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Las seis vidas de Roque Fernández

José María Martínez Cachero





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De algún tiempo a esta parte, el nombre y la obra del escritor José López Rubio (nacido en 1903) disfrutan de una cierta popularidad, apoyada en títulos y hechos como los que siguen. De 1983 data la publicación del libro Entrevista con la madre Teresa de Jesús, singular invento de un curioso preguntador venido de bien lejos en el tiempo (nada menos que cuatro siglos de por medio) para, seducido por la lectura de los escritos de la monja carmelita, amistar entrañablemente con ella. El día 5 de junio de ese mismo año se celebró en la Real Academia Española de la Lengua la recepción de López Rubio como miembro de número; el recipiendario leyó entonces un discurso acerca de La otra generación del 27, emocionada memoria de cuatro escritores amigos -Edgar Neville, Enrique Jardiel Poncela, Miguel Mihura y Antonio de Lara «Tono»-, que, junto al propio López Rubio, pueden constituir, dentro del amplio espacio de esa generación (nada menos que ciento diez nombres figuran en el recuento efectuado por Juan Manuel Rozas), grupo aparte, distinguido por una preferente (aunque no exclusiva) dedicación al teatro y al cultivo del humor -esto último con especies tan variadas como el artículo periodístico, la narración corta y extensa, el mismo teatro-, muy ligado dicho cultivo al magisterio, insoslayable por entonces (años 20 y 30), de Ramón Gómez de la Serna. Más recientemente, en abril de 1986, el dramaturgo López Rubio, después de prolongado tiempo de silencio como tal (la comedia El corazón en la mano se estrenó en 1972), volvió a los escenarios con una obra, La puerta del ángel, escrita tiempo ha pero diferida su representación   —592→   por escrúpulos o inseguridad del autor, pues se trata de una pieza harto distinta por el tono -dramático- a lo más habitual, tópico si se quiere, de su teatro: evasivo, frívolo en apariencia, como más de una vez se dijo y no siempre con intención comprensiva. Coincidiendo en el tiempo con este estreno, que fue un éxito de crítica y de público, se produjo la reedición de la novela Roque Six, objeto de nuestro comentario.

1928, año de su publicación, es también el de un premio para la comedia inédita De la noche a la mañana, fruto de la colaboración de José López Rubio y Eduardo Ugarte. El diario madrileño «ABC» había convocado un concurso para autores noveles, al que concurrieron 884 originales y que falló un jurado que formaban Arniches, José Juan Cadenas y Eduardo Marquina; el premio tenía una dotación económica de dos mil pesetas más «la seguridad de estrenar la obra en un teatro de esta corte», tal como sucedió no tardando mucho y con buen éxito. Se iniciaba así un camino literario -el del teatro- por el que avanzaría brillantemente López Rubio, ya sin colaboradores, años después y hasta nuestros mismos días.

Otro camino literario -el de la narrativa- había sido iniciado también por López Rubio incluso antes de 1928, ya que el volumen Cuentos inverosímiles, muestra de un humor que se balancea entre Wenceslao Fernández Flórez, un clásico ya en el género, y Ramón Gómez de la Serna, su revolucionario renovador, data de 1926 y levemente anticipa, así en personajes como en situaciones y expresión, lo que poco más tarde cuajaría, espléndidamente por cierto, en Roque Six. Su autor parecía comprometido a seguir por este camino, añadiendo otros títulos, tal como lo atestigua el hecho de que en alguno de los libros publicados por Biblioteca Nueva (Madrid) dentro de la serie «Grandes Novelas Humorísticas» (en la de Neville, Don Clorato de Potasa, 1929, por ejemplo), se anuncia como «en preparación» obra de López Rubio, nunca publicada que sepamos. El teatro pasaría, por tanto, de ser «otro» camino a convertirse en el «único» camino literario de nuestro autor, entrevistado, mencionado, estudiado siempre como dramaturgo y, de ordinario, olvidado o apenas recordado en cuanto narrador.

