía lo que se requería para el viaje que estaba a   -86-   punto de emprender, y, deseando partir, dispuse que se ensillasen las mulas.

Así que lo fueron, se procedió a alistar las mulas cargueras. El capataz me dijo que no podía cargarlas hasta que se trajese todo el equipaje al patio, y, en consecuencia, hizo un gran montón con todos los bultos. Luego con el peón los dividieron en seis porciones, completamente desiguales en peso y volumen, pero adaptadas a la fuerza de las distintas mulas.

Empezó la operación de cargarlas. El peón enlazó primero una mula grande, oscura, y le puso un poncho sobre los ojos atándolo en la garganta, dejando libres la boca y narices del animal. La mula inmediatamente se estuvo quieta, mientras capataz y peón primero le pusieron encima un gran aparejo de mimbre que cincharon de tal modo que nada podía moverlo. Luego colocaron los bultos uno por uno en ambos lados y los ataron con fuerza e ingeniosidad con que no podía la mula competir.

No se puede menos que compadecer al pobre animal viéndolo preparado para conducir una carga pesada en tan cansadora distancia y tan altas montañas como los Andes; sin embargo, es realmente divertido ver la nariz y boca de la mula cuando los ojos están vendados y las orejas apretadas sobre el pescuezo por el poncho. Todo movimiento hecho en derredor para disponer el aparejo o carga, se refleja en un fruncimiento de nariz y labio superior que, en diez mil arrugas, expresa, más allá de toda descripción, todo lo pérfido y vengativo; parece estar proyectando toda suerte de pequeñas tretas de venganza y, así que se le saca el poncho, generalmente empieza a poner alguna en práctica, atropellando con su carga a una compañera o coceándola; sin embargo, cuando entiende que no puede librarse de la carga, abandona, o acaso oculta, su resentimiento, y asume al momento un aspecto de paciencia y resignación que son en efecto características de su raza y la sostienen en todos sus sufrimientos y privaciones.

Así que estuvieron listos los cargueros, tomamos nuestras pistolas y escopetas y, montando las mulas y dando las   -87-   manos a los muchos reunidos en el patio, nos despedimos de la fonda mendocina. La última persona a quien dije adiós fue la vieja cocinera negra que realmente lloraba al vernos partir. Era una de las criaturas más afectivas y fieles que haya conocido. Se me acercó en el momento de partir para pedirme que me cuidase, entre llorando y riendo. En aquel momento estaba por tirar unas antiparras verdes con bordes lucientes y barnizados, compradas para el viaje de la cordillera, pero que acababa de condenar por fastidiosas e inútiles; sin embargo, viendo la pena de la vieja se las di y las puse en el caballete de su negra nariz ñata, fijando las patillas en sus motas. Lo consideró quizás como acto de bondad y comenzó a llorar; y aunque quienes nos rodeaban reventaban de risa, los anteojos estuvieron en la nariz todo el tiempo que conversé con ella. Luego se los sacó y, mirándolos con mucho orgullo y placer, los metió al seno.

Se empleó tanto tiempo en ensillar las mulas que casi se había puesto el sol. Todavía hacía un calor sofocante; sin embargo, la siesta que, con la comida, etc., es en Mendoza operación de seis horas, había pasado, y las gentes estaban en las puertas para vernos pasar; pero, como tomamos el camino de la Alameda la gente se bañaba, como de costumbre, desnuda y al parecer sin preocuparse. Los jóvenes nos gritaban y se cambiaron muchas bromas.

Después de pasar la larga Alameda, el camino, por dos leguas, recorre un país regado artificialmente por el río Mendoza y su exuberancia y fertilidad son completamente extraordinarias. Las tapias que limitan el camino estaban cubiertas de uvas que colgaban en lindos racimos; y numerosos durazneros cargados de fruta, y desparramados entre ricos sembradíos de cereales y otros productos agrícolas, daban a la escena aspecto de gran alegría y abundancia, mientras la cordillera formaba un límite magnífico al cuadro que, para quien va a cruzar los Andes, es particularmente interesante. Así que se pasa la región regada, el país deja de ser productivo. El suelo liviano y arenoso no produce ninguna clase de herbaje y en más de treinta millas el camino, a medida que se acerca a las montañas, recorre una llanura sin   -88-   nada más que arbustos mutilados; y cuando se considera que ésta ha sido su producción probablemente desde la creación del mundo, es sorprendente ver que aquella vegetación, casi extinguida, haya durado tan largo tiempo sin desaparecer. Sin embargo, su existencia en estas llanuras prueba que pueden producir mieses para el hombre siempre que su industria busque sus tesoros.

El camino por este país chato es siempre monótono, pues las montañas, dejando Mendoza, aparecen a tres o cuatro millas de la ciudad, y la senda literalmente se alarga a medida que uno avanza. Encontramos esto así, especialmente por viajar en una noche excepcionalmente oscura. No veíamos la llanura delante de nosotros, mientras el negro contorno de las montañas en el firmamento parecía cerca o más bien inmediatamente sobre nosotros. Sin embargo, por fin llegamos a la primera quebrada de la cordillera, y luego, con las nobles montañas elevándose por encima de nuestras cabezas, a veces perdidas en la oscuridad y otras señaladas por las pocas estrellas que se veían, seguíamos el sonido del agua hasta que la luz lejana de la posta y el ladrido de los perros nos dijo que debíamos cruzar el arroyo, lo que hicimos y nos dirigimos al rancho. Los perros continuaban ladrando, y a veces mordían la cola de nuestras mulas, hasta que el maestro de posta y otro hombre vinieron a nosotros. Dormían al rescoldo en la cocina o cobertizo que teníamos por delante. Un lado estaba completamente abierto, los otros tres eran de cañas, pero tan entreabiertas que fácilmente salía el humo.

La posta de Villavicencio, que parece tan respetable en todos los mapas de América, actualmente se compone de un rancho solitario sin ventana, con un cuero vacuno a guisa de puerta y escasísimo techo. Como la noche era fría, preferí dormir en la cocina junto al fogón, dejando que las mulas hicieran lo que quisieran y se fueran donde su fantasía las llevase. Tomé por almohada un cráneo de caballo, de los que sirven para sentarse en Sudamérica, y, envolviéndome en el poncho, me sumergí en el sueño. Cuando desperté, antes del alba, encontré a dos peones y a uno de mis compañeros dormidos   -89-   junto al fogón, mientras que un gran perro roncaba a mis espaldas.

Grité al capataz, que vino restregándose los ojos, y le dije que fuese a buscar las mulas; pero uno de los hombres dijo que el peón ya había ido. Nuestros hombres también se levantaron, preparando un poco de sopa y, como empezó a alborear y las mulas no aparecían, resolví encaminarme a los baños, distantes una milla. Seguí la senda hasta dar con un sitio rodeado de cerros que parecían imposibles de trepar, aun gateando; no obstante di con un pasaje cortado en la roca y trepando llegué de repente a un lugarcito en que estaban las ruinas de dos o tres ranchos y tres o cuatro carpas.

Ranchos y carpas estaban atestados de gente y fue completamente inesperado el descubrimiento de veinte o treinta prójimos en sitio tan apartado. Habían venido de largas distancias para bañarse, y muchos, según supe después, eran gentes muy respetables. Como no tenía tiempo que perder y quería bañarme, pregunté a un hombre que esperaba fuera de la carpa dónde estaban los baños. Con la indiferencia e indolencia usuales en el país, no me contestó, limitándose a señalarme con el mentón algunas paredes pequeñas que se levantaban junto a él, de dos o tres pies de alto, construidas con piedras sueltas y en ruinas. También yo estaba cerca; así, me quité la chaqueta y el cinto de pistolas y me adelanté, pero no creyendo que fuesen los baños, miré al hombre y le pregunté si eran allí. Hizo con la cabeza el signo usual de «sí», y me encaminé a las paredes donde con asombro encontré un agujero poco mayor que un ataúd donde estaba acostada una mujer. Viendo que allí no había lugar para mí, inspeccioné el terreno y encontré otro agujero a unas diez yardas arriba de la dama, y otro a igual distancia, debajo de ella. Como el agua corría de uno al otro, pensé que bien podía representar la parte del lobo, siendo cordero, y en consecuencia, remonté la corriente y me metí en el baño superior. Encontré el agua muy caliente y agradable y sin preocuparme de su análisis bebí un poco en el manantial y sintiendo que había hecho un buen ensayo, salí para regresar. Al pasar los ranchos y carpas miré adentro; estaban   -90-   llenos de hombres, mujeres y niños de toda edad y mezclados de modo inadmisible en nuestros balnearios ingleses; pero, en los Andes, las costumbres e ideas son diferentes y si una dama tiene reumatismo no ve nada malo en curárselo en las aguas de Villavicencio.

Así que regresé a la posta hallé todas las mulas ensilladas; después de tomar un poco de sopa y comer un pedazo de cuadril de guanaco, salí para Uspallata, donde nos proponíamos pasar la noche.

El camino, dejando Villavicencio, inmediatamente toma una quebrada, que es uno de los pasos más lindos de la cordillera. Las montañas son sumamente escarpadas a ambos lados y, como la quebrada serpea en distintas direcciones, a menudo se llega a un sitio que parece cul-de-sac, donde no se ve salida alguna. En algunos lugares la roca cuelga perpendicularmente sobre la cabeza, y los enormes rodados que casi cierran el camino, comparados con los que parecen a punto de caer, aumentan el peligro y la grandiosidad del espectáculo. Al pasar vimos un guanaco en la misma cima de la montaña; estaba allí evidentemente por seguridad, y al proyectarse sobre el cielo azul, la actitud con que atentamente nos miraba era muy expresiva de su salvaje vida libre, y su cabeza pequeña y largo pescuezo denotaban la velocidad con que iba a escapar.

Había andado sólo unas quince millas y llegado, subiendo siempre, a la cumbre del Paramillo, cadena de cerros que domina a Villavicencio. La vista desde este lugar es interesantísima. El terreno continúa a nivel durante una distancia corta y luego desciende rápidamente hacia el valle de Uspallata, situado a treinta millas.

Este valle es la base superior de la gran cordillera, y al principio es sorprendente ver que los cerros del Paramillo, que parecían tan elevados, son humildísimos trozos comparados con la estupenda barrera que, a pesar de la distancia, parece obstruir el pasaje.

Esta enorme masa pétrea -pues parece perfectamente compacta- es tan salvaje y áspera en sus rasgos y   -91-   formación, que nadie juzgaría que ningún animal se abriese camino hasta la cumbre que, cubierta de nieve, en algunos sitios eterna, parece región entre los cielos y la morada practicable del hombre; y en efecto, intentar pasarla, a menos de seguir por la quebrada el curso del torrente, sería totalmente imposible.

Desde el Paramillo, la vista hacia el este, o dirección contraria, es también muy interesante. Es agradable mirar abajo las dificultades que se han vencido para llegar a este punto; y más allá se halla una vasta expansión de lo que primero se asemeja mucho al océano, pero que uno pronto reconoce como las dilatadas llanuras de Mendoza y las Pampas.

El vapor natural de la tierra las cubre con una nube vaga: lugares de los que uno había oído hablar como puntos importantes, se pierden en el espacio, y las esperanzas, y pasiones, y existencia de la humanidad se sepultan en la atmósfera que los soporta. Pero no hay mucho tiempo para filosofar en la cumbre del Paramillo, pues es sitio tan ventoso que el esfuerzo más racional del hombre allí es apretarse el sombrero, y como el gran aludo que había comprado en Mendoza hizo varias tentativas para volverse, yo y mi mula seguimos el valle de Uspallata. Después de una o dos leguas, noté a ambos lados grandes bultos morenos con apariencia de hongos que, en tamaño, forma y color, parecían leones echados, que a veces no se podía distinguir realmente si lo eran o no.

En las Pampas siempre había observado el modo singular en que todos los animales, especialmente los pájaros, están protegidos de sus enemigos por plantas o follaje con los que se confunden; y como sabía haber numerosos leones en las inmediaciones de Villavicencio y podía ver los rastros de sus anchas garras en mi senda, empecé a creer que algunos estaban realmente echados ante mí. Sin embargo, parecía necio detenerse, y, por tanto, continué algún tiempo; por fin, viendo una vetita de cobre en la roca pensé que sería buena excusa inspeccionarla; así, permanecí allí desmenuzando piedras hasta que llegaron dos de mis compañeros y lo   -92-   primero que me observaron fue la semejanza de los bultos que nos rodeaban con leones.

Uno de la partida empuñaba una pata de caballo. Me dijo que nunca en su vida se había cansado tanto; que su mula, al subir el cerro, se había aplastado y cuando se bajó para tirarla de la rienda no quiso seguirlo; que, desesperado, le hizo tomar un frasco de aguardiente, y que luego, tomando de látigo una pata seca de caballo que encontró en el suelo, volvió a montar la mula, que después anduvo bien. «Pero, señor -decía mi honrado compañero-, si es el aguardiente que se le fue a la cabeza o la idea de ser azotada con una pata de caballo lo que la ha apurado, no puedo decirle».

Continuamos el camino juntos, y, descendiendo el cerro, llegamos al distrito donde están las minas de Uspallata. El clima del país donde se hallan es lo que naturalmente se esperaría por su latitud y altura. La primera lo coloca bajo un sol abrasador, la última le imprime un grado considerable de frío, y como el aire es a la vez seco y enrarecido, hay poca refracción y, por consiguiente, el calor y la luz del día casi desaparecen así que el sol está debajo del horizonte.

Visitando estas minas en invierno encontramos los días más calurosos que el verano inglés, y por la noche constantemente el agua se escarchaba a nuestro lado cuando dormíamos amontonados en un ranchito. El país entero es lo más árido que jamás he visto, y por esta única causa: que nunca llueve allí11.

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El suelo se compone de la roca descompuesta que queda en la superficie escarpada de la montaña y rueda abajo como las cenizas sueltas del Etna y del Vesubio; no hay herbaje de ninguna clase o especie. Un poco más abajo están diseminados arbustos resinosos, pero por la crudeza del clima en la mayor parte de los lugares crecen a lo largo del terreno. Todas las osamentas de los alrededores están secas en sus cueros y tienen el aspecto más singular; en efecto, toda la escena es ejemplo muy sorprendente de lo desierta que sería la tierra sin agua. Un minero de Cornwall, después de mirar en derredor con asombro, tomó un puñado del árido suelo verde y mirándolo con gran atención, dijo: «Seguramente debe haber veneno en este suelo».

Apenas pasamos las minas cuando el sol se puso, y aunque veíamos la posta de Uspallata, tuvimos gran dificultad en llegar. El resto de la partida se había extraviado y no llegaron hasta media noche. Mi primer cuidado fue conseguir algo para las pobres mulas; poco había en el llano fuera de arbustos resinosos y piedras calientes, pero el hombre me dijo que había un potrero lleno de pasto; empezó una larga historia sobre lo que yo iba a pagar, sin embargo, lo interrumpí muy pronto y lo mandé con las mulas que, pobres criaturas, sin duda se deleitaron con su cena inesperada.

Luego preguntamos ansiosamente al hombre qué tenía para comer. Y como los tres estábamos rodeándolo, nuestras serias y voraces miradas contrastaban con la impasible tranquilidad con que él respondía: «no hay», a todo lo que pedíamos. Por fin sacamos en limpio que tenía descarozados y cabritos. Pusimos algunos de los primeros a hervir en la olla y, con el transcurso del tiempo, llegó el muchacho enviado a caballo con lazo para agarrar una cabra. El muchachito no podía matarla y el buen hombre había ido en busca de leña; así, en parte para concluir con los temores del animal y en parte por tener mucha hambre, le apliqué una pistola a la oreja y al poco tiempo estaba asándose al rescoldo.

En este momento llegaron una dama inglesa, un niño de siete años, dos o tres más pequeños y algunos peones. Sin   -94-   otra protección habían pasado la cordillera y andado aquel día doce o catorce horas a caballo hasta llegar a Uspallata.

La situación de una campesina con familia pequeña nos interesó muchísimo, y fue agradable saber que había cruzado la cordillera sin ningún accidente. El hijo mayor, lindísimo muchacho, había cabalgado todo el camino, pero las otras criaturas de caritas mofletudas habían sido traídas sobre una almohada puesta por delante de los peones.

Había oído contar en la posta de Villavicencio que, a pesar de su situación en el desierto y falta de comodidad, una inglesa que pasaba con su marido para Chile, siete u ocho años atrás, había estado encerrada allí, hasta que ella y su hijito pudieron hacer la peligrosa jornada; y después de que vi la morada miserable, a menudo pensé cuán ingrato habría sido para ella estar allí tanto tiempo.

La dama que ahora iba para Uspallata era la misma cuyos sufrimientos he descrito, y el lindo muchachito, el nacido en Villavicencio. Había estado en Chile desde entonces y ahora el muchacho había cruzado la cordillera y estaba a punto de mostrar a sus hermanitos el rancho salvaje donde había nacido.

Por la mañana, antes del alba, nos preparamos para partir. Un pedazo de cabra fue nuestro almuerzo; teníamos algún té y ansiaba un poco de leche, pero cuando la pedí al hombre, contestó: «leche no hay», con una mirada que parecía dudar de que existiera en el universo. Las vacas, decía, estaban a cuatro leguas y no podían llegar en dos horas. «¿Las cabras no tienen leche?» pregunté; se rió de la idea; sin embargo, vi que tenían cabritos, y, por tanto, insistí en que mandase un muchacho en busca de una cabra. Se cumplió la orden y en breve tiempo vino el muchacho con una pobrecita enlazada. Completamente asustada brincaba y saltaba para escaparse; sin embargo, con la ayuda de nuestros peones se la acostó en el suelo. Un arriero se le arrodilló en la cabeza, y uno de los nuestros le tuvo las patas, mientras el muchacho la ordeñaba de un lado, y luego, dándola vuelta a pesar de su resistencia, fue ordeñada del otro. Después la dejaron ir y fue feliz en   -95-   recuperar la libertad luego de haberse asustado con la extraordinaria operación que acababa de sufrir.

Las mulas estaban casi cargadas cuando uno de los cornualleses me dijo que el capataz quería cargar la mula del lomo lastimado que, de acuerdo con lo convenido, debió cambiar en Mendoza. Inmediatamente me dirigí al capataz y lo encontré con su largo cuchillo en la mano cortando literalmente el lomo del pobre animal, antes de ponerle el aparejo. Le dije que no insistiese, pero él comenzó a explicarme cómo iba a arreglar el aparejo de modo que no la lastimase, y estaba a punto de ponerle una silleta, cuando secamente di corte a mis argumentos. Así que se alistó el equipaje, le echamos encima dos o tres ovinos muertos y al dejar Uspallata nos despedimos del último rancho habitado en el lado oriental de la cordillera.

Manejaba firmemente la mula con velocidad de cinco millas por hora para medir con mi reloj el ancho de la Pampa de Uspallata, cuando encontramos un anciano gaucho cazador con dos mocetones y numerosos perros, que inmediatamente interrumpió mi cálculo. Tenía varios caballos sueltos en uno de los cuales colgaba una res de guanaco.

Había andado buscando leones y estado dos días entre montañas, pero con poca suerte. El gaucho era un lindo retrato de viejo aficionado a la caza. Tenía boleadoras atadas a la cintura, cubiertas de sangre engrumecida. Sus rodillas estaban admirablemente protegidas de los arbustos por guardamontes de cuero.

Montaba un buen caballo, su lazo y envoltorios atados a los tientos. Así que nos paramos, lo rodearon los perros que formaban una jauría muy rara. Algunos eran grandísimos y otros cuzcos y todos parecían de diferentes razas; muchos habían sido estropeados por tigres y leones, y varios ostentaban cicatrices honrosas. Sentí realmente muchísimo no tener tiempo para incorporarme a la cacería que debe haber sido sumamente interesante.

Tan pronto como los perros sacan de su guarida a un león o tigre, lo persiguen hasta que se detiene para defenderse.   -96-   Si los perros lo atropellan, el gaucho salta del caballo, y mientras la fiera pelea con sus enemigos, le golpea la cabeza con las boleadoras, a las cuales puede imprimirse una fuerza extraordinaria. Si los perros son tenidos a raya y temen atacar a la fiera, el gaucho la enlaza y al galope la arrastra por el campo mientras los perros se precipitan sobre ella y la despedazan.

