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Capítulo X

Nueva sorpresa

     Aún siguieron hablando un buen espacio las tres viejas, dando pábulo con su charla a la curiosidad de Leonor, que no menos aterrada que curiosa aplicaba el oído a sus palabras. Horrorizáronla las descripciones de la infame Marta, confundiéronla las extrañas especies que vertía, pero figurósele todo un atajo de mal forjadas mentiras al efecto de captarse la grosera admiración de sus comadres. ¿Cómo había de persuadirse el enlace que entre Matilde y Perceval suponía, sabiendo a no poder dudarlo que estaba próxima a casarse con su primo? Comenzó con todo a hacer alto en los fingidos obsequios del galán forastero, en la clase de inteligencia que reinaba entre él y su prima; a lo que añadiendo mil y mil lances y circunstancias, insignificantes al parecer, pero muy significativas desde entonces, entró la duda en su pecho y púsose a meditar seriamente en el asunto. Tampoco echó en saco roto la escena del cenador, el abatimiento que aquella misma tarde había observado en Matilde, y mucho menos haberla visto por la mañana ante el retrato de don Luis colgado en la galería verde, y mirarlo con singular ternura, y correr al mismo tiempo por su desmejorado semblante tal cual lágrima fugitiva. Este último recuerdo levantaba nuevas dudas y abría inmenso campo a su espíritu para sutiles y enredadas cavilaciones.

Conocíase además infeliz y desgraciada, pensaba con mucha modestia de sí misma, y vino por fin a fijarse en que Matilde estaba enamorada de don Luis, que el enlace se iba a celebrar sin tardanza, y que la parla de las gitanas no era más que un tejido de bellaquerías y embustes.

     En esto hacíase de noche; y la capilla, únicamente alumbrada por dos lámparas semicirculares que colgaban de la bóveda, estaba ya sumergida en las más densas tinieblas. Asustóse de verse sola en aquel sombrío recinto, y al levantarse para volver a la casa la detuvieron a deshora unos tristísimos ayes que detrás del altar mayor se percibían. Una puerta había en aquel lado, pero sólo para los habitantes de la quinta en razón a que facilitaba el paso a las escaleras de caracol que conducían a la tribuna. Extrañó por consiguiente que alguno se hubiese introducido por ella, puesto que sólo don Alberto tenía la llave; y en la sospecha de si fuese individuo de la familia, anduvo vacilando entre huir o quedarse, a tiempo que la sorprendieron varias exclamaciones en cuyo eco reconoció al momento el metal de voz de su tío. Sin hacer el menor ruido deslizóse por entre las columnas y púsose en paraje donde poder oír lo que hablaban, por si era cosa que reclamase la asistencia de los habitantes de la quinta. Allí, pues, envuelta en las mismas sombras de la capilla, agobiado el corazón y llena la mente de lóbregas ilusiones, escuchó con sobresalto al principio y con gran sorpresa después las siguientes palabras:

     -Nada me digas -exclamaba don Alberto- tu generosidad no hace más que aumentar ante mis ojos su criminal desenvoltura: déjame recoger mi espíritu en el religioso seno de esta capilla, e implorar siquiera de la misericordia divina el consuelo que me niega una hija desobediente e ingrata.

     -Con todo, tío -respondió afectuosamente don Luis- paréceme que mi amor y mi respeto valen algo más que la repugnancia y aversión que usted me muestra. Conozco el agudo golpe que ha recibido usted; pero toda vez que Matilde está arrepentida, y que prueba ya en este mismo momento toda la amargura de su desgracia y los remordimientos de su conducta, sería una crueldad desesperarla y aburrirla con ofrecer a sus ojos la más terrible consecuencia de sus juveniles errores.

     -¡Y qué! -repuso el anciano- ¿No tiene harto merecido todo esto con haber burlado las esperanzas del más tierno de los padres? ¿Qué se había negado hasta ahora a su fantasía o a sus más pueriles caprichos? ¿No era la dueña de toda mi hacienda, la que disponía de mi casa y mi persona? Déjame, déjame, hijo mío; no me persigas con importunas súplicas hasta este último asilo de los que en ninguna parte encuentran consuelo, amistad o descanso.

     -Pues bien, obedeceré a una instancia tan poco conforme a la ternura de usted y a la mansa condición mía, y usted sucumbirá bajo el peso de sus cuitas, y Matilde lo acompañará a la tumba, y ese galán seductor quedará dueño de todo, y nuestra inocente prima huérfana, infeliz y abandonada en la tierra.