La composición de Roque Six corresponde (según expresa declaración de su autor) a 1924-1926 y 1927, años que -como el de 1928: publicación-   —593→   están signados en la narrativa española por hechos y tendencias que deben recordarse a la hora de comentar esta novela. En el mismo 1928 veían la luz, entre otras novelas, Los príncipes iguales (Joaquín Arderíus), El blocao (José Díaz Fernández), Puerto de sombra (Juan Chabás) o El caballero del hongo gris (Ramón Gómez de la Serna), a las cuales unifica, por encima del talante y edad de sus autores (Ramón es el mayor), la novedad técnica del relato servido por una expresión a la que distingue la frecuencia comparativa y metafórica, más, en ocasiones, un ingenioso toque de humor. Pero si Chabás y Ramón diríase que no pretenden otra cosa sino jugar con tales ingredientes y sorprender así al lector, Díaz Fernández, joven escritor que no desdeña el uso de semejante instrumental, va más allá y carga de intención significativa -una ideología: el pacifismo y el antimilitarismo, verbi gratia- las siete narraciones reunidas en El blocao; se vislumbra, pues, lo que sin tardar mucho tiempo -a la altura de 1930- sería, de mano del propio Díaz Fernández, claro deslinde entre una literatura (novela en este caso) de «vanguardia» -solamente en lo externo y estético- y otra de «avanzada», a la cual se adscribe el deslindador, que arrastra consigo un compromiso político-ideológico. A lo que nadie -y menos si es joven en años- podía sustraerse por entonces, so pena de quedar en rezagado decimonónico, era al vuelco que, desde 1902 concretamente, venía experimentando nuestra literatura narrativa por obra y gracia de algunos noventayochistas -Unamuno, Azorín y Valle Inclán más que Baroja- y novecentistas -Miró y Pérez de Ayala- hasta llegar al influyente Ramón Gómez de la Serna, a lo que debe sumarse, en el orden teórico, la doble formulación orteguiana de 1925 -sus ensayos La deshumanización del arte e Ideas sobre la novela- que, pese a su propósito de mero y aséptico informe acerca de una determinada situación, pesó decisivamente en la voluntad creadora de bastantes jóvenes que empezaban por entonces su carrera, caso por ejemplo de Rosa Chacel, por ella misma confesado, y de los que alguna vez llamé narradores «Nova novorum».

Cabe pensar que a nada de todo esto fue ajeno el autor de Roque Six, cuya situación literaria coetánea, sin olvido de otros débitos, adeuda mucho al ejemplo estimulante del creador de las Greguerías, tal como se   —594→   echa de ver en el tono deliberada y desenfadadamente lúdico de esta novela, con personajes y situaciones sacados de sus quicios normales y con la reiterada presencia de un humor nada tópico; tanto para él mismo como para su reducido grupo de colegas afines fue decisivo (López Rubio lo reconocerá bastantes años después, al ingresar como académico) «este fenómeno que aturdió a este grupo de jóvenes y los dejó como si les hubiera dado un aire, llenando sus cabezas de violentos hálitos, que se llamó Gómez de la Serna».


Reencarnaciones

Lo que le ocurre a Roque Fernández, protagonista de la novela Roque Six, tras su muerte y entierro en las dos primeras páginas del libro, es nada menos que una sucesión de reencarnaciones o nuevas vidas, en número de seis; de la anterior o primigenia se nos cuentan en el momento oportuno algunos pormenores -como «cosas pequeñas» son calificados- que constituyen la primera imagen, desde luego incompleta y no en acto, sino en recuerdo, del personaje, muerto finalmente a causa de una pulmonía.

Semejante recordación ocupa unas pocas páginas (de la 7 a la 11), colocadas inmediatamente antes de que comience la aventura de su reencarnación número uno -en este caso como Jean Rocherier, funcionario del Ministerio francés de Justicia, con residencia y familia en París-. Este proceso o esquema, donde alternan muerte-reencarnación y vida-muerte, se repetirá en seis ocasiones -de ahí el numeral latino que acompaña en el título al nombre del héroe- inexcusablemente, pero con algunas variantes que impiden la monotonía de la repetición al pie de la letra y peculiarizan cada uno de los núcleos o episodios que dan cuerpo a la acción; entre una y otra anécdota vital, de importancia y longitud desiguales, van, a modo de paréntesis, algunos párrafos que ofrecen noticia de las sensaciones físicas y de otro orden experimentadas por el sujeto paciente de las mismas, pero adivinadas por el narrador-autor (una sola persona). Tal es, globalmente descrita, la estructura de esta novela.