Las montañas parecían realmente estar sobre nuestras cabezas, y esperábamos treparlas inmediatamente; pero marchamos muchas horas por una llanura tan seca y árida como el país ya descrito del otro lado de Uspallata, y que tuerce su curso entre montañas. Por fin atravesamos un rápido torrente, e inmediatamente otro que nace en la cumbre de los Andes, y cuyo curso y pendiente relativamente suave señalan la travesía; y es en este sitio donde el viajero puede sentir con orgullo que al fin está enterrado entre los Andes. La superficie de las rocas que nos rodeaban no producía pasto y el crecimiento nudoso de los árboles anunciaba lo crudo del clima invernal; sin embargo, las formas de las montañas y los grupos salvajes en que se amontonan unas encima de otras pueden solamente verse con asombro y admiración.

Aunque bajaba el sol y las mulas venían muy cansadas, deseábamos seguir media hora más, pero el peón nos aseguró que no encontraríamos otro sitio tan bueno y, señalando un poco de pasto marchito y algunas grandes piedras sueltas, formalmente me aconsejó parar allí, diciendo: «Hay aquí pasto bueno para las mulas, y buen alojamiento para su merced; hay agua, aquí hay todo». Por consiguiente, desmontamos cerca del manantial y, juntando leña y preparada la ropa por los mineros, nos acostamos a dormir en el suelo. El aire era frío y tónico, y el espectáculo realmente magnífico.

Cuando estaba acostado de espaldas en el suelo, los objetos a mi derredor se hacían gradualmente oscuros mientras el sol todavía doraba la cresta de las montañas más altas y daba brillo centelleante a la nieve que desaparecía con la luz. La escena ofrecía mil bellos aspectos cambiantes, pero cuando se sumergió en completa oscuridad, salvo el   -97-   perfil atrevido que descansaba en el firmamento, pareció más bella que nunca.

El peón, activísimo siempre, se levantó mucho antes del alba y los demás despertaron con otras mulas que se habían recogido. Nos levantamos oscuro, y cuando nuestros compañeros se preparaban a partir, el grupo, aunque confusamente visto con la llama del fogón, era muy extraño. Los tres mineros almorzaban sentados en piedras sueltas alrededor de un gran fragmento de roca que servía de mesa. Con los codos a la altura de los hombros se agachaban ávidamente sobre el alimento que tenían por delante. Los peones con sus rostros muy morenos, y gorros, pañuelos y ponchos de colores diferentes, preparaban los cargueros. Algunos se calzaban las espuelas, otros hacían su toilette. La luz alboreaba débilmente en los picos de las montañas más elevadas, y la nieve acabó por mostrarse en grandes parches y cimas. El fondo de las quebradas estaba sumido en una sombra oscura, y blancas nubes tempestuosas volaban por el profundo azul del cielo; durante algunos momentos todo era silencio, sin embargo, así que las mulas se alistaron, montamos y nos pusimos en marcha antes que se viese claro; pero las mulas elegían el camino, y en continua ascensión por un sendero cubierto con grandes piedras, e impracticable para cualquier animal que no sea mula, seguíamos el curso de una gran corriente torrentosa, que rugía y rabiaba, completamente invadeable.

Los sufrimientos de las pobres mulas llamaban nuestra atención: habían venido desde Mendoza con poco descanso y escasa alimentación; requerían que se las azuzara, y entonces hacían evidentemente todo el esfuerzo posible para acompañar a la madrina. A veces era preciso acomodar la carga: el peón, echándole el poncho sobre los ojos, arreglaba el peso, mientras las demás mulas continuaban la marcha, pero cuando se le quitaba el poncho, trotando y rebuznando, se unía al arria, no parando nunca hasta alcanzar a la madrina.

En el camino, la cantidad de mulas muertas que salpican la senda desde Mendoza hasta Santiago parecía aumentar y   -98-   apenaba ver a las vivas evitando los huesos y osamentas de las que habían muerto de cansancio en el sendero. Por efecto peculiar del clima la mayor parte de estas pobres criaturas estaban secas por completo y como yacían en el camino con las patas traseras extendidas y las cabezas estiradas hacia su meta, se evidenciaba por sus actitudes que todas habían muerto del mismo mal: el cerro las había matado.

Después de vadear uno o dos torrentes muy correntosos, llegamos a una montaña con vertiente empinada desde la cumbre al torrente de abajo. A media altura vimos una tropilla de cuarenta guanacos que nos miraba con gran atención. Estaban en una senda, o vereda, paralela al agua, y como la ladera estaba cubierta de piedras sueltas temíamos que hicieran rodar algunas sobre nosotros.

Del otro lado del agua había una de las más singulares formaciones geológicas que hubiéramos visto. En el nacimiento de una quebrada se alzaba una enorme montaña de pórfido, cortada en almenas y torrecillas que le daban aspecto completo de castillo antiguo, en escala, sin embargo, completamente fantástica. El frente quebrado representaba, del modo más curioso, ventanas y portones antiguos y uno de los mineros de Cornwall declaró que «podía ver una vieja pasando un puente levadizo».

Cuando estaba mirando la región de las nieves y mi mula trepaba a lo largo del lado escarpado de la roca, me alcanzó el capataz preguntándome si yo prefería seguir, pues él iba a mirar la «Ladera de las Vacas» para ver si permitía el paso, antes que las mulas llegaran allá12. En consecuencia, seguí mos al trote y en media hora llegamos. Es el paso peor de la cordillera. Las montañas aparecen arriba casi perpendiculares y en pendiente continua hasta el torrente rápido que se enfurece abajo. La superficie está cubierta con piedras y tierra sueltas, derribadas por el agua. La senda va por este   -99-   declive y es malísima en setenta yardas, con solamente pocas pulgadas de ancho; pero el punto peligroso es un lugar donde el agua que baja de la montaña hace desaparecer la senda o la cubre con piedras sueltas. La pasamos y, realmente, era muy angosta y mala. En algunos parajes la roca casi le toca a uno el hombro mientras el precipicio está inmediatamente debajo del pie opuesto, y en lo alto hay numerosas piedras sueltas que parece que con el mínimo impulso rodarían al torrente que por abajo espuma y se precipita con gran violencia. Sin embargo, el peligro del jinete es solamente imaginario, pues las mulas son tan precavidas y parecen tan conscientes de la situación, que no hay probabilidad de que den una pisada en falso. Cuando traspusimos el paso, de solamente setenta yardas de largo, el capataz me dijo que era malísimo lugar para las mulas de carga, que cuatrocientas se habían despeñado allí y que muy probablemente nosotros perderíamos alguna; dijo que él bajaría al agua en un sitio distante cien yardas para esperar allí y enlazar cualquier mula que cayese al torrente, y me pidió conducir su mula. Sin embargo, yo estaba resuelto a ver la caída, si se producía; así el capataz se llevó mi mula y la suya, y mientras yo estaba parado en una roca saliente al final del paso, él bajó a pie arrastrándose, hasta que, por fin, llegó al nivel del agua.

El arria estaba a la vista, en fila; unas pocas no traían carga, pero las demás venían montadas o muy cargadas, y cuando doblaron por la senda torcida, los colores diferentes de los animales, los diferentes colores del equipaje que conducían, con la ropa pintoresca de los peones que vociferaban el extraño canto con que arrean las mulas, y la vista del peligroso paso que debían trasponer, formaban en conjunto un espectáculo interesantísimo.

Cuando la mula delantera llegó al comienzo del paso, se paró, resistiéndose claramente a proseguir, y es natural que todas las demás también se detuvieran.

Era la mula más linda que teníamos y por eso se la había cargado con doble peso que a las otras; su carga nunca había sido aliviada y se componía de cuatro maletas, dos que me   -100-   pertenecían y contenían no solamente una pesadísima talega de duros, sino también papeles de tal importancia que difícilmente continuaría el viaje sin ellos. Los peones redoblaron los gritos e inclinándose al costado de la mula recogían piedras que tiraban a la mula delantera. Con la nariz en el suelo, literalmente olfateando el camino, marchaba despacio, cambiando a menudo la posición de sus patas si encontraba flojo el terreno, hasta llegar a la parte peor del paso donde se volvió a parar, y entonces empecé a mirar con gran ansiedad mis maletas; pero los peones le volvieron a tirar pedradas y ella siguió la senda y llegó con felicidad donde yo estaba; varias otras siguieron. Por fin, la mulita portadora de una maleta con dos grandes bolsas de víveres y muchas otras cosas, al pasar el mal punto golpeó la carga en la roca, con lo que las patas traseras cayeron al precipicio y las piedras sueltas inmediatamente comenzaron a desmoronarse a su contacto; sin embargo, las delanteras se afirmaban aún en el estrecho sendero, donde no tenía sitio para su cabeza, pero colocó el hocico en la senda, a la izquierda, y parecía sostenerse con la boca. Su peligroso destino lo decidió pronto una mula suelta que se acercó, y, como venía detrás, golpeó el hocico de su camarada desplazándolo, le hizo perder el equilibrio y patas arriba la pobre criatura instantáneamente empezó una caída terrorífica. Con todo el equipaje fuertemente amarrado se precipitó por la pendiente escarpada hasta llegar a una parte completamente perpendicular, y entonces pareció rebotar y dando vueltas en el aire cayó de lomo y sobre la carga en el torrente profundo, y al momento desapareció. Pensé, naturalmente, que había muerto; pero salía a la superficie, como loca y asustada, e inmediatamente intentó cortar la corriente espumante que la rodeaba. Era noble esfuerzo, y por un momento pareció tener éxito, pero el remolino tomó de repente la gran carga del lomo y la tumbó; abajo fue la cabeza con todo el equipaje, y cuando era llevada aguas abajo todo lo que vi fueron las patas traseras y la cola mojada larga y fina azotando el agua.

Sin embargo, volvió a sacar la cabeza, pero ya estaba débil e iba aguas abajo rodando con el remolino hasta que, pasando   -101-   el ángulo de la roca, la perdí de vista. No obstante, vi que los peones corrieron un poco con lazos para la orilla del torrente pero pronto se pararon y, mirando a la pobre mula unos segundos, su actitud diligente se disipó gradualmente y como venían hacia mí deduje que todo había concluido. Me acerqué a los peones y en momento en que iba a hablarles vi a lo lejos una mula solitaria marchando en nuestra dirección.

Inmediatamente nos dimos cuenta que era el Faetón cuya caída acabábamos de presenciar, y poco después llegó incorporándose a sus compañeras. Naturalmente el agua le chorreaba, su mirada parecía apagada y todo su aspecto deprimido; sin embargo, ningún hueso se había quebrado, se había cortado poquísimo y el boletín de su salud era del todo increíble.

Con la sorprendente ansiedad de incorporarse al arria que tienen todas las mulas, o más bien a la madrina, continuó la marcha y, efectivamente, marchó por el paso sin compulsión aunque con gran cuidado.

Luego continuamos dos horas nuestra marcha hasta llegar al río de las Vacas, el torrente más peligroso de todos los que debíamos vadear. Lo pasamos con felicidad, pero era muy profundo y tan excesivamente correntoso que arrastraba grandes piedras con la fuerza del agua. Las mulas están acostumbradas a estos torrentes pero les tienen mucho miedo, y solamente largas espuelas las obligan a entrar.

Mientras lo cruzábamos, los arrieros estaban aguas abajo, revoleando los lazos para agarrar cualquier cosa que la corriente arrebatara; pero como las cajas que había visto desaparecer de las mulas se hicieron pedazos antes de recorrer veinte yardas, el lazo del arriero vino un poco demasiado tarde; y, además, como la mula es suya, a veces solía pensar que, en la prisa e indecisión del momento, probablemente la enlazarían con preferencia al jinete.

Cuando un grupo grande vadea este río, y está crecido, es realmente divertido, después que uno ha pasado, observar el cambio súbito en la cara de los amigos cuando lo vadean; a veces encaramados en la cima de un fragmento de roca, a flor de agua, y esperando que el paso siguiente sea el último, y   -102-   otras saliendo de un pozo, con las cejas arqueadas, la boca abierta y la expresión ansiosa de intranquilidad y temor; y éstas son realmente situaciones en que con frecuencia se encuentra el viajero de los Andes, aunque turban la gravedad y solemnidad de su «relato personal».

Después del río de las Vacas, las quebradas parecen más estrechas y escarpadas, y las cimas de las montañas, que forman la cadena principal, son escabrosas, con agudos filos y picachos.

Aquí llegamos a una cantidad de nieve y ripio que había sido precipitada, muy difícil de trasponer, pues a veces cedía al peso de las mulas que se recuperaban de modo sorprendente, como si estuvieran acostumbradas.

Luego pasamos una de las casuchas de ladrillo que se han construido cada dos leguas para proteger a los viajeros contra las horribles nevazones que los asaltan y, después de proseguir nuestro camino hasta que el sol estuvo bajo, nos paramos en la segunda casucha.

Algo distante, vimos un arria de mulas sueltas entre los peñascos, y dejando la mía en la casucha fui donde ellas se hallaban y encontré dos arrieros dormidos en el suelo.

Me incliné sobre un sujeto gordo y le pedí algo de comer, pues habíamos perdido todas las provisiones en la ladera de las Vacas. Cuando despertó, pareció alarmarse de ver un extraño bien armado tan cerca de él; sin embargo, pronto nos entendimos, y, en pocos segundos más, él metía algún dinero en un bolsillo largo, mientras yo me encaminaba a la casucha con los brazos llenos de galleta de mar, un poco de charqui, con un puñado de sal en una mano y en la otra pimienta colorada de Chile.

Con esto nuestros hombres prepararon una buena comida, mientras yo examinaba nuestra situación. Era árida y desolada superando toda descripción, y las mulas ya desensilladas, estaban en la misma postura en que habían sido descargadas, desfallecidas o dormitando, y encorvando el lomo para dormir, única comodidad de que podían disfrutar, pues no había nada literalmente para que comieran.

La nieve nos circundaba, y los caracteres del espectáculo   -103-   eran tan grandes que no se podía menos que reflexionar sobre la situación de muchos viajeros que en esta parte de los Andes han sido sorprendidos por la tormenta y perecido.

El capataz me dijo que estos temporales son tan violentos que ningún animal los resiste; que no hay más aviso que el ver caer de súbito la nieve sobre la cima de la montaña acompañada de viento huracanado; que cientos de personas se han perdido en estos temporales; que varios habían padecido hambre en las casuchas antes de nosotros, y que solamente habían corrido dos años desde que, entrando de repente el invierno, como suele suceder, había cerrado la cordillera y arrojado a esta casucha a diez pobres viajeros. Cuando pasó la violencia de los primeros temporales, el correo llegó al lugar y encontró seis, de los diez, muertos de hambre y frío. Habían comido sus mulas y el perro, cuyos huesos teníamos por delante.

Las casuchas son del mismo estilo y muy bien adaptadas para su objeto. Son de ladrillos y argamasa, sólidas, de diez o doce pies de alto con escalera exterior de ladrillo. La habitación en el tope de este cimiento, para sobrepasar la nieve, es de doce pies por lado; las paredes son sumamente anchas, con dos o tres troneras de seis pulgadas en cuadro, techo abovedado y piso de ladrillo.

Lugar tan pequeño, de estructura tan maciza, por fuerza parece calabozo; y cuando uno se para en la puerta, la escena circundante añade lobreguez melancólica a su aspecto y no se puede menos que pensar lo triste que debe haber sido ver la nieve, día tras día, hacerse más y más honda, y disminuir, hora por hora, la esperanza de escapar, hasta hacerse claro que la senda era impasable y se había cerrado el paso. Pero sin estas reflexiones, el interior es bastante triste.

La mesa, asegurada con argamasa, había desaparecido; y para conseguir calor momentáneo, los desgraciados que allí habían estado encerrados, en su desesperación, habían quemado la misma puerta que debía protegerlos de los elementos. Entonces, a riesgo de sus vidas, habían sacado el dintel de madera que había encima de la puerta, y dejado la pared superior solamente sostenida por la argamasa. Esto se   -104-   había efectuado seguramente sin más herramientas que cuchillos y debe haber sido trabajo de varios días.

El estado de las paredes era también testimonio melancólico de la desesperación y horror que habían presenciado. En todos los lugares que he visto, visitados por viajeros, siempre podía leer los nombres e historias de algunos que habían pasado antes de mí; pues cuando no se tiene nada que lamentar sino que los caballos no han llegado, o, efectivamente, nada se tiene que hacer, la pared parece un amigo a quien muchos confían sus nombres, lugar de nacimiento, sitio que se proponen visitar y a veces también los secretos frívolos de sus corazones; pero noté especialmente que, en estas casuchas de los Andes, no se veía un solo nombre o palabra en las paredes. Los que habían muerto en ellas estaban demasiado atentos a sus propios sufrimientos; el horror de su situación era indecible, y así estas paredes eran silenciosos monumentos de su pasada miseria.

Como el aire era muy frío y el viento muy recio, dormimos en la casucha y antes del alba estábamos encima de nuestras pobres mulas cansadas para pasar la cumbre, mientras se había endurecido la nieve con la helada nocturna. Después de subir un cerro pequeño, pero muy escarpado, llegamos a un rellanito plano, el sitio de aspecto más espantoso que he visto. Pregunté al peón qué significaba la cruz de madera que teníamos por delante. Después de mirar por arriba de los hombros, me dijo que este sitio durante muchos años fue frecuentado por el ánima de un hombre en forma de mula, que solía aterrorizar a todos los arrieros y peones que pasaban, y que ellos, por tanto, se habían visto absolutamente obligados a traer un sacerdote para erigir la cruz. «¿Y han enterrado el ánima?», dije riendo. «Sí», dijo el peón con una mirada de confianza y valor que había quizá desaparecido de su rostro mientras me describía la forma del espectro; y luego me afirmó muy seriamente que ahora nunca se veía y que no tuviese miedo.

El torrente que habíamos costeado tanto tiempo, doblaba a la derecha por la quebrada. Lo habíamos seguido de este a oeste, pero nuestra senda se cerraba ahora por la cumbre que   -105-   no hay manera de evitar, montaña cubierta con roca suelta, descompuesta, de ángulo muy cerca de cuarenta grados. Al pie hay otra casucha sin puerta, mesa o dintel, en la que mucha gente había perecido.

Después de dar corto resuello a la mula y luego cinchado el apero todo lo posible -operación durante la cual ella trataba siempre de morderme-, le murmuré un consuelito en la larga oreja, monté, y levantando los hombros y taloneando dos o tres veces con las espuelas, comencé a trepar seguido por el grupo de jinetes y cargueros.

La senda subía en zigzag de la base al tope y me vi obligado todo el trayecto a sostenerme de la escasa crin de la mula. Las vueltas eran tan cerradas que el animal casi se caía por atrás; sin embargo, avanzaba con decisión y paciencia asombrosas. A veces se paraba, pero la senda era tan escabrosa y la roca descompuesta tan suelta, que, a su albedrío, en pocos segundos, continuaba. Era pintoresco e interesantísimo ver todo el grupo que venía detrás, enhebrando el camino en diferentes sendas superpuestas, algunos yendo al norte y otros al sur; ver los jinetes inclinados para adelante, cada animal estirándose todo lo que podía y oír a los peones animando las mulas con alguna canción, a la vez salvaje y melodiosa.

Después de trepar una hora de este modo singular, llegué a la cumbre y fue realmente un momento de gran triunfo y satisfacción. Hasta aquí había mirado siempre adelante, pero ahora todas las dificultades estaban vencidas y veía las montañas allá abajo. Sus cimas estaban cubiertas de nieve y, cuando la mirada vagaba por encima de los diferentes picachos, y, arriba, por quebradas blancas no holladas todavía por nadie, no se podía menos que declarar que la escena, si bien era triste e inhospitalaria, era también, cuadro magnífico y sublime.

Siguiendo por un desmonte del terreno, en la cumbre vi una grandísima cruz de madera y me acerqué a ella. La sostenía un montón de piedras apiladas en la base, pero no estaba en la perpendicular. Estaba toscamente hachada, muescada y asegurada con un gran perno que había herrumbado   -106-   la madera, y, como el ajuste era malo, la cruz rechinaba con el viento. En el travesaño había una inscripción tosca grabada a cuchillo, pero demasiado alta y tan borrosa por la intemperie, que no pude leerla. En el salvaje sitio desolado donde se levantaba, parecía en verdad muy interesante, y me detuve al pie de la cruz inclinándome en la mula hasta que llegaron los demás; y entonces el peón me dijo que dos arrieros la habían puesto allí en conmemoración del asesinato de un amigo. Esto me recordó que aún no nos habíamos remontado arriba de las malas pasiones del hombre y era doloroso ver el emblema de sus esperanzas como monumento de crimen.

