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Conclusión

¡Bendígalos Dios!... Se casan

MORATÍN



     -Vaya, vaya -decía la vieja Margarita poco tiempo después de verificados los acontecimientos referidos en los capítulos anteriores y mientras estaba arreglando la elegante pieza ovalada donde pasó la primera escena de esta verdadera historia- Vaya, vaya, parece que al fin vinieron las suspiradas dispensas, y que no habrá palurdo del término que no dé con gusto cuatro cabriolas en celebridad de la boda de mi querida Leonor. Pero, ¿a qué te encantas, muchacha? -añadió volviéndose a una doncella que la ayudaba- Ea, arregla esas sillas, sacude esos espejos... vivo, mujer; que no parece sino que se hayan de casar de aquí a tres años.

     -Bien está, señora Margarita, pero sepa que por mucho que una se mate, es muy en balde.

     -¿Y por qué, bachillera?

     -Porque no hay quien lo agradezca.

     -Siempre has tenido tú algo de pizpireta y mucho de picudilla. ¿Qué especie de agradecimiento esperabas? ¿Que te nombrasen por cumplir con tu obligación abadesa de san Pablo?

     -Mire usted; otras menos avispadas que yo habrán sostenido el báculo, pero no lo dije por tanto, sino porque la señorita Matilde no echa ya de ver el afán que los demás se toman por las cosas, y de consiguiente maldito el estímulo que una tiene al efecto de dejarlo todo limpio, aliñado y corriente.

     -En eso no dices mal; y cuando me acuerdo del tiempo en que una hilacha suelta, o una partícula de polvo le causaba una jaqueca, no puedo sino hacerme cruces de la fría indiferencia con que ahora lo ve todo.

     -¿Y por qué será?

     -¿Por qué...? ¿Por qué...? Qué sé yo... pues al fin se casó a gusto, y viene fuera de sazón ese humor tan mohíno e insociable que muestra.

     -He aquí lo que yo digo... ¡Pero qué! ¡Si los hombres en el día son el demonio! Deje usted que la digan amores, y la pondrán desconcertada y distraída; pues hágame el favor de que nos caiga la bendición del cura, y ya puede dar un sempiterno adiós a las risas, los donaires y las danzas.

     -¿Y qué sabes tú de eso, rapaza? Más valiera cuidases de que nunca a las once faltasen las sopitas al amo, que si no procuramos sostenerle a fuerza de vigilancia y de método, paréceme nos pega un chasco cuando menos lo esperemos.

     -Y mire usted, señora Margarita, sería una desgracia para todos, porque señor más bueno y concienzudo no pienso servirle en todos los días de mi vida. Aquí para entre las dos, mejor querría que se muriese el amo joven, que rabia por hacerse servir como un marqués, siendo así que públicamente dicen se vino a la quinta sin un cuarto.

     -¡Vaya un piquito agudo, mujer! -exclamó el ama- ¡Ay! ¿Y cómo te he de quitar la mala maña de andar siempre en chismes y caérsete la baba cuando a tu sabor destrozas la honra de tus señores?.

     -Vamos con tiento, señora Margarita, que a usted tampoco le disgusta... Y sobre todo que siempre miraré de mal ojo al que no guarda a una dueña como usted todo el miramiento que se debe.

     -¿Por quién lo dices, picotera?

     -¿Por quién...? Por ese mismo que defiende, tan tieso y perfumado, envuelto en un corbatín de siete varas, y metiendo con las botas más ruido que diez carretas.

     -¡Ah! Sólo él ha sido la desgracia de cuantos viven en la quinta, y eso que anda ahora algo cabizbajo y que se le ha aplacado un tantico la desatinada furia con que a puros zapatazos quiso mandarnos a todos. Pero al fin, al fin está casado con doña Matilde, y cuando el amo cierre los ojos cátatelo absoluto señor de estas haciendas.

     -Noramala para el tal don Guindo con ínfulas de señoría...

     -¡Otra! Ya veo que no has de callar, y que por la lengua y por las patas te habré de plantar en la calle cuando menos te lo pienses.

     -Pues si me da rabia y...

     -Lo que tal vez te dé rabia es que desde que das en la flor de que te dulcifiquen y enamoren, no levantas un pie ni das una media vuelta sin que te creas hechizar a cuantos te miran.