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Las variantes dentro del esquema propuesto vienen dadas por la nueva personalidad y dedicación del reencarnado Roque Fernández y también por el espacio geográfico donde habita y trabaja, y nunca por el tiempo histórico en que transcurren los sucesos, sólo una vez indicado y de modo harto impreciso: cuando a la vista de algunos hombres que cruzan en París por delante del protagonista, el autor advierte que «se notaba el rastro de la gran guerra [1914-1918] en los ojos de cristal de muchos hombres», sin que referencias de otro tipo -costumbres, canciones y bailes, moda femenina, pongamos por caso- nos adelanten o retrocedan en el curso temporal respecto de tan leve indicación. El número de páginas concedido a cada una de las seis nuevas vidas de Roque Fernández -desde ocho para la quinta hasta cincuenta y seis para la primera- avisa del menor o mayor relieve del episodio en cuestión. De este triple modo -personalidad y dedicación, espacio geográfico, longitud de la respectiva historia- se vence el peligro de monotonía, si bien el procedimiento estructural empleado daría ocasión para otros capítulos -más reencarnaciones de Roque-, trayéndole de acá para allá en el espacio y también en el tiempo, como si de una novela abierta o nunca acabada se tratase.

En las sucesivas reencarnaciones, y cualesquiera sean las circunstancias externas o apariencias de su nueva figura, alienta, como indestructible base, la personalidad originaria del protagonista: ese Roque Fernández que en ocasiones (como en la página 13, convertido en Jean Rocherier) tiene la sensación de ser «un suplantador». Los riesgos derivados de semejante situación no tienen que ver con la policía y la justicia, ya que sus papeles están en regla, ni tampoco con la materialidad de la existencia -dinero, ocupación, un techo-, pues sus necesidades y las de los suyos -esa familia que en más de un episodio: cuando Rocherier o cuando Farjeón, se le adjudica- quedan a cubierto. Lo que conturba el ánimo del reencarnado, una vez que sale de esa atmósfera vagorosa de entremuerte-entrevida para asentarse en su nueva realidad, es el choque con ésta, donde todo (o casi todo) -casa, familia, gente, empleo, idioma- le resulta desconocido y, por ello, proclive a la comisión de algún error que le delate ante sus recientes convecinos. Si ejemplificamos con el reverendo Farjeón, que ejerce como pastor de almas en la villa de Ainsworth (Nebraska), encontraremos que una caída por las   —596→   escaleras del púlpito donde predicaba fue accidente muy oportuno que le supuso unos cuantos días de inconsciencia a cuyo término «nadie se extrañaba de que el reverendo Farjeón mirara las cosas con ojos nuevos y se hiciese presentar a las gentes, incluso a las más allegadas, y luego hacer como que se acordaba»; en adelante, impuesto ya en la estrenada condición eclesiástica, no sentirá preocupación ni correrá riesgo.

Lo que hubo luego de Roque Fernández, funcionario de un ministerio destinado en una capital de provincia española, fallecido de una pulmonía, fue otro funcionario, de nombre Jean Rocherier, cuyas peripecias se reparten entre la oficina y la familia y cuyos escenarios son, además de París, un innominado pueblo donde abandona a aquella mujer y aquellos tres hijos que no se acostumbra a reconocer como suyos y se lanza a un imprevisto recorrido que da fin con su muerte. Saltamos después a Norteamérica, donde quien había sido por dos veces funcionario es ahora clérigo protestante y no sale de la demarcación pastoral de Ainsworth hasta que muere ahogado en un río, no menos estúpidamente que Rocherier, ahogado asimismo con una bola de ruleta atragantada en su garganta. Y así como la «Historia de la vieja piragua» rompe sólo por un momento, dada su brevedad, la marcha de la acción Rocherier, la aparición del difunto Dimas Firestone y su extraño relato constituyen una variación y también una ruptura, más extensa ésta, dentro del episodio Farjeón. Comparable en longitud y en importancia a los dos casos precedentes es el que viene seguidamente, en el cual Roque Fernández aparece convertido en el profesor Pezardjick, y la acción, que ahora es de índole política y tiene como base un regicidio, pasa en Bucarest. El relato del atentado, que no es acción actual, sino recordada, interrumpe la marcha de los hechos presentes: prisión, juicio y condena, huida de los acusados; se trata de una información necesaria para conocer a los personajes -una reducida banda de revolucionarios que capitanea nuestro protagonista- y el motivo de su cautiverio; todos terminarán libres, y la negativa a escaparse (pudiendo hacerlo) del profesor Pezardjick trae consigo una muerte más de Roque, ahora ante el pelotón de fusilamiento. Hay en esta cuarta existencia una circunstancia diferenciadora (más adelante la consideraré) respecto a pasadas y futuras reencarnaciones.