Encontramos el sitio sumamente frío; la nieve era muy honda y la senda de las mulas de lo más extraordinaria. Un pasaje estrecho y profundo se había cortado con el tráfico constante de estos animales, pero el muro de nieve por ambos lados obligaba al jinete a poner los pies sobre las orejas de la mula; además, como siempre pisan en el mismo punto, cada paso era un agujero que con frecuencia las cubría hasta arriba de las rodillas. Sobre la nieve había mucha sangre de las mulas que nos habían precedido, y era sencillamente extraordinario que se avanzara.

«¡Qué vista magnífica!» -dije a uno de mis compañeros, cuyo honrado corazón y pensamientos eran siempre fieles a la vieja Inglaterra-. «¿Qué cosa puede ser más bella?», agregué. Después de sonreír algunos segundos, contestó: «Las cosas, señor, que usan gorras y delantales».

Después de descender como media milla con gran molestia y dificultad, topamos con otra casucha que se hallaba en el mismo estado de las demás, pero rodeada por doce pies de nieve, pues en el lado chileno siempre hay mucha más nieve que en el opuesto. Pasando esta casucha resolvimos abandonar la senda que se hacía más sangrienta y difícil, e intentamos tomar un atajo marchando en la nieve por todas partes muy profunda. Nos soportó muy bien algún tiempo, pero, cuando descendimos más y el calor aumentó, las mulas empezaron a hundirse. Sin embargo, se las compusieron para retornar a la senda, menos la pobre mula oscura   -107-   conductora de las cuatro maletas pesadas. Hasta aquí había vencido todas las dificultades, y con mirada sana y aspecto paciente hacía de guía; pero la traicionera senda se rompió debajo de ella y, después de brincar de la manera más extraordinaria, literalmente levantándose con el hocico, ya no pudo avanzar, y todas las maletas a su lado descansaban en la nieve. Antes de esto, capataz y peón la habían animado solamente con sus gritos, pero ahora acudieron en su ayuda. Le sacaron las dos manos de los agujeros que había abierto y las pusieron en la superficie de la nieve. Luego se pusieron a cada costado y con una mano en la cola y la otra debajo de la barriga, la pobre criatura se levantó. Los dos hombres saltaron entonces inmediatamente detrás de la mula, y con sus manos sobre las cabezas la tomaron de la cola, tirándola para arriba con todas sus fuerzas. Una vez que de este modo fue alivianado parcialmente el peso del equipaje, la mula pudo seguir y era verdaderamente curioso ver la gravedad y cuidado conque el grupo volvió a marchar.

Durante esta maniobra singular, uno del grupo trató largo tiempo de agarrar su mula que se había escapado, y hacía nada más que lo preciso para no dejarse alcanzar. Cuando su dueño corría, ella corría, imitaba su ejemplo cuando caminaba y, por fin, cuando mi compañero se echó en la nieve completamente cansado, la astuta criatura todavía se paraba y lo miraba.

Como notara que mi mula iba muy bien, corté por la nieve, y ahorré más de una milla, aunque tuve en algunos lugares que bajar donde ningún animal, fuera de la mula, habría salido con la suya. El deshielo en algunos sitios había socavado la nieve y cuando pasaba por la superficie podía oír el torrente que corría debajo. Varias veces desmonté para caminar, pero me vi obligado a montar de nuevo, pues estos animales no se dejan conducir de la rienda. Mi mula se iba cansando, su lomo estaba quizá dolorido, y también sus patas, cuando llegué a un arroyuelo de un pie de ancho, pero hondo, y que corría debajo de la nieve que atravesábamos. La nieve había caído en dos o tres sitios, arriba y abajo de mí, y estaba del todo seguro que no resistiría; así, para que la   -108-   mula sola saltara, la llevé al mismo borde y desmontando, le puse la rienda en el pescuezo y, cruzando el agua, traté de persuadirla de que me siguiera, pero no hubo forma: no se necesitaba más de un paso, pero no quería darlo.

Entonces resolví ayudarla a pasar sobre la nieve, y, en consecuencia, tomando el freno mameluco que tenía en la boca, traté de hacerla dar vuelta. Abría la boca, y dejaba que la cabeza llegase a la paleta, pero sabía lo que yo quería y nada la decidía a mover las patas.

No pude sufrir; así, sin más testigos que las salvajes montañas circundantes, le pegué en el hocico; sin embargo, fue inútil; no quiso moverse, y parecía tan plácida que ya no pude enojarme; por tanto, abandoné el asunto y monté. Al momento que me sintió en el lomo, caminó; como yo esperaba, la nieve cedió y cayó de hocico; con todo, brincó y luego continuó tan paciente como si nada hubiese sucedido, a veces parando las orejas y mirando la senda como si tuviese por delante una gran curiosidad, o grave peligro, y luego deteniéndose para rebuznar a sus compañeras; durante este tiempo, nada la decidía a avanzar.

En una hora más salimos de la nieve y entonces, descendiendo constantemente, el terreno comenzó pronto a tener aspecto diferente; y cuando después llegamos a los primeros árboles, nos imaginábamos contemplar el paisaje más bello, y todos hacíamos observaciones frecuentes sobre sus encantos particulares, y señalábamos los lugares que todos convenían eran las situaciones más deliciosa para aldeas y casas de campo.

Al volver de varias excursiones que habíamos hecho antes a las montañas, para inspeccionar minas, siempre había notado lo bellísimas que aparecían las llanuras después de pasar corto tiempo sin ver vegetación, y trataba de tener presente la observación al mirar el paisaje que tenía por delante. Sin embargo, después de una madura reflexión, opiné que el clima era agradable y que aunque el terreno era muy rocoso, los árboles tenían verdor o exuberancia que no se podía admirar lo bastante; pero, cuando volvimos a los mismos lugares después de vivir en Chile, todos reconocíamos   -109-   que habían sido erróneas las opiniones que nos habíamos formado, y nos sorprendió encontrar el clima rudo, el país descolorido y la vegetación raquítica por las continuas heladas y vientos impetuosos.

Se me unieron dos compañeros y seguimos costeando un arroyo cuyo curso nos guiaba como en la contravertiente. El torrente, sin embargo, mucho más rápido, era agradabilísimo verlo precipitarse en rumbo contrario al que habíamos seguido tanto tiempo. Íbamos juntos a una montaña acantilada y muy alta, a nuestra derecha, y todos mirábamos hacia arriba, haciendo observaciones sobre su extraña formación, cuando oímos un sonido semejante a la súbita explosión de una mina y se vio caer inmediatamente un gran peñasco. El sonido fue exactamente como el descrito, pero creería que debe haber procedido del peñasco al golpear alguna parte de la barranca; sin embargo, un compañero exclamó: «¡Oh, todo se viene encima!», y echó a correr.

El otro y yo nos quedamos, y nos divirtió mucho el aspecto del fugitivo que, agachándose en la mula como si la montaña ya estuviese sobre sus hombros, taloneaba, espoleaba y azotaba al animal, y, en esta actitud, realmente se perdió de vista, sin volverse una sola vez para mirar atrás.

Cuando lo alcanzamos, dijo: «¡Cómo! ¿no vieron moverse todo el frente de la montaña y salir humo de todas las grietas?» Agregó haber oído que Chile estaba lleno de volcanes, que creyó que toda la montaña se le venía encima, y que, en consecuencia, se alejó para salvar la vida.

Como las mulas estaban muy cansadas con la fatiga sufrida al trasponer la cumbre, nos paramos más temprano de lo usual en una casa deshabitada llamada La Guardia, donde había un poco de pasto para las mulas, pero, como la casa estaba llena de pulgas, la mayor parte dormimos en el suelo afuera. Poco después de media noche, luego de salir la luna, volvimos a montar, pero como el capataz se demoraba mucho en arreglar las cargas, seguí adelante con un compañero.

Llegamos a varios torrentes y laderas, y los primeros en la oscuridad se pasaron muy de mala gana, pues, como mi   -110-   compañero decía con justicia: «Si uno ha de ser arrebatado, le gustaría ver adónde va». Así que salió el sol, lo encontramos opresivamente fuerte, y como las mulas se ponían mancas, solamente trotábamos muy despacio. La pendiente que descendíamos era semejante a la arriba descrita y seguimos nuestra ruta hasta llegar a la vista de La Villa Nueva de los Andes.

Está en terreno relativamente plano pero rodeada de montañas, o más bien, cerros, pues los accidentes del país son aquí en escala menor.

El pueblo, como todos los de Chile, está trazado según el plano usual. Calles anchas y en ángulo recto, y, en consecuencia, paralelas y perpendiculares entre sí. En el centro está la plaza, en uno de cuyos lados hay una suerte de morada rústica llamada casa del gobernador, donde numerosos soldados descalzos y de aspecto sucio, con poco más que un poncho encima, estaban sentados bajo el corredor o acostados para dormir.

Me acerqué a la guardia y pregunté a un hombre que empuñaba un sable viejo, dónde era la fonda. Decidió el caso muy rápido, diciendo: «No hay fonda»; sin embargo, supe que había una casa donde a veces se admitían viajeros, y allí me encaminé. Cuando llegué la encontré cerrada. Golpeé la puerta en vano algún tiempo; por fin, una mujer desde el lado opuesto de la calle me dijo que la gente se había ido y la casa estaba vacía.

Era verano, y el sol, en Chile siempre ardiente, era para nosotros, que habíamos bajado de la nieve, tan abrumador, que consideré necesario ganar la sombra en cualquier parte, y así conté mi caso a las mujeres y les pregunté dónde podríamos conseguir refugio, comida, o siquiera algo que beber. Dijeron que en la pulpería de la esquina se vendía limonada, pero cuando iba a seguir vi a corta distancia una cantidad de rico trébol recién cortado, con el que me llené los brazos y fui en derechura a mi mula. El pasto era deliciosamente verde y la fragancia completamente refrescante. La mula paró las orejas cuando me vio venir; se lo tiré por delante y le saqué el pesado freno de la boca. Después de   -111-   tragar algunos bocados empezó a mirar en derredor, y pocas veces me sentí tan irritado como al verla alejarse del pasto y con preferencia empezar a comer una paja caliente, seca y sucia, que había en un montón de bosta.

Luego fuimos a la pulpería y pregunté a la vieja qué diablos íbamos a hacer; que salíamos de los Andes, la mañana siguiente íbamos a Santiago, o, como dicen, a Chile, y que necesitábamos comida y alojamiento para pasar la noche. Me dijo que la única cosa que se podía hacer era alquilar cuarto, y luego conseguir una persona que cocinase lo que quisiéramos.

Esto sonaba a desesperación, pero pronto me encontré con que no teníamos otra alternativa; así, dejando a mi compañero para que bebiese limonada y durmiese la siesta en la cama de la mujer, fui a pie, guiado por un muchachito descalzo, y por fin llegué a la puerta de una de las casas más grandes del lugar. El chico entró y en breve tiempo apareció con un llavón en la mano, seguido por una señora mayor, bien vestida, que me invitó a entrar. Me excusé y fui con el chico poca distancia calle abajo: al fin se paró en una puerta sin cerradura y entramos a un cuarto lleno de plumas y pulgas, sin vidrios en las ventanas. «Aquí está», dijo el chico, agregando que tenía que pagar dos reales diarios. Dijo que en la casa vecina podía conseguir comida. Allá me dirigí, y encontré una anciana con vestigios de espléndida belleza, y su hija de dieciocho años que se le parecía mucho.

Ambas me recibieron con la mayor bondad insistiendo en que me acostase en la cama. La anciana me preguntó lo que quería para comida de mis compañeros, y le dije que necesitábamos la óptima comida que pudiese darnos, y me remití para ello a su buen gusto y discernimiento.

Salió para proveerse de todo el «material», mientras su hija me atendía. Me trajo un plato de los higos más deliciosos que yo haya saboreado, y luego un vaso de limonada helada, y todo el tiempo que yo comía los higos estaba sentada junto a la cama compadeciéndome.

En dos o tres horas llegó la caravana con mulas y hombres desfallecidos y agotados, y hablé al capataz de salir por la   -112-   mañana temprano. Él vivía a dos leguas de la villa y se convino que proporcionase mulas de refresco para el equipaje, y caballos para nosotros; pero, como colegí que no se encontraba dispuesto a salir temprano, le insté que trajese aquella tarde las mulas y caballos. Dijo que no tendrían nada que comer, le di dos duros para comprar pasto, y salió prometiéndome regresar por la tarde.

Apenas tuve tiempo de bañarme, y la comida estuvo lista; y cuando la joven nos traía plato tras plato, los compañeros observaron, en primer lugar, que era la niña más interesante que nunca habían visto y, en segundo, que nunca gustaron comida mejor preparada; pero el mismo delirio que, al salir de la nieve andina, los había hecho «parlotear de campos», los hizo desviarse en sus juicios sobre otras partes de la creación; y, efectivamente, cuando retornamos del llano a la Villa Nueva, nuestra comida era mal cocinada, y decían de la pobre joven que solamente era «más bien linda».

Llegó la noche, pero no el capataz con las mulas, y no sabíamos dónde mandarlo buscar; pero media hora antes del alba vino un arriero a decimos que el capataz lo había despedido; que había gastado los dos duros que le di en beber con su mujer; que no nos había dado la cantidad requerida de mulas de repuesto en Mendoza, y nos suplicó lo lleváramos donde el gobernador.

Con el sol alto llegó el capataz. Había traído varias de las pobres mulas cansadas, otras de refresco para los jinetes y para mí un matungo; pero él montaba un lindo marchador. Le quité el caballo y lo ensillé, disponiendo que mis compañeros lo llevasen ante el gobernador, y galopé en dirección a Santiago.

El camino pronto se hizo malísimo cuando la senda ascendía una cuesta que es necesario subir y bajar en zigzag; sin embargo, así que llegué a terreno plano seguí galopando, y era sencillamente delicioso recordar de esta manera el paso de las Pampas, después de haber andado tantos días a lomo de mula.

Pronto llegué a la casa donde habíamos convenido dormir, a medio camino de Villa Nueva y Santiago. Era una   -113-   pulpería, y estaba llena de peones bebiendo; sin embargo, habían conseguido pan y vino y envié un hombre a traer un carnero; también había un lindo arroyo para bañarse. En el curso de dos o tres horas varios del grupo llegaron a caballo, de muy buen humor por el triunfo que habían obtenido contra el capataz. Decían que el gobernador oyó el caso, y había sentenciado al capataz a recibir cien azotes, pero como no sabían exactamente cuándo o adónde se le iban a propinar, le suplicaron tuviese la bondad de cambiarlo; a lo que el gobernador dijo que, si yo lo prefería, le pagase solamente seis duros por mula en vez de los ocho convenidos. La última decisión era ciertamente la mejor de las dos, y en consecuencia, cuando llegó el capataz, le aseguré que si se hubiera portado bien le habría dado, además de lo convenido, la gratificación usual, pero por su crueldad con las mulas, le debía aplicar uno de los castigos a que el gobernador lo había sentenciado; y lo dejé algún tiempo en la incertidumbre de cuál de los dos iba a sufrir.

Todos dormimos en el patio de la pulpería, en el suelo, y mucho antes del alba nos pusimos en marcha. Yo galopaba solo y al principio tomé la senda equivocada; pero tan pronto como noté, por la brújula, que me llevaba lejos de Santiago, cambié de ruta y por fin llegué al fogón en cuyo derredor dormía una familia. Después que se hizo cesar el usual ladrido de los perros, se me indicó el camino y cruce una cantidad de cerrillos hasta llegar a la gran llanura inculta de Santiago. Galopé más de dos horas por este llano que, por falta de irrigación, no produce ninguna clase de pasto sino únicamente arbustos desparramados.

Cuando me acerqué a dos leguas de la ciudad, encontré agua, y entonces el camino era en ocasiones un pantano que tuve gran dificultad para vadear, por no conocer los pasos. Un caballo inglés ciertamente se habría empantanado, pero los del país, ya acostumbrados, marchan por él muy despacio, desenredando sus patas con la máxima precaución.

Ahora encontraba, o me alcanzaban, hombres, mujeres, muchachos, eclesiásticos, etc., en caballos de sobrepaso, viniendo de o yendo a la ciudad, y con ropas muy singulares.   -114-   Muchos caballos llevaban parejas, a veces dos muchachas fisgonas, otras un muchacho con la abuela en ancas; a veces tres niños iban al sobrepaso de un caballo, y otras, dos viejas; luego un fraile solitario con sombrero blanco aludo y hábito de sarga blanco recogido alrededor, rosario zangoloteando en el pescuezo de la mula, y sus pálidos mofletes sacudiéndose con el trote. Leche y frutillas y sandías, todos iban al sobrepaso y mucha gente conducía pescados a la ciudad atados de los estribos. Su paso, sin embargo, era completamente inferior al de las Pampas, y el sobrepaso, en vez del galope, daba a la escena un marcado tinte de indolencia.

Las espuelas de los peones eran malas y sus estribos las cosas más pesadas y toscas imaginables. Eran de madera maciza y completamente diferentes del lindo triangulito, suficiente para admitir el dedo grande del gaucho pampero.

Al cruzar el puente a la entrada de la ciudad, el mercado estaba en un terreno bajo a la izquierda. Cantidad de gente vendía fruta, legumbres, pescado, etc., puestos en el suelo, y como el sol era abrasador, cada parcela estaba a la sombra de un toldito de lona fijado en el suelo perpendicularmente.

Las calles parecían muy ruines y sucias. La mayor parte de las casas habían sido agrietadas por los temblores; las agujas, cruces y veletas de las iglesias y conventos bamboleaban inclinadas en lo alto de las torres, y los mismos nombres de las calles y carteles de: «Aquí se vende, etc.», que ostentan todas las tiendas, estaban escritos tan torcidos e irregulares como si se hubieran hecho durante un terremoto. Empezaban generalmente con grandes letras, pero el hombre, al parecer, se había puesto tan impaciente con el tema, que con frecuencia se vio obligado a concluir con caracteres tan pequeños que casi no se podían leer, y en algunos lugares el autor había llegado sin pensarlo al extremo del tablero antes de llegar al final de la inscripción.

La plaza mayor tiene una fuente en el centro, y el palacio del director está a un costado. Este edificio parece sucio e insuficiente, de estilo arquitectónico fantástico, y sus líneas son más raras que elegantes; se utiliza una parte para el cuerpo de guardia. Los soldados estaban mal vestidos; algunos   -115-   eran negros que usaban aros dorados en las orejas, otros morenos, y otros de casta mestiza.

A las ocho en punto cabalgaba yo por la plaza. Sonó la campana de una iglesia y todos los individuos a pie o a caballo se pararon; los hombres se sacaron el sombrero, las mujeres se arrodillaron, y varios me indicaron que me detuviese. El centinela del palacio presentó armas, y los soldados se santiguaron; en más o menos diez segundos todos seguimos nuestros respectivos caminos. Esta ceremonia se repetía siempre tres veces al día, a las ocho de la mañana, a las doce, y a las ocho de la noche. Averigüé la dirección del Hotel Inglés, y encontré allí de dueña, a una inglesa trabajadora, hacendosa. Me dijo que no tenía ni «una pulgada» en toda la casa que no estuviese llena de lo que ella llamaba «caballeros mineros». Le pregunté dónde podía ir, y me contestó que no sabía, pero me ofreció hacerme acompañar por un sirviente donde una «señora norteamericana», que solía admitir extranjeros. Por consiguiente, allá fui, y me hicieron entrar a un cuarto adornado con estera, algunas sillas de madera barnizadas de estilo chabacano y un inmenso piano vertical. Un lado del cuarto era de vidrios, a guisa de invernáculo, y daba a otro cuartito. Entraron dos muchachas largas, delgadas, vulgares, que hablaban gangoceando, y me narraron una larga historia referente a «mamá», que tenía por objeto que mamá ya venía, y, en efecto, llegó. Todas a un tiempo pidieron que me sentara, y estaban averiguando mi historia, cuando le informé a la dama que había venido a averiguar si recibían huéspedes en la casa. «Oh, sí, tenía un cuarto lindísimo para alquilar; no tenía cama, pero me facilitaría sillas». Pedí verlo; con horror y asombro mío, me llevó al lado vidriado del cuarto, y abriendo la puerta de cristales, me dijo que esa era la habitación. Tenía ocupada mi cabeza con muchos negocios y asuntos muy fastidiosos, y todo lo que quería en los poquísimos días de mi estada en Santiago, era un poco de quietud y soledad. «¡Santos cielos! -me dije, cuando miré afuera de este linternón miserable-. ¿Cómo me lavaré o tendré cualquier comodidad corporal o mental en sitio como   -116-   éste?» Aquellas muchachas y aquel terrible piano causarán mi muerte. «¡Temo, madame -dije dirigiéndome a la anciana-, que esto no me sirva exactamente», y luego salí del cuarto y de la casa.