     Aquí hizo un movimiento cual si quisiera verdaderamente salirse de la iglesia, pero don Alberto le contuvo apretándole la mano y dando franco paso a un diluvio de lágrimas. Ellas desahogaron su despecho, y sintiéndose aliviado en el momento de verterlas, volvió tiernamente los ojos a su sobrino, y soltó la voz a semejantes razones:

     -Detente, hijo mío, detente; no me abandones tú también, pues no tendré entonces quien me cierre los ojos ni quien recoja mis últimos suspiros. Todavía antes que baje a la tumba quiero tentarlo todo a fin de que esa desgraciada no sea tan infeliz como a mí me ha hecho. He aquí el medio de que se acuerde de su padre así que la deje mi muerte sin apoyo en el mundo, entregada al flujo disipador del almibarado pisaverde que ha elegido. ¡Oh mengua! La hija de mis entrañas, la heredera de mis bienes, la imagen de la mujer más virtuosa que haya hecho la felicidad de un mortal, vivir sometida a un hombre sin pundonor y sin carrera, tan propio para pasar la vida entre los perfumados y cigarreros mozalbetes de un café, como indigno de granjearse el aprecio de gente grave, pundonorosa e hidalga.

     -Sin embargo, no ha sido inútil la seria conversación que he tenido con él. Paréceme haber descubierto en lo íntimo de su alma ciertos resabios de pundonor, del que, con el beneplácito de usted, pues ya tengo el de Matilde, me propongo sacar un favorable partido.

     -¿Y qué partido, querido Luis? ¿Quieres que se doblegue el duro tronco, cuando descuidaron de inclinarlo en tiempos de su lozanía y su verdor?

     -Ya sabe usted que ha servido en el ejército, y que vive en el día con el carácter de retirado. Pues bien: yo haré que se anule tal retiro, y que con el mismo grado de teniente que tenía vuelva a servir en mi propio regimiento. Queda a mi cargo inspirarle las verdaderas ideas del pundonor militar, y conseguir por todos los medios posibles que borre de su nombre la fea tacha de calavera y petardista.

     -¿Y juzgas, hijo mío, que aún puede prometerse mi desgraciada hija una suerte, si no muy próspera, por lo menos tolerable?

     -Lo creo así, y que reunidos dentro de algunos años en esta misma quinta contribuiremos todos a la felicidad de usted, y a que pase sus últimos días cariñosamente halagado por la tierna solicitud de sus hijos y sus nietos.

     -¡Ah! No me lisonjeo de tal dicha: acabáronse para mí los placeres de la vida, y a ti te encargo consolar a esa mal aconsejada mujer, que ya no me atrevo a nombrarte, y a suavizar el solitario abandono de mi inocente sobrina.

     Abrazáronse entonces sintiendo uno y otro algún desahogo de sus penas. Don Luis había logrado al fin enterar a don Alberto de un acaecimiento tan contrario a su reposo; y el pobre señor de Ludueña hallaba en la ternura del sobrino un motivo no pequeño de consolación y halago. Pero ¿quién podrá explicar la novedad que causó a Leonor el inesperado conocimiento de estos sucesos? Sentía hasta lo sumo la desgracia de su tío, enternecíase al ver la generosidad de don Luis, y vislumbraba un débil rayo de esperanza en orden a los inocentes movimientos de su pecho. Postróse al pie del ara y elevó al Ser Eterno una dulcísima plegaria para que se dignase desvanecer los pesares de su tío, hacer feliz a Matilde, y recompensar al conde de Almanza de los esfuerzos con que procuraba la felicidad de la familia. Fuese después en busca de su prima y abrazóla y acaricióla refiriéndola cuanto había oído, y dándola las mayores esperanzas en orden a lo venidero. No fuera tampoco muy fácil bosquejar el tierno coloquio de estas dos jóvenes: Leonor reprendía dulcemente a Matilde por no haberla considerado digna de su confianza, al paso que esta le repetía haber temido los justos reparos de su verdadera virtud. Esforzábase aquella en asegurarle el consentimiento de don Alberto, por creer, como era natural, que estaba enamorada hasta lo sumo de su elegante esposo; pero Matilde, disimulando lo desgraciada que empezaba a ser con él, no hacía más que elogiar al brigadier, y persuadir a Leonor la vivísima pasión que casi sin pretenderlo le había sabido inspirar. Esta muchacha apenas daba crédito a tan fausto anuncio, y sólo repetía con lágrimas que era una pobre huérfana, e indigna por todos títulos de aquella ilustre alianza.

     -¡Ojalá -exclamó Matilde- hubiese sido tan modesta y tan mirada com tú! Presumía demasiado de mí misma, y creí que las mujeres debían ser obsequiadas en el mundo con no menores arrebatos, mimos y genuflexiones que en las comedias.

     En esto llegó el brigadier, y adelantándose Matilde le presentó a Leonor diciéndole que le cumplía la palabra de agradecerle en lo poco que podía sus señalados favores.

     -Pero Leonor no puede ser feliz conmigo -dijo don Luis- pues a causa del desvío de Perceval está decidida a meterse en un convento.

     -No por eso -respondió Matilde- sino porque iba usted a enlazarse con otra.

     -¡Sería posible! -interrumpió con viveza- Óigalo yo de tu labio, amable niña, y dime si no es vana la ilusión que me hace concebir nuestra Matilde.