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Las dos últimas tienen menor longitud y relieve. En la quinta, la reencarnación supone una nueva vida total, puesto que lo nacido para sustituir al fusilado profesor es un niño innominado y sin recuerdos, que se ve obligado a vivir desde el principio -«terrible cosa la de volver a ser niño» (pág. 179)-; por fortuna para él muere al muy poco tiempo, cuando la doméstica que le cuidaba lo tira desde el balcón a la calle.

La sexta y postrera reencarnación presenta un curioso caso de gemelismo, ya que Roque Fernández vuelve de la eternidad con «un hombre al lado, tan pronto a un lado como a otro». Ambos conviven durante algún tiempo a lo largo de un breve recorrido que les lleva a un pequeño y anónimo pueblo (que era «como todos los pueblos de siempre»), hasta que una ficticia rivalidad amorosa los enfrenta y mueren uno a manos del otro, pues el cuchillo vengador que Roque esgrime contra su molesto compañero es también para él objeto mortífero. Tras esta muerte, ya definitiva, vendrá el olvido, el Cielo e igualmente el punto final de la narración.

Por boca del resucitado difunto Dimas Firestone tuvo Roque Fernández, a la sazón reencarnado en el reverendo Farjeón, la primera noticia acerca de la suerte que el Creador en sus designios le venía deparando, sin queja alguna por parte del interesado; las palabras de Firestone -«hasta que no cumplas tu misión, estarás en el mundo. Inútil, hasta entonces, que llames a lo eterno»- hacen meditar, primero, al protagonista -«su caso era bien extraño, y sólo con aquella razón se explicaba»- y, seguidamente, le conducen a un estéril movimiento de rebeldía -«¡Me moriré sin hacer nada de lo que quieren que haga!»-; pero cuando (páginas más adelante) Roque-Farjeón se deja ahogar en el río, lo que hace, ignorándolo, es cumplir el mandato ajeno, no el satisfacer la propia voluntad. Tal discordancia continúa en la reencarnación Roque-Pezardjick: cuando el primero toma la apariencia del segundo, éste había participado ya en el regicidio y, por tanto, Roque es inocente de ese crimen («Roque no había apretado el gatillo de ningún fusil», pág. 153). Acaso para compensar la injusticia que supone la condena a muerte dictada por el tribunal le es concedida al preso la posibilidad de escaparse (tal como harán sus compañeros de celda), posibilidad que el interesado no acepta porque piensa, equivocándose, que quien le manda desde afuera ahora «me quiere salvar»;   —598→   cuando más adelante, ya sin escapatoria posible, se halle frente al pelotón caerá en la cuenta del error cometido. No acaba, pues, su peregrinaje reencarnador y otros episodios van a añadirse.

¿Obedece a alguna razón significativa el orden en que van dispuestos, desde Roque Fernández a los Roques gemelos que cierran el retablo de personajes, los seis episodios o unidades de acción?; ¿sirve de referencia organizadora la «misión» asignada en este mundo a Roque Fernández, hasta cuyo cumplimiento no cesará el peregrinaje a que se ve sometido? Ni se trasluce ni, menos, se explicita de qué misión se trata y, por tanto, no se produce (a lo que creo) un final acorde con lo insinuado, salvo que éste sea el suicidio o autoasesinato que Roque comete contra su inseparable acompañante Roque. Tampoco encuentro motivos que abonen el orden sucesivo de los episodios que tal vez pudiera ser, del primero al último, otro distinto al que rige en la novela, donde no existe (y se trata sólo de apuntar una evidencia) gradación, por ejemplo, de menos a más en busca de un clímax como cierre o remate; repito que el número de episodios podría incrementarse. Dentro de cada uno de los actuales, la estructura es idéntica: muerte de Roque Fernández, nacimiento a la vida de un nuevo Roque y vicisitudes corridas por el reencarnado, tras las cuales volverá la muerte para comenzar seguidamente un nuevo caso; la narración de los hechos alterna con elementos descriptivos y diálogo, manteniéndose en estas tres zonas un matiz de ingeniosa ocurrencia y una expresión que abunda en imágenes y comparaciones, más la presencia de algunos momentos de un claro tono poemático.