Volví donde la inglesa, que era muy atenta. El sol me quemaba a pedazos, estaba completamente exhausto y le rogué que me dejara acostar en cualquier parte a la sombra, porque había cabalgado casi toda la noche y estaba fatigado. Me contestó que no tenía positivamente ningún sitio. Le dije que había dormido durante muchos meses en el suelo y que seguramente tendría algún rinconcito donde pudiera dormir. Me dijo: «Nada más que la carpintería». «Oh -repliqué con deleite-, eso será magnífico»; así, ella me guió y, en pocos segundos, dormía profundamente entre las virutas.

En tres o cuatro días llegaron mis compañeros y la dueña de casa ya les tenía dos cuartos desocupados, y después uno pequeño para mí. Me proporcionó una mesa con dos sillas y nos dijo que almorzaríamos y comeríamos con los demás huéspedes. Esto no constituía solución muy agradable, pero no se consiguen en Santiago alojamientos amueblados, y, por tanto, no tenía otra alternativa que alquilar una casa vacía y luego procurar muebles y sirvientes; pero asear la primera y domar a los últimos eran ocupaciones que no tenía ningún deseo de intentar, especialmente porque iba a salir muy pronto para reconocer minas en diferentes rumbos.

Tenía varias cartas que me habían confiado en Buenos Aires para Santiago, e inmediatamente las entregué a una persona a quien venía recomendado. Tenía un dibujo muy prolijamente arrollado y sellado que, según me dijeron en Buenos Aires, era el retrato de un niño de Inglaterra para la madre en Santiago. Sucedió que la señora vivía junto a la casa donde llevé las cartas; y como pensé que el retrato del hijo sería muy bien recibido, la visité y se lo entregué yo mismo. Era de las mejores casas de la ciudad, y encontré a la señora rodeada de una lindísima familia de todas las edades. Mientras hablaba con ella, tomó y desenvolvió el papel, y después de mirarlo un momento, lo pasó a su familia que, uno tras otro, lo miraron con una indiferencia que me chocó.   -117-   Luego me lo entregaron y cuando vi de lo que se trataba, saludé a la familia y dejé en manos de la señora, no un retrato del hijo, ¡sino un gran dibujo tosco de un escolar, trazado con tiza, de la cabeza del Bautista!

Durante mi breve estada en Santiago me ocupé constantemente de obtener informes sin los que no podía iniciar mi inspección de minas; y como muchas dificultades imprevistas impedían que adelantase y ocupaban mi atención, no tuve tiempo ni propensión de entrar en ninguna clase social o ver nada más de Santiago que lo que sucedía en las calles.

En la ciudad pululan los sacerdotes; por tanto, la gente es indolente e inmoral, y ciertamente nunca vi más tristes ejemplos de los efectos de la mala educación, o un estado social más deplorable. Las calles se atestan con una variedad de frailes y clérigos hinchados, haraganes, indolentes, con cabezas rapadas de diferentes modos13, que usan enormes sombreros de teja, y están vestidos de capucha y hábito de sarga blanca, y otros de negro. Todos los hombres se sacan el sombrero ante estos zánganos, que se ven también en las casas, repantigados en sus sillas y hablando con mujeres que, con toda evidencia, son de la clase social más pervertida. El número de gente de esta calaña en Santiago es muy extraordinario. Los cuartos a la calle de las casas más respetables se les alquilan invariablemente y es realmente más chocante de lo que puede decirse verlas sentadas en las puertas, con una vela en el fondo del cuarto, encendida ante cuadros e imágenes sagradas.

El poder clerical ha disminuido muchísimo desde la   -118-   Revolución. Los sacerdotes no son respetados; casi todos tienen familia y llevan las vidas más disolutas. Sin embargo, el dominio que ejercen sobre la sociedad es del todo sorprendente. El vulgo ríe de su inmoralidad; no obstante esto, acuden a ellos en busca de imágenes y estampas, y envían a sus esposas e hijas al confesionario. Tres veces por día, los transeúntes se sacan el sombrero y las mujeres se arrodillan. Cada cuarto de hora, de noche, el sereno de cada calle canta tan fuerte como le es posible, una oración de «Ave María Purísima», y luego la hora y el estado del tiempo.

De día se encuentra a cada momento una calesa tirada por dos mulas manejadas por un muchacho sucio, emponchado, y seguida por una fila de vecinos sin sombrero, llevando cada cual su vela encendida en un farol. Todos se arrodillan en las calles, y los que tienen ventanas a la calle (generalmente las mujeres a que antes me he referido), están obligados a mostrarse con una vela encendida. Dentro del carruaje va sentado un sacerdote con las manos puestas en alto. Con este sistema de depravación, el gran pecador perdona a los pequeños. Los pecados se ponen en un platillo de la balanza y el dinero en otro, y atentas al fiel, ambas partes olvidan la belleza y sencillez de la religión que normalmente profesan.

La siesta en Santiago es tan larga como en Mendoza. Las tiendas se cierran a mediodía y permanecen así cuatro o cinco horas en que se paralizan todos los negocios.

El clima de Santiago es igual al de todas las regiones de Chile que visité. En verano, el día es abrasador; las noches, deliciosamente frescas. De día, el sol reflejado en las montañas que rodean la ciudad, y que, naturalmente, detienen la brisa, tiene mayor calor que el natural de la latitud. De noche, el aire frío desciende de las vertientes nevadas de los Andes y llena los valles chilenos de atmósfera fresca, desconocida en las grandes llanuras del otro lado de la cordillera. El efecto de esta corriente de aire frío es agradabilísimo, y la gente, cuyas ocupaciones la abrigan de los rayos solares durante el día, disfruta su paseo vespertino; y como el cielo es muy claro, se describe generalmente el   -119-   clima chileno como muy saludable. Sin embargo, la prueba menos conocida pero quizá más satisfactoria de la salubridad del clima, no es el brillo de las estrellas o el color de la luna, sino el aspecto de los rostros masculinos y femeninos; y, ciertamente, los chilenos en general, y los santiaguinos en particular, no tienen aspecto sano. Los ingleses, también, parecen muy pálidos y deprimidos, y, aunque se hagan buena cara entre ellos, me pareció que una fuerte dosis de viento británico, con nieve y lluvia, y un poco de lo que los escoceses llaman «mañanas agrias», les sentaría muy bien.

Convento en Santiago; grupo de gente afuera cuchicheando y hablando por el agujero de la cerradura, goznes y rendijas de la puerta; cesta llena de ropa blanca usada; puerta abierta a medias por una portera para entrar dos grandes modelos sobre ruedas, uno de una vaca oscura y otro de un toro del mismo color; puerta de la capilla abierta; capilla dividida en dos partes por doble reja de hierro y madera respectivamente; celosías del tamaño de las de una ventana de cabaña. En un extremo, el altar luciente de plata, mojiganga y cirios; tras de la reja, monjas congregadas para vísperas, algunas sentadas a los lados y fondo de la capilla, otras arrodilladas en el medio, también junto a la reja, vueltas hacia el altar. Casi todas parecían ser mujeres muy viejas, gordas, y rechonchas, de cutis descolorido por el ajo y aceite y rostros agriados por la larga reclusión. Rezaban como si estuvieran hartas y cansadas de hacerlo, y no les importara ni supieran lo que decían. Cuatro o cinco tocaban el violín que apoyaban en el cuello como hombres; una aserraba un inmenso contrabajo, y otra soplaba con un gran fuelle de mano en los pulmones de un organito que otra sor tocaba. Todas cantaban en coro y nunca escuché sonidos menos melodiosos. La edad había quitado toda suavidad a las voces y nada restaba fuera de un grito áspero, quejumbroso y desafinado. Las mujeres eran viejas y feas, y el espectáculo en conjunto entristecedor. Su traje se componía de toca blanca y hábito negro; el cabello quedaba oculto y las facciones eran tan duras que sería difícil decir si eran viejos o viejas; el hábito de sarga ocultaba sus figuras, figuras destinadas a ser   -120-   adornos de la creación. Cuando uno imagina las vidas que podrían haber llevado, el apoyo que habrían aportado a la sociedad, las amistades que habrían disfrutado y los agradables deberes naturales que habrían llenado entristecía verlas perdidas para el mundo y ocupadas únicamente en gritar en latín, a través de barrotes de hierro, a cirios y cuadros.

A mi derecha estaba un fraile joven, sentado en un banco junto a la pared todo el tiempo que permanecí allí. Confesaba a una monja por los agujeros de la plancha de estaño que servía de barrera, en la pared del convento que los separaba; y desde los días de Píramo y Tisbe, nunca hubo festejo más metódico. El fraile ansiaba más hablar que oír, y no podía menos de sonreír cuando lo veía, con gran seriedad de expresión, aplicar alternativamente boca y oreja a la planta de estaño. Sin embargo, cuando me volví hacia el grupo de monjas viejas que tenía por delante, sentí que poco importaba a la sociedad que confesasen sus pecados antiguos o proyectasen nuevos; pero era penoso pensar que la juventud e inocencia, que brotaban en el mundo, fuesen todavía víctimas de costumbre tan errónea, pues, naturalmente, nada propende más a debilitar los buenos sentimientos de la juventud que la reflexión de que aun sus pensamientos de ayer están ya archivados en la memoria de un hombre; y si un genio malo deseara preparar un hombre que fuese especialmente inepto para confidencia tan delicada, ¿qué podría hacer mejor que condenarlo a ociosidad y celibato, negarle hijos propios y alimentarlo con aceite y ajo?



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Viaje a la mina de oro «El bronce de Petorca»

A las dos de la mañana nos levantamos y antes de terminar el almuerzo llegaron los peones con dos mulas. Había dos mulas por persona, y todas se arrearon al patio. «¡Vamos!», dijo un minero cornuallés que siempre estaba alegre y listo, y enseguida todos tomaron los frenos y bajaron al patio. El capataz tomó mi freno prometiendo darme una buena bestia, y me detuve unos momentos mirando el grupo desde el largo corredor o balcón. Cada hombre elegía su mula; y como, por triste experiencia, había aprendido la diferencia entre montar una mula mala o buena, era punto de alguna importancia. Entretenía ver a cada individuo tratando de mirar la cara del animal, para adivinar su índole, a la luz de la luna, mientras la astuta criatura, apercibida de su intento, constantemente escondía la cabeza entre sus camaradas y daba el anca a cualquier persona que se le aproximase. Luego de ensillar las mulas, operación siempre molesta y peligrosa, montamos y salimos del patio seguidos por las mulas sueltas, que trotaban detrás de la madrina, conducida por un arriero.

Cuando íbamos por las calles, los serenos cantaban la hora con el himno usual de «Ave María Purísima», y era muy extraño oír los diferentes modos de entonarlo.

Nuestro camino era por el llano de Santiago, y aunque   -122-   íbamos a tranco largo, corrieron casi tres horas antes de llegar a los cerros y luego el día entero tuvimos que trepar por la vertiente de una montaña estéril o bajar con dificultad la opuesta. Estas montañas, por falta de lluvia, casi no producen pasto; el suelo de arriba está hendido del modo más singular, con grietas profundas y tan frecuentes que parece peligroso pasarlas.

Después de marchar hasta que las mulas se cansaron, llegamos, puesto el sol, a un villorrio de ranchos de barro. Había habido allí una iglesia, pero el gran terremoto de 1822 la redujo a un montón de ruinas. El aspecto del villorrio era muy alegre. Era Navidad y se celebraban las fiestas acostumbradas. Había dos o tres glorietas de gajos, llenas de muchachas y huasos, bailando al son de la guitarra. A nuestro arribo nos habían llevado al rancho del hombre más rico del lugar y, después de entrar los recados al rancho, salimos para participar del baile. La presencia inesperada de algunos extraños aumentó la alegría del espectáculo; la guitarra inmediatamente sonó más fuerte y la gente bailaba con más vigor. En torno del cuarto había vigas toscas, a guisa de bancos, en que se sentaban las damas después de danzar; sus parejas se sentaban a sus pies en el suelo, y sus cuidadosas atenciones no son para describirse con prolijidad. Nos acogieron con gran bondad y en dos minutos vi a todos mis compañeros felices, sentados en el suelo, y tan enfants de famille como si allí hubieran nacido.

Después de quedarme con ellos breve tiempo, regresé al rancho. Encontré al dueño muy descontento; había sacado todos los recados de la casa y durante algún tiempo no quiso hablarme; sin embargo, le insté para que me señalase con el dedo en donde se hallaban los recados, y, en consecuencia, los encontré en el suelo, afuera de un ranchito donde uno de los mineros cocinaba la cena; sin embargo, habíamos dormido tanto tiempo al aire libre, que la casa no tenía importancia. Debo hacer a este hombre la justicia de decir que, aunque por naturaleza era sujeto de mal genio, tuvo la intención de proceder correctamente. Deseaba haber hecho los honores de su rancho a los extranjeros, y así dio algunos   -123-   nuevos al minero cornuallés, pero como el hombre entendió que debía pagarlos, le dijo honradamente que no alcanzaban a la mitad de los necesarios, lo que el dueño de casa consideró falta de educación.

Mientras, sentado en un cráneo de caballo, escribía al resplandor del fogón, vi a dos muchachas vistiéndose para el baile. Estaban cerca del arroyo que corría atrás del rancho. Después de lavarse la cara se pusieron los vestidos, y luego, trenzando el cabello de manera muy sencilla y graciosa, recogieron a la luz de la luna algunas flores amarillas que crecían cerca de ellas, se las colocaron frescas en la cabeza y, cuando estuvo completa esta sencilla toilette, parecían tan interesantes y tan bellamente vestidas, como si «el carruaje fuese a venir a buscarlas a las once»; y en pocos minutos, cuando regresé al baile, me alegré de ver a cada una con su compañero.

Por la mañana, antes del alba, partimos, y durante muchas leguas mis compañeros cabalgaron juntos, discutiendo los méritos de sus parejas. El país por donde subíamos era montañoso y muy cansador, tanto para los jinetes como para las mulas. Acababa de trepar una parte muy escarpada de la montaña y, con un compañero, hacía dar vueltas a la mula entre algunos árboles raquíticos, cuando de súbito di con un cabezón de unos dieciocho años, que venía al paso del caballo, y con los ojos bañados en lágrimas. Me paré, preguntándole lo que tenía, pero no obtuve respuesta. Luego le pregunté cuántas leguas faltaban para Petorca, pero continuó llorando hasta que por fin, dijo que «había perdido...» «¿A quién has perdido?», dije, sospechando que se trataría de su madre o su mujer. El sujeto rompió en un mar de lágrimas, y dijo: «mis espuelas», y siguió adelante. No se puede decir mucho de la fortaleza del mozo; sin embargo, la pérdida de las espuelas es infortunio muy serio para el huaso. En efecto, es lo único que posee; las alas con que vuela para procurarse alimento y diversión.

El sol bajaba y las mulas se cansaban del todo en la senda rocosa y estéril en que se habían afanado, cuando llegamos a la cima, desde donde de repente vimos abajo el valle del   -124-   Aconcagua, llanura angosta y larga, regada por un lindo río. El contraste era extraordinario; el color de árboles y pastos era negro antes que verde, y la vegetación tan lozana y exuberante, que los ranchos parecían literalmente ahogados por los sembrados que los rodeaban. Este cuadro es el que constantemente se encuentra en Chile; y como la producción de estas llanuras, cuando se riegan, es mayor que las de cualesquiera en el mundo, se ha llamado a Chile con frecuencia uno de los países más ricos. Pero, aunque estos lugares productivos atrajeron merecidamente la atención de los españoles, quienes encontraron las necesidades de la vida fácilmente obtenibles allí, sin embargo, el país en general es tan montañoso y tan grande la proporción que no se puede regar, que su población en adelante ha de ser infinitamente menor que la de las Pampas, aunque al presente la excede en mucho.

Llegando al pueblito de Aconcagua, cuya iglesia está en ruinas y casi todas las casas hendidas por los temblores, encontramos las mismas fiestas de que habíamos participado la noche anterior, pero menos interesantes porque eran más formales. La plaza estaba llena de cobertizos donde la gente bailaba, y cuando llegamos a la fonda vimos el patio repleto de gente, sentada en glorietas de ramas, y otros bailando o bebiendo.

Tomábamos nuestra comida en una mesita del patio, cuando llegó una persona y nos ofreció un cuarto en su casa, y por la noche vino a buscarnos. Cuando abrió la puerta, en el piso bajo, encontramos el cuarto lleno de bolsas de maíz, cueros, toda clase de andrajos, e hirviendo de pulgas; sin embargo, nos hicimos lugar y dormimos allí y, por la mañana, después de agradecer al hombre su alojamiento, almorzamos en la fonda donde habríamos podido dormir mucho mejor.

Por la mañana temprano partimos en mulas y caballos de refresco, dejando los cansados en un potrero, y visitamos una mina de plata distante una legua del pueblo. Luego proseguimos nuestro camino por montañas estériles y a eso del mediodía alcanzamos la aldea de Petorca, compuesta de una   -125-   sola calle larga, con otras cortas en ángulo recto. La iglesia, como la de Aconcagua, fue demolida por el terremoto de 1822, y las paredes de las casas estaban rajadas y hendidas de arriba a abajo.

Tenía carta de recomendación para la persona principal, sumamente fina, que deseaba mucho pasar la tarde en nuestra compañía; sin embargo, al fin conseguí que nos proporcionase mulas frescas y, a las dos, después de tomar refrigerio, salimos con él para visitar algunos trapiches y molinos que habían existido antes del terremoto. Encontramos los techos arrancados en dos ranchos, y los demás amenazando ruina. Dos molinos estaban tan completamente destruidos que era difícil trazar los cimientos en que habían reposado, y el agua se había desviado de su curso.

Por la noche nuestro huésped nos dio una cena excelente, y a la mañana siguiente, una hora antes del alba, salimos para inspeccionar las minas de oro del Bronce de Petorca, a seis millas del pueblo, y 160 de Santiago.

Visité esta mina en compañía de un minero chileno muy inteligente que, con varios compañeros, estaba en un socavón de esta veta, a cien brazas de profundidad, cuando se produjo el gran terremoto del 19 de noviembre de 1822, que casi destruyó Valparaíso. Me dijo que varios de sus camaradas fueron muertos y que nada podía igualar al horror de su situación. Decía que la montaña se sacudía tanto que él apenas podía ascender; caían abajo grandes trozos de filón y a cada momento esperaban que se juntasen las paredes del socavón y los aplastasen o encerrasen en una prisión de la que ningún poder humano los libraría. Agregaba que cuando llegó a la bocamina el espectáculo era poquísimo mejor: había tanto polvo que ni podía verse las manos; grandes masas rocosas rodaban por la vertiente de la montaña en que estaba y las oía, viniendo y arrojándose, a su lado, sin poder ver el modo de evitarlas, y, por tanto, se había quedado en el sitio, temeroso de moverse. En casi todas las minas que visitamos en Chile presenciamos los espantosos efectos de esos terremotos, y era pasmoso notar lo violentamente que las montañas habían sido sacudidas.

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Volvimos a Petorca a las diez y como nuestro huésped nos dijese que nos daría mulas frescas, mandé adelante, despacio, las nuestras, y convinimos partir apenas disfrutáramos de un par de horas de sueño.