     -Vamos -añadió ésta- ¿A qué vienen ahora esas lágrimas? ¿A qué el ponerse colorada y ruborosa? ¡Ay de mí! ¿Amarga tanto una alegría como el más hondo pesar...

     -No, no la hostigue usted, no la violente, querida Matilde; déjela en su libre albedrío para que francamente diga hasta qué punto he de dar crédito a la próspera nueva que usted me anuncia.

     -¡Leonor! ¡Dichosísima Leonor! Levanta tu candoroso semblante, déjate ya de suspirar, pon un término a esas tristes demostraciones de tu júbilo si no quieres que debilitándose el esfuerzo que estoy haciendo obligada de una sincera gratitud, me veas caer desfallecida entre tus brazos.

     Faltábale efectivamente la voz, poníase pálida, presentaba su angélico rostro la imagen del desmayo y la agonía, y todo hacía sospechar que estuviese próxima a ceder al desaliento de que hablaba. Leonor se arrojó a sus brazos para sostenerla, alargando al propio tiempo una mano a don Luis, que imprimió en ella sus labios con el más noble y amoroso entusiasmo. Así los sorprendió don Alberto, y su corazón paternal recibió a lo menos un blando esparcimiento en la patética demostración de aquella fraternal alianza, sobre todo cuando corriendo los tres a acariciarle y saludarlo, le prometieron no abandonarle y suavizar los postreros instantes de su vida.

     El bondadoso anciano previno a los criados y dependientes de la quinta los dos matrimonios de Matilde y de Leonor, esforzándose en poner alegre rostro como si hubiese marchado la cosa según el discreto impulso que se había anteriormente propuesto. Todos aplaudieron la ocurrencia: y cuando supo Margarita que su querida ahijada había de casarse con don Luis, se le arrasaron los ojos de lágrimas, y echó millares de bendiciones a su tío bienhechor. Verdad es que templaba este gozo la amargura de ver entregada a manos de un aventurero la gallarda y hermosísima Matilde; pero todo lo sobrellevó con paciencia en atención a la felicidad de Leonor y a las instancias de don Alberto.

     Entre tanto, o porque tratase de mudar de conducta, o por ver ya satisfechas su ambición y sus ideas, portábase Perceval con notable miramiento hacia su esposa, y manifestaba a don Alberto las atenciones de un hijo agradecido y respetuoso. Sin embargo, mientras se aguardaban las dispensas correspondientes no reinaba en los habitantes de la quinta aquella alegría franca, voluntaria y natural que formaba antes el cuadro más halagüeño de toda la comarca. En las delicadas maneras de don Federico había algo de violento y estudiado; suspiraba don Alberto cuando contemplaba embebidos en agradable coloquio a Leonor y a don Luis; y la brillante Matilde, aquella para quien habían sido las cabalgadas, las comidas, las iluminaciones y las fiestas, aquella que todo lo llenaba, animaba y embellecía, más triste ahora, más pensativa y solitaria, ni corría los jardines, ni aparecía en la quinta, ni apenas se hallaba en parte alguna. Íbase comúnmente a larga distancia de aquellos lugares donde nada la recordase al parecer los últimos acaecimientos de su vida; y allí reclinada junto al margen de una solitaria fuente, solía pasar las horas embelesada, no en las dulces imágenes que habían extraviado su corazón, sino en el tristísimo cuadro de sus disculpables errores. ¿Y qué es lo que veía en ellos que de tal suerte llamaba su atención? ¡Ah! Las virtudes y el heroísmo de aquel que injustamente persiguiera y cuyos lazos quiso evitar no obstante de ser, cual lo conocía ahora, el hombre más digno de un amor ilimitado y eterno. Fútiles pasatiempos, esplendorosas concurrencias, azucaradas lecturas, todo había desaparecido de su mente, porque nada la ocupaba mas que la idea de su indiscreción y su infortunio. Desde la conversación en que manifestó su esposo un egoísmo muy contrario a la novelesca generosidad con que quiso distinguirse, era vano el empeño de Perceval para remediar aquel primer rapto de su genio. Por mucho que procuraba mantenerla en la misma ilusión con que supo alucinarla, no desaparecía su humor casi insocial, ni la insondable tristeza de su ánimo. Muy al contrario, prefería a sus oficiosas protestas las ingenuas caricias de Leonor, y los desinteresados cuanto formales ofrecimientos del conde.

     Tal era el cuadro que presentaba la familia de don Alberto Ludueña. Nadie dejaba de advertirlo, nadie de adivinar que en aquella casa había habido un cambio repentino de la jovialidad al desplacer, y de la franqueza a la reserva; mas no por esto se penetraba el desapacible acaecimiento que había dado margen a tan desagradables mudanzas. No debemos pasar en silencio que don Luis hacía los mayores esfuerzos a fin de renovar los antiguos movimientos de libre y desembarazada alegría; y que si bien no era fácil conseguirlo, lograba algunas veces que cesase la poca inteligencia, y diesen treguas al áspero alejamiento que los ponía de mal talante.

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