El estilo de López Rubio en Roque Six merece alguna especial atención, pues no en vano se ha dicho por Fernando Lázaro Carreter que «cada línea cobija una sorpresa, un destello verbal, una joya poética inolvidable». Sorprende lo insólito e ingenioso de ciertas situaciones -cuando, verbi gratia, Roque-Rocherier consume tiempo y entretiene su soledad la tarde de un domingo barriendo primero su propia casa para después, en avance incontenible, salir de ella y llegar hasta la calle, ante el asombro y el elogio de los viandantes-. Abundan los destellos verbales, casi siempre teñidos de humor, bien alejado éste de lo tópico en la modalidad y muy próximo a Ramón, greguerizando, metaforizando,   —599→   divagando libérrimamente sobre la mirada superperfecta, sobre la pedagogía aplicada por los mayores a los niños u ofreciendo una meditación de Dios acerca de sí mismo. Grande es también la frecuencia comparativa, de ordinario establecida la relación de semejanza entre los términos A y B de ella por medio de como y sin que falte el toque humorístico, en ocasiones más bien rebajador; otras veces, la asociación establecida por el autor dignifica y transmuta las realidades convocadas y el resultado final cae dentro de lo poético: Roque-Rocherier contempla el trabajo de un pescador de caña, con el que casualmente ha coincidido, y en el momento de una captura, «nerviosismo que sube por la cuerda arriba, resbala por la caña, hasta el pescador. Un agitarse, un remolino, una sorpresa. Y sale el pez, moviendo su plata en el aire, creyéndose pájaro». Corporeización del nerviosismo: el del pez aprehendido y también el del pescador; las acciones sucesivas de «subir» y «resbalar»; la trimembración que sigue, expresiva y definitoria; como remate, ya desvanecida la sorpresa, una identificación pez-pájaro. La línea que sigue a lo transcrito y cierra el breve párrafo, posee tonalidad harto distinta a lo poemático que precede, es realista y denotativa sin más: «Se ha querido comer un gusano [el pez], pero el gusano estaba prendido con un alfiler». Podrían aducirse numerosos ejemplos, lo que sólo serviría para hacer evidentísima, apelando a la cantidad, lo excelente de la expresión en Roque Six.

La otra generación del 27 era (como queda dicho) el título del discurso académico de José López Rubio en junio de 1983, pero es también (en parte) el título de un libro de Laurent Boetsch -José Díaz Fernández y la otra generación del 27-, publicado en 1985 (Madrid, Editorial Pliegos); uno y otro autor, el español y el hispanista norteamericano, han elegido, dentro del amplio conjunto que es la Generación de 1927, una parte o grupo de ella diferente en cada caso. Sabemos ya a qué «otra» generación se refiere López Rubio; Boetsch saca al título de su trabajo un nombre (el de Díaz Fernández) que le parece capital, ejemplo de mayor significación, al que añade otros cuatro, todos ellos de cultivadores de la novela. Ocurre que así estos, como los dramaturgos evocados por López Rubio, tienen algo que ver -años de nacimiento y de   —600→   irrupción en la república literaria, decidida actitud innovadora, algunos modelos magistrales, etc.- con lo que se estima específico de tal generación, dentro de la cual es grande la diversidad.

El signo bibliográfico actual se muestra más favorable al grupo encabezado por el novelista de El blocao, en cuya reivindicación, luego de un largo tiempo de olvido, están empeñados algunos investigadores, que al de los dramaturgos amigos de López Rubio, alguno de ellos -Neville, Jardiel- cultivador también de la novela. Estos últimos narradores, humoristas destacadamente, junto con otros como Samuel Ros, Antoniorrobles, Valentín Andrés Álvarez, etc., tuvieron su casa (diríamos) en la colección de Grandes Novelas Humorísticas finalizando la tercera década de este siglo, y sus obras, presididas por una actitud lúdica, servida a la usanza de la vanguardia, no afectadas por ninguna desviación ideológico-política, agotadas tiempo ha, padecen un olvido injusto y necesitan (lo necesitan sus posibles lectores) reediciones como la que de Roque Six ha hecho la editorial Seix Barral (Barcelona, 1986).







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