Después de despedirnos de nuestro bondadoso huésped y saludar a todas las damas paradas en la puerta, me dirigí a la mula a mí destinada y vi, por las arrugas de su hocico, que tenía alguna mala intención en la cabeza; no obstante, estaba perfectamente tranquila y me permitió poner el pie en el estribo, pero apenas boleé la pierna, saltó de lado una yarda, mi talón fue a dar al equipaje que estaba en el lomo de otra mula, y se enredaron mis largas espuelas gauchas. Mi mula, viendo que su complot había tenido éxito, empezó a cocear y con una pierna en el aire fue imposible sostenerme. Caí de cabeza y me aturdí con el golpe: sin embargo, cuando me repuse volví a montarla, esperando que coceara de nuevo; au contraire, estaba completamente satisfecha con lo hecho y siguió tranquila como un cordero.



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Mina de oro de Carén

Después de inspeccionar los socavones antiguos abiertos en el filón, y mirando con gran interés al Pacífico, que parecía suspendido en el aire a nuestros pies, descendimos la vertiente rocosa, en ocasiones gateando, unos 350 pies, hasta llegar al rancho adonde habíamos dormido. La ubicación de este rancho era singularmente peligrosa. La senda por donde se ascendía del llano era tan escarpada que al cabalgar esperábamos constantemente caernos por el anca y, cuando llegamos cerca, los arrieros declararon que era del todo imposible avanzar, y tan claro era esto que desmontamos y trepamos gateando por las piedras sueltas hasta llegar al rancho.

La mina había sido abandonada cien años atrás, pero estaba en venta. Se acababa de edificar el rancho y dispuesto que dos mineros vivieran en él. Un pequeño espacio se había emparejado para cimentar el rancho, que se hallaba tan cerca del precipicio que no había sitio para caminar a su derredor. Arriba, en la cima del cerro, había peñascos sueltos que probablemente se vendrían abajo con el primer temblor. Abajo estaba el valle, pero a tal profundidad que los objetos se distinguían confusamente. Consulté con los dos capitanes de minas y todos convinimos que el llano se hallaba a unos 3000 pies debajo de nosotros; pero, esto expresa solamente nuestra idea imperfecta y probablemente equivocada, pues,   -128-   aunque pasé algunos meses en los Andes, siempre me engañaban las distancias y encontraba que mi mirada era completamente impotente para estimar proporciones a las que nunca había estado acostumbrado; prueba insignificante pero muy sorprendente de lo que sucedía en este rancho.

Estábamos sentados con los mineros chilenos, cuando uno de mis hombres gritó que había un cóndor e instantáneamente salimos todos corriendo. Había sido atraído por el olor de un cordero muerto que habíamos traído y que se hallaba sobre el techo del rancho. La enorme ave, con las plumas extendidas como radios, o dedos, descendió majestuosamente sin el mínimo temor hasta llegar, al parecer, a diez o quince yardas de nosotros. Uno de los hombres le disparó la escopeta con balines; evidentemente recibió toda la carga en el pecho y aflojó las patas, sin embargo, al instante tendió el vuelo a las montañas nevadas que teníamos enfrente y audazmente intentó cruzar el valle; pero luego de volar pocos segundos no pudo seguir y empezó a remontarse Se levantó perpendicularmente a gran altura, y entonces muriendo de repente en el aire, de modo que vimos su último estertor, cayó como piedra.

Para mi asombro, golpeó la vertiente de una montaña al parecer pegada a nosotros, y cuando lo miré extendido en la roca, no pude darme cuenta de que estuviese tan cerca (aparentemente treinta o cuarenta yardas) pues, como había caído perpendicularmente, la distancia que nos separaba era, como es natural, la hipotenusa de un triángulo rectángulo cuya base le había tomado muchos segundos de vuelo.

Envié un minero chileno, acostumbrado a descender las montañas, para que lo buscase, y entré al rancho quedándome allí ocho o diez minutos. Al salir y preguntar por el cóndor me sorprendió ver que el hombre no había andado medio camino, y aunque subía y bajaba con mucha diligencia, su regreso fue igualmente largo. El hecho es que el cóndor había tocado tierra a gran distancia de nosotros, pero esta distancia era tan pequeña en proporción a los objetos estupendos que nos circundaban, que, acostumbrados a sus dimensiones, éramos incapaces de apreciarla.



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Viaje a la mina de plata de San Pedro Nolasco

Cuando retornamos a Santiago de la mina de Carén, pedimos mulas frescas y la mañana siguiente, antes del alba, salimos para visitar la mina de San Pedro Nolasco, en los Andes, a 75 millas al sudoeste de Santiago. Anduvimos algunas millas por el llano de Santiago, fresco y tónico con el aire nocturno; al apuntar el día llegamos al pie de los cerros, y luego, costeando un gran torrente, seguimos varias horas la margen oriental, trepando una senda que parecía proyectarse sobre el agua.

Cuando el sol se levantaba gradualmente, las montañas de enfrente eran chamuscadas por el calor; mientras, estuvimos varias horas a la sombra y al fresco, pero la línea de sombra, después de cruzar el torrente, poco a poco se nos acercaba y, por fin, el sol apareció sobre las altas montañas y en el mismo instante comenzó la fatiga del día.

El valle de Maipú, por donde desciende el torrente, es célebre en Chile por su belleza. Limitado a ambos lados por montañas estériles de la cordillera, este valle delicioso tuerce su curso con las riberas del río o torrente de Maipú, y aunque no esté cultivado, se adorna con gran variedad de arbustos y frutales.

Recorrimos varias leguas entre árboles cargados de cerezas maduras y durazneros doblados por el peso de la   -130-   fruta. El suelo está cubierto con los carozos de la producción de antaño, y allí debe haber miles de árboles cuya fruta nunca ha sido gustada por el hombre. El terreno, aunque produce arbustos y árboles, no presenta trazos de pasto que, sin irrigación, no puede existir en clima tórrido.

Después de marchar treinta millas cruzamos el torrente de Maipú por un puente colgante de sogas de cuero, construcción que examiné con mucha atención, pues me sorprendió encontrarlo exactamente igual a los de hierro que he visto en Inglaterra, aunque este puente ha estado allí desde tiempo inmemorial. La senda superior era de zarzo, y como el torrente estaba muy crecido el agua se precipitaba con gran velocidad, lo que, naturalmente, hacía que el puente se inclinase muchísimo. Las mulas se resistían a pasar, y ciertamente lo hubiera creído peligroso si un hombre que estaba del otro lado no nos hubiera hecho señas de aventurarnos. El puente se dobló con el peso de las mulas y el agua les pegaba con gran violencia, pero se apoyaban en las sogas y todos pasamos sin novedad; y a la vuelta lo pasamos de noche oscura.

Continuando la jornada de cuatro millas, llegamos a un establecimiento pequeño para reducir los minerales extraídos de San Pedro Nolasco y para el interesante procedimiento de amalgamación, y nos demoramos allí toda la tarde para inspeccionarlo.

Sin entrar en la descripción del establecimiento, se observará únicamente que los trabajos estaban dispuestos con mucha ingeniosidad y con propósito muy feliz de economía, y que, aunque naturalmente no tenían muchos de los auxiliares mecánicos que les habría proporcionado un crecido capital, estaban bajo un plan adecuado a los recursos del país, y, en conjunto, bien adoptados para la reducción y amalgamación económicas de minerales en pequeña escala.

La mañana siguiente, antes de salir el sol, continuamos nuestro camino a San Pedro Nolasco, y, durante cuatro o cinco horas, costeamos el río. El valle se hacía más angosto y, a medida que avanzábamos, árboles y arbustos eran más pequeños y raquíticos; a nuestro alrededor se alzaban los   -131-   Andes nevados. La senda en muchos lugares era muy peligrosa, infinitamente más que cualquier parte de la cordillera que hubiéramos pasado viniendo de Mendoza. Las laderas eran literalmente de pocas pulgadas de ancho, y estaban cubiertas por piedras tan sueltas que rodaban a cada momento con las pisadas de las mulas y caían al torrente con velocidad acelerada. Como cabalgué solo casi todo el día, de buena gana habría desmontado; pero las mulas no cabestrean y, además, una vez que una persona está en la ladera, sobre el lomo de la mula, es imposible desmontar pues no hay lugar, y, si se intenta, se desequilibraría la mula y caería al torrente a profundidad extraordinaria. En pocos lugares la senda estaba efectivamente borrada, y a la mula no le quedaba más que apurarse en el plano inclinado lo mejor que podía; pero el modo en que estos pacientes animales afirman sus pasos es de lo más extraordinario, y para apreciar su valor se los debe ver en la cordillera. Después de pasar dos o tres torrentes muy violentos que de la montaña que teníamos arriba se precipitaban al río que teníamos debajo, llegamos a uno que parecía el peor de los que habíamos cruzado con gran dificultad; sin embargo, no teníamos más alternativa que cruzarlo o regresar a Santiago. Tratamos de hacer pasar las mulas sueltas, pero apenas una entró las patas, cuando fue arrebatada, y en menos de veinte yardas el cajón que llevaba se hizo pedazos y el contenido corría por la superficie del agua. Para pasar al otro lado nos atamos un lazo al cuerpo y luego nos echamos al torrente; pero los pozos eran tan hondos que el agua en ocasiones llegaba al pescuezo de la mula y pasamos con mucha dificultad. Estas pobres criaturas se asustan horriblemente al cruzar estos torrentes; solamente espoleándolas constantemente se las obliga a intentarlo y, a veces, en medio de la corriente se resisten a avanzar algunos segundos. Cuando el agua es muy profunda, los arrieros siempre se atan el cuerpo con el lazo; pero nunca pude comprender su seguridad, pues si el torrente despedaza un cajón de madera, el cráneo de un hombre tendría poca probabilidad de salir bien. Por tanto, siempre me alegraba muchísimo de verme del otro lado, y como nuestras vidas   -132-   estaban aseguradas en Londres por una crecida suma de dinero, a menudo solía pensar que si los aseguradores nos pudieran haber mirado, la vista de estas laderas y torrentes produciría aquel aceleramiento del pulso, sonrojo en las mejillas y zumbido en los oídos que son síntomas muy inverosímiles de un cálculo tranquilo.

Poco después de pasar este torrente doblamos al sur y empezamos a trepar la montaña de San Pedro Nolasco, que solamente puedo describir diciendo que es la ascensión más escabrosa que hicimos en todas nuestras expediciones de los Andes. Cinco horas estuvimos constantemente agarrados a las orejas o pescuezo de la mula, y la senda en algunos sitios era tan escarpada que por mucho tiempo era del todo imposible detenerse. Pronto pasamos el límite de la vegetación. La senda era en zigzag, aunque apenas perceptible, y si las mulas de arriba hubieran caído, ciertamente habrían rodado sobre nosotros, arrastrándonos con ellas.

Subiendo, preguntábamos constantemente al arriero si el pico que teníamos sobre nuestras cabezas era la cima, y tan pronto llegábamos a él, encontrábamos que todavía teníamos que subir más. Por ambos lados nos acercamos a grupos de crucecitas de madera que señalaban lugares donde gente, antes empleada en la mina, había sido sorprendida por el temporal y perecido. Sin embargo, seguimos nuestra ruta y, por fin, llegando a la cima, nos encontramos junto al filón de plata de San Pedro Nolasco, en uno de los picachos más elevados de los Andes. Un rancho solitario se hallaba por delante y se nos acercaron dos o tres mineros infelices, cuyos rostros pálidos y cuerpos agotados parecían concordar con la escena circundante. La vista desde la eminencia en que estábamos era magnífica, sublime, pero, al mismo tiempo, tan espantosa que difícilmente uno dejaría de estremecerse.

Aunque estábamos en mitad del verano, la nieve en que nos parábamos era, de acuerdo con el dato que me dio el agente de la mina, de veinte a 120 pies de espesor, pero amontonada por el viento en las formas más irregulares, mientras que en otros lugares se veía la roca. Abajo estaba el río y valle de Maipú, alimentado por numerosos tributarios,   -133-   que podíamos ver descendiendo como hilitos de plata por diferentes quebradas. Nos parecía tener una vista a vuelo de pájaro de la gran cadena andina y mirábamos abajo una serie de picachos de contornos y formas indescriptibles, todos cubiertos por nieves eternas. Todo el paisaje que nos rodeaba, desprovisto de vegetación, era cuadro de desolación en tal escala de magnificencia, que lo hacía particularmente espantoso; y el saber que esta masa vasta de nieve, tan triste en apariencia, se creó para uso, comodidad, felicidad y también lujo de hombres, y que era depósito inagotable donde las llanuras se proveían de agua, nos hizo sentir que no hay lugar de la creación que el hombre pueda calificar de estéril, aunque hay muchos que la Naturaleza nunca destinó para su morada. Una gran nube de humo salía del picacho del gran volcán de San Francisco, y el filón de plata que teníamos delante parecía correr hacia el centro del cráter.

Como era pleno verano no pude menos de reflexionar sobre lo horrible de vivir allí en invierno y pregunté a nuestro guía y a los mineros acerca del clima de aquella estación. Primero, en silencio, señalaron las cruces que, en grupos de tres, y dos, y cuatro, se veían en todos los rumbos; y luego me dijeron que aunque la mina era del todo inaccesible durante siete meses del invierno, los mineros solían residir allí todo el año. Decían que el frío era intenso, pero lo que más temían los mineros eran los crueles temporales o tormentas de nieve, que se descargaban tan de súbito, que muchos habían sido sorprendidos y perecido a menos de 150 yardas del rancho. Con estos monumentos ante mis ojos, era realmente penoso considerar cuáles debieron ser las sensaciones de aquellas míseras criaturas cuando, buscando a tientas su habitación, encontraban la violencia del temporal no disminuida e irresistible. Era realmente triste descubrir, o imaginar que descubría, por los diferentes grupos de cruces, el destino de los distintos individuos. Los amigos se habían agrupado para morir en el camino; otros se habían desviado de la senda y según mostraban las cruces desparramadas, habían muerto, al parecer, cuando la buscaban. Había un grupo realmente en singularísima situación: durante un invierno especialmente   -134-   duro, los víveres de los mineros, consistentes en poco más que charqui, disminuían gradualmente cuando un grupo se ofreció, a fin de salvarse ellos y sus compañeros, a pasar por la nieve al valle de Maipú y retornar, si era posible, con alimento. Apenas habían dejado el rancho, cuando llegó el temporal y perecieron. Las cruces están exactamente donde se encontraron los cadáveres; todos estaban fuera del camino; dos habían muerto juntos, separados por diez yardas de distancia, y el otro había trepado encima de un gran peñasco, evidentemente para buscar el rancho en el camino. Desde San Pedro Nolasco, y tomado en conjunto, es el paisaje más espantoso que he visto en mi vida; y parecía tan poco adaptado o destinado para morada humana que, cuando comencé la inspección del filón y de las distintas minas, no pude menos que sentir que iba contra la Naturaleza y que ningún sentimiento que no sea avaricia podía justificar que se instalasen numerosas personas en aquel sitio que, para mí, era asombroso cómo se había podido descubrir.

Como la nieve en algunos lugares tenía cincuenta pies sobre el filón, solamente podía ir a pie de una bocamina a otra; pero cuando llegué me saqué la ropa y bajé a la mina, cuya inspección era mi especial objeto. Todas las demás hacía largo tiempo que habían sido abandonadas, pero en ésta había algunos mineros, recientemente enviados allí, que proseguían los trabajos con el antiguo sistema adoptado por los españoles y al que estos hombres se han acostumbrado toda su vida.

Primero descendimos por una galería o plano inclinado, y luego bajamos gateando los palos con muescas, usados a guisa de escaleras en todas las minas sudamericanas. Después de bajar 250 pies, caminando a veces por planos en que la nieve y el barro nos llegaban al tobillo, llegamos al sitio donde los hombres trabajaban. Era asombroso ver la fuerza con que se servían de sus martillos pesados, y el esfuerzo continuo con que trabajaban; y aunque parezca extraño, todos conveníamos en que nunca vimos ingleses dotados de tal fuerza y que trabajasen tan duro. Mientras los barreteros trabajaban el filón, los acarreadores llevaban el   -135-   mineral sobre las espaldas; y después de hacer las observaciones necesarias y juntar las muestras adecuadas, subimos, con varios acarreadores adelante y atrás de nosotros.

La fatiga de trepar los palos con muescas era tan grande que casi estábamos exhaustos, mientras los hombres que venían detrás (con largo bastón en una mano, provisto de candela en una punta hendida), nos instaban que no los hiciéramos parar. El acarreador que hacía cabeza silbaba siempre que llegaba a determinados puntos, y luego todo el grupo descansaba pocos segundos. Realmente era interesantísimo, al mirar arriba y abajo, ver aquellas pobres criaturas, cada una con su vela, y trepando el palo muescado con carga tal sobre la espalda, aunque, en ocasiones, tenía un poco de miedo de que alguno de los de arriba se nos viniese encima, en cuyo caso todos le precederíamos en la caída.

Llegamos a la bocamina completamente exhaustos; uno de mis compañeros casi se desmayó, y como el sol se había puesto hacía mucho, el aire era tan helado y penetrante -teníamos tanto calor- y la escena era tan triste, que nos alegramos en darnos prisa a refugiarnos en el rancho y sentamos en el suelo rodeando un plato de carne que hacía tiempo estaba listo para nosotros. Teníamos un poco de aguardiente y azúcar y pronto nos repusimos; luego mandé buscar un acarreador con su carga. La puse en el suelo y traté de levantarla, pero no pude, y cuando dos o tres de la partida la pusieron sobre mis hombros apenas podía caminar. El minero inglés que venía con nosotros era de los más fuertes del grupo de mineros cornualleses; sin embargo, apenas podía caminar y dos compañeros que intentaron soportarla no pudieron hacerlo exclamando que eso les quebraría las espaldas.

La carga que probamos era una muestra por la que pagué al acarreador que la había sacado, más pesada que lo general, pero no mucho, y él la subía conmigo, y estuvo arriba de mí toda la subida.

Mientras en un extremo del rancho bebíamos aguardiente con azúcar, sentados en los recados y alumbrados por una vela de sebo negro, metida en una gran botella no distante   -136-   más de tres yardas de un cuero lleno de pólvora, los pocos mineros que habíamos visto trabajar habían sido relevados por otros que trabajaban de noche. Entraron al rancho y, sin hacernos el menor caso, prepararon la cena, operación sencillísima. Los hombres sacaron las velas de los bastones hendidos, y en la hendedura pusieron un pedazo de charqui; lo calentaron pocos segundos en las brasas del fogón, y luego lo comieron, y después bebieron de un chifle un poco de nieve derretida.

Hecha la comida, disfrutaron la única bendición que la fortuna les ha deparado: descansar de su trabajo. No se dijeron nada, pero, cuando se sentaron en el cuero de oveja que les sirve de cama, algunos fijaban los ojos en las brasas, mientras otros parecían rumiar otras cosas.

Les di el aguardiente que me quedaba y les pregunté si tenían bebidas y me dieron la respuesta acostumbrada, que a los mineros no les son permitidas las bebidas y con esta ley parecen estar perfectamente satisfechos.

Cuando uno comparaba su situación con la vida independiente del gaucho, resultaba sorprendente que continuasen existencia tan penosa.



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Partida de Santiago

Diciembre, 31, Santiago, media noche. Llegaron las mulas para volver a cruzar la cordillera y retornar a Buenos Aires; gran arria; dos mulas por persona; algunas sobrantes para el equipaje. A la una de la mañana las mulas estaban cargadas y listas; atravesamos la calle para desayunarnos con algo que se nos había puesto en la punta de una mesa larga; en la otra punta se sentaban dos escoceses, sin chaqueta, chaleco o cuello (era pleno verano).

Habían bebido festejando el año nuevo; en sus cabezas había «más aguardiente que sesos»; sin embargo, sus corazones eran todavía fieles a su vieja madre patria. Evidentemente el cuarto les daba vuelta; cantaban (con acción), «viejos recuerdos lejanos» y uno picado de viruelas parecía sentirlo tanto como el otro; nos ofrecieron vasos y pidieron que los acompañáramos; rehusamos; contraste divertido entre ellos y la seriedad de mis compañeros, bebiendo té, con las pistolas en el cinto, y preparados para un viaje largo; gran coro de «Rule Britannia», luego «God save the King»; dada de manos con los dos escoceses; bebimos medio vaso de su aguardiente; salimos oscuro para las montañas negras de la cordillera.