     -Vaya, que usted la ha tomado conmigo, señora Margarita, siendo así que soy la que más le ayuda y la que saca siempre la cara...

     -Bueno, bueno; vete allá dentro, y prepáralo todo para cuando se dirijan los novios con toda solemnidad a la capilla.

     Era en efecto verdad que en aquel mismo día se celebraba la boda de don Luis con Leonor, y se ratificaba la de Perceval con Matilde. Habían por fin llegado las correspondientes dispensas, y don Alberto deseaba a lo menos antes de morir asegurar la felicidad de sus sobrinos. Porque lo que temía la señora Margarita no era infundado: su salud iba en decadencia desde que no sólo había visto frustrados sus proyectos, sino enlazada su única hija con un hombre de dudosa conducta, el cual había conseguido por medio de una vileza el premio a que ardorosamente aspiraban las gentes más acomodadas e ilustres de todo el reino.

     Serían como las diez de la mañana cuando salieron los novios de la quinta en medio de gentil comparsa de criados, paisanos y arrendadores, y de un numeroso y lucidísimo concurso compuesto de los principales parientes, de los oficiales del regimiento del conde, y de cuantas personas notables moraban en todo aquel territorio. Disparábanse tiros, pronunciábanse vivas, soltábanse palomas, entonábanse epitalámicas canciones, y ofrecíase en fin el vistoso, alegre y animadísimo cuadro de una boda lugareña, unido al serio y brillante aparato de una alianza cortesana. Tampoco dejaron de concurrir los más acreditados violinistas de cuatro leguas a la redonda, y bandadas de mendigos que hacía tiempo esperaban aquel día de universal solaz y refocilo. Pero un observador discreto, a quien no deslumbrasen estas dilatadísimas oleadas, hubiera sólo reparado, por el contraste que con los demás formaba, en un anciano pálido y decaído contemplando con ojos mustios aquel bullicioso espectáculo, y en una joven que, a pesar de la lozanía de sus años y de las gracias de su persona, podía competir con él en punto a taciturnidad, melancolía o decaimiento.

     De esta suerte y llevados como en triunfo, entraron las dos parejas en la gótica capilla. Reparó Leonor que las tres viejas, cuyo coloquio tanto la asustó en cierta ocasión, estaban sentadas junto a la puerta, y que se deshacían echándola peregrinas y extravagantes bendiciones. Cuando todos estuvieron dentro, volvióse Marta a sus comadres, y preguntóles en voz baja si les había engañado en el anuncio de la boda.

     -Verdad de Pero Grullo -respondió Brígida- harto era de prever que esta caritativa muchacha tarde o temprano había de hallar un esposo.

     -Pues ahí está la cosa, pese a mí, que yo os dije se casaría con ese mismo militar que la introduce en la iglesia.

     -Con todo eso, hermana, lo mismo dijo en otra ocasión la tía Margarita sin que pretenda pasar por adivina ni hechicera.

     -¿Sabes cómo te acreditaras un poco? -replicó la Úrsula- haciendo que tras de la boda viniese aquel entierro que también nos prometiste.

     -Pues no lo dudes, sucederá ni más ni menos de como dije; y si quieres que te hable claro, repara cuando salgan en lo más lucido de la comitiva, y verás como viene entre los mismos novios el difunto.

     -¿Qué difunto, mujer?

     -El propio en cuyo final obsequio iremos la tres de plañideras y lloronas. ¿Dudas? Pues no hay más sino que metas el ojo por entre las piernas de los acompañantes hasta fijarlo en el círculo donde van los novios, y encontraráste ahí con un señor ya decrépito sin embargo de que no llega a los sesenta, apoyado el corvo cuerpo en un báculo, sin que tome parte en el júbilo universal ni en sus labios asome la sonrisa, antes por todos estilos anunciando un espíritu que decae, un aliento que se apaga, y no vacilarás en creer cuanto te reitero y anuncio.

     ¡Válgame Dios, mujer! ¿Con que según trazas no ha de ser otro el que muera sino el propio don Alberto?

     -El mismo, comadre, el mismo...

     -Pues no te regocijes de ello, que era apacible por demás y muy amigo de los pobres.