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Mendoza

Llegamos a Uspallata ya entrada la tarde, con dos compañeros; el resto llegó al ponerse el sol. Mulas cansadas; el maestro de posta tiene tres caballos y, ansiosos de llegar a Mendoza (noventa millas), cabalgamos la noche entera. Habíamos hecho tres veces el viaje y, por tanto, íbamos solos. A medio camino vimos un fogón en el suelo y con la llama distinguimos a alguien cerca del fuego; nos acercamos para encender cigarros, llamamos varias veces, pero no encontramos a nadie. Al llegar al rancho de Villavicencio, mencionamos lo ocurrido y se nos dijo que era probablemente un inglés que ese día había pasado por el rancho, a pie; que posiblemente nos tuvo miedo y se había escondido, o huido.

Descansé, y conseguí caballos de refresco en Villavicencio. El sol era horriblemente fuerte. Galopamos por la llanura -45 millas- cada uno a nuestro mejor paso; seguíamos rezagados, como los Curiacios heridos. Entré a Mendoza tres horas antes que el segundo; éste llegó dos horas antes que el tercero, cuyo caballo se cansó en el camino.

Cabalgando en la llanura pasé un caballo muerto rodeado por cuarenta o cincuenta cóndores; muchos de ellos ni podían volar; otros, en el suelo, devoraban la osamenta, los demás planeaban en círculos sobre ella. Me acerqué a veinte   -140-   yardas: uno de los más grandes apoyaba una pata en el suelo y la otra en el cuerpo del caballo; despliegue de fuerza muscular cuando levantaba la carne y arrancaba grandes pedazos, a veces sacudiendo la cabeza y tirando con el pico, y otras empujando con las patas.

Llegué a Mendoza y me metí en cama. Me despertó un compañero que llegó; me dijo que al ver los cóndores en el aire y sabiendo que algunos estarían hartos14, también se había acercado al caballo muerto, y como una de estas aves huyó cincuenta yardas sin poder proseguir, se le acercó, y luego, saltando del caballo, la agarró del pescuezo. La contienda fue extraordinaria y el encuentro inesperado. No puede imaginarse dos animales con menos probabilidades de encontrarse que un minero cornuallés y un cóndor, y pocos calcularían, un año atrás, cuando el uno planeaba en alto sobre los nevados picachos de la cordillera, y el otro estaba a muchas brazas de la superficie del suelo de Cornwall, que ambos se encontrarían para luchar a brazo partido en la ancha llanura desierta de Villavicencio. Mi compañero decía que en su vida había tenido batalla parecida; que ponía la rodilla en el pecho del ave y trataba con todas sus fuerzas de torcerle el pescuezo, pero que el cóndor, no accediendo a esto, luchaba violentamente, y que también, como varios otros volaban cerca de su cabeza, temía que lo atacasen. Decía que, por fin, consiguió matar a su antagonista, y con gran orgullo enseñaba las grandes plumas de las alas; pero, cuando llegó el tercer jinete, nos dijo que había encontrado al cóndor en la senda, pero no del todo muerto.



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Las Pampas

Me detuve algún tiempo en el rancho de la posta, hablando con la anciana que siempre se había mostrado tan bondadosa y alegre de verme, y que también era sumamente inteligente y entretenida; luego monté a caballo, y después de galopar cerca de una hora, alcancé el coche cuando justamente llegaba a las márgenes del Desaguadero, excepcionalmente hondo y rápido. No había más que una balsita, pero no perdimos tiempo llenándola con el equipaje, y luego nos preparamos para pasar el carruaje al otro lado. Me desnudé, y echando la ropa al bote, me até al pescuezo un pañuelo de seda y allí puse mi reloj para conservarlo seco. Con las pistolas en la mano derecha, me metí a caballo en el río. El caballo instantáneamente perdió pie pero nadó muy bien. Precisamente cuando trepaba la orilla opuesta, un hombre, cubierto con un poncho sucio, que vivía en un rancho15 distante cincuenta yardas, se acercó y pidió que pagase el bote; le dije que pagaría cuando pasase el coche, pidiéndole se hiciese cargo de mis pistolas, que llevó al rancho.

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Luego nos pusimos a trabajar para hacer pasar el carruaje, operación curiosísima. La barranca para bajar al río tenía más de 45 grados y, por tanto, fue preciso poner un peón a caballo, con el lazo atado en la parte trasera del carruaje, para impedir que volcara; teníamos también lazos atados como retenidos a ambos lados. Dos o tres peones ataron los lazos en la punta de la lanza, y uno pasó a nado con una cuarta larga a la que se ataron ocho o diez caballos para ayudar el pasaje. Así que terminaron estos arreglos, el carruaje fue bajado al río, pero el peso era tan grande que arrastró al peón y al caballo destinado a retenerlo; y mientras nuestro grupo también tiraba de la soga, era curioso ver a todos llevados barranca abajo. Tan pronto como el carruaje entró al río, aunque las ruedas y caja eran excepcionalmente altas, casi se llenó de agua. En esta situación los peones, cuyos lazos estaban adheridos a la punta de la lanza, con todos los caballos de la cuarta, tiraban despacio el carruaje por el lecho del río; sin embargo, en medio de la corriente no pudo avanzar, y los caballos, sobre la barranca casi a pique, tenían poco poder para arrastrarlo. El coche permaneció más de una hora en esta situación desesperada y rara, tiempo que empleamos en alternar las sogas y arreglarlas más ventajosamente.

Encontré el sol tan fuerte que varias veces nadé a caballo para refrescarme y luego galopé por la orilla opuesta del río, y no puedo expresar la sensación deliciosa de libertad e independencia que se disfruta galopando desnudo en un caballo en pelo.

Cuando caballos y peones estuvieron listos, arrancaron, todos juntos, y, por fin, el carruaje comenzó a moverse de nuevo; y luego los peones, espoleando, castigando y animando a los caballos, lo sacaron a la orilla.

Mientras colocaban el equipaje en el carruaje mojado, me vestí, y luego me acerqué al rancho para pagar el peaje. Me pidió doce duros, que era mucho según yo sabía, y, por tanto, rehusé dárselos. Al momento se enfureció; se dirigía a veces a mí y otras a algunos gauchos que estaban bebiendo, y se me estaba aproximando con gestos amenazadores cuando,   -143-   tomando mis pistolas de encima de la mesa, y antes de colocarlas en el cinto, le apunté una a los dientes, diciéndole muy tranquilamente que daría lo justo, pero que si él exigía más, sólo pagaría con esa pistola. Al momento, el hombre ordenó a un gaucho que le ensillase un caballo para ir donde el gobernador de San Luis, pariente suyo, según decía, y luego me dijo que era el juez. Me le reí, y diciéndole que era mal juez en causa propia, lo dejé y seguí detrás del coche.

En media hora el sujeto me alcanzó y sin dirigirme la palabra cabalgó a mi lado. Vestía ropas judiciales, esto es, chaqueta azul ordinaria, con vueltas y cuello escarlatas y sable largo. Continué mi camino el resto de esta etapa de 51 millas, mudando caballo cuando alcanzaba la tropilla que precedía al carruaje.

Esta etapa es el ejemplo más típico que conozca de los viajes de Sudamérica. Salimos, galopando con setenta caballos por delante. Todos iban sueltos, y el campo era de arena caliente cubierto de árboles y zarzales. Los árboles principales son algarrobos de forma y tamaño de manzano y lo suficientemente altos como para ocultar los caballos. Este arreo de animales salvajes iba a cargo de un peón y un muchacho, y era sorprendente, cuando yo galopaba por el camino, ver a estos sujetos cruzar constantemente como flecha la senda delante de mí, en persecución de los caballos que nunca se veían en el camino. En llanuras pastosas también es admirable ver cómo se arrean las tropillas de caballos y es bello despliegue de equitación ver los gauchos a todo correr entre los árboles, a veces en el costado del caballo, y otras agachados sobre el pescuezo para evitar las ramas. El camino de rodados es un espacio despejado de grandes árboles, pero a menudo cubierto de arbustos que se doblan al paso del carruaje del modo más extraordinario.

Llegué a la posta dos horas antes que el carruaje, y la cena estaba lista. Esta posta es la última antes de llegar a San Luis; el maestro de posta es hermano del gobernador de la provincia, y se hallaba en San Luis cuando llegué, pero el capataz me preguntó, con cara muy seria, si yo era la persona que había atropellado al juez del Desaguadero, para matarlo.   -144-   Me dijo que el mencionado juez acababa de pasar y que había mudado caballo para llegar a San Luis antes que yo. Dormimos aquella noche en la posta, o más bien afuera, en el suelo; y era curioso ver por la mañana los diferentes grupos de gente que también habían dormido allí, vistiéndose -hombres, mujeres y niños, todos se sentaban como recién salidos de la tumba-, rascándose, restregándose los ojos o atándose las ojotas; las gallinas picoteaban a su alrededor, particularmente cerca de la mesa donde habíamos cenado. Los perros grandes que acababan de despertarse caminaban muy despacio con la cola entre las piernas en dirección al corral donde hay provisión de alimento para ellos. Los chicos todavía dormían, cada uno en un cuero de oveja, en el suelo, sin almohada, tapados solamente con un pedazo sucio de frazada, y a veces las gallinas se les encaramaban encima. Así que se agarraron caballos, partimos, y galopé para San Luis, llegando una hora antes que el carruaje. Encontré la posta como de costumbre; nada se podía conseguir; ni fruta, a pesar de ser pleno verano, ni leche. La gente de la posta me dijo que el juez había llegado la noche anterior, y parecía que su historia se había inflamado mucho con el galope. Cuando llegó el carruaje, el juez y un ordenanza, o soldado de caballería, se acercó a la posta y me dijo que fuese inmediatamente donde el gobernador. Tenía puesto un saco de brin blanco realmente demasiado sucio, y resolví ponerme casaca. Al abrir la maleta salió mucha agua y encontré que se había llenado en el paso del Desaguadero; la casaca, por tanto, destilaba agua; sin embargo, me la puse y, como conocía el camino, galopé para el cuartel, seguido por el juez y el ordenanza. Encontré el lugar lleno con una banda de personas del aspecto más mísero, reclutas para enviarlos a Buenos Aires y pelear contra los portugueses. Eran unos trescientos, y la noche anterior habían intentado recuperar su libertad tratando de dominar a la guardia. Se cubrían con ponchos viejos, pero tenían poquísimo más encima; parecían mal alimentados, y, en conjunto, formaban la cuadrilla más salvaje que yo haya contemplado.

Al gobernador, parado en mitad de la plaza, lo rodeaban   -145-   algunos oficiales; desmonté y caminé a su encuentro. Empezó muy ligero a relatarme el cuento del juez; sin embargo, le pregunté si me permitía decirle el mío. Le dije que era tan de mi deber respetar a gobernadores y gobiernos que, de haber sabido que el hombre que teníamos por delante había procedido en calidad de juez, hubiérale respetado, aunque su conducta no lo merecía; pero que en vez de vestir la ropa que ahora ostentaba, estaba envuelto en un poncho sucio, bebiendo aguardiente con los gauchos, y, por tanto, no tuve idea de que fuese autoridad. Expliqué las circunstancias, y el gobernador entonces dijo que el hombre había pedido demasiado y que yo pagaría tres duros menos de lo que él pedía. El gobernador, muy amablemente, se ofreció a facilitarme dinero, pues yo no tenía cambio; pagó al hombre, que no tuvo palabra que decir, y había galopado 180 millas por nada. Luego entré al cuarto del gobernador y mencioné que el carruaje necesitaba una compostura insignificante, pero que el herrero me había dicho que no podía hacerla sin permiso suyo, por estar ocupado en hacer cadenas para llevar a Buenos Aires a los trescientos reclutas. El gobernador, muy amablemente, mandó venir al herrero, ordenándole que trabajase tres horas por mi cuenta; enseguida, saludé, y luego galopé para la posta.

Mientras el herrero preparaba el carruaje, volví a ver el pueblo de San Luis. Cada casa tiene un jardín amplio, donde no hay nada más que lo que no se puede evitar que crezca, como higueras, parras y durazneros. Las paredes de los jardines con frecuencia dan a la calle, lo que imprime al lugar tan poco aspecto de ciudad que la primera vez que llegué a San Luis pregunté a un hombre la distancia que había hasta el pueblo, y me respondió que estaba en él. Todos los días, de doce a cuatro o cinco, la población entera duerme, y cuando la gente despierta, no piensa más que en matar el hambre comiendo el plato de siempre: carne de vaca. Lejos de tener cualesquiera lujos, carecen aún de lo que llamamos necesidades ordinarias, y parece increíble que no haya ningún individuo en todo el pueblo, o, en efecto, en la provincia entera, que declare conocer algo de medicina o cirugía; y que   -146-   no haya tienda donde comprar los remedios más sencillos. Si uno se enferma, muere o se cura, según el caso, pero sin asistencia alguna. Si se disloca o fractura un hueso, los amigos quizá lamenten el accidente, pero no cuenta con ayuda. El gaucho en su ranchito de las Pampas debe necesariamente estar sin asistencia médica y es interesante ver a sus niños vivir tan completamente al amparo de la Providencia; pero, que una capital de provincia continúe en tal estado, demuestra indolencia que solamente su ubicación especial puede excusar.

La posta de San Luis también se encuentra en estado apenas creíble. No es mejor que los ranchos de las Pampas; sin ventana, la puerta no puede cerrarse y es más sucia de lo que se puede describir. Se hizo tarde antes que el carruaje se alistase; sin embargo, como deseara que avanzara, salió con tres mudas de caballos, una hora antes de ponerse el sol, para llegar a la posta siguiente, distante 36 millas. Tomé distinto camino y se convino que todos marcharíamos a la luz de la luna; sin embargo, así que se puso el sol, el tiempo comenzó a presentar mal cariz, nublándose y oscureciéndose mucho. Continué galopando hasta no poder verme las manos, y como sabía que había muchos pozos y vizcacheras, acortamos el galope. Es realmente trabajo muy enervante y desagradable marchar por parajes desconocidos en plena oscuridad aún despacio; con todo, ansiaba llegar a la posta, si era posible, pues era el rancho más cercano que podíamos alcanzar. Iba al galopito, esperando a cada momento rodar patas arriba, cuando mi caballo dio con el encuentro en el anca del caballo del gaucho que todavía quedó parado. Así que descubrí lo que era hablé al hombre, pero no obtuve respuesta; entonces grité, y me dijo desde lejos que tanteaba con las manos la senda -que no podía encontrar- y que había tantos pozos que, como nos habíamos extraviado, sería peligroso seguir. Por tanto, desmonté y, desensillando el caballo, inmediatamente estuvo lista mi cama. No veía nada, pero el gaucho y yo hicimos camas juntas, y así que nos acostamos, él se ató en el pescuezo las riendas del caballo y al momento se durmió.

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El campo donde nos hallábamos estaba infestadísimo de salteadores, pero, como siempre andaba bien armado, me consideraba completamente seguro, y en breve tiempo también me dormí. A media noche me despertó el estallido del trueno, y, sentándome, vi, al brillo de los relámpagos, que estaba sobre pajas oscuras y que allá y aquí había pocos arbustos. Empezaron a caer grandes gotas pesadas y preparé mi ánimo para tener lluvia de empaparse; sin embargo, era inútil moverse porque no había adónde ir, de modo que tomé la precaución usual de taparse la cabeza con la carona que, en tiempo seco, sirve para acostarse, y luego fui a dormir. Antes del alba me despertó el gaucho, diciéndome que los caballos se habían perdido. Le dije de muy mal modo que fuese a buscarlos, y con la cabeza bajo la corona me volví a sumergir en el sueño. Fui despertado por el calor solar y, poniéndome en pie de un salto, encontré el sol alto, y era tarde. Miré ansiosamente a mi alrededor, pero, exceptuando algunos arbustos, no había más que «viento soplando y pasto creciendo»; a todo rumbo dilatábase la vasta llanura. El sol quemaba y yo me desesperaba, mirando el recado que me había servido de cama, cuando oí las notas lejanas de una canción española detrás de mí y, dando vuelta, vi al gaucho galopando en dirección mía y arreando mi caballo. En pocos momentos llegó: mi caballo, naturalmente, no tenía freno; el sujeto me jugó la vieja treta de esconderlo y declararlo perdido. Sin embargo, me alegré de conseguir caballo en cualesquiera condiciones, y corté un pedazo de cuero que me sirviera para manejarlo; luego galopamos para la posta de donde distábamos 13 millas.

Allí me desayuné, mientras me agarraban otro caballo. No tenían pan ni leche, pero conseguí agua, dos huevos, y una vieja calentó charqui en las brasas. Me rodearon varias mujeres y muchachas, todas tres cuartas partes desnudas, preguntándome si les daría yerba o azúcar «por caridad». Así que estuvo ensillado mi caballo, compré el freno del gaucho que había robado el mío, y luego galopamos adelante. El campo, desde Mendoza, cubierto de monte, ahora cambia con paja oscura y amarilla que, exceptuando pocos   -148-   árboles diseminados, es el único producto del resto de San Luis y las dos provincias adyacentes, Córdoba y Santa Fe. En toda esta inmensa región no se ve un solo yuyo. La paja es su producción única, y en verano, cuando está alta, es lindo ver el efecto del viento pasando por esta extensión salvaje de pasto ondulante; los matices entre el oscuro y amarillo son bellos -el espectáculo plácido, más allá de toda descripción-; no se ve ninguna habitación ni ser humano, excepto en ocasiones, la salvaje y pintoresca silueta del gaucho en el horizonte; el poncho escarlata volándole por detrás, las boleadoras girando encima de su cabeza, y, cuando se agacha hacia su presa, estirados todos los nervios del caballo, delante va el avestruz que persigue. Esta persecución es realmente acompañada de un peligro considerable, pues el campo está siempre minado, de vizcacheras y el gaucho a menudo rueda con toda la furia; si se quiebra un miembro, es probable que su caballo siga galopando, y él quede entre las pajas hasta que camaradas o muchachos vengan en su ayuda; pero si éstos no tienen éxito en la busca, no le queda más que mirar el cielo y, mientras viva, alejar de su cama las águilas salvajes, siempre listas para atacar cualquier animal caído. El campo no tiene rasgos sorprendentes, pero posee, como toda obra de la Naturaleza, diez mil bellezas. Tiene también la grandeza y magnificencia del espacio, y hallé que cuanto más se cruza más encantos se le descubren.

Al aproximarse a los ranchos es interesante ver los gauchitos que, criados sin necesidades y enseñados a considerar el cielo encima de sus cabezas, como techumbre bajo la cual todos pueden dormir, literalmente trepan por la cola de los caballos, que no montarían de otros modos, y luego se divierten y galopan, mientras los estribos paternos zangolotean debajo de sus pies descalzos. En la tela de la Naturaleza no hay acaso figura más bella que el niño que anda bien a caballo, y el traje pintoresco del gauchito aumenta muchísimo su gracia. Con frecuencia los he admirado cuando me acompañaban de una posta a otra. Aunque la forma del cuerpo va oculta por el poncho, la manera de acompañar el   -149-   movimiento del caballo es particularmente elegante. Es interesante también ver la manera descuidada, distraída, en que cabalgan estas criaturitas carianchas, y cuán negligentemente manejan sus caballos entre vizcacheras que se horadarían con el peso de un hombre.

Cuando llegué al Morro resolví esperar allí el carruaje, pues tenía conmigo las llaves de la maleta y yo, como mis compañeros, necesitábamos dinero. El Morro se compone de algunos ranchos de quincho, como de costumbre, sin ventanas; y cuando me paré en la puerta de la posta no se veía ser humano, excepto, en ocasiones, alguna mujer haciéndose sombra en la cabeza con las manos o el rebozo al cruzar la calle que separaba los ranchos de ambos lados: aquí y allá se veía un caballo atado a las tijeras del rancho, y un charabón domesticado estaba delante de la puerta cazando moscas; la atmósfera temblaba con el calor y resonaba con el zumbido agudo de millones de moscas que disfrutaban del sol. Acudí a la mujer de la posta preguntándole qué tenía para comer. «Nada, señor», fue la respuesta. Le pedí varias cosas que, por ver una iglesia y un grupito de ranchos, creía se pudieran obtener, pero me dio la respuesta usual: «no hay», y me vi obligado a mandar a buscar un carnero vivo. Luego dormí la siesta y se hizo tarde antes que el carruaje y los compañeros llegaran. Se habían parado en un rancho a pocas leguas de San Luis y, después, rompieron la lanza del coche, lo que habíalos retardado muchas horas. Después de cenar pensé que el tiempo se presentaba con muy mal cariz, y, por tanto, entré al carruaje de cuatro ruedas para dormir, y uno de la partida estaba junto a mí en el de dos. Los nueve peones yacían desparramados en el suelo. Dos del grupo dormían debajo del carruaje. A eso de media noche nos despertó el más súbito y violento torbellino que arrebató las ropas de varios de la partida, las que se encontraron después en el río. Se levantó tanto polvo que apenas podíamos respirar, y todo era tiniebla, hasta que el relámpago brilló de repente sobre nuestras cabezas; los truenos eran inusitadamente fuertes, y se precipitó un diluvio. El viento que llaman pampero se convertía ahora en espantoso huracán y esperaba por   -150-   momentos que tumbara el carruaje. Me senté y miré en derredor, y en toda mi vida he visto mezclado tanto de sublime y ridículo. Mientras los elementos se enfurecían, y el trueno estallaba y rugía muy cerca de nosotros, el relámpago cambiaba por un instante la noche en día. Durante estos relámpagos veía a mis compañeros, llamándose a gritos, en las posturas más cómicas. Algunos acostados, temerosos de sentarse, agarraban los ponchos y ropas que querían escapárseles; otros, que habían perdido la ropa, corrían en paños menores al cuarto de la posta; otros habían errado el camino y estaban contra una pared corrida, no sabiendo adónde ir. Un coronel francés que había venido en carruaje desde Mendoza, acostado en un catre de cuero, empuñaba su ropa ya empapada y vociferaba contra su cobarde sirviente que, en vez de ayudarlo, estaba, a diez yardas de él, santiguándose. En vano le decía en todos los tonos «animal»: el sujeto que realmente venía aproximándose al patrón, quedó clavado en el suelo por el sonido insólito de la campana de la iglesia que, con la violencia del huracán, tocaba en ocasiones un tañido solitario. La lluvia batía con tal violencia dentro del carruaje de dos ruedas, y lo sacudía tan terriblemente, que el ocupante no pudo soportar más y corrió enmedio de la lluvia. Al fin todos ganaron el rancho y, cuando miré por la ventanilla, los vi todos amontonados, espiando en la puerta por encima de sus respectivas cabezas.

Por la mañana encontraron lo perdido, y los peones y todos los compañeros parecían muy desconsolados. Muchos peones habían estado acostados en el suelo todo el tiempo y, naturalmente, estaban cubiertos del barro formado por el polvo y la lluvia. Los peones y la gente nos dijeron que en la vida habían visto tormenta y pampero semejantes.

El carruaje salió con retardo, y el sol ya alto, cuando el coronel francés y yo convinimos en hacer una visita al cura. Vestía hábito sucio de sarga blanca atado a la cintura con cordón para azotarse; su estatura en realidad no era de más de cuatro pies y medio y, no obstante, pesaba más que cualquiera de nuestros compañeros; su pescuezo era tan macizo como de novillo, y no se había afeitado en muchos   -151-   días. En su cuarto, sin ventanas, había dos o tres libros viejos, cubiertos de polvo, y un crucifijo pequeño colgaba de la pared. Le pregunté si era él quien había tocado la campana durante la tormenta; respondió «oh, no», que había cabalgado muchas leguas el día anterior y dormido tan profundamente que no la había oído y recién conocía lo ocurrido.

Por estar empapadas las ropas de mis compañeros, perdimos mucho tiempo y llegaron las siete antes que partiéramos. Los dos carruajes iban por el camino, pero el maestro de posta dijo a un gauchito que me llevara cortando campo. Seguí a este chico, no mayor de ocho años, varias leguas. Marchaba yo como el viento, y me entretuvo sumamente con algunos cuentos interesantísimos que me narró. Por fin, empezó a llover, y el muchachito decía que: «quién sabe» si encontraríamos la posta, porque él nunca había venido por este camino. Era inútil pararse y, mientras galopaba, hice que el muchacho me dijera las instrucciones que el maestro de posta le había dado. Se creería, por la descripción del muchacho, que era país montañoso el que atravesábamos, pues hablaba de cerros y valles que yo no veía; pero los gauchos dividen sus llanuras en lomas y bajos que nadie sino ellos distinguen. Finalmente el muchacho exclamó que veía un «cristiano» arreando unos caballos, y, cuando nos acercamos, este hombre nos dijo dónde era la posta.

Encontré los caballos en el corral y el maestro de posta, en cuya casa había dormido varias veces, me dio un caballo de galope largo y un hermosísimo gaucho por guía. Tuve una larga conversación con este hombre, cuando galopábamos, y, hallé que era de espíritu muy noble. Deseaba mucho saber acerca de las tropas enviadas por el Gobierno de Mendoza para reponer al gobernador de San Juan que acababa de ser depuesto por una revolución. El gaucho estaba muy indignado por esta intervención, y, mientras galopábamos, me explicaba con muchos ademanes finos, lo que era bastante claro, que la provincia de San Juan era tan libre para elegir gobernador como la de Mendoza, y que Mendoza no tenía derecho para imponer a San Juan un gobernador que el   -152-   pueblo no aceptaba. Luego habló de la situación de San Luis; pero, a algunas preguntas que formulé, el hombre contestó que nunca había estado en San Luis. «¡Santo cielo! -dije con asombro que no pude ocultar-, ¿nunca ha estado usted en San Luis?» «Nunca», respondió. Le pregunté dónde había nacido; me dijo que en el rancho junto a la posta, que nunca había salido de las llanuras por donde cabalgábamos, ni había visto ciudad o pueblo. Le pregunté qué edad tenía, y dijo: «quién sabe». Era inútil hacerle más preguntas; así, mirando en ocasiones su figura y cara particularmente hermosas, recordando las opiniones varoniles que me había expresado sobre muchos temas, pensaba lo que diría la gente en Inglaterra de un hombre que no sabía leer ni escribir, ni nunca había visto tres ranchos juntos, etc., etc., cuando el gaucho indicó el cielo diciendo: «¡mire, allí está un león!» Salí de mi ensueño y me restregué los ojos, pero sin resultado, hasta que por fin me mostró, muy alto en el aire, numerosos grandes buitres que volaban sin mover las alas; me dijo que andaban allí porque había un león devorando alguna osamenta y los había espantado. Poco después llegamos a un sitio donde había un poco de sangre en el camino, y por un momento sujetamos los caballos para mirarla; observé que quizás alguna persona había sido asesinada; el gaucho dijo: «no», y señalando rastros cerca de la sangre me dijo que algún hombre había rodado y roto el freno, y que, mientras estaba de pie componiéndolo, la sangre evidentemente había salido de la boca del caballo. Repuse que acaso fuese hombre el herido, a lo que el gaucho contestó: «no», y señalando algunos rastros pocas yardas adelante sobre la senda, dijo: «pues vea el caballo que ha salido al galope»16.

El pasto era más bajo de lo general en esta parte de la   -153-   provincia, y era muy pintoresco y curioso ver, a medida que avanzábamos, cráneos vacunos en diferentes direcciones. Los antiguos usaban precisamente esqueletos de toro como ornamento arquitectónico. En las Pampas se los ve, con frecuencia, tirados en el campo, bloqueados por el sol, con los cuernos para arriba, como si el animal surgiera de la tumba, e hiciese reflexiones al ganado vivo que come a su derredor.

A consecuencia de lo que este hombre me había dicho respecto a su nacimiento, etc., hice a cada uno de los gauchos que cabalgaron conmigo de posta en posta, en las siguientes seiscientas millas, las mismas preguntas, y hallé que la mayor parte nunca había visto una ciudad, y que ninguno sabía su edad. Cuando llegamos a la posta, en una de las estancias más ricas de las Pampas, encontré un grupo de veinte gauchos reunidos para comenzar la doma de potros, operación que debía tomar muchos días. Como el carruaje se había atrasado varias horas, resolví ver esto, y, mudando caballo, fui inmediatamente al corral, y pronto me hice amigo de los gauchos, que son siempre atentos, y a caballo poseen muchas cualidades estimables de que parecen desprovistos en la puerta de su rancho. El corral estaba atestado de caballos, la mayor parte de tres o cuatro años. El capataz, montado en pingo fuerte y firme, entró al corral y enlazó un potro del pescuezo llevándolo a la tranquera. Por algún tiempo no quiso abandonar a sus camaradas, pero, desde el momento en que se le forzó a salir del corral no tuvo más idea que huir; sin embargo, el estirón del lazo lo contuvo del modo más eficaz. Los peones luego corrieron y lo pialaron de las cuatro patas, justo sobre las canillas, y tirando, las juntaron tan de repente que realmente creí que había muerto del porrazo. Al momento un gaucho se le sentó en la cabeza y con su cuchillo largo, en pocos segundos lo cerdeó, mientras otro cortaba la punta de la cola. Me dijeron que esto era señal de que el potro había sido montado. Luego le ponen bocado de cuero a guisa de freno y maneador fuerte en la cabeza. El gaucho que iba a subirlo se arregló las espuelas, descomunalmente largas y afiladas, y mientras dos hombres tenían   -154-   al animal de las orejas, le puso el recado cinchándolo sumamente fuerte; luego se asió de la oreja del potro y en un instante saltó sobre el lomo; con esto, el hombre que sujetaba el potro con el maneador, tiró la punta de éste al jinete y desde ese momento nadie pareció preocuparse del domador. El potro inmediatamente comenzó a bellaquear de modo que era muy difícil al jinete sostenerse, y del todo diferente a la coz o zambullida del caballo inglés; sin embargo, las espuelas del gaucho pronto lo hicieron mover y salió al galope haciendo cuanto podía para desembarazarse del jinete. Inmediatamente se sacó otro potro del corral, y era tan rápida la maniobra, que doce gauchos montaron en tiempo que difícilmente creo llegase a una hora.

Era admirable ver la manera de comportarse de los diferentes potros. Algunos bufaban cuando los gauchos cinchaban el recado; otros instantáneamente se boleaban, mientras otros no se dejaban agarrar, con las patas tiesas y en posturas inverosímiles, pescuezos medio doblados hacia la cola, y con aspecto pérfido y obstinado; y no podía menos que pensar que por nada habría montado uno de éstos, pues invariablemente eran los más difíciles de dominar.

Era curioso mirar alrededor y ver a los gauchos en el horizonte en distintas direcciones, tratando de hacer volver los potros al corral, lo más difícil del trabajo, pues las pobres criaturas han sido tan amedrentadas allí que no quieren retomar. Era divertido ver las cabriolas de los potros; saltaban y bailaban de diferentes modos, mientras se veía azotándolos el brazo derecho de los gauchos. Por fin volvían los potros, al parecer del todo sumisos y domados. Les sacaban recado y riendas y los caballos inmediatamente trotaban al corral para unirse a sus compañeros, reclinándose entre sí. Se sacaba después otro grupo, y como los potros estaban afuera cortísimo tiempo, vi montar unos cuarenta. Cuando volvían al corral era interesante ver el gran contraste que la falta de crin y punta de la cola ofrecía entre los caballos que habían empezado su carrera de esclavitud y los que todavía permanecían libres.

Los caballos pamperos se asemejan al español común,   -155-   pero son más fuertes. Hay de todos colores y numerosos overos. Cuando se los agarra, cocean a cualquiera que se les ponga atrás y a menudo ofrecen gran dificultad para enfrentarlos y ensillarlos: sin embargo, no son mañeros, y cuando son bien domados, dejarán que los chicos se trepen por la cola. Es necesario montarlos muy ligero, y antes de bajarse es conveniente echar las riendas a un lado, pues, lo mismo que en Inglaterra, los caballos casi siempre retroceden si se intenta tenerlos de las riendas cuando éstas están arriba de la cabeza.

Aunque anduve muchos miles de millas en Sudamérica, era completamente torpe para elegir un caballo bueno o de buen andar, pues, por las apariencias, encontré imposible formar juicio; en efecto, generalmente, elegía para mí los caballos de peor aspecto, pues a veces imaginaba eran los mejores.

Cuando los montaba por primera vez, con frecuencia se encabritaban, pero aflojando las riendas y espoleándolos, generalmente echan a andar, y, una vez que toman el paso, marchan tranquilos. Sin embargo, el corcovo es muy penoso de soportar, pues con el mucho andar a caballo, las espaldas y hombros se ponen tan horriblemente envarados que un movimiento tan súbito y violento parece dislocar los miembros.

Se acercaba la noche y los carruajes no aparecían. Ansiosamente los busqué en el horizonte hasta que oscureció; luego entré al rancho y ordené a una mujer que trajese el asado y sopa preparados para los compañeros. Tenía un hambre voraz pues, tan ocupado con los potros, olvidé que no había probado bocado desde el alba. La mujer trajo una sábana sucia doblada en cuatro que tendió sobre una mesita cuadrada, y luego una botella de vino. «¿Tiene un vaso?» «No hay, señor». «Oh, no importa», dije, llevando el gollete a la boca. La mujer volvió con la carne cortada en pedazos, en una fuente de peltre -humeaba y parecía muy buena-, y también me dio un poco de pan. Inmediatamente saqué del bolsillo un cuchillo y tenedor en forma de navajas. Me preguntó si necesitaba algo más. «No», respondí, echando a   -156-   la boca un pedazo de carne; pero cuando ella trasponía la puerta, la hice volver, y le pedí un poco de sal. «Aquí está, señor», dijo la mujer, al parecer acordándose, y abriendo la mano derecha puso muy tranquilamente sobre la mesa un puñado de sal que destinaba para mí, y como quedara un poco en la palma de la mano, lo sacó rascando con los dedos y parecía resuelta a que yo no perdiera una partícula.

No había candelero, pero, con la carne, una negrita de siete años, casi desnuda, trajo una vela de baño, torcida, color pasa, que tuvo en la mano todo el tiempo de mi comida. La criaturita tenía aros de oro en las orejas y collar de cuentas rojas. Le di un gran pedazo de pan que comió muy despacio, con la gravedad más perfecta en la cara. Mientras yo comía, en ocasiones la miraba; nada tenía blanco sino los ojos y el pedazo de pan en la boca; observaba cada bocado que yo comía, y sus ojos seguían al tenedor desde la fuente de peltre a mi boca. Con la mano izquierda se rascaba su cabecita motosa, pero no movía sino los dedos negros y estaba de pie, inmóvil como estatua de bronce.

El carruaje no llegaba, y puse mi recado al frente de la posta y allí dormí. Avanzada ya la mañana, llegó uno de los peones para decirme que el carruaje de dos ruedas se había deshecho a pesar de todas las composturas; que se hallaba enmedio del campo, y que los compañeros se habían visto forzados a cabalgar y poner el equipaje en caballos de posta, y estarían conmigo al momento. Así que llegaron, me contaron su historia y pregunté qué haría con el carruaje17. No valía más de cien duros, y habría costado más guardarlo y haber mandado una rueda nueva a seiscientas millas de Buenos Aires; así, lo condené a quedar donde se hallaba para que los gauchos robaran los forros, y lo miraran de hito en   -157-   hito las águilas y gamos; en suma, lo abandoné a su destino. Me había retardado mucho por causa de los carruajes y ansiaba tanto llegar a Buenos Aires sin perder un momento, que resolví seguir solo inmediatamente. Tres de mis hombres manifestaron deseos de acompañarme en vez de ir en carruaje; así, después de sacar del talego de lona dinero suficiente para la distancia (unas seiscientas millas), dejé a los demás para el coche, y otra vez, sin cuidarme de ejes y ruedas, salí a galope con un sentimiento de independencia completamente delicioso.

Anduvimos sesenta millas aquel día, sin perder un momento, acercándonos directamente al corral y desensillando y ensillando nuestros caballos. La mañana siguiente uno del grupo estaba incapacitado para seguir, quedó en la posta, y partimos antes del alba. Después de galopar 45 millas, otro dijo estar tan molido que no podía seguir, y también quedó en la posta para ser recogido por el carruaje; luego, continuamos dieciséis millas, cuando el otro se agotó y realmente apenas pudo arrastrarse hasta el rancho, donde se quedó. Como yo estaba ansiosísimo por llegar a Buenos Aires y resuelto a hacerlo tan pronto como mis fuerzas me lo permitieran, anduve sesenta millas más aquel día, en que el caballo rodó dos veces conmigo, y llegué a la posta una hora después de ponerse el sol, completamente cansado. Nada encontré para comer, porque la gente que vive en esa posta estaba bañándose y, en consecuencia, me dirigí a otro sitio del río y tomé un baño delicioso. Luego tendí mi recado en el suelo, pues el rancho estaba lleno de pulgas y vinchucas. La gente volvió del río, y se preparaba la cena, cuando un joven caballero escocés, que había cabalgado algunas paradas conmigo, me pidió que fuera a cantar con las niñas de la posta que, según decía, eran lindísimas. Las conocía muy bien, pues había pasado varias veces, pero estaba demasiado cansado para cantar o bailar; sin embargo, como era aficionado a la música, mudé mi recado y poncho muy cerca de la reunión, e inmediatamente de comer un poco de carne, me volví a acostar, y cuando un aire deliciosamente fresco me acariciaba la cara, me dormí en momentos en que las   -158-   niñas entonaban muy lindamente un triste peruano, acompañado con guitarra. Había gratificado al capataz para que dejase por la noche algunos caballos en el corral; por tanto, partimos antes de salir el sol y galopamos el día entero hasta media hora después de ponerse; anduvimos 123 millas. El sol del verano tiene fuerza inconcebible para quienes no lo han sufrido, y dondequiera que paráramos en el corral para mudar caballos, el calor era tan grande que era casi insoportable. Sin embargo, galopábamos todo el tiempo y el rápido movimiento producía una brisa refrescante. Los caballos se extenuaban con el calor, y si no hubiera sido por las afiladas espuelas gauchas que calzaba, no habría avanzado. Los caballos pamperos siempre respiran bien, pero con el sol fuerte y el pasto ardido se debilitan, y acostumbrados a seguir sus propias inclinaciones, necesitan disminuir el paso o más bien pararse del todo, pues, cuando van montados, no tienen ningún paso entre el galope corto y el tranco, y, por consiguiente, a menudo es absolutamente necesario darles espuela casi la mitad del camino entre postas, o también dejarlos tranquilos, concesión que, bajo un sol abrasador, el jinete se siente muy poco propenso a otorgar. Cuando galopan apurados por las espuelas, es interesante ver los grupos de caballos salvajes que uno pasa. Las yeguas, que nunca se montan en Sudamérica, parecen no entender por qué el pobre caballo lleva la cabeza tan agachada y parece tan fatigado. Los potrillos inocentes vienen corriendo a encontrarlo y luego huyen asustados, mientras que los caballos viejos, cuyas manchas blancas en costados y lomo denuncian su intimidad con espuelas y recado, marchan reposadamente alguna distancia, y luego, tomando el trote, al buscar su seguridad, bufan y miran atrás, primero con un ojo, después con el otro, volviendo el hocico a derecha e izquierda, y parando en el aire sus largas colas. Así, el pobre caballo llega a la posta con frecuencia completamente aplastado, mojado como si saliese del río, y con los costados frecuentemente sangrando en abundancia; pero la vida que lleva es tan saludable, su constitución tan perfectamente sana, y su alimento tan sencillo, que nunca tiene los ataques   -159-   inflamatorios mortales de los caballos gordos en Inglaterra. Ciertamente suena a crueldad espolear tan violentamente el caballo como a veces es necesario en las Pampas, y así es, en efecto; sin embargo, queda algo por decirse, en disculpa: si está cansado y exhausto, el jinete también lo está; no es pinchado en vano, sino que va llevando a un hombre atareado, y para servicio del hombre fue creado. Suponiéndolo siempre tan cansado, todavía tiene libertad cuando llega a la meta, y si se da maña, puede pasar muchísimo tiempo sin volver a ser utilizado; y entretanto el país entero le da alimento, libertad, salud y placer; y el trabajo que en ocasiones ha hecho, y los sufrimientos que ha soportado, acaso le enseñan a apreciar las llanuras salvajes en que ha nacido. Quizás sufra a veces con la espuela, pero cuán diferente es su vida de la del pobre caballo de posta inglés, cuyo trabajo aumenta con el alimento, que diariamente trabaja con anteojeras y nada sabe de la creación fuera del camino polvoroso que recorre, y del enrejado para el pasto y pesebre del establo calentado por la falta de ventilación.