     -Ya, ya, pero al del torrente y a mí nos dio malísimos ratos.

     -Siempre fuiste, ¡oh Marta!, codiciosa y vengativa. Mirad que modo de proteger la tribu acabando con un señor piadoso para ensalzar a un aventurero, que en cuanto pille los cuartos tratará de establecerse en Granada o en la corte.

     -Pues ¿qué pena tienes de ello? ¿Habrá mas que levantar el campo y plantar también nuestros ranchos en otro punto?... Y es cosa que nos conviene, porque si averiguaran estos alcaldes de monterilla la mano que cortó la soga con que colgaron a Talega, no había de parar un gitano a veinte leguas en contorno.

     Ya en esto salían los recién casados de la iglesia, y agregándose las gitanas al acompañamiento siguiéronlos hasta la quinta, donde hubo para todos pastoril danza, abundante comida e inesperada limosna. Tres días duraron las fiestas, única cosa en que rigurosamente se observase el antiguo deseo de don Alberto. Una vez pasados, volvióse a quedar sola la familia de los Ludueñas; y como se había concluido la guerra, fuele fácil a don Luis alcanzar licencia para razonable temporada. Inútil consideramos ofrecer a los ojos del lector una animada pintura de la felicidad que disfrutaba este caballero en compañía de su amable esposa, felicidad que en ningún tiempo vio debilitada o desmentida. Su carácter, naturalmente metódico y honrado, iba siempre perfectamente de acuerdo con el de Leonor, que no sólo lo miraba con singular cariño, sino con la respetuosa deferencia que se debía a sus virtudes. Por su medio alcanzó Perceval una tenencia en el regimiento; y si bien no siguió largo tiempo la milicia, tampoco abusó en demasía de la autoridad que la naturaleza y las leyes le daban sobre Matilde. Atribuíalo la gente lugareña, de suyo maliciosa y chismera, al admirable pulso con que previniendo tales desórdenes, dictó don Alberto el testamento; pero nosotros, menos amigos de sátiras y enredos, nos complacemos en darle un origen más noble, como por ejemplo el deseo de borrar sus anteriores extravíos, y presentarse en el mundo con el beneplácito de una conducta algo recomendable por sí misma. No podemos disimular con todo que nunca manifestó a su esposa aquel amor apacible y duradero que nace del corazón y forma la inalterable dicha de un matrimonio. Tan pronto apasionado, tan pronto frío, era difícil reducir a cálculo sus pasiones, y aun averiguar la causa radical de sus fugitivos arrebatos. Al parecer no había nacido para casado, sino para representar el papel de un lord espléndido, elegante, enamorado y vagamundo.

     Pero de todos estos personajes el que se llevaba la atención de las gentes por la compasión que inspiraba y el afecto que se atraía, era Matilde. Su tristeza cambió de carácter: de apacible y superficial convirtióse en sombría y taciturna; apagóse el extraordinario brillo de sus ojos, desaparecieron las rosas de sus mejillas, su sonrisa indicaba la desesperación o la angustia, y sus palabras revelaban a pesar suyo la inconsolable pena de su espíritu. En vano el conde y su esposa procuraban distraerla: al parecer sólo vivía para cumplir con el último deber de una hija; y cuando hubo cerrado los ojos y recogido el postrer aliento del autor desgraciado de sus días, pasaba sobre su tumba los ratos que no permanecía contemplando el retrato de su primo. Cuanto más se esforzaban todos en quererla y consolarla, más ella evitaba su encuentro, hasta que no siéndole ya dado desoír sus consejos, acusábase con lágrimas de la muerte de su padre manifestándoles con esto cuán fundada fuese la causa de su tristeza. ¡Ah! No nos atrevemos a decir si existía otra de igual influencia; pero el continuo llanto de sus ojos, sus reprimidos suspiros, y el mismo deseo de hallarse sola y de que nadie advirtiese la más leve señal de su malograda ternura, daba sobrado margen a la sospecha de que interiormente amaba y se desesperaba y consumía. ¡Sirva a lo menos su desgracia de aviso a los padres y de ejemplo a los tutores para que prefieran a la brillante y peregrina cultura de las señoritas de hogaño, la honesta, sencilla y piadosa educación de las doncellas de antaño!

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