El campo que recorrimos este día estaba cubierto de langostas de color bellísimo: recorrían el camino tan apretadas que no se veía el suelo; algunas se precipitaban en un sentido y otras en otro, pero en dos columnas por lados distintos del camino, como la gente de la City de Londres. En la posta las langostas eran tan numerosas, que una pobre mujer, desesperada, les echaba fuera barriéndolas con escoba, y hervían a montones subiéndose a las patas de mi caballo. Una niña me había dado un poco de agua y puse en el suelo mi sombrero de paja, mientras me sentaba para beberla, y con sentimiento de grandísimo placer miraba el jarro de fabricación inglesa en que estaba escrito:


No power on Earth
can make us rue,
if England to her
self proves true18.



  -160-  

Cuando vi mi sombrero literalmente cubierto de langostas que devoraban la paja. Así que lo levanté, estas criaturas multicolores saltaron como arlequines. Su número es completamente increíble, y sería el enemigo más serio para quien intentase cultivar una chacra aislada en las Pampas; aunque la gran población y el cultivo general quizás las alejarían.

Llegamos tarde y muy cansados a la posta, habiendo cabalgado 123 millas, y encontré al maestro, don Juan, ocupadísimo, preparando la cena para un fraile que acababa de llegar en carruaje; el agua era sumamente mala, y empezaba a creer que lo pasaría muy mal, cuando el fraile me invitó a participar de su cena, que humeaba en la mesa. Él tenía algunas botellas de agua buena, y nosotros estábamos delante de un cordero asado. El fraile comió el corazón y parecía disfrutar el refrigerio tanto como yo. Era callado pero muy bondadoso, y en ocasiones saludaba el plato, y decíame: «¡Come bien!». Después del cordero, sacó una caja de dulce, y luego la mano a la amplia manga del hábito de sarga blanca y sacó algunos cigarros.

La mañana siguiente partimos al alba. El sirviente del coronel francés empezó a quejarse y después de andar cien millas no lo vi más, y él y el caballero escocés que me acompañaban se pararon al entrarse el sol. Yo seguí unas veinte millas, y al día siguiente anduve 120, llegando a Buenos Aires dos horas después de puesto el sol.



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Algunas observaciones generales sobre el trabajo de minas en Sudamérica

Cuando se reflexiona acerca de las inmensas riquezas provenientes de algunas minas y las grandes sumas de dinero que en otras se han perdido, es evidente que la inspección de una mina con el propósito de beneficiarla, empleando inmediatamente gran capital, es en cualquier país obligación importante y difícil. Hay quizás pocos objetos que requieran consideración más deliberada y desapasionada, pues ser demasiado audaz o demasiado tímido son faltas fáciles de cometer. En el primer caso, se edifica sobre esperanzas que jamás se realizarán; en el último, se pierde una recompensa que la energía y empresa habrían asegurado; y las pasiones del ánimo nunca son más fogosas para descarriar el juicio que cuando el objeto a considerar es la adquisición de lo que se llama «metales preciosos».

Pero si éste es el caso en países civilizados donde la experiencia ha recogido muchos datos valiosos, donde el filón a inspeccionarse puede compararse con los que están florecientes y con los que han fracasado, donde las operaciones pueden empezarse con paso cauteloso, donde el malacate puede ser sustituido por la cabria y la cabria por la máquina de vapor, cuánto más difícil es la tarea cuando el filón está en país extranjero, desprovisto de recursos, práctica y población, y cuando como extranjero uno es conducido   -162-   por una serie de montañas salvajes, estériles, a un lugar desierto, para resolver inmediatamente si se ha de aceptar o no la mina. Como éste ha sido mi caso, me aventuraré a hacer unas pocas observaciones imperfectas sobre el punto.

El primer objeto que atrae la atención hacia un filón, es su valor o contenido real, y este valor se ha estimado últimamente en Inglaterra sólo por la inspección y ensayo de un trozo de mineral; pero es natural que este juicio esté completamente equivocado, pues un gran filón, de ensayo moderado, puede ser más valioso que una veta pequeña de minerales o ensayos ricos, y un filón extraordinariamente rico puede ser demasiado pequeño para valer el gasto de la explotación, mientras que un filón pobre muy grande se puede beneficiar con provecho.

Pero, al lado de estas observaciones, debe considerarse la calidad física del filón, pues la grieta rara vez está llena de mineral, contiene también cuarzo, marquesita, etc., etc., y a veces es caja fuerte que no encierra riquezas.

Por tanto, es evidente que, además de la magnitud del filón y del ensayo, debe considerarse también la cantidad promedio de mineral que contiene; porque un gran filón, con un reventón casual de ricos minerales, acaso no valga la pena trabajarlo como a otro pequeño con numerosos reventones de minerales más pobres.

El siguiente es un memorándum desordenado de algunas dificultades físicas, morales y políticas que probablemente impedirán el trabajo de minas en las provincias del Río de la Plata por compañías inglesas.


Físicas

1.º Las grandes distancias que separan las minas de sus provisiones de hombres, herramientas, materiales, víveres, etc., y que separan las minas entre sí; los malos caminos; peligro de pasar las laderas; ríos y torrentes sin puentes y con frecuencia infranqueables; situación de las minas generalmente   -163-   entre montañas elevadas y estériles, sin recursos o auxilios.

Lo anterior requeriría desembolsos cuantiosos, y a menudo produciría gran demora que, en operaciones comerciales, es pérdida de dinero.

2.º Sequedad del clima que no provee agua para la maquinaria, o para lavar los minerales, sino poca para beber, la misma mina seca o casi seca. Por lo arriba expresado, la maquinaria es inaplicable, y las minas se adaptan mejor para el esfuerzo limitado de poca gente que para las operaciones extensivas de una compañía inglesa.

3.º El calor del clima; sus efectos sobre los europeos.

4.º Las llanuras desoladas e inseguras interpuestas entre las mismas y el puerto de embarque para los productos; distancia media, más de mil millas de acarreo.

5.º La pobreza de los filones comparados con los de México, Perú o Potosí.




Morales

La carencia de población; sus efectos. La falta de educación común, y, en consecuencia, las estrechas miras de los naturales. La clase más rica de gente en las provincias no acostumbrada a negocios. Las más pobres no quieren trabajar. Ambas perfectamente destituidas de toda idea de contrato, puntualidad o valor del tiempo. Entre poca gente, la imposibilidad de obtener franca competencia o evitar el monopolio de cualquier artículo requerido, o la combinación que levantaría el precio ad libitum. Las costumbres salvajes de salteo de gauchos; fácil absolución de los sacerdotes; insuficiencia de las leyes.

La falta de experiencia, etc., en el comisionado de la compañía. El carácter, constitución, hábitos y necesidades costosas de los obreros ingleses o europeos, mal adaptados al país. La experiencia obtenida en las minas de cobre de Cornwall, inaplicable para extraer minerales de plata en Sudamérica. Los europeos, vencidos por el clima, se hacen indolentes, por poseer grandes salarios independientes de un   -164-   país donde el vino y los licores son baratos; mujeres del país; su carácter. Imposibilidad de inspeccionar con frecuencia las minas lejanas; en consecuencia, la necesidad de confiarse, y fiar oro y plata a muchos individuos que, en Inglaterra, no se considerarían personas de educación suficiente para situación tan difícil. Es probable que algunos tratasen de cumplir con su deber, pero la certidumbre de que uno solo falle, por negligencia u otra causa, afectaría los intereses del conjunto.




Políticas

Razones importantes por las que, minas sudamericanas que se trabajaron con provecho, ahora arruinarían a los europeos o naturales que intentasen explotarlas:

Inestabilidad e insuficiencia del gobierno nacional de las Provincias Unidas. Gobiernos provinciales; repentinas revoluciones. Celos existentes entre las provincias y Buenos Aires. A pesar de los contratos los gobiernos no permitirán salir grandes utilidades de sus provincias, ni que pasen por ellas sin pagar contribución. Individuos azuzados por los sacerdotes para derrocar al gobernador; sus actos y contratos caducan con él. La Junta podía voluntariamente retirarse; su responsabilidad habría entonces desaparecido; no hay remedio, sí apelación19.







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Conclusión

Completando ya el bosquejo muy desordenado y defectuoso de las Pampas, etc., y algunas de las provincias del Río de la Plata, y de los gobiernos y hábitos de la gente, es natural considerar cuán poderoso será necesariamente este país, cuando, animado por crecida población, enriquecido por la industria e inteligencia del hombre, y protegido por la integridad y poder de los gobiernos bien constituidos, asuma el rango que le corresponde en el mundo civilizado, por su clima y suelo; y como, en el gran sistema de sucesión de la Naturaleza, «naciones e imperios surgen y se derrumban, florecen y decaen», es posible que este país, valiéndose de la experiencia de las épocas pasadas, se convierta en escenario de acciones más nobles que cualquier nación del Viejo Mundo, cuya oscura marcha hacia la civilización fue sin antecedentes que la guiaran, o fanal que previniese los peligros. Y lejos de recelar la fuerza y energía superiores que un país nuevo alcance, es agradable anticiparse a la prosperidad que lo espera y abrigar la esperanza de que su brazo joven defienda la dignidad y honor de la naturaleza humana, que liberte esclavos, y, contra todas las amenazas y peligros, sostenga la libertad, cuando la decrepitud de una nación más vieja la inhabilite para la tarea.

Pero entre la eminencia moral y política que las Pampas y   -166-   las provincias del Río de la Plata alcancen, y su estado actual, media una distancia que todos ven con claridad, aunque nadie calcule el tiempo que se empleará en recorrerla. Las dificultades que deberán vencerse necesariamente serán grandes, y no es impropio e inútil tema de reflexión considerar cuáles son algunas de éstas.

El gran desiderátum de estos países es la población, pues, hasta que alcance cierta densidad, las provisiones de la vida deben forzosamente conseguirse con facilidad, y la gente permanecerá en la indolencia hasta que la necesidad la conduzca al esfuerzo. El exceso de población del Viejo Mundo afluirá sin duda a estos países, llevando consigo diferentes hábitos e idiomas y costumbres. Los sitios donde se establezcan los emigrantes dependerán de los productos que obtengan con mayor facilidad, y los gobiernos de las diferentes provincias serán más o menos poderosos en proporción al éxito de esta gente. Algunas progresarán, otras permanecerán en el mísero estado de pobreza e inacción en que hoy viven; y las leyes y reglamentos que gobiernen en una provincia serán insuficientes, inaplicables, o contrarias a los intereses de las demás. Cuando las provincias sean más vigorosas, probablemente se hallará que la situación geográfica de muchas de las actuales capitales debe cambiarse forzosamente. Por ejemplo, la provincia marítima de Buenos Aires ya requiere un nuevo puerto, el gobierno, debe seguirlo.

Idioma, religión, hábitos y ocupaciones de las diferentes provincias serán naturalmente influenciados y afectados por el número de los nuevos pobladores y las leyes deben variar con las exigencias que requieran. Las provincias, a medida que se engrandezcan, como es natural, desearán ser independientes, y rápidamente disminuirá la posibilidad de que todas sean gobernadas por Buenos Aires.

Durante estos acontecimientos u otros semejantes, las provincias del Río de la Plata necesariamente han de estar en condición turbulenta e inestable. El gobierno, nacional, obstaculizado en sus planes, abandonado a veces por una provincia, o jaqueado por otra, inevitablemente debe proceder   -167-   a menudo en contra de los intereses de los proyectos que haya iniciado; mientras los gobiernos provinciales, con frecuencia, han de ser súbitamente derrocados, aniquilados y remodelados, hasta que la prosperidad haya dado a la sociedad los principios liberales de una buena educación que, con el tiempo y la experiencia, al fin constituirá gobiernos prácticamente adaptables al país.

Si el estado de las provincias del Río de la Plata ha sido bosquejado correctamente, y si la anterior fuese relación clara de algunas dificultades probables que estas provincias experimentarán en su marcha progresiva hacia la civilización, hay dos cuestiones que se deben considerar, muy importantes para los intereses de muchos individuos de nuestro país.

1.ª Si es conveniente para quienes están en circunstancias apuradas en Inglaterra, emigrar a aquellas provincias.

2.ª Si es prudente para los grandes capitalistas invertir allí su dinero en cualquier establecimiento permanente o especulación.

Mi humilde opinión sobre estas dos preguntas importantes es, en pocas palabras, la siguiente:

El individuo pobre, o la familia pobre, o un grupo de familias pobres, que lleguen de Inglaterra a aquellas provincias, inmediatamente se aliviarán de los sufrimientos causados por la falta absoluta de alimento, pues irán a un lugar donde la carne ordinaria es barata. Los artesanos tendrán buenos salarios en la ciudad de Buenos Aires; pero, como los paisanos ingleses no son aptos para ejecutar ninguna clase del trabajo encomendado a los gauchos, no recibirán más que la alimentación.

Actualmente en Buenos Aires los artesanos encontrarán las provisiones carísimas y, aunque reciban más dinero que en Inglaterra, no vivirán tan bien. Los alojamientos, siempre sin muebles, son horriblemente sucios, llenos de toda clase de bichos; y, con todo, sumamente caros. La carne se vende tan machucada que, cuando primero llegaron los mineros cornualleses, a menudo volvían de los carros de carniceros sin comprar carne, no pudiendo decidirse a comerla. Las   -168-   gallinas en Buenos Aires son también malísimas, como que se alimentan con carne cruda -en ocasiones las he visto sacar del interior de una osamenta de caballo- y todos nos figurábamos que los huevos sabían a carne. Los cerdos son carnívoros. La carne cruda es barata, pero el combustible20, pimienta, sal, pan, agua etc., caros, con tanta exorbitancia que el comer carne cocinada, en realidad, resulta caro; y todo artículo de indumentaria es ochenta por ciento más caro que en Inglaterra.

La sociedad de clase inferior de ingleses e irlandeses, en Buenos Aires, es malísima, y su físico evidentemente decae por la bebida y el calor del clima, mientras se degrada mucho su moral y carácter. Lejos de la religión y ejemplo moral de su país y sin ver amigos y relaciones, incurren en hábitos de abandono y disipación, demasiado evidentes para los recién llegados de Inglaterra; y también es positivamente cierto que todos los emigrantes británicos de Buenos Aires son de aspecto enfermizo, sucios en su traje y deshonestos en su conducta. El pobre con familia joven, en consecuencia, debiera reflexionar antes de introducirla en tal sociedad, pues es seguramente mejor que sus hijos, hasta llegar a edad de trabajar, padezcan en ocasiones, de necesidad en Inglaterra, a que sus físicos empeoren y desaparezcan aquellos principios que inducen a todo hombre religioso y honrado de Inglaterra a trabajar con alegría, volviendo del trabajo con cuerpo sano y ánimo contento.

Un hombre solo quizás imagine poder resistir los efectos de las malas compañías, gozar del clima y libertad del país y, con cuidado, economizar una suma de dinero para retomar a Inglaterra; pero encontraría muchas dificultades inesperadas.

La principal para el hombre trabajador es el clima, tan horriblemente caluroso en verano que su físico no puede afrontarlo, y a pesar de todo su deseo de trabajar, encuentra que le faltan fuerzas, y es dominado por una debilidad para él   -169-   antes desconocida. Entonces desearía volver a Inglaterra, y la ausencia de amigos y su incapacidad para el trabajo le descorazonarían con una vida que vacila pesadamente en sus manos y se hace más triste porque, a menos que tenga gran suma de dinero para el pasaje, ve que no puede retornar.

Las observaciones anteriores no son completamente teóricas. Particularmente noté el efecto inesperado que el clima producía en muchas compañías inglesas21, y en una gran masa de nuestros mineros ingleses, seleccionados en Cornwall por su buena conducta, que llegaron al Río de la Plata resueltos a conservar su carácter. Vieron el estado de degradación de los angloporteños y motu proprio, se mantuvieron aislados de ellos; pero la baratura del alcohol y lo ardiente del clima los indujeron a beber, lo que difícilmente pudieron resistir. Así que se afirmó el calor, los hombres, exhaustos, se quejaban de una «debilidad» nunca sentida; y tan grande, que muchos de los más fuertes preferían pasarse sin carne a la fatiga de salir al sol para traerla. Esta debilidad producía su efecto natural en el ánimo y manifestaban su disgusto por un clima en que no podían hacer ningún esfuerzo, y se cansaban aun estando acostados o sentados; y tan pronto como resolví hacerlos volver al hogar todos ellos muy gozosos abandonaron las ventajas lucrativas que los habían decidido a venir al país, y ninguno de ellos quiso quedarse, aunque, según contrato, cada uno podía reclamar   -170-   sesenta libras esterlinas en vez del pasaje, e inmediatamente hacer buenísimos contratos con otras compañías mineras; pero todos ansiaban volver, y oí a varios decir que «preferían trabajar hasta deformarse los dedos en Inglaterra, a ser caballeros en Buenos Aires».

Por las circunstancias arriba expresadas, y muchas otras observaciones que traté de hacer sobre las condiciones de los pocos emigrantes ingleses que encontré en distintas provincias, estoy convencido de que tanto los hasta ahora emigrados del país como los desertores del ejército de Whitelock, han pasado sus días disgustados y arrepentidos; que el físico individual ha empeorado más o menos; que sus principios religiosos han desaparecido por completo, y, por tanto, sinceramente aconsejaría a los pobres, especialmente con familia, que no emigren a latitudes tan calientes si tienen medios de vivir en Inglaterra.

En respuesta a la segunda pregunta: si es prudente que los grandes capitalistas inviertan su dinero en cualquier establecimiento permanente o especulación los hispanosudamericanos se han hecho ciertamente independientes del gobierno de España, y esto ha provenido, como es natural, de su propia fuerza efectiva y de la impotencia del gobierno español. Sin embargo, suponiendo que provenga solamente   -171-   de la primera causa, debe admitirse que una nación joven pueda ser bastante fuerte para conquistar la independencia, sin tener educación, sabiduría o experiencia bastantes para saber utilizarla, y, considerando la situación política especial del país, debo confesar mi opinión de que, durante los disturbios y vicisitudes que inevitablemente han de acompañar al progreso de estas provincias hacia la civilización, sería imprudente para el extranjero entrar en ninguna empresa permanente, pues, ignorante de lo que va a suceder, todo lo que puede esperar con confianza es que se efectuarán grandes cambios, que él siempre será persona responsable, mientras revoluciones imprevistas pueden hacer desaparecer gobiernos e individuos con que se haya radicado, quedándose en la vasta llanura sin remedio, y quizás también sin causa justa de queja. Acaso haya tratado con un gobierno que ha dejado de existir, o con un individuo cuya fortuna e influencia hayan desaparecido de repente; y sea como una persona que vino de Inglaterra a Buenos Aires algunos años ha, con promesa de una situación lucrativa en el Cabildo y, al llegar, supo que el Cabildo acababa de desaparecer.

Puedo hablar por experiencia propia, pues me encontré muy cerca de una situación semejante, o peor. Me proporcionaron cartas de recomendación para el gobernador de San Juan y un ejemplar de la famosa Carta de Mayo, promulgada en aquella provincia, otorgándonos la tolerancia de cultos; pero, de no demorarme felizmente en el camino, me hubieran encarcelado con el gobernador, que ya estaba entre rejas, y por la ventana del calabozo habría visto la Carta de Mayo quemada por mano del verdugo, enmedio de las aclamaciones populares. Sin embargo, no podría quejarme pues las cartas de recomendación y el ejemplar de la Carta de Mayo me fueron proporcionados con la mejor intención, y el gobernador de San Juan habría deseado otorgarme un recibimiento cortés; pero ocurrió una tempestad política sin anuncio previo.

El fracaso de la Compañía Minera del Río de la Plata es prueba seria de la insuficiencia de los gobiernos del Río de la Plata. La compañía se formó en Londres, en virtud de un   -172-   decreto, etc., del gobierno de Buenos Aires, que autorizaba la constitución de una compañía para beneficiar las minas de las Provincias Unidas, a elección discrecional de la compañía, y para adelantar este propósito, los gobernadores de las provincias mineras enviaron informes con una descripción de sus minas. Sin embargo; cuando llegué a Buenos Aires encontré que los gobiernos ya habían vendido casi todas las minas a compañías competidoras, y que tanto el gobierno de Buenos Aires como los de las provincias habían sido completamente incapaces de cumplir sus compromisos. Intereses privados y especuladores particulares habían predominado sobre la ley e intención gubernativa y no les quedaba más que confesar: Tempora mutantur, et nos mutamur in illis